24 abril, 2007

Patricia E. Blumenreich *Uruguay (1954).


GUANTES BLANCOS

por Patricia E. Blumenreich






Habían pasado seis meses desde la última vez que vi a mi madre. Aquel día, al despedirme de ella en la sala de espera del aeropuerto regional, no pude evitar sentir cierta aprensión y temor por su futuro. Mi padre la había abandonado dos semanas atrás luego de cuarenta años de matrimonio. Por primera vez en sus sesenta y cinco años ella viviría sola, sin los padres que la sobreprotegieron en la niñez y sin el marido que creí la había guiado y acompañado durante su vida adulta. Mi hermana Cathy y yo tomamos aviones que nos llevaron a cientos de kilómetros de distancia de la casa que había compartido con mi padre y donde ahora viviría sola. Durante las primeras semanas luego de nuestra despedida, Cathy y yo la llamábamos frecuentemente con la intención de asegurarnos de que sabía pagar las cuentas, de que salía con sus amigas del Country Club y de que no había interrumpido los partidos de bridge que había jugado por décadas. El paso de las semanas y los meses trajeron la tranquilidad que necesitábamos, la certeza de que mamá, quien estábamos convencidas había dependido de papá para tomar todas las decisiones, podía funcionar por sí misma. Lo que es más, en nuestro secreto egoísmo, que no iba a depender de nosotras para poder desenvolverse como un adulto independiente.

Su llamada me sorprendió una de las tantas mañanas en las que sentía que cada minuto perdido era irrecuperable, atrasada desde que desperté. Casi no reconocí su voz, llena de entusiasmo, energética, jovial. Mi imaginación, más veloz que mi habilidad de escuchar la razón de su inesperada llamada e inundada por el súbito pánico, creó emergencias que obligarían a reorganizar mi día, quizás toda la semana, si debía acudir en su ayuda.

-Lynn querida, no tenés nada de que asustarte,- intentó calmarme al percibir mi ansiedad- pero tengo mucho para contarles, y quería saber si Cathy y tú pueden venir pronto así conversamos y las pongo al día acerca de las novedades.

-Pero mamá, hablamos a menudo por teléfono. ¿Por qué no nos contás lo que sea cuando hablamos? Sabés que es tan difícil salir de casa, dejar todo, conseguir una sitter- y lograr que mi marido cancele un viaje de negocios para cuidar a los niños, pensé. Pero mis argumentos no tuvieron efecto en ella, que insistía en contarnos acerca de su vida en persona. Eventualmente accedí a visitarla en dos semanas. –Una cosa más,- me dijo antes de terminar la conversación- hacé reservas en un hotel. Ya no vivo más en casa, alquilé un apartamentito.

La reacción de Cathy, al igual que la mía ante la invitación y sobre todo la mudanza, nos pareció repentina e irresponsable. ¿Cómo se atrevía a vender la casa en la que crecimos sin habernos consultado? ¿Y qué podía ser tan importante que nos obligaría a interrumpir nuestra precaria rutina? Pero, al igual que yo, Cathy aceptó viajar. Dos semanas después nos encontramos compartiendo un cuarto de hotel, la primera vez desde nuestras últimas vacaciones en la infancia. Siguiendo las instrucciones que nos había dado por teléfono, la esperamos en un restorán del que ninguna de las dos había oído hablar en lugar del country club donde todos los jueves de noche y sábados al mediodía había comido con papá sentada a la mesa con vista a la piscina y campo de golf. El local, un ciber-café vegetariano frecuentado por estudiantes universitarios, era tan diferente a todo lo que ella era y prefería, que creímos haber hecho un error, habernos perdido. A mamá nunca le agradaron los cambios, y, o los rechazaba o demoraba en aceptar, manteniendo sus costumbres al igual que su vestimenta, sus trajes chaqueta de colores sobrios, la chaqueta entallada y la pollera angosta hechas a medida, los zapatos de taco que armonizaban con la cartera, los guantes blancos y sombrero en una época en la que ya nadie vestía así, con un fervor que en nuestros años de rebeldía desafiamos. Ese día, habiendo dejado atrás la etapa en la que vestíamos los jeans más descoloridos y los buzos más rotozos con tal de provocar su irritación, ambas elegimos trajes para nuestro encuentro, el mío azul, el de Cathy gris, tratando de conformar a su gusto, de formar con ella un trío de similitud, de no ser una nota discordante. Mientras dudábamos si llamarla para confirmar nuestro supuesto error, vimos entrar a una mujer, su figura vagamente similar a la de ella. Esa mujer, el pelo crespo canoso tocando sus hombros, los lentes sin armazón dejando entrever sus ojos sin maquillaje, una blusa blanca y cinturón tejido ciñendo la cintura de una pollera amplia estampada que llegaba a los tobillos cubiertos por medias blancas, las sandalias anchas y chatas, se acercó a nosotras, una amplia sonrisa iluminando el rostro. ¿Acaso esa podía ser mamá? ¿La mujer a la que no conocíamos con otro color de pelo que el rubio que le teñían en la peluquería a la que iba todos los miércoles de mañana, que se pintaba los labios con un rojo brillante antes de bajar a tomar el desayuno, su cara siempre empolvada, una mujer a la que nunca vimos en taco chato? Mi primera reacción ante esa mujer que no reconocí como la madre que yo conocía, mi madre, fue una de rechazo, incredulidad, sospecha. Mamá se parecía a nosotras, o a lo que nosotras fuimos o quisimos ser una vez, o tal vez nosotras a mamá, aunque no ahora, en nuestros trajes clásicos con los que sobresalíamos de entre todo lo que nos rodeaba, sobre todo nuestra madre, que parecía más joven que nosotras. –¡Por fin soy una mujer libre,!- fue su primer comentario al sentarse a la mesa y apretar nuestras manos, -¡por fin puedo ser yo! Me siento como si alguien me hubiera desatado, librado de una mordaza. ¿Se dan cuenta lo que eso significa?- preguntó sin esperar una respuesta mientras alternaba su mirada entre Cathy y yo, súbitamente incapacitadas por la sorpresa. -¡Por fin puedo usar lo que quiero cuando quiero y hacer lo que se me de la gana! El mejor regalo que me hizo vuestro padre en toda la vida, haberme dejado- dijo con aparente alivio.- Hasta estoy tomando unos cursos de antropología y me voy de viaje en unos días. Recobré mi libertad, ¿se dan cuenta? Mi libertad- repitió como si recién hubiera salido de una cárcel en la que había sido prisionera toda su vida.

