26 noviembre, 2011

Lygia Fagundes Telles (Brasil,1923)




Herbarium

Todas las mañanas yo tomaba la cesta y me hundía en el bosque, temblando entera de pasión cuando descubría alguna hoja rara. Era miedosa pero arriesgaba pies y manos entre espinos, hormigueros y cuevas de bichos (¿armadillo? ¿culebra?) buscando la hoja más difícil, aquella que él examinaría detenidamente: la elegida iba para el álbum de tapa negra. Más tarde, formaría parte del herbario: tenía en casa un herbario con casi dos mil especies de plantas. "¿Ya viste un herbario?", él quiso saber.


Herbarium, me enseñó luego el primer día en que llegó a la hacienda. Me quedé repitiendo la palabra: herbarium. Herbarium. dijo aún que apreciar la botánica era apreciar el latín, porque casi todo el reino vegetal tenía nombres latinos. Yo detestaba el latín, pero fui corriendo a localizar la gramática color ladrillo escondida en el último anaquel del armario. Aprendí de memoria la frase que me pareció más fácil y en la primera oportunidad señalé la hormiga saúva subiendo la pared: formica bestiola est. El se quedó mirándome. La hormiga es un insecto, me apresuré a traducir. Entonces él se rió con la risa más sabrosa de toda la temporada. Me quedé riendo también, confundida pero contenta: al menos me encontraba alguna gracia.


Un vago primo botánico convaleciendo de una vaga enfermedad. ¿Qué enfermedad era ésa que lo hacía tambalear, verdoso y húmedo, cuando subía rápidamente la escalera o cuando andaba más tiempo por la casa?


Dejé de comerme las uñas, para asombro de mi madre que ya había hecho amenazas de cortes de mesadas o prohibición de fiestas en el club de la ciudad. Sin resultado. "Si lo cuento, nadie lo va a creer", dijo cuando vio que yo restregaba en serio el pimiento rojo en las puntas de los dedos. Puse cara de inocente: la víspera, él me había advertido que yo podía llegar a ser una muchacha de manos feas. "¿Aun no pensaste en eso?" Nunca había pensado antes, nunca me importaron mis manos, pero en el instante en que él hizo la pregunta empecé a importarme. ¿Y si un día ellas fueses despreciadas como las hojas defectuosas? O triviales. Dejé de comerme las uñas y dejé de mentir. O mentir menos. Más de una vez me habló del horror que tenía por todo cuanto olía a falsedad, escamoteo. Estábamos sentados en la terraza. El seleccionaba las hojas, pesadas aún de rocío, cuando me preguntó si ya había oído hablar de hojas persistentes. ¿No? Alisaba el blando terciopelo de una malva-manzana. Su fisonomía se tornó blanda cuando amasó la hoja en los dedos y sintió su perfume. Las hojas persistentes duraban hasta tres años pero las que caían, amarilleaban y se despegaban al soplo del primer viento. Así la mentira, la hoja efímera que podía perecer tan brillante pero de vida breve. Cuando mentiroso mirase hacia atrás vería al final de todo un árbol desnudo. Seco. Pero los sinceros, ésos tendrían un árbol susurrante, lleno de pajaritos -y abrió las manos para imitar el golpear de hojas y alas. Cerré las mías. Cerré la boca como brasa ahora que los muñones de las uñas (ya crecidas) eran tentación y punición mayor. Podía decirle que justamente por considerarme sin valor necesitaba cubrirme de mentira, como se cubre una con capa fulgurante. Decirle que ante él, más que ante los demás, tenía que inventar y fantasear para obligarlo a demorarse en mí como se demoraba ahora en la verbena- ¿será que no advertía esa cosa tan sencilla?


Llegó a la hacienda con sus pantalones anchos de franela ceniza y un suéter grueso de lana tejida en trenza. Era invierno. Y era de noche. Mi madre había quemado incienso (era viernes) y preparó la Habitación del Jorobado; corría en la familia la historia de un jorobado que se perdió en el bosque y a quien me bisabuela instaló en aquel cuarto que era el más caliente de la casa. No podía haber mejor sitio para un jorobado perdido o para un primo convaleciente. ¿Convaleciente de qué? ¿Qué enfermedad tenía? Tía Marita, que era muy alegre y le gustaba pintarse, contestó riéndose (hablaba riéndose) que nuestros tecitos y buenos aires hacían milagros. Tía Clotilde, embutida, reticente dio aquélla su respuesta que servía a cualquier tipo de cuestión: todo en la vida podía alterarse, menos el destino trazado en la mano. Ella sabía leer las manos. "Va a dormir como una piedra" -cuchicheó tía Marita cuando me pidió que le llevara el te de tilo. Lo encontré recostado en el sillón, la manta escocesa cubriéndole las piernas. Aspiró el te. Y me miró: "¿Quieres ser mi ayudante?"-, preguntó soplando el humo. "El insomnio me agarró por la pierna, no estoy en forma, necesito que me ayudes. La tarea consiste en recoger hojas para mi colección, ve juntando lo que te parezca y después yo las selecciono. Por ahora, no puedo moverme mucho, tendrás que ir sola"-, dijo y desvió la mirada húmeda par ala hoja que flotaba en la taza. sus manos temblaban tanto que el te se desbordó en platillo. Es el frío, pensé. Pero siguieron temblando al día siguiente que hizo sol, amarillas como los esqueletos de hierbas que yo buscaba en el bosque y quemaba en la llama de la candela. Pero ¿qué es lo que tiene? pregunté, y mi madre contestó que, aunque lo supiera,no lo diría. Venía de un tiempo en que toda enfermedad era asunto íntimo.


Yo mentía siempre, con o sin motivo. Mentía principalmente a tía Marita, que era bastante tonta. Menos a mi madre, porque tenía miedo de Dios, y menos aún a tía Clotilde, que era medio hechicera y sabía ver al envés de las personas. Si se daba la ocasión, yo me metía por los caminos más imprevistos, sin el menor cálculo de vuelta. Todo al acaso. Pero, poco a poco, delante de él, mi mentira empezó a ser dirigida con un objetivo cierto. Sería más simple, por ejemplo, decir que cogí el abedul cerca del arroyo, donde estaba el espino. Pero era necesario hacer rendir el instante en que él se detenía en mí, ocuparlo antes de ser puesta de lado como las hojas sin interés, amontonadas en el cesto. Entonces ramificaba peligros, exageraba dificultades, inventaba historias que alargaban la mentira. Hasta ser destruida con un rápido golpe de mirada, no con palabras, sino con la mirada de él hacia la hiedra verde -rodar enmudecida mientras mi cara se tenía de rojo- la sangre de la hiedra.


"-Ahora vas a contarme bien cómo ha sido"-, pedía él tranquilamente, tocando mi cabeza. Su mirada transparente. Derecha. Quería la verdad. y la verdad era tan sin atractivos como la hoja del rosal. Le expliqué eso: creo la verdad tan trivial como esta hoja. El me dio la lupa y abrió la hoja en la palma de la mano: "Ve entonces de cerca". No miré la hoja, ¿qué me importaba la hoja? sino su piel ligeramente húmeda, blanca como papel, con su misterioso enmarañado de líneas, reventando aquí y allí en estrellas. Fui recorriendo las crestas y depresiones, ¿dónde estaba el comienzo?, ¿O el fin? Detuve la lupa en un terreno de líneas tan disciplinadas que por ellas debía pasar el arado. ¡Ay!, qué ganas de recostar mi cabeza en ese suelo. Alejé la hoja, quería ver apenas los caminos. ¿Qué significa este cruce', pregunté y él me tiró de los cabellos: ¿"Tú también, niña?"


En las cartas de la baraja, tía Clotilde ya le había revelado el pasado y el presente. "Y más cosas revelaría"-, añadió él guardando la lupa en el bolsillo del delantal blanco; a veces se ponía un delantal. ¿Qué previó ella? Vaya, tantas cosas. Lo más importante, solo eso que el fin de semana vendría una amiga a buscarlo, una muchacha muy bonita, podría hasta ve el color de su vestido de talla anticuada, verde-musgo. Los cabellos eran largos, con reflejos de cobre, tan fuerte el reflejo en la palma de la mano.


Una hormiga roja entró en la grieta del enlozado y se fue con su trozo de hoja, velero perdido soplado por el viento. Soplé yo también. ¡La hormiga es un insecto!, grité, las piernas flexionadas, pendientes los brazos hacia delante y atrás en el movimiento del mono, ¡hi! ¡hi!; ¡hu! ¡hu!; ¡hi! ¡hi!; ¡hu! ¡hu!; ¡es un insecto!; ¡un insecto!, repetí, rodando por el suelo.



Novelista y cuentista, nació el 19 de abril de 1923, en São Paulo, Brasil. Licenciada en derecho, desde muy temprano dejó la carrera jurídica para dedicarse a la literatura. Su obra revela una preocupación con la fragmentación de la moral burguesa. Miembro de la Academia Brasileña de Letras.
Entre sus obras pueden citarse: Verano en el acuario (1963), Antes del baile verde (1970), Las niñas(1973), La disciplina del amor (1980), Las horas nuestras (1989), Una noche oscura y más allá (1995),Lygia Fagundes Telles: mejores cuentos y Otros cuentos de amor (1997).



25 noviembre, 2011

JULIA ÁLVAREZ (Santo Domingo, 1950)

El 25 de noviembre de 1960, las Hermanas Mirabal fueron capturadas y asesinasdas bajo las ordenes del dictador Trujillo y arrojados sus cuerpos al  fondo de un acantilado en la costa de la República Dominicana. Aquel acontecimiento, que fue vendido a la prensa como un trágico accidente por el gobierno del dictador dominicano pero este hecho atroz, contribuyó a despertar la conciencia entre la población, que culminó, seis meses después, derrocamiento y posterior asesinato  del caudillo.
El Día Internacional de la No Violencia Contra la Mujer, fue establecido en el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, celebrado en Bogotá, Colombia, en 1981.
La escritora de origen dominicano Julia Álvarez escribió una novela basada en las hermanas Mirabal, con el título "En el tiempo de las mariposas".


