25 enero, 2013

Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)


    Sangre en el ojo (fragmento) 
Las horas



     Esto lo vieron otros ojos. Que desde el primer minuto Lekz enganchó mi párpado hacia atrás para mantenerlo abierto. Que se asomó por mi pupila distendida. Que abrió tres agujeros en triángulo, uno arriba, uno a cada lado. Que en cada boquete introdujo un aparato diferente: un alambre coronado por una lupa potentísima, una pinza multifuncional que cortaba venas y cauterizaba heridas, un cable de luz para iluminar la retina. Tres filamentos de metal actuando en conjunto, para podar y quemar y parchar durante muchas más horas que las tres o cuatro prometidas. Y esto lo vieron ojos no tan ajenos. Que mientras yo me ausentaba de mí misma Ignacio y mi madre arrancaban de la sala de espera. Que salían a dar una vuelta por la ciudad y que ya hartos de perder el tiempo entraban al boliche de la esquina, que compartían una pizza y una Coca-Cola tibia, que fumaban acelerados, de la misma cajetilla. La intervención debe de estar por terminar, se decían mutuamente para darse ánimos, caminando apurados y veloces de vuelta. Se sentaron en un pasillo del hospital y forzados a mantener una conversación pulieron uno a uno sus peores recuerdos familiares. (...) Pero en el tiempo que siguió incluso la familia se les fue agotando. No hacían más que mirar la hora: en el reloj muerto del pasillo, mi madre; en su incómodo reloj de pulsera, mi Ignacio. Se alternaban para salir a la calle a darle pitadas a los últimos cigarrillos lanzando el humo contra los pegajosos ventanales. Y el que se quedaba adentro vigilaba el desfile de operados que iban saliendo de los pabellones escoltados por filipinos. Pero cada vez salían menos operados y los médicos debían estarse escabullendo por otras puertas. Se fueron multiplicando los aseadores armados de escobillones y traperos. Y ahí seguían ellos, mi madre, mi Ignacio, viendo pasar la segunda y la tercera y la cuarta hora ya sin saber cuántas habían transcurrido. Seguían sentados y de pie, dando vueltas por el salón, crispados, compungidos, tomando intomables cafés de máquina. Nadie se asomó a darles explicaciones porque no habría nada que decir hasta que se acabara la operación que seguía su curso sin detenerse. Lekz no se hacía el tiempo para mandar informes al exterior. No habría podido hacerlo aunque hubiera tenido tiempo. No lo hacía porque no veía nada con su ojo pegado al mío, lleno de sangre. No se atrevía a levantar la mirada. No habría osado parpadear, desatender el puntual movimiento de esos aparatos que iluminaban, aumentaban, cortaban venas y las quemaban poseídos de una voracidad despiadada. Había que controlar la energía de las manos, temerle a esos pies suyos, agarrotados de tanto pulsar los pedales apostados en el suelo. Porque manos, pedales y pies, dijo Lekz al salir finalmente del quirófano y encontrarse con Ignacio