27 abril, 2013

Aida Bortnik(Argentina, 1938-2013).

LOS AMIGOS

Tito es el más antiguo. Cuando yo tenía cinco años y él cuatro, nos trepábamos a los árboles dándonos la mano. Era más lento, pero más acompañado. Yo le prestaba mi triciclo y él me dejaba navegar su lanchita con motor. Aprendió a andar en bicicleta antes que yo y no se rió cuando me caí: agarró el asiento y trotó pacientemente a mi lado hasta que aprendí. Hacíamos carreras de remociclo en Palermo y, en el cine, nos pasábamos el maní con chocolate y nos explicábamos mutuamente la película.
Todavía, cada tanto, me enseña a no caerme de una nueva bicicleta, nunca hemos dejado de darnos la mano para subir a los árboles; y seguimos necesitando explicarnos mutuamente la película.

Cacho y yo nos adoptamos cuando yo usaba guardapolvo y él una boina para tapar la cabeza rapada. Hablábamos de Camus y de Bakunin. El andaba en arreglar el mundo. Yo no tenía ningún inconveniente siempre que no me impidiera ser la mejor actriz que había pisado jamás un escenario.
Todos estos años hemos tratado de enseñarnos mutuamente un poco de humildad. Y de cuidarnos mutuamente del pecado mortal de la resignación.

Miguel me saludó y recibió un rugido por respuesta. Pero su apostolado es reconciliar a la gente de este mundo consigo misma. Y lo hace de a uno por vez. Fue emocionante cuando me tocó...Y cuesta, al principio, no resentirse cuando uno ve que es capaz de tomarse el mismo trabajo por el guarda de un tren o por una viejecita perdida en la calle.
Después de no vernos durante cuatro años estuvimos cinco días encerrados en un cuarto, hablando y hablando. Afuera nos esperaba Europa entera, pero siempre hemos tenido demasiadas cosas para decirnos para que el paisaje, la distancia o el tiempo interfirieran el diálogo.

El Negro comenzó explicándome que solamente una imbécil entra a trabajar a una redacción en verano, cuando todo el mundo sale de vacaciones. Después decidió que él era especialista en casos perdidos y me ayudó.
Todavía me explica, muy frecuentemente, que solo una imbécil puede hacer algunas de las cosas que me propongo hacer. Y después se sienta enfrente, tiende la mano, y asume la mitad del trabajo.
Sigue siendo un especialista en casos perdidos. Es su especialización la que lo pierde.

Sebastián siempre se negó a dejarme hablar o escribir sobre otra cosa que aquello que amara u odiara. Cuando hay sol o luna llena, viva debajo de una autopista o frente a un lago poblado de cisnes, Sebastián invierte vida en su fórmula y la alquimia da resultados: la vida se ensancha y cobra sentido cuando él la habla o la escribe.

Nacho tenía tres años cuando empezamos a salir juntos. Y ya entonces veía y sentía lo que pocos saben ver y sentir después de aprenderlo duramente a lo largo de toda una existencia. Mientras yo creía que le enseñaba algunas cosas, él me permitía aprender lo fundamental.
Todavía me lo permite.

No pueden impedir que uno sufra. No pueden garantizar que uno sea feliz. No pueden reemplazar a la madre ni al padre. No pueden confundirse con el amante ni con el hijo. No evitan que uno cometa errores, ni aciertan siempre en celebrar a tiempo el verdadero triunfo sobre uno mismo.
No impiden que el dolor duela, ni aseguran que el amor ame.
No detienen el tiempo ni sus deterioros.
No apresuran el equilibrio ni sus armonías.
No están siempre que hacen falta, ni se van solo cuando uno está preparado para la soledad.
No colman todas las posibilidades de la sed, ni se privan de despertar otras nuevas...
Los amigos solamente hacen que el espejo nos devuelva la imagen de alguien capaz de ser amado por alguien a quien ama.
Los amigos solamente hacen que la vida valga la pena de ser vivida.