-No creí que habías sido tan desgraciada con papá- dijo por fin Cathy, que la observaba con escepticismo, claramente desilusionada ante esta nueva madre que acabábamos de conocer. Nos confesó entonces que siempre se comportó y vistió como lo hizo porque así lo había querido papá; que su pelo duro pintado, sus trajes apretados, su vida social en el Country Club, sus guantes blancos, todo lo había hecho para satisfacer a papá sin nunca atreverse a mencionar su disgusto, que todo había sido por lo que designó como "el bien del matrimonio", "la paz conyugal". Ahora papá había desaparecido de su vida, física y obviamente emocionalmente también, finalmente dejándola en libertad. –Y no me digan- siguió, su cara tan cerca de las nuestras que su aliento a almendras pareció tocar mi piel, - que nunca pensaron en todo lo que hacen para mantener el matrimonio andando aunque no las haga feliz, porque si nunca lo pensaron están peor de lo que yo nunca estuve.- Las protestas de Cathy defendiendo la elección de su pareja, con quien vivía hacía años, y mi silencio, no parecieron afectarla, orgullosa de sus decisiones y aparentemente indiferente a nuestra opinión.

No supimos más de ella por varias semanas. Cathy y yo tomamos nuestros respectivos caminos evitando hablar del tema que aunque pareció ser un episodio irreal, logró echar raíces en nuestras mentes. Cada vez que pensaba en mi matrimonio, que parecía haber llegado al punto del que no podía progresar, el trabajo que no me satisfacía, una vida que parecía tener más descontentos que satisfacciones, me preguntaba si era como mamá había sido, o quizás yo era peor, mucho peor, porque ella nunca demostró la falta de alegría que yo no sabía esconder; ella siempre se mostró en control de su vida, una mujer estoica, alguien digna de emular. De a poco y casi sin quererlo, esperando sentir la felicidad o quizás el conformismo que llegaría si simulaba lo suficiente, cambié mi actitud, mi vestuario, mi color de pelo, hasta mi espalda ahora se sentía rígida. Cathy me llamó un día, el tono de su voz tenso, la imaginé apretando el auricular. –Dejé a Ron,- me dijo, -lo dejé porque por fin me convencí de que nuestra pareja no marcha y no voy a pasar el resto de mi vida en una mentira como lo hizo mamá.- No supe si felicitarla por haberse percatado de su infelicidad y haber hecho algo al respecto, desearle suerte o sentirme triste por ella, porque, después de todo yo también había cambiado, aunque de otra manera.

Recibí una tarjeta de mamá poco tiempo después, su letra clara, los trazos delicados demarcados en tinta azul oscura sobre el papel amarillo pálido que olía a su fragancia y que había usado por años para comunicarse con sus amistades. Nuevamente nos pedía reencontrarnos, "para contarles algunas novedades acerca de papá y yo". Pero esta vez, contrariamente a lo que supuse, nos invitó al Country Club. Cathy y yo nos encontramos nuevamente en la misma pieza de hotel, y mientras me ponía el traje chaqueta azul y me pintaba los labios del mismo color que mi madre había usado en una época, me pregunté si esta vez la reconocería. Cathy, en jeans gastados y campera, la actitud de rebeldía y desafío renacida de su adolescencia, me observó con curiosidad e intercambiamos miradas críticas a las que no nos atrevimos darles palabras. Sentadas a la mesa que reconocimos como la de nuestros padres, esperamos a mamá, buscando a la figura que se movía con agilidad, la pollera amplia rozando las mesas. La vi entrar al salón comedor, su cuerpo erguido, su espalda recta, sus tacos altos y medias de seda, quitándose los guantes blancos mientras se acercaba a nosotras, la sonrisa débil en los labios rojos apretados. De inmediato supe lo que nos iba a comunicar. Papá había vuelto. Se habían reconciliado. Miré a Cathy, su boca contorneándose en una sonrisa sarcástica, y miré mi falda sobre la que había colocado un par de guantes blancos, y me pregunté, ¿qué va a ser de nosotras? ¿qué va a ser de mí?


