15 marzo, 2009

Linda Berrón ( Costa Rica)



El albatros del emperador Yunan
Tendría que haber sospechado de qué se trataba cuando al pisar el último escalón, éste descendió bruscamente en el vacío. Pero tenía que seguir adelante. La fuerza del destino se impuso en el escenario (...)

Me detuve frente a la última puerta, las rodillas atravesadas por un clavo de miedo, el vello levemente erizado y mi sereno observatorio mental contemplando con sorna las reacciones niñas de mi cuerpo. A mi espalda el muro sólido de la noche me impedía regresar, ¿adónde?, ¿adónde podía regresar?, ¿de dónde venía? Cada segundo el muro avanzaba detrás de mí con la certidumbre de un tanque ciego , cortando cualquier intento de retirada.

El camino delgado que había seguido, dibujado por un dedo transparente , pólipo marino, anfibio salido de un mar fosforescente, era el previsto para mis pies diminutos de geisha, muñeca de cartón, ojos de esquimal. Toda yo era tan menuda que no podía huir del destino. Aun recogiendo con avaricia los peores recuerdos de traiciones y mentiras, soledades y fracasos, nunca tendría la fuerza para decidir el regreso (...)
La puerta está cerrada y esto hace aun más doloroso mi destino pues yo misma tendré que abrirla y nadie entonces se hará cargo de mi culpa (...)

Abro la puerta. Lo primero, un olor a mar, a algas, a moluscos negros, a yodo y sal; un olor áspero me satura hasta el vómito. Después todo es verdeazul oscuro. En el centro del cuarto hay una cama enorme y altísima. Sábanas muy blancas, infladas por un viento inexistente, golpean el suelo con un ruido de velas desesperadas(...)

Un gemido me detiene, un gemido ronco y desdichado que viene de velas sacudidas por el viento, y nuevamente siento miedo, otra vez pequeña geisha de pies amordazados. Podría taparme los oídos, amarrarme a un poste y hacer mil nudos marineros para no ceder al miedo y a la tentación de acercarme y mirar. Pero me acerco, encorvada para hacerme más pequeña, y miro: sobre las sábanas blancas hay un hombre dormido. Así de indefenso me atrevo a mirarle, parece un náufrago. Me turba su soledad, su cuerpo delgado, la ropa hecha jirones, la barba crecida. Debe estar soñando algo terrible para gemir con una tristeza tan honda (...)
Me siento a sus pies y lo contemplo. Parece un niño abandonado, así dormido, el hombre más dulce de la tierra, y el gesto desolado de su rostro sólo logra embellecerlo más.

(...) Tomo su mano y la beso despacio. Está muy fría. Es una mano larga, blanca, venas color lila, huesos puntiagudos y tan liviana que parece de aire. Se despierta y encuentro sus ojos verdeazules, los miro sin temor y sin asombro, me detengo en cada punto de su iris y navego hacia adentro (...), y descubro los corales, las mádreporas, las esponjas, las algas más suaves que me enlazan, me amarran, me arrastran y me elevan por encima de las olas, y regreso sin aliento a sus ojos que me miran, al rostro afilado que sonríe de pronto, inesperadamente, y queda así conjurado el fantasmal deseo de enamorarme otra vez y fingir para mi solo placer que ignoro todo lo que ya sé.
Ni importa nada, ni el peldaño que descendió bajo mis pies. Por eso cierro los ojos, para sentir sus manos frías recorrer mi cuerpo, hundirse en mi carne, ahora esponja que se deshace por la presión más leve, más redonda, más sabia de sus dedos.

Ha pasado tanto tiempo que ya no sé qué día es hoy, si es que acaso es otro día. El cuarto sigue inundado de luz pero él no está (...)

Me miro la piel como se mira el atardecer , con la nostalgia de sus manos idas. Levanto los ojos y descubro una ventana redonda que no había visto antes o que nunca estuvo ahí (...) Me llega entonces con toda claridad el rumor intenso del mar, y me nacen en la piel pequeñas algas de alegría, diminutos moluscos de entusiasmo casi olvidado. Corro a la ventana y allí está el mar.