Aída Bortnik

04 abril, 2013

Julieta Campos de la Torre (Cuba, 1932 – México, 2007)

MUERTE POR AGUA


Después de llover, de repente salía el sol al mediodía. Los contornos de las casas, de los árboles, las torres y las cúpulas más altas se dibujaban en la reverberación de esa luz. Un vaho, que alteraba los ritmos de la respiración, subía del asfalto de las calles. La gente caminaba como si cada cual llevara todo el sol en la espalda. Había poca gente en la calle. Las aceras se volvían muy largas, interminables e inútiles, desiertas, aplastadas fatigosamente por la luz, por el calor. La luz derretía los colores y la ciudad confundía y mezclaba sus aristas a la vez que se separaba del mar, se sumergía en las estrías de los reflejos solares, se levantaba un poco del suelo y se quedaba allí suspendida, entre el vaho y el sol. Nadie recibía los golpes de frescura, las bocanadas de aire que salían de los zaguanes. Nadie se acercaba a los círculos de sombra que hacían los árboles, tan escasos, de las avenidas. La ciudad se aletargaba. Se olvidaba de sí misma, se borraba, se desvanecía. Se aplastaba como un insecto de muchos colores, muerto y recubierto por un tenue polvillo amarillo. No había huellas de humedad, ni traza de la lluvia que había rebosado las azoteas, los patios y las calles. Se habían tragado toda el agua y volvían a estar resecos, a la expectativa. El mar, reducido a su ámbito, era un gran estanque que se ondulaba apenas, de cuando en cuando. La ciudad caldeada, ardiente, no era más que una ciudad irreal, la ciudad imaginada de un espejismo. 

