28 junio, 2012

Paola Yanielli Kaufmann (General Roca 8 de marzo de 1969 ~ † Ciudad de Buenos Aires 25 de septiembre de 2006).

"Cuando yo escribo uso todo, todo lo que soy, todo lo que recuerdo, y no tengo reparos en hacerlo" P.K.

Kanashibari

"I have been sleeping, and now, now I am dead!"E. A. Poe, The facts in the case of M. Valdemar
Desde el instante mismo en que leí “Los hechos en el caso M. Valdemar” supe que yo ya conocía el final de ese cuento. Varias veces hice en vano el esfuerzo de recordar, tantas como retomé Historias Extraordinarias para detenerme con minuciosidad en los detalles de Valdemar, y así tratar de reconstruir la identidad de aquella historia, tan evasiva para mí. De que se trataba exactamente, cuándo la había leído y en dónde, eran precisiones que se escurrían de mi memoria como anguilas entre la oscuridad de las rocas. Sin embargo tenía la impresión muy clara de que la lectura, o lo que fuera que me había acercado esa anécdota, había ocurrido hacía mucho tiempo, lo cual no me dejaba más espacio que aquel más bien improbable de la infancia. Y un día fortuito, recorriendo los estantes de una librería de usados, encontré la respuesta en un libro de mitos japoneses para niños. Ese libro había llegado a nuestra casa del Valle gracias a mi abuelo, un hombre que solía viajar mucho y casi siempre por países extraños. El que encontré aquel día era el mismo libro, la misma edición de tapas doradas, hojas espesas y algunos dibujos color escarlata y negro. Contenía tres historias solamente; una de ellas resultó ser la que no conseguía recordar, Kanashibari, y tenía que ver con el sueño, aunque no con el hecho de soñar como proceso fisiológico, ni siquiera fantástico, sino como un proceso aberrante. Al igual que buena parte de los mitos en Japón, este pertenece a la Isla de Kyushu, al sur del país, una versión más vasta, geográficamente al menos, del Olimpo. Allí vivía un trabajador humilde llamado Yakumo, hijo a su vez de trabajadores humildes que nunca habían pretendido nada mas allá de procurarse la comida de cada día, y un techo simple para cobijarse. No sabían leer ni escribir, creían en los dioses, y en la bondad infinita del emperador. Yakumo, por el contrario, había nacido rebelde. Trabajaba junto a sus progenitores, pero no por placer, no porque considerara el trabajo una suerte de obligación moral, sino apenas un medio de subsistencia. Tuvo una educación elemental, al igual que sus dos hermanos, y una adolescencia insensata, al igual que todo el mundo, solo que a Yakumo le duró más. No había cumplido diecisiete años cuando se enamoro de la hija de un poderoso del lugar, llamada Aya, y quiso contraer matrimonio de inmediato. No hubo castigo ni súplica que lo hiciese desistir de su elección, y como resultado de su obstinación Aya fue descastada por su familia, que la dejó librada al cuidado de su esposo rústico y pobre. Cuando se casaron, Aya era poco más que una niña. La juventud de los dos, la fuerza de carácter y la complexión sana de sus cuerpos los salvaron de la miseria los primeros años. De a poco empezaron a construir un hogar más o menos sólido, rodearon la casa de caminos ramificados para confundir a la mala suerte, y plantaron mimbres y jacintos cerca de la puerta de entrada. A su modo inexperto y laborioso eran felices. Entonces, cuando ya estaba todo preparado para pensar en un hijo, Yakumo se fue. Una noche dijo a Aya que sentía necesidad de conocer el mundo, y a la mañana siguiente ya no estaba. Aya era muy joven cuando pasó esto. Los padres de Yakumo intentaron consolarla. Sus propios padres, sin embargo, nunca dieron marcha atrás en su decisión de no volver a verla.Yakumo anduvo por las regiones contiguas, y después mas lejos, liviano y necio como un farolito de papel flotando sobre la corriente dócil y que a la larga se despedazara contra las piedras. Cuando se canso de vagabundear encontró a otra mujer, Maki, y se casó con ella. Fue después del matrimonio que Yakumo empezó a sufrir los embates de un sueño espantoso. El sueño lo embargaba cuando aún no se había dormido, en cualquier lado, incluso en los brazos de Maki: soñaba que el fantasma de una mujer se sentaba en su pecho y no lo dejaba respirar. La mujer se sentaba de espaldas de modo que no podía verle la cara, pero las guedejas negras de sus cabellos le metían por los ojos, por la nariz y por la boca, impidiéndole respirar o gritar. La mujer no se movía de su pecho hasta que le daba la gana moverse, no importaba lo que hiciera, pensara o se obligara a dejar de pensar. Nunca aparecía cuando ya se había dormido, sino cuando estaba a punto de hacerlo. Era el kanashibari, la pesadilla de la duermevela, que perseguía a los criminales, a los indiferentes, a los traidores. El kanashibari era un castigo secreto que no podía compartirse con nadie, y duraba tanto como tardara al culpable en pedir perdón, o reparar el error. Durante diez años Yakumo sufrió las visitas, al principio esporádicas, mas tarde regulares y hasta cotidianas, del fantasma de la mujer desconocida. Diez años aplastándole el corazón casi todas las noches. Yakumo envejeció prematuramente. Aún así tardo en darse cuenta de su significado, porque Yakumo no era hombre de reparar en el dolor ajeno, aunque el mismo lo hubiese provocado. Yakumo era naturalmente ingrato, por eso no supo enseguida quién era el fantasma del kanashibari. Y cuando lo supo su arrepentimiento fue como una marea de tristeza, algo que llegaba y se retiraba, pero que no cesaría más. A pesar de eso, el fantasma seguía llegando noche a noche, seguía sentándose sobre su pecho y quitándole un año de aliento cada vez. Diez años mas tarde de su partida súbita y caprichosa, Yakumo era un hombre viejo.Maki no comprendía que pasaba con su marido, hasta que al final se hartó y le preguntó directamente si en su vida pasada había algo que tenía que esconder de ella. Yakumo, agobiado, le contó de Aya, de la región donde vivía, de sus padres, todo abandonado por un antojo imprudente de su juventud. Maki era una buena mujer. Pocos días después, Yakumo partió de regreso a buscar a Aya.En el otro extremo de la isla las cosas no parecían haber cambiado, al menos no sustancialmente. Pero sus padres no lo reconocieron, ni sus hermanos. Todos ellos vivían y seguían trabajando, inmutables, comiendo las mismas cosas, durmiendo bajo el mismo techo. Yakumo, al ver todo eso, sintió deseos de huir otra vez, pero aquella noche, en la posada anónima donde se alojaba, el kanashibari reapareció con una malevolencia inusitada, el fantasma de la mujer abarcaba ya todo el cuarto, como una montaña, y de su cabello salían insectos que hincaban sus aguijones en los globos de sus ojos, taladraban las membranas de sus oídos y mordían su lengua esta vez no solo impidiéndole moverse o gritar sino también infligiéndole un dolor atroz que lo atenazaba más que el miedo. Esa noche la mujer se dio la vuelta y lo miro de frente, y en aquella solidez horripilante Yakumo vio en plenitud a su verdugo. Al día siguiente, sin haber dormido, fue a su antigua casa rodeada de mimbres y de jacintos y de senderos interminables. Las varillas cubrían todo el sitio, y los jacintos se habían transformado en flores macilentas, ganados por una gramilla áspera y por macizos de ortigas. Yakumo se abrió paso entre ellas, lastimándose las manos y los brazos, hasta encontrar la puerta, sepultada por el resto, como toda su vida, bajo la espesura del olvido. Para su sorpresa, Aya estaba ahí, sentada en el piso en posición de loto frente a un mantel de seda, donde había además dos platos de comida y una jarra de té. Estaba esperándolo, del mismo modo en que solía esperarlo cuando Yakumo era joven y volvía de trabajar, con el cabello negro y limpio exactamente igual que la última vez que la había visto. Yakumo pensó que ella no lo reconocería, o que lo echaría, pero se equivoco. Aya le hizo un gesto para que se sentara, y después lavó sus manos y sus pies con paños calientes y limpió sus raspaduras con aguas de jazmín. Él le pidió clemencia, le suplicó perdón; ella no contestaba, se limitaba a mirarlo con una mirada amorosa, de a ratos extraviada, de a ratos nostálgica. Yakumo trató de contarle lo que había pasado pero fue inútil: Aya era una especie de grabado salido de su memoria, mudo, repitiendo un ritual de hacia diez años como si nada hubiese pasado entre ellos, ni siquiera el tiempo. Yakumo se abandonó a ella implorando su perdón, llorando sobre su regazo y rogándole que no lo atormentara mas, que se había arrepentido, que no volvería a irse. Ella, sonriendo, le acariciaba la cabeza y secaba sus lágrimas.Pasó la noche junto a su primera esposa. No había en ella un solo rasgo diferente de lo que él recordaba, ni la piel fatigada, ni un cambio de estilo de su ropa, ni una mancha en su cuerpo o un signo de cansancio. Nada. Aya se había conservado perfecta e indemne al paso de los años, como embutida en ámbar o en hielo. Yakumo, por el contrario, desde el momento de su traición, había empezado a pagar con su propia vida. Esa noche en su antigua casa Yakumo durmió por primera vez sin el kanashibari sobre su pecho, creyendo que a la mañana siguiente Aya estaría a su lado, tersa como un durazno a punto de caer del árbol, y que él, rejuvenecido por el descanso, empezaría a vivir otra vez. Yakumo se durmió abrazado a la cintura de su antigua mujer creyendo que la Naturaleza estaba en orden nuevamente.Pero la Naturaleza no estaba en orden. Raramente lo está, y aquella no era una de esas excepciones. Porque Aya, la primer mujer de Yakumo, la casi adolescente esposa de Yakumo, había muerto, o algo cercano a eso, pocos días después de la partida de su marido. Encerrada en la casa como en una crisálida, mientras afuera crecían los mimbres y se marchitaban los jacintos, ella permanecía muerta, sin que un solo centímetro de su piel se alterara con el paso de las horas, ni un solo gramo de su carne, ni las delicadas hebras de cabello negro, con el paso de los meses, y los años. Durante las noches Aya resucitaba a una especie de sueño agitado, y a la mañana reposaba en la paz de su muerte detenida, como si ese sueño la hubiese tranquilizado de modo misterioso. Los padres de Yakumo sabían de esta muerte en vida, pero para el resto, Aya había muerto definitivamente después de la partida de su esposo.Hasta que Yakumo volvió, arrepentido, avejentado por el sufrimiento que le oprimía el cuerpo.Nadie supo, salvo Yakumo, que Aya había vuelto a la vida por completo, antes de que la muerte le arrebatara todo. Como el cuerpo de Valdemar, sujeto a la realidad por el delgadísimo hilo de la hipnosis, el cuerpo de Aya fue retenido por el amor, o por el rencor, o tal vez fueron los dos sentimientos los que sustrajeron su cuerpo a la muerte absoluta durante mas de diez años. Por eso Yakumo no despertó abrazado a la cintura de su mujer, sino a una masa podrida de huesos y carne escarbada infinitamente por los gusanos, de la que apenas quedaban, reconocibles, unos manojos de cabello negro despegados del cráneo.Hasta acá el mito japonés. Ignoro si Poe lo conocía, si lo utilizo o lo recreo para su propio relato Francamente poco importa. Como él mismo dijera un día, cuando le preguntaron acerca de la influencia que tenían sobre su obra los maestros alemanes del terror: “el verdadero horror no proviene de Alemania, ni de ninguna parte, sino del alma”.

