20 diciembre, 2007

Susana Cella(Argentina)



Presagio


- I -
El más hiriente presagio de todas sus numerosas desgracias posteriores fue cuando, en la cuna, a los cuatro meses, el padre le puso algo parecido a una medallita con una cinta oscura de cuero trenzado, demasiado grande y tosca para un bebé de ropita blancuzca y poco o nada de cuello. Lo que de ahí en más pasara sería no otra cosa que andar a los tumbos en busca de lo que, sin querer y fuera de toda conciencia o posibilidad de infancia, se pierde y cuyo reencuentro tal vez nunca pueda producirse quebrada definitivamente la inicial cercanía, como si una calamidad inaugural estuviera anunciando sin cesar otras ahí, al acecho.
¿Quién lo puede negar, con todo lo que pasó en tan poco tiempo? La cuna se convirtió como de milagro en celda, sin puerta de metal y ni barrotes, había dicho el padre, sin la ventana cuadrada, sin una mayólica del techo por la que se podía entender que había llegado la mañana doce horas después de la desventurada noche en que los policías nos arrasaron igual que hordas de piratas y metieron en los calabozos individuales a cuanta persona les cayó en las manos y sobre las que ellos mismos nos cayeron, golpeando a bastonazos cuando se les daba, o simplemente palpando el pecho para saber si veníamos corriendo y al doblar la esquina fingíamos ir al paso, haciéndonos los distraídos. En las celdas esas vimos amanecido el día en un cuadrado del techo, hace cinco años, y ahora vos ni ese cuadrado vas a tener, celda es tu cuna, peladito, decía el padre y tu celda adentro de otra, doble encierro, por tu bien. Lo miró, lo metió en un placard, y después de darle un beso, tocarle lo que se parecía a una medalla o talismán y taparlo con un colchón, cerró la puerta.
Esta otra noche entraron apenas estuvo el bebé con su medalla recluido, y el padre, con los demás, tratando contra toda esperanza, de no caer, igual que aquella noche anterior por la avenida, en las manos temibles del enemigo que no les dejó ver ahora las cuatro paredes, la mayólica o una ventana enrejada, con todo, por bien o por mal, con todo, mejores que el puro hueco donde solo se quedó sin más que adioses alaridos que el ruido mayor de tiros y explosiones tapaba. Oyendo sin saber siquiera que oía, ahí adentro. Y un rato largo, hasta que vaciada la cuna, la medalla cuyo cordón se había desatado, se deslizó escondida y nadie vio que se iba al piso, oscura, indiscernible, igual que los ojos del bebé envuelto en una manta impiadosa cuyo olor no era más que la mezcla indecisa de todos los que pudieron, ahí, en esa noche, haberse combinado, sin que faltara, desmayado y casi inerte, el que las manos ahora embolsadas junto con todo el resto de carne perforada, habían dejado, igual que aliento último y tibio, ni más ni menos que por donde pudieron. Sin olor ni calor, el chico solamente más lloraba y llorando fue que lo sacaron un rato después al frío de la noche. Lo llevaba el hombre en un auto lustrado, movido de este a oeste, como el sol que a esa hora ni por casualidad iba a estar brillando no porque fuera ya la noche plena y cerrada sino porque sin amanecida aún, no se había levantado en el cercano horizonte de edificios descoyuntados y paralelos.
La señora que habría de darle de comer al chico, vestirlo, cuidarlo y decirle para siempre que era su mamá, esperaba con los mismos nervios que una parturienta pero sin ningún remolino en la sangre, ningún dolor, ninguna luminosa expectativa o el temor insoslayable de que, pese a no importa cuántas precauciones se hubieran tomado, cuántos análisis o estudios se hubieran hecho y cuánto el médico hubiera asegurado, a último momento algún problema apareciera. Llegaba finalmente su hijo, el tan querido y deseado bebé, este que nunca sabría que hasta los cuatro meses había estado en otra casa, con otra gente, ni tampoco, cosa que ella ignoraba, muy poco antes de que se cayera, con una medalla efímera sobre el pechito subiendo y bajando mientras miraba sin ver el techo plano de la pieza ocre y, hasta unos segundos antes de que llegaran ellos, tranquilo, en la inminente calma que anuncia un temporal, catástrofe o terremoto.
El bebé nunca recordaría. ¿Y si recordara? ¿Y si la mala semilla diera, a su tiempo, cuando la plantita está creciendo, el fruto podrido que según la ley de la herencia, no se podría jamás evitar, por ley que era? Como si un pálpito le hiciera saber con toda certeza que estaba a punto de arruinarse la existencia cargando con ese chico inmundo, que al fin y al cabo bien podía salir un sinvergüenza de genes malditos, esperó al marido en la misma puerta de calle y antes de que apagara el motor le dijo que ni se le ocurriera entrar al monstruo ése, que ella misma se buscaría por otro lado una persona de confianza capaz de conseguirle un bebé que no le mantuviera día por día, y tenía que pensar en años sumados por delante, la angustia de que se le alzara y le tirara fuego líquido en la cara, aceite hirviendo o que, ni más ni menos, apuñalara juntamente a ella y a su marido, lo que, alguna vez o muchas, también hijos de la sangre y legítimos, pero iguales alimañas, habían hecho, por lo tanto, qué no haría este malnacido y peor criado. Que ella sola, que ella, le repetía nomás para ver si entraba de una vez en razón y le entendía la suya y más rápido se iba con el monstruo, y que mejor si él también junto con ella cosa mejor trataban de hacer, él también, de querer ayudarla y a sí mismo defenderse, tan claro todo. Para ella.
No fue poca cosa lo que le contestó el marido, y por más acostumbrada que estuviera a los insultos y menosprecios desde el día de la operación cuando quedó vacía como vejiga de vaca muerta, no pudo evitar asustarse y pensar que no iba a ser el engendro ese que apenas si podía moverse, sino el marido el que, además de pegarle un empujón que la metió en el zaguán, darle un par de patadas y reputearla hasta transpirar, fuera cualquiera de uno de los días futuros, a acuchillarla. Media mujer apenas, le había dicho él nomás operada, todavía sin cerrar la herida, menos que media, le gritó, después de que le sacaron los puntos, y se fue a buscar una puta, un día, otro, hasta que se cansó y de vuelta como si nada hubiera pasado le pidió perdón y no había otra cosa que hacer, y nadie tenía por qué enterarse del hueco que por adentro le había quedado, seguían casados, ni te quiero ni me querés, quién de los dos se lo dijo a quién, nunca supieron o fue al mismo tiempo, pero la vida hecha estaba, y ahí, precisamente había acuerdo, sin más que hacer hay que seguir, respirar hondo, paciencia y barajar, como decía el Martín Fierro. Del arrepentimiento y el arreglo ninguna de las mujeres opinó mucho, cosa del juego, le pareció a una prima, sano, le agregó la tía y entonces, ahora, sin que nadie más quisiera comentar nada, entonces como antes, la casa va a ser, de nuevo, así dijo la cuñada maestra jardinera, un rinconcito de alegría y paz. Ni de nuevo ni de viejo, la casa fue lo que siempre había sido, un puro aburrimiento de a dos, con la tele, la comida y las noches apartadas, los domingos y la familia diciendo para cuándo hasta el día en que él rompió, una noche de Navidad tenía que ser ocasión tan propicia y poco original, una botella de sidra, la estrelló contra la mesa y se quedó con el pico en la mano. “Esta no puede”, vociferó a los atorados parientes cercanos y lejanos, para que se enteraran como si fuera un acontecimiento público, junto con los vecinos que callados por respeto no siguieron con los cohetes sino hasta unos diez minutos más tarde. Los consejos fueron goteando primero de a cuentagotas, después en catarata y eso de adoptar a un chico a todos les pareció una buena idea, así lo fueron insinuando, casi, sin exagerar, aunque separadamente y en momentos distintos, como voces todas de un coro que se desperdiga de a ratos y de repente, reunido, las suelta todas aunque, quizá no puedan llegar a peseguirse el tono, la entrada a tiempo, pero coro siga siendo, aun de voces arrimadas. De ahí fue que empezó la cosa de buscar sin líos de trámites, esperas largas y todo lo que ella había estado averiguando que había que hacer. Y ahora, justamente ahora, que él le viene a traer lo que esperaba, esto. Y decía esto, mirando al chico, como si el esto no fuera la mujer gritando sino el envuelto lloroso. Está más loca que una cabra fue lo primero que se le ocurrió pensar al marido, confuso por el pálpito y los genes malditos, desquitado a medias con el empujón. Le siguió dando vuelta a la cosa mientras el chico en el asiento del auto se había puesto a llorar no como un bebé de cuatro meses sino como un chancho al que están matando de a poco. Trató de hacerlo callar como Dios le dio a entender, aunque tenía ganas de taparle la boca con lo que fuera que lo ahogara para que no siguiera el grito, que por fuerte y molesto lo llevó a pensar o darse cuenta de que la loca y para más estéril podía, fuera de casualidad o porque alguna chispa de luz puede brillar aunque sea un segundo en la mente más inepta, dadas las circunstancias, tener razón.
Cómo no calculé yo, iba reprochándose con el yo retumbando en el auto, con el chico en letargo, el llanto convertido en una queja similar a un timbre mal ajustado, continuada y sin variaciones, cómo yo, cómo a mí no se me ocurrió, será idiota esta, pero puede tener un poco de intuición, al final las mujeres son las que saben de estas cosas, el instinto maternal, aunque esta no tenga ni medio ovario. Le prestó atención al timbre asordinado, casi no sonaba, mejor si muerto que vivo se le cruzó por la mente e iba empezando a figurarse qué pasaría y de repente se topa con una vieja cruzando la calle con el semáforo rojo, fue más rápido esquivarla que mandarle una tirada de maldiciones y ahí se le empezó a ocurrir que lo de la maldición podía tener su efecto, de espanto nomás paró el coche, sacó al chico y lo puso en una esquina al lado de un árbol. Abandonarlo en cualquier parte había sido el primer pensamiento que tuvo después de que la loca le rechazó el regalito, no era cosa, después de tanto haber pedido que si algún chico sobraba se lo dieran, tener que ir, como de arrepentido o dudoso, a dar explicaciones, y después llevarlo vaya a saber a qué lugar con las consecuencias encima, pero mucho menos seguir cargando con eso que, de no haber sido por los fantasmas de ella, tal vez alguna vez, cuando creciera un poco y dejara de ser ese bulto de ropa y cabeza pelada, habría tratado con algún cariño, le habría comprado juguetes o lápices, y hasta, capaz, le habría dado orgullo llevarlo a la plaza o a la escuela y que le dijera, papá.
Muchas ganas nunca había tenido igualmente, ni más ni menos bien pensado, lo que se diera nomás, el mujerío tuvo la culpa siempre, le llenaron la cabeza primero a ella, después a él y no pudo con la avalancha compacta de la madre, la suegra, las tías, cuñadas y primas. ¿Qué iba a pasar ahora? Nada de nada, todavía estaban tratando de encontrar uno, buscaban y suficiente, qué otra cosa faltaba decirles, los hombres serían más respetuosos y poco le dirían, mejor tener paciencia y esperar que arrebatarse, hay que pisar sobre seguro y todo eso. Y así era, porque ellos tenían sus propios críos y los sabían llevar bien. Por los demás, tampoco era problema, se había muerto en el camino, lo tiró por ahí. A esa hora podía haberlo visto alguien de haber tenido que madrugar, y si alguien había madrugado y si de casualidad miró por alguna hendija, seguramente no iría a hacer la denuncia, no fuera cosa de que le achacaran el bulto y en vez de denunciador quedara de preso, o sea que tampoco por ahí era problema, sino que de seguro esperaría cualquiera a que llegara el día y ese con otros, todos, juntos, sin que un comedido fuera a arriesgarse solo, iban a descubrir el bulto endurecido de frío, el inocente bajo la helada. Así que todo en orden y calma, porque a nadie, salvo que estuviera fuera de su sano juicio, se le iba a dar por hablar una sola palabra demás, todos los días pasaban cosas parecidas y ninguno, más que comentar qué desgracia y qué tragedia, nada iba a decir ni hacer. Nadie veía nada ni oía, en todos lados era así, no había por qué pensar que de otro modo justo ahora fuera, nunca problemas tuvo y por qué ahora tendría. No se podía entrar otra vez en la misma vuelta torcida, atrás todo eso, y como antes, otro tranco. Y subido de nuevo al auto, se dio cuenta de que olía a limpio, perfumado como si le hubiera tirado desodorante, no faltó más para que se convenciera, era el maldito el que le había hecho acelerar el auto, no ver a la vieja, estar a un paso de empeorar lo que ya malo venía. Culpa del satanás ese, que de seguro, antes de que él llegara a la casa a decirle a ella sin mucho elogio ni importancia, que le parecía que había tenido razón, se habría terminado de morir solito en una esquina.