y mi madre, que corrieron hacia él en cuanto lo vieron; pedales y pinzas, dijo, pálido de hambre, verde de cansancio, esos instrumentos, dijo, no son extensiones de mis dedos. Tienen vida propia y estarían dispuestos, ante cualquier despiste, a arrancar la vista de raíz. Ignacio miró a mi madre que no pestañeaba mirando a Lekz que se aclaraba la garganta para agregar que cuando por fin pudo extraer la viscosa gelatina de sangre que era el vítreo encharcado, cuando pudo por fin examinar cómo había quedado el ojo derecho, sintió un escalofrío. Pero se dijo, les dijo, inmediatamente, que debía aprovechar la adrenalina y se lanzó de cabeza al ojo izquierdo; trepanó, cortó, se salpicó, cauterizó y aspiró meticulosamente el fondo del ojo hasta que empezaron a temblarle los brazos. Se lavó desde las uñas hasta los codos, se enjuagó la cara sintiendo que las aletas de la nariz le vibraban, se secó la nuca, pero Lekz no se atrevía a emitir un veredicto. Menos pensarlo. Era peor de lo que temíamos, confesó, demacrado, y usaba el plural porque su arsenalera o asistente o esposa estaba detrás, todavía uniformada, exhibiendo las mismas monumentales ojeras. No tengo idea, ni la más remota idea, repitió. A mi madre. A mi Ignacio, que también lucía agotado por el trabajo de la espera. No había nada que decir sobre el futuro. Lekz procedió a repasar cuanto había ocurrido ahí, adentro, a lo largo de varios meses. Mi madre escuchaba completamente hipnotizada. Ignacio quedó completamente enfermo. Se le ablandaron las rodillas, tambaleó hacia un rincón, y sin que nadie se percatara de su ausencia afirmó las manos resbalosas contra las paredes, oyendo, como a lo lejos, un murmullo escapando por la escotilla de ultratumba de la ciencia: habría que esperar otras doce o dieciocho horas para saber si Lekz me había dejado definitivamente ciega. ¿Es decir?, quiso precisar, también lejana como un silbido mi madre. ¿Qué quiere decir? Quiere decir que si ve luz mañana hay posibilidades, intervino la esposa arsenalera. Si no ve nada, intervino a su vez el médico, rascándose la nuca, estirando los omóplatos como un pájaro destartalado; si no ve nada no lo sé, señora, tendríamos que ir viendo. Verás tú, me dijo Ignacio que pensó, ya derrotado sobre el suelo. Ya verás tú, repitió para sí antes de dedicarle a Lekz un la madre que te parió a ti y a todos los médicos. Metió la cabeza mareada entre las piernas y ahí la dejó. Se lo había aconsejado su madre cuando era niño, su madre, que no era doctora ni enfermera ni conocía otro trabajo que el de la casa, su madre que fue siempre analfabeta y estaba ya muy muerta. Bajarla. Para no desmayarse. Que se quitara los lentes. Que respirara muy hondo y aguantara el aire. Así, con las palmas todavía apoyadas contra las baldosas Ignacio sintió que Lekz arrastraba los pies alejándose por el pasillo y sintió retumbar también los tacones de mi madre, al acercarse.