Patricia E. Blumenreich nació en Montevideo, Uruguay (1954). Se graduó de la Facultad de Medicina de la República Oriental del Uruguay en 1980 y emigró a los Estados Unidos en 1981. Se especializó en Psiquiatría en la Universidad de Louisville, Kentucky. Integró la cátedra de dicha universidad por varios años y recibió el Golden Apple Award (premio al mejor profesor del año) en 1992. Publicó artículos relacionados con su especialidad médica en Postgraduate Medicine, Journal of the Kentucky Medical Association, Clinical Advances in the Treatment of Psychiatric Disorders. Es el principal editor del libro “Clinical management of the violent patient. A clinician’s guide” (Brunner Mazel, 1993) y autor de cuatro de los capítulos de tal libro. Es principal autor de un capítulo sobre alucinaciones en el libro “Difficult Diagnosis II” (WB Saunders, 1992). Reside en Minnesota desde 1995. Ha publicado un libro de cuentos en español, Vidas, y divide su tiempo entre la práctica a tiempo parcial de la psiquiatría y a escribir ficción. En breve publicará otro libro de cuentos.

18 abril, 2007

Ojos negros de Vlady Kociancich(audio)


audio leido por Magdalena Ruiz Guiñazú(Escritoras Argentinas, 2002)


OJOS NEGROS (Fragmento)

"Es cierto que en los viajes se conoce gente. Pero no es menos cierto que esas relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago.
Todo viajero sabe que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el término del viaje. Cartas, llamadas telefónicas y postales, sólo demoran el inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima Clara. Antes de cumplir treinta años se había convertido en una profesional de ausencias.

-No tengo imaginación para otra cosa -decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro.

Era explicable, sin embargo. Cuando Clara recibió la herencia del tío Sebastián, sólo conocía Mar del Plata.

-Quisiera ver algo de mundo -le explicó a Tito, el novio, un muchacho de Quilmes que tenía terror a los aviones- Y después nos casamos.

Clara se compró un lujoso tour a Oriente.

-Thailandia, Malasia, India, cuarenta días- volvió, pasó un fin de semana con Tito, le contó el viaje, hizo la valija y ese mismo lunes partió a Londres, punto inicial de un recorrido por el norte de Europa.

A la altura que la herencia comenzaba a menguar, también las regiones ignotas de la folletería turística".


en CUANDO LEAS ESTA CARTA(Seix Barral)