—Hay que comer antes de que se enfríe. Después no es lo mismo. 
—Y además se hace tarde. Se me hace tarde. 
— ¿Te sirvo? 
—Sí. Prefiero. Ya sabes… 
…Suspendidas. Así se quedan suspendidas. Como unos aritos de latón en la cabeza. Aunque a mí no me parece haber dicho nada. A lo mejor yo no tengo mi arito. Tomar la sopa sin hacer ruido. Sorberla despacito. ¡Es difícil! Como si en cualquier momento el Espíritu Santo… Y ya no serían aros sino lengüitas de fuego. Delante de mi frente. Y de la tuya. Y de la tuya. ¡A quién se le ocurre! A mí se me ocurre. Los tres modestamente. Esperando la gracia. Esperando el primer plato. Y algo más que el primer plato o algo menos. Como si no supiéramos ya que las repeticiones y las recapitulaciones… Como todos los días. Buscando otra vez. Detrás de los gestos. De las palabras. Queriendo reunir algo en esa lentitud, en subir y bajar así la cuchara. En tanto cuidado. Tragando primero un poquito y luego lo demás. Para no quemarnos. Sin masticar los fideos. Tragándonos enteros los fideos. Sin aspavientos. Sin darle importancia. Como se debe. Con la esperanza. Siempre con la esperanza. La última cucharada. Por fin. Llamar para que se lleven los platos. Para que traigan la primera fuente… Hacer todo lo posible porque no se derrame una gota. Llenarla y subirla poco a poco. Y volver a bajarla. Para volver a llenarla. Esta impresión de estar de más. De no ser necesario. De haberme quedado afuera como si ya no hiciera falta. Por encima del plato de sopa, del mío y del tuyo, me acerco discretamente, sin hacer ruido, busco el tono, me doy tiempo mientras tanto. Mientras ustedes hablan de algo, se quitan la palabra de la boca como para no dejar nada en el aire, o para espantar una mosca. Se quitan de encima algo molesto. Me miran para ver si he oído. Y miran para otro lado. 
—¡Qué calor está haciendo! Para eso sirve la lluvia. 
—No se oye zumbar una mosca. Dan ganas de que vuelva a llover. 
—Después de todo la lluvia… 
—Yo creí por un momento que el invierno… Pero otra vez parece pleno verano. 
—Este tiempo… Este tiempo… En ninguna parte… 
—¿No les parece que si entornáramos las persianas…? …Los platos. Nada lechosos. Con otra textura. Casi diría con otro color. Con otro peso. Completamente distintos que en la repisa. Cuando están puestos en la cocina. Encima del caballito un solo cuchillo. Ya la cuchara y ahora el tenedor. Podría ser si yo me decidiera. Bastarían algunas palabras. Dejarlas caer encima como una red. Sin que te dieras cuenta de cómo. Ni te pudieras salir. No darte la oportunidad. No dejar que trates de convencerme. Dar vueltas alrededor como un moscón. Pero para eso tendría que hablar mucho. Y no se me ocurre nada. Prefiero el destello en el trébol rojo. Encima de la persiana. 
…Yo de este lado y ellos de aquél. Sentada en el portal, viendo cómo pasa la gente por la calle. Meciéndome yo sola entre los demás sillones vacíos. Así estamos. Y no porque yo quiera, sino porque me he quedado de este lado. Así qué fácil. Qué inútil. No, al contrario, qué claro. ¡Qué claro verlos así! Tú y él. El y tú del otro lado. Y eso que no los miro mucho. No hace falta. ¡Es tan cómodo! Aquí nadie me molesta. Además no puedo abrir mucho los ojos porque entra demasiado el sol por los cristales. Estoy en ese barco que se acerca al muelle. Por la mañana, muy temprano. Mejor en ese barco. 
…Sigo empeñado. No lo puedo evitar. Después de todo anoche… Volver a donde lo dejamos. No perder el hilo. No sé por qué siento como si estuviera pasando algo y yo no me diera cuenta. Empieza a ser casi casi una obsesión. Me pondrían en un aprieto si tuviera que explicarlo. Es muy molesto. Tan fácil que sería buscarte un sitio cuidado, preservado, acogedor, donde pudiera ponerte. Donde te dejaras poner. Necesito decir algo. 
—Deben ser niños que gritan en alguna azotea. Por aquí cerca. 
—Sí. ¡Qué raro! Tan tranquilo que estaba todo. 
—A mí no es que me molestara. Me extrañó. No sé si he estado distraído pero no me había fijado que hubiera niños por aquí cerca. ¿Y tú? 