¿qué ojo?



Inicio de un protocolo: quítate la ropa, ponte esta bata de franela floreada, ajústate estos pantalones demasiado anchos. Falta la gorra de plástico. Estás preciosa, exclama mi madre. Me ajusto la gorra mientras añade, estás igual que cuando eras una niñita. Mamá, le digo, arreglándome el pelo bajo un elástico descosido, ¿me quieres decir cuándo fui yo una niña? No recuerdo haber tenido ni un solo momento de infancia. Ni un instante de calma. Ni un segundo en el que no pensara cuándo me iba a tocar la varita de la desgracia. Mi madre no responde, hace un mohín, con toda seguridad se muerde el labio. Yo continúo intentando que mi pelo no se venga abajo, pensando por qué será que cuando hago una pregunta nadie me contesta, diciéndome que yo tampoco debiera contestar ahora que empieza el interrogatorio. Voces filipinas con acentos afilados. Una me pregunta quién soy, cómo me llamo. Digo mi nombre completo, lo deletreo. Mi madre confirma que es mi nombre de bautizo. Ignacio verifica que esté escrito como corresponde. Alguien más me toma del brazo y me amarra una pulsera plástica que lleva mi alias de prisionera. Me levanto, me siento. Hace frío, digo, pero ya nadie me responde. Otra voz interviene. ¿Cuál es tu nombre?, dice. Escucho que teclea mientras contesto temiendo equivocarme. Y entonces ¿alguna enfermedad congénita?, ¿qué medicinas estás tomando?, ¿hace cuántas horas que no comes?, no lo sabía ni quería saberlo, ¿fuiste al baño esta mañana?, eso espero, ¿de qué te van a operar?, ¿qué ojo primero? Las voces van cambiando pero son siempre las mismas preguntas: ¿con qué ojo va a empezar el médico?, con el ojo de la mente, ¿te lo han operado alguna vez antes?, sí, ¿llevas placa?, tal vez, ¿y cómo te llamas?, deletrea tu nombre, ¿firmaste los documentos, todos?, ¿qué documentos?, la autorización para grabar la operación, ¿grabarla?, sí, hay que tenerla, por tu seguridad, por si acaso, para resguardarte, ¿alergia a alguna medicina?, ¿alguna intervención quirúrgica previa?, ¿cuál es tu apellido?, ¿qué ojo van a operarte?, ¿éste?, oeste, ¿algún diente falso?, quizá, ¿lentes de contacto?, ¿tu apellido, tu primer nombre?, ¿firmaste?, ¿soltera o casada?, ¿cuál será el primer ojo?, dígale a Lekz que quiero una copia, una, del video, le digo a la voz de turno, me contesta, ¿tienes sida?, ¿has tenido enfermedades venéreas?, ¿cuántos amantes?, ¿mujeres o sólo hombres?, dígale al médico que lo autorizo pero que quiero copia, ¿pareja estable?, que yo quiero copia de la grabación, sí, me dicen, ahora le preguntamos, ¿viven tus padres?, ¿estás embarazada?, ¿cuántas unidades de insulina al día?, el doctor manda a decir que para qué quieres copia de la película, para qué podría quererla, digo, para verla cuando pueda ver, con mis propios ojos o con los de Ignacio, ¿y llevas algún anillo?, ¿por qué estás aquí?, para supervisar la maniobra, ¿estatura?, ¿alergia a la penicilina o a alguna sulfa?, ¿a algún analgésico?, ¿de qué te vas a operar?, ¿alergias?, ¿el permiso para grabar la operación, lo firmaste?, ¿pero me darán la copia de esa cinta hermosa y repulsiva, llena de sangre?, ¿alguna prótesis metálica?, todas, soy la mujer biónica, la del ojo de titanio, y me río sola, a gritos, preguntando de vuelta, al aire, quién era el del costoso ojo telescópico e infrarrojo, ¿el hombre de los seis millones de dólares?, ¿él te acompaña?, ¿quién?, ¿qué ojo?, ¿cuál?, ¿estás segura?, ¿y qué seguro médico, qué plan?, ¿cuántos hijos tienes?, ¿algún aborto inducido o ilegal?, ¿cuántos?, ¿qué ojo?, ¿y el segundo?, ¿firmaste los papeles?, ¿el derecho o el izquierdo?, ¿el permiso para filmar la operación?, ¿cómo te llamas?, ¿quién es tu médico?, deletrea, ¿qué ojo va a intervenir?, ¿uno solo o los dos?, ¿número de seguridad social?, ¿qué apellido?, ¿el mío o el de mi médico?, ¿alguna enfermedad crónica?, ¿qué medicamentos?, ¿unidades?, ¿gramos?, ¿cuánto pesas?, ¿quién te acompaña?, ¿qué edad tienes?, ¿la autorización para que te operen?, ¿el documento que libera de responsabilidad al hospital por perjuicios?, ¿eres diestra o eres zurda?, ¿con qué mano firmas tu nombre? ¿cuál es tu verdadero nombre?, ¿algún seudónimo?, ¿a qué te dedicas?, ¿qué es la ficción?, ¿y eso qué es, perjuicios?, ¿verdadero o falso?, ¿qué ojo primero?, ¿te duele?, ¿por qué insistes en señalarlo?, ¿es éste?, ¿éste?, ¿o éste?, ¿y tú, quién eres?, ¿de quién es esta gorra?, ¿y este ojo, de quién es?
    

12 enero, 2013

Angelina Muñiz-Huberman ( Fcia- México, 1936)