26 junio, 2012

"Monólogo de Romina Tejerina" de Susana Villalba (Argentina, 1957)


LA MUERTE DE LA PRIMOGENITA
Monólogo de Romina Tejerina

La prueba de la ira de Dios es su ausencia, no la catástrofe. Lo peor de una catástrofe es después: el silencio, la rapiña, la soledad, el desconcierto, sobrevivir en un mundo que se cae a pedazos. Ya se cayó. Nacer es una catástrofe. Una expulsión. Un cerco protege a los otros de nosotras. Nunca estoy donde hubo, habría, habrá un paraíso. Nacer no siempre es estar. Del infierno me separa otro infierno y de la caída se sale cayendo. Nacer es caer. En tu amor me levanto Señor, pésame salvador, sálvame pesador de almas, con atenuantes, con pericias. Yo me confieso.
Era el Carnaval. Cuando la música y el olor a fiesta ascienden, el Altísimo entra en celo, cae en picada hasta lo humano, como el inti agarra un cordero y se lo lleva a las alturas. Como un ángel caído y borracho anda tres días en el infierno de este pueblo, después resucita en el cielo y no se acuerda de nosotras, no se acuerda a cuáles nos hizo un hijo de hombre. Con humor agrio de resaca nos manda desgracias. A los siete meses se me descoyuntaban las caderas y los pensamientos y cambié de color. Los huesos chocaron unos con otros y caí al suelo. Entre las piernas brotó azufre líquido, caliente, se abrío el vientre del cielo y envuelta en una nube de babas bajó: una centella de fuego, una tormenta en forma de hija se me revelaba. Un cuchillo me nació en la mano como un mandamiento.
Después era un hospital un mar de cristales rompiendo contra el firmamento, estallaba el jucio y sus trompetas, una voz todopoderosa decía: Hecho está. El ángel me dijo: ¿De qué te sorprendes? Yo te diré el misterio de la mujer y la bestia que lleva, con siete cabezas y diez cuernos. Echaba humo por los morros y los caballos del ejército celeste descendían sobre mí. Colmados de ira siete vientres. Una criatura de barro reclamó que le reconociera el apellido de Dios. Y dijo él: te llamarás la rabia. Y la puerta del cielo se cerró.
Y se abrió esta celda, cada una entró con un número como nombre. Se acabó el tiempo y comenzó algo peor: nada. No escucho nada, no veo a nadie, no hago nada, no voy a ninguna parte... Como era en el principio, ahora y siempre. Miré un árbol y se levantó en medio del patio, su altura era tan grande que las nubes se abrieron, y le pedí que cambiara su corazón con el mío, porque el árbol sabe estar quieto pero yo no.
Y dijo el dictamen que ni las perras hacen eso, que es obra de hombre cuando es mujer. El forense encontró alevosía en los tejidos. La fiscal encontró perpetua en los Antiguos Testamentos. Que hasta las ratas cuidan a sus crías. Dios te salve María. La abogada encontró un brote sicótico en los atenuantes y me dieron 14 años. Solamente, dijeron. Teniendo en cuenta. Y se abrió esta puerta.
Antes, cuando pasaba desde afuera, mamá decía que esto era un camping. Después, en las visiones de mi cabeza supe: si no estuviera acá, afuera sucederían cosas peores. Porque fue el diablo, me dio a comer un papel que parecía dulce pero era amargo al morder, dijo que un misterio se iba a abrir. Se partió mi mundo de pronto no existe más. Y dijo parirás con dolor. Vendrá sobre ti el Altísimo te cubrirá con su sombra. Susurraba me penetraba por el oído, hágase en ti mi palabra, he aquí la vasija del Señor donde el verbo encarna. Yo se partió. Y el ángel se esfumó como había venido. Ejércitos de difuntos: bendecid la falta de cuerpo.
Dijeron que no dije antes que fue violación, que después que nació no vale decir. No hablé porque lo tenía todavía adentro, vigilándome siempre desde el vientre, no podía abrir la boca, también en la boca lo tenía metido y su mano afuera tapándomela. Por fin salió de adentro mío disfrazado de bebé, quise explicar pero vomité un idioma de cuchillos que yo tampoco entendía. A imagen y semejanza clavé, porque dijo Yavé me arrepiento de haber hecho lo humano y lo destruiré. Y puso a la hija de hombre en una caja de zapatos con agujeritos y la inundó hasta ahogar setenta veces siete gatitos. Diecisiete puñaladas dijeron los diarios y otros dijeron veintiuna. Y otros dijeron que fue por agua. Porque el agua se iba tiñendo de sangre en el baño, una hija refucilaba como ira del padre, sobre mi corazón caía una hija como una lápida. Llovían cenizas. Le cambié la piel y me hice del linaje víbora que arrastra el vientre, polvo comerás todos los días. Y en Jesucristo, tu única hija. San Salvador de Jujuy, cámara penal número 2. La tierra se hizo un cerco de abrojos y espinas, el mundo es un lugar en el que nunca estuve ni voy a estar. Nacer no es para cualquiera. Hay que merecer el mundo.
Las del derecho de la mujer dijeron circunstancias extraordinarias te salven. El procurador dijo que abuso no se ve a la vista. Sin excarcelación. Sin pecado concebida. El atenuante de puerperio es para menos de tres puñaladas, más no vale. Solamente debía dos materias. Igual podía ser egresada, si no, no me entraría el vestido. Solamente había engordado cinco kilos, porque no es verdad lo que no se quiere. El cuerpo hace tumores-bebés. Dijeron que era febrero pero era agosto, los carnavales de la Pachamama, salí a buscar a mi hermana Erica. Después estaba en un auto rojo. Después en esta celda, me pusieron con cuatro madres a propósito. Me dicen que a ellas las encerraron por ganarse el pan para sus hijos, no como yo, se muestran fotos de sus guachitos entre ellas y no me hablan, me escupen. Después de egresada yo iba a ser policía. Ahora ya no quiero. Abogada tampoco que no sirve. Primero la cena blanca, la misa y el vestido largo de egresada, con plumitas. Siete exhortos me llegaron. Sonaron siete trompetas. Y miré y sobre una nube blanca uno como sentado, en la mano la guadaña: Ha llegado la hora de segar las almas en las consecuencias de sus cuerpos.
Y se abrió esta puerta. Cuando entré por esta puerta pensé: todas las mañanas de todos los años de dos veces siete años voy a ver a la misma celadora, por los siglos de los siglos cada vez más vieja, yo también. Y todas las mañanas veo y voy a ver y vi este pasillo con esas baldosas, la cuarta con una esquina saltada, la décima partida. Y cuando entré se cerró esta puerta como un ataúd. Por los siglos de los siglos. Y cuando vi a mis compañeras de celda pensé en una municipalidad de los muertos. Durante todos los días de los meses de todos los años las filas y las baldosas y las cucarachas. Como en la cosecha de tabaco pero peor, porque no volvés a la noche a tu casa, ya estás en la casa de los muertos. Esta cama todas las noches de todos los siglos, en tu casa no pensás eso, creés que si un día querés te podés ir, aunque no es cierto tampoco, ni en tu casa ni en ninguna parte. Nacerás con dolor desde tu sombra, a la muerte nacerás, librada a la libertad de mirar esta pared o esta otra. Librada a la ley del más fuerte. Sálvese quien pueda de su propio animal y de su Dios que se ahoga en un cuerpo humano y en lo humano se desahoga de su bestia.
Pero no es que una hija nació, es que caía, en el desmoronamiento total fue un desprendimiento, caía de todo lo que caía. Siete lunas después que el uturunco bajó por la cuerda de la luna disfrazado de hombre, el hombre disfrazado de automóvil rojo, entró por el cuerpo de un vecino y salió por los ojos. Y me dijo: “nada te alcanza. Te llevo hasta la fiesta que está tu hermana”. Pero la hermana se convirtió en guanaco de dos cabezas y con dos bocas me escupió siete veces siete. Hasta que por fin él se salió de adentro mío, los mismos ojos pero chiquitos, calmado el sexo se había vuelto bebé, los mismos ojos en llamarada, los brazos ceñidos de oro, sonaba a metales entrechocando, cinturón de atumóvil y cinturón de golpear, de sus belfos salía vapor de azufre y berreaba como si todavía siguiera diciendo “si te gusta putita movete”, con esa voz de multitud, con ese susurro de langostas entraba por la ventana con dientes de león y sexo de caballo, pelo como de lana y púas, todo el cuerpo lleno de ojos. Me orinó como el liebre marca su propiedad, como el tortuga araña la visión de la hembra para cortarle la huída. Otra vez y otra vez una serpiente entraba y salía por todos los agujeros de mi cuerpo, tragué un veneno que hará caer a un tercio de la humanidad.
Antes yo era la novia del cordero, maldad ya me había hollado desde caras familiares pero sin fruto porque el incesto es estéril. Dios nos salve María, Jime, Luli, mis amigas dejaron de visitarme. Mis amigos dicen que si sabían me aprovechaban antes. Pésame dios mío para que te sienta, no te siento, no siento el corazón.
Yo no soy una cualquiera, soy una nadie que conoce todo el mundo. Me hicieron una marcha, una canción, una bandera, santa, santa Romina, santa mosquita muerta. La conchuda, dijo él cuando lo denuncié pero salió a los veinte días. Falta de pruebas. Faltaron peritos y vino su hermano vestido de sargento. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima puta y omisión, por mi visión de las cosas y de las que no lo son. No siento remordimiento porque no tuve hijo de hombre, bajó el ángel y me dijo serás concebida como un pensamiento: por el aire. ¿Cómo será esto si no conozco varón?, pregunté. El vecino me metió su auto rojo, después se quedó siete meses adentro mío, encima, abajo, alrededor, agarrándome del cuello, tapándome la boca, apretándome las costillas, durante siete meses no pude respirar. Por fin un día salió, yo nada más fui al baño, tomé quince laxantes, quería irme del cuerpo y seguir viviendo en el cuerpo de antes, ir a la fiesta de egresada, con el vestido corte princesa no se iba a notar. Dichoso el que vela y guarda sus vestidos. De pronto salió, por fin se hizo mujer y chiquito y así lo pude golpear.
Entonces la Santa Descamisada apareció en la ventana aunque borrosa de olvido y desilusión, la estopa desbordando las deshilachaduras, los tules del embalsamamiento comidos por las polillas y el desamparo, las uñas con saltaduras. Pero en las palmas los estigmas relucían. Me dijo “no se preocupe querida, a mí también me llamaron arrastrada”. “Y usted -me dijo la ilustre estéril- como hace la yacaré se pone la hija en la boca, aunque todos crean que es para tragársela, es por protección, son tiempos salvajes. Si los dioses comen a sus hijos, las diosas tienen que parir piedras” -me dijo. Y se fue como los recuerdos, no es que se van, es que yo cambio. Santa Protectora de las que nacen alcantarilla. Si hace frío la yacaré nace hembra, la madre la traga y vuelve a poner el huevo cuando haga calor así renace macho. La hija guardada en la saliva, las palabras en la salmuera del silencio. Y todo fue a parir un cuchillo-bebé. Abanderada de las que tienen poco padre y demasiado general, venga a nos el tu vientre, volvamos como un cáncer en millón sobre un ejército de fiscales...
Tu poder no llega a abrir estas puertas.
Hay un intendente en Buenos Aires, si Escobar es Buenos Aires, o legislador, el que atribulaba a los mártires, los torturaba y los tiraba vivos al mar, lo lícito y lo justo no son lo mismo. La jueza lo dejó libre, a mí me rechazó la apelación. Agravado por vínculo dijo. Él puede ahogar desconocidos, si no es la madre. Dijo que yo soy madre. Pero soy la hija. Mi mamá me estaba haciendo el vestido blanco de las egresadas, con corte princesa y plumitas. Ahora soy una ingresada. La 7504. Habrá otro juicio, eterno. El tiempo está cerca. Bendito el que esté maldito. Me hicieron pancartas, León Gieco, remeras, charlas-debate, una obra de teatro en el Rojas, estuve en televisión, hay un blog con mi nombre, todas somos Romina, todas menos yo.
Si un dolor empieza ¿alguna vez se termina? Mirá Señor, me arranqué la uña, te ofrezco esta llaga a cambio, porque esto sí lo siento. Siete días me llenó de baba con siete bocas y pies de oso. Después me tiró por ahí y fui a lavarme pero el arroyo se secó, el arroyo tenía asco de mí. Me salían úlceras, me quemaba por dentro, el cielo se oscureció para bajar a la tierra en forma de tempestad. Santa, santa vaciada, embalsamadita virgen de corazón, confieso la locura de creer que puedo decidir mi vida. Cegada en mi identidad no vi la totalidad de un plan divino en el que estoy apenas dibujada. Yo me confieso adentro nada. No soy hija ni madre, el mundo no es, el amor no hay. Estoy donde no se está.
Y se abrió para siempre esta puerta. Mas si el esclavo dijere amo a mi hija y no la daré como rescate, su amo lo llevará ante dios y le marcará la oreja. Y así lo tendrá suyo para siempre. Y la puerta se cerró.
El vientre ya no me pesa. Pésame dios mío. Era como una ranita y las ranas son espíritus malignos agazapados, si se las deja nacer se vuelven legión. Pésame por exceso de acción. Por inyección letal, por una horca en la que caiga por mi propio peso. Pésame en una balanza más piadosa, porque ofendí lo que fui, lo que quería ser. Este infierno que merecí: el vacío sin peso, la falta de gravedad es el castigo. No siento nada. No cambia nada. Todos los días son iguales a las noches, todas las noches son iguales a la muerte. Todas las muertes no son iguales.
Acá Ramonita empezó de paloma y ahora la ungieron con derecho a celular. Le hace citas al Señor de la muerte con las de alto riesgo, las elegidas salen, van con los que él les señala. Después un mes tienen privilegios. Ahora se sorprenden. Fetos aparecen siempre al costado de la ruta. Y cuerpitos, si son de los rituales aparecen sin partes blandas, que las venden. Sin lengua y quemados con cigarrillos. Hay unos abogados que compran testigos que no ven, les dan para unas Reebok. Mi mamá quería vender algo para pagarles pero no teníamos nada. Además, como Mirta me llevó al hospital ya blanqueó. Soy el lugar del hecho. El mismísimo cuerpo del delito. Ahora es la hora de nuestra muerte.
“Una bestia -dijo la fiscal- con perdón de las bestias”. Me preguntaron si cuando iba a bailar me subía a los parlantes, si usaba arito en el ombligo. Por imputable, por emergente, por mi grandísima ignorancia. Me preguntaron si siempre iba al baño con cuchillo. Y se cortó mi cordón umbilical con el mundo. La fauna cadavérica no se formó hasta la madrugada, cuando los ángeles vinieron a llevarse el alma necrosa. Antes, a medianoche, el eterno hirió a las primogénitas y a toda primeriza de animal en todos los baños de la tierra, porque hay tareas que debe hacer Dios personalmente. El mundo necesita un sacrificio y Dios necesita al mundo. A medianoche yo era un enchastre. Yo estaba en mi casa, nacía un auto rojo. Sin intervención de mujer, una hija concebida por hombre solo. Llena de gracia. De humo. En la cocina colgás el lechón y lo dejás que pierda la sangre despacito, a los siete meses nace una morcillita, toda sangre sin ojos, la envolvés en su propia pielcita, con pedacitos de las orejas adentro, la ponés en una caja de zapatos. “¿Para eso era el cuchillo?” -me preguntaron. Pero entró Mirta, me llevó al Hospital. Si no, me hubiera muerto y no estaría acá. Pero entonces no estaría acá.
Hasta las cerdas cuidan a los cerditos. La bestia sopló y sopló hasta derribar la casa. Cuando por fin la habíamos hecho de ladrillo. Cualquier pueblo que hable en lengua indebida será hecho pedazos y sus casas convertidas en escombros. Los que no se contaminaron con mujer, en sus bocas no se halló mentira. Fuegos y peces: bendecid el movimiento. Tendrás tu parte entre los animales como animal sos, barro comerás y te yerrarán en la frente una cruz. Y pasarán sobre ti dos veces siete años, como espinas girarán hasta que la paz sea contigo. Y con tu espíritu.
Cuando salga voy a ponerle flores en la tumba, la llamamos Milagros. Ascendió a los cielos y más a la derecha que el padre está sentada sobre mí. Me preguntaron si llevé el cuchillo al baño como una aguja de tejer de abortar, si no comía para matar a las dos, pero éramos una sola, mi vientre y yo. Yo estaba en la caja de zapatos, me hice chiquita y me clavé el cuchillo para despertarme de la pesadilla pero me desperté muerta, me desperté y era real, me desperté en un hospital, pujé y salieron ranas, miles de ranas pegajosas, saltaban por la ventana del baño a infectar el mundo de mí. Después salieron las langostas, salían de mi vientrejesús como un huracán de patas y zumbidos. Y el agua se tiño de sangre. Después los huesos fueron desparramados y devorados por hordas de perros y los despojos por los ulluhuangas. Hasta que un día las primogénitas volverán para matar a las madres de Dios. Se abre el vientre voraz del tribunal. Ni el ojo vio ni el oído oyó ni vino a mente de hombre lo que Dios tiene preparado. Entonces se levantaron los Santos Evangelios y me preguntaron si los estaba cargando que le puse ese nombre: Milagros. Pero se llama porque va a resucitar de entre los muertos, un bebé nuevo con adentro el anterior adentro mío en otra vida, cuando resucite yo al salir de ésta, por la puerta de esta muerte.
Pero esta puerta nunca se va a abrir.
La difuntita hija me amamanta con su muerte, agarrada a mi pezón me chupa, la rigidez le vino tratando de tragarme y en su muerte está más viva que yo. Cada una vive cuando muere la otra. Ahora, como la Santa Correa, la difuntita me arrastra viva a su muerte eterna. Me lleva para que la amamante en el infierno. Ahora para las dos no es vida ni muerte, es esta puerta. Y se cerró para siempre. Yo, la grandísima omisión, fruto del vientre de Dios, ruego por ustedes pecadores.
La muerte es un milagro, un misterio. Un don que se nos da al nacer. La muerte es una llave.
Y supe que el tiempo por venir ya se había ido.