—Yo tampoco. 
…Tampoco. Es la verdad. Yo tampoco. Siempre me ha gustado ese trébol rojo en el arco. Las ramas de los árboles se mueven con el aire y se puede ver la luz entre las hojas. Yo estoy abajo. Miró cómo se mecen las copas y empiezo a marearme. No es cierto. Estoy en el pasillo y la luz se ha puesto rara. No. Estoy sentada aquí en la mesa. Esa es la verdad. A la hora del almuerzo. Las copas de los árboles y las hojas que se mueven se van corriendo y no las podría alcanzar. Ni quiero. Sólo me da pena la brisa. Siempre me ha gustado la brisa. No sé por qué comemos hígado. No puedo soportarlo. Ni el sabor metálico ni lo gelatinosa que se siente la carne. 
…El mar está pálido y no hay olas. Vienen las lanchas y la gente grita y se ríe. No terminan las palabras. Las cantan. Los árboles, después del muelle, son largos y lisos como columnas y tienen penachos verdes. Detrás hay portales con columnas y balcones. En un arco, tapado con cristales como éstos, iguales a éstos, se ve el sol más que en ninguna otra parte. No calienta mucho todavía. Subimos a un coche de caballos y en seguida nos metemos por una calle estrecha y dejo de ver el mar. Miro los balcones y todos, casi todos, son distintos. 
…Un sitio distinto de ese donde estás, a mi derecha, mientras ella está a mi izquierda y yo en la cabecera. Si no se nos ocurre nada vamos a volver a hablar del tiempo. Te quitan el plato y no te das cuenta y casi se tira la salsa. Me alegro que no se haya tirado. Si no, otra mancha como ayer. Me gusta ver en orden los platos y las fuentes. Es un alivio. Los cubiertos y los caballitos. Ya nadie los usa, seguramente. Pero nosotros sí. Me gusta ver las sillas junto a la pared. Las copas dentro de la vitrina. Las rosadas abajo y las blancas arriba. Me alegró que las sacaran anoche. Pero prefiero verlas ahí, en su lugar. Y en medio los vasos con borde de plata. El espejo, al fondo, convierte las tres filas de copas en seis filas de copas. La mesa son dos mesas en el espejo. Las dos inclinadas, juntándose en el centro. Ya lo he visto en alguna parte. Los platos como si fueran a caerse. En alguna parte. En un libro de historia. En un grabado antiguo. Eso es. Dejar de mirarnos en el espejo porque un poco más y no podré contenerme y voy a querer evitar que se resbalen los platos. Será una tontería. Una ridiculez. 
—Este año no habrá ciclón. Pero no ha parado el mal tiempo. A mí no me engaña este sol. Ya veremos dentro de un rato. Cualquiera diría que ya es época de nortes. Los días ya son más cortos. Cuando menos se imagina uno oscurece. ¿Te has fijado? 
—Hay que ser precavidos. ¿No se te hace tarde? Como a ti no te gusta que se te pase la hora... 
—No te preocupes. Hay tiempo para el café. Me alcanza perfectamente. 
...Miro con el rabillo del ojo. Sabía que estaba ahí, pero tenía la impresión de que se había levantado. Como si nos hubiera dejado solos. Claramente esa sensación. Acaba de dar la una. 
...Antes, todavía antes, el polvo se levantaba y todos los lugares se ponían grises. Las filas largas de hormigas se metían por la hierba. 
...Hay sol. Está el arco de cristal. El arco de cristal. El arco tiene tres colores. El sol da fuerte en los cristales. 
...Todavía están en la mesa los platos de postre. Las conchas donde siempre se sirve la natilla. Con caminitos abiertos por las cucharas. De niño los seguía con el dedo. Eran iguales las conchas. 
...Algunas veces me ponía a oír con curiosidad cómo me latía el corazón. Pero entonces no parecía mi corazón ni parecía que esos latidos fueran míos. 
...La puerta. Las persianas en la puerta. Los mosaicos rojos. El barandal. 
...Dentro de media hora sonará otra campanada. 
...Después me gustaron las noches. Los ojos se acostumbraban a la oscuridad y abría mucho los brazos en la cama. Quizás para abrazar a la noche o para abrazarte. ¡Ya nos habíamos casado y éramos tan jóvenes! Pero yo te había esperado mucho tiempo y tú me habías esperado mucho tiempo. 
...Los colores vibran fuera del arco, dentro de la luz, en un cono de sol. Es hoy, al mediodía. 