EN EL TIEMPO DE LAS MARIPOSAS

(fragmentos)


Minerva
Complicaciones
1938


No sé quién convenció a papá a que nos mandara a estudiar afuera. Parece que hubiera sido el mismo ángel que le anunció a María que estaba embarazada de Dios, e hizo que se alegrara con la noticia.
Las cuatro teníamos que pedir permiso para todo: para ir hasta los campos a ver cómo iban creciendo los tabacales; para llegar a la laguna y poder mojarnos los pies un día de calor; para pararnos en el frente de la tienda y acariciar los caballos cuando los hombres cargaban la mercadería en los carros.
Algunas veces, cuando observaba a los conejos en su corral pensaba que no era demasiado diferente de ellos, pobrecitos. Una vez abrí una jaula para soltar una conejita. Tuve que pegarle para que saliera.
¡Pero no quería moverse! Estaba acostumbrada a su jaula. Yo no hacía más que pegarle, cada vez más fuerte, hasta que empezó a gimotear como una niña asustada. Yo era quien la lastimaba al insistir en que fuera libre.
"Conejita tonta -pensé-. No te pareces en nada a mí."

"-Vinimos por nuestra menstruación- empecé a decir,
mirando la pared para detectar el micrófono. De todos
modos, el SIM se enteró de todos nuestros problemas
femeninos. Delia se tranquilizó, pensando que ésa era
la verdadera razón de nuestra visita. Hasta que
pregunté, en forma nada metafórica:
-¿Habrá quedado alguna actividad en nuestras viejas
células?
Delia me fijó con la mirada. -Las células de tu
organismo se han atrofiado, y están todas muertas-
respondió.
Debo de haber parecido muy apenada, porque Delia se
ablandó.
-Quedan unas pocas vivas, claro. Pero lo más
importante es que están surgiendo otras nuevas. Deben
dar un descanso a su cuerpo. Verán que la actividad
menstrual vuelve a comenzar el año próximo. 

(...)
Por lo general, de noche, las oigo cuando me voy
quedando dormida.
A veces estoy en el borde mismo de la inconciencia,
esperando, como si su llegada fuera la señal para poder dormirme.
El crujido de los pisos de madera, el rumor del viento en el jazmín,
la profunda fragancia de la tierra, el canto de un gallo insomne.
Sus suaves pasos de espíritu, tan indefinidos que
podría confundirlos con mi propia respiración."







Poeta, novelista, ensayista y educadora. Desde los diez años reside en los Estados Unidos. Inició sus estudios universitarios en Connecticut College y los concluyó en Middlebury College donde se licenció en Artes (1971). Tiene una maestría en Escritura Creativa de Syracuse University (1975). Ha enseñado inglés y literatura en California State College (1977)), Phillips Andover Academy (1979-1981), University of Vermont (1981-1983) y en University of Illinois (1985-1988). Fue escritora residente en la Mary Williams Elementary School (1978) y en George Washington University (1984-1985). Parte de su producción poética y narrativa aparece en numerosas revistas de los Esta-dos Unidos, Latinoamérica, Europa y el Caribe. Sus novelas han sido elogiadas por los más impor-tantes medios de comunicación de los Estados Unidos y Latinoamérica, entre ellos The New York Times. Su primera novela How the Garcia Girls Lost their Accent (¿Cómo las García perdieron su acento?) fue declarada libro del año 1991 por New York Times Book Review y por el Library Journal. En 1994 In The Time of the Butterflies, (En el tiempo de las mariposas), su segunda novela, fue nominada el mejor libro del año por el National Book Critics y elegida el mejor libro de 1994 por la American Library Association. Escribe en inglés y reside en Vermont, donde se desempeña como profesora de inglés en Middlebury College desde 1988.
 

18 noviembre, 2011

Piedad Bonnett (COLOMBIA,1951)


El prestigio de la belleza(fragmento capitulo I)
El nuevo libro de Piedad Bonnett, ganadora del Premio Casa de América de Poesía Americana en 2011.

I.

La niña de la foto es realmente fea. Debajo de la enorme capota se ve una carita grumosa, de enormes cachetes y diminutos ojos de zarigüeya, vivos y sonrientes. Sobre el labio superior, como un oprobio, la huella mínima, pero inocultable, del dedo torpe del Dios que sopló sobre el barro aún fresco para darle vida.
Esa niña soy yo y este relato es, entre otras 
cosas, el de mis tratos con la belleza. Y, como todo 
relato verdadero, es también, hasta cierto punto, 
un ajuste de cuentas con los demás, pero sobre 
todo conmigo misma. Una lona en cuyas esquinas 
no hay segundos. Un laboratorio donde remiendo 
mi propio Frankenstein.
No sé si la mancha sobre el labio es rosa 
pálido, o violeta o marrón, en parte porque la fotografía es en blanco y negro —uno de esos «retratos» antiguos de bordes blancos y ondulados— y en parte porque ya no tengo el estigma: por alguna razón misteriosa a los tres o cuatro años se diluyó, o lo aspiré en un acto desesperado que me 
libró de él para siempre.
Todo comenzó para mí, como para cualquier mortal, en el reino del agua: la vieja historia de un sereno flotar que un día cualquiera cesa y se convierte primero en inquietante chapoteo en el vacío y luego en la sensación de que una boca monstruosa te absorbe y te saca de la splácidas tinieblas. Hasta aquí ninguna novedad. 
En mi caso, sin embargo, la última parte de ese primer capítulo no culminó de la forma sintética, fluida y eficaz que siempre se espera. Cuando mi cabeza empezó a penetrar en el túnel que me conduciría a la salida, me encontré con un obstáculo, el primero de los muchos que iba a tener a lo largo de la vida. Mi persistencia de topo ciego 
se estrellaba reiteradamente contra un mundo cerrado, un colchón de fulgores violáceos que 
empezó a provocar estallidos en mi cerebro. Los oídos, que apenas si habían captado hasta entonces pálidos rumores, empezaron a zumbar, como si en cada uno de ellos habitara un abejorro gigante. Todo me daba vueltas. Dentro de mi cuerpo sentía un tum tum de tambores. En mi frente empezó a crecer un resplandor color sangre y en 
mi boca apareció un sabor amargo. Aquel mar, antes acogedor, comenzó a ahogarme. Yo luchaba como un gladiador diminuto entre las fauces de una fiera. Entonces, en el momento mismo en que mi esfuerzo amenazaba con desfallecer, me convertí en un silbo, en una partícula luminosa que bajaba en espiral desde la eternidad, que es, como se sabe, un mar sin orillas. Un siglo después salí por un agujero sangrante. El Tiempo 
apareció, me hizo saber que ya no era un renacuajo perpetuo y me instó a usar mis pulmones. 
Entonces di un alarido pavoroso, que era a la vez de liberación y de miedo.
Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un 
niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (La 
cabeza fue siempre fundamental en su juicio sobre la mayor o menor perfección del prójimo: la 
proporción, la forma y el vigor capilar eran definitivos.)
Lo que expulsó, en cambio, después de veinticuatro amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como presagio atroz, en una 
sustancia llamada meconio, que no es otra cosa —según definición del diccionario— que un excremento negruzco formado por mocos, bilis y 
restos epiteliales.
Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas.
Aquel plazo silencioso que ella me había dado empezó a tardar tanto que antes del año ya había perdido las esperanzas. Su lógica cartesiana, que la llevaba a pensar que hasta el más insignificante de los hechos está inserto en una trama de causas y efectos, hizo que sin malicia alguna, sin perversidad, decidiera para sus adentros que, ya que en su familia la belleza era la constante, tanta fealdad debía venir de la familia de mi padre. Éste era un hombre normal, de pelo abundante y labios fruncidos, inocente de que en su árbol genealógico existiera una abuela sin gracia. 
Y que tal vez nunca paladeó el amargor final de la frase con que mi madre catalogó, durante toda mi vida, todo aquello de mí que le resultaba molesto: «Eso es heredado de su papá».
Sin embargo, aquel deslucimiento mío no  iba a quedarse así como así, pensó mi madre, educada en la más absoluta disciplina y con una idea muy clara de que un hombre se labra su destino minuciosamente. Algo podría ella hacer, aunque la cosa no pintara fácil.
El impacto de mi fealdad tuvo, sin embargo, rápida compensación para mi madre: cuando 
mi hermana, con una facilidad pasmosa, sacó su 
cabeza por el camino ya expedito que yo tan brutalmente había abierto once meses antes, todo en su semblante testimoniaba que se había librado de los genes implacables de la abuela desconocida. 
Era una niña preciosa, de ojos oscuros, nariz fina y piel transparente como papel de arroz.
Mientras nos miraba, una al lado de la otra, mi madre debió de preguntarse secretamente por nuestros destinos. Mi hermana ya 
llevaba buen trecho ganado, pues la belleza, bien 
se sabe, es ganzúa que hace ceder todas las cerraduras. Pero ¿qué hacer conmigo? La primera decisión fue elemental: si el espíritu, el carácter, la inteligencia pueden moldearse, ¿por qué no el cuerpo, máxime si éste es reciente, no ha acabado de cuajar, todavía es blando, flexible, maleable? 
Fue así como se dedicó a frotar mi tabique con 
manteca de cacao, a peinarme con agua de linaza y de manzanilla, a embadurnar la mancha de mi labio con un pegote de concha de nácar, a darme leche en cantidades colosales para dotar de calcio mis huesos. Todo aquel tratamiento tesonero se combinaba con batas de ojalillo, moños en la cabeza, zapatos blancos y aretes diminutos. Yo fui así altar, tótem, pastel, objeto sagrado frente al que mi madre se doblegaba con reverencia 
mientras untaba sus sales y sus bálsamos. Yo no sabía que detrás del rito se ocultaba una vocación de alquimista. Mucho tiempo después iba a enterarme de que el amor se manifiesta a veces con desesperación, egoísmo, tretas, trampas. Que el amor jamás es inocente.
Iba a cumplir cinco años cuando un nuevo ser de cejas pobladas, ojos adormecidos y mejillas color merengue, nació dando alaridos en la 
habitación del fondo. Mis padres no podían estar más ufanos: la criatura no sólo era de una belleza luminosa sino que era un varón, como lo testimoniaba el extraño adminículo color rosa claro que titubeaba entre sus piernas de recién nacido, y que yo conjeturé, a primera vista, que era una excrescencia vil que hacía de mi nuevo hermano un anormal. De modo escueto, aunque con una cierta sonrisa, se me informó que esa subespecie llamada masculina tenía en ese lugar, indefectiblemente, ese tipo de órgano.