21 junio, 2012

María Luisa Bombal ( CHILE, 1910-1980)





EL SECRETO

Sé muchas cosas que nadie sabe.

- Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.- Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.

Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.

Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno...

Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.

Duros corales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.

Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.

Y sé que si se llegarán a levantar ciertas caracoles grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.

Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba... algo así como un mensaje.


¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.

Por mi parte debo confesar que lo entendí.

Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de susurrarnos al oído...

-Lejos, lejos y profundo -nos confiaban- existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas...

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado, suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.

Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.


Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para. guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas. Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.


Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.

El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.

Sin embargo había aún peor:

Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
-Condenado Mar -Vociferó-. Malditas marcas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro... para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora...

Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.


Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.


Por Satanás. Si aquello arriba parece algo ciego, sordo y mudo... Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.

Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran... y eso que no corría el menor soplo de viento.

-A tierra. A tierra la gente -se le oye tronar por el barco entero-. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.

La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo era fina, sedosa, y muy fría. Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero...




-Alto -vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente-. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.

Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en "El Terrible" (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.

Vaya el lerdo... el patizambo... el tortuga -reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.

"Niños a bordo" -piensa de pronto, acometido. por un desagradable, indefinible malestar.

-Mi Capitán -dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda-, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?

-¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? -replica éste, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.

-Vamos, hijo -masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho-. El mar no ha de tardar...

-Si, señor -murmura el niño, como -quien dice: Gracias.

Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.

¿Dije Gracias? " -se pregunta El Chico, sobresaltado.

"¡Lo llamé: hijo!" -piensa estupefacto el Capitán.

-Mi Capitán -habla de nuevo El Chico en el momento del naufragio...

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

-...del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto... -¿Qué clase de bichos?

-Bueno, de estrellas de mar... pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado... Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme...

-Ja. Y tú asustado, ¿eh?

-Yo, mas rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo... -y es que noté... que ellas sí dejaban huellas...

El Terrible no contesta.

Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.

A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre.

Un sentimiento cien veces mas destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.
-Tristeza -murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.

-Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar... sin embargo, nunca te oí blasfemar.

Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

-Chico, dime, tú has de saber... ¿En dónde crees tú que estamos?

-Ahí donde usted piensa, mi Capitán -contesta-, respetuosamente el muchacho..

.-Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray -estalla el viejo Pirata en una de esas sus.famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor, de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.

16 junio, 2012

Nuestro adiós a Alicia Steimberg (Argentina, 1933-2012)

"Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad¨

de  Músicos y relojeros.

                  Alicia Steimberg


Anne Tyler (EE.UU., 1941)


El matrimonio amateur (novela, 1988 Premio Pulitzer)

Capítulo 1(fragmento)

Vox pópuli

En el barrio cualquiera habría podido contar cómo se habían conocido Michael y Pauline.

Ocurrió un lunes por la tarde, a principios de diciembre de 1941. Era un día normal y corriente en St. Cassian, una modesta calle de estrechas casas adosadas típicas de la zona este de Baltimore, pequeños hogares muy bien cuidados entre los que se intercalaban tiendas no más grandes que salitas de estar. Las gemelas Golka, con idénticas pañoletas, comparaban los coloretes del escaparate de la droguería Sweda. La señora Pozniak salió de la ferretería con una diminuta bolsa de papel marrón que tintineaba. El Ford Model B del señor Kostka pasó despacio, seguido por el Chrysler Airstream de un desconocido, que produjo un elegante silbido; luego pasó Ernie Moskowicz en la maltrecha bicicleta de reparto del carnicero.

En el colmado Anton —un cuchitril oscuro y abarrotado con un mostrador de madera con forma de L y estantes que llegaban hasta el techo—, la madre de Michael envolvía dos latas de guisantes para la señora Brunek. Las ató fuertemente y se las entregó sin sonreír, sin un «Hasta pronto» ni un «Me alegro de verla». (La señora Anton no había tenido una vida fácil.) Uno de los hijos de la señora Brunek —¿Carl? ¿Paul? ¿Peter? Todos se parecían mucho— pegó la nariz al cristal de la vitrina de las golosinas. Una tabla de madera del suelo crujió cerca del expositor de cereales, pero no eran más que los huesos del viejo edificio, que se asentaban un poco más en la tierra.

Michael estaba colocando pastillas de jabón Woodbury en los estantes, detrás de la parte izquierda, la más larga, del mostrador. Tenía veinte años; era un joven alto e iba vestido con prendas mal combinadas; tenía el pelo muy negro y lo llevaba demasiado corto; la cara era demasiado delgada, con un oscuro bigote que, pese a que se afeitaba con frecuencia, no tardaba en volver a aparecer. Estaba amontonando las pastillas de jabón formando una pirámide: una base de cinco pastillas, un piso de cuatro, otro piso de tres…, aunque su madre había declarado en más de una ocasión que prefería una disposición más compacta y menos creativa.

De pronto se oyó: ¡Tilín, tilín! y ¡Zas!, y lo que a primera vista parecía un torrente de jovencitas irrumpió por la puerta. Con ellas entraron una ráfaga de aire frío y el olor a gases de tubo de escape. «¡Socorro!», chilló Wanda Bryk. Su mejor amiga, Katie Vilna, rodeaba con el brazo a una chica desconocida ataviada con un abrigo rojo, a la que otra joven apretaba la sien derecha con un pañuelo manchado de sangre.

—¡Está herida! ¡Necesita ayuda! —gritó Wanda.

Michael dejó de amontonar pastillas de jabón. La señora Brunek se llevó una mano a la mejilla, y Carl o Paul o Peter aspiró produciendo un silbido. Pero la señora Anton ni siquiera pestañeó.

—¿Por qué la habéis traído aquí? —preguntó—. Llevadla a la droguería.

—La droguería está cerrada —dijo Katie.

—¿Cerrada?

—Eso dice en la puerta. El señor Sweda se ha alistado en los guardacostas.

—¿Que ha hecho qué?

La chica del abrigo rojo era muy guapa, pese al hilillo de sangre que resbalaba junto a una de sus orejas. Era más alta que las dos chicas del vecindario, pero más espigada, de complexión más delgada, con una melena corta de cabello rubio oscuro, cortado a capas; su labio superior tenía dos picos tan marcados que parecían dibujados con bolígrafo. Michael salió de detrás del mostrador para verla mejor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, sólo a ella, mirándola de hito en hito.

—¡Trae una tirita! ¡Trae yodo! —le ordenó Wanda Bryk. Había ido a la escuela primaria con Michael, y por lo visto se creía autorizada para darle órdenes.

—He saltado de un tranvía —dijo la chica.

Tenía una voz grave y ronca que contrastaba con la débil y aguda voz de Wanda. Sus ojos eran de un azul violáceo, como los pensamientos. Michael tragó saliva.

—Hay un desfile en Dubrowski Street —iba explicando Katie a los demás—. Los seis hijos de los Szapp se han alistado, ¿no os habéis enterado? Y también un par de amigos suyos. Han hecho una pancarta: «¡Preparaos, japoneses! ¡Vamos a por vosotros!», y todo el mundo ha salido a despedirlos. Se ha congregado tanta gente que apenas podían circular los automóviles. Y Pauline, que volvía a casa del trabajo (hoy todos cierran antes de la hora), va y salta de un tranvía en marcha para unirse a la multitud.

El tranvía no podía circular muy deprisa si el tráfico estaba casi detenido, pero nadie lo comentó. La señora Brunek emitió un murmullo de comprensión. Carl o Paul o Peter dijo:

—¿Me dejas ir, mamá? ¿Me dejas? ¿Puedo ir a ver el desfile?

—Pensé que debíamos apoyar a nuestros chicos —le dijo Pauline a Michael.

Michael volvió a tragar saliva y dijo:

—Ya, claro.

—Si te quedas lela no vas a poder ayudar mucho a nuestros chicos —observó la chica que sujetaba el pañuelo. Su tono, tolerante, indicaba que Pauline y ella eran amigas, aunque ella era menos atractiva: morena, con expresión reposada y unas cejas tan largas y rectas que parecía no tener emociones.

—Creemos que se ha golpeado la cabeza contra una farola —añadió Wanda—, pero con todo el jaleo, nadie estaba seguro. Ha aterrizado en nuestras faldas, por así decirlo, y esta chica, Anna, iba detrás de ella. «¡Jesús!», he dicho yo. «¿Estás bien?» Bueno, alguien tenía que hacer algo; no podíamos dejarla morir desangrada. ¿No tenéis tiritas?

—Esto no es ninguna farmacia —dijo la señora Anton. Y entonces, por asociación de ideas, añadió—: ¿Qué mosca le ha picado a Nick Sweda? ¡Como mínimo debe de tener treinta y cinco años!

Mientras tanto, Michael se había apartado de Pauline y se había reunido con su madre detrás de la parte más corta del mostrador, donde estaba la caja registradora. Se agachó, desapareció unos instantes, y volvió a aparecer con una caja de puros en las manos.

—Vendajes —explicó.

No eran tiritas, sino un anticuado rollo de algodón envuelto con papel azul oscuro, igual que el de los ojos de Pauline, un carrete de esparadrapo blanco y una botella de tintura de yodo de color sangre de buey. Wanda se adelantó para agarrarlos, pero no, Michael desenrolló él mismo el algodón y arrancó un pedazo de una esquina. Lo empapó con tintura de yodo y salió de detrás del mostrador para colocarse frente a Pauline.

—Déjame ver —dijo.

Hubo un silencio respetuoso y atento, como si todo el mundo comprendiera que aquel momento era muy importante; hasta la chica del pañuelo, a la que Wanda había llamado Anna, aunque ella no podía saber que Michael Anton era, por lo general, el chico más reservado del barrio. Anna le apartó el pañuelo de la sien a Pauline. Michael le levantó un mechón de su cabello, como quien separa el pétalo de una flor, y empezó a aplicarle el pedazo de algodón. Pauline se quedó muy quieta.