Soledad 

 Soledad llegó de España, como muchos otros niños y niñas. Sabía quee lo había perdido todo: casa, tierra, hermanos. El principio era cada día, en cada país, en cada cara. Atrás quedaba lo irreparable. Adelante la incertidumbre. Había sido derrotada: a sus espaldas estaba el fin, ante sus ojos la vida. De los padres aprendió a hablar en pasado y a creer en el futuro como esperanza del regreso. Apenas contaba el presente, como no fuera por su carácter de tránsito, de puente ineludible, de gesto incierto. El día que llegó a México llovía. Serían las cinco o las seis de la tarde. Bajó del avión, y unos hombres con paraguas la protegieron hasta la sala de inmigración. Fue extraña esta llegada. El olor a mojado impregnaba todo elemento: tierra, carne, pelo. El gris cubría los demás colores, el agua se encargaba de borrarlos. Las palabras que oía Soledad eran de sonido cadencioso, pero secas, a veces melosas y a veces desleídas. Faltaba algo, ésa era la sensación punzante de la niña. Algo faltaba: perdida, desconocida, diferente. Sin darse cuenta buscaba protección, y al mismo tiempo le placía ser como era. Siempre sola, siempre viva, siempre ella. A la salida del aeropuerto, camino del centro de la ciudad, todo lo que veía era novedoso. Nunca olvidaría las calles inundadas y la lluvia persistente, la tierra oscurecida y la gente caminando descalza, los zapatos en las manos, el agua a media pierna. Después, la llegada al hotel. Cierta sensación de alegría por estar en un hotel: idas y venidas, sentimiento de temporalidad, de dinamismo indefinido, caras de un solo día, palabras iguales unas a las otras. Falta de seguridad, vagabundeo por las calles. Soledad siente un temor grande: la falta de peligro la asusta. Aquí nadie persigue, no hay soldados, no hay bombardeos. Se vuelve a sobresaltar si ve un policía o si oye la sirena de la ambulancia. ¿Pudiera ser acaso la guerra? No, sólo en sueños la revive. (Gritos, sangre, heridas, cuerpos incompletos, cadáveres putrefactos, casas desplomadas, manos de niños entre los escombros, ojos eternos que miran al vacío sin comprender, piernas sin cuerpos, bayonetas, fusiles, ametralladoras, cascos de acero, soldados, soldados, uniformes, uniformes, uno, dos, la muerte marcha). De día brilla el sol nada más. Una nueva casa. La niña recorre con la mano las paredes: tersas, altas, calientes. Todo se organiza. La vida sigue. Lo que cuenta es el mañana. La casa es grande y tiene un patio. La niña se siente libre y pasa muchas horas sola: juega, juega siempre con el recuerdo de su hermano. Su hermano muerto, enterrado lejos, del otro lado del mar. Su polvo con el polvo que pisan otros pies. Su silencio entre las voces de hombres y mujeres extraños. Su olvido en los olvidos de los demás. Su muerte entre las vidas. La ausencia del hermano sirve de compañía a Soledad. Tiene con quien hablar, con quien reír, con quien ir a los sitios. Su constancia sólo puede igualarse a su vacío. Los dos hermanos suelen ser felices. Ella, para agradarle, juega a los soldados, a los guerrilleros. Desprecia las muñecas y quiere ser fuerte como él. Se sube a los árboles porque a él le gusta que sean iguales. Le habla en voz alta: —Mañana voy a ir a la escuela. ¿Qué te parece? —Está bien, pero no debes tener miedo. —¿Miedo? ¿Por qué? —Hay muchos niños y algunos son malos. Debes ser valiente. —Yo soy valiente como tú. —Pero tienes que saber lo que está bien y lo que está mal. —Tú me lo dirás. —Sí, estaré a tu lado y te defenderé. La niña va a la escuela al día siguiente. Empiezan días difíciles: una niña española. Todos vienen a verla. La acosan. La vuelven diferente y luego se empeñan en curiosear esa diferencia. Ella permanece aparte. No se siente igual: le parece ver niños de juguete, niños que no han visto la guerra, niños más pequeños que ella aunque sean mayores. No comprenden su soledad y no le queda más remedio que acudir a su hermano. Él le da fuerza y él la comprende. Lo demás puede olvidarse. —¿Sabes, hermano? Hoy un niño me ha imitado porque pronuncio la ce. —Y tú, ¿qué has hecho? —He pronunciado la ce más fuerte todavía. —Está bien. Nunca te dejes vencer. —Oye, hermanito, ¿crees que regresaremos pronto a España? —Sí, tal vez dentro de uno o dos años. —Pero eso es mucho tiempo. —No, qué va. Todavía habrá heridos y las flores de los cementerios empezarán a brotar. —Entonces te iré a ver y pondré flores en tu tumba. —Jazmines, que huelen tan bien. —Sí, serán jazmines. La niña no