...Dentro de media hora. 
...Las gardenias tenían mucho perfume. También olían los lirios sobre todo si estaban ya un poco marchitos. 
...Yo estoy aquí. Sentada. En esta silla. 
...Tendré que bajar la escalera y este reloj dejará de importarme. 
...Miraré mi reloj y luego preguntaré la hora y miraré el reloj de la oficina. 
...Una vez nos paseamos por la playa. La arena era muy suave y se me iban los pies, parecía que se los quería tragar. Me agarré de tu brazo como si de verdad tuviera miedo. Me diste unas piedras para que las guardara. El mar nos mojó los pies y se iba y venía y volvía a mojarnos. Nos quedamos así mucho rato. 
...Estoy sentada aquí. A la mesa. 
...Y me imaginaré tu tarde. 
...Y otra vez guardé mariposas en una red anaranjada y luego las dejé escapar. Pero eso fue mucho antes. 
...A la hora del almuerzo. Con ustedes a mi lado. 
...Me pondré a pensar si ya te sentaste a coser. 
...Aprendí a tejer. Tejía a todas horas y no me daban ganas de hacer otra cosa. 
...Y eso es todo lo que hay. No hay nada más. 
...O si habrás puesto el sillón en la ventana. 
...Estoy meciendo la cuna, una vez y otra vez y tengo el pelo negro y después blanco, pero la cuna sigue siendo la misma. 
...Hay luz. Hay cristales. Hay colores. Yo puedo mirarlos. 
...Miraré el reloj a las dos, a las tres, a las cuatro. 
…Corro mucho por el campo. En el quicio de una puerta me siento. La casa es blanca y tiene geranios. 
...No tiene nada que ver con el polvo en la persiana. Con las gotas en los alambres. Y sí tiene que ver. Sí tiene. 
...La tarde es igual para ti, para mi, para ella. También para los que pasan por la calle. ¿No te has puesto a mirar por la ventana? 
...El barco es lento. Nunca se acaba el mar. 
...La luz es compacta. La luz se ha puesto anaranjada. 
...No es una ilusión. Deberías creerme. La tarde es la misma. La misma para todos. 
...Me aprendí canciones tristes. Después me enseñaste a bailar. Bailamos lanceros y mazurcas. Siempre esperé con paciencia. Sigo esperando. 
...Y yo ya no estaré. Ya no estaré en el pasillo. Ni debajo de los árboles, ni sentada a la mesa. Yo ya no estaré mirándola. 
...A ti te importa saber que siempre es la primera vez y la única vez. Que el reloj no ha marcado nunca, ni volverá a marcar nunca las mismas dos, las mismas tres, las mismas cuatro. Pero no hay que pensarlo mucho. Hazme caso. 
...Te besaba en la boca. Las iniciales que bordaba en las sábanas de hilo, en los manteles blancos, eran tus iniciales. 
...Habrá un momento inútil. Que será después de. ¿Después de qué? No me lo puedo imaginar. Pero ése será el final. 
...Basta que sean las dos, las tres, las cuatro de este día, de este mes, de este año. 
....Las camas eran anchas y por el día las tendían con colchas de crochet. 
...Los colores serán los mismos. La luz será la misma. Sin mí. 
...Un año, un número con cifras gruesas. En relieve. Así se reúnen uno al lado de otro, iguales, todos los años que vivimos. 
...Me mecía en los sillones altos de rejilla, casi nunca en los sillones de mimbre. Me parecía que iba a irme para atrás. 
...Toda esta luz. Tanta, tanta luz. Y el vacío. 
…Algo con peso, denso, consistente. Un pequeño bloque de. Acero liso y bien recortado, con bordes precisos que lo separan del vacío, de todos los años que nunca vivimos antes, de todos los que no viviremos después. Así es y así está bien. No hay nada que dudar. Te lo aseguro. Soy yo quien te lo aseguro. 
...Los sinsontes cantaban y me gustaba tener tomeguines. Por las mañanas se abrían los escaparates y todo olía a resedá. Entonces. 
...Como saltar con un paracaídas que no se abrirá nunca. 
...Siempre habrá relojes. No tendrás que tener miedo. 
…Decírtelo de alguna manera. Decir cualquier cosa. 
…Voy a tener que irme sin... Se les debe haber olvidado. 
...No. Espérate. En seguida vengo. Lo traigo. 