Podría desatar todas las amarras y emprender un vuelo firme y sin retorno hacia arriba o hacia abajo, cielo o mar. Me siento capaz de volar, es posible, podría hacerlo, lo sé y eso me basta por ahora.

(...) Me hundo en el mar, asciendo de nuevo, renacida entre las olas. La espuma blanca me salpica los labios. Saboreo la sal, sonrío, y sé que mi sonrisa se parece ahora a la suya.

Sobre el mar en calma una larga ola se desliza, se enrosca, salta, toda ella espuma, y vuelve a caer, a rizarse, dibujando brillantes caracolas. La veo golpearse, sacudirse embravecida, sin abandonar nunca su blancura y finalmente el viento hombrón acude y resopla, la levanta, la eleva desplegando un arcoiris de lluvia. La veo volar en el cielo, un poderoso albatros agita sus alas inmensas.

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No sé por qué alzo los brazos como un náufrago perdido, por qué lo llamo con los gritos más ardientes de lo que soy capaz. Y él responde con un chillido que me asusta y me fascina. Sin mover las alas, limpiamente apoyado en el viento, se deja llevar, fantástico vagabundo, planeando hacia mí, compadecido o tal vez enardecido por mi reclamo . Huele a mar y a viento fresco cuando entra en el cuarto. Sobre el piso que se mece recoge sus alas y me mira de perfil. Reconozco la espuma del mar en sus alas y la audacia del viento en su mirada indómita. Un graznido hambriento sale de su pico curvo y amarillo, o quizá viene de más lejos, de profundas simas donde duermen las voces ahogadas de marinos y argonautas. Creo que percibe mi sorpresa y mi embeleso porque abre con suavidad sus alas y las agita levemente. Camina ondulando su cuerpo y se detiene muy cerca de mí (...)

Y sueño otro sueño en el que vuelo con él , las piernas aferradas a su cuerpo delgado, un viaje audaz y salvaje sobre las olas, flor de agua, salpicados de sal y mar, devorando peces vivos, calamares, moluscos, insaciables los dos frente al mar inmenso y puedo ver desde la ventana redonda del cuarto nuestra silueta ave-monstruo, ave-mujer, dragón volador, recortada en el único ojo marino del atardecer.
Cuando regreso estoy desperdigada sobre la cama, de bruces en una soledad que no comprendo, hundida entre las velas inmóviles de este tálamo recurrente, ¿dónde está la brisa?, ¿dónde está él?, ¿náufrago, albatros?

Hace tiempo descubrí el desperdicio del llanto, por eso ya no lloro nunca. Pero hoy que no sé qué día es, ahora que no sé si es de día o de noche y tengo una leve conciencia de que esa mujer desmadejada y perdida debo ser yo, hoy , ahora, sí voy a llorar, un fluirme a mí misma que es como llorar hacia adentro, hundirme en mi propio pozo submarino, abismal y nocturno, reencontrar allí mis fantasmas sonámbulos de ojos luminosos y cuerpos anaranjados, violetas y escarlatas. ¿A qué otro lugar podría ir? Y así lentamente me voy durmiendo en otro sueño.

Es un sueño largo, de amaneceres y crepúsculos sucesivos, dónde las lágrimas recorren antiguos caminos de encuentros y desencuentros, todos siempre el mismo, repitiendo el rito mágico que renovará la vida, si la vida se renueva más allá del espejismo.

Este deseo de sus manos, de sus alas, es un sueño también, un disfraz para confundir el vacío, como ponerse collares y pulseras de coral para ahuyentar la muerte. (...)




*Los fragmentos de este texto fueron extraídos de la antología de cuentos de escritoras latinoamericanas, Esas Malditas Mujeres, que seleccionó la escritora rosarina Angélica Gorodischer ( Edit. Ameghino,1998).