15 abril, 2007

Diamela Eltit -Chile,1949-

Y me interesa todo aquello que esté a contrapelo del poder, es decir, la otredad. Diamela Eltit
Consagradas
De Salidas de madre (antología 1995)
El primer ataque de tos confundido con el primer ataque de asma.
-Madre, no puedo respirar. Madre, escúchame, no puedo respirar. Madre payasa, inservible, increíble.
Los insectos taciturnos de la noche sobrevuelan en torno a las hordas de drogadictos cesantes. Ni siquiera sabemos cuánto, de cuánto exactamente disponemos entre lo que se oculta en el fondo de las arcas fiscales, qué caótico, debo intentar salvar algo de lo que tengo, resguardar, al menos, mi mano derecha. Mi mano derecha es la más valiosa de mis pertenencias. Mi madre muerde mi mano derecha y veo cómo uno de mis dedos cuelga sangrante entre sus dientes:
-Devuélveme mi dedo, suelta mi dedo, quédate con mi dedo. Está bien. Haz lo que se te antoje.
Así es como me quedan cuatro dedos. Estoy furiosa, internamente furiosa y te hago un dulce gesto de despedida con mis cuatro dedos que ya no puedes devorármelos porque mi sangre te hace vomitar, espasmódica, sin comprender –imbécil- que mi dedo, que yo, que toda mí, soy sangre de tu sangre.
Se deja caer el segundo ataque de asma.
Aspira un trechito de aire porque si no lo haces, te mueres. Ahogada, busco a mi madre por los corredores. Guturo sí sí sílabas por los corredores mientras las bandas, regidas por sus pasiones políticas, oran, piadosamente agradecidas, alucinadas por el éxtasis comercial del reciente acuerdo. Tambaleante, en la esquina del estrecho corredor aparece el Dios fulgurante y ebrio que me pide una moneda:
-No tengo dinero- le digo- no traigo encima ni un mísero peso. ¿entiendes?.
Pero no entiende, no entiende que avanzo, a duras penas, hacia mi madre chocando con las embatidas del asma. El Dios limosnero insiste tendiéndome la mano, incitándome a la caridad:
-No te voy a dar nada. Ya te dije que no te voy a dar nada.
-Ni un centavo- me dijo mi madre- te lo juro por Dios.
Después ella se me vino encima y volvió a la carga ensañándose en mi mano derecha. Sus dientes traspasaron mi palma y luego, claro, su rostro empapado en mi sangre. Los vómitos se prolongaron toda la noche entre arcadas infatigables. Operática mi madre, como ninguna.
Cuatro dedos y un orificio.
Un orificio bellamente circunscrito que oculto con el doblez de mis cuatro dedos sobre la palma. No quiero que nadie reconozca la huella de los dientes milimétricos de mi madre dibujando mi concavidad. Salgamos a la calle. Salgamos a la calle con un dedo menos para celebrar ya no me acuerdo cuál última victoria. Salgo con mi madre a la calle y no deja de gritarme que no, que no, que no. Obedezco. Entro a la casa. Las sábanas están imposibles:
-Criticona estúpida- me dice.
Meto el índice izquierdo en mi orificio y pasa de largo.
Ella, mi madre, es la esposa del jefe máximo. El jefe máximo podría y podría no ser mi padre. Anda armado él. Por todas partes camina con su arma a cuestas. Sabe perfectamente que mi madre me cortó un dedo con sus dientes. Intuye lo del orificio. Se calla porque le conviene. Salimos los tres perfectamente juntos y son impresionantes las reverencias. Tanta reverencia. El pópulo se inclina con una abierta servil impudicia, esperando, sabemos, toda la suma de dinero que se esconde detrás de cada nueva promesa. Pero no van a recibir ni un cinco. Mi orificio vale oro. Del más alto kilate. Y no me vengas a decir que no lo sabías antes de afilar tus dientes sobre mi.
- Hay bicharracos por todas partes- dije.
De inmediato, una multitud furiosa me cayó encima acusándome de esto y de lo otro. Pero mi dedo izquierdo pasa de largo por mi orificio y eso es peor, mucha más gracia que la falta de uno de mis dedos en la mano derecha. Vago cerca de mi tercer ataque de asma y espero que sea el definitivo porque si sobrevivo quedará mocha, sin dedos, mi mano y entonces ¿qué?.
Me sumo a la multitud servil. Camino servilmente. Escucho, a lo lejos, unos profusos vítores que no tienen principio ni fin. Recojo un trapito del suelo que tiene una leyenda que no soy capaz de descifrar.
Sí, la descifro. Voy recolectando todo lo que encuentro. Mi dedo no está en ninguna parte, mi orificio permanece incrustado dentro de mí. El olfato omnipotente de mi madre reprueba la limpieza pública que voy haciendo de la basura acumulada después del festejo. Sè que mi madre también adora la basura, ella guarda mi dedo descompuesto y reblandecido en uno de sus pequeños cofres. Acaricia mi dedo de noche, lo reverencia, se felicita. Mi dedo masacrado es el chupete al que se aferra mi madre.
Sigo caminando plagada de alergias que me toman de la cabeza a los pies. Hoy, el lóbulo de mi oreja, mañana, una parte central de mi estómago, después, el codo, lo sé, para luego enroncharse el muslo y el ojo, la encía. ¿Qué sería de mí sin la alergia? Mi alergia se dispara con el polvo, el polen, el pulso, las pelusas, el pelo de mi madre. Cuando mi madre me pone su pelo encima, la alergia no me concede ni siquiera un segundo de tregua. Rascarme furiosamente con cuatro dedos y dejar mi orificio expuesto a una de las tantas infecciones que amenazan con la picazón. Si mi orificio se infecta. Ah, si mi orificio se llegara a infectar, se lo que tendría que hacer para despejarlo. No lo haré, jamás dejaré que nadie examine mi orificio, ni me rasque el orificio, ni pretenda curarme el orificio. Es mío. Mío y de los dientes sagrados de mi madre.