Este bebé debería tener un amuleto, pensó la chica que lo encontró al rato, alguna cosa para protegerlo, una medallita, un cintita colgada al cuello o en la muñequita, aunque sea el nombre, el nombre para protegerle la vida. No había mirado por la ventana ni la mirilla, salió nada más temprano, igual que todos los días, para llegar sin apurones y mucho menos tarde, a la escuela donde había empezado a trabajar, apenas recibida, un año y seis meses atrás. La imagen de un talismán o medallita de buena suerte no le vino enseguida, fue como el desenlace de lo que había empezado por ser una confusión porque primero, por el gemido, creyó que ahí, tirado había un gatito recién nacido como el que había encontrado más o menos un año antes en la puerta de la casa, y ese gatito lloraba como un chico, ahí se había asustado mucho, pero después se le pasó y lo llevó a la escuela donde deliberaron las maestras con la directora y no les pareció mal tener un gato en la cocina por si alguna rata de repente llegaba por ahí, ya había pasado una vez y además del pánico de las que se habían subido a las mesas o sillas, tuvieron que hacer limpieza general, llamar al Distrito Escolar, denunciar el hecho y comprar tramperas porque poner veneno era más peligroso que una rata, en una cocina con bolsas por el suelo, comida en la mesada y chicos que entraban a ayudar en los almuerzos y meriendas, hasta que después de un año y medio y dieciocho cartas, llegó una inspección y dos meses más tarde, con mameluco de color ocre, zapatillas de color negro que con el tiempo y para mejor hacerle juego al oficio, se le estaban destiñiendo, y cara marrón, el matarratas, un hombre petiso, con dientes salidos y orejas puntiagudas, por la costumbre de la compañía sería, que puso en los rincones y en las ventanas unos potecitos de semillas que según él, las ratas iban a comerse o acumular en sus escondites sin que él supiera, y en realidad tampoco las probables ratas, dónde podrían hacerse, porque la cocina era más bien pelada de moblaje y apenas si había una estantería gris de chapas sin puertas y con todos los tarros y paquetes a la vista y una mesada hecha de mosaico apoyada en dos pilares de cemento debajo de la que no había nada más que el tacho de basura, la botella de detergente y los límites bien definidos de la pared. La cuestión fue que los potes de la cocina quedaron llenos de esas semillas venenosas y los de las ventanas vaciados por los pajaritos, varios de los cuales aparecieron muertos en el patio en el mismo tiempo que se terminaron las semillas. Ratas no aparecieron después, debería andar perdida esa única muerta con escoba y el veneno en aerosol para cucarachas que le vaciaron de una en el hocico cuando se metió en el exclusivo rincón que quedaba tapado, atrás de la cocina. El gato servía también para que los chicos jugaran sus juegos lo que hizo que el bicho se pasara todas las horas de clase arriba del techo de la cocina muerto de miedo después de la vez que, entre varios de los más grandes y valientes, lo pintaron con témpera, le pegaron papelitos y le hicieron unas pestañas postizas que le dejaron los ojos pegoteados y quedó así ciego hasta que una de las ayudantes de la cocina le lavó la cara y de paso, bañó en un balde, lo que al gato le dio motivo para no sólo escaparse de los chicos sino también de los grandes.