encuentra amigos en la escuela. De su soledad nació el orgullo: quiso ser la mejor de todos. Cuando lo logró, la soledad fue aún mayor. Surgió entonces la envidia contra ella. Parecía condenada al silencio. Pero el silencio no puede durar: siempre hay una voz que lo rompe, y entonces surge la esperanza. ¿Sería eso la amistad? La posibilidad de la esperanza propicia la búsqueda, y al final aparece la amiga. Está allí, al alcance de la mano. Se sienta en la misma banca, es también una extraña, es una niña judía. He aquí dos pequeños seres afines que han conjugado el momento preciso. Se han hallado. Lo demás resulta fácil: las coincidencias son múltiples. Vienen huyendo de la guerra, de la persecución; saben que la razón está de su lado; son fuertes, son valientes y además son dos. Eso es lo mejor: han descubierto el número perfecto para amar. No necesitan más. Piensan que el mundo ha empezado a girar en ese momento. Antes, las tinieblas, después las tinieblas, en medio, la raya de luz cuyos extremos lleva cada una en la mano. Creen que así será la eternidad: nada las separará, los juramentos suceden a los juramentos. La una al lado de la otra, siempre presentes, sin descuidos, sin olvidos. Empieza la suave angustia del pensar y del imaginar; el temor a las separaciones: el teléfono, las cartas y los dibujos para recordar. Soledad empieza a confiar: quiere y es querida. Su amiga le ha enseñado a dibujar la estrella de David y ella le ha confiado su secreto más íntimo: se irá de guerrillera a España. Han hecho entonces un pacto las dos: —Si tú te vas a España me iré contigo. —Claro, yo no me iría dejándote. Para no perdernos dibujaremos la estrella de David por donde pasemos. —Sí, y bordaremos una sobre nuestra ropa. —Y acabaremos con los franquistas. —¿Cuándo nos vamos? —Habrá que esperar a que salga un barco de Veracruz. Calla, que se acercan esas niñas. “Esas niñas” traen la discordia consigo. No quieren a la españolita ni a la judía. No les gusta verlas juntas: se imaginan que se ríen de ellas. Se acercan a molestarlas. Es entonces cuando surge una duda en Soledad. —A ver, dinos qué prefieres, dormir en el pasto o en un lecho de espinas. —En el pasto. —Pues qué mala eres. Jesucristo escogió las espinas. ¿Jesucristo? ¿Las espinas? ¿Tiene eso que ver con Dios? Y Dios, ¿qué es? Le tendrá que preguntar a su madre. El concepto de Dios es oscuro, difícil de explicar y de entender. Dios castiga. ¿Será ella castigada por Dios? Porque es bonita, porque se sabe inteligente, ¿será fea y tonta cuando haya muerto? Esta idea la atemoriza y atormenta en las noches. La cama no es el descanso, sino el recuento de los temores de cada día. En la otra vida —¿pero habrá otra vida?—, será fea y tonta como María, la enana. María, que es más baja que ella y gorda y que tiene veinticinco años: es vieja, habla con dificultad y no entiende lo que ella le dice. Lo que sí hace bien María es jugar con plastilina: las canastitas que ha hecho, llenas de frutas de colores, adornan el cuarto de la niña. Pero la noche es mala: las sombras asustan. Dios huye. Los recuerdos de la guerra la persiguen. Sueña que unos soldados la van a matar. Siente el dolor frío de la bayoneta clavada en su cuerpo. Ni siquiera un grito puede escapar de su garganta seca. Después ya no es ella, flota invisible y ve que unos hombres se han escondido en un pajar, que unos soldados vienen a buscarlos y obligan a los campesinos a escarbar con picos y horcas por entre la paja: chorros de sangre sobre amarillo (es ésa la bandera franquista), pero ni un solo grito. La muerte viene silenciosa. Soledad despierta palpitante y da vueltas en la cama. Quiere que sea de día. Teme el dormir. Teme el soñar. ¿Cuándo amanecerá? Faltan muchas horas. Hablará con su hermano y su hermano la tranquilizará. —¿Verdad que Anita será siempre mi amiga? —Sí, es muy buena y nadie las separará. —Óyeme, ¿es cierto que tú estás con Dios? —¿Dios? Nunca lo he visto. Estoy solo. —No estás solo. Vienes conmigo siempre que te llamo. —Sí, pero me olvidarás cuando seas grande y te enamores. —No, no te olvidaré. Yo me enamoraré de ti. —No, aún no sabes lo que es amar. —Sí, como a ti y a Anita. —No, para eso falta mucho. Apenas estás aprendiendo. —Pero yo amo por ti. Cuando sea grande buscaré quien se parezca a ti y sólo a él lo amaré. —Será entonces cuando desaparezca. —Mentira, tú serás el otro, habrás tomado forma humana. ¿No es eso lo que dicen las niñas que hizo Jesucristo? —Sí, también era