Yo recibí al nuevo miembro familiar con una mezcla de curiosidad y recelo. En cuestión de días descubrí el placer de la crueldad, que se tradujo en insólitos experimentos que llevé a cabo a espaldas de mi madre. Metía mis dedos en los ojos de la nueva criatura, tapaba por unos instantes su nariz hasta ver cómo manoteaba con desesperación, mordía uno de sus pies cuando me pedían que la cuidara, mientras mi madre y Narcisa —una joven negra, que llamaban algunas veces la niñera y otras veces la de adentro— mezclaban el agua en la tina. Los berridos de mi hermano me causaban una excitación extraordinaria, un paroxismo de felicidad y terror. Muy tiesa, al lado de la cama, disimulaba, sin embargo, mis emociones y mostraba a mi madre una sonrisa hipócrita cuando me indagaba con una mirada llena de sospechas. La culpa, ese pajarraco que tarde o temprano viene a picotear en nuestra ventana, no hacía todavía sus estragos.
Dos semanas después un revoloteo generalizado nos permitió enterarnos, a mi hermana 
y a mí, de que al día siguiente iba a celebrarse el bautizo del nuevo miembro de la familia. Trajeron vino, flores, postres. En la cocina colgaba, desde hacía diez días, un inmenso pernil salado. Me pareció que era demasiada fiesta para el simple hecho de ponerle a alguien un nombre.

A la ceremonia religiosa fuimos todos: mi abuela materna, los innumerables tíos, algunos amigos de la familia y el cura. Mi hermana y yo parecíamos un par de pasteles con crema entre nuestros vestidos. Y la nueva criatura, con sus puños cerrados, había perdido momentáneamente su condición masculina entre un faldón almidonado que había servido para tal menester por varias generaciones.
—¿Por qué agua? —pregunté.
—Es agua bendita —me explicó la vecina.
—Si se muere, que Dios no lo quiera —añadió una de mis tías—, se irá al cielo y no al limbo, 
el lugar adonde van los que no están bautizados.
¡El limbo! Hasta entonces sólo sabía del cielo, donde estaba el Dios al que le rezaba antes de acostarme. Traté de representarme el limbo y lo que me imaginé resultó muy desagradable: cientos de almas de infantes llorando a un mismo tiempo, acostados en un enorme colchón de nubes.
Durante la fiesta, puesta toda la atención en el recién nacido, en la comida y en las bebidas, mi hermana y yo fuimos felizmente inexistentes. 
El ajetreo me permitió moverme a mis anchas entre las piernas de los adultos, ensuciando manos y codos y rodillas, y los bordes de mi vestido de organza.
Alguien allá arriba dijo que hacía calor, 
que sería bueno tomar un poco de aire. Opiné lo mismo. Pero en vez de dirigirme al patio central, que era donde estaba todo el mundo, me escabullí por el corredor y llegué a la puerta de la casa. La larga calle me anunciaba que al final de ella encontraría un mundo novedoso, que me había sido escamoteado hasta entonces. La decisión era sencilla: ir hacia la derecha, donde yo sabía que estaba la plaza, o hacia la izquierda, donde el pueblo se disolvía en una lejana polvareda. Escogí, intuitivamente, el camino de lo desconocido.
Empecé a caminar con una determinación guerrera y una liviandad de ángel. Vi puertas 
abiertas y zaguanes que daban a jardines y postigos de los que salía música, y muros en los que había gatos acurrucados. El hecho de que la gente con la que me topaba parecía no verme y algo en mis mejillas adormecidas me confirmaron que era invisible. Crucé una calle y otra y otra; el pueblo tranquilo por el que había estado caminando se convirtió en cuestión de metros en una especie de enorme jaula donde cantaban muchos pájaros, en una fiesta llena de algarabía y polvo y correteos. Era una alegría distinta a la que yo conocía hasta entonces, una alegría que nada tenía que ver con la que había en la fiesta del bautizo de mi hermano. Me dejé llevar por otra que había dentro de mí, por una desconocida que en medio de un sueño aspiraba en el aire una mezcla de humo y frutas y fango y perfumes chirriantes, mientras sentía en las sienes unos golpecitos deliciosos y en la barriga aleteos y cosquillas.


Anochecía, y las luces de los faroles, que en este momento del relato conviene que sean de un amarillo mortecino, empezaron a encenderse. Giré hacia un callejón lleno de sombra, inesperadamente solitario. Nunca necesitamos 
tanto de otro como cuando oscurece. La cobarde que siempre ha habitado en lo más hondo de mí empezó a correr alocadamente de un lado para 
otro, como si mover las piernas con tanto brío garantizara una meta conocida. La desesperación enceguece. El cielo empezó a hacerse cada vez más lejano, como cuando uno cae al fondo de un pozo, y un jadeo animal reemplazó al llanto 
que pujaba por salir de mi garganta. De repente, una mujer que me había estado observando desde la ventana salió de una casa, me detuvo y, 
acuclillándose para estar a mi altura, empezó a interrogarme.Un grupo de personas se acercó a curiosear.
—Está perdida —dijo la mujer, como si acabara de descubrir América. Alguien mencionó el nombre de mi madre.
Cuando llegué a mi casa de la mano de ese alguien, ya había un puñado de personas en la puerta, alarmadas, esperando a la comisión que estaba dedicada a buscarme. Fui recibida con abrazos y reproches. La noticia de que me 
había escapado se le había ocultado a mi papá, para no enojarlo. Entré a la casa en medio de suspiros de alivio, ufana como nunca, tremendamente satisfecha de mí misma. No sólo había sido capaz de violar el umbral de las prohibiciones, no sólo había sobrevivido, sino que, además, 
era amada. Amada y necesitada


de El prestigio de la bellezaEditorial ALFAGUARA, colección Hispánica, 2011-

15 noviembre, 2011

Amanda Pedroso(Paraguay,1955)


EL PELO COLORADO

Ernestina se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran voluntariamente. Eso ocurrió desde la vez que vio el pelo colorado en el calzoncillos de su concubino. El pelo colorado casi tenía vida. Parecía que la estaba mirando, parecía que hasta tenía dientes y labios, ella veía en el centro de su color impúdico una sonrisa burlona. No pudo vivir en paz desde entonces. Probó té de tilo, de menta, de naranja dulce, pero cada vez la resignación era más imposible.

Ernestina no tenía el consuelo del rezo. No podía concentrarse y enseguida se olvidaba de los pasajes más complicados. Emestina entonces comenzó su trajinar en busca del milagro, hasta que dio con el hombre que le mantuvo la esperanza. Por eso se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran. Fue después de que le cumplió al curandero llevándole uno a uno los elementos para la transformación. Un viernes de luna entera fue capaz de entrar hasta la mitad del cementerio para llevarse en una bolsa de trapo tierra de muertos y el dedo de un angelito recién puesto. Mientras le daba tiempo al tiempo para que el payé surtiese efecto, cosa que dependía de la fuerza de los huevos porque las gallinas de la casa estaban siendo trabajadas para que apenas entrase al patio el hombre, se sintiese incapaz de volver a salir ni siquiera para ver a la dueña del pelito inmoral, Ernestina tuvo que ir entregando uno a uno sus anillos, zarcillos, cadenillas y vasos finos. Hasta que no le quedó sino su dignidad de mujer, que igualmente corrió a depositar en las manos del curandero con deseo auténtico de recuperar el amor de su concubino. Después de esa demostración de fe al curandero no le quedó más remedio que demostrar resultados, así que entregó a su cliente un perfume para la pasión.

Todas las tardes la mujer se ponía una gota del líquido oscuro en las manos y otra en la entrepierna. Hasta que se dio cuenta de que ya no era necesario. El perfume de la pasión, o un pelito colorado enterrado para siempre en el vientre de un pajarito que se murió asfixiado, logró llevar al traidor hacia un punto en que el anhelo por la carne machucada de Ernestina pronto fue insoportable para ambos. Cansada de tanto arrebato y al borde de la locura, Ernestina volvió al curandero para pedirle el reculamiento del payé, en razón de que el hombre le impedía comer y le impedía dormir, le impedía salir con tranquilidad de la casa debido a los celos desenfrenados y en líneas generales no la dejaba vivir como se debe, a causa del amor. Pero el milagro sería sin devolución. El pájaro que contenía el pelo perverso había sido llevado al arroyo una tarde de lluvia torrencial. Ni todos los huevos que Ernestina iba llevando al payesero a medida que los iba sacando de las gallinas casi antes de que estas los pusieran por gusto, pudieron remediarle la situación. En medio de su cansancio de mujer eternamente acosada, en medio de manotazos y olores repulsivos que cultivó con dedicación en su cuerpo para alejar al indeseado, dos veces no pudo seguir aguantando el asco y así fue que lo acuchilló mientras era amada física y espiritualmente hasta decir basta. Como no murió, el anhelo le entró al hombre con más fuerza, y perdonó a Ernestina al instante.

-¿Las dos veces?

-Así mismo.

Aunque ella sigue saliendo hasta ahora todas las siestas a buscar con desesperación un pajarito y un pelo colorado.


de MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS (Cuentos de AMANDA PEDROZO y MABEL PEDROZO).Editorial El Lector,Asunción - Paraguay, 1996.

