31 marzo, 2011

Hebe Uhart(Argentina, 1936)

¿Cómo vuelvo?

Yo no soy muy suelta de lengua y no crea que lo que le cuento a usted lo puedo decir por ahí y menos en mi pueblo: se lo cuento a usted porque es una desconocida, si le contara a alguien de allá, en dos minutos estoy perdida. Yo vivo en una calle que da a la ruta, allí mi marido y yo tenemos una estación de servicio; va bien, gracias a Dios, él es un buen hombre y no me deja faltar nada: tengo mi heladera, mi televisión y un cochecito usado: lo movemos poco. Los chicos se fueron a vivir a Venado Tuerto, para estudiar el secundario. Entre mi marido y yo atendemos la estación de servicio. Yo también atiendo la escuela: vengo a ser maestra, directora y portera, tengo en total diez alumnos. Donde vivo, son cuatro cuadras con casas; en invierno a las ocho de la noche están todos adentro. Y ahora que estoy lejos y lo veo desde acá, no me explico cómo pude vivir veinte años en ese lugar. Yo no tendría que extrañar, porque nací en un lugar parecido, cerca de la ruta; pasaban y pasaban los autos por la ruta y yo los miraba parada en una tranquerita y deseaba tanto –inconciencia de criatura– que algún auto me llevara. Yo no pensaba en ningún lado especial: cualquiera. Me paraba en la tranquera para que me vieran, y decía: “Alguien me va a mirar”. Los autos pasaban como una exhalación y yo tardé mucho en darme cuenta de que nadie me miraba ni me iba a mirar y cuando me sentí ahí plantada, sola, era como una especie de desilusión. Por eso, yo ya debía de haber estado curtida, pero al principio cuando me casé, también me resentí. Me acuerdo que al principio un día pensé: “¿Y si se incendia la estación de servicio? Un incendio grande, digamos, necesariamente tendremos que ir a vivir a otro lado.” Pero yo ya era grande y una entra en razones, sabe que son malos pensamientos, los sabe apartar. Nunca le dije eso a mi marido: él tiene otro ánimo, es más parejo, siempre está conforme y eso que no tiene vicios. Pero últimamente, después de tantos años de estar ahí, me volvió un poco de esa tristeza de cuando me casé y en invierno, a la noche miro afuera, no hay un alma y me da un no sé qué. Por eso cuando llegó la carta donde nos decía que habíamos sido sorteados para ir a Embalse –yo y los chicos de la escuela– tardé un poco en mostrársela a mi marido, en parte porque estaba tan confundida que no creía que fuera cierto. Él me reprochó después por qué no se lo dije enseguida. Y yo hice ver como que no me importaba mucho, no fuera que si hacía ver que me importaba mucho se arruinara el viaje. Aparte a mí me gusta la gente ubicada, sensata, tranquila: hasta por televisión se da cuenta una de cómo es la gente: miro a los actores y a los artistas y ya veo si son personas confiables, responsables o hablando mal y pronto, si son un tiro al aire. En la carta decía que había que llevar ropa deportiva, pero yo pensé que debía llevar un vestido y como hubo que preparar la ropa de los chicos de la escuela, me traje un vestido ni fu ni fa. Como usted ve, tengo la cara curtida por el viento; no, las manos están así de lavar. Cuando viene la noche y yo ya terminé de hacer todo, antes de ver televisión me pongo a lavar. Allá al atardecer es tan triste, que yo a veces quisiera apurar al tiempo, que se haga de noche de una vez. Entonces digo “tengo que hacer algo útil”. Y me pongo a lavar, o a ordenar. Al atardecer me vienen esos pensamientos tristes que ni me distrae la televisión. Bueno, cuando llegué acá a Embalse, nunca hubiera supuesto que en el mundo había una cosa así. Yo acá en Embalse viviría toda la vida: no volvería más. El primer día que llegué me encontré perdida en esta planicie llena de gente. No hablamos con nadie pero supimos que había porteños, entrerrianos, salteños, chaqueños y de tantos otros lugares. Recorrimos todo el lugar para ver dónde se compraban los alfajores y las postales –no como el negocio de allá, acá son negocios y negocios todos juntos– hileras de burros y caballos con sus cuidadores, llenas las hamacas y los subibajas y todos los grupos haciendo gimnasia.