Esta vez en cambio fue al revés que con el gatito, no pasó del susto a la tranquilidad, sino de la leve intranquilidad al estremecimiento. Medio morado y ahogándose el bebé buscaba menos comida que aire. Tranquila no estaba ahora, se le anegó la cabeza como si se le hubiera derretido el cerebro y sintió que le subía el ahogo también a ella que, con el chico, pecho con pecho, aspiraban a los saltos, borbotones de viento de madrugada. Un chico, un chico, un chico le repercutía y el derretido cerebro al paso se iba endureciendo de a poco con la falta de aire y los golpes de respiración. Quién fue la bestia, qué madre puede hacer esto, y cosas así se le agregaron a las primeras palabras repetidas cuando ya llegaba a la casa cerrada y oscura donde la madre y el padre dormían un rato más y no muy largo porque abrían el almacén a las ocho cuando empezaban a caer por ahí las mujeres más viejas y los proveedores a cubrir, por esa parte, la zona.
¿Qué iban a decir? ¿Y después qué iban a hacer? No tuvo mejor ocurrencia que inventar un sobrinito, un hermanito no podía ser, si lo llevaban a la policía se los iban a quitar y a poner en un orfanato donde los chicos sufren porque los maltratan las celadoras y los directores, no les dan de comer, les pegan, los hacen trabajar, y hasta entre ellos mismos se destrozan, a golpes que van y vienen igual que ellos por los baños blancos con cemento frío y agujeros oscuros en una canaleta. Se acordaba tan claro, en el libro, y tanto más, en las películas por viejas no menos verdaderas. ¿Y cómo habría aparecido el sobrinito? Llegó por arte de magia a la madrugada hasta la casa, solito, de quién era hijo. De alguna hija de puta fue lo primero que pensó pero no era esa la respuesta para dar a los conocidos. Ni se le pasó por la cabeza que su padre y su madre dejaran al chico tirado, de haber sido así se habría equivocado toda la vida con ellos, los quería a los dos sin excesivo amor ni algo que se pareciera a la ternura, jamás dada ni recibida, ellos siempre estaban cada cual en su mundo, pero la querían y ella a ellos también, eran los padres, ella la hija, qué otra cosa, qué otra cosa, esto, una madre desnaturalizada que tira al que hasta no hace mucho tuvo adentro, alimentó con su propia sangre, parió con dolor o con cesárea, ahí se diferenciaba la gente, por callados y serios que fueran, sus padres no eran así, como la que a este chico había tirado, no eran criminales, eran nada más los que cuidaban de que nada faltara en la casa y de que estuvieran tranquilos, ahora no iban a estar muy tranquilos, entre los tres tenían que arreglar el problema, entre los tres por más que ella había sentido, en el mismo instante en que se dio cuenta de que no era un gato llorón, cuando vio la cabecita morada, que el bebé era de ella, que nadie la iba a separar de ese muñeco tembloroso dormido ahora contra su pecho menos convulsionado, como si fuera eco del otro.
La que sí había mirado por entre las celosías había sido la madre, un ruido, un auto la despertó, afuera pasaba algo, entre lo oscuro y el aire de gas blanco, no mucho se podía ver con las demacradas luces de la calle disminuyendo al mismo tiempo que iba haciéndose de día. Y no esperó a que golpeara, le abrió la puerta a la hija, que no le dijo más de lo que la cara que tenía podía decirle ni la madre le contestó, nada más agarró al bebé, empezó a pasearlo un poco y seguramente, se dio cuenta la hija, estaba pensando más o menos las mismas cosas en que ella unos minutos antes se enredaba sin ver fácil para llegar a encontrarle la salida al problema. Y no todo era inventar la llegada, el parentesco o cómo se les diera, porque más que todo eso, la urgencia se venía encima, lo más necesario ahora mismo, aire y alimento, si no ni falta que haría inventarle una historia a un angelito. No había en la casa nada para atenderlo y no tenía buena cara la criatura. Si se nos muere acá, no sé qué hacemos fue lo que al final le salió de repente a la madre, vamos a buscar a Sara, si es que está, y estaba, era el día de franco en el hospital. Podían hasta pedirle que les dijera qué hacer, una enfermera sabe muchas cosas porque ve demasiado todos los días y no le da por asustarse o tener asco a lo que sea que se aparezca de tajo, fractura expuesta, órganos a la vista, fluidos corporales, como les dicen, y no fluidos también, el dolor del que yace y de los que velan junto a la cama y el de los que ni tienen quién esté al lado cuando necesitan siquiera un poco de agua o una mano que les agarre la suya, la falta de remedios y frazadas sucias, todo estaba ahí siempre en el hospital, donde tal vez, el consuelo podía ser el lugar destinado a los nacimientos siempre que los nacimientos fueran sencillos y naturales, y no apareciera un chico estrangulado, una madre desgarrada o un deforme bicharraco saliendo de entre las piernas ensangrentadas.
Abrió la puerta enseguida, igual, ya de costumbre, se levantaba temprano y hacía lo que tenía pendiente en la casa. Las dejó entrar con chico disimulado y todo, empezó a buscar lo que por ahí tenía siempre para ser enfermera también del barrio, y al rato se le había ido el morado al chico, tomaba una mamadera y seguía respirando rápido pero regular, al compás. Y ahora se iba durmiendo, calmado, junto con ellas que ya empezaban a querer también tomar algo como si buscaran un alivio al susto o casi festejar por la recién llegada aunque poco estable tranquilidad y empezaban a pensar qué hacer con esa criatura abandonada. Que ni se les ocurriera ir a hacer la denuncia fue lo primero que les dijo Sara, había visto mucho y también, en esos últimos tiempos, puertas que de golpe se cerraban, y adentro, tiradas y como desvanecidas mujeres, bebés recién nacidos llorando, enfermeras que los atendían y hombres que vigilaban. Y apenas poquito después, de repente, como si nunca ninguno de todos ellos hubiera pasado por ahí, nada de nada. Y nadie preguntaba ni comentaba, menos que menos a una que hasta no hace mucho era una más de las compañeras de trabajo y se había vuelto de golpe un silencio vestido de blanco mirando de soslayo y con prepotencia. Sara iba a averiguar, por el momento lo mejor era que nadie lo viera, lo tenían que tener escondido, que no se escuchara tampoco, y que le fueran a comprar lo que hacía falta en otro barrio. La chica se dio cuenta en ese mismo momento cuando pensó que ella podía ir a una farmacia por donde trabajaba, de que se le había hecho más que tarde y qué iba a decir, mejor llamar por teléfono, avisar que la madre estaba descompuesta y que tenía que llevarla al médico. Después de todo, como no le gustaba inventar esas excusas por miedo a que la mentira se hiciera verdad, en realidad la madre no parecía estar muy bien, como si le hubiera caído, sin buscarlo ni esperarlo, un peso grande encima, un peso que, al mismo tiempo, no quería sacudirse y al que se iba, lentamente, sin pensarlo pero con un sentimiento que tal vez le despertaba algún recodo dormido de adentro del pasado de su propio cuerpo, agarrando, transformado así el mismo peso en otra cosa menos parecida a un escollo que a una, como le dicen, tabla de salvación, si no era mucho exagerar lo que a la chica le iba pareciendo, a lo mejor idea suya para que la excusa que dio en la escuela no fuera, completamente, una mentira. Y también, mirando a la madre condescender quería hacerse de valor ella misma, con la madre ayudándola para lo que de ahora en más había que hacer, o porque eso del aferrarse, que le achacó a la madre, había sido lo que primero hizo ella con el chico sintiendo desde el mismo momento que se le convertía en algo irrenunciable.
Las cosas se iban a comprar al otro día, no ese aunque cualquiera de las dos podría haber salido, y con una o dos vueltas de colectivo, llegado hasta cualquier negocio similar y no tan lejos donde alguno les vendiera contento las cosas que hacían falta, como si una abuela o una tía fueran. Ese día no, las dos tenían que armar una coraza de silencios en la casa, y no menos importante tenían que contarle todo al hombre que ya se había levantado, afeitado, tomado mates, comido bizcochos y estaba, con los mismos actos de todos los días, abriendo el almacén al que se acercaba por la esquina el vecino que menos que comprar, iba a charlar un rato con el diario en la mano para hablar de lo que pasaba en el país y en todas partes sin nada más que quejarse y soltar por sobre toda opinión política, social o la que fuera, un mire usted, mire, repetidos, cuando el otro poco quería mirar más que el orden de la mercadería, las boletas, y la caja.
Se lo quedan encerrado en la casa, uno, dos, tres días, Sara no tiene respuestas concluyentes y la chica sale al trabajo igual que si nada hubiera pasado, al día siguiente, al otro, y vuelve exactamente de la misma manera. A veces el invierno ayuda, y más ese invierno de angustia y frío, con llovizna persistente que hacía quedar a todos adentro, o meterse en la casa para no salir más, así decía una de las vecinas después de pasar por el almacén con los chicos vueltos de la escuela, llevarse las cosas para la cena y arrearlos a todos adentro, decile, decía, a la señora, ahora me meto adentro y no salgo más. Más no salía, en verdad, por ese solo día, por esa noche abrigada que tenían. Y al otro día igual, y todos. No salir más sería para este bebé mucho más que la frasecita repetida, no salir más era que estaba ahí adentro donde nada había quedado igual. No salir más era, para el que le había puesto la medallita ahora tirada vaya a saber dónde, un pozo lejos o un río, no salir más era para los que ahí también habían estado, velar a la otra, la que su cadenita tuviera, la que en el pechito quisiera el padre poner, para velar, con eso, al final y ya nada más, a la muerta por la calle, en un encuentro no casual, una vez, última, con el veneno de una embocada, con la trampa cazadora.
Nada ahora siquiera parecido a todos los días anteriores de la pareja rutina, lo que había cambiado lo notaban los tres, padre, madre e hija, la pieza de ella, sobre todo, ahora con las mamaderas, las latas de leche, los pañales secados en la estufa, el jabón y la colonia de bebé, las horas convertidas en intervalos fijos para alimentar al chico, cambiarlo, bañarlo, dormirlo, y poner, en el comedor, alguna música o televisión que pudiera tapar el ruido del llanto, calmado, tan rápido como aparecía, con agua azucarada, chupete, canciones casi susurradas y brazos que dejaban de lado fuera lo que fuera que estuvieran haciendo para acunarlo.
No tiene un nombre, lo dijo, para menos sorpresa que alegría, el padre. Cuando lo entraron y le contaron se quedó callado, sin comentarios ni cara que dejara suponer sentimiento alguno, ni a favor ni en contra, más bien pareció como si le comunicaran que algún temporal o trastorno de la naturaleza menos catastrófico que leve, les hubiera, por ejemplo, arruinado las plantas, o que algún inspector estuviera por llegar al negocio o que hubiera aumentado el precio de la leche o cualquier otra cosa así. Resignado, en definitiva, a lo que llega y vuelve igual que las estaciones, no celebró ni se opuso a que el chico se quedara, tampoco a lo del escondite hasta ver qué se hacía. Su modo tácito seguía siendo igual, y esta vez, por excepción, para la madre y la hija fue más alivio que la siempre oculta desdicha por ambas soportada. No tiene un nombre ni sabemos cuál tenía, así nada más dijo el hombre, por lo menos hasta que algo se pueda hacer tenemos que ponerle siquiera un apodo, no se puede tener en la casa a un desconocido. Le salió de golpe a la chica, mirándole la cabeza pelada, reviviendo en blanco y negro los dibujos animados, su misma infancia y hasta imaginándose los tiempos de haber estado ella en esa misma una cuna de la cual como de aquellos primeros tiempos, no tenía recuerdo alguno, de repente rescatada y vuelta a la vida para el chico, Cocoliso. Después de todo Popeye no era el padre del Cocoliso, se suponía que Olivia era la madre, pero de dónde lo había sacado, quién era el marido, ella no había visto nada de eso en los dibujos, el Cocoliso se le había aparecido de repente, igual que este bebé ahora, era el nombre justo para otro que llegaba de la misma manera como algo que le gustaba y quería.
Sara fue a la casa tres días después, bastante temprano de vuelta del hospital. No era igual que antes, todo. Ya se había ido a trabajar la chica, pero la madre no se quedaba hasta más tarde durmiendo o levantándose sin apuro. Estaba atendiendo al Cocoliso. Sara le dijo que se podía arreglar, iban a hacer como que lo traían del hospital, no podían simular que era un recién nacido que alguna madre por desgano, rechazo o desesperación hubiese querido dar a cualquiera que se lo cuidara mientras ella se perdía por el mundo de nuevo, habría sido como el primer día, iguales riesgos y toda la probabilidad de perderlo. En realidad Sara se había portado más que bien y sería por todo eso que ella podía asimilar de tanto ver cosas y cosas terribles. La enfermera de la cara torva nunca había sido fácil de palabra y menos quería serlo así como andaba ahora, pero Sara supo buscarle la conversación y preguntarle de a poco, envolviendo una palabra con otra, y de repente, como si un pinchazo en alguna parte del cuerpo o del alma la huraña hubiera sentido, la miró, esperó dos o tres segundos antes de hablar, tragó saliva, entrecerró los ojos, los abrió y le dijo que se lo iba a arreglar, y se lo arregló, el chico en el hospital para hacerle papeles, nada más traelo. Tenían miedo las tres, no tanto por tener que sacarlo temprano y metido en un bolso rogando que no llorara y siguiera dormido bien abrigado, sino porque a la enfermera se le hubiera pasado el dolor del pinchazo y apenas llegado el chico se los quitara y hasta las acusara de andar robando bebés. La chica no podía faltar a cada rato al trabajo, tampoco quería, ni dejar a Sara y a la madre solas, ni volver a mentir, pero sobre todo lo que menos quería era estar ausente en el momento en que, si no pasaba ninguna desgracia, se lo entregaran a ella, porque fueran como fueran los trámites, el chico era para ella, aunque todos lo creyeran su hermanito menor adoptado o algo así, para ella era su bebé, el muñeco de verdad que venía a suplantar al Federico que los Reyes le habían traído a los cinco años y que había dormido con ella hasta los doce cuando otras cosas empezaron a darle vueltas por la cabeza como querer ser grande y bailar con chicos, y mirarlos y pintarse y ponerse otra ropa que no fuera de nena, y haber puesto a ese Federico en una silla y después sobre un estante, convertido ahora en uno más de los adornos que se acumulaban en su habitación donde de a poco había ido reemplazando las fotos que tenía en las paredes, por otras.
Todas las excusas que se le ocurrieron para suplantar a la de la enfermedad de la madre, tuvo que ir descartándolas por embrolladas e increíbles, le pareció que lo mejor era seguir con la misma, la madre tenía que hacerse unos estudios y no podía ir sola, tenía que decir qué estudios, las mentiras generales se notan, hay que dar detalles que sean de verdad, que hayan sucedido, siquiera en otro tiempo para que esos mismos detalles, por recordados y por vividos, le dieran a la historia el mínimo indispensable de realidad que desviara la borrosa cualidad de una pura mentira, y ella tenía detalles, sacados de un hecho que no había protagonizado pero que había oído contar tantas veces en el almacén, por su madre y padre a la mayoría de los clientes, que se lo sabía de memoria. Había sido cuando la madre tuvo que ir al oculista para que le revisara la vista porque veía un puntito negro en la claridad extrema del sol y le habían dilatado la pupila, la madre no dejaba de recitar, con alguna que otra variante, que le habían puesto unas gotas, al principio como si nada pero de a poco había empezado a ver todo borroso, no podía distinguir números ni letras, y así anduvo, medio atontada y nublada, sin que se le pasara el efecto de esas gotas, bien y del todo, hasta el otro día. El padre de testigo, no podía decir lo del nublamiento pero sí de cómo la tuvo que acompañar, ponerle las gotas, escucharle a ella lo que le iba pasando a cada minuto y al médico que los efectos eran pasajeros, según él, un par de horas, en lugar de las por lo menos ocho que ella había contado y sufrido, sin sumar las de dormir. Nadie le hizo problema en la escuela por un día nada más, porque esto no se irá a repetir muchas veces, no te preocupes, terminó la directora para en verdad preocuparla porque eso del repetir era menos un consuelo que una muy poco disimulada amenaza. Y no, esperaba ella, no se va a repetir. Para bien o para mal, quedará de alguna manera fijado en lo que Dios quiera que sea. Y quiso que fuera bueno, o alguien rezaría con tanta fuerza como para convencerlo de que si había permitido que de un momento para otro fuera a parar poco menos que a un tacho de basura, y se salvara casi como Moisés, no de las aguas sino del hambre y del frío, al menos dejara, ahora, que quedara en una casa donde, por más que no fuera la suya, ni suyo el nombre ni suya la familia, iba a ser como si. Y el como si se iba a convertir, durante muchos años en la realidad misma del Cocoliso que pasó a llamarse, después de los pases mágicos de la enfermera que no se volvió mala, al fin y al cabo ella también había visto muchas cosas y en algún alejado lugar de sus entrañas a lo mejor se le ocurrió que una buena acción podía ser el recuerdo que la consolase de todas las otras que por razones no del todo comprendidas siquiera por ella, entre concesión y coerción, había tenido que hacer, Federico José Manelli, Federico por el muñeco, José por el padre y Manelli, también por el padre que ahora quedaba convertido no sólo en padre de la chica sino también de este nuevo Federico que le nació, por lo que decía el documento, el primero de julio de 1977, o sea, cuatro días después de que Marisa lo trajo, de la manera que pudo o de la única posible, a la vida, de él y de ellos.
La vuelta fue todo el reverso de la ida, porque las tres mujeres apañadas y miedosas que salieron con disimulo entre los resplandores helados de la madrugada hacia el hospital con un bolso bastante grande y otro menos, con las cosas del chico, volvieron en el breve templado del mediodía con un bebé en brazos ostentado para que todo el que estuviera a mano pudiera verlo. Qué cómo fue, cómo se les ocurrió, qué pasó, y demás, tuvieron que responder en el almacén por suerte para ellos tan visitado en esos días cuando cada quien que iba a anoticiarse se sentía obligado a comprar siquiera un paquete de galletitas a cambio de la información. Que no fue gran cosa inventar, un chico que Sara nos contó, nosotros ya somos grandes y Marisa se va yendo de a poco a sus cosas, un día de estos se va a venir con un novio, nos va dejando solos, la casa sin chicos es triste, es una obra de caridad, dónde iba a ir a parar, pobrecito, tirado como un perro a la calle. Por suerte para ellos también, además de las compras les trajeron baberos, sonajeros, ropa nueva o usada y lo mejor de todo, un cochecito, que iba recorriendo casas según se necesitara y ya había llevado, por lo menos, ocho bebés encima hasta que empezaban a moverse demasiado para ese cochecito o simplemente ya no cabían adentro. Si de costumbre para Marisa era, con frío, viaje incómodo y directora con cara de payaso mal maquillado y siniestro, una especie de sorda alegría irse, estar en la escuela y demorar casi el día entero fuera de la casa antes habitada por la reserva de conversación y falta de sonrisa de los padres, ahora se le había hecho al revés porque esa cantidad de horas se le habían vuelto minutos que no pasaban nunca y el colectivo una cafetera estática incapaz de levantar vuelo y deshacerse de todos los otros colectivos, autos, camiones, barreras de tren, hasta dejarla, finalmente bajar los escalones y sentir de nuevo sus piernas suyas para moverlas a la velocidad que deseara, la mayor, a la casa donde el Cocoliso qué estaría haciendo. Y lo que jamás antes había hecho salvo en alguno de esos casos excepcionales que confirman la regla, se convirtió desde que estuvo legalmente instalado el Cocoliso, en un acto de tan sucesivo, molesto, llamaba por teléfono y la madre, por más que el chico estuviera llorando, fastidioso, como le decía cuando no le podía calmar un llantito irregular y sin motivo aparente, contestaba todas las preguntas igual que si prendiera un grabador y pasara la misma cinta, ya comió, ya lo cambié, está durmiendo ahora, tranquilo, no se despertó. ¿Por qué se apuraría tanto entonces Marisa? No que se lo preguntara la madre, siempre callada observando nomás, observando mucho, cada paso que diera, y con los ojos medio bajos acentuando esa mirada que le quería hacer saber cuánto la miraba, y con la boca incólume para también enterarla de que, por discreción, lástima o esperando que se diera contra la pared por hacer lo que le parecía y como quería, no iba a decirle nada de nada, hasta que pasados los hechos, una frase suelta, le volviera encima tanto escudriñar callado. La espiaba con su habilidad de hacer como que no y enterarla de que sí, andando por la casa o el almacén bien ocupada. No era eso lo que a Marisa, en este momento le molestaba más, aunque sí y como siempre la fastidiaba y se le hacía rabia profunda, incrustada adentro sin que, habituada como había sido a callarse, le pudiera decir alguna vez, sin temor de que fuera el resultado peor, como un balde de agua fría estrellándose contra la cara, qué carajo miraba y qué diablos pensaba de ella. Pero ahora estaba preguntándose por otra cosa que se le había hecho la más importante y que era por qué le había dado ese pegoteo con el Cocoliso, y por qué el nombre, y por qué el miedo, como de una madre verdadera, de que le pasara algo, se enfermara, tuviera frío o hambre, lo picara algún bicho y hasta soñar con más de uno de esos desastres horribles que la espantaban y hacían despertar entre la noche para ver si dormía y si dormía, tocarlo, a ver si no se había quedado duro por algún trastorno súbito. Nunca antes le había atacado lo de tener hijos, tampoco tuvo mucha ocasión de pensar tan lejos con los novios pasajeros que había empezado a tener desde el baile que habían armado en la terraza para anticipar y practicar un poco cómo serían los cumpleaños de quince que iban a ir pasando en fila, invierno, primavera, verano y otoño, de ella misma y todas sus amigas. Sentarse en un rincón oscuro, cerca de las ramas del árbol, con el chico al lado, abrir la boca, sentir el gusto de la boca de él, ir a pintarse los labios, que la abuela de la amiga le dijera que ahora sí se iba a dar cuenta si se le salía la pintura por qué era, que ella quisiera seguir con la pintura sin tocar y se fuera a esconder por ahí, lejos del circunstancial besador, solo ahora y mirando como si se le hubiese perdido algo y no supiera muy bien qué, fue lo que en el tiempo le hizo pensar que ése había sido el primer novio que tuvo, el novio provisorio, a falta de otro, del que seguía hablando y por quién preguntaba a la hermana como si ahora, de veras, a la distancia, se le hubiera ocurrido que estaba más que perdidamente enamorada, así decía ella, del que le había dado el beso después de apretarle un poco la espalda, y cuyo nombre para nada le había gustado porque en absoluto se conjugaba con el que ella había querido, desde que empezó a imaginarse al lado de un amado de esos que más lejos que cerca siempre andan, a los que alguna cosa siempre les está impidiendo, aunque estén a punto o a la vuelta de la esquina, llegar a verla y abrazarla y besarla y decirle todo lo mismo ya repetido en las cartas recibidas con el temblor que no dejaba abrir el sobre sin romperlo un poco y luego guardarlo en una caja con carta adentro, una flor seca, una cinta o algún otro elemento cualquiera que le hiciera recordar la ausente figura llamada por ejemplo Daniel o Carlos, y no, como éste, Ricardo. Por lo que fue una alegría disiparse al Ricardo de los embelecos cuando empezó la retahíla de cumpleaños y bailes de Carnaval y apareció, al menos un Carlos, maravilla del mundo, que sabía cantar en inglés sin entender la letra, estudiaba Derecho y taquidactilografía y toda la semana, a veces también los sábados, trabajaba en un estudio de abogados. Marisa, el verano ese, cuando en una noche de Carnaval en el club Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque donde la sacó a bailar, le tiró papel picado y le contó vida y milagros de su inventada carrera y ocupación, se quería acostumbrar a pensar que se le había terminado la escuela secundaria, que iba a empezar su carrera más ambicionada desde que, de chica, jugaba con las amigas y prima o cuando no estaban disponibles, con muñecas, a enseñarles a leer, escribir, dibujar en el pizarrón, con buena letra, todas las del abecedario, sumar, restar, multiplicar y dividir por dos. Se le juntaban entonces las que, por llamarlas de alguna manera, eran las grandes esperanzas, tener una carrera y un novio como la gente. No le importaba pasarse la mayor parte de los sábados mirando la televisión porque siempre, a la noche, daban alguna película que le gustaba, tampoco ir al cine con alguna amiga desocupada, esperando con la felicidad a despuntar, el domingo a la tarde para verlo, cansado siempre con tanto trabajo y caminar por alguna plaza o sentarse en un tronco al lado del lago de Palermo donde él empezaba a acercarse al mismo tiempo que se iba haciendo de noche.
El problema era que ni bien se le iba acercando, para ella se deshacía la belleza del lago lleno de algas verde oscuro enredadas y barrosas con basuritas en la superficie, del cielo esplendoroso lleno de estrellas recién nacidas mojadas de un agua inversamente limpia a la del lago en que se reflejaban. Por más Carlos que fuera, no quería tanto acercamiento y un miedo de algo recóndito la ponía cada vez más dura, tan dura que cuando, ya en medio del otoño, finalmente se animó a ir a un departamento que el aprendiz de abogado consiguió prestado, y después de que eso, como decía la madre, eso, el hecho irreversible, pasara, si se puede decir que pasó para ella algo más que una oscuridad perdida, un peso sobre su cuerpo y un poco de molestia, allá, como también decía la madre, la dureza del cuerpo de Marisa había llegado al otro tan agrandada que, tirando la cabeza al costado para sacarse los pelos de la cara, no tuvo mejor frase que “me hubiera costado menos trabajo escalar el Himalaya”. Antes de ir, ella se había imaginado que era el día del casamiento, en secreto, sin vestido ni flores, ni marcha, ni gente, ni iglesia, furtivo, íntimo y sagrado, y, trataba de convencerse, por amor, menos porque de verdad el misterio de lo que el amor fuera se le hubiese revelado que para justificar ante Dios y Jesucristo, el acto que justifica todo, que todo perdona, que todo soporta, de lo cual lo último era lo más cierto. Se miró al espejo cuando fue al bañito a lavarse y sintió un olor que no le pareció feo para nada, y ahí se vio con cara de montaña alta y blanca y con una nube tapando la punta. Siguieron los sábados solitarios, pero ahora también los domingos, no porque este Carlos tuviera que trabajar o estudiar sino sencillamente porque no la llamaba más, y la distancia, otra vez, dibujó la imagen querida, pero no como la del destartalado Ricardo, un Carlos es un Carlos con canciones románticas y un lago al lado de una montaña menos alta y más blanda que el techo del mundo, blanda quiso ser entonces y para que le devolviera un disco, más pretexto no tenía y esperaba que desembocara en el dulce estar de los dos sin cascotes ni asperezas, le pidió que se encontraran. En la casa de él, solos, un sábado a la tarde, agarró el disco, le preguntó cómo estaba, remarcando bien las dos palabras para que al otro no se le escapara para nada lo que le quería decir, que ella era otra nueva y tierna, que se había sacado las piedras de encima, todo prado y hierbabuena, un trigal acomodado a la mano cariñosa del sembrador caricioso como el sol que las dora y delicado como el viento que las mece, así mismo fueron las palabras que había pensado tal vez se animaría a decirle y si no para ella le quedaban y bien cuando descartó llevarle un poema que le había hecho, un poema de amor medio chueco y sobre todo, sospechoso, se le antojó a ella, por los ti y tú que le había puesto. Cuando él le dijo sos tan transparente, a pesar de la mezcla de alegría y bronca que apenas sintió sobrevenirle porque lo de la transparencia era ni más ni menos que lo contrario que lo de retorcida que la madre siempre le andaba achacando, o el vos tenés el mate lleno de infelices ilusiones del padre, la poca vez que algo decía y encima con palabras prestadas, fue para ella la mejor prueba de que él, este Carlos, tenía una sensibilidad y una inteligencia tan tan grandes capaces de transparentar hasta las aguas atezadas del lago de Palermo. O sea que fue un elogio que la hizo llorar y quedarse sentada y quieta al borde de la cama de él hasta que vaya a saber si por remordimiento o lástima, le pasó la mano por el pelo, igual que se acaricia a un perro fiel y poco hábil mientras con voz bajita le decía me parece que soy medio hijo de puta con vos. Lo de medio le quedó partido como los fines de semana. Y más partido le quedó el mismo medio de todo lo que ella esperaba encontrar en la blandura apenas adquirida, cuando al final, en tren de confiarse y no ser medio sino, para ella, en ese momento, del todo hijo de puta, le contó que ni estudiaba Derecho ni trabajaba en un estudio, nada más ayudaba al padre en la fábrica de muebles de cocina, todo la decepcionó un poco pero no la tiró abajo, pero sí se hizo desmoronamiento puro, cascotes venidos al suelo, cuando oyó la final confesión del amado reconvertido en carpintero y ligeramente mentiroso, de que hacía mínimo dos años que estaba completamente enamorado de Nora y que lo del Carnaval pasó porque esta Nora se había ido de vacaciones con unas amigas y él pensaba que lo había abandonado y se sentía solo, y para más siguió con que no dejaba de besar el suelo que su Nora esta pisaba, con esas mismas palabras se lo dijo, un asco en realidad, andar besando el piso, se le ocurrió a Marisa para espantarse el pensamiento de que todos esos días alargados, había estado más que cuando soñaba con el amor inventado de nombre feo, viviendo en una realidad puro sueño y desvarío. Fue una especie de experimento lo tuyo, y creo que el conejo de Indias se está rebelando, terminó el besador de pisos. Que se podía dedicar en vez de a mueblero a naturalista fue lo menos que le pudo decir con Himalaya y conejo mientras agarraba el disco, partido en los pedazos que pudo romper ni bien salió de la casa del Carlos pájaro carpintero que le había picoteado la carne y el alma.
Algo quedó perdido, negro como el disco destrozado y desparramado en el cordón de una vereda, y persistió una irrealidad que flotante separaba lo que todos los días seguía con su contundencia de costumbre del lugar secreto y de noche en que repasaba no los libros ni los apuntes sino esa serie de hechos que le daban, con la certeza de algo efectivamente ocurrido, el convencimiento de que su destino no sería otro que la pura soledad y la completa ignorancia de lo que el enamoramiento y la pasión fueran, eso que se notaba era tan importante como para que los amantes se siguieran queriendo por más que una montaña alta o una fauna de la selva los separara. Y terminó de estudiar sin más que algún que otro encuentro que jamás se atrevió a llamar ni fue noviazgo, como esos que en sus compañeros se iban convirtiendo en compromiso y casamientos a los que iba no tanto por la amistad o la fiesta sino para ver si algún gesto, alguna palabra o cualquier otro indicio, le daba la pista de cómo era la cosa sin que pudiera, al cabo de dos años y después de sacar varias veces el anillo de las tortas emperifolladas de azúcar blanca y rematadas por la parejita de muñequitos felices, encontrar aparte de unas camas desechas sin satisfacción que justificara el revuelto, olores varios y piernas duras apretándose contra las de ella en alguna pista de un boliche, el meollo del eso tan temido por la madre y fingidamente ignorado por el padre y aullado no sólo en los respectivos silencios y miradas de soslayo sino también en el medio de las noches igual de oscuras y empantanadas que el lago de Palermo y el disco flotando en el cordón de la vereda.
Y aun así, aun así, la ilusión no se iba, la soledad era mucha y se acomodaba en la esperanza de seguir buscando la explicación. En una reunión de la escuela se quedó charlando con el padre de uno de los chicos, tomaron un café, se empezaron a ver más o menos seguido mientras la madre muda le gritaba que ese tipo la estaba queriendo usar porque ella no era más que una pobre chica sin experiencia ni gracia ni belleza, y él, más grande, corrido y separado, no iba a hacer otra cosa que darse el gusto y dejarla. Dejarla la dejó, cuando ella no quiso seguir con él no porque la quisiera usar para eso, sino cuando una vez la llevó a una fiesta llena de gente que a Marisa no le gustó para nada y al revés de lo aprendido, en confianza con este hombre del que a ciencia cierta no podía decir que estuviera enamorada, pero que le gustaba porque feo no era, porque le hablaba lindo y de los más variados e interesantes temas y ella, puro oído, le escuchaba historias muy distintas de las que siempre aparecían en la escuela, en el almacén y con los parientes y vecinos, le largó ni bien se fueron de la especial fiesta, “tus amigos están parados en la loma”. Que a él le dio asco oírla, o si ya venía torcido por la ropa que se había puesto Marisa y que no pegaba en lo más mínimo con la de las otras mujeres de la fiesta, o si lamentaba haber querido hacer esa aventura de ir a mostrarla para lo que fuera que quisiera hacerle ver a la gente esa, Marisa no supo ni se le ocurrieron tantas probabilidades, nada más algo de todo eso estuvo entremezclado en una intuición rápida a la que no podía ponerle palabras definidas pero sí sentir el mismo asco por él y de paso, por todos los que estaban ahí contando que si iban, habían ido, volvían o estaban por ir a unas ciudades, teatros, cines, galerías, y cuántos lugares ya ni se acordaba pero le pareció una exposición de postales en las que cada uno pintaba, sobre el paisaje de fondo, su propia cara estúpida de gente de mundo y enterada y experta en todo, y más que todo eso, de por sí bastante idiota, como Marisa no le dejó de hacer saber al acompañante, pintaba en ese retrato brilloso la miseria de alma disfrazada con puras ironías y risas cínicas. Como si fueran, le dijo Marisa, papagayos endomingados, de recargados que están. Y más se me parecen a los nuevos ricos del barrio que me conozco de memoria y tengo más que suficiente. De dónde le salió a Marisa esa comparación no se le ocurría al tipo, y se lo quiso preguntar, pero se la aguantó para que no creyera que le daba la menor importancia a cualquier cosa que esta maestrita dijera, aunque de casualidad, y no otra cosa podría ser, algo de veras digno de ser analizado, saliera de esa boca que comunicaba directamente con un inconsciente poco estructurado.


Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2006.


Tirante, Río de la PlataEclipse De Amor (dientes, paredes arrugadas); las novelas El Inglés Presagio, el ensayoEl saber poético. La poesía de José Lezama Lima, entre otros. Publicó poemas y ensayos en revistas y capítulos de libros en Argentina, Chile, Cuba, España, Estados Unidos, Francia, México y Uruguay, y realizó numerosas antologías poéticas con estudios preliminares. Participó en coloquios, congresos, encuentros poéticos y lecturas en el país y el extranjero. Traduce literatura en lengua inglesa, entre otros títulos:Irlandeses, Algunas historias de la era del jazz, Antología del cuento norteamericano. Fue becaria de la Universidad de Buenos Aires, y obtuvo la beca de ILE (Ireland Literature Exchange) en 2007 para realizar estudios literarios en Dublin. Colaboró en revistas y periódicos:Página 12ClarínEl Cronista ComercialPerfilEl País de Montevideo y la Agencia Télam. Actualmente escribe en Caras y Caretas. Es doctora en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como profesora, investigadora. Coordina el Espacio Literario Juan L. Ortiz en el Centro Cultural de la Cooperación. Integra la Consejo de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, es miembro del Miembro del Comité Asesor de la Colección de Ensayo Amaru de las Ediciones El Santo Oficio (Lima, Lima-New York) y de la revista “Dodó”









09 diciembre, 2007

Ana María del Río Correa (Chile, 1948)


Gato por liebre

Ese día de semana, todas las mujeres amanecieron distintas. En vez del pelo amarrado en dos riendas, en dos trenzas milenarias y calladas, despertaron todas de pelo corto, enarbolado en rizos feroces.
Pero no fue sólo el pelo.
No hicieron desayuno ni las otras cosas que deberían haber hecho.
Nadie sabía qué les pasaba.