12 noviembre, 2011

Lucy Araújo (Cuba)



ESTRIDENCIAS

Llega al parque y se acerca a las flores que huelen a mar. A esa hora no pensó que alguien fuera a depositar un ramo al lado de la estatua. Entonces se acercan tres hombres y la obligan a que se detenga. Grita, pero nadie, ni siquiera la pareja, la escucha. Los tres hombres la desnudan y ella pide auxilio. Pasan unos estudiantes y miran hacia un banco del cual vino el grito, aunque no ven a nadie. No ven que los tres hombres acomodan a la muchacha debajo y de nuevo ella grita, un poco más bajo. Ahora son dos ancianas que vienen de la iglesia, una le pregunta a otra si no escuchó un murmullo en aquel banco. Su amiga dice que no y se asombra. Los tres hombres ya están muy excitados y la muchacha solloza, la arrastran a otro cercano y le pegan cuando se resiste. Vienen dos niños con unos patines y se los ponen: «Mira, Orlando, como si fuera sobre la nieve». El otro, un moreno de ojos chispeantes, sonríe: «Lo que más me gusta es cuando me impulso en la esquina». Pasan cerca del banco y el moreno da un traspiés al lado de los tres hombres desnudos. La muchacha, que tiene un hilo de sangre cerca del labio superior, estira la mano e intenta apoderarse de la pierna del niño. Cuando ya casi lo consigue, grita para que él repare en ella, en cambio este se pone de pie y dice: ¡Qué raro, Orlando! Sentí como si alguien me tocara, ¿y no escuchaste un murmullo? Orlando responde que no y lo insta a apurarse. La mujer está desmayada, y el más alto dice con tono asustado: «Creo que la hemos matado», pero otro le pone el oído izquierdo en el pecho y aclara que está viva. Ahora es una guagua con un rótulo y de ella desciende un grupo de estudiantes. Maité le pregunta a Zenia si va a dar la fiesta y se sientan frente al banco donde la mujer se lamenta. Ya los tres hombres huyen después de mirar hacia todos lados. Entonces se da cuenta de que está sucia, y el sabor de la sangre en la boca le da miedo: «¡Ay, Dios, auxilio, ayúdenme!» No encuentra la ropa y se arrastra hasta el banco donde conversan Maité y Zenia. Allí ve el vestido con floripones verdes que se estrenó en su cumpleaños, las dos estudiantes están encima de él, y ella estira la mano; cuando casi va a coger la tela, Zenia y Maité tropiezan con sus dedos. La rubia se asombra: «¡Qué raro! ¿No te pareció que alguien hablaba cerca?» La amiga le contesta: «Sí, y como si hubiera tocado una mano». Justo en ese momento se quedan mirando a la mujer que está sentada cerca de ellas. Es ya mayor, pero se le nota cierta belleza. Cuando pasan por su lado ven cómo permanece extasiada, observando la pareja de recién casados. La novia con el traje largo y blanco, una niña aguanta la cola y el novio le dice al oído que tenga cuidado al bajar. Entonces Maité se fija en que la mujer se pone de pie y acomoda su vestido con floripones verdes, mira por última vez a la pareja que sale del parque y se dirige con lentitud hacia la estatua. Los estudiantes se van también y el bullicio desaparece. Ella queda sola, frente a las flores que de nuevo huelen a mar.

María Giuliani(Argentina, 1951)



ABUELA

tipa jodida, mi abuela. no te dabas cuenta en seguida, porque sabía hacer de abuela típica. pasaba con nosotros la mitad del año. bajaba del tren, impecable. nunca supe cómo. yo traía encima la tierra de dos provincias, cuando viajaba. ella no. peinada, sonriente. en casa deshacía las maletas, iba dándonos los regalos, colgando su ropa, contando que mis primas esto y aquello...
un par de días después, hacía un budín de pan. nos encantaba, a mi hermana y a mí. y era lo único que mi abuela sabía hacer en la cocina. de todo lo demás, ni hablar. mi madre heredó esa incapacidad, creo que aprendí a cocinar en defensa propia. mi viejo resistía, a su manera, cuando llegaba a la nochecita y tiraba un pedazo de asado sobre la parrilla del patio.
pero no era eso lo que te iba a contar.
te decía, mi abuela desembarcaba y nuestras vidas se complicaban. había malentendidos, cosas que nunca se encontraban. los gatos desaparecían hasta que ella se iba, el perro gruñía por todo. ella dejaba caer comentarios casuales, y un rato después todo el mundo estaba enojado, ofendido, triste... pero siempre con otros. por ejemplo, mi abuela llegaba y mi noviecito de turno se esfumaba. ("pero mirá, tan lindo chico... estuvimos tomando mate ayer, cuando vos demorabas... algo le debés haber dicho, parece un pibe tan sensible...")
me llevó varias visitas, varios años, entender que lo suyo era sembrar, delicada, fina, generosamente, la discordia. y hacerse olímpicamente la boluda a la hora de cosechar. ¿sabés que regaba a las gallinas? en serio... en una de las casas en donde vivimos había un gallinero, al fondo. y una vez, a la siesta, la ví, manguera en mano, reírse mientras las gallinas aterradas trataban de escapar del chorro de agua.
también tardé lo mío hasta cerciorarme de que ese gen retorcido no estaba en mi sistema. ni en el de mi vieja, ya que estamos: ella podría pecar por indiferente o por caída del catre, pero no por sádica...
cuando tomaba el tren de regreso a buenos aires, todos respirábamos mejor. yo ponía los codos sobre la mesa cuando comía, salía a la calle sin peinarme, mis amigas me perdonaban vaya a saber qué. mis viejos se trataban mejor, no te diré que era un clima idílico, pero...
y créase o no, pasado un par de meses, la extrañábamos.

De www.labisagra.com/Letra/mgiu/abuela.htm

08 noviembre, 2011

Amada en lo amado (audio) de Silvina Ocampo


A veces dos enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos.

Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz, más ávida.


Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj pulsera la hora exacta.

- A medianoche quiero que repitas los versos de San Juan de la Cruz, que me gustan.

- ¿Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada?

- Los diremos a la misma hora.

- A las seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán.

- En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso cuando bebas agua.

- A las ocho te asomarás a la ventana para contemplar la luna. No mirarás a nadie.

Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el brazo, no el antebrazo.

- ¿Por qué?

- Porque el brazo es más sensible.

- ¿En qué sitio?

- En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito como si mi brazo fuera el tuyo.

- A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré hasta las nueve y cinco.

- ¡Podrías más tiempo!

- ¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente ese momento?

- No pediría otra cosa.

Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural, cumplían religiosamente con lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper semejante rito? El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.

Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana todo lo que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era muy llevadero.

La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía muy poca luz porque sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los participantes de una cola, por personal y larga que fuera.

De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían abrazados, era un premio. Él soñaba mucho; ella no soñaba nunca.

Él, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían (como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metían un trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar debidamente el desenlace.

- Quisiera ser vos – decía ella, con admiración.

- Yo también –decía él- ser vos, pero no que vos fueras yo.

- Es lo mismo –decía ella.

- Es muy distinto-respondía él-. Lo primero sería agradable, lo segundo angustioso.

- ¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, sin el vigilia te acompaño!- Ella exclamaba-. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me faltan el aire, la luz que los rodea.

- No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador que de soñador), son mejores cuando los cuento-dijo él.

- Los inventarás, entonces.

- No tengo tanta imaginación.

- De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo también de ella; me volvería lesbiana.

- Espero que nunca suceda –decía él.

- Yo también –decía ella.

Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener un posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura sería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas. Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos, pero ella seguía sin sueños.

- Hay personas que no sueñan –decía él-. No hay nada que hacer.

- Sería capaz de tomar mescalina, fumar opio. Cualquier cosa haría con tal de soñar.

- Es lo único que falta –decía él.

Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz. Se sentó sobre la cama, lo despertó ahogando risas con besos y dijo:

- Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está. –Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.

El se incorporó en la cama y le dijo:

- Es cierto. Soné que estábamos en un jardín donde en vez de flores había piedras, piedras de todos los colores.

- Un jardín japonés –musitó ella.

- Tal vez –respondió él-, porque en las piedras había letras grabadas que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas, pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me mostraste el brazo que creías te habías lastimado con un alfiler, pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu brazo era en efecto una vaquita de San José.
- De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya –dijo ella, tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la otra-. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más duradero – prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada, suplementario, que tenía escondida, y salía volando para desaparecer en el aire.

A lo noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la mañana se despertaron al mismo tiempo.

- ¿Qué soñaste? –ella preguntó, sobresaltada.

- Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...

- Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.

- A mí, sí.

- A mí, no. –contestó ella -. Seguí contando.

- Estábamos acostados, y vos no eras vos. Eras vos y no eras vos.

- ¿En qué lo advertías?

- En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo. Tenías el pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta que te gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un día me dijiste: “Me gustaría tener el pelo así”.

- ¿Y qué te hizo pensar que esa mujer distinta de mí, era yo?

- El amor que yo sentía.

- Llamas amor a cualquier cosa.

- Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de oro que yo acariciaba.

- ¿Así? –dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que colgaba del cuello de su camisón.

Él tomó en broma el diálogo. A decir verdad esa hebra de nylon amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier motivo. ¿Acaso la hijas de las amigas no iban de visita con sus muñecas, que tenían el pelo de nylon? Se usa tanta ropa de nylon, ¿acaso una hebra de una costura no podía caer?

La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. Él volvió muy tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales del camisón de ella, una violeta.

-¿Qué soñaste? –dijo ella, como siempre, al despertar.

- Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve, donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque. Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una violeta, la recogí y me alejé rápidamente.

En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.

- Aquí está –dijo ella.

- Te la traje anoche en un ramito que te compré en la calle; elegí la violeta más grande y la puse en el ojal de tu camisón.

- ¿El sueño lo inventaste?

- Si lo hubiera inventado sería más divertido.

- ¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas? Sos mentiroso. Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide que tus verdaderos sueños obren milagros para mí –dijo ella-. La vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento. Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca objetos de los sueños ajenos.


- ¿Mis sueños te son ajenos?

- Para los diarios, sí.

Fue durante una siesta de verano. Él soñó que andaba caminando con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano, vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.

-¿Quién es Artemidoro? –preguntó ella.

- Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.

- ¿Cómo sabés que era él?

- Lo conozco. Estudiamos juntos –contestó él.

Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver, pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que bebieron Tristán e Isolda. “Cuando quieras llevar a tu amada como a tu corazón dentro de ti”, le dijo, “no tienes más que beber este filtro.”

Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:

- Aquí está el filtro –y le mostró una botellita diminuta.

No necesitaba que le contara el sueño.

Él le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y lo bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirarla de nuevo. Ella no estaba. Él la llamó, la buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que le contestaba:

- Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos.

- Es horrible -dijo él.

- A mí me gusta –dijo ella.

- Es un conyugicidio.

- Conyugicidio... ¿Y qué quiere decir? –ella interrogó.

- Muerte causada por uno de los cónyuges al otro –respondió.

Bruscamente despertaron.