Después hablé con los maestros chaqueños, ellos se acercaron a hablar y me dijeron que para ellos era una delicia estar ahí porque les servían de comer y aparte no tenían que ir a la escuela; ellos hacían tres horas a pie de ida y tres de vuelta; por el camino paraban y tomaban mate, y también hacían sus necesidades. “Tranquilos”, me dijeron “no como esos porteños” y señalaron a la coordinadora del grupo de la Capital, “que van siempre apurados”. Yo ya me había fijado en esa coordinadora, que de lejos me pareció una jovencita y de cerca vi que podía tener mi edad, eso sí, con las manos de una criatura y el pelo largo. Ella se mueve como si nadie la fuera a mirar y como si no le importara de nada, anda en subibaja y no come toda la comida que le dan en el comedor, come de una bolsa propia. A ella yo le oí decir al pasar, como si fuera algo malo, “esa gente que tiene el televisor todo el día prendido en la casa” y yo pensé: yo lo tengo prendido todo el día, pero es para compañía. Aunque a veces no lo apago porque pienso: “Ahora va a venir algo hermoso, no sea que lo pierda”. Y los chicos porteños que lleva ella, ellos inventaron un sistema para comunicarse de cuarto a cuarto, desde el primer día ellos fueron solos a comprar alfajores y ellos mismos hablaban con el cuidador para andar a caballo y le pagaban. Yo les decía a los chicos míos: “No se alejen”. Ni falta que hacía, porque al principio no hicieron más que mirar, como yo. También, con todo lo que hay, esos concursos de juegos, no sé si usted estuvo en la guitarreada al aire libre que hicieron los maestros de Mendoza, yo estaba tan contenta y por otro lado me agarraba una tristeza al pensar “¿cómo fue que yo no sabía que había una cosa así?” Me agarró tristeza por los años perdidos. Bueno, hace tres noches, usted no se debe haber enterado porque no la vi, había una guitarreada en el café, con vino y empanadas. Dejé a los chicos al cuidado de Aníbal, el mayor, y me fui con los otros maestros al café. Fueron también las instructoras de los chicos de la villa, que no sé cómo los aguantan, pobres: ellas pasaron agachadas a la altura del dormitorio de los chicos y uno las reconoció: enseguida todos gritaron desde la ventana del dormitorio: “Putas, putas”. Y pensar que esas chicas los instruyen por idealismo. Yo me fui con el vestido y después me sentí un poco desubicada: todos fueron de jogging y zapatillas. ¡Cuánta juventud! Toda con guitarra y con canciones nuevas y viejas, tanto ponían un bolero como esas canciones de desalambrar, desalambrar. Yo me puse a conversar con un profesor de gimnasia, más joven que yo. Yo no sé hasta el día de hoy cómo fue que me acosté con él. Nunca en veinte años de casada le fui infiel a mi marido, nunca conocí a otro hombre. Y yo quiero que me comprenda bien: yo no soy ninguna descocada ni tampoco una mujer desubicada; le tengo gran estima a mi marido y por suerte nunca se va a enterar de lo que pasó: pero yo con el profesor de gimnasia conocí otra cosa, como si se me hubiera abierto la cabeza, como si hubiera entrado en otra dimensión. Estaba él con su jogging azul –ni siquiera le podría decir si él era lindo o no. Recuerdo que me dijo que era una mujer interesante, cosa que no creí –y por lo poco que sé de la vida, siempre me di cuenta de que era una aventura y nada más. Entiéndame, no me enamoré ni cabe enamorarse a mi edad y además mirándolo fríamente a mi profesor de gimnasia, hasta podría ser que tuviera pinta de haragán. Jamás me casaría con un hombre así. Después él me buscó y yo no quise saber nada de él: ya tenía suficiente para pensar. ¿Sabe en lo que yo pienso? En cómo vuelvo yo a mi pueblo. Estoy acá, hablo con los maestros salteños que me cuentan su pobre vida de allá, más pobre que la mía, escucho el altavoz y pienso que si en este lugar hay un mundo, cuánto más habrá más allá, en todos lados y ahora que estamos por volver, no hago más que preguntarme ¿cómo vuelvo yo a mi pueblo?
en GUIANDO LA HIEDRA ( Simurg, 1997).