Hoy cumplo 60 años y mi madre me ladra desde su habitación. Está tan acabada mi madre y tanto el que podría y podría no ser mi padre. Vamos a cumplir 60, 80, 100 de la misma manera. Retengo desde hace mucho tiempo el maldito ataque de asma. Lo logro manteniendo la mínima, inaudible respiración.
Dos dedos menos y el orificio. El orificio no me da tregua al tener que ocultarlo y ocultarlo siempre de las miradas. Desde hace un tiempo ni siquiera yo le doy una ojeada a mi orificio. Mi madre aúlla:
-Mentirosa.
Ah, sí, perdí otro dedo de mi mano derecha. Fue inevitable. Una mordida precisa que no logré escamotear. Una hemorragia de proporciones que nos dejó a ambas extenuadas, acurrucadas y mudas contra la pared. Otra vez uno de mis dedos mutilados en su boca, oscilando entre sangre y saliva. Otra vez el dolor. Esa noche (cómo podría no recordarlo) hubo una espantosa confabulación política a la cual se plegaron aceleradamente las hordas. Resultó lenta la limpieza de la sangre. Mancha tras mancha. Desde ese día me vi obligada a ocupar mi mano izquierda. Absolutamente. Tengo tres dedos en la mano derecha y mi orificio está a la vista de cualquiera. Pliego mis tres dedos y me cubro como puedo. Apenas puedo tapar mi orificio y veo cómo las miradas se detienen en mi deformidad:
-Tápate- me dijo mi madre.
¿Y que tanto? Tres dedos, la alergia y el orificio. Mi madre ya se ha empezado a desparramar, habla desparramando una seria de términos que no me atrevo a reproducir. Se ha puesto más obsequiosa que nunca. Pero no le perdono que me imite. Es cierto. Mi madre me copia descaradamente de la misma irredarguible manera en que una puesta de sol imita a una puesta de sol, de modo irritante en que una lágrima repite a una lágrima y mi sombra a mi sombra.
Tenemos tres dedos, la alergia, el orificio y la constante abrumadora repetición de cada uno de los tres dedos, la alergia y el orificio. Pero ya no soy la misma exacta yo. Asciendo en un vértigo triple, estremecedoramente solitario, en el que me desplazo a una velocidad intolerable.
-Quédate tranquila.
Mi madre me grita desparramada desde la cama y sus alaridos pueden ser percibidos desde afuera y entonces se puede dejar caer la pasión colectiva por mi orificio. Es verdad que mi orificio contiene una masa impresionante de pasión que ya me hizo perder dos dedos. Dos dedos menos cuando ya cumplo 60- ¿Qué me espera?, pienso yo, ¿Qué más me espera?.
-Espérate no más- grita mi madre.
Pero, en realidad, sigo aguardando que se desencadene la boca de mi madre. Agazapada debajo de su cama, estoy atenta a cada uno de los movimientos que me permiten advertir sus sueños. Como una fiera la vigilo desde abajo y aunque seque ya se le desparramaron todos los dientes, ella todavía mantiene la esperanza que yo (que ya no seré nunca más exactamente yo) realice una acrobacia inaudita con los ocho dedos que me quedan.
Después fue previsible. Del todo previsible que mi madre, copiando desenfrenada mi ataque de asma, enardecida por el ahogo, me arrancara de cuajo otro dedo. Mi mano garra de pájaro-suéltame, animal- es ahora repugnante. Ella se metió debajo de la cama y me asaltó en la penumbra. No alcancé a esquivarla porque mi dedo encajó maravillosamente con su apetito. Luego, se trepó hasta su cama y se regocijó con mi dedo metido en la boca. Lo succionó hasta el cansancio mi madre. Desde abajo, sangrando estrepitosamente, yo escuchaba su sorbeteo, ese ruido avasallante que no impedía que yo pensara: ¿qué voy a hacer ahora con mi orificio? Permanecí paralizada, dorsal debajo de la cama, deseando un poquito, un poquito, un poquito de clemencia, un techo para mi orificio. Me extendí en el suelo y así me dejé caer en picada hacia una de las noches más alérgicas y desastrosas de mi vida.
-Anda toda desastrada- me dijo mi madre.
Desastrada. Sí. Pero todavía mis dos dedos. Yo puedo: doblar dos dedos, separar dos dedos, retorcerlos. Agarrar un carbón con dos dedos, escribir, sí sí silábica con mis únicos dos dedos. No se sabe cuándo se desencadenará el definitivo ataque de asma. No se sabe, tampoco, en qué momento las nuevas tendencias políticas rendirán una cuenta pública sobre el botín producto del pacto. Lo que sí sabemos es el riesgo creciente que minuto a minuto experimenta mi orificio. Sabemos, ya sabemos todos en cuánto se arriesgan las perforaciones, los abismos, las zanjas, los boquetes, los resquicios, cómo cualquier abertura convoca las peores intenciones, los más abyectos impulsos. Mi orificio, tan expuesto ahora, podría convertirse en el lanzadera de las miserias que acumula mi madre.
¿Dos deditos? Uno y uno.
Ni un solo dedo y el muñón. Con el último mordisco, se fueron mis últimos dos dedos. Pensé prevenir, dilatar; pensé que había aprendido a adelantarme a cada uno de sus pensamientos.
Soy un orificio a punto de despeñarse. Me muevo torpemente con mi muñón envuelto en un trapo. Toda yo orificio, con los dedos perdidos, prolongo mi mirada hacia fuera donde la naturaleza estalla y estalla en millones de atardeceres. Ah, madre. A lo largo de este escandaloso atardecer se me pueden caer los dientes. Tarde o temprano perderé todos mis dientes si las encías continúan inflamadas y escurro tantísima sangre por la boca. Cierra la boca cuando atardece. De una vez por todas cierra la boca orificio para que afirmes tus dientes, estos vulgares y poderosos huesos que me mantienen pese a todo, contra todo, derecha. Bien derecha:
-Camina derecha, concha de tu madre- me dice.
Demasiado seniles, centenarias ya, sólo nos resta la costumbre del arrullo.