*
No es cosa de chiste con nosotras las loceras de aquí. Sobre todo, después que nos hemos quedado sin hombres. Bueno, que antes ya los hombres se andaban cada uno por su lado, como hombres, decían ellos. Pero eso era de a épocas, en que les daba por irse a cosechar a donde el diablo perdió el poncho o cuando les daba por el dominó y el santa rita blanco helado con chirimoyas, los perlas. O esa vez, cuando les dio a todos porque los contrataran en la Torre de Babel, ese hotel de la entrada de la ciudad en que pasaban celebrándose matrimonios y ellos se contrataron para cantar, no querían más, ni miraban la greda. No les pagaron un cinco y se tuvieron que volver con los bolsillos planchados. Pero fue distinto esta vez porque se nos desaparecieron todos de un golpe y eso no es chiste. Antes por lo menos llegaban con la cabeza borrada en el poncho, mascullando puras chivas de un compadre, que le habían prestado la plata a él, decían. Les hacíamos la desconocida unos días, dando portazos hasta que se nos quitaba. Pero ahora, no sé, da no sé qué. No tanto por el trabajo, porque nosotras mismas podemos lo más bien pisar la greda, sino por lo otro, lo de mirar a lo lejos y ver que no viene nadie a silenciar las ollas. Bueno, que igual la greda está saliendo bien mala ahora último, flatulenta, llena de pedos, hay que amasarla el doble y parece que se encabritara en las manos, arisca, como empalada.

*
Como si fuéramos viudas de gente que estuviera a punto de aparecer, a los días les nacen unos furúnculos, una se aferra desesperada a la esperanza, todas hacemos cola en el edificio de Comunicaciones por si acaso ha llegado alguna noticia sobre ellos. Nos contestan siempre lo mismo. No hay nada. No están en las comisarías, nosotras creíamos que ahí habían ido a parar, por revoltosos y buenos para la guitarra y la mocha, pero no.

*
Bueno, ¿cómo es la cosa?, ¿quién fue el que se los llevó, hablando así, a calzón quitado? Ni idea, como si se hubieran puesto de acuerdo para desaparecer; justo ahora que hay tantísimo que hacer, se vienen las fiestas y había que ir a sacar greda al cerro, se van, los frescos, y no dejan dirección.

*
El otro día, en la noche, en la casa de la Colorada Grande, locera vieja de aquí, empezó la cuestión de que tal vez los hubieran tomado detenidos. Porque ese mismo día, justo después de que andábamos todas por el cerro sacando hierbas para los empachos y las sandías calientes y los gatos enamorados que no dejan dormir, ahí fue cuando a la vuelta no los vimos más. Pero nada, ¿me entiende?, ni una mala palabra de adiós, ni una seña, no se llevaron ni los zapatos de vestir, nada.

*
Nosotras cuando vemos esas cosas siempre pensamos en tomatera colectiva, debe haber sido el Piojo Celedón, dijimos, que siempre anda cargoseándolos para ir a tomar al pueblo del lado, donde los dueños de boliche los conocen de recién nacidos, claro que igual no les fían y les dan todo lo que pidan siempre que muestren el billete, pero ellos son los reyes para entrar en confianza y terminar llorando en el mesón con el dueño agarrado de la pera.
Pero después de las dos semanas dejamos de pensar en eso y empezamos a preocuparnos, porque no podía ser que hubieran decidido correr mundo todos juntos, eso ninguna lo creía.
Las Coloradas, las tres hermanas, estaban rabiosas y dijeron que se atrevieran a aparecer, a ver cómo los iban a recibir, a trancazos, y que no los dejarían entrar más, que los botaban de la casa, total, ni falta que les hacían, que ellas se las podían arreglar lo más bien solas porque desde hacía tiempo venían haciendo todo el trabajo, incluso había desaparecido también el niño, inconscientes, decían las Coloradas, como se les ocurre llevárselo a sus vicios para echarlo a perder desde cabro, eso decían las Coloradas al principio.

*
Pero después ya no decían eso y andaban, como todas nosotras, buscando el silbido con que llegan los hombres a casa cuando han estado lejos un tiempo sin avisar, ese silbido despreocupado, como si sólo hubieran pasado unas horas, diciendo que tanto escándalo armamos nosotras, mujeres, nada peor que las mujeres, y etcétera.
Pero no estaba el silbido tampoco. Ojalá. Ya les habíamos perdonado esa borrachera, pero nada.

*
Parece que después vinimos a descubrir que alguien se los había llevado a la fuerza, aunque yo no me explico, porque al mío nadie le pone la mano encima así no más, fue boxeador cuando chico y casi llega a preclasificado, pero tuvo que ser mediero. La cosa fue que la Julia Vera se dio cuenta de que en su casa había unas sillas rotas. Nada que ver unas sillas rotas, porque el hombre de la Julia es carpintero, así es que las habría encolado, pero ésta estaba como de recién. Y después fue cuando la Colada, que le decimos así porque llegó después de nosotras, pero eso fue hace más años que la cresta, pero igual le quedó el nombre, la Colada y la señora Benavides, la más viejita, descubrieron que había ropas carbonizadas adentro del horno, con los botones derretidos, pero igual ellas los reconocieron porque para algo sirve pasar cosiendo botones de la ropa. No era de la ropa que llevaban puesta, gracias a Dios, pero igual, eran chaquetas familiares, había un olor en el humo, y era como si estuvieran ellos de nuevo. Queríamos llorar, pero no dijimos ni hicimos ni una cosa. Y ahí nos quedamos calladas todas y se nos quitó de golpe la rabia. Y las Coloradas se arrepintieron de haber pensado en la tranca.

*
La cosa es que el Bernardo O'Higgins de la plaza vino a ser el único hombre del pueblo después que nos quedamos sin hombres, parece mentira.

*
En las tardes, cuando el otoño se colaba por las uñas, era como si a todas nos hubieran olvidado la vida y la respiración, al mismo tiempo. Y dolía. Entonces era cuando se nos empalaba la masa de las hallullas y la greda, todo junto.

*
No es que hubiéramos parado de funcionar, hacíamos las cosas igual, ir al cerro a sacar la greda, prepararla, pisarla, todo; mojarla, amasarla para sacarle los suspiros inmensos que traía ahora, pero igual, era como si las cosas que hacíamos tuvieran un terrible eco dentro, que resonara, solo. Las manos se nos movían por la cuestión de la vida y el sol saliendo en las mañanas, pero nada más.
Bueno, igual íbamos a ver al Bernardo a la plaza, todas las tardes sentadito ahí en su silla de director supremo, con el respaldo cagado de codornices hasta la médula, pobre Bernardo, tiritaba, salió friolento, con dolor a los huesos, ni tomar mate podía, y yo digo también que ganas de pararse y ir a echar su meadita, pero era prócer y nada, tenía que estarse quieto mirando al horizonte o al futuro de la patria, algo así. Sobre todo cuando el pueblo está la mitad desocupado, por lo menos a mí también me pasa, como que aumentan al doble las ganas de mear, pero el Bernardo estaba como apernado desde el pasado Dieciocho y no se movía un ápice.

*
Porque habría sido bueno que el Bernardo nos hubiera podido echar una mano pisando la greda, debe ser bueno para eso, como es de fierro puro, pero no había caso.

*
La Silvia Ballesteros, justo esos días en que todo resonaba, vino a descubrir que estaba embarazada. Mala cueva, pensamos todas, pero igual, la felicitamos, hicimos sopaipillas. Sobraron.

*
Ayer descubrimos que alguien nos había choreado todos los sacos de guardar la greda mojada. Quizás cuando. Aunque todas sabíamos cuando.

*
La Eufemia, la locera que teje además como araña el hilo más finito para pañitos de espuma, dijo que a ella por vanagloriarse de que no se le escapaba hebra, se le habían escapado todos los hombres de la casa y le dijimos que no fuera tonta, porque estábamos todas en las mismas. Y le taponeamos las lágrimas con santa rita blanco, también, por que no, pus. Pero ahora la Colorada Chica no cantó De Piedra Ha De Ser Mi Cama.

*
Ayer nos subimos a la carreta para ir a vender las piezas, y no pusimos ninguna pieza, sino que nos subimos todas y fuimos al pueblo grande de aquí cerca a preguntar a las Comisarías. Todas nos hacíamos las indiferentes, pero llevábamos nuestro paquetito escondido con sánguches de arrollado y un suéter o frezada.
Todas nos volvimos con los paquetitos. Ninguna dijo nada.

*
Y a la vuelta fue lo bueno. Ahí estábamos nosotras, las de ese pueblo a media luz, todas loceras finas, amontonando las cantoras de todo el año al frente de cada puerta, ¿no ve que todas hacemos cantoras, de todas las layas?, por eso nos llaman el Pueblo de las Cantoras, bueno, Cantoras, Guitarreras les llaman otras, que tienen más tacitas de ponche y la greda más finita que todas las otras, mejor calidad, pero igual es artesanía igual que las Enanas, que hacen cocinitas diminutas, con los cacharritos del porte de una uña. Todas atravesando para la vereda del frente con el delantal lleno de piedras y apuntándoles a las piezas con los ojos primero y la desesperación después. No quedó ni una.
Parecía que el tiempo también se trizaba.
Una sola cantora dejamos, sí. Una que habíamos hecho hacía tiempo entre todas, una noche en que habíamos estado sin hombres también, no me acuerdo si fue en los meses de toma de duraznos, y en que todas nos habíamos entonado con chicha suavecita. Salió una cantora bien grande, de mirar terrible, como una giganta que nos protegiera. No era para la venta, tremenda cantora, parecía tinaja. Y se nos recoció, más encima. Dura, recocida, furiosa la Cantora, pocos se atrevían a mirarla de frente. Esa la dejamos a la entrada del pueblo. Por lo que pudiera suceder.

*
Por esos días fuimos a sacar greda para hacer algo. Por no dejar, porque ninguna habría podido fabricar ni una pieza. No sabíamos que nos pasaba. Estábamos muertas de frío y prendimos los hornos. Amasamos cantidades inmensas de greda, la mojábamos, la suavizábamos más y más, día tras día. Era como si el tiempo se hubiera convertido en esa montaña de greda que amasábamos con lo que tuviéramos, con los brazos, los pies, el cuerpo entero.
Rica la greda, como nunca. Hervía el montón de greda, sobada, casi como carne humana. Y métale a amasar más y más. Qué tontería, habría pensado cualquiera con la razón entre los hombros, y tendría razón, imposible hacer nada con esa mole tibia, moldeada una, una, una y otra vez. Las manos nos hervían y en la frente nos retumbaba a todas lo mismo.

*
El Bernardo O'Higgins desde su pedestal nos miraba. Tan bondadosa que tiene la cara este Bernardo de nosotras, no como otros que yo he visto, en otras plazas, que parece que se abalanzaran sobre la gente; este no, como un bisabuelo mío, que se sentaba a respirar la vida, como decía él.

*

Tal vez fue el Bernardo el que nos mandó la idea. No se sabe. Las tres Coloradas, cada una en su patio, la señora Benavides, que se levantó tempranito, también; la Silvia Ballesteros, aunque no se sentía bien, igual se fue para el taller. Todas. Hasta yo creo que empezamos a la misma hora. Y todas tuvimos la misma idea de cortarnos el pelo para trabajar. Bueno, era un trabajo duro. Pero era algo más también. Como de torcerle la mano a lo inevitable. Las trenzas eran para resignarse. El pelo corto, para luchar con dientes y uñas. Contra la ausencia.
Yo creo que ese día el sol se quedó mirándonos porque hizo más calor que la cresta.

*

Todas a la misma hora. Las de la Calle Larga, todas. Y las de la Calle Corta, y las de los pasajes con nombres de poetas muertos también, ¿no le digo que estábamos en cada patio haciendo lo mismo al mismo tiempo? A mí me hubiera gustado ir en un globo para verlo todo desde arriba, y el pueblo me hubiera sonado en los oídos como una tremenda palabra de greda rica.