amor. —Entonces, ¿tú eres como Dios? Dime, ¿qué es Dios? —Como yo. —Pero nadie más que yo te tiene a ti. —Es suficiente, soy tu hermano nada más. —Y, ¿el hermano de los demás? —Ése no existe, ¿dónde lo encontrarías? —No existe. Y tú, ¿existes? —Tampoco. —¿Y yo? —Creo que sí. Si te clavas las uñas en las palmas de las manos y te duele, existes. —Existo. —Duerme y olvida. —¿Dormir? La noche pasa. Soledad despierta contenta: ha vuelto a hablar con su hermano y olvidó los malos sueños. Se viste y desayuna rápido. Sale a esperar el camión de la escuela. Pero ese día es un día especial. Su madre no la ha podido acompañar y está sola a la puerta de su casa nueva. No siente miedo. Falta un buen rato para que aparezca el camión. Entonces pasa lo inesperado, lo que rompe la excesiva tranquilidad de los confiados, el hilo de seda que el gusano no hilvanó bien. La niña es confiada: ve que un hombre se le acerca y nada teme. El hombre camina vacilante, va sucio y roto, gesticula y se tambalea, despide un olor agrio. La niña ha atraído su atención: ese pequeño ser que salta a la puerta de una casa. Odia su equilibrio y su piel suave, su falta de temor y su diferencia. ¡Esa niña es distinta! —¡Güereja judía! —le grita. Soledad no comprende al principio. Se ha quedado paralizada —como en sueños— y su corazón, pájaro enjaulado, golpea con fuerza. El grito se vuelve a oír: —¡Güereja judía! Eso es todo. El borracho no se detiene más. Sigue en busca del suelo que huye, de las paredes que se doblan y de los postes que se esquinan. Soledad se ha sentido más pequeña. Quisiera correr con la madre. Ha conocido el odio del hombre, el insulto. Sabe que ha querido humillarla. Aunque para ella hay cierto orgullo en lo que le ha dicho. Judía. Como Anita. Lo es, porque se lo ha dicho alguien. La han confundido. (Los nazis la hubieran matado.) En cuanto vea a Anita se lo contará. Pero sobre todo en ese momento se ha vuelto consciente de su diferencia. Es otra entre las niñas. Siempre la confundirán o con judía o con española. Y siempre acertarán. ¡Es distinta! No necesita la estrella de David para que le digan judía, ni necesita hablar para que le digan española. Ha comprendido que es una extraña para los demás. Nadie penetrará en su mundo. Lo mejor será callar. Sólo Anita conocerá sus secretos. (Los conocerá hasta el día en que se separen. Todo amor viene a dar en separación. Todo lo que nace, en muerte.) Pero Anita es también otro mundo impenetrable y lleno de sorpresas. Por ejemplo, su familia. Un rabino en ella. Soledad se ha vuelto a preguntar por Dios al verle, tan imponente, todo de negro y con una barba espesa. ¿Será Dios como él? ¿Por qué Dios le da miedo? También Anita siente temor ante el rabino y retarda lo más que puede el beso que le da cuando llega de visita. Soledad ni siquiera se atreve a acercarse. Lo ve de lejos —como se ve a Dios—. Pero olvida su temor al recordar la vez en que María, la enana, la metió en la iglesia de Santa Rosa, a un costado de la casa. Se sintió encogida, tanta vela, tanta imagen, la gente de rodillas, el silencio, el respeto, el incienso, el cura, el crucificado. María le dijo: —Pídele, pídele lo que quieras. Luego se trataba de pedir. ¿A Él se le pedía nada más? Pero, ¿qué exigiría luego? ¿Iría al infierno y sería como María? Si se trataba de pedir ya lo sabía, pediría regresar a España. Pero no estaba bien, ella no creía en peticiones. No era posible que algo fuera tan simple y que con una palabra se obtuviera. No, no era posible lo bello y lo fácil. Soledad empezaba a comprender —con su mano en la mano regordeta y sudorosa de María— que sólo es posible lo diferente, que ella había escogido el camino difícil y el camino difícil carecía de Dios que lo guiara. Al salir de la iglesia su idea fue más clara: el cielo puro y azul —las cinco o las seis de la tarde, como cuando llegó a México, pero sin lluvia—, sin una nube que pudiera ocultar algo: ¿Dios? Tras del azul sólo el espejismo, el horizonte, el aire. La niña estaba sola frente a su camino. Sí, su camino sería el de las espinas —mas no las de Jesucristo, como decían las niñas— y el de los solitarios, aquel que levanta polvo porque pocos lo transitan y que ofrece apenas el breve amor de otras huellas, que hay que correr a alcanzar antes de que se desdibujen en la fina arena. La niña sonrió ante el largo camino y deseó amar las breves huellas. Apretó la mano de María y se dirigió a su casa: fueron los primeros pasos de una larga jornada. 