Linda Berrón:
Escritora, Licenciada en Educación, editora. En 1991 fundó la Editorial Mujeres que ha publicado narrativa, ensayo, poesía, teatro, biografía, y video. Tiene publicados dos libros de cuentos, "La Ultima Seducción" y "La Cigarra Autista"; una novela, "El Expediente" y una obra de teatro, "Olimpia", representada en el 2003 por la Compañía Nacional de teatro de Costa Rica. Sus cuentos han aparecido en numerosas antologías nacionales e internacionales y sus textos han sido traducidos a varios idiomas.
Entre otros, recibió en Madrid el "IV Premio Internacional de Narrativa de Mujeres de Habla Hispana"; en Guatemala, en 1991, el "Premio Unico de Cuento de los Juegos Florales de México, Centroamérica y Panamá"; en Costa Rica con el "Premio Ancora de Literatura", 1992-1993.
 Premios: Premio Internacional de Narrativa de Mujeres de Habla Hispana en Madrid; Premio de Cuento de los juegos Florales de México, Centroamérica y Panamá, en Guatemala; Premio Ancora de Literatura en Costa Rica.






08 marzo, 2009

Inés Bortagaray(Salto,1975)



A la mesa
Por Inés Bortagaray

El mantel es blanco. Cubre todas las esquinas de esta larga mesa de madera puesta a lo largo del jardín, y llega a rozar el suelo. Sobre el mantel hay platos, fuentes, cucharas, cucharones, cuchillos, servilletas, tenedores, botellas, jarras, flores, migas de pan. Alrededor estamos nosotros, la familia unida. Todos sentados a lo largo de esta gran mesa que ocupa dos parcelas de quinta, la nuestra y la de los otros, los parientes. No somos tan ruidosos como una familia italiana ni se hace el gran escándalo ni el borracho da la nota, pero igual somos borrachos. Todos tomamos vino, por ejemplo. La mesa está rota, cortada en dos, pero nadie parece notarlo. En el medio la mesa se corta y unas astillas sobresalen del mantel, lo rasgan antes del ruedo, emergen como púas. La mesa se corta en dos entre las dos parcelas. De un lado quedamos nosotros; del otro, los parientes.

La pequeña esposa de mi primo alto, el de boca mojada como un pez y orejas de cera rebosante, viene hacia mí desde la otra mesa con gesto de arrojo (tras los cristales gruesos de sus lentes aparecen los ojos de indignación de muchacha provinciana que aún a pesar del encierro se hace temer, la de la lengua ácida). Se para frente a mí y me increpa: ¿por qué dijiste que mi tía es puta? Yo le digo: yo no dije nada, momentito.

Momentito: estoy recordando.

Hace veintisiete años dije algo. Dije, mirando la foto de la boda de la tía de la actual esposa de mi primo, dije: esta es una puta. Yo había aprendido la palabra puta y la usaba por vanidad. Mi vanidad se debía a haber aprendido a usar con ligereza algo que no parecía tan liviano. La palabra. Esta es puta esta no es puta esta es puta. Yo no soy puta. Yo no soy una cualquiera.

Aunque sí, puede ser que lo haya dicho, mil perdones. Ella me mira y los ojos que veo son tan grandes, oh, qué grandes esos ojos que me miran detrás de los cristales engordados, cóncavos, amarillentos, y yo pienso que ya no son de ira esos ojos que ella tiene sino de tormento. Por qué esperar tanto tiempo para vengar a la tía puta, yo pienso. ¿Por qué me lo decís ahora, cuando ya pasó tanto tiempo? No demora, y dice, como si mordiera: Porque vos y tu madre y tu abuela tienen que tener un merecido. Yo sí demoro. ¿Un merecido por qué? Vuelve a morderme. No estar tan campantes, en esta mesa, cuando bien se sabe que son víboras. Me molesta más lo de campantes que lo de víboras. Yo no siempre salí ilesa de las críticas ajenas. Me cuido mucho de hacerlas, de decir: este es un vanidoso, aquella está llena de amargura. Es por eso que lo hago más conmigo que con el resto y entonces me digo: qué vanidosos que estamos hoy, cuánta amargura me vino encima.