La herida era una línea roja de cinco centímetros, larga pero no profunda, y ya se estaba cerrando.

—Ah —dijo la señora Brunek—. No va a necesitar puntos.

—¡Eso no lo sabemos! —gritó Wanda, reacia a abandonar el dramatismo.

Pero Michael confirmó:

—No es nada.

Arrancó otro pedazo de algodón y se lo aplicó a Pauline en la sien, sujetándolo con dos trozos de esparadrapo entrecruzados. Ahora Pauline parecía la víctima de una pelea de historieta, y se rió, como si lo supiera. Resultó que tenía un hoyuelo en cada mejilla.

—Muchas gracias —le dijo a Michael—. Ven a ver el desfile con nosotras.

—De acuerdo —aceptó él.

Así de fácil.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó el hijo de la señora Brunek—. ¿Puedo ir, mamá? ¡Por favor!

—¡Chssst! —dijo la señora Brunek.

—Pero ¿quién me va a ayudar en la tienda? —le preguntó la señora Anton a Michael.

Michael, como si no la hubiera oído, se dio la vuelta para descolgar su chaqueta del perchero que había en un rincón. Era una chaqueta de colegial, de gruesa tela a cuadros grises. Michael se la puso y se la dejó desabrochada.

—¿Listas? —preguntó a las chicas.

Los otros se quedaron mirándolo: su madre y la señora Brunek, y Carl o Paul o Peter, y la anciana y menuda señora Pelowski, que casualmente se acercaba a la tienda en el preciso instante en que Michael y las cuatro chicas salían disparados por la puerta.

—¿Qué…? —preguntó la señora Pelowski—. ¿Qué demonios…? ¿Adónde…?

Michael ni siquiera aminoró el paso. Ya había recorrido media manzana, con tres chicas detrás y una cuarta junto a él. Pauline se había agarrado del brazo de Michael y caminaba junto a él con su brillante abrigo rojo.

Ya entonces, dijo más tarde la señora Pelowski, supo que Michael estaba perdido.

En realidad, «desfile» era una palabra demasiado formal para describir el tumulto de Dubrowski Street. Varias docenas de jóvenes caminaban por el centro de la calzada, eso era verdad, pero todavía iban vestidos de civil y ni siquiera intentaban marcar el paso. El hijo mayor de John Piazy llevaba la gorra de marinero de John de la Gran Guerra. Otro chico, de nombre desconocido, se había echado sobre los hombros, a modo de capa, una manta reglamentaria del ejército. Formaban un desgreñado, andrajoso y descuidado pequeño regimiento, con las caras cortadas y las narices goteando de frío.

Aun así, la gente estaba entusiasmada. Agitaba letreros y banderas americanas hechos en casa y la primera página del Baltimore Sun. Vitoreaba los discursos, cualquier discurso, cualquier frase que gritara alguien por encima de las cabezas de los demás. «¡Por Año Nuevo ya habréis vuelto a casa, chicos!», exclamó un individuo con orejeras, y «¡Por Año Nuevo! ¡Hurra!», se oyó circular en zigzag por la multitud.

Cuando apareció Michael Anton con cuatro chicas, todo el mundo dio por hecho que él también había ido a alistarse. «¡A por ellos, Michael!», gritó alguien. Aunque la esposa de John Piazy dijo: «Ah, no. Su madre se moriría, pobrecilla, con todo lo que ha sufrido ya».

Una de las cuatro chicas, la que iba de rojo, preguntó:

—¿Vas a ir, Michael?

No era más que una desconocida, pero muy atractiva. El rojo de su abrigo realzaba el resplandor natural de su piel, y el vendaje de la frente le daba un aire desenfadado y alocado. No es de extrañar que Michael le lanzara una larga y reflexiva mirada antes de contestar.

—Pues… —dijo al fin, y entonces dio una pequeña sacudida con los hombros—. ¡Pues claro que sí! —dijo.

Todos los que estaban cerca de él lo aclamaron a gritos, y otra de las chicas —Wanda Bryk, de hecho— empujó a Michael hasta que éste se hubo mezclado con los jóvenes que caminaban por el centro de la calle. Leo Kazmerow iba a su izquierda; las cuatro chicas correteaban por la acera a su derecha.

«¡Te queremos, Michael!», gritó Wanda, y Katie Vilna dijo: «¡Vuelve pronto!», como si fuera a embarcarse hacia las trincheras en aquel preciso instante.

Y Michael quedó olvidado. La corriente lo arrastró y lo sustituyeron otros jóvenes. Davey Witt, Joe Dobek, Joey Serge. «¡Id a enseñarles a esos japos con quién se la están jugando!», gritaba el padre de Davey. Pues al fin y al cabo, iba diciendo un hombre, ¿quién sabía cuándo tendrían otra ocasión de vengarse por lo de Polonia? Una anciana lloraba. John Piazy le decía a todo el mundo que ninguno de sus hijos conocía el significado de la palabra «miedo». Y varias personas estaban empezando la típica conversación de «dónde estabas tú cuando se supo». Uno no se había enterado hasta aquella mañana; estaba enterrando a su madre. Otro se había enterado enseguida; había oído el primer anuncio de la radio, pero lo había descartado creyendo que se trataba de otro engaño de Orson Welles. Y una mujer estaba en la bañera cuando su marido llamó a la puerta. «No te lo vas a creer», le dijo él. «Me quedé allí sentada —dijo ella—, sin moverme, hasta que se enfrió el agua».

Wanda Bryk volvió con Katie Vilna y la chica morena, pero sin la de rojo. La chica de rojo se había esfumado. Era como si se hubiera ido a la guerra con Michael Anton, comentó alguien.

Todos se dieron cuenta; todos los que, entre aquella multitud, conocían a Michael. Fue lo bastante sorprendente para que se fijaran y lo comentaran unos con otros, y lo recordaran durante cierto tiempo.

Al día siguiente se supo que habían rechazado a Leo Kazmerow porque era daltónico. ¡Daltónico!, decía la gente. ¿Acaso necesitabas distinguir los colores para luchar por tu país? A menos que no pudiera reconocer el color del uniforme de otro soldado, claro. Si estaba apuntando a alguien con su arma en medio de una batalla, por ejemplo. Pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que había maneras de solucionar eso. ¡Que lo pongan en un barco! ¡Que lo sienten detrás de un cañón y que le enseñen dónde tiene que apuntar!

Esa conversación tuvo lugar en el colmado Anton. La señora Anton estaba hablando por teléfono, pero tan pronto como colgó, alguien le preguntó:

—¿Y qué noticias hay de Michael, señora Anton?

—¿Noticias? —dijo ella.

—¿Se ha marchado ya?

—Michael no va a ir a ninguna parte —afirmó la señora Anton.

La señora Pozniak, la señora Kowalski y una de sus hijas se miraron. Pero nadie quiso discutir. La señora Anton había perdido a su marido en 1935, y luego, dos años más tarde, a su primogénito, el atractivo y encantador Danny Anton, que murió de una enfermedad degenerativa que se lo llevó centímetro a centímetro y músculo a músculo. Desde entonces, la señora Anton ya no era la misma, y ¿quién podía recriminárselo?

La señora Pozniak pidió un paquete de cereales Cream of Wheat, jabón Fels Naptha y una lata de judías en salsa de tomate Heinz. La señora Anton puso cada artículo, cansinamente, encima del mostrador. Era una mujer muy seria, gris de pies a cabeza. No sólo su cabello era gris, sino también la piel, fláccida y apagada, y los ojos sin brillo, y el deformado y desgastado jersey de hombre que llevaba encima de un vestido de algodón a cuadros. Tenía la costumbre de mirar por encima del cliente mientras lo atendía, como si abrigara esperanzas de que apareciera alguien más, alguien más interesante.

Entonces sonó el timbre de la puerta y entró una chica con un abrigo rojo, con un paquete envuelto con papel en las manos.

—¿Señora Anton? —dijo—. ¿Se acuerda de mí?

La señora Pozniak no había terminado su pedido. Se dio la vuelta, con un dedo apoyado en la lista de la compra, y abrió la boca para protestar.

—Me llamo Pauline Barclay —explicó la chica—. Me hice un corte en la frente y su hijo me lo curó. Le he tejido una bufanda. Espero que no sea demasiado tarde.

—Demasiado tarde ¿para qué? —preguntó la señora Anton.

—¿Todavía no se ha marchado Michael al frente?

—¿Al frente?

La señora Anton pronunció aquella palabra separando un poco las dos sílabas, como si se atascara. Daba la impresión de que se estaba imaginando la fachada de una casa, o la cara de alguien.

Antes de que Pauline pudiera explicarse mejor, la puerta volvió a tintinear al abrirse y apareció Michael con su andrajosa chaqueta a cuadros. Debía de haber visto a Pauline en la calle; se notó por el fingido respingo de sorpresa.

—¡Pauline! ¡Eres tú! —dijo. (Nunca se le había dado bien el teatro.)

—Te he tejido una bufanda —replicó ella. Le mostró el paquete sujetándolo con sus manos enguantadas e inclinó la cara, de delicadas facciones. La pequeña tienda estaba tan abarrotada que las narices de Pauline y Michael casi se tocaban.

—¿Es para mí? —dijo Michael.

—Para que te la lleves al frente.

Michael le lanzó una fugaz mirada a su madre. Luego tomó a Pauline por el codo y dijo:

—Vamos a beber una Coca-Cola.

—Ah, bueno, me parece…

—¿Michael? Acaban de hacerme otro pedido por teléfono —dijo la señora Anton.

Pero Michael contestó:

—No tardaré —y condujo a Pauline hasta la puerta.

Dejaron atrás un espacio mayor del que habían ocupado, o eso pareció.

La señora Pozniak hizo una larga pausa, por si la señora Anton tenía algo interesante que decir. Pero no. Miraba con seriedad a su hijo mientras pasaba una mano por los bordes de la caja de Cream of Wheat, como si quisiera cuadrar las esquinas.

La señora Pozniak carraspeó y pidió una botella de melaza.

Las ventanas de los salones de St. Cassian Street estaban decoradas con motivos militares; de la noche a la mañana, las vírgenes benditas, los caniches de porcelana y las flores de seda habían sido sustituidos por banderas americanas, lazos de cinta de color rojo, blanco y azul y libros de geografía de primaria abiertos por la página del mapa de Europa. Aunque, en algunos casos, los artículos religiosos permanecieron en su sitio. Las hojas de palma del Domingo de Ramos de la señora Szapp, por ejemplo, siguieron donde estaban incluso después de que engancharan una bandera con seis estrellas de raso al marco de madera de la ventana. Y ¿por qué no? Cuando todos tus hijos arriesgaban la vida por su país, necesitabas toda la mediación que pudieras conseguir.

El señor Kostka preguntó a Michael en qué cuerpo del ejército se había alistado. Fue en la droguería Sweda, que había vuelto a abrir, regentada ahora por el cuñado del señor Sweda. Michael y Pauline estaban sentados a una de las mesas con tablero de mármol; desde hacía unos días, se los veía juntos a menudo.

—En el Ejército de Tierra —contestó Michael, y el señor Kostka repuso:

—¿En serio? Pensé que te alistarías en la Marina.

—Es que me mareo —confesó Michael.

—Pues mira, jovencito, el Ejército de Tierra no te va a mandar al frente en automóvil, ¿sabes? —le espetó el señor Kostka.

Michael puso cara de susto.

—¿Y cuándo te vas al campamento? —inquirió el señor Kostka.

Michael hizo una pausa, y luego respondió:

—El lunes.

—¡El lunes! —era sábado—. ¿Ya ha encontrado tu madre a alguien que la ayude en la tienda?

Uf, agudo; muy agudo. Todo el mundo sabía que la señora Anton no tenía ni idea de que Michael se había alistado. Pero ¿quién iba a decírselo? Hasta la señora Zack, famosa por entrometerse en todo, afirmaba que no tenía valor para hacerlo. Todos estaban esperando que lo hiciera Michael; pero allí estaba él, tomándose una Coca-Cola con Pauline, y lo único que dijo fue:

—Estoy seguro de que encontrará a alguien.

Pauline volvía a ir vestida de rojo. Por lo visto el rojo era su color favorito. Un jersey rojo sobre una impecable blusa blanca con cuello redondo. Ahora ya se sabía que vivía en un barrio al norte de Eastern Avenue; que ni siquiera era católica; que trabajaba de recepcionista en la agencia inmobiliaria de su padre. Y ¿cómo se sabía eso? Pues gracias a Wanda Bryk, que de la noche a la mañana se había convertido en la mejor amiga de Pauline. Fue Wanda quien aseguró a todos que Pauline era la persona más simpática del mundo. ¡Y tan divertida! ¡Tan vivaracha! Siempre estaba planeando alguna diablura. Pero había otros que tenían sus reservas. Los que ahora estaban sentados en la heladería, por ejemplo. ¿Creen que no aguzaban el oído para oír las tonterías que Pauline pudiera estar metiéndole en la cabeza a Michael? Y además la veían reflejada en el espejo que había detrás del mostrador. Veían cómo agachaba la cabeza y escondía la cara, toda recatada, con sus hoyuelos en las mejillas, jugueteando, coqueta, con la pajita de su Coca-Cola. La oyeron murmurar que no podría pegar ojo por las noches, que iba a sufrir mucho por él. ¿Qué derecho tenía ella a sufrir por él? ¡Pero si apenas lo conocía! Michael era uno de ellos, uno de los muchachos predilectos del barrio, aunque hasta ahora nunca lo habían considerado un tipo romántico. (Desde hacía unos días, unas cuantas chicas, Katie Vilna y algunas más, habían empezado a preguntarse si tendría cualidades insospechadas.)