02 marzo, 2011

Ana Gloria Moya (Argentina,1954)



Mi idilio con la manga del saco de Gabriel García Márquez


Aquella mañana ningún sexto ni séptimo sentido me alertó. Juro que ni siquiera lo presentí. Sabía que paseaba por allí, sabía también que moriría de congoja si no lo divisaba al menos desde lejos. Atisbar su nariz curvada, su pelo ondulado. Sólo eso me haría tocar el cielo, que para mí está muy cerca de él.

Y sin advertencia, como suceden las cosas primordiales, horas más tarde viví un efímero romance con la manga del saco de Gabriel García Márquez. Con Gabriel García Márquez adentro del saco.

Atónita y temblorosa, arrojada por una marea de admiradores que se le acercaron al concluir una conferencia, quedé varada a su lado, precisamente a su costado derecho, unos centímetros atrás. Ambos sentados en una primera fila. Silla con silla. La de él y la mía. El y yo.

Ahí quedé, náufraga muda, por esas cosas de la Feria del Libro de Guadalajara, con mi coraje a medias y mi vergüenza desorbitada, incapaz de aproximarme. Paralizada no avanzaba para pedirle, como todos, un autógrafo, una dedicatoria, tomarme con él una foto. Ni siquiera me movía de aquella silla azul trabada a la de él. Simplemente flotaba mientras mis ojos enfocaban la manga de su saco como el único territorio posible.

Claro que soñé encontrarlo. Muchas veces. Imaginé pasillos de alfombras rojas en los que nos cruzábamos y yo festiva y ocurrente, entre tintineos de pulseras, lo besaba y le decía:

—Maestro, ¡qué placer!

Pero así, manga a ojo, trama verde y negra jaspeada a yema de dedo, acariciando la textura de la tela de su saco, nunca.

Mientras yo permanecía en patético trance, él sonreía y firmaba los libros que la raza de valientes admiradores, a la que yo definitivamente no pertenecía, le acercaba con descaro e irreverencia.

Con una sonrisa estúpida, a la derecha de su manga derecha yo continuaba con mi dedo acariciando la tela jaspeada, eternizando el instante, ya vencida por las evidencias que era una cobarde. Admitiendo que nunca sería festiva ni ocurrente. Y que nunca tuve pulseras tintineantes.

¡Dónde había quedado la que años atrás bajaron de decenas de escenarios de festivales, la que fue vergüenza de sus hijos en múltiples recitales donde el frenesí me empujaba sin pensar en el ridículo! Sobre mi parálisis sobrevolaban mariposas amarillas y nunca me sentí tan poca cosa. Sólo mi dedo índice derecho se movía con leves saltos, cada vez que tropezaba con un nudo diminuto del tejido de su saco. De la manga derecha de su saco, de la que me había hecho propietaria a fuerza de tantos frotes. Desfallecida de dicha, era ya una hebra más de aquel género.

Recuperé mi movilidad, ordené a mi mano que basta de caricias, el género sin duda se había adelgazado a fuerza de tocarlo. Intentaría, con una hilacha de audacia, darle la mano, mirar su rostro familiar al que comencé a reverenciar desde mis cientos de soledades. Si no lo hacía, no existiría para mí una segunda oportunidad sobre la tierra.