Él volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los mira. Los atesora en su mesa de luz. Rara vez, por suerte, le sirven para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior –al hogar, a la vida habitual- y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es esencialmente peligrosa para los que se aman?

de Los días de la noche, 1970

05 noviembre, 2011

María Esther Vázquez (Buenos Aires, 1937)

LA MINIMA FORMA DE LA FELICIDAD

“indecisos rituales al borde de la vida”








Los días se le hacían largos, sobre todo las tardes; las tardes no terminaban nunca. Miraba televisión y se aburría; tejía porque le gustaba mover las agujas entre los dedos, enlazar el hilo de lana, sentir la suavidad de la hebra, ajustar el punto, ensayar diferentes dibujos, contar las hileras, pero ¿Para quién? Le había mandado a la nieta tres pulóveres con sus correspondientes gorros, guantes y medias haciendo juego y la hija la había llamado por teléfono para agradecérselos: “Son preciosos, el celeste es igual al color de sus ojitos, pero ¡por favor, pará! No alcanza a usarlos que ya le quedan chicos. Y Luis y yo tenemos ropa de lana para varios años.”
Antes era diferente. Se levantaba temprano, arreglaba la casa, hacía algunas diligencias, comía un bocado y a las dos y media salía hacia el sanatorio. No era realmente un sanatorio: Amalia lo llamaba así porque le daba vergüenza decirle geriátrico. Había internado allí a Juan Carlos cuando le dio el primer derrame y sólo por consejo del médico; ella no podía moverlo sola. Se quedaba hasta las siete y media, tomaba el té con él (se llevaba una bolsita y le daban agua caliente) y mientras le contaba los mínimos detalles cotidianos, le tejía pulóveres, bufandas, hasta una mantita para los pies de la cama y una funda para la bolsa de agua caliente.
¡Pobrecito Juan Carlos!, pensaba todos los días Amalia. Llevaban cuarenta años de casados y había vivido los últimos ocho en el sanatorio y ella cada tarde firme a su lado, pese al calor, al frío o a la lluvia, hablándole siempre con la esperanza de que alguna vez mejorara y pudiese contestarle. Nunca lo hizo, Juan Carlos sólo emitía sonidos incoherentes y eso rara vez.
Sin embargo, los esfuerzos de Amalia se vieron compensados porque cuando ya no pudo afrontar los gastos del cuarto exclusivo y la enfermera jefa de piso la aconsejó compartirlo con otro señor muy bien, encontró en el “señor muy bien” un interlocutor válido. Se llamaba Alfonso y era algo menor que ella. Al principio y con gran timidez Amalia le preguntó si no le molestaba su conversación, más bien monólogo, con su marido. Y Alfonso dijo que no, que era un placer y verla mover las agujas incansablemente le resultaba sedativo. Además, valoraba su presencia como una novedad simpática (esas habían sido sus palabras exactas) porque hasta entonces había vivido, después de la muerte de su hermana, solo en un departamento grande y desierto. “ahora lo había alquilado” – le comentó – “ y con el alquiler y la jubilación le alcanzaba para pagar el sanatorio”. Tampoco Alfonso le decía geriátrico. Padecía de asma y su corazón cada tanto le daba un susto, pero, por los demás parecía estar bastante bien. Tenía tres estantes llenos de libros; por las mañanas leía y por las tardes oía hablar a Amalia. Cuando entraron en confianza, le contó parte de su vida, recordaron juntos sus respectivos muertos y él empezó a hablar de autores y de libros cuya existencia ella ni siquiera sospechaba…
Amalia pensaba que habían sido ocho años realmente felices. El carácter horrible de Juan Carlos se había tranquilizado con la parálisis, muy de tarde en tarde emitía aquellos sonidos guturales, sobre todo cuando en los días templados paseaban por el mínimo jardín, ella y Alfonso empujando la silla de ruedas.
Y ahora Juan Carlos había muerto, así, de golpe, “ fue un paro cardiorrespiratorio” , le dijeron aquella tarde del 20 de octubre cuando llegó puntualmente a las tres. Acababa de morir. Ni siquiera había tenido la delicadeza de esperarla.
La hija que estaba en Rawson vino, pero el hijo, que trabajaba en México, no pudo. Lo enterraron en Luján donde tenían la bóveda familiar.
Cuando todo pasó y las visitas de pésame se fueron espaciando, Amalia volvió al sanatorio. La cama de Juan Carlos estaba ocupada por un señor muy flaquito y consumido y Alfonso había salido a hacer un trámite. El cuarto le pareció más chico, más feo. Se asomó a la ventana y allá abajo vio los dos canteros con sus arbustos casi raquíticos y el rosal medio mustio. Le dejó una nota de saludo a Alfonso. A los tres días recibió una carta suya. Le pedía que fuera a verlo.
A Amalia le pareció imprudente. En vida de Juan Carlos había sido otra cosa. Le contestó a Alfonso una larga carta donde le explicaba sus escrúpulos y esta vez no tuvo respuesta. La tristeza y el vacío de su vida le ahogaban.
La víspera de Navidad fue un día de calor insoportable. El chaparrón de la mañana acentuó la pesadez del día. Dio vueltas por el departamento mínimo y, de pronto, a las dos y media, sacó un paquetito del placard y se encaminó al sanatorio. El ascensor chico no funcionaba y el grande se reservaba sólo para las camillas. Llegó jadeando hasta el segundo piso. Antes de golpear la puerta, se tomó un respiro. Alfonso estaba sentado al lado de la ventana, leyendo. No le sorprendió demasiado la visita, más al señor flaquito se lo habían llevado los hijos para la comida de Nochebuena, la tranquilizó Alfonso.
Amalia le tendió el paquetito: “una colonia, un pequeño recuerdo de navidad”. El cuarto estaba fresco. Ella sacó del bolso su tejido y casi sin darse cuenta empezó a tejer y a hablar; el calor, la humedad, el precio de la canasta familiar… a las cinco pidió una taza de agua caliente, se hizo el té, compartieron las galletitas que Alfonso sacó de una lata. A las siete, guardó el tejido y se levantó para irse. Le tendió la mano y mientras se la estrechaba, Amalia preguntó: ¿usted sale mañana?, “no, para nada, estoy algo acatarrado”, fue la respuesta. Entonces con toda la naturalidad se despidió: “ Hasta mañana, Alfonso. Acabo de empezarle un pulóver. Cuídese. Mejor cierre la ventana de noche”.

Del libro: ¨Crónicas del olvido¨.

María Esther Vázquez nació en Buenos Aires en 1937. Es autora de los libros de cuentos "Los nombres de la muerte" y "Desde la niebla", entre otros; de los ensayos "Introducción a la literatura inglesa" y "Literaturas germánicas medievales" -escritos en colaboración con Jorge Luis Borges-; y las biografías "Victoria Ocampo" y "Borges. Esplendor y derrota". Como columnista del diario La Nación, publicó más de mil quinientos artículos. Recibió el Premio Konex (1987 y 2004), el Premio Comillas de la Editorial Tusquets en España (1995) y el Premio de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (1997).

02 noviembre, 2011

Pilar Villegas (Colombia)

La costura no iba conmigo

 Si hubiera aprendido a coser cuando mi abuela quiso enseñarme, hoy no estaría tan encartada tratando de unir estas partes, que no hace mucho tiempo, fueron mi cuerpo. El tren iba tan rápido que el maquinista no se percató de mi caída, solo el escándalo y los gritos desgarradores de los pasajeros, lo alertaron algunos metros adelante. Pero ya no había nada que hacer, yo era un reguero de cuerpo, un rompecabezas incompleto. Y esto de incompleto lo digo con total conocimiento: nadie me conocía mejor que yo y sé que ahora, que me metieron en esta bolsa y dejaron de buscarme más pedazos, me faltaron, me faltan piezas.

No es nada grato que otras personas te vean completamente desnuda y descubran todos tus defectos y, peor aún, que sea por ellos que te identifiquen: mi mamá tenía un lunar en la ingle o, mi esposa tenía una cicatriz en el seno, que tal que todos se enteraran que me faltan algunas muelas? Por eso, este afán de unirme, pero es en vano, no estoy completa.
La costura no me gustaba, escasamente aprendí a pegar botones y a cogerle los ruedos a los pantalones. Y eso, porque mi abuela me los hacía repetir hasta que quedaran casi perfectos. Y mientras repetía y repetía, yo sólo pensaba en lo tonta que sería una modelo pegando botones, porque yo quería ser modelo o actriz y no podía dañarme los dedos.
Mi abuela tenía la paciencia suficiente para repetirme cuantas veces fuera posible, las cosas que las niñas debían aprender para ser unas mujeres íntegras, dignas de un hombre y entre esas cosas estaba, por supuesto, saber confeccionar vestidos, tendidos de camas, cortinas, remiendos y otra lista interminable de objetos.
Pero como no fui lo bastante bonita para ser modelo o dedicarme a la actuación, me casé con Javier y tuve dos niños, a los que a regañadientes debía hacerles los tan odiados remiendos que siempre me quedaban espantosos.
Cuando uno de los muchachos se casó y nació mi primera nieta, quise regalarle una muñeca hecha por mí, pero ya no estaba mi abuela para enseñarme cómo hacerla. Así que recurriendo a mi poco ingenio en esos menesteres, me atreví a confeccionarla. Mi nieta la conserva, pero sólo por el cariño que me tiene.
Para la costura se necesitan dos cosas: la paciencia de mi abuela y la práctica que dan los años. Si uno quiere confeccionar un vestido, o una blusa debe seguir unos pasos elementales: primero, se marca la tela, se cortan las piezas y se van uniendo de una en una, hasta terminar.
Luego, se ensarta la aguja lo que se convertía en toda una odisea, intento tras intento y cada vez el hueco se volvía más pequeño hasta volverse casi invisible. Y por eso, cuando lograba ensartarla, dejaba una hebra tan larga que luego el problema era desenredarla.
Hace pocos días, había tomado la firme resolución de aprender a coser. Me matriculé en un curso para principiantes y sólo me faltaba una semana para empezar.
Por eso, ahora me parezco bastante a aquella muñeca que le hice a mi nieta y, además, estoy llena de cicatrices en los dedos.



Escritora colmbiana.Cursa el diplomado en Creación literaria en la Academia Yurupari. Alterna la escritura con un taller de encuadernación.

Ena Lucía Portela (La Habana, 1972).