Dejo de prestarle atención a la esposa de mi primo el de la saliva y miro a una niña de rizos rojos que se ha venido a sentar a mi lado. La miro y no sé quién es, de qué pariente es hija. Se sienta como señorita entre mi hermana y yo; las dos la miramos con sorpresa. No nos pelea ni tampoco está jugando. Parece haber encontrado el lugar exacto para ella. Las piernitas le oscilan sin llegar al piso. Las mueve como si bailara, y noto unos minúsculos pelos rosados en las rodillas, en el borde de piel que queda libre entre las medias caladas y el organdí del traje. Rozo con mi dedo sus rodillas y ella se estremece y se ríe. Entonces me arrodillo y ella salta de la silla y nos ponemos a jugar bajo la mesa. Dice que se llama Olinka y que su nombre es ruso como el de algunas princesas. Jugamos a hacer caras de las feas y yo le gano. Afuera sigue el barullo, pero se oye apagado por el peso del mantel. Afuera alguien dice: nuestra ensalada es por lejos la mejor. Olinka se saca los zapatos y las medias caladas y me muestra su pie. Se lo huele y me lo da para que yo también lo huela. Lo huelo y le digo: ay, qué pie más asqueroso. Después vamos a los pies de la familia y los olemos a todos. Algunos nos gustan y otros no. A ella le gustan más que a mí los pies de la familia. Los pies de mamá huelen rico. Tiene sandalias color café con tiras de cuero que se cruzan adelante. Mi hermana se rasca el empeine con la punta del zapato. Cuando acercamos las narices hace un movimiento brusco y le golpea el mentón a Olinka, que justo está oliendo. Olinka comienza a lloriquear y yo le tapo la boca con mi mano. En la mesa se hace silencio. Alguien ahoga una exclamación y se oye un zumbido.

Me acurruco entre las piernas estiradas de mi padre (sé que ahora yace satisfecho con la boca casi sonriente, plácida, y esos ojos de ausencia dichosa, de momento previo al desencanto) y atraigo a Olinka contra mi pecho como quien aprieta a un niño durante el estallido de una bomba. La discusión entre las mesas da comienzo entonces.





de El futuro no es nuestro Narradores de Latinoamérica nacidos entre 1970 y 1980
Prólogo y selección por Diego Trelles Paz




Inés Bortagaray(Salto, 1975)


Publicó su libro de relatos Ahora tendré que matarte (2001) en la colección Flexes Terpines, dirigida por Mario Levrero. A lo largo de 2004 escribió, junto a Adrián Biniez, los trece capítulos de la serie de televisión El fin del mundo, cuya idea original comparte con Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella. Ese año se publicó un relato suyo en Pequeñas resistencias 3, una antología del nuevo cuento sudamericano (Madrid, 2004). Entre mayo de 2005 y febrero de 2006 escribió, junto a Ana Katz, el guión de la película Una novia errante. Su segundo libro, Prontos, listos, ya, se reeditó en marzo de 2007.

06 marzo, 2009

Siri Hustvedt (EE.UU.,1955)


Elegía para un americano (fragmento)