*
El tiempo se arranó mientras trabajábamos. Estoy segura de que los calendarios se atrancaron y no dieron vuelta. Todo se estancó entre esos inmensos bolos de pasta hirviendo que se daban vuelta en cada casa, rescoldeándose entre nuestro frenesí hirviente.
Todas moldeamos, paso a paso, del tamaño que siempre los habíamos soñado, a nuestros hombres. Con sus propios hombros, sus espaldas, sus ademanes, sus dichos, su manera de abrir las puertas, ese leve aire de pregunta con que llegaban a comer, el color de los ojos, las arrugas entre las cejas, los dedos cansados, las manos partiendo el pan sobre la mesa, la paz de sus días buenos, sus sonrisas de cuando nos sonreían.
Como si nunca se hubieran ido.
La Colorada Grande hizo trampas, sí. Hizo al suyo un poquito más alto, porque a ella siempre le había gustado el Clar Geibel, un churro de su tiempo, parece.

*
Esa noche, los hornos de todo el pueblo se elevaron en la misma llamarada del alma de nuestros hombres que ya no se irán más.
Porque ahora somos un pueblo como debe ser, con hombres sentados a la puerta, mirando la tierra hinchada sin moverse de su casa, y nosotras, como siempre, claro, corriendo de arriba abajo, con el pan de la mañana, la greda, el lavado, la cazuela, la greda, la greda, rezongando porque, como siempre, nos toca hacer todo a nosotras.

*
La Cantora recocida, que la teníamos a la entrada del pueblo, por lo que pudiera suceder, pareció, entonces, lanzar un tremendo resuello de descanso.
Y nosotras también. Nos quedamos dormidas al lado de los hornos, donde a la mañana siguiente amanecieron todos los hombres tal cual. Se habían quedado sentados en las sillas, cuidándonos el descanso después de la pena negra.

*
El Bernardo O'Higgins ya no se revuelve incómodo en su sillón de director supremo. Por lo menos tiene con quien conversar, piensa y mira los portales de las casas donde otra vez están todos ellos.

de Génesis
Ed. Caos ediciones,Santiago de Chile,1995.

Escritora chilena de gran trayectoria. «Entreparéntesis» (1985), «Óxido de Carmen» (1986), «De golpe, Amalia en el umbral» (1991), «Tiempo que ladra» (1991), «Siete días de la señora K» (1993), «A tango abierto» (1996) y «La esfera media del aire» (1998).
Premio María Luisa Bombal 1986
Premio Letras de Oro Universidad de Miami 1991
Finalista Concurso Sor Juana Inés de la Cruz 1999
Premio Municipal de Santiago 2005

24 noviembre, 2007

Inès Arredondo -Culiacán, México, 1928 -

¨...Aguas, simples aguas, turbias y limpias, resacas rencorosas y remansos traslúcidos, sol y viento, piedras mansas en el fondo, semejantes a rebaños, destrucción, crímenes, pozos quietos, riberas fértiles, flores, pájaros y tormentas, fuerza, furia y contemplación. No salgas de tu ciudad. No vengas al país de los ríos. Nunca vuelvas a pensar en nosotros, ni en la locura. Y jamás se te ocurra dirigirnos un poco de amor... "
Inés Arredondo, de Río subterráneo

ORFANDAD

A Mario Camelo Arredondo

Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.
La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tendría que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba.
Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explico:
-Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.
Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.
-¡Qué bonita es!
-¡Mira qué ojos!
-¡Y ese pelo rubio y rizado!
Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.
Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes:
-¿Para qué salvó eso?
-Es francamente inhumano.
-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.
Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
-Verá usted que se puede hacer algo más con ella.
Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.
-Uno, dos, uno, dos.
Iba adelantando por turnos los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.
Todos rieron.
-¡Claro que se puede hacer algo más con ella!
-¡Resulta divertido¡
Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.
-Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿ Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamas.

LA MIRADA

A la Vita

Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.

Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.

Inés Arredondo fue de las pocas mujeres destacadas dentro de una corriente eminentemente masculina conocida como Generación de Medio Siglo: Tomás Segovia, Sergio Pitol, José de la Colina, Salvador Elizondo, Huberto Bátis, Juan Vicente Melo y Juan García Ponce. A los cuatro últimos los reúne una estética sin concesiones centrada en Eros y Tánatos, y con García Ponce, en particular, la unió una entrañable amistad y una empatía absoluta en cuanto a su visión del quehacer literario, amen de una pasión amorosa momentánea, inmediatamente posterior a su divorcio del poeta Tomás Segovia de quien, dicen las malas lenguas, no soportó que Juan Carlos Onetti, llegara a casa de los Segovia no en busca del gran poeta, sino de su esposa refundida en la cocina, la escritora mexicana Inés Arredondo por la que el narrador uruguayo dijo sentir gran admiración, "El comentario de Onetti—narra Claudia Albarrán, biógrafa de Inés —fue para ella sol de verano en medio de ese crudo invierno (el de su desdichado matrimonio); para Tomás y su ego, una despiadada tormenta de nieve." (Luna menguante, Vida y obra de Inés Arredondo, Juan Pablos, 2000). Junto con Melo, Bátis y García Ponce, la entonces joven divorciada con tres hijos pequeños conformó el ya legendario Taller de la Casa del Lago...

Peverciòn y belleza en la obra de Inés Arredondo, por Daniela Camacho.

15 noviembre, 2007

CRISTINA CIVALE (Bs As, 1960)


Perra virtual

Hacer la calle ya no rendía. Luz -así se había hecho llamar desde que abrazó la profesión, a los 14 años, cuando su profesor de educación física la desvirgó y ella supo, de una vez y para siempre, que hacer el amor era lo que más le gustaba en el mundo y que por hacerlo cobraría- estaba segura de que los clientes habitaban espacios invisibles, agazapados en sus casas-terminales, en busca de sexo-alivio. La conexión pasaba por sus computadoras.
Si de chica le hubiesen dicho que iba a rifar los últimos días de su juventud consiguiendo clientes vía charlas cibernéticas, le habría parecido el resultado de un sueño mal imaginado. Pero era así: jóvenes rugbiers, empresarios de laptop, políticos en ascenso, arquitectos y diseñadores gráficos, brokers con poco tiempo, liberales venidos a menos, nerds sin experiencia, estaban ahí, a un par de teclas de su computadora para, en menos de dos minutos, arreglar un encuentro, más tarde echarse un polvo y finalmente pagar en concreto.
Luz apenas podía creerlo. Cada tarde entre las cinco y las siete encendía su computadora, luego habilitaba su modem -que estaba previamente pautado para conectarse con un número que pertenecía a una prestigiosa red de usuarios- y luego de unos brevísimos segundos aparecía en su pantalla el programa por el que accedía a sus clientes que en sus terminales tenían, a su vez, equipos idénticamente configurados. Ella, entonces, no tenía más que mover el mouse, apretar una opción en el menú e inmediatamente sabía quiénes se encontraban en línea.
Luz elegía un nombre y lo invitaba a chatear. Antes de que pasara un minuto el cliente ya estaba marcando una cita virtual que inmediatamente se convertiría en real y rendidora. El chat era sensual y provocador; prometía lujuria y efímera felicidad a cambio de un tarifa razonable que no admitía cuotas. Cada día, la cuenta bancaria de Luz sumaba más y más y hasta había conseguido una tarjeta golden emitida por el mismo banco con el que sus clientes le pagaban. Ellos ingresaban en la computadora su número de tarjeta de crédito y hacían su pago, que era recibido por Luz semanalmente. Ella no quería recibir dinero de sus manos, la exasperaba el contacto con esos papeles sucios y manoseados. Así era Luz, algunas veces pudorosa y otras tantas, insolente. Pero más allá de todo, ahora estaba feliz.
Había podido abandonar el improducitivo errabundeo al que se había visto obligada a principios de los 90, cuando la depresión económica parecía amenazarlo todo, desde el cumplimiento del deseo más primitivo hasta el ejercicio de la prostitución. Sin embargo, Luz estuvo entre los privilegiados que encontraron una solución para garantizar su supervivencia: su cadena fabulosa y clandestina de levantes en la red.
Un cliente joven y real, completamente desesperado, pasó una larga noche con ella. Era su último día en el país. Había decidido emigrar a San Francisco en busca de una vida Había decidido emigrar a San Francisco en busca de una vida más digna y sobre todo, más próspera. El joven, Luz recordó por fin que se llamaba Jerónimo, sin saber muy bien por qué, le hizo llegar al día siguiente, en un envío puerta a puerta, su computadora, su modem y todo un cablerío. Luz, entre manuales y torpezas, tardó tres días en entender de qué se trataba, pero cuando lo logró, le sacó sus frutos. Se abonó a una red de usuarios de alto poder adquisitivo, se convirtió por medio del pago de una alta cuota de ingreso en otra socia privilegiada y fue de allí de dónde extrajo la flor y nata de su clientela.
Luz era una prostituta con gustos muy estrictos, que a veces parecían rituales. Devoraba novelas policiales y, puede sonar raro, pero leía a Chandler. Adoraba ir al cine por la tarde, especialmente a la primera función al cincuenta por ciento. Detestaba a Quentin Tarantino pero veía sin discriminar toda película en la que apareciera John Travolta o Michelle Pfeiffer, a quien admiraba incondicionalmente. Pero eso sí, nunca la imitaba. Luz tenía su propio estilo. Su pelo era negro y lacio y le caía hasta los hombros en una melena despareja. Los ojos tenían el color de su ánimo: coleccionaba lentes de contacto. Era tan flaca que algunas veces parecía transparente y otras, etérea. Siempre iba vestida de negro y se había tatuado un lunar en el nacimiento del pecho. Su único detalle de color era un anillo de rubí falso engarzado en oro que llevaba en su meñique izquierdo. Parecía bulímica pero podía darse el lujo de comer sin engordar. Su menú diario consistía en cuatro porciones de pizza de masa gruesa y vaporosa con queso gruyere, salmón crudo y rúcula. Usaba cremas que prometaían retardar el efecto del envejecimiento, se afeitaba las piernas y las axilas con una maquinita que respetaba los contornos del cuerpo y sobre todo le gustaba mucho la música, siempre portaba en su walkman cassettes de Sarah Vaughan y Billie Holiday. Every time you say good bye, incluso, la hacía llorar hasta el agotamiento porque finalmente, Luz, era una romántica.
El mayor riesgo que corría con cada uno de sus clientes no era contraer alguna enfermedad. El uso estricto de condones la ponían fuera de ese peligro. Detrás de cada cliente, Luz creía encontrar, siempre por un segundo, al hombre de su vida, pero lo mejor era que al segundo siguiente, lo olvidaba. No era conveniente ni bien visto enamorarse de un cliente y Luz sabía eso y más: el amor y el dinero no podían mezclarse y muchas veces entre sudores y jadeos podía olfatear o escuchar secreciones de amor. Era algo de lo que tenía que cuidarse porque para Luz el amor rankeaba primero, el sexo estaba después. No podía confundirse y por eso trabajaba con un ascetismo que podía parecer exagerado. Cada vez practicaba un pequeño y riguroso ritual. Obligaba a sus clientes a guardar silencio y los rociaba con su propio perfume como para que ninguna palabra u olor ajenos pudiesen perturbarla. Así también era ella, intensa y leve a la vez. En el segundo que amaba, era capaz de darlo todo a cambio de nada; en el segundo que olvidaba, medía sus caricias en pesos y centavos y no regalaba ni un beso inocente en la mejilla. La incomodaba ser generosa y mucho menos perder plata.
Fue de un modo inesperado como Luz detectó la llegada de un nuevo abonado a la red. Su doble apellido la impresionó. No por la cuestión de que los apellidos fuesen dos, sino por la sonoridad. Esos apellidos le hacían recordar a un personaje de Chandler y a un tema de Billie Holiday. No tenían nada que ver pero Luz solía vivir confundida y en el medio de esa confusión y de esos sonidos creyó entrever el amor, pero un amor duradero, de más de un segundo. Desde que leyó ese nombre supo que de él iba a enamorarse, del nombre y de quien así se llamase. La llegada de Aquiles García de Andina a su computadora y a su vida la transtornaron de un modo impredecible, extrañamente inofensivo. Luz podía sentirse pequeña aunque avanzara con los pasos despiadados de un gigante.
Luz siempre guardaba todos sus chats, eran como un seguro de vida. Con los de García de Andina la actitud fue, desde el principio, distinta. El registro de las dos únicas conversaciones se convirtió en su fetiche más preciado junto a la foto de su madre muerta y a un relicario heredado. Cuando García de Andina pasó a ser un recuerdo polvoriento, los imprimió y dedicó muchas horas de sus días a leerlos con devoción, buscando cada vez un nuevo significado y sobre todo, alguna velada declaración de amor.
El primer contacto fue más o menos así. Luz se conectó a su programa habitual, con el mouse fue a la lista de usuarios en servicio y allí leyó que Aquiles García de Andina estaba en línea. Marcó su nombre y lo invitó a chatear. Aquiles aceptó en seguida y Luz se emocionó pero él, por supuesto, nunca se enteró. Era el verano del 96. Era enero. El chat fue tan balbuceante y sin sincronía, como cualquiera. Sin embargo, para Luz esas palabras sellaron el comienzo de algo que, imaginaba, sería fabuloso.