La anciana señora Jakubek, que se estaba tomando un agua de Seltz en la barra con la señora Pelowski, explicó que la noche anterior se había acercado a Pauline en el cine y le había dicho que se parecía a Deanna Durbin.

—Es la verdad, se parece un poco —se defendió—. Ya sé que ella es rubia, pero tiene la misma… ay, no sé cómo decirlo, esa piel suave y blandita, como para hincarle el diente. Pues ¿sabes qué me contestó ella? «¿Deanna Durbin?», dijo. «¡No es verdad! ¡Yo soy como soy! ¡No me parezco a nadie!»

La señora Pelowski chasqueó la lengua, solidarizándose con su amiga, y repuso:

—Y tú sólo intentabas ser amable con ella.

—A mí me encantaría que alguien me dijera que me parezco a Deanna Durbin.

La señora Pelowski echó el cuerpo hacia atrás, sin bajarse del taburete, y examinó a la señora Jakubek.

—Oye, pues ¿sabes que te pareces? La forma de la barbilla, un poco —dijo.

—Yo sólo puedo pensar en la pobre madre de Michael. Y esa chica no es nadie, no tiene raíces. Ni siquiera es ucraniana. ¡Ni italiana! Si fuera italiana, podría aceptarlo. ¡Pero una «Barclay»! Michael y ella no tienen absolutamente nada en común.

—Es como Romeo y Julieta —observó la señora Pelowski.

Ambas cavilaron un momento; luego volvieron a mirar hacia el espejo. Vieron que Pauline estaba llorando, y que Michael se había inclinado sobre la mesa para sujetarle con ambas manos aquella cabeza que parecía un crisantemo.

—La verdad es que parecen muy enamorados —afirmó la señora Jakubek.

Aquella noche había una gran fiesta de despedida en honor a Jerry Kowalski. Los Kowalski siempre armaban más jaleo que nadie. Otras familias habían despedido a sus hijos aquella misma semana y no habían organizado más que una sencilla cena hogareña, pero los Kowalski alquilaron el salón de actos de la Asociación de Hijos de Varsovia y contrataron a Lenny Zee y los Dulcetones para que tocaran. La señora Kowalski y su madre cocinaron durante días; llevaron barriles gigantescos de cerveza. Invitaron a toda la parroquia de St. Cassian, así como a unos cuantos miembros de la de St. Stan.

Y asistieron todos, por supuesto. Hasta había niños de pecho y críos de varias edades; incluso fue el señor Zynda en su silla de ruedas de madera con asiento de mimbre. La señora Anton llegó con una blusa con volantes y una falda con peto ribeteado que la hacía parecer más gris que nunca, y Michael llevaba un traje que le quedaba pequeño y que seguramente había heredado de su padre. Las muñecas, desnudas y bastas, le asomaban por las mangas. En la barbilla tenía un trocito de papel higiénico blanco pegado a un corte.

Pero ¿dónde estaba Pauline?

No cabía duda de que la habían invitado, al menos implícitamente. «Ven con quien quieras», le había dicho la señora Kowalski a Michael (delante de su madre, nada menos. Bueno, la señora Kowalski tenía fama de pícara). Pero las únicas chicas que había allí eran las del barrio, y cuando empezó a sonar la primera polca, fue Katie Vilna quien se acercó a Michael y lo arrastró a la pista de baile. Era la más atrevida del grupo. Le tomó la mano con fuerza, a pesar de que él ofrecía resistencia. Al final, Michael cedió y empezó a brincar torpemente, mirando de vez en cuando hacia la puerta como si esperara ver aparecer a alguien por ella.

El salón de actos de la Asociación era una especie de almacén, con suelo de madera astillado y vigas de metal, iluminado con bombillas desnudas colgadas del techo. Pegadas a la pared del fondo había unas cuantas mesas de juego cubiertas con manteles bordados a mano, verdaderas reliquias, y era allí donde se habían reunido las mujeres más ancianas, inspeccionando los pierogi de la señora Kowalski y colocando bien, con mucho remilgo, los ramitos de perejil de adorno cada vez que alguno de los hombres se acercaba a llenarse el plato. Cuando se retiraban y se quedaban de pie contemplando el baile, solían agarrarse las manos sobre el estómago como si llevaran encima un delantal que se las tapara, aunque ninguna de ellas llevaba delantal. Hicieron comentarios sobre los ágiles pasos del abuelo Kowalski, sobre la evidente frialdad entre los Wysocki (recién casados) y, como es lógico, sobre el increíble descaro de Katie Vilna.

—Esa chica es una desvergonzada —aseveró la señora Golka—. Me moriría de vergüenza si alguna de mis hijas persiguiera a un chico de ese modo.

—De todos modos, no tiene muchas posibilidades, con esa tal Pauline rondando por aquí.

—Por cierto, ¿dónde está Pauline? ¿No os parece que debería estar aquí?

—No va a venir —anunció Wanda.

Wanda se les había acercado sin que ellas se dieran cuenta, pues la música había apagado el ruido de sus pasos; de otro modo, las mujeres jamás habrían hecho aquel comentario sobre Katie. Wanda se sirvió una kielbasa* en el plato y dijo:

—Pauline está ofendida porque Michael no ha pasado a recogerla.

—¿Pasar a recogerla?

—Por su casa.

—Pero ¿por qué…?

—Michael no quería molestar a su madre. Ya saben cómo se pone a veces la señora Anton. Le dijo a Pauline que se encontrarían aquí; fingirían que habían tropezado el uno con el otro por casualidad. Y al principio a ella le pareció bien, pero creo que después se lo pensó mejor, porque esta noche, cuando la he llamado por teléfono, me ha dicho que no pensaba venir. Me ha dicho que ella es la clase de chica de la que un chico debería sentirse orgulloso, y no avergonzado y acobardado.

Wanda se dirigió hacia la mesa de los postres, dejando tras ella un rastro de silencio.

—Bueno, tiene razón —concluyó la señora Golka—. Las chicas tienen que marcar ciertas pautas.

—Pero él sólo lo ha hecho pensando en su madre.

—Ya, pero ¿de qué le va a servir eso, si me permites preguntarlo, cuando Dolly Anton esté muerta y enterrada y Michael se haya convertido en un triste solterón?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó la señora Pozniak—. ¡El chico sólo tiene veinte años! Le queda mucho todavía para convertirse en un triste solterón.

La señora Golka no parecía convencida. Seguía con la mirada a Wanda.

—Pero ¿lo sabe él? —preguntó—. ¿O no lo sabe?

—Si sabe ¿qué?

—Si sabe que Pauline está enfadada. ¿Se lo ha dicho Wanda?

Varias mujeres empezaron a inquietarse.

—¡Wanda! —gritó una—. ¡Wanda Bryk!

Wanda se dio la vuelta, con el plato en alto.

—¿Ya le has dicho a Michael que Pauline no piensa venir?

—No, ella quiere hacerlo sufrir —contestó Wanda; se dio la vuelta de nuevo y, con un rápido movimiento, tomó una pasta de una fuente.

Hubo otro silencio, y luego las mujeres dijeron a la vez:

—Ah.

Los Dulcetones dejaron de tocar y el señor Kowalski dio unos golpecitos en el micrófono, produciendo una serie de ruidos rasposos y estridentes que recorrieron la sala.

—En nombre de Barbara y en el mío propio… —dijo. Tenía los labios demasiado cerca del micrófono, y cada B producía una explosión. Varias personas se taparon los oídos. Mientras tanto, los niños jugaban al pilla pilla, y los bebés intentaban dormirse en los nidos que sus madres les habían hecho con los abrigos; varios jóvenes que estaban cerca de los barriles de cerveza se estaban poniendo cada vez más gritones y fanfarrones.

De modo que nadie se fijó en que Michael se había escabullido. O quizá no se escabulló; quizá se marchó sin ningún disimulo. Hasta su madre estaba entonces concentrada en lo que ocurría, en los discursos para desearle suerte a Jerry, en la oración del padre Pasko, en los vítores y los aplausos.

En cambio, sí se fijaron en Michael cuando regresó, eso sin duda. Entró por la gran puerta de tablones, tan valiente, con Pauline de la mano. Y cuando la ayudó a quitarse el abrigo —algo que nadie se había dado cuenta de que Michael supiera hacer— resultó que Pauline llevaba un vestidito negro que la diferenciaba de las otras chicas con sus chalecos acordonados, sus blusas fruncidas con cintas y sus faldas bordadas de volantes. Pero lo que llamó más la atención fueron sus ojos, que estaban húmedos. Cada una de aquellas largas pestañas era una púa mojada y separada de las demás. Y la sonrisa que le dirigió a Wanda Bryk fue la sonrisa lánguida, compungida y contrita de quien acaba de pasar un rato llorando.

En fin, resultaba evidente que Michael y ella habían estado hablando.

Pauline miró a Michael con expectación; él hizo acopio de valor, se puso derecho y volvió a tomar a Pauline de la mano. Entró con ella en la sala, pasó por delante del micrófono donde Jerry se había quedado plantado, con una sonrisa tonta en los labios; por delante del acordeonista, que coqueteaba con Katie; y llegó junto a las mujeres que estaban sentadas en su corrillo de sillas plegables.

—Mamá —le dijo a su madre—, te acuerdas de Pauline, ¿verdad?

Su madre tenía un plato apoyado en el borde de su regazo, sujeto con ambas manos; en el plato, un trozo de remolacha nadaba en salsa de rábano picante. Levantó la cabeza y lo miró con gesto sombrío.

—Pauline es… mi novia, por así decirlo —dijo Michael.

Pese a lo tarde que era, el ruido era ensordecedor (con tanto niño cansado suelto), pero donde estaba sentada la señora Anton el silencio se extendió como las ondas que se forman alrededor de una piedra al caer al agua.

Pauline dio un paso adelante; esta vez compuso una sonrisa sentida y se le marcaron mucho los hoyuelos.

—¡Vamos a ser muy buenas amigas, señora Anton! —dijo—. Nos haremos compañía mientras Michael esté fuera.

—¿Fuera? —dijo la señora Anton.

Pauline siguió sonriéndole. A pesar de las pestañas húmedas, tenía una especie de júbilo natural. Su piel parecía emanar luz.

—Me he alistado en el ejército, mamá —anunció Michael.

La señora Anton se quedó de piedra. Entonces se puso en pie, pero de un modo tan vacilante que la mujer que estaba a su lado se levantó también y le quitó el plato de las manos. La señora Anton lo soltó sin siquiera mirarla. Dio la impresión de que, de no ser por la intervención de la otra, ella lo habría dejado caer al suelo.

—No puedes hacer eso —le dijo a Michael—. Eres lo único que me queda. Jamás te obligarían a alistarte.

—Pues me he alistado. El lunes tengo que presentarme para la instrucción.

La señora Anton se desmayó.

Cayó de una forma muy extraña, en vertical, no desplomándose hacia atrás sino hundiéndose despacio, completamente erguida, en los pliegues de su falda. (Como cuando la bruja malvada se fundía en El mago de Oz, así lo describió más tarde un niño.) Habrían podido sujetarla, pero nadie fue lo bastante rápido. También Michael se quedó mirando, estupefacto, hasta que su madre llegó al suelo. Entonces dijo: «¿Mamá?»; se arrodilló de golpe junto a ella y empezó a darle palmadas en las mejillas. «¡Mamá! ¡Dime algo! ¡Despierta!»

—Apártate y déjala respirar —le ordenaron las mujeres. Se levantaron, retiraron las sillas y echaron de allí a los hombres—. Tumbadla. Bajadle la cabeza —la señora Pozniak agarró a Pauline por los codos y la hizo a un lado. La señora Golka envió a una de sus gemelas a buscar agua.

—¡Llamen a un médico! ¡Llamen a una ambulancia! —gritaba Michael, pero las mujeres le dijeron:

—Se pondrá bien —y una de ellas, la señora Serge, una viuda, exhaló un suspiro y dijo:

—Déjala descansar, pobrecilla.

La señora Anton abrió los ojos, miró a Michael y volvió a cerrarlos.

Dos mujeres la ayudaron a incorporarse; después la levantaron y la sentaron en una silla, sin parar de decir:

—Te pondrás bien. Tranquila, con calma.

Cuando se hubo sentado, la señora Anton se dobló por la cintura y se tapó la cara con ambas manos. La señora Pozniak le dio unas palmadas en el hombro y chasqueó débilmente la lengua.

Michael se quedó a cierta distancia, con las manos metidas bajo las axilas. Unos cuantos hombres le daban palmadas en la espalda para tranquilizarlo, pero no parecía que eso sirviera de nada. Y Pauline se había esfumado. Ni siquiera Wanda Bryk la había visto marcharse.