Mi hermana decía que fue «la época de los secretos»,
pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que
faltaba. En una ocasión una de mis pacientes dijo: «Tengo
fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre
hablan. A veces no tienen nada que decir.» Sarah solía entrecerrar los ojos o mantenerlos casi siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo
hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi
mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras.
Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo periodo de mi vida fue lo que nunca nos
dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era
la única persona que guardaba secretos. Fue el seis de enero,
cuatro días después de su entierro, cuando Inga y yo encontramos la carta en su estudio.
Nos habíamos quedado en Minnesota con nuestra madre para ocuparnos de revisar los papeles de nuestro padre y
ver qué había que conservar y qué había que tirar. Sabíamos de la existencia de unas memorias escritas en sus últimos
años de vida, así como de una caja llena de cartas dirigidas a
sus padres (muchas de ellas enviadas cuando era soldado
en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial), pero
aquel cuarto encerraba otras cosas que nunca habíamos visto. El estudio de mi padre tenía un olor muy particular, diferente al del resto de la casa. Me preguntaba si habrían sido
todos los cigarrillos que había fumado, todo el café que había tomado y todos aquellos círculos que las innumerables
tazas dejaron marcados sobre el escritorio durante más de
cuarenta años lo que había transformado la atmósfera de
aquella habitación hasta producir el inconfundible aroma
que me envolvía cada vez que atravesaba su umbral. Más
adelante vendimos la casa. La compró un dentista que hizo
grandes reformas, pero yo aún veo el estudio de mi padre
con sus paredes cubiertas de libros, sus archivadores, la larga mesa de escritorio que él mismo construyera y, encima
de ésta, el organizador de plástico transparente en el que,
aun así, había etiquetas que había escrito a mano con su letra pequeña pegadas en cada cajoncito: «clips», «pilas para
los audífonos», «llaves del garaje», «gomas de borrar».
El día en que Inga y yo nos pusimos manos a la obra
hacía un tiempo de perros. A través de la ventana, observé
la delgada capa de nieve bajo un cielo acerado. Sentía la
presencia de Inga a mis espaldas y oía su respiración. Nuestra madre, Marit, estaba durmiendo y mi sobrina Sonia leía
un libro acurrucada en un rincón de la casa. Mientras abría
uno de los cajones del archivador tuve la súbita impresión
de estar a punto de saquear la mente de un hombre, de desmantelar su vida entera, y de repente me vino a la memoria
la imagen del cadáver que había tenido que diseccionar en
la facultad. Lo recordé, tendido sobre la mesa y con el pecho abierto de par en par. Uno de mis compañeros de laboratorio, Roger Abbot, lo había bautizado con el nombre de
Tweedledum, Dum Dum, o simplemente Dum. «Erik, fí-
jate en el ventrículo de Dum. Hipertrofia, muchacho.» Durante un segundo imaginé el interior de mi padre con su
pulmón atrofiado y luego recordé cómo me había apretado
la mano con fuerza antes de marcharme de su pequeña habitación en la residencia de ancianos la última vez que lo vi
con vida. De inmediato sentí un gran alivio de sólo pensar
que lo habían incinerado.
El sistema de archivo de Lars Davidsen consistía en un
intrincado código de letras, números y colores que permitía
obtener jerarquías descendentes dentro de una misma categoría. Las notas iniciales estaban subordinadas a los primeros borradores, los primeros borradores a la versión final, y
así sucesivamente. En aquellos cajones no sólo se encontraban los papeles de sus años como profesor y escritor, sino
todos los artículos que había escrito, todas las conferencias
que había dado, los voluminosos apuntes que había tomado y las cartas que había recibido de colegas y amigos durante más de sesenta años. Mi padre había catalogado todas
y cada una de las herramientas que alguna vez colgaron de
la pared del garaje, todos los recibos relacionados con los
seis coches usados que tuvo a lo largo de su vida, todas las
máquinas cortacésped y todos los electrodomésticos. Aqué-
lla era la documentación exhaustiva de una historia larga y
excepcionalmente austera. Descubrimos una lista detallada
de los objetos almacenados en el desván: los patines de los
chicos, la ropa de bebé, agujas y demás elementos para hacer punto. Dentro de una cajita encontré un manojo de llaves al que mi padre había atado un cartelito escrito con su
letra pequeña e impecable: «Llaves desconocidas».
Pasamos días enteros en aquella habitación provistos
de unas enormes bolsas de basura negras en las que tiramos cientos de tarjetas de Navidad, cuadernos de colegio e infinidad de inventarios de cosas que hacía tiempo que no existían. Mi sobrina y mi madre evitaban entrar allí. Sonia