Luz: ¡Qué honor!
García de Andina: El mío.
Luz: Quiero saber quién es.
García de Andina: ¿Quién?
Luz: Estoy exagerando...
Luz: Usted.
García de Andina: Aquiles, 33, abogado...
Luz: ¿Qué más?
García de Andina: 1,75, 75K, soltero, ...
Luz: ¡Cuánto 75!
Luz: ¿Dónde vive? Zona...
García de Andina: Ermitaño, Arroyo y Suipacha,
Luz: lindo barrio.
García de Andina: noctámbulo...
Luz: ermitaño por decisión o desesperación,
García de Andina: por opción,
Luz: mmmm
García de Andina: ¿mmmm?
Luz: ¿Se mira al espejo y se gusta?
García de Andina: Sí.
Luz: guauuuu qué estima...!
Luz: no estoy sobria
García de Andina: No importa. Léa... así soy yo: autoritario, egoísta, y ligeramente monárquico...
Luz: interesante para la guerra
García de Andina: ¿guerra?
Luz: Sí, intercambio no pacífico de puntos de vista, etc.
García de Andina: ¿Sin armas?
Luz: poniendo lo más ácido de nuestras elucubraciones
García de Andina: Sí, eso me gusta, ...
Luz: Vamos a pelear
García de Andina: Odio el comunismo... Amo a la Coca Cola y las hamburguesas Burger King
Luz: Me gusta el gin tonic. No como carne. No tengo ideología y quiero conocerlo....
García de Andina: Cuando quiera.
Luz: Ahora mismo estoy libre...
García de Andina: Su casa o la mía...
Luz: Usted elige. A domicilio: 300. En mi casa 250 ,sin bebidas ...
García de Andina: Perdón...
Luz: Relea... Tómese su tiempo y va a ir entendiendo. Cualquier cosa, corto.
García de Andina:...
Luz:¿¿??
García de Andina: Suipacha 1132 8o. 19. La espero en una hora.
Luz: Allí estaré. Una última cosa.
García de Andina: ¿Sí?
Luz: Sólo acepto tarjetas de crédito.

Luz le puso el protector a su pantalla, unas estrellitas que daban la sensación de viajar al espacio infinito, y empezó a prepararse para la gran cita. Eligió un vestido negro, de cuello alto y falda larga que marcaba su figura huesuda y, especialmente, el prodigioso tamaño de sus pezones. Se calzó un par de zapatillas blancas con plataforma. Se engominó el pelo y estuvo una hora delinéandose los labios, tratando de convertir su boca en una pulpa deliciosa. Se echó dos exactas gotas de un perfume ácido y varonil en el cuello, tomó las llaves de su auto y salió sin cartera.
Aquiles García de Andina parecía vivir en un viejo edificio Bencich. Luz consiguió estacionamiento en la puerta y se bajó. Alisó su vestido y calmó su ansiedad tomando un trago de ginebra de la petaca que siempre llevaba en su guantera. Trazó millones de planes antes de tocar el timbre y hasta pensó que a lo mejor no le cobraría a García de Andina. Su mano entera se apoyó contra el timbre y lo tocó con furia y deseo. Nadie contestó. Luz, sin inmutarse, insistió. Otra vez no hubo respuesta. Hizo un último intento. No quería pensar en los malos presagios. El cielo estaba limpio y la luna llena. Nada malo podía estar pasando. Revisó la dirección y el horario y todo estaba correcto. Esperó unos segundos sin saber qué hacer y cuando supo, pateó la puerta hasta lastimarse las rodillas. Apareció el portero y le aseguró que allí no vivía ningún Aquiles García de Andina ni nunca había vivido. Luz no contaba con eso y se desmoronó. Pero su amor, arbitrario y ahora nada fugaz, no murió en ese instante. Se agrandó y cobró el tamaño de una obsesión.
Luz manejó a toda velocidad hasta su casa y al entrar se arrojó sobre la computadora. Se conectó y esperó como una enamoraba infeliz la aparición de Aquiles García de Andina. Esperó durante cuatro horas. Ya amanecía. Cuando estaba por despuntar el primer rayo de sol, García de Andina también se conectó y esta vez fue él quien la invitó a chatear. Luz, vislumbrando las disculpas, aceptó sin dudarlo.

García de Andina: ¿Qué pasó?
Luz: No estabas... El portero me dijo...que no vivías ahi...
García de Andina: ¿Dónde?
Luz: En la dirección que me diste
García de Andina: sí que vivo...
Luz: No entiendo...
García de Andina: El portero es un idiota..
Luz: Ajá...
García de Andina: Volvé... No aguanto...
Luz: Ok. Esperáme en la puerta.


Luz no dudó ni por un segundo que Aquiles García de Andina le estaba diciendo la verdad. Sin mirarse al espejo, volvió a tomar sus llaves y a manejar por las calles que ahora estaban empezando a llenarse de autobuses, taxis y personas yendo hacia sus trabajos reales. Estacionó en el mismo lugar. Un chico de 15 años la estaba esperando en la puerta. Luz tardó un segundo en darse cuenta y, con temor, le preguntó si él era Aquiles García de Andina. El chico con un movimiento de cabeza le dijo que no. Sin hablarle la guió hasta el ascensor y subieron el trayecto en un tranquilo silencio. Luz no quería imaginar nada, ni sacar conclusiones. Sólo esperaba encontrarse de una vez con su amado Aquiles García de Andina y hacerle el amor como nunca se lo había hecho a nadie. Su bombacha empezaba a humedecerse. El ascensor se detuvo y el chico la guió en silencio hacia el departamento. Con una llave que parecía propia abrió la puerta. Luz no entendió lo que vio. Otros cuatro chicos de la edad del primero la estaban esperando y apenas puso un pie en el departamento, uno de ellos, de piel blanquísima y pelo dorado hasta la cintura, se acercó a un centímetro de su boca y le dijo: “Nosotros somos Aquiles García de Andina”. Luego se retiró y se alineó junto a los otros, todos tan parecidos a él que podrían haber sido sus clones. Lo único que hicieron fue contemplarla, siempre en silencio, como si las escasas palabras que pudiesen transmitir proviniesen del tecleo ante sus computadoras. Eran vírgenes. Luz pudo olerlo y su olfato nunca fallaba. Después lo comprobó. Estaban de pie y Luz se les acercó y los tanteó. Buscó un lugar privado y los hizo pasar de a uno por vez. Con los ojos cerrados hizo el amor con cada uno de ellos y trató que ninguno notase como una única lágrima le rodaba por la mejilla, creando una recta perfecta que terminaba en su mentón que ahora temblaba. Luz no sabía si era miedo o dolor. No hubo sonidos. Nadie gimió ni emitió alaridos. Sus orgasmos fueron silenciosos, cautos y por supuesto protegidos por el latex de condones color piel. Los chicos le pagaron lo convenido y todos mantuvieron el ritual de silencio hasta que Luz traspuso la puerta, la cerró y esperó el ascensor. Sólo entonces unas carcajadas de hiena lastimaron sus oídos y cuando los chicos terminaron de reír hasta quedar ahogados, tirados sobre el piso, Luz ya estaba en su casa desarmando el monitor de su computadora, desnuda y abatida, buscando allí dentro a su hombre perdido. En alguna parte tendría que estar Aquiles García de Andina. No había sido un sueño. Había sido.


del libro "Perra virtual",publicado por Planeta en 1998




Cristina Civale nació en Buenos Aires en 1960. En 1980 se recibió de Licenciada en Periodismo de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa de Buenos Aires y en 1985 de Licenciada en Letras Modernas en la Universidad de Buenos Aires. Realizó estudios cinematográficos en Buenos Aires y La Habana.
Colaboró con las revistas Noticias, El Periodista, Satiricón y el Periscopio, entre otras. Dirigió cortometrajes de ficción y documentales entre los que se destaca "Psicodelica Star: una aproximación íntima a Fito Páez y a la creación de una de sus obras". Trabajó como productora de TV en la miniserie "Desde adentro", ganadora de tres Martín Fierro.
Actualmente trabaja como guionista de cine y televisión. Para esta última escribió recientemente los ciclos "De poeta y de loco" y "Laura y Zoe", emitidos por Canal 13 de Buenos Aires. Y para la gran pantalla "Un asunto privado" -opera prima de Imanol Arias- y "Un argentino en Nueva York" -de Juan Jose Jusid, entre otras.
Tambien se desempeña como docente de la Universidad de Buenos Aires, siendo adjunta de la materia Diseño Audiovisual de la carrera Imagen y Sonido.
Referente a su labor literaria, publicó en 1993 Hijos de mala madre (Editorial Sudamericana), un ensayo sobre la generación de los treintaypico, y Chica Fácil (Editorial Espasa Calpe) es su primer libro de cuentos, finalista del concurso "La sonrisa vertical 1995", organizado por la Editorial Tusquets, de Barcelona. Perra Virtual, su nuevo compedio de relatos, aparececió en 1998.

16 octubre, 2007

Elvira Orphée

"Lo que ellos llaman tortura pertenece a un orden sobrenatural,
como el cielo o el infierno." 