Agosto 1996

Diamela Eltit nació en Santiago. Profesora de Castellano y licenciada en Literatura, desde 1991 y durante varios años se desempeñó como agregada cultural de la Embajada de Chile en México. Representa una interesante corriente narrativa, que tiene carácter experimental y de ruptura tanto en su contenido -mundos sórdidos, personajes marginales- como en su forma. Suelen asociarse a esta corriente varios narradores unificados como la generación del 87, posterior al golpe que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y cuya desazón y resentimiento ha generado nuevas búsquedas desde el punto de vista literario. Cabría agregar que, en este marco, muestra una clara preferencia por el cuerpo femenino sufriente. A todo ello van aparejados una técnica y un lenguaje ambiguos, transgresores de los moldes usuales, y que hacen más compleja su lectura. Estos rasgos pueden apreciarse en las novelas Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1990), Los vigilantes (1994) y Los trabajadores de la muerte (1998).

Entrevista a la autora por María Moreno

04 abril, 2007

Pilar Dughi (Perú,1956-2006)



Apúrense, por favor


Eran casi las siete de la noche cuando Milton Peña bajó la cortina de la sala y encendió el decimocuarto cigarrillo del día. Levantó el auricular del teléfono y vaciló unos segundos antes de volver a colgarlo. Se levantó inquieto y comenzó a pasear por el recinto.
-Papá, ¿Por qué está todo oscuro?- preguntó su hija de siete años.
Milton echó una larga bocanada de humo.
-Vete a tu cuarto- dijo secamente.
-Tengo miedo. Todo está oscuro- repitió la niña.
Milton prendió una de las velas que estaban encima del aparador y se la entregó a la niña.
-Ahora ya no tendrás miedo- le dijo. Le acarició la cabeza y la empujó hacia el pasillo-. Anda, espérame en tu cuarto.
La niña cogió la vela y titubeó.
-¿Vendrás?
-Claro, espérame allá-contestó él.
Su hija caminó lentamente por el pasillo e ingresó a una habitación del fondo. Milton cerró la puerta de la sala que comunicaba con los dormitorios y se dirigió de nuevo al teléfono. Marcó un número.
-¿Aló?- dijo en voz baja.
-¿Sí?
-Mamá, soy yo, ya terminé de cerrar las puertas.
-¿Terminaste qué? Hijo, no te entiendo, debe ser el teléfono, nunca te escucho bien.
-Todos vamos a estar tranquilos.
-Habla más alto. No sé por qué te empeñas en vivir en Cienaguilla. Todas las líneas telefónicas están pésimas.
-¿Recuerdas lo que te dije ayer?
-Estoy preocupada, hijo, no me gusta que estés allá, tan lejos y tan solo.
-Nadie nos va a molestas en el futuro.
-Hijo, ¿Por qué no te vienes? ¿Dónde está Enriqueta?
-En su dormitorio.
-¿Y la empleada?
-Se fue, mamá.
-Pero, ¿Por qué no me has avisado? ¿Estás solo con Enriqueta?
-Sí mamá, ya te dije.
-Vente inmediatamente.
-No mamá, estoy donde debo estar y nadie me va a sacar de aquí.
-Yo no digo eso hijo, es que debes venir a vivir aquí conmigo.
-Estás equivocada.
-Pero si ya te han cortado la luz y el agua, es peligroso que estés allá. Hijo, por favor, escúchame, obedéceme. Tienes que venir.
-Adiós mamá quería despedirme de ti.
-Hijo, ¿aló?
La mujer escuchó el clic del teléfono, su hijo había colgado. Entonces ella marcó otro número.
-¿Aló? ¿Marina?
-Si, ¿quién habla?
-Soy Edelmira- exclamó la mujer-. Estoy preocupada, no se qué hacer. Milton ha despedido a la empleada y se ha quedado en la casa con Enriqueta.
-Bueno, pero ¿qué tiene de malo?
-Después del episodio de los cuadros me parece que no está bien. ¿Cómo va a vivir a oscuras, solo con una niña de siete años?. Además se ha comido todas las uñas de las manos.
-¿Quién?
-Milton.
-Ah. ¿Tienes el teléfono del médico que lo ve?
-Si. Tengo miedo. Marina, ¿se estará volviendo loco?
-¿Sabes si lleva el arma?
-Claro, nunca la abandona.
-Llama al doctor y cuéntale. El te puede decir qué hacer. Me llamas después.
-¿No puedes ir tu en el carro?
-¿Ahora? ¿A Cienaguilla?
-Sí, por favor, Marina, puede pasar una desgracia.
-Pero me va a echar de ahí. ¿con qué pretexto me aparezco?
-Dile que yo te mandé.
-Mejor primero llama al médico. Tal vez te estés precipitando.
La mujer comenzó a buscar en su agenda el número de teléfono del médico. Recordaba haberlo anotado en un papel suelto.
-No encuentro el teléfono- dijo.
-Cálmate- contestó la otra-, ahora cuelgo. Busca el teléfono, llámalo e inmediatamente me vuelves a llamar.
