25 diciembre, 2006

Griselda Gambaro(Bs As, 1928)

Fue estrenada el 22 de setiembre de 1998 en el Teatro General San Martín de Buenos Aires dentro del marco del Festival Inter­nacional de Teatro. Formaba parte de un espectáculo integrado por obras argentinas y europeas de cinco minutos de duración cada una y cuyo título genérico era "La confesión".





Entra Marta, una mujer madura, con un vestido semejante a un uniforme gris.


Marta: Al principio me costó acostumbrarme. Los ho­rarios rígidos, la oscuridad a hora temprana. El maltrato. No de las otras, que están para eso, sino de las que estaban como yo, ence­rradas allí. Se burlaron cuando les dije que no me parecía a ellas, que siempre había sido honesta. Empezaron a llamarme la incorrup­tible, la señora honesta. Pero una noche, a os­curas, cada una contó un poco de su vida. Y de pronto, en una pausa, oí mi propia voz. ¿O no era la mía? Era una voz más, ¿cómo de­cirlo?, desnuda, frágil. Y conté cómo, ya con hijos grandes me había enamorado de... Un ratero, eso era. Me enseñó a tropezar con transeúntes, a darles conversación mientras él, con dedos hábiles, les limpiaba los bolsi­llos. Nunca sacaba mucho. Robaba a viejas, a hombres cansados. Un día no fue bastante rápido. Cayó y caí con él. Entonces, desde que conté esto, me dejaron en paz. O mejor dicho, me quisieron. Extra­ño ser querida por algo así. Me protegieron, me enseñaron cómo... arreglarme con la os­curidad a hora temprana.

Empecé a cambiar. ¿Por qué me mira? Así fueron las cosas. Le conté el final, pero todo

final tiene un antes, ¿no es cierto? No sé por qué usted accedió a sentarse ahí, para escu­charme. Hay una compulsión en este rito. Lo acepto porque ahora... acepto todo. Lo que importa es el antes.

La vida fue siempre un asunto complicado para mí. Si hubiera nacido... no sé... rica, pe­ro nací pobre. Fue una equivocación. Porque no estaba preparada. Ya en la cuna sentía que

esa cuna no me correspondía: ningún enca­je, ningún lazo de seda, una sábana rasposa y una manta. Lloraba mucho. (Ríe) ¡Me pasé la infancia llorando por lo que no tenía!

De pronto me vi grande, con senos, con el ve­llo oscuro del pubis. Puesta en un lugar que creía no merecer, siempre pobre, una prince­sa condenada a un tugurio. ¿Era una princesa o era como usted me ve?: una mujer como tantas, sin ningún atributo especial, con esta cara que se olvida pronto.

Me casé y tuve hijos. Los hijos me entretuvie­ron un rato, pero debería haber sido ciega para no darme cuenta de que tampoco ellos eran, no sé, niños extraordinarios como yo los hubiera deseado. No, eran niños vulgares, con orejas carnosas, ojos pequeños que no expresaban nada. Y mi marido... Pobre cosa. ¿Ve esto? (Le muestra un botón de su rapa) Así era, un objeto sin brillo. Se deslomaba traba­jando y yo no comprendía por qué termina­ba trayendo una miseria. Compró una casa y me la presentó como si fuera una mansión. Recuerdo su necia sonrisa de alegría: esta es nuestra casa y quería decir nuestro palacio, y yo sólo veía una ruina. Cuando murió, me sen­tí libre, sobre todo de su amor que me agravia­ba. Mis hijos crecieron y se marcharon para re­petir la misma historia del padre. Siento alivio de no verlos, con sus orejas carnosas. Yo recibí la vida como una camisa demasiado estrecha para mis deseos. Y ahora, que estoy aquí, me pregunto cómo no me di cuenta de que ésa era la vida. No mi sueño de una cuna con la­zos y moños, sábanas finas, sino esa cuna sobre la que debió inclinarse mi madre. Debió ha­cerla muchas veces, pero nunca la vi porque sentía vergüenza de su rostro ancho, sus ma­nos toscas. No supe tragarme las lágrimas de desilusión para mirarla. A partir de ahí, lo per­dí todo, me quedé ciega para la vida, ajena. ¿Piensa que es tarde? La casa, a fuer de verla fea, es fea. Los hijos, a fuer de verlos tontos, lo son. ¿Es tarde? Empecé a cambiar. ¿Es tarde? Usted está ahí para alguna respuesta. Para de­cirme que aún puedo salvarme de la soberbia, esa asesina que mató la belleza del tiempo concedido. Ahora, cuando salga, trataré de ver el día como es. ¿Por qué pretendí tanto? Los deseos de una amazona cuando sólo soy una mujer cuyo rostro se olvida fácilmente. Creí que la vida me debía todo cuando no me debía nada. Llega tan desnuda como un árbol en invierno cuya primavera decidimos. (Se levanta) ¿Qué dice? ¿Que es invierno? ¿Que seguirá el invierno?


Entre sus libros figuran El desatino (1965), Una felicidad con menos pena (1965), Dios no nos quiere contentos (1979), Después del día de fiesta (1994), Lo mejor que se tiene (1998), Escritos inocentes (1999), Lo impenetrable (2000) y El mar que nos trajo (2001).

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