EL VIEJO, EL ASESINO Y YO


Espero que no tenga usted nada que decir
en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad
T.MANN, LA MONTAÑA MÁGICA


Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que alguna vez fue hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su piel no sean las que suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto, que al asomarse a la calle parece el hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se percata. Me mira con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxime demasiado, que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con una serpiente es mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada importa, conocer o desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada. Le da muchas vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se burla de sí mismo. Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares, los olores, la forma de vestir —el amor en La Habana tampoco es el de antes—, que ya no quiere hacer otra cosa demasiado distinta a mecerse en un sillón. Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcanzarlo, donde él puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las manos en busca del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice. Creo que se burla de sí mismo a manera de ejercicio retórico o quizás para evitar que alguien se le adelante. Un ceremonial apotropaico, un conjuro. Dice lo que imagina que otros podrían decir acerca de él, exagera y no queda más remedio que citarlo.
Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el hombro desnudo. Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo, parece haber nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de traje: estadistas, financieros, escritores famosos. Patriarcas, próceres, fundadores de algo. Cuando se reúnen varios de ellos me parece asistir a un lugar de decisiones importantes, a una especie de asamblea constituyente.
El aire mueve diminutos fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a lavanda, a lejanía, a país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se deshojan; huele a oscuridad cerrada y de elevado puntal, a mil novecientos cincuenta y tantos. Mediados de un siglo que no es el mío. Porque su época, según él, es la anterior a la caída del muro de Berlín; la mía es la siguiente. Todo cuanto escriba yo antes del XXI será una obra de juventud. Después, ya se verá. Creo que es una manera elegante de decir que estamos separados por un muro.
—¿En tu casa hay balcón?
No, pero sí una terraza con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de barro o porcelana con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los cactos, pero se dan fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca, arenosa, en mi versión reducida del desierto de Oklahoma. Algunos tienen flores, otros parecen cubiertos por una fina pelusa, pero hincan igual. Son las plantas más persistentes que conozco: aprendo de ellos.
—No, pero sí una terraza —si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz que se vaya y me deje con la palabra en la boca.
Nunca lo ha hecho, Dios lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho, que le gustaría poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio religioso y todavía se le nota, además, es cobarde), pero admira la grosería, la brutalidad deliberada como una forma de independencia de no sé cuántas ataduras, convenciones o algo así. Y no me imagino a mí misma sujetándolo por la manga de la camisa. Al menos por el momento...
Así son las cosas. Temo aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo aburro. ¿Qué podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? "Una joven promesa de la literatura cubana", es ridículo. ¡Él ha visto tanto! ¡Me lleva tantos años! ¡Lo repite tan a menudo! Un caballero medieval bien enfundado en su armadura, en su antigüedad. Temo al malentendido. Temo que escape justo en el momento de haber alcanzado su definición mejor... temo. Cada vez que lo veo me lleno de temores (y temblores) y aun así no puedo dejar de acercarme a él. No me lo explico. Es absurdo, soy absurda. Revoloteo alrededor del viejo como una mariposilla veleidosa.

Como de costumbre, hay mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro, comentan, murmuran, toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de una pecera, en cámara lenta. Moluscos.
Otras tardes y otras noches resultan más animadas que ésta: discuten de literatura, hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a otros, se apasionan. El viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan palpitaciones y luego es el insomnio, el techo blanco. Se promete a sí mismo no volver a acalorarse y reincide. (Uno no escribe con teorías —me ha dicho hoy y no estoy de acuerdo, pienso que nada es desechable, que uno escribe con cualquier cosa, pero en fin.) No he estado presente en esos barullos que horripilan a los editores extranjeros. (No se pelean, es su forma de conversar, son cubanos —le ha dicho un mexicano a otro.) Alguien me los describe. Siempre hay alguien para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos mal, pienso.
Porque delante de mí sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas, como articulando muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del Nouveau Roman o el cine de Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia descolorida, la incomunicación. El gran aburrimiento. El viejo se pone elegíaco y cuenta de sus viajes lo mismo que podría contar un turista cualquiera. Le ha dado la vuelta al mundo más de una vez, para cerciorarse, al parecer, de que todo lo que hay por ahí es muy tedioso. Habla de los epitafios que ha visto y planea el suyo. Confunde los detalles adrede. (Eso de que Esquilo participó en la batalla de Queronea no se lo cree ni él.) Cualquier originalidad, incluso la que resulte de una vasta erudición, podría resultar comprometedora a largo plazo y quizás antes. No se oyen nombres propios, ni siquiera los nombres de los muertos (sólo Esquilo, Byron, Lawrence de Arabia y gente así), ninguno suelta prenda. Se repliegan. Cierran filas. Actúan como conspiradores. En ocasiones, por provocar, hablo mal de alguien, de algún conocido en el mundo de los vivos, y entonces todos se apresuran a defenderlo. "Es una impresión errónea", me dicen. O se callan todavía más. No hay manera. Como en un retrato de grupo, todos quieren quedar bien.
Sucede que tengo mala reputación. Yo, la peor de todas, en principio asumo el comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho de las crisis existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de cólera. De todo lo que generalmente las personas no pueden controlar, al menos en nuestro clima tan fogoso. Ofrezco confianza, complicidad, discreción, nunca advierto a mi interlocutor que cualquier palabra que pronuncie puede ser utilizada en su contra; regalo alguna de mis propias intimidades, la cual se trivializa en mi boca y al instante deja de serlo. De ese modo, dicho sea de paso, he llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no quiero que se sepa no se lo digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de vidrio.
Insisto: A ver, cuéntame de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo? ¿Te pegaba? ¿Era cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus pecados, ¿a quién quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de dormir? ¿Y en sueños? ¿Cómo lo haces? Y las personas hablan, claro que sí. Les encanta hablar de sí mismas. Se desahogan, descargan, delegan sus culpas en mí. Entonces los absuelvo, les digo que no son malos, los reconcilio consigo mismos, los ayudo a recuperar la paz.
Como es de suponer, en realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar. Simplemente se vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué suerte, se puede hablar de cualquier cosa. Sé escuchar. No interrumpo, no condeno. La atención es una droga. Olvidan que en verdad no soy analista ni padre confesor. Peligrosa amnesia que procuro cultivar. Ellos se proyectan en mí, discurren cada vez con mayor soltura hasta que sale a relucir algún material significativo. Mientras más profundo es el sitio de donde proviene, más notable, más escalofriante es la revelación.
He ahí el momento: con ese material significativo —y algunos otros elementos tan secretos como el contenido preciso de una nganga— escribo mis libros. Cuentos, relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir teatro, pero no sé por qué desconfío de los autores que incursionan a la vez en géneros distintos y hasta opuestos. Me he habituado a narrar.) Trabajo mucho, reviso y reviso cada frase, cada palabra. Reinvento, juego, asumo otras voces, muevo las sombras de un lado a otro como en un teatro de siluetas donde veinte manos delante de una vela pueden figurar un gallo, desdibujo algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los modelos siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias imágenes. Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por enterados y poner el grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible credibilidad que algunos lectores exigen y, de paso, me hacen tremenda propaganda —no hay nada como los trapos sucios para llamar la atención—. Gratis. Tampoco entienden que dentro de cien años nadie que me lea, si aún me leen (ojalá), los va a reconocer. Y si los reconocen, será porque de un modo u otro han accedido por lo menos a un trocito de gloria. No digo que debieran estar agradecidos; no digo que los rostros de los Médicis son aquellos que les inventó Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que suena demasiado soberbio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo decirle a nadie.
Los lectores ajenos a los círculos literarios —son esos los que más me gustan— se asombran de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es posible crear tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran... Creo que algunos ya andan investigando por ahí.
Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente de un montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política, según las filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la extrema izquierda que en la extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico Fra Angélico no pintó a los franciscanos en el infierno? Bien pudo ser al revés. Me atribuyen unas ideas sobre el ser humano y eso, que ni siquiera comprendo muy bien, pues no acostumbro a pensar en términos de semejante envergadura —más que la especie, me interesan los individuos y, sobre todo, los individuos que me rodean—. Me acusan de falta de creatividad, de resentida y envidiosa; intentan bloquear mis relaciones de negocios —de vez en cuando lo logran: un simple comentario delante de eso que llamo "el lector poderoso" puede resultar demoledor—; recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en la editorial llegan constantemente anónimos plagados de injurias firmados por "La Espátula" y "La Mano Que Coge"; me echan brujerías de todo tipo, en fin, lo de siempre.
A pesar de que en las "entrevistas" nunca uso grabadora (mi memoria para estos asuntos es excelente, puedo recordar durante años un dato al parecer insignificante), ninguno de mis modelos ha intentado hasta el momento desmentirme por escrito. No importaría si lo hicieran: mis versiones son más dignas de crédito en virtud del aforismo maquiavélico que dice "piensa mal y acertarás". Lo esencial es que nadie se atreve a demandarme, porque las zonas más truculentas de esas historias, las zonas más envenenadas y denigrantes, no las escribo, no les doy curso. Me las reservo como garantía, como la última bala en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.
Sé que un día me van a asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el último rostro que me será dado ver.

Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinantes fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la historia universal de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad del viejo de alguna manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante clavada en mi espalda y eso me complace más. Me impide soñar que las cosas son diferentes. Ese muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la conversación deshilachada que sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en la oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes. Como si se hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren alborotar. Del fondo de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero ruido ambiental de cristales que chocan, fósforos que se encienden y crepitan, susurros similares al del océano que habita en los caracoles, risitas fúnebres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a sus pies en un ovillo peludo. El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiembre ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pienso en Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su taller. Divina. Ella no habla casi porque hablar —afirma— le provoca dolor de cabeza y porque de todos modos —sonríe lánguida— no tiene mucho que decir. Al menos no con palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces: Recuerdas tú, aquella tarde gris /en el balcón aquel, donde te conocí... Puede ser el bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos, durante toda la noche.
El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que recobrar algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco, febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se acerca a nosotros.

—Él dice que tú le coqueteas —me ha advertido con el entrecejo fruncido como si dudara entre la risa y el enojo. Ten cuidado.
—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta? ¿Le gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho mejor que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premoniciones—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir...
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero. Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón (tiene un hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una imitación casi natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En la vasija original, tan auténtica como la página de un libro, aparecían dos muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una acariciaba la mejilla de la otra de esa misma manera y el pie de grabado aseguraba que se trataba de un gesto típicamente homosexual. Mira, mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha movido. Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por instantes y después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los hombres y todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.

Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo ha estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los balcones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó /para mirar feliz nuestra escena de amor... Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y Amelia. Se cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi Andersson y Liv Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás el deseo pone en entredicho las identidades, porque el viejo y Amelia se integran en una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.
Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el pasillo, diciéndole malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras. (Afirma que eso de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues, que no puede resistir la tentación de ejercitar el ingenio a costa de los demás: no debe ser fácil renunciar a un hábito tan añejo. Muchos le temen y eso lo divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía noticias de mí. Nada, una muchacha ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde mucho antes, llevaba siempre en mi cartera una foto suya recortada de una revista. Una foto de archivo, treinta años atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de escribir. Amelia lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada de hombres.
Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descubrir al fin la rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta, respingadita, graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos soñadores, pestañas largas, abundante pelo blanco. ¿Es esa la cara de un viejo cínico que no cree —ni descree— en nada ni en nadie? En el siglo XIX se creía que el rostro era el espejo del alma...
El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo necesario —y suficiente— para convencer no sé a quién de la soberana indiferencia que le inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche, algo que pasa. A mí, por ejemplo, ni siquiera hay que decirme que después de la segunda botella me pongo insoportable: da lo mismo y, además, lo cierto es que no necesito alcohol para ponerme insoportable en cualquier momento: es mi oficio. El muchacho, en cambio, cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es peor, me pone triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la persona que te ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a cada instante. Supongo que sea así, pues en realidad no guardo memoria de haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo pretender que no existe lo que a todas luces sí existe? ¿Solipsismo? ¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco ahora puedo dejar de seguir al viejo hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho —¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo— tampoco puede dejar de seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es tal que en ella se pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa. Es una mirada que conozco al menos en su incertidumbre: he buscado en ella a mi asesino y no lo he encontrado. Qué bueno. Pero de todas maneras podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen necesariamente que tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera saben que lo serán, que ya lo son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora. Cuando las emociones se precipitan y se escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho, pero los sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles, domésticos si se quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene de visita casi todas las tardes y le encanta mecerse. "¿Qué otra cosa se puede hacer a mi edad?", es lo que dice. Y sonríe igual que Amelia cuando se describe a sí misma como una tímida cosita que pinta tímidas naturalezas, vivas y muertas.
Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi insistencia no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empalagosas y demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima inquietud. Sonríe otra vez. No sé, en lo absurdo también debería quedar un rincón para la coherencia...

Ambos hemos leído recientemente esas páginas chismosas de A Common Life (Simon & Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en el amor desolado que durante largo tiempo profesó Carson McCullers, la maliciosa chiquita del cazador solitario, el ojo dorado y el café triste, a Katherine Anne Porter. Una pasión a primera vista que de manera perversa fue derivando hacia un asedio compulsivo, abierto, irresistible, maniático. Tal vez Carson también aprendía de los cactos. Sus torturadas demandas inexorablemente fueron retribuidas con patadas y más patadas, desprecios y desplantes de todo tipo, con un odio que se me antoja inexplicable. Tan inexplicable y profundo como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.
—Nada de inexplicable —me dijo el viejo—. McCullers la perseguía, la molestaba y nadie tiene por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los hombres no te quieren y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de los de tu perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás por qué.
Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al viejo le disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia intempestiva y desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar para nada con el protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan sólo como el objeto del deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un deseo furioso puede llegar a ser anulador (Katherine Anne: la deplorable mujercita que rechazó a Carson), un escritor aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.
Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía sobre mí podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecérmele en todas partes con cara de sufrimiento, de perro apaleado. Llamarlo todos los días por teléfono —lo he llamado tres o cuatro veces y nunca reconozco su voz en el primer momento, la plenitud de su voz, el registro grave, me recuerda más bien al joven de la foto en mi cartera, siempre me dice "gracias por llamarme"—, llamarlo no para preguntar por un conocido, por una fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras inclinaciones aristocratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de nobleza, somos así. No, llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy a suicidar y suya será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos: Yo te miré /y en un beso febril /que nos dimos tú y yo /sellamos nuestro amor... Obligarlo a cambiar su número, pesquisar el nuevo número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insistir, insistir hasta el vértigo. Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enloquecidos en la puerta como en una habitación de la torre de Yaddo: "Katherine Anne, te quiero, déjame entrar". Permanecer tirada en el quicio toda la noche hasta que él salga y pase por encima de mi cuerpo... No me importaría hacerlo, pensaba. ¿Y a él? ¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a ese punto.

Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso de seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol preferido: la yagruma, se cubre de metáforas como si dirigiera una orquesta sinfónica. El mismo gesto demorado que le he visto hacer en la televisión, donde lo creí un truco de cámara. (Conozco a la directora del programa, he estado pensando en ir a pedirle, de un modo muy confidencial, que me permita sacar una copia del video. Lo peor que puede suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va a molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo ríspido, agresivo, negador —cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por su boca es vitriolo—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito, elegante, sereno. Cuando abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro, una dama de sangre azul, la marquesa de las amistades peligrosas. Y ese personaje, el de los chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda mi silla y me cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura (en la mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo comer), le va de maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante, este viejo es un hipócrita de siete suelas, un jesuita que sabe más que el diablo y se protege de los zarpazos de la bandidita, es lo que leo en las demás caras y me complace.
"No hago locuras" quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto. No podría hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la impresión de ser una persona muy segura de mí misma, una persona sobre quien resbalan las opiniones, los comentarios ajenos. De cierta forma es verdad: mi imagen pública difícilmente podría ser peor de lo que ya es. Hoy sólo me preocupa el reconocimiento, la aprobación del viejo.
El calor es suficiente para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo de la cara, cruzar las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y vuelvo a pensar en Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca por dos años de la École de Beaux—Arts. Naturalezas vivas, espléndidas, regias naturalezas. La falda es roja, breve sin incomodar. (En momentos así es cuando pienso que yo nunca sabría llevar un título nobiliario como un personaje de Proust le recomienda a otro: igual que lady Hamilton, tengo alma de cabaretera.) La blusa es gris como esos ojos que me vigilan entre fascinados y sombríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto. El viejo y yo.
Cómo me gusta decirlo: el viejo y yo.

—¿Tú quieres algo con él y conmigo —me ha preguntado el muchacho, conciliador.
—No —le he respondido suavemente—. Sólo con él.
—Eso no va a ocurrir nunca —me ha dicho irritado—. Y si quieres te digo por qué...
—¿Tienes muchas ganas de decirme por qué?
—Yo... este... No, mejor no.