Colgaron. La mujer no encontraba el papel. Estaba sentada en una silla de ruedas porque sufría de artritis desde hacía más de quince años. Sus piernas, inutilizadas, estaban adelgazadas y encogidas. Hizo rodar la silla diestramente hacia un anaquel en el centro de la sala y revisó algunos cuadernos donde también solía anotar teléfonos. Encontró el número y regresó al teléfono.
-¿Aló? ¿El doctor Ruiz?
-Un momento, por favor.
Esperó unos segundos y rogó que el doctor se encontrara en su consultorio. Sabía que atendía hasta tarde porque una vez su hijo había tenido una cita a las nueve de la noche.
-¿Aló?- una voz masculina le contestó.
-Doctor Ruiz, soy la madre de su paciente, Milton Peña. Doctor, disculpe que lo llame para molestarlo, pero creo que mi hijo está mal. Se ha comido todas las uñas de las manos. Ahora se ha quedado solo en su casa de Cienaguilla con mi nieta y están a oscuras. Después de lo que hizo la semana pasada tengo miedo de que se esté volviendo loco.
-¿Qué hizo la semana pasada?
-Lo de los cuadros, doctor.
-Ah, eso. Sí, claro. No, no es conveniente que esté solo.
-¿Qué hago entonces doctor?
-¿Lo ha llamado por teléfono?
-Sí, me dice que todo va a estar bien. Pero me parece raro que me llame para eso.
-¿Qué más le dijo?
-Que quería despedirse de mi.
-Bueno, a ver, déjeme pensar. ¿Cuándo lo ha visto usted por última vez?
-Hace una semana, doctor, estoy desesperada, ¿llamo a la policía?
-Espere, yo lo voy a llamar por teléfono.
-¿Se puede volver loco doctor? El tiene un arma, doctor.
-Hablaré con él y después la llamo, señora.
La mujer colgó. Empezó a dar vueltas alrededor de la sala con la silla de ruedas. Miró su reloj. Eran las siete y veinte de la noche. Había pasado ya demasiado tiempo. La campana del teléfono repicó. Se dirigió velozmente hacia él y levantó el auricular.
-Soy el doctor Ruiz, señora. Acabo de hablar con su hijo. Dígame, ¿tiene usted algún pariente que pueda ir a verlo?
-¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
-Nada, nada. Pero es mejor que no esté solo allá. No lo digo por hoy sino que en realidad me parece que no debe vivir en esa soledad por el momento. Y menos si está armado.
-¿Está loco? Por Dios, dígamelo.
-Señora, ¿Usted tiene algún pariente con el que podamos contar?
-Una amiga va a ir. Pero ¿No sería mejor llamar a la policía?
-Su amiga, ¿No puede ir acompañada?
-Voy a llamar a la policía.
-Yo acompañaré a su amiga. Déme el teléfono de ella.
La mujer se lo dio.
-Usted espere. Yo iré con ella dentro de media hora.
-Pero va a ser demasiado tarde.
-Lo haré lo antes posible.
-Colgó. El teléfono volvió a repicar.
-¿Edelmira?
-Marina, cuelga, por favor. Acabo de hablar con el doctor. Yo creo que Milton está loco. Cuelga porque el doctor te va a hablar enseguida.
-Ya. Pero Milton está armado. Nos va a disparar.
-Marina, cuelga. Anda con el doctor allá.
-Creo que hay que llamar a la policía.
-¡Marina son casi las ocho!
-Edelmira, llama primero a radio patrulla. Después a Milton entreténlo. Convérsale. Dile cualquier cosa para hacer tiempo.
-Está bien.
Edelmira colgó el teléfono y volvió a marcar el número de Milton. Nadie contestaba. Quizás me he equivocado de número, pensó. Volvió a marcar.
-¿Aló?
-Enriqueta, hijita ¿estás bien?, ¿dónde está tu papá?
-En mi cuarto.
-¿qué está haciendo?
-Nada.
-¿Cómo que no hace nada? ¿cómo está?
-Sentado, me lee un cuento.
-Enriqueta, llámalo rápido.
La mujer esperó. Estuvo así un buen rato pero luego escuchó el clic del teléfono. Se ha cortado la línea o él ha colgado, se dio. Malditas líneas, siempre pasa lo mismo, se corta la comunicación, pensó. Volvió a llamar pero sonaba ocupado. Colgó. El timbre del teléfono volvió a sonar.
-¿Alo?
-Edelmira, el doctor no me ha llamado todavía. Dame su teléfono, yo lo llamo.
-Espérate un segundo, aquí está. Por favor, vayan inmediatamente.
-¿Has llamado a la policía?
-Voy a llamar en este instante. Aunque tengo miedo, ¿y si se pone mal si ve a los policías?
-¿Y si nos dispara a nosotros?
-No creo. Acabo de hablar con Enriqueta. Dice que su papá le está leyendo un cuento. Voy a volver a llamarlo.
-Edelmira, llama a la policía por favor.
-Pero creo que es mejor que ustedes lleguen primero.
-Cienaguilla está muy lejos y ni siquiera se cuánto tiempo se va a demorar el doctor en venir. ¿Por qué no va él solo?
-Es que él no sabe como llegar a la casa. Tú, en cambio, conoces.
-Bueno, voy a llamar al doctor.