...Ellos eran los que se iban y los que venían. Yo siempre me quedaba. Alguien tenía que cerrar la puerta. Me decían lecciones largas sin que yo las entendiera. Yo que hubiera querido oler otra vez la hierba húmeda. A mí que me gustaba la leche acabada de ordeñar. Me ponía lazos en las trenzas y jugaba sola en el patio donde había un árbol frondoso que nunca dio flores. Mi madre se vestía de negro. Había el portal por la tarde y la brisa. Y las ganas de abrazarla. Las temporadas largas en los baños de mar. Y vestirse de luto. Mirar el reloj con impaciencia. Las arañas dan vueltas y vueltas en el techo, cuajadas de luces, y afuera hace una noche amoratada., llena de estrellas y es invierno. Una casa y otra casa antes de esta casa, mi casa. La mesa se iba quedando vacía. Ya no hubo espejos por todas partes. Todos me rodeaban. Estoy sola. Los nombres de mis hijos yo se los puse, para que todos les dijeran después por esos nombres. Nadie me había puesto nunca un telegrama y ese día, cuando lo abrí, decía que estaba muerto. Yo no te vi morir. Yo seguí viviendo. No. No quiero. Tapar la taza con la mano antes de que me sirva. Se me olvida lo que podría decirle. Como pescar algo que se ha ido al fondo del pozo. Y me gusta el olor. Siempre me ha gustado cómo huele el café. Pero no quiero. Eres tú la que lo sirves ahora. ¿Desde cuándo? Desde hace tiempo. No lo tomaré. No tengo ganas. Me recostaría porque tengo mucho sueño. Y eso que nunca me ha gustado la siesta. Un instante. Ya vamos a acabar de almorzar. 
...Todo tan natural. Tan ahí. Como esta cucharita a la que le estoy dando vueltas. De la que no puedo apartar los ojos. Como si me hubiera hipnotizado. Un instante. Eso. Y pasa. Pasa la claridad que casi lo ciega a uno. Esa sensación de que se ha encendido de pronto un reflector muy potente para no iluminar nada. Para llenar de luz un sitio donde no puede haber luz. Imposible de imaginar. Un lugar que no es. Apenas un instante. Y luego esto. La tranquilidad. Este aplazamiento no se sabe hasta cuándo. Estar aquí sentada en una silla. Mirando una luz que atraviesa un arco de cristales por un punto, un solo punto, y se abre después como un abanico. Mirando los helechos. Y los espárragos. Detrás de la persiana. Mirándome los dedos de la mano. De la mano que es mía. Que juega con la cuchara. Que dibuja rayas. Otra vez rayas. Encima del mantel blanco. Entre las migajas de pan y los granos de arroz que se han caído de los platos. De los tenedores. Un instante. Mientras que tú, como siempre, pretendes reunir todos los hilos, y hacer y decir, sin llegar a nada porque no encuentras qué. Porque no hay qué. Te veo. Tomándote el café sin respirar. La veo. Tapando la taza con la mano. Con los ojos medio cerrados como si fuera a quedarse dormida. Y es como si yo me viera. Dándole vueltas a la cucharita. Como si estuviéramos posando. Posando los tres. Para una fotografía que nos deja fijos, inmovilizados, atrapados. Y no hay más que los gestos de los tres en este instante. Que nos descargan, no sabría ni cómo ni por qué, de todo lo que no hace falta. De nuestros cuerpos. De los lastres. De lo que pueda venir después. De lo que no habremos hecho. Detenidos. Posando para alguien. Que no está o sí está. Y todo se reduce. Se afina, se purifica y se queda así. Un instante. Nada más. Y es todo. 
...Probártelo. Me gustaría probártelo. Poco a poco, pacientemente, pero no sé si ahora. Tendré que encontrar el momento. El momento oportuno. El café ya se ha enfriado. Y está tan amargo y se asienta en el fondo como polvo mojado. Se me queda en la garganta. No me pasa. Decirte que no se te olvide el azúcar, dos cucharaditas, ya lo sabes. Pero ahora bebérmelo hasta el final, como si nada. Y el vaso entero de agua para quitarme el sabor. Lo que no se hace. Intacto. Sudado porque el agua estuvo muy fría hasta hace un momento. Pero ahora estará tibia. Casi. Tomaré el vaso y empezaré a beberlo. Y dejará en el mantel, ya ha dejado, deja un pequeño círculo mojado que se secará pronto. Y no quedará ninguna huella, ni la sombra del lugar donde estuvo el vaso, ni nada, porque también a mí, aunque quiera evitarlo, dentro de un rato se me habrá olvidado. 
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