El viejo y yo conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto algo sobre uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los verdaderos, un lindo libro donde el viejo se ha mostrado particularmente eficiente a la hora de escamotear detalles. ¿Buen tono? ¿Temor? ¿Censura? Me gustaría interrogarlo en el estilo de un paparazzo o un fiscal, en el estilo de Sócrates, enredarlo con su propia cuerda, hacerlo caer en contradicciones. Me gustaría verlo evadirse, sortear todos los obstáculos y pasar a la ofensiva. Me gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un pie descalzo en su rodilla, todo a la vez y sé que no es el momento. Nunca será el momento, ¿no es eso lo que me han dicho? En medio de una charla de salón me seduce la imposibilidad.
—Nadie es como era él —afirma el viejo con una tristeza que no le conocía—. Nadie.
Y no es la amistad entre escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado. Su reino.
La madre del muchacho nos trae café en unas tacitas de porcelana azul con sus respectivos platicos también azules. Todo de lo más tierno, como jugando a ser una familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un gesto maquinal, ensimismado. Quizás piensa todavía en el muerto, un muerto que le sirve para descalificar al resto de la humanidad conocida y por conocer. Empezando por mí, desde luego, que no soy como era él. Para nada. Es lógico, pero me incomoda.
Pienso en la madre del muchacho, Normita. Una excelente cocinera que tiende a apurarnos cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años en pelar las papas o escoger el arroz, una excelente señora en sentido general. Es viuda y vive en un pueblo del interior, sola en una casa muy amplia. Ahora está de visita por un par de semanas o algo así —para el muchacho su presencia constituye un alivio, imagino por qué, la llama Normita en lugar de mamá—, pero se irá pronto, pues no soporta vivir lejos de su casa y su tranquilidad en este manicomio que es La Habana.
Hemos descubierto (o construido) entre nosotras una afinidad peculiar. Me cuenta deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él. Se ríe. "Ponme en una de tus novelas", me dice y vuelve a reírse. "Así no vale, Normita", le digo. Es Escorpión, igual que yo, y dice que la gente tiene muchos prejuicios con los escorpiones, que en el fondo somos buenas personas. Si de verdad ella piensa que soy una buena persona, cosa que me resisto a creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede quedarle a Normita. Pero siempre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo sabré yo!
Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo prefiero. Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chiflada. Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la calle de Amelia los viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado a cal y canto. No estoy segura, pero es muy posible. Habrá que esperar a ver. Porque han sido años, casi desde que éramos adolescentes; Amelia conoce mi cuerpo como nadie... y de pronto, ¡zas! Sí, yo también me iré. Dentro de poco hago así y cobro los derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los anónimos que vayan llegando me los pueden guardar, a veces son utilizables), le doy todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo indefinido en un pueblo del interior. Mis cactos y mis modelos pueden sobrevivir sin mí. No creo que me necesiten demasiado ni yo a ellos. ¿Podría escribir un libro enteramente de ficción? ¿Acaso puede existir semejante libro? No lo sé. Tal vez sería la mejor solución para todos, no lo sé.
El viejo y yo hemos estado hablando del placer que produce acostarse boca arriba en la cama en el silencio en una tarde apacible y divagar. Deshacer los lazos que nos atan al mundo, dejarnos fluir en la soledad que de algún modo ya hemos aceptado.
El muchacho se acerca a nosotros con el sempiterno vaso de ron en la mano. El viejo desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador. Pienso que el muchacho podría hacer algo desesperado en cualquier momento. Algo tan desesperado como el silencio que se empeña en mantener o la ferocidad de sus réplicas aisladas y no muy pertinentes...
Divagar. Las imágenes se suceden unas a otras, se interponen, se entrelazan. Imágenes visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo de los libros, el cine o la música, que de ese eidos con límites borrosos (esfumados como el background de Monna Lisa) que por convención suele llamarse "la vida real". Una vida, a veces no tan cierta, que no sólo incluye los viajes, el momento indescriptible en que se descubre desde el avión cómo se alza vertiginosa Manhattan entre un mar de neblina, o el ronroneo sobrecogedor del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas de los Andes. Una vida que también abarca, como miss Liberty o el Cristo de Río, la cotidianidad en apariencia más intrascendente, con sus afectos y desprecios, con sus pasiones anónimas de pronto tan, pero tan, inmersas en lo ficticio, en la fábula.
Porque mi mundo interior es impuro e inmediato, casi palpable, quienes me odian dicen que no lo tengo, pienso.
Pero no menciono eso último por no perturbar al viejo, quien comprende y acepta y hasta participa de mi misma noción de divagar. Después de todo, quienes me odian son sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos estéticos, historias vividas; con ellos tiene compromisos. Esos mismos que le impidieron hacer la presentación de mi primera novela, donde me río un poquito de ellos (más de lo que sus egos hipersensibles pueden soportar, qué horrendo delito, ja), les saco la lengua y les guiño el ojo. Sé que ellos no significan para el viejo ni remotamente lo que significó el muerto. Porque nadie es como era él, nadie. ¿No es así como decía? Sé que el viejo está solo, que no lo olvida y siente miedo. Que los compromisos son los compromisos. Por esa razón, y no por aquella otra que con aire freudiano insinuaba el muchacho, entre el viejo y yo no puede suceder nada. He llegado demasiado tarde. Hay un muro.
No quiero introducir asuntos espinosos ahora que nuestra divagación sobre la divagación, más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan armoniosa.
—Ustedes, ya que son tan cínicos, tan lengüinos, deberían discutir... ¿Por qué no se enfrentan? —sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo.
—Estamos discutiendo, lo que pasa es que tú no te das cuenta —comento y el viejo sonríe.
¡Ay viejo! Querría decirte que a mí también me gusta tu muerto (quizás menos que a ti: prefiero el teatro de O'Neill, su largo viaje del día hacia la noche es único, es genial, es incomparable desde cualquier punto de vista y tu muerto debió saberlo, no debió rechazar aquel desmesurado elogio desde la soberbia, lo siento, viejo, cada cual se inclina sólo ante sus propios altares), querría decirte que me gusta sobre todo la relación que hubo, que hay, entre ustedes, un viejo y un muerto, que me fascina tal y como la describes en tu libro, que los envidio a los dos porque yo nunca tuve amigos así...
Voy a hablar y el muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir que la divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy diferente, relacionado con el sexo o algo por el estilo. No lo entiendo bien. Habla como si no pudiera evitarlo, como si las palabras salieran por su boca en un chorro a presión. Es un hombre desmesurado, violento, pienso no sé por qué. El viejo hace un gesto de impaciencia:
—Sigue tú con tus divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras —dice en voz baja.
¿Las nuestras? ¿Las nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo y yo podemos designar como "nuestro", aunque no sea más que la imposible suma de dos soledades? Tal vez lo ha dicho para mortificar a su amante. Alguien tan entrometido probablemente se merece que lo aparten de vez en cuando, al menos un par de milímetros. Ellos, pienso, deben estar acostumbrados el uno al otro (como Amelia y yo) con sus necesarios, vitales, imprescindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me utiliza. Pero no me importa: que haga lo que quiera, lo que pueda.
Porque me han contado que en una tarde bien tranquila, de esas que invitan a la siesta y a la divagación, el viejo se apareció en esta misma casa, todo agitado, con un ejemplar de mi primera novela en la mano. Se la tendió al muchacho y le dijo busca la página tal y lee, lee en voz alta. Y el muchacho le dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no te sientas? Y el viejo le dijo lee, vamos, lee, como quien dice pellízcame a ver si no estoy soñando. Y el muchacho leyó. Unas diez páginas, en voz alta.
Me han contado que el viejo, iracundo y alegre, caminaba de un lado a otro, se alteraba, se reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el pecho, pedía agua. Un desorden de emociones, el nacimiento de una nueva ambivalencia. ¿Tú has visto qué mujer más mala? No, no es buena. Lo peor es que todo esto (el muchacho señalaba el libro abierto como un pájaro con las alas desplegadas, como el diablo de Akutagawa) es verdad. Malintencionado sí, pero falso no es... ¡Un poco más y pone hasta los nombres de la gente con segundo apellido y todo! No, lo peor no es eso (el viejo hablaba despacio, saboreando las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese librejo infame está bien escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que me gusta y que esta mujer perversa hasta me cae simpática... (Me seduce imaginar al viejo, con su voz tan envolvente, susurrándome al oído muchas veces la frase "mujer perversa, mujer perversa, mujer perversa". Yo me erizo.) Sí, a mí también, pero te juro que no quisiera verme en el lugar de esta gente. ¿Cómo se habrá enterado ella de cosas tan íntimas, eh?
Ignoro si la escena transcurrió exactamente de ese modo. Lo anterior es un esbozo tentativo, más o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo tomando en cuenta los hechos posteriores: a partir de entonces mis relaciones con el viejo, que antes apenas existían, se convirtieron en una diplomática sucesión de espacios vacíos, en una fila versallesca de puertas cerradas o entreabiertas, con celosías y el año pasado en Marienbad.
Ahora, cuando dice "nuestras" y me envuelve en ese plural excluyente, de alguna manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo —mi próximo libro, el que escribiré en casa de Normita, podría llamarse El viejo. An Introduction, como los manuales anglosajones, y se lo enseño cuando aún esté en planas y podamos negociar con los detalles, no vaya a ser que al pobrecito le dé un infarto ante tal muestra de amor—, sólo siento que me acerca. Mejor aún, que ya estoy cerca aunque él no lo diga. ¿Qué puede importarme si de paso me utiliza para fastidiar un poco al muchacho?

Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café y fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo nada y sólo existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para inventar historias sobre la gente y cada día buscarse un enemigo más. Una enredadora profesional.
Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que somos un par de idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se levanta y, en el tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va. En mi cara algo debe haber de súplica (esa expresión no la necesito para mi trabajo, pero también la he ensayado frente al espejo, por si acaso se presentaba alguna coyuntura imprevista y aquí está), pues me explica, como a un niño chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido incluso más tiempo que de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no debe trasnochar, a su edad los excesos son peligrosos.
¡A mí con esas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a pedacitos, escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación, detrás de su enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene apuro y yo, que soy joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no constituye ninguna garantía acerca de quién va a morir primero. Lo inesperado acecha y nos hace mortales de repente, nunca lo olvido. Como la gente abanderada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo quiero ahora...
No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a pesar del cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi cartera cuando se aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha tocado ni con el pétalo de una flor, ni con la púa de un cacto —lo de la púa va y le gusta, quizás hasta sueña, mal bicho, con arañarme la cara—, él, que se inquieta y hace muecas de pájaro incómodo cuando penetro en su aura, se inclina y me besa en la boca. Bueno, más bien en la comisura, pero pudo ser un error de cálculo, un levísimo desencuentro. Me besa como alguien que se despide y quiere dejar un sello. O como alguien que flirtea sin comprometerse, que juega a alimentar una pasión no correspondida. O como alguien que simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último de los cuentos de hadas.
Es sabia la idea de perderse ahora, pienso.

No sé si el muchacho ha notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas palabras que no alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado petrificada, hecha una estatua de sal por asomarme a un pasado que no me pertenece, y sólo atino a levantarme de la butaca cuando el viejo ya se ha ido. Corro, pues, al balcón para verlo salir. Demora un poco en bajar la escalera (que es muy empinada y con escalones de diverso tamaño, la locura) y cuando al fin descubro su cabeza blanca, justo debajo del balcón, ya no sé si llamarlo, si gritar su nombre, si dejar caer sobre él la tacita de porcelana azul que aún conservo en la mano. Tú volverás, me dice el corazón, /porque te espero yo, temblando de ansiedad...
No hago nada. Quizás porque he vuelto a sentir una mirada gris, más agresiva que nunca, clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la esquina el viejo se vuelve bajo la luz amarillenta de un farol callejero con algo de spot light. Es la estrella, no hay duda. Me saluda con la mano, de nuevo dirige una orquesta sinfónica. Rachmáninov empecinado, dramático. Rapsodia sobre un tema de Paganini. No distingo bien su rostro, se pierde entre la luz y la sombra, sigue siendo el joven de la foto. No sé si se despide o si me llama. Prefiero creer que me llama. Si es así, me esperará. Entro, pongo la tacita sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita —besos no, ahora nadie puede tocarme la cara—, chao gente, la puerta y salgo.

El muchacho sale detrás de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante. Me alcanza en el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.
—Déjalo tranquilo —creo que dice, no lo entiendo bien.
—Quítame las manos de encima —trato de soltarme, él es más fuerte que yo.
—No —aprieta más—. Hoy tú te quedas a dormir aquí.
—Te dije que me quitaras las manos de encima.
Es raro, ninguno de los dos grita. Todo transcurre a media voz, en la penumbra de un bombillo incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al parecer no es algo público, se trata de un asunto a resolver entre nosotros.
—¿Pero qué te has creído, puta?
Me sacude. Forcejeo. No consigo deshacerme de él. No sé por qué no grito. Alguien tendría que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se puede retener a las personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están Normita y los demás. Los boleros. En la esquina me espera el viejo. Y me darás... Tengo que sacarme a este loco de arriba, como sea. Pero no grito. ¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El viejo está en la esquina... tu amor igual que ayer... Con la mano libre le doy una bofetada. Parpadea, por un segundo el estupor asoma a los ojos grises. Después aparece la cólera y hay un instante donde me arrepiento... y en el balcón aquel... ¿Por qué nos obligamos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande, si mal no recuerdo la única, que haya recibido en mi vida. Tanto es así que pierdo el equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos. Mármol frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un instante donde se arrepiente. Al menos eso me parece, pues grita mi nombre y, en lugar de "puta", oigo un "Dios mío". Su voz resuena, se multiplica, se fragmenta, viene de muy lejos. Golpes, muchos, incontables astillan y quiebran. Por todas partes. En la espalda y algo se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor y de repente nada. Se acabó, final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del segundo descanso no soy yo quien rueda por la escalera, es sólo mi cuerpo. Dejo de oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un abismo, un resplandor. Pienso en Amelia.


(Tomado de LA JIRIBILLA, Cuba.)

Narradora y editora. En 1997 obtuvo el Premio Cirilo Villaverde con su novela El pájaro: pincel y tinta china, que se publicó por la Editorial Unión en 1999. La Editorial Letras Cubanas le publicó el libro de cuentos Una extraña entre las piedras, 1999. Con El viejo, el asesino y yo obtuvo el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, en 1999.
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