Los Dulcetones se paseaban sin saber qué hacer entre sus instrumentos; unos niños se estaban peleando; Jerry Kowalski seguía plantado junto al micrófono, con la boca abierta. Había un velo de humo de cigarrillo suspendido bajo las altas vigas. Olía a col en vinagre y a sudor. Las mesas estaban arrasadas: había platos casi vacíos con restos de jugos amarronados, cucharas de servir manchando los manteles, ramitos de perejil mustios y enmarañados.

Más tarde todos coincidieron en que aquella fiesta había sido un error. Dijeron que no organizas una fiesta cuando tus hijos se marchan de casa para ir a morir a la guerra.

13 junio, 2012

Eudora Welty (EE.UU., Misisipi, 1909 -2001).


Demostración




Aquel sábado, el médico volvió a pasar por su consulta cerca de las once de la noche. Recientemente había adquirido la costumbre de jugar una partida de bridge semanal en el club, pero esa noche lo habían interrumpido tres veces y acababa de venir de atender a la señorita Marcia Pope. La mujer, que estaba postrada en la cama y rechazaba todos los medicamentos, y en especial los tranquilizantes, sufría un ataque todas las mañanas antes del desayuno y a menudo también los sábados por la noche, pero no había perdido la memoria; se divertía recitando largos fragmentos de Shakespeare, el Arma virumque cano y cosas por el estilo. Cuanto más enérgicamente recitaba la señorita Marcia Pope, más inocente se volvía su anciano rostro: las arrugas desaparecían del todo.


«Creo que ahora no le costará dormir», había dicho el médico a la señora de compañía, que estaba sentada en su mecedora.


La señora Warrum hacía bien su trabajo; tal vez no había encontrado todavía una excusa que le conviniera para dejar ese empleo. No le asustaba la señorita Marcia Pope ni cuando tenía convulsiones ni cuando declamaba. No había ido a la escuela con aquella mujer, que había enseñado latín, educación cívica e inglés a tres generaciones de habitantes de Holden, Mississippi, y que había llevado durante cuarenta años una cartera de piel más grande que el maletín del doctor.


Esa noche, cuando él cerró su maletín, la señorita Marcia había abierto los ojos y había dicho con voz clara:


—¿Richard Strickland? En mi informe consta que Irene Roberts no está en su sitio. ¿Cuál de vosotros quiere recibir la azotaina?


—Tranquila, señorita Marcia. Irene sigue siendo mi esposa —había dicho él, pero no estaba seguro de la respuesta de esta.


En la consulta, cogió el periódico local al que estaba suscrito —al tiempo que miraba la fotografía de la portada, en la que aparecía un joven quemando su tarjeta de reclutamiento ante una cámara— y cerró con llave, dispuesto a volver a casa. Cuando bajó por la escalera y salió a la calle, alguien le tiró de la manga.




Era una niña negra.




—Tenemos que darnos prisa —dijo.


El maletín del médico seguía en el coche. La niña subió a la parte de atrás y acercó la cara a la oreja del doctor mientras él conducía colina abajo. Al atravesar las vías del tren dando botes, se cruzó con el coche del alguacil —no llevaba ningún pasajero que él pudiera ver— y preguntó a la niña:




—¿Quién está herido? ¿En qué casa?


Pero ella solo le decía cómo llegar, indicándole un callejón y luego otro, hasta que rodearon el molino de algodón.


Allí abajo las farolas estaban apagadas. La única luz eléctrica que se veía era la de la enorme caverna de la desmotadora de algodón. Los faros del coche iluminaban las varas de oro marchitas que bordeaban la carretera y hacían que parecieran más pesadas que el puente que cruzaba el arroyo.


La niña se inclinó hacia el hombro del médico, y tan pronto como este paró el coche oyó voces masculinas, pero al principio sus ojos distinguieron poco más que un grupo de formas blancas repartidas en el aire junto a un tejado bajo; eran gallinas que dormían posadas en un árbol. Luego vio las brasas de los cigarrillos. Había un patio tan atestado de gente como si tuviera lugar un funeral. Todos eran hombres. Aún parecían venir más personas de la iglesia que había cerca para unirse a la multitud que aguardaba ante la casa.


Los hombres se separaron para dejarle pasar cuando subió por la escalera rota y cruzó el porche precedido por la niña. Alguien sostenía una lámpara de queroseno en la puerta. Entró en una habitación llena de mujeres. La niña continuó avanzando hasta los pies de una cama de hierro y se detuvo. La lámpara se acercó por detrás al doctor, que siguió un camino de periódicos extendidos sobre el suelo entre la puerta y el lecho.


En la cama había una joven tapada hasta el cuello con una colcha oscura. Tenía los hombros apoyados sobre una almohada. La bóveda de su frente parecía recia como un ariete porque tenía los ojos en blanco.


El doctor Strickland echó hacia atrás la colcha. La joven, de piel muy negra, yacía con un vestido blanco y los zapatos puestos. ¿Una criada? Vio que no era la tela almidonada de un uniforme, sino un tejido brillante y ceñido, y que una banda roja arrugada cruzaba el vestido desde el hombro. Desató el nudo que la chica tenía en la cintura y quitó la banda. El satén ajustado ya estaba abierto en el cuello, y cuando el médico separó más la tela la muchacha empezó a dar patadas a los pies de la cama. Le descubrió el pecho y, antes de que ella le agarrara la mano, la herida que tenía debajo. Había un pequeño pinchazo con ligeras señales de hemorragia externa. El médico se había fijado en las manchas de sangre que había en el vestido, ya casi seca.


—Pongan agua a hervir. ¿Tan alteradas estaban que no han podido avisar al médico un poco antes?




La chica le clavó las uñas, que estaban pegajosas, en la mano.




—¿La han tocado? —preguntó él.




—¿No lo ve? Tampoco quiere que usted la toque —dijo una voz en la habitación.


La muchacha llevaba alrededor del cuello un collar que parecía hecho de dientes afilados y nacarados. Cuando él se lo quitó, la niña a la que habían mandado en su busca exclamó: «¡Yo lo quiero!», pero no se acercó. El médico no vio más heridas.


—¿Te duele al respirar? —Hablaba casi distraídamente al dirigirse a la chica.


Los pezones de los pechos de la joven proyectaban sombras que parecían higos; cuando el médico empleó el fonendoscopio, ella no respiró hondo. En la habitación mal ventilada, en la cama, el sudor se elevaba y parecía ablandar y despegar los periódicos que empapelaban las paredes como si fuera el vapor de un hervidor; incluso lustraba la blanca mano del doctor y sus dedos. Era una sensación hedionda. Cuando las mujeres se acercaban, sus caras se veían veteadas a la luz de la lámpara. Algo relucía cerca de la cabeza del doctor; colgada del extremo del poste de la cama, donde un chico habría lanzado su gorra, había una pandereta. Dejó caer el fonendoscopio y oyó los suspiros de las mujeres, sonidos domésticos como el de una escoba al barrer, mujeres que se preparaban para hacer compañía.




—Apártense —dijo—. ¿Tienen lumbre ahí dentro?


Miró hacia atrás y, aunque hacía calor en la habitación, atestada como estaba vio que la estufa de gas estaba encendida, con la mitad de los quemadores de color azul. La joven, que tenía los labios fruncidos, intentó retirar la mano mientras él le tomaba el pulso.




La niña que habían enviado en su busca, y a la que luego habían ordenado calentar agua, trajo el hervidor demasiado pronto y tuvieron que mandarla de nuevo a la cocina para que la pusiera a hervir. Una vez que estuvo lista y en la palangana, acercaron la lámpara; estaba tan cerca del codo del doctor que parecía que iba a quemarle el brazo.




—Apártense —repitió.


Tuvo que obligar a la chica a retirar la mano del pecho una y otra vez. La herida palpitaba de forma espasmódica, como si reaccionara a la luz.




—¿Un punzón de hielo?




—Esta vez ha acertado —dijeron unas voces en la habitación.




—¿Quién le ha hecho esto?


En la habitación se hizo el silencio; solo se oían las risas de los hombres en el patio.


—¿Cuándo ha sido? —Miró el camino de periódicos extendidos sobre el suelo—. ¿Dónde? ¿Dónde ha ocurrido? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?


Tuvo la extraña sensación de que en algún lugar de la estancia alguien lanzaba sonrisas en dirección a él. Se irguió y volvió a medias la cabeza. El ascua que brillaba a cierta altura a intervalos regulares correspondía a la pipa de una anciana con un delantal blanco que había junto a la puerta.




—¿Ha dicho algo? —preguntó el médico.




—¿No la conoce? —exclamaron las mujeres, como si no fuera a hacer nunca la pregunta correcta.


Soltó el brazo de la chica, que volvió a llevarse la mano a la herida y se la tapó dirigiéndole una mirada afectuosa. Entonces, el doctor como si ella hubiera hablado, la reconoció.




—Anda, si es Ruby —dijo.


Ruby Gaddy era la criada. Hacía la limpieza cinco días a la semana en el segundo piso del edificio del banco donde él tenía su consultorio.




—Ruby, soy el doctor Strickland —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?




—¡Nada! —exclamaron todas por ella.




La chica dejó de poner los ojos en blanco y clavó la vista en el rostro inexpresivo de la niña, que estaba de nuevo al pie de la cama y observaba desde aquella cómoda distancia. Las dos miradas eran idénticas: hermanas.




—¿Es que tengo que adivinarlo?


El médico miró alrededor. Vio que había un bebé sentado en el suelo astillado cerca de sus pies, sobre un periódico limpio, con una cuchara metida en la boca como si fuera una pipa. En aquel instante se oyeron unas carcajadas procedentes del patio, no muy distintas de las que sonaban cuando uno de los zoquetes del Elks' Club contaba un chiste verde o una anécdota de las carreras. Observó con el ceño fruncido al bebé, un niño, y este se le quedó mirando por encima de la cuchara puesta al revés y le dio una chupada larga y audible.


—¿Está casada? ¿Dónde está su marido? ¿Estaba él donde ocurrió el incidente?


Mientras las mujeres de la habitación prorrumpían en sonidos de diversión, el médico notó algo en el pie.




—¿Qué demonios corre aquí dentro? ¿Ratas?




—Se equivoca.


Por el suelo correteaban cobayas, no solo en aquella habitación, sino también al otro lado de la pared, en la cocina, donde por fin hervía el agua. Alguien volvió la cabeza hacia las hojas de un tallo de apio marchito colocado sobre una Biblia que había encima de la mesa.




—¡Cojan a esos bichos! —exclamó él.




El bebé se echó a reír; las mujeres lo imitaron.




—Corren como el rayo. ¡Se escapan enseguida! —dijo una voz.




—Nadie ha cogido esas cobayas desde que nacieron. Inténtelo usted.


—¿Sabe por qué? Porque son de Dove. Dove las dejó aquí cuando se marchó, solo para que estorbaran.


El médico notó que el peso de los dedos de Ruby disminuía y vio que dejaba caer el brazo sobre la cama. Había cerrado los ojos. Un niño con cara de mojigato había cogido el apio y se había arrodillado en el suelo. El ajetreo prosiguió en la habitación y las risas aumentaron hasta que el doctor Strickland logró hacerse oír.




—Está bien. Las he oído. ¿Fue Dove quien lo hizo? Vamos, díganmelo.




Oyó que alguien escupía en la estufa.




—Fue Dove.




—Dove.




—Dove.




—Dove.




—Esta vez ha acertado.


Mientras el nombre circulaba de boca en boca, el médico respiró hondo. Pero el suspiro que resonó en la habitación fue el de la joven; un suspiro desmesurado.






—¿Dove Collins? Las creo. He tenido que coserle bastantes veces los domingos por la mañana —dijo el médico—. Conozco a Ruby, conozco a Dove, y si volviera la luz les diría el nombre del resto de ustedes.


Mientras hablaba, reparó en Oree, una figura habitual de la plaza de Holden durante veinte años, que él había heredado como paciente; estaba sentada en su carretón, con la falda de flores extendida sobre el regazo y remetida bajo los muñones de las rodillas.


Mientras preparaba la inyección hipodérmica, vio que entraban más observadoras, una fila de mujeres vestidas de blanco con bandas rojas como la de Ruby, que se situaban en los rincones. Levantaron la lámpara —por encima de las sombras que proyectaban las cabezas, una tarjeta del día de San Valentín colgada en la pared irradiaba color— y cuando él se inclinó sobre la cama, la bajaron y acercaron cada vez más a la chica, de modo que pareció algo que fuera a devorarla.


—Ahora no veo lo que estoy haciendo —dijo enojado el médico, y cuando la luz se elevó y empezó a balancearse detrás de él, le pareció que su ira era como la de una madre.




—Me parece que Ruby se está rindiendo muy pronto —dijo una voz.




La joven seguía con los ojos cerrados. El médico le puso la inyección.




—¿Dónde se ha metido Dove? ¿Está buscándolo el alguacil? —
preguntó.




La hermana avanzó hasta la cabecera de la cama y dejó al bebé junto a la cara de Ruby.




—Quítalo de ahí —dijo el médico.




—Ni siquiera lo mira —observó la hermana—. Dale —dijo al bebé.