CAPITULO 1: CEREMONIA

El petardo estalló en la Plaza de Mayo y nosotros encontramos a los culpables en menos que se dice Santo Pilato te ato la cola y no te desato. ¡Compadritos!
El sol en la Sección Especial es medio ciego. Pero en algunos puntos de la ciudad el crepúsculo estaba flameando como polvareda del Chacho en los Colorados. Y de ahí venían los del petardo, de ese atardecer a nuestras piezas ciegas. También venía de afuera el oficial Winkel, todavía bañado de poniente, con un río de luz derramándosele por el lomo largo y los cabellos rojizos. Nos habló así:
—Cumplir con su deber cualquiera cumple. A la gloria y al ascenso no hay sólo que buscarlos, hay que encontrarlos. Están permitidos todos los métodos para perfeccionar a la mejor del mundo. Semáforo verde a la imaginación. Inventen. A estos desperdicios hay que mostrarles que presentimiento de traidor se cumple siempre.
Varios fueron los jefes que tuve. Sólo Winkel dejaba las manos a los costados del pantalón, marciales. ¿Las de otros? Daba risa ver cómo arrugaban el aire. Si es que no lo recorrían con ademanes regordetes cargados de indecencia.
Yo conocí los métodos del gordo Tabañal y los cambiadizos de Sombira, tan revoloteador él. No conocía los de Winkel. Tampoco los conocí esa noche. Pero cuando me llegó el momento de entrar en el cuarto misterioso o cuarto amarillo como quiera llamársele, para mí, para cualquiera de los que estuvieron allí, será inolvidable la imagen del oficial Winkel, acunándose suavemente de los talones a las puntas de los pies, de la punta de los talones. Acunándose, hipnotizado. ¿Por qué si no por el cumplimiento de su misión? Limpio, limpísimo, reluciente. Su aire de voluntad, de deber, de presentido triunfo, qué sé yo, lo limpiaban más que el jabón y el agua. Y a propósito de limpieza, en cuanto vio los algodones manchados de granate señaló el suelo.
—Afuera esa porquería.
Cajoncito dijo:
—No tuvimos tiempo de sacarlos. Ni intención —hizo un guiño para que Winkel entendiera.
Y Winkel entendió.
—Yo no sé quién da esas órdenes cretinas. Los sentidos deben funcionar aquí, todos, menos la vista. ¿Entonces?
Cajoncito no se iba a quedar sin contestar.
—Entendido, mi oficial principal. Pero nos dicen que cuando los tipos entren mejor dejarlos ver.
—Ya deberían venir vendados. No deben ver los ojos aquí dentro. Ni dónde están exactamente ni quiénes somos. El trabajo tiene que ser perfecto. Engordar el miedo, sí, pero no en medio de la porquería.
Eso dijo y salió, blanco de desprecio. Cajoncito rezongaba mirando al piso:
—Andá a entender. ¿No te encargan acaso que dejés en el camino cualquier cosa que sirva para enloquecerlos de entrada?
La lamparita colgada del techo en medio de la pieza mandaba rayos oblicuos desde su visera verde. Nos pusimos en círculo, cada uno al final de un rayo luminoso. Detrás del círculo la oscuridad nos tanteaba las espaldas. Todavía no había asomado ninguno de los otros jefes. Pero en la mesa, justo bajo la bombita de luz, estaba artísticamente colocado el hombre. Ojos vendados como corresponde, ropa sacada en parte. La que le quedaba se la subimos por donde se la teníamos que subir, descubriendo pequeñeces que hicieron decir a Roque Abud:
—Un angelote.
Los muchachos se rieron en sordina. Lo estaqueamos que ni Tupac Amarú. El empezó a salir de su aturdimiento o desmayo.
—Yo digo que éste ha de ser enfermo del hígado. Mirá qué color tiene. Por algún golpecito que habrá recibido de propina.
El Kalisay le estaba examinando la panza un poco machucada. Cajoncito, con los bigotes que se le movían divertidos, se sentó a caballo sobre una silla y corcoveó para imitar lo que iba a hacer el estaqueado dentro de un rato. Disfrazando la voz dijo, chillón:
—Te hará acordar de otros corcoveos, pibe.
El de la camilla ya estaba consciente.
De repente la oscuridad ondeó como un tul detrás de nosotros. Era el aire que movía el gordo Tabañal al entrar. Él habló sin fingir la voz:
—Ah, otro estudiantito. Si no larga el rollo lo empalamos.
Lo deletreó bien para que nadie se confundiera sobre lo que le esperaba, y menos que nadie el interesado. Vino a colocarse junto a nosotros bajo la bombita, tormentosamente pálido. Tan gordo y tan pálido, color de grasa. En seguida dio la orden: diez. Las descargas cosquillearon el cuerpo con una testarudez un poco bromista, como la nuestra, haciéndole dar golpecitos telegráficos. Nos fuimos a los diez puntos. Empezaron los golpes de lastimar canguros. Cajoncito estaba para aguantarlo al preso, sentado sobre sus rodillas, no se fuera a hacer nana.
—Un verdadero Sacco y Vanzetto —dijo Roque Abud moviendo la cabeza, descorazonado por la terquedad del estudiante. Lo espiaba en su nuevo desmayo, sacada la venda de los ojos, le tocaba la sangre que le corría por la boca. Ni veinte minutos había aguantado, en seguida se derritió por todos lados y estaba blanqueando el ojo.
Tabañal se inclinó sobre la camilla, los pechos como zapallitos bajo la camisa. Después se enderezó y alargó un brazo hacia atrás. Alguien le alcanzó el saco.
—Salgo. Nadie lo reanime. Lo reanimaré yo cuando vuelva —y se acarició los hoyuelos de su puño de próspero lactante.
Y ahí nos quedamos aburridos. Según la orden no podíamos entretenernos en tocar al desmayado. ¿Qué íbamos a hacer? Quedarnos quietos, respirar el aire de segunda mano del cuarto, gorgotear aburrimiento. Cajoncito se puso a silbar Amores de estudiante y se cansó en seguida. El aludido no lo podía oír.
Nosotros soñábamos, y los ojos nos desaparecían, como los de las estatuas, mirando para adentro.
Yo adentro miraba La Rioja lejana que ardía de frío en la noche de junio. Bajo las estrellas heladas la tierra de La Rioja estaba presintiendo el temblor. Los de mi casa estarían tiritando sobre camas vencidas y, por los huecos que llaman ventanas, mirarían el cielo de seda, de plata. En La Rioja, las temibles estrellas frías con latidos de corazón estarían sembrando el cielo de señales de temblor. Un cielo muy puro, muy de seda, unas estrellas muy heladas, diría la gente y se callaría, sabiendo que son así las noches de temblor.
Mientras La Rioja lenta estaba ardiendo lujosamente de frío, Tabañal volvía a la desnuda Sección Especial, sin lujos. La grasa próspera de los hoyuelos se derritió alrededor de los huesos apenas cerró el puño, pero le quedó en las ancas inclinadas que se sacudían con los golpes. Los golpes caían fuertes sobre el estudiante que, desmayado o despierto, seguía moviendo la cabeza para decir no.
—No ¿qué? —preguntó Tabañal—. ¿No podés? ¿No querés? ¿No sabés?
Y se le puso la cara como jamón cocido, con el mismo color y las mismas vetas pálidas. Lo enardecía, seguro, un fuego de sol interno que desde sus tripas grasientas hasta los puños lo volvía un mediodía de candente ferocidad. En esas ocasiones era cuando Roque Abud secreteaba:
—Che, ¿a éste le gusta, o qué?
Al fin hubo un largo suspiro y quedó como cansado. Retiró su bolsa de intestinos del borde de la mesa y mostró un semblante vuelto a la palidez y al apaciguamiento.
—Llévenlo.
La lamparita chorreaba sobre los miembros despatarrados del estudiante. Lo agarramos de brazos y piernas y lo llevamos por corredores de luz macilenta que hería lo mismo nuestros ojos ardidos de humo y de insomnio. ¡Y la noche sólo empezaba! Pasamos por puertas metálicas que conducían a las piezas secretas y en una depositamos el fardo, con el suelo de colchón y los zapatos de almohada.
—Buen provecho —le dijo Cajoncito y se palmeó los ojos delicadamente para consolarlos por el poquito de tiempo que tendrían que esperar todavía antes de poder cerrarse.
Mientras Cajoncito mimaba a sus ojos, prometiéndoles que el trabajo se acabaría pronto, entró Sombira de golpe, hasta con el sobretodo trastornado. Traía a un hombre en son de amistad, no de otra cosa. La cara del hombre me golpeó adentro, me dio como ansiedad. ¿No la había visto en algún sitio borroso? Parecía como la palabra que ya sale y no sale, yo parecía estar callado, en la pista de esa identidad, no fuera a ser que por hablar perdiera del todo el rastro. Los muchachos, al contrario, hartos de sueño y de cansancio se despertaron de golpe a los chistes y la alegría. Se veía que a ellos el tipo no les hacía acordar de nada.
El hombre llegado en esa estela de intranquilidad que dejaba Sombira por donde pasaba, nos miró. Miraba por oleadas -lo poco que podía ver en esas tinieblas alumbradas apenas por la lucecita del corredor- ; en seguida bajó la cabeza y vio lo que había en el suelo. Le sentí la carne de gallina como si me hubiera dado a mí. Yo tengo esa facilidad, me puedo asustar de lo que se asusta otro. Hasta que me doy cuenta de que soy yo y no tengo por qué usar miedos que no son míos. No faltaría más. Este Aquiénmehacéacordar estaba aterrado. Y con asco. En una celda de dos por dos se sienten esas cosas, y más alguien como yo que de repente se va de su cuerpo y se instala con toda facilidad en otro. Ese otro estaba diciendo tan claramente como si hablara: Vienen de la locura, de la desesperación, de la enfermedad sanguinaria. Esos éramos nosotros, los que veníamos de todas esas cosas. Y yo me tenía asco y miedo, como él, y al mismo tiempo no. Deliraba de rabia contra ese tipo que quería vomitarnos como a comida podrida sólo porque era incapaz de entendernos.
De repente se puso de rodillas en el suelo. El instantáneo relámpago de la linterna de Sombira lo hizo brincar. Se calmó y trató de separarle los párpados al fardo, pero no pudo de tan machucados que estaban. Los muchachos alrededor hacían semicírculo. La cara verde del visitante, el color cadáver del fardo, los muchachos rodeándolos, me recordaban algo. El recuerdo estaba por estallar. ¡Ya! Ese retrato viejo que a veces sale en las revistas: Lección de anatomía.
El visitante consiguió abrir los ojos difíciles del tipo tirado, y se vieron unas pupilas que se movían como bolitas sin manija. Siempre mirándonos por ráfagas y quitándonos la mirada, murmuró:
—Conmoción cerebral. La sangre en la boca hace pensar en un derrame tuberculoso.
La carcajada de Sombira mostró una vez más que la sesera le picaba pero no sabía cómo rascársela. Se vendió:
—¿Tuberculosis? Usted me lo pone de pie porque a la picana se resiste bien. La resistió dos horas. Quiero en buen estado a este sujeto. Hay que insistirle —se abalanzó sobre la boca lastimada del estudiante para demostrar que todavía había allí una cantera de sangre que se podía explotar—. Y en caso de que no sea de aquí —volvió a sus maneras corteses y al ademán elegante de las manos que rozaron suavemente los labios manchados— hay otro sitios que se prestan muy bien. Los exploraremos, no vaya a creer.
Se reía, se reía, asentaba los dedos con un movimiento de delicado aleteo sobre la herida ya herrumbrada de la boca.
—¿Sabe usted, querido, que la agujita le anduvo por aquí y de eso es la sangre?
Su linterna se apagaba y se prendía, igual que la sonrisa con interruptor de esa María Schell del cine.
Un pedido despuntó, modoso, en la boca del doctor: agua para el preso, una cama, medicamentos.
—Roque —dijo Sombira—, una botella de la mejor agua mineral para el muchacho... ¡En seguida! —Roque Abud intentó decir pero.— En seguida, querido. Y usted viene conmigo, doctor, a tomar un cafecito. Así elige las inyecciones. Estamos bien provistos aquí.
La noche se puso de nuevo lenta después de que Sombira, pasándole un brazo por la espalda, se llevó al médico a su oficina. Roque salió a buscar la botella de la mejor agua. Nosotros nos fuimos para la luz. Cajoncito se enfriaba los ojos con los dedos pasmados de sueño. La noche para dormir andaba por otra parte. La noche de Cajoncito, la de todos nosotros, flor de la Sección Especial, se nos arqueaba alrededor para lanzarnos como flechas al corazón del deber.
—¿Dónde querés que vaya el pobre tipo a buscar agua a esta hora? —dijo alguien.
—¿Qué, te creés que es sonso? —contestó Cajoncito—. A la canilla.
Volvió Roque. Cajoncito se restregó las manos preparándose para la acción. En cuanto volviera Sombira vendría el calor a la celda, las camisas solas bastarían, si no sobraban. En seguida llegó Sombira con el médico, que traía la cara empañada por una preocupación. Se la alumbré bien con la linterna. Sombira pidió:
—Roque, la botella.
Desplegaba una cortesía vistosa. Arrodillado en el suelo sobre una sola rodilla, abrió la boca rota del estudiante y echó el agua delicadamente adentro. La garganta rumoreó, el agua gorjeante volvió a salir, dejando regueritos en la quijada, los hombros, el pecho, teñida ahora del rosa del naciente que tiene la nieve en el Famatina.
—¿Ve, querido? —preguntó Sombira al médico—. No puede. No podrá ingerir. —Y echó el agua de golpe, cambiados sus ademanes elegantes en una convulsión. —¿Ve? Nosotros también somos hombres de ciencia. Sabemos que tienen que venir unas cuantas horas de luz y unas cuantas de oscuridad antes de que a éste se le afloje el tubo de la tragada, todo íntegro, y pueda meterse algo dentro. Le pusimos el tubo duro como piedra. ¿No está convencido? Muchachos, vamos a convencer al doctor de que éste devuelve cualquier agua que se le meta. Traigan la lavativa.
Qué risa. Había que ver la cara del médico. Movió una mano: le bastaba, le bastaba la demostración, decía la mano. Sí, Sombira tenía más ciencia que él, admitía la mano.
—¿Ha visto, querido? —le preguntó, traspasado de dulzura.
Los muchachos sonreían. Cada sonrisa prolongaba la del vecino, era una sola soga para tender distintas diversiones. Sombira le aconsejó finalmente al médico:
—Tendría que aprender los efectos de la agujita eléctrica. El conocimiento no ocupa lugar y no se sabe nunca qué cosas le reserva a uno la vida.
El médico dijo entre dientes algo de una cama para el muchacho, las inyecciones, hielo en la cabeza.
—Pierda cuidado, querido.
Ya la noche nos llegaba desde una distancia inalcanzable. La orden de irnos era todo lo que esperaba nuestra sed de sueño. Y nadie la dio. Vino en cambio la de pasar al preso a una celda con todos los adelantos del confort moderno, ponerle inyecciones y tratarlo como a un cajetilla delicado de salud. Pero no vino de Sombira esa orden, vino de Winkel. Y cuando la cumplimos, dijo por fin que podíamos retirarnos. Cuando ya salía de la pieza se volvió a mirar y, sin mover las manos, amenazó al preso:
—Pobres de ustedes, traidores sin corazón de la patria.
Y tenía un aire fenómeno de antigüedad y justicia, como si fuera todos los jueces juntos desde el principio del mundo.
—Somos nosotros el chivo emisario, el blanco del odio de todas las cuevas del país. No comprenden el deber. Bastará con que lo comprendamos nosotros y lo llevemos adelante como una deformidad, si es necesario... La noche ha terminado, muchachos. Pueden irse. Terminó la ceremonia.
Quedó frente al escritorio, mirado por el gobernante desde su fotografía dedicada. El deber le marcaba las vértebras como con plomada, derechas, derechas. Era un termómetro con la temperatura del deber a cuarenta grados. Ya podía Tabañal derramarse sobre la camilla, y Sombira con sus caprichitos embeberse tanto de rabia como de diversión, el único jefe era Winkel, envoltura del hielo seco que le ardía adentro.
Entonces pudimos salir a la noche blanquecina y centelleante en nuestros ojos cansados. Yo me puse a andar por esta ciudad casi con miedo. Tan al borde del agua que algún día va a terminar por caerse.


de La última conquista del Angel”, 1977.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...