de Primicias

02 enero, 2013

Loreley El Jaber (Argentina, 1972)


Perdido durante siglos, el primer mapa de la Argentina, confeccionado por Ruy Díaz de Guzmán, confirma la existencia de pueblos originarios, pero también incluye apuntes para  dominarlos de sus tierras. 

 Un país malsano (fragmento) de Loreley El Jaber (2012, edit. Beatriz Viterbo).

El espacio del Río de la Plata: imagen cartográfica y discurso en el siglo XVII.

El mapa de Ruy Díaz de Guzmán. En 1612 Ruy Díaz de Guzmán escribe La Argentina y, al hacerlo, elabora la primera historia orgánica de la conquista rioplatense escrita por un mestizo y el único libro del conjunto de relatos de la conquista del Río de la Plata que posee un mapa de este territorio confeccionado por el propio cronista. Pero este mapa no se distingue tan sólo por ser el primero de la región, es también el primero elaborado por un mestizo, el primer mapa de un espacio conquistado y por conquistar que realiza un hombre de armas que nunca llega a trasponer los límites del continente en el que nace.

(…) Ruy Díaz hace referencia explícita a la imagen cartográfica que ha realizado y que le ofrece, junto con este “humilde y pequeño libro”, al duque de Medina-Sidonia, Conde de Niebla y Marqués de Gibraleón. El mapa, al que remite en su crónica y que posee un lugar físico en su libro, fue durante algún tiempo una realidad meramente discursiva. El hecho de no haber sido encontrado entre los manuscritos de su obra hizo que la explicitación de su existencia fuera sobrevolada por avisados lectores, omitida en las ediciones posteriores y paulatinamente olvidado.

Recién hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, de mano de historiadores y cartógrafos, comienza a otorgársele un lugar de estudio a esta carta. En 1894, Estanislao S. Zeballos publica una reproducción parcial del mapa, en el que se basará para su alegato sobre la cuestión de límites con Brasil. En 1903, Félix Outes reproduce la parte costanera de esta imagen cartográfica. Unos años después, en 1905, Daniel García Acevedo realiza el primer estudio bibliográfico-crítico de esta representación, en el cual confirma la autoría de Ruy Díaz y donde publica una reproducción completa de la misma. Posteriormente, en 1914, gracias a la intervención de Paul Groussac, vuelve a ponerse en circulación el mapa junto con los abordajes y lecturas que hasta entonces se habían realizado sobre él. En los Anales de la Biblioteca Groussac ahonda en ciertas hipótesis relacionadas con la vinculación entre la crónica y la carta, intentando leer conjuntamente ambas textualidades. En 1936, durante la primera conferencia argentina de coordinación cartográfica, Guillermo Furlong refiere y clasifica la imagen en cuestión como “el primer mapa del Río de la Plata”. En los sucesivos estudios que realiza sobre cartografía colonial rioplatense hace constante referencia al aporte significativo de esta representación y discute con quienes cuestionaron la autoría del cronista mestizo. Enrique de Gandía, estudioso de la figura de Díaz de Guzmán, de su obra y del período señalado, comenta la existencia del mapa pero no se atiene a su análisis.

Lo cierto es que salvo estos contados casos, ningún otro historiador o geógrafo volvió a publicar esta carta completa ni se dedicó a su estudio.

En el ámbito literario, el olvido o la desatención de esta representación también ha sido una marca común. En su documentado tomo “Los Coloniales”, Ricardo Rojas exhuma gran cantidad de fuentes históricas que resultan productivas a la hora de emprender el análisis crítico de esta obra, pero no hace mención alguna al mapa ni a los estudios realizados sobre él. Lo mismo sucede con la crítica contemporánea que prescinde del mismo a la hora de abordar La Argentina.

Sea cual fuere la razón de tal omisión, de todos modos no puede desconocerse que este mapa forma parte del libro y es explicitado como objeto de referencia; no puede dejarse de lado el hecho de que este cronista haya decidido construir un mapa, no una imagen alegórica ni ilustrativa, sino una representación cartográfica claramente significativa en el contexto de producción y de recepción de esta crónica.