—Sácalo de aquí —ordenó el doctor Strickland.


El bebé tendió los dedos hacia su madre y le abrió un ojo. Cuando ella lo cerró, el pequeño gritó como si supiera que lo había hecho a propósito.


—Saquen de aquí al bebé y a todos los niños, ¿me oyen? —dijo el doctor Strickland—. Esto no va a ser agradable.




—Llévalo a la habitación de al lado, Twosie —indicó una voz.


—No. Me prometisteis que si iba a buscar al doctor me dejarías quedarme —replicó la niña en voz alta.




—Está bien. Entonces coge a Roger.


El bebé hizo un último intento de tocar la cara de su madre tendiendo una mano con uñas sin cortar y grises como las garras de una ardilla. La mujer que había estado sosteniendo la lámpara la dejó en el suelo y levantó al bebé de la cama. El niño empezó a agitar las piernas y ella le dio un golpe en la cabeza.




—¿Es que quiere criar a un idiota? —soltó el médico.


—Yo no voy a criarlo —contestó la madre mirando a la chica de la cama.


El rostro de la muchacha había perdido toda expresión. Se estaba quedando inconsciente. El médico le apartó la mano a un lado e inspeccionó el pinchazo una vez más. Estaba limpio como el ojo de una aguja. Mientras observaba a la joven, le levantó la mano y le lavó la muñeca, la palma callosa y, uno a uno, los dedos cubiertos de sangre seca. Cuando volvió a tomarle el pulso, vio que abría los ojos. Mientras contaba, no podía dejar de mirar aquellos ojos, que parecían más grandes que la esfera del reloj. Tenían la mirada impertérrita de la posesión. Ella sabía lo que tenía. Su memoria no hizo más esfuerzos por cerrar los párpados cuando él soltó su mano, ni cuando le quitó los zapatos y los dejó en el suelo, ni cuando, al apartarse él de la cama, la luz de la lámpara le dio de lleno en la cara.




La niña de doce años la miraba de hito en hito, con el bebé apretado contra el pecho.




—¿Puedes hacer que el niño se calle?


—Seguirá haciendo ruido hasta que le enseñen a callarse —dijo alguien.


—¡Me gustaría que hubiera un poco de tranquilidad y que mostraran más consideración! —dijo el médico —. Recuerden que aquí hay alguien a quien le cuesta mucho respirar. —Levantó el dedo y señaló a la anciana del delantal cuya pipa seguía brillando de forma regular junto a la puerta—. Usted, quédese. Usted, venga aquí y cuide de Ruby —indicó--. Las demás, márchense.




Cerró el maletín y se enderezó. La mujer le arrimó la lámpara a la cara.


—¿Se acuerda de Lucille? Soy yo. Le lavaba la ropa a su madre cuando usted nació. Me gustaría verle hacer algo —agregó con tono airado—. ¡Ni siquiera la ha vendado! ¡Claro que usted no es su padre!


—¡Tiene una hemorragia interna! —replicó él—. ¿Qué cree que le pasa?


Las mujeres se callaron. Durante un minuto el médico solo oyó el corretear de las cobayas.




Volvió a mirar a la chica; tenía los ojos fijos de poseída.


—Le he puesto una inyección. Ahora se dormirá. Si no se duerme, llámenme y volveré para ponerle otra. ¿Alguna de ustedes es tan amable de traerme un vaso de agua? —añadió el médico en el mismo tono.


Algo se movió en la cocina con un gran estruendo, que cesó como el ruido de unos platillos golpeados sin querer. El niño que había cogido el apio para atrapar a las cobayas entró con una taza de té. Atravesó la habitación y salió al porche, donde se oyó cómo sacaba agua fresca de una bomba. Entró de nuevo y ofreció la taza al médico con el brazo estirado.


El doctor Strickland bebió con una sed que observaron todas las presentes. La taza, aunque estaba impregnada del olor de la casa, era de porcelana fina y antigua.


A continuación echó a andar atravesando la mirada de la chica que yacía en la cama como si tuviera que pasar por encima de una grieta abierta en el suelo.


—¿Piensa marcharse? —preguntó la anciana del delantal, que seguía junto a la puerta, si bien la pipa había desaparecido de sus labios.


Entonces se acordó de ella. Cuando de joven viajaba al este para ir a la facultad de medicina, ella solía ser la persona que se ocupaba de todo en la estación de Holden cuando llegaba el tren de pasajeros entre las dos y las tres de la madrugada. El ferrocarril siempre se retrasaba. La mujer daba vueltas entre los bancos, que recordaban los de una iglesia, para servir café muy caliente en vasos de cartón con una cafetera esmaltada en blanco tan larga como su brazo. Por aquel entonces, además del delantal, llevaba un sombrero blanco y resplandeciente, algo a medio camino entre un gorro de cocinero y un gorro de sol. Cuando por fin el tren llegaba envuelto en vapor, anunciaba las estaciones. No utilizaba un megáfono, solo la fuerza de sus pulmones. Con el volumen natural de su voz de barítono, las iba pregonando entre las pocas personas dispersas que esperaban bajo unas luces demasiado tenues para poder leer; primero, en la sala de espera de los negros, luego en la sala de espera de los blancos, y su voz resonaba en la bóveda del techo: «... Meridian. Birmingham. Chattanooga. Bristol. Lynchburg. Washington. Baltimore. Filadelfia. Y Nueva York». Tras coger los bolsos de dos en dos, avanzaba despacio delante de los pasajeros para asegurarse de que se marchaban.


—Yo me voy, pero usted no. Usted se queda para vigilar a Ruby. Procure que siga incorporada. Llámeme si me necesitan. —De joven, nunca se había preguntado cómo se llamaba aquella tirana. Tampoco lo sabía ahora. Dejó la taza en la mano de la mujer—. ¿Usted no se va a marchar? — preguntó a Oree, la mujer sin piernas. Seguía viviendo junto a las vías en las que el tren se las había cortado.


—No tengo prisa —contestó ella, y cuando el hombre pasó a su lado dijo su frase habitual—: Tómeselo con calma, doctor.


Cuando salió al porche, vio que la luz de la luna lo bañaba todo. Al no verse interrumpida por ninguna luz de Holden, inundaba el campo posada sobre la neblina del largo otoño sin lluvias. El médico se encontraba en las afueras de Holden. Una sola casa y una iglesia más allá, empezaba el Delta, y los campos de algodón se extendían hasta la claridad dispersa de una Vía Láctea oscurecida.


Nadie lo había llamado, pero volvió la cabeza y de repente vislumbró una hilera de vestidos colgados delante de la casa, tan almidonados que se habrían sostenido solos (como se quejaba su madre), e inmediatamente reconoció el vestido que su madre se ponía para trabajar en el jardín, el vestido de golf de su hermana, la bata favorita de su mujer, con la que siempre se sentaba a la mesa del desayuno, y otros vestidos. Tendidos delante del porche, colgaban de nuevo entre él y la carretera. Con las mangas extendidas, trataban de rascarle la frente con el borde de la falda mientras ondeaban junto a la casa a la luz de la luna.


El momento de vértigo pasó cuando un hombrecillo negro calzado con zapatos con alzas subió por la escalera y atravesó el porche.




—¿Ha cruzado ya la hermana Gaddy las puertas de la dicha?




—No, reverendo, llega a tiempo —respondió el médico.


En cuanto salió de la casa, oyó que esta se volvía tan ruidosa como antes el patio, donde ahora los hombres se quedaron callados para dejarle pasar. Vio la luna desde la carretera. Estaba encima del árbol de las gallinas; podría haber sido una gallina que se hubiera escapado volando. Apartó a los niños del capó del coche, sacó a otro sentado al volante y subió. Dio la vuelta en el cementerio de la iglesia, en cuyo interior parpadeaba una luz. Era un edificio de tejado plano como el de un almacén y tenía las persianas bajadas como un dormitorio. Era la iglesia de donde salían sonidos de música y baile muchas noches aparte de los domingos, tan claros que se oían desde la cumbre de la colina.


Condujo de nuevo por la carretera y cruzó el arroyo, cuyas orillas relucían con las botellas estrechas, del tamaño de armónicas, en las que se vendía elixir paregórico bajo el nombre de Mother's Helper. Borras de algodón pendían de los cables del teléfono que discurrían a lo largo de la carretera, cuyos bordes también estaban cubiertos de ellas, como si el médico estuviera en una carrera.


Pasó por delante del vibrante molino, que funcionaba con su propio generador. A través de la chapa de acero sin ventanas, ahora iluminada por la luna, nunca brillaba ninguna luz, pero el olor salía libremente y se esparcía por todo el pueblo: un olor a comida, como un plato pedido por un hombre con un apetito insaciable. Tuberías de las que colgaban serpentinas de hilas se introducían en la desmotadera, y aquí y allá había furgonetas y camiones agrupados como las caravanas de los gitanos o los carromatos del circo de las historias de su padre, e incluso de su abuelo, esperando en el patio de fuera.


Pasada la vía del tren, más allá del pueblo sin luces, se veía el fulgor en forma de almohada de un fuego. Era gaseoso y no tenía vetas ni estaba manchado de humo; una nube con el color rojizo de los juncos en noviembre, sin chispas ni vigor, que no podía confundirse con una iglesia incendiada y que era como un anestésico hecho visible.


Entonces apareció por detrás, sólido como un tablón, un largo haz de luz eléctrica que avanzó a lo largo de la plataforma de carga hasta unas balas de algodón que había encima de ella, algunas de las cuales se apoyaban contra otras como si las empujara la luz; el haz subió luego por el muro de la oscura estación de modo que podía leerse el nombre «Holden». Sonó la sirena. Aquel era un paso a nivel con un historial aciago, y al médico le pareció que nunca había pasado por allí sin que algo amenazante se le acercara. Paró el coche y, cuando el tren comenzó a pasar, vio que tenía dos locomotoras; un mercancías cargado. Iba a atravesar Holden.


Apagó el motor. Una traviesa se balanceaba y quejaba cada vez que un grupo de ruedas pasaba por encima de ella. En aquel instante el crujido lento y regular recordó al médico el anticuado columpio de un porche con unos amantes sentados en la oscuridad.


Esa noche le habían llevado una taza que podría haber sido de la vajilla de su madre o de la madre de su mujer: el borde no era del todo redondo, y sus labios y sus dedos habían reconocido la taza de porcelana fina. En aquella casa donde se había cometido un crimen, le habían ofrecido aquella gentileza cuando la había pedido. Después de beber se había quedado estupefacto al ver un montón de vestidos tendidos con las mangas estiradas ante el porche de la casa, como el dibujo de unos ángeles hecho por un niño.


Mecido ligeramente por el tren al pasar, se inclinó sobre el volante y la sensación de bienestar persistió y aumentó hasta que se encontró al borde de las lágrimas.


El médico era hijo de un médico y practicaba la medicina en el consultorio de su padre. Todos los pacientes mayores, como la señorita Marcia Pope —y como Lucille y Oree—, hablaban de su padre, y algunos confundían al médico joven con el viejo, pero no era el caso de ellas. El reloj de oro que llevaba había pertenecido a su padre. Richard había crecido en Holden y se había casado con «la chica más guapa del Delta». A excepción de los años que había pasado en la facultad de medicina y durante las prácticas, había vivido en su lugar natal y había continuado con el consultorio: el único del pueblo. Ahora su padre y su madre estaban muertos, su hermana se había casado y se había ido a vivir a otra población, y su hija había muerto hacía un año. Luego, en verano, él y su mujer se habían separado por deseo de ella.


Sylvia era su única hija. Hasta que murió de neumonía las pasadas navidades a los trece años, nunca había caminado ni hablado. Él la había querido y había lamentado su suerte durante toda su vida; la pequeña había sufrido una lesión en el parto. Sin embargo Irene había hecho más; había dedicado su vida a Sylvia, sin concederse nada a sí misma, atendiéndola, levantándola, dándole de comer, haciendo de todo. ¿Qué hace una persona después de entregarse en cuerpo y alma a algo que no se puede remediar y que le ha sido arrebatado? Se entrega en cuerpo y alma a otra cosa que no tenga remedio. Pero evita todos los dolorosos recordatorios y no se centra en una persona, sino en una idea.


El pasado mes de junio, un estudiante, defensor de los derechos civiles, había acudido a su consulta con una carta de presentación. El médico lo había invitado a cenar a su casa en deferencia a un viejo amigo. (Esa noche se había acordado de él al ver una fotografía en el periódico local.) Recordaba que el joven había hablado de su trabajo. Habían estado riéndose en la mesa después de que Irene citara la pregunta que había formulado el anterior gobernador cuando un prisionero se fugó de la cárcel: «Si no te puedes fiar de un recluso de confianza, ¿de quién te puedes fiar?». Entonces el médico había comentado:


—Hablando de las personas de las que uno se puede fiar, ¿qué es eso que he leído en vuestro periódico, Philip? Decía que a unos miembros de vuestra organización del condado vecino les obligaron a punta de pistola a ir al campo a recoger algodón con cuarenta grados de temperatura. Eso es imposible: en junio no hay algodón.


—Yo me hice la misma pregunta, pero me dije: «Bueno, donde se lee el periódico no se darán cuenta» —repuso el joven.