Comencé a levantarme lentamente de mi silla en medio de flashes que no cesaban. Pero su asiento enganchado en el mío, ya sin mi peso, hizo que él se tambaleara.

Entonces giró su cabeza hacia mí y sus ojos me sonrieron:

—No te vayas que me caigo —me dijo

Me desplomé sobre la silla, fulminada por su pedido. Y por un instante me sentí señora absoluta de su universo. Sin mí él se caía. Yo lo sostenía con mi cuerpo, era la dueña del equilibrio de Gabriel García Márquez. Y me quedé inmóvil en mi silla, con mi tonta sonrisa que ya acalambraba mis mejillas. No osaba siquiera respirar, no fuera que hiciera tambalear al maestro.

Dos muchachos se acercaron a salvarlo de los excesos de la idolatría. Lo ayudaron a incorporarse entre brazos extendidos llenos de fervor que le imploraban unos minutos más.

Verlo alejarse me hizo recobrar la voz:

—Sólo Dios sabe cuánto te amé —casi le grité, sintiéndome Juvenal Urbino antes de morir.

Se detuvo, se dio vuelta hacia mí y me susurró:

—Gracias.

Y yo supe que a partir de ese momento sólo me restaba envolverme en el azul del cielo, que para mí sería ya para siempre color verde oscuro y negro, y morir feliz, sin anunciar mi muerte a nadie.


publicado en La casa de Asterión




Ana Gloria Moya es escritora argentina, Tucumán, 1954. De profesión abogada, fue Defensora Oficial Penal y Jueza en Salta, provincia donde reside en la actualidad. Tuvo a su cargo el área de Cultura del Colegio de Magistrados y Funcionarios y ha coordinado el taller literario del Servicio Penitenciario de Salta. Participa activamente en la organización de eventos culturales en el norte argentino. Recibió el Gran Premio de Honor Literario de la Municipalidad de Salta (1993), el Primer Premio Pro Cultura Salta 2001 y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2002 por su novela Cielo de tambores. Publicó además dos libros de cuentos: Sangre tan caliente y otras pasiones (1997) y La desmemoria (1999). Su última novela  es Semillas de papaya a la luz de la luna (2008).

01 marzo, 2011

Maria Teresa Andruetto ( Argentina, 1954).


Lengua madre de Ma. Teresa Andruetto

"Mujeres que deciden nuestras vidas. Madres”

En la caja hay una foto que la conmueve, una donde su madre ha de haber tenido la edad que ella tiene ahora. La imagen de colores desvaídos la remite a otro mundo, es el documento de una ausencia que podría tocar. Muda, de espaldas junto a la ventana de la cocina, en la casa de Aldao, con una niña que no es su hija en los brazos, una mañana o una tarde de invierno, su madre mira hacia la calle, alza ligeramente la cabeza, pensando en qué, esperando tal vez la oportunidad de decir algo, y ella se hunde en el territorio de los muertos, en la búsqueda desesperada de lo que fue, en la necesidad de comprender lo que pasó. Pueda que tenga que ver el que haya crecido en una familia de inmigrantes italianos tan propensos al melodrama, una familia donde la vida de los otros, los que vivieron antes, estaba siempre muy presente. Ella vio eso, formó parte de eso, se crió con gente grande en una casa donde nada era más importante que el amor, y entonces se pregunta porqué las cosas habrán sucedido de ese modo y por qué sus padres –por qué su madre que como ella se ha criado en esa casa- habrán ahogado sus mejores sentimientos para correr detrás de una idea… No sabe si será capaz de aceptar las respuestas que encuentre a esas preguntas, pero quisiera descubrirle un sentido a lo que ve, entender quién es y cómo fue que se hizo de ese modo, entenderlo a través de lo que hay en la caja.

(Fragmento de LENGUA MADRE, M. T. Andruetto, Mondadori, 2010)


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