Desde esta perspectiva, y teniendo en cuenta la relevancia que la inscripción visual y discursiva de esta carta tiene en el cuerpo de La Argentina, el mapa no parece ser simplemente un texto paralelo en el que es posible reparar sino parte integrante de la historia que se pretende escribir. Por eso, su inclusión como parte del relato exige que sea tenido en cuenta al realizar cualquier tipo de acercamiento a esta obra.

Radiografía de una conquista. Territorio, nombre y utilidad. Guillermo Furlong se refiere al mapa atribuido a Díaz de Guzmán y comenta: Tosco en su forma, fantástico en su delineación general, contiene este mapa del Río de la Plata tantos detalles, tantos pormenores en la enumeración y situación de pueblos hispanos y habitantes indígenas, que bien puede decirse que es el primer mapa del Río de la Plata. Es inferior al de Gaboto, y aún al de del Cano en la configuración topográfica, pero su riqueza toponímica es enorme.

Mediante esta primera representación, Ruy Díaz declara la existencia del Río de la Plata pero también, inevitablemente, de sus habitantes. En un doble efecto, y fiel a la dualidad que lo define, incluye a los seres originarios de este espacio. Los indígenas poseen su lugar en la imagen, las tierras que ocupan se hallan demarcadas por la inscripción gráfica del nombre de la tribu o de su asentamiento pero no son representadas, como habitualmente sucede en el mapa colonial occidental, mediante espacios libres, “vaciados de habitantes y de sentidos”.

Ruy Díaz se aboca a la producción de un objeto ligado a la conquista y a Europa, al mismo tiempo que ofrece un amplio espectro toponímico indígena que afirma la presencia de un espacio (ocupado y practicado) preexistente a la producción europea.

Sin embargo, no puede desconocerse que esos nombres indígenas están inscriptos en un marco político-cultural claramente identificable con el imperio español, lo que obliga a refuncionalizar las lecturas y rever los objetivos de tales inclusiones en el mapa. (…)

Díaz de Guzmán produce una carta de una “gran riqueza toponímica” porque es a través de tal diversidad nominativa y de la ubicación en que se halla cada una de esas naciones indígenas, que puede ofrecer a su señor un futuro uso imperial de estas tierras.

Gran parte de los pueblos indígenas poseen un nombre que aparece especificado en la imagen, de este modo el receptor del libro leerá en el texto las características de cada grupo particular y podrá reconstruir los itinerarios a trazar de acuerdo con la peligrosidad o docilidad de los proveedores de tierras, mujeres y alimentos.

Si nos detenemos en el estudio de las cualidades narrativas de este mapa, observamos que se especifican los poblados indígenas y sus ubicaciones espaciales –“pueblos xarayes”, “Yndios guxarapos”, “querandís”, “pueblo matara”, “pueblo de los indios del paraguarani”– así como se detallan las características funcionales de algunos de éstos: “gente puyguara, labradores”, “guaycurúes, que no labran”. También se da cuenta de rasgos físicos que los distinguen entre sí, desproveyéndolos de su nominación original: “pueblo de los indios frentones”, “región de gigantes”, “enanos, pueblos”. Ruy Díaz apela a la óptica del receptor y, por un lado, advierte: “poblado de gente bárbara”, “Río de los pates, indios bárbaros”, “guaycuruz gente belicosa”; por el otro, informa los alcances de la conquista territorial y humana ya realizados: “reduzion de yndios”, “pueblo de los gurrare, esclavos”, “esclavos bárbaros”.

En la imagen se describen también características del territorio en las que reparar, importantes especificaciones espaciales para una futura incursión eficaz: “río poblado”, “tierra de lagunas”, “arenas gordas”, “valle muy poblado de indios”, “el gran río Paraná, innavegable”, “tierra no sabida”.

La representación cartográfica de Ruy Díaz de Guzmán puede ser leída como una verdadera hoja de ruta que da cuenta de toda la información necesaria para un conquistador que no conoce completamente el espacio en cuestión, incluyendo también extensiones y pertenencias: “desde aquí a la mar hay 600 leguas”, “Baya de la corona de Castilla”, “confines de la Corona de Portugal”



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