—Pero es mentira.


—Estamos exagerando su hostilidad —le corrigió el joven de barba—. Es una forma de llegar a la gente. No olvide que lo que nos podrían haber hecho es todavía peor.




—Aun así, opino que no tenéis derecho a dar una imagen falsa de las cosas —dijo el doctor Strickland—. Ni siquiera por una buena causa.


—Díselo a Herman Fairbrothers —terció su mujer, y se levantó de la mesa de un salto.


Más tarde, como resultado de aquella velada —supuso—, encontró cristales rotos a lo largo y ancho del camino de entrada de su casa. No había visto a tiempo lo que no se le habría ocurrido buscar, e Irene, que estaba en la puerta, se había echado a reír de repente...


Al final había accedido a que ella cumpliera su deseo y se marchara el tiempo que quisiera. Irene regresó a su localidad natal, donde, según tenía entendido, todos celebraban fiestas en su honor. Él se había ofrecido a marcharse. «¿Y dejar a Holden sin su doctor Strickland? No salvarías tu alma, ¿verdad?», había dicho ella. Pero por el momento no estaban divorciados.


Él creía que había sido paciente, pero se había cansado de la paciencia. Estaba cada vez más cansado, harto e incluso aburrido de la amargura y la obstinación que lo separaba todo y a todos.


Y de repente esa noche las cosas parecían como antes. Se había sentido como si alguien lo hubiera parado en la calle y se hubiera ofrecido a llevar su carga un rato —hubiera insistido en ello—, un viejo amigo de confianza de la familia medio olvidado al que no viera desde que era joven. ¿Era la sensación, que ahora acudía de nuevo a él, de que todo el mundo en la tierra todavía podía tener un yo... rebelde, capaz de desafiar a la muerte, íntimo? Los fuertes latidos de su corazón eran como la embestida de la esperanza abalanzándose sobre él sin pausa, implacable.


Parecía que llevaba mucho tiempo allí parado, pero los vagones seguían pasando. Por allí venía el furgón de cola. Sin darse cuenta había contado setenta y dos vagones. El fuego de las afueras del pueblo volvió a aparecer.


La sensación que experimentaba el médico disminuyó poco a poco, como unas náuseas reprimidas. Arrancó el coche, cruzó la vía y continuó colina arriba.


En la casa de los Fairbrothers se veían velas encendidas, algunas en los candelabros del comedor, a través de las ventanas del piso superior. La casa, contigua, que era la del médico, estaba a oscuras, naturalmente, y mientras se preguntaba dónde guardaba Irene las velas para los apagones, pasó de largo ante su puerta por segunda vez esa noche. Pero lo que menos quería en aquel momento era volver al club. Solo había ido allí para complacer a su hermana Annie. Al pasar por delante de la ventana oscura de la señorita Marcia Pope, percibió el olor de su olivo fragante, firme como el edificio del banco.


Allí estaba el banco, cuya entrada daba a las escaleras que conducían a la consulta de los doctores Strickland & Strickland, con sus nombres escritos en letras negras y doradas en tres ventanas. Pasó por delante. La bruma y la luz de la luna eran una sola cosa en la plaza y la hilera de escaparates de enfrente, con la fila de postes finos como cerillas que aguantaban la larga tira de hojalata que cubría la acera y la mercería, cuyo tejado ornamental, parecía hecho con abanicos de papel sostenidos por acróbatas. Dobló la esquina despacio. Detrás de la verja de hierro apenas se entreveían el edificio del palacio de justicia y la cárcel entre su cueva negra de árboles, y únicamente la lustrosa escalera de hierro reflejaba la luz de la luna. Siguió adelante y pasó por delante del cine cerrado, en cuyo letrero, con todas las bombillas desenroscadas, los casquillos vacíos formaban la palabra: BROADWAY. El asta de la bandera que había delante de la oficina de correos tenía un aspecto vaporoso, como la estela de un avión que ya ha desaparecido en el cielo. Enfrente del parque de bomberos no se veía el viejo Buick del jefe de bomberos, pues había vuelto a casa.


¿Qué o quién le impedía regresar a casa? El médico siguió avanzando despacio. En el centro del asfalto desierto, donde de día había coches y camiones aparcados desordenadamente, se alzaba el depósito de agua, pálido como un globo allí amarrado. De su interior brotaba un ruido seco y metálico, pues ese verano la reserva de agua también había supuesto un problema; de vez en cuando sonaban unos golpes huecos e irregulares, pero el médico ya no los oía. Al tomar una curva vio la figura pálida de un hombre que yacía boca abajo a la luz de la luna.


Cuando los faros del coche lo enfocaron, su ropa se tiñó de un amarillo dorado. Parecía que hubiera estado durmiendo todo el día en un lecho de flores y se hubiera revolcado en su polen y siguiera allí dormido, con la cara oculta. Estaba cubierto de harina de algodón.


El doctor Strickland paró el coche en seco y bajó. Sus pisadas eran el único sonido que se oía en el pueblo. El hombre se incorporó un poco apoyándose en las manos y lo miró como si fuera una foca. Hilillos de sangre le cubrían la cabeza como una red que hubiera atravesado. Su ancha lengua asomaba por la boca. El médico reconoció la cara.




—Así que estás vivo, Dove. Todavía estás vivo.




Moviendo la lengua con lentitud y dificultad, Dove dijo:




—Escóndame.




Acto seguido sangró por la boca.


Durante la otra mitad de la noche el médico recibió el resto de avisos por vía telefónica: todos casos crónicos. Eva Duckett Fairbrothers lo llamó al amanecer.


—¿Que está desanimado? Pues claro que está desanimado —le gritó él al final—. ¡Si yo tuviera lo que tiene Herman, bajaría al jardín y me pegaría un tiro!


El Sentinel, del que Horatio Duckett era dueño y director, salía los martes. La última página del ejemplar de la semana siguiente rezaba: DOS MUERTOS Y UN PUNZÓN DE HIELO. EXTRAÑO INCIDENTE EN UNA IGLESIA DE NEGROS. En el subtítulo se leían: «No se sospecha motivo racial».


El médico, sentado a la mesa del comedor, terminó de desayunar mientras leía el artículo.


El sábado por la noche, un empleado del molino de algodón Fairbrothers y una criada de Holden, ambos negros, fueron apuñalados en un cementerio lleno de gente con un objeto punzante que, según se cree, era un punzón de hielo. Más tarde ambos fallecieron. El alcalde Herman Fairbrothers no cree que el incidente tenga un trasfondo racial.




«No hay motivos para armar ningún revuelo», declaró el alcalde.


Con este infortunado episodio, el número de víctimas en Holden el pasado fin de semana asciende a tres. Billy Lee Warrum hijo falleció el domingo antes de llegar al hospital de Jackson al que fue trasladado después de que saliera despedido de su nueva motocicleta. Era el hijo mayor de la señora de Billy Lee Warrum. Al parecer se dirigía a ver a su prometida y a su llegada al hospital se dictaminó su muerte. Se han enumerado las múltiples heridas como causa de la defunción, ya que la motocicleta circulaba a gran velocidad cuando chocó contra un camión cargado de pavos. (Véase la declaración del testigo presencial en la página 1.)


En cuanto al incidente anterior, según la reconstrucción del alguacil Curtis «Cowboy» Stubblefield, Ruby Gaddy, de veintiún años, fue apuñalada a la vista de todos los feligreses del templo del Santo Evangelio cuando intentaba salir de la iglesia, una vez concluida la misa, en torno a las 21.30 del sábado.


De acuerdo con los testigos, Dave Collins, de veinticinco años, apareció en el exterior de la iglesia a las 21.15, tras acabar su turno en el molino, donde trabajaba desde 1959. Cuando lo invitaron a entrar y sentarse, bromeó y dijo que, como iba vestido con ropa de trabajo, prefería esperar fuera a que Gaddy, con quien se dice que vivía amancebado, saliera del edificio de madera.


Se cree que durante la pelea que siguió a la conclusión de la misa la mujer, que formaba parte del coro, recibió heridas fatales con un punzón de hielo en un órgano vital, tras lo cual arrebató el arma a su atacante y le pagó con la misma moneda. Posteriormente Gaddy se fue andando a casa de su madre, pero más tarde sufrió un desmayo.


Algunos fieles afirmaron que habían seguido a Collins a lo largo de más de trece o catorce yardas en dirección a Snake Creek, en el lado sur de la iglesia, y que luego cayó al suelo y bajó rodando casi diez pies por un terraplén, dando seis o siete vueltas. Los presentes creían que el joven había fallecido, ya que habían visto a la mujer clavarle el punzón en la oreja o el ojo, ambos situados muy cerca del cerebro. Sin embargo, posteriormente Collins se arrastró sin que nadie lo viera por Railroad Avenue hasta la puerta de un despacho de la calle principal ocupado por el doctor Richard Strickland, encima del Citizens Bank & Trust.


Los testigos discrepaban en lo relativo a cuál de los negros asestó el primer golpe. Percy McAtee, pastor de la iglesia, se negó a tomar partido, pero, cuando lo interrogó el alguacil Stubblefield, declaró que estaba convencido de que no habían intervenido agitadores externos, y no se produjo ningún arresto.


El doctor Strickland, que había pasado la tarde en el Country Club, encontró a Collins en la puerta de su consulta. El doctor Strickland informó de que Collins expiró poco después de que él lo descubriera, y atribuyó su muerte a las heridas que tenía en el pecho.


«No hizo ninguna declaración», dijo el doctor Strickland cuando se le preguntó.


El alcalde Fairbrothers, al que entrevistamos en su casa, donde se está recuperando de una enfermedad, declaró que no le constaba que hubiera problemas de ninguna clase en el molino. «Pero tampoco pretendemos arruinar nuestra buena reputación incitándolos — afirmó—. Si el tiempo nos acompaña, esperamos alcanzar la plena producción a finales del próximo mes.» El sábado había sido el día de paga, como siempre.


Sin embargo, cuando los agentes registraron el cuerpo de Collins, encontraron sus bolsillos vacíos.


Deacon Gaddy, de ocho años, hermano de Ruby Gaddy, halló posteriormente un punzón de hielo, manchado de sangre, que según se dice era propiedad del templo del Santo Evangelio, y se lo llevó al alguacil Stubblefield. Este afirmó que el niño lo había encontrado en los jardines de la nueva escuela para negros, cuya construcción costó cien mil dólares. Se cree que fue el arma empleada en los dos asesinatos, cuyas víctimas se mataron entre sí.


«Me sorprende que no hubiera más heridos —dijo el reverendo Alonzo Duckett, pastor de la Primera Iglesia baptista de Holden—. Y esperan que les dejemos sentarse en nuestras iglesias.» Vince Lasseter, sheriff del condado, al que localizamos en el lago Bourne, donde estaba pescando, dijo: «No nos pueden culpar de eso. Así es como tratan a su propia raza. Por favor, tome nota de que tenemos la conciencia tranquila».


Miembros de la congregación negra dijeron que no podían explicar cómo Collins se había marchado de Snake Creek a una hora sin determinar. «Nos quedamos allí un rato, le tiramos tapones de botellas, le echamos la gorra encima de la cara, y ni siquiera se movió —declaró un representante de la congregación—. Por eso nos figuramos que estaba muerto. No nos habríamos marchado ni lo habríamos dejado allí si hubiéramos sabido que más tarde se arrastraría por la colina.» Según ellos, Collins no acostumbraba asistir a misa en el templo del Santo Evangelio.


Gaddy murió más tarde, esa misma mañana, también a causa de las heridas que tenía en el pecho. Se desconoce el motivo de la reyerta.


La cocinera le había vuelto a llenar la taza sin que se diera cuenta. El médico dejó el periódico y salió con el café al pequeño porche; seguía siendo su costumbre matutina.


El porche estaba en la parte trasera de la casa, cubierto por tres lados. La meridiana de Sylvia solía estar allí; gracias a ella, su hija podía disfrutar del jardín. No se veían más casas; no se oía la desmotadora, y tampoco el sonido del tráfico de la autopista.


Las rosas se habían terminado, y también las plantas perennes. Pero alrededor los árboles de Júpiter, los ciclamores, los cornejos, los arrayanes brabánticos y los granados estaban llenos de colorido. El peral marchito se había despojado de sus hojas antes que el resto. Más allá de una ruinosa masa de alteres silvestres que nadie había atado, una pareja de pájaros carpinteros saqueaba la hierba, el macho en una parte del jardín, la hembra en otra; picoteaban el terreno desolado entre las hojas brillantes que parecían haber sido dejadas allí expresamente para ellos, explorando y alimentándose. Se figuró que estaban allí todo el año, pero solo se fijaba en ellos en otoño. Estaba seguro de que Sylvia sabía que los pájaros estaban allí. Ella seguía con la vista las aves que atravesaban el jardín volando. Mientras él miraba, el macho desplegó un ala, llamativa como el pelaje de una cebra, y lució su marca roja al volver la cabeza.


El doctor Strickland bebió el café y cogió su maletín. Solo tenía que visitar a Herman y Eva Fairbrothers. Creía que, por el momento, en todo Holden solo la señorita Marcia Pope seguía siendo capaz de cuidar de sí misma, o eso creía ella.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...