Marina colgó. Edelmira volvió a marcar el teléfono. Seguía sonando ocupado. ¿Lo ha dejado descolgado?, pensó. Insistió y volvió a escuchar el irritante sonido. Abrió la guía telefónica y buscó. Patrulla de Emergencias.
-¿Aló? Por favor, se trata de un urgencia, es urgente.
-¿Sí? Dígame que pasa.
-Mi hijo está loco señorita. Está encerrado en una casa a oscuras con una niña y está armado. Por favor, tienen que ir inmediatamente. Puede ocurrir una desgracia.
-Espérese señora. ¿Cómo se llama usted?
-Edelmira Quintana.
-¿Dónde vive?
-Señorita, mi hijo vive en Cienaguilla, por favor no se demoren. Es de vida o muerte.
-Señora, tiene que llamar a la comisaría de Cienaguilla. Ellos pueden ir más rápido.
-¿Cuál es el teléfono?
-Espérese un ratito.
Edelmira miró el reloj. Ocho y cuarto. Qué estúpidos, siempre es lo mismo, dijo furiosa.
-Tome nota, señora.
La mujer le dio dos teléfonos. Edelmira colgó y llamó inmediatamente. Estaban ocupados. ¿Y ahora qué hago? Marina debe haber hablado con el doctor. Ya estarán en camino. Por lo menos tardarán media hora en llegar hasta allá pensó. Volvió a insistir con la línea telefónica.
-¿Aló?
-¿Sí?
-Señor, llamo por una emergencia. Mi hijo está loco, está armado y va a matar a su hija, mi nieta. -¿Quién es usted?
-Su madre, estúpido.
-Oiga señora, no me insulte.
-Escúcheme, si no van inmediatamente va a ocurrir una tragedia.
-Pero no le entiendo señora. ¿Me puede explicar de qué se trata?
La mujer dio un largo suspiro.
-¿Señora?
-Mi hijo vive en La Floresta, segunda cuadra, número trescientos quince. Vayan allá, por favor.
-¿Pero por qué?
-Porque está encerrado con un arma.
-Está bien, señora. Pero explíqueme, ¿por qué dice que está loco?
-Porque me lo ha dicho su médico. Y además está armado y yo acabo de hablar con él y me ha dicho que va a matar a su hija y él se va a matar también.
-Repita la dirección.
Edelmira volvió a darle las indicaciones.
-¿Van a ir ahorita?
-No tenemos ninguna patrulla en este momento, pero nos comunicaremos con radio y en pocos minutos estaremos ahí.
-Ya, gracias.
Colgó. El reloj daba las ocho y media de la noche. Volvió a llamar por el teléfono. Esta vez escuchó el timbre habitual.
-¿Aló?
-Enriqueta, hijita, ¿Dónde está tu papá?
-Se ha quedado dormido abuelita.
-¿Estás segura?
-Está roncando.
-Qué raro- la mujer quedó pensativa.
-Hijita, escucha, es muy importante lo que te voy a decir.
-Sí, abuelita.
-No tengas miedo. Pero vas a hacer exactamente lo que yo te digo, ¿Ya?
-Bueno.
-Tu papá tiene una pistola, ¿no?
-Sí.
-¿Dónde la tiene?
-Ya no la tiene, abuelita.
-¿Cómo?
-Sí, la semana pasada me dijo que la iba a vender porque ya no tenía plata. La sacó de la caja y la vendió al señor Martínez, el que vive al lado.
-¿Tú viste que se la entregó?
-Sí, yo fui con él.
-Ah, ya.
-¿Por qué abuelita?
-Por nada, hijita, por nada. Escucha, van a ir a visitar a tú papá. Así que cuando lleguen les abres la puerta, ¿Ya?
-Ya.
-Chau hijita.
La niña colgó. Se dirigió a su dormitorio. Su papá estaba sentado sobre un sofá. Ya no roncaba. Tenía la boca abierta. Al lado de él, sobre la cómoda, había dejado un vaso de gaseosa para ella. La niña terminó de tomar el líquido mientras contemplaba el frasco vacío de pastillas que su padre había echado en los vasos. La niña se echó en la cama. Si papá le había dicho que se acostara después de tomar la gaseosa. Iba a tener mucho sueño.


Pilar Dughi nació en la ciudad de Lima, fue hija de una bibliotecaria y de un padre apasionado por la lectura. Realizó estudios de literatura y psiquiatría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad de París. En 1989 publicó su primer libro de relatos, La premeditación y el azar, y en el año 1995 ganó el primer premio del III Concurso de Cuento de la Asociación Peruano Japonesa con el libro Palabra errante (título provisional de Ave de la noche). También fue galardonada en certámenes literarios como el Copé, el cuento de Las Mil Palabras de la Revista Caretas, el premio de novela del Banco Central de Reserva del Perú, con el libro Puñales escondidos, y el concurso Juan Rulfo que convoca Radio Francia Internacional. Dedicó su vida a las letras, a la medicina psiquiátrica y a la defensa de los derechos de la mujer. Fue directora de la Asociación Civil Manuela Ramos y miembro del Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán. Falleció sorpresivamente en marzo de 2006.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...