deambulaba por la casa conectada a un walkman, leía a Wallace Stevens y se sumía en ese sueño profundo en el que con
tanta facilidad suelen caer los adolescentes. De vez en cuando entraba, venía hacia nosotros, daba unas palmaditas en
la espalda a su madre o la rodeaba con sus brazos largos y
delgados como muestra de su silencioso apoyo y luego se
marchaba flotando. El padre de Sonia había muerto hacía
cinco años y desde entonces yo sentía una gran preocupación por ella. La recuerdo de pie en el pasillo del hospital,
delante de la habitación de su padre, apoyada muy rígida
contra la pared, con el rostro extrañamente impasible y tan
pálido que de inmediato me hizo pensar en el color de los
huesos. Sé que Inga intentó ocultar su dolor a Sonia y que,
cuando su hija estaba en el colegio, mi hermana ponía la
música a todo volumen, se tiraba al suelo y se hartaba de
llorar. Pero ni Inga ni yo vimos sollozar jamás a Sonia. Tres
años después, la mañana del 11 de septiembre de 2001, mi
hermana y su hija se hallaron de pronto corriendo junto a
cientos de personas hacia el norte de la ciudad, tras salir huyendo del Instituto de Enseñanza Secundaria Stuyvesant
donde estudiaba Sonia. Se encontraban apenas a unas manzanas de las torres en llamas. Más tarde me enteraría de
todo lo que Sonia había visto desde la ventana de su instituto. Aquella mañana, desde mi casa de Brooklyn yo sólo alcancé a divisar humo.
Si no estaba descansando, nuestra madre solía deambular de una habitación a otra como una sonámbula. Su andar, decidido y ligero al mismo tiempo, no se había hecho
más torpe con los años, pero sí más lento. Se acercaba a ver
cómo estábamos, a ofrecernos algo de comer, pero nunca traspasaba el umbral. Aquel cuarto debía de recordarle los
últimos años de mi padre, quien tuvo un enfisema que fue
empeorando con el paso del tiempo y limitando su mundo
poco a poco. Al final de su vida apenas podía andar y casi
no salía de aquel estudio de cinco metros por cuatro. Antes
de morir, había separado los papeles que consideraba más
importantes y los había colocado en unas cajas alineadas
junto a su escritorio. Fue en una de esas cajas donde Inga
encontró las cartas de las mujeres con las que mi padre había salido antes de conocer a mi madre. Las leí todas. Era
un trío de amores prematrimoniales (Margaret, June y Lenore). Las tres le habían escrito unas cartas amables, aunque no demasiado entusiastas, en las que solían despedirse
con apenas un «con cariño», «cariñosamente» o «hasta la
próxima».
Cuando encontró los paquetes de cartas, a Inga empezaron a temblarle las manos. Yo estaba acostumbrado a ver
aquel temblor desde que éramos niños y sabía que no se debía a ninguna dolencia sino, como solía decir mi hermana,
a su cableado interior. Nunca sabía cuándo le sobrevendría
un ataque. Yo la había visto dar conferencias en público
con las manos totalmente relajadas y también dar otras en
las que le temblaban de tal forma que tenía que ocultarlas
detrás de la espalda. Después de sacar los tres paquetes de
cartas de aquellas mujeres que una vez mi padre había deseado y perdido, Margaret, June y Lenore, Inga encontró
una hoja suelta en el fondo de la caja. Durante un instante
la observó con expresión de desconcierto y luego, sin decir
palabra, me la entregó.
La carta estaba fechada el 27 de junio de 1937. Bajo la
fecha, con letra grande e infantil, se leía: «Querido Lars: Sé
que nunca vas a contar lo que sucedió. Lo juramos sobre la
BIBLIA. Ya no importa, ni a ella que está en el cielo, ni tampoco a los que están en la tierra. Confío en tu promesa.
Lisa.»
–Quería que la encontrásemos –dijo Inga–. Si no, la
hubiese roto. Ya has visto que en los diarios que te enseñé
había arrancado algunas páginas. –Hizo una pausa–. ¿Has
oído hablar de Lisa alguna vez?
–No –dije–. Podemos preguntarle a mamá.
Inga me contestó en noruego, como si hablar de nuestra madre requiriese utilizar su lengua materna:
–Nei, Jei vil ikke forstyrre henne med dette. (No, yo no la
molestaría con algo así.) Siempre me ha dado la impresión
–continuó diciendo– de que había ciertas cosas que papá
no le decía a mamá ni a nosotros, sobre todo las relacionadas con su infancia. En esa fecha tenía quince años. Creo
que para entonces ya habían perdido las dieciséis hectáreas
de tierra que tenía la granja y, si no me equivoco, al año siguiente fue cuando el abuelo se enteró de que su hermano
David había muerto. –Mi hermana bajó la mirada a la hoja
de papel amarillento–. «Ya no importa, ni a ella que está en
el cielo ni tampoco a los que están en la tierra.» Alguien
murió. –Tragó saliva con fuerza–. Pobre papá, tuvo que jurar sobre la Biblia.
Después de que Inga, Sonia y yo enviáramos por correo
once cajas de papeles a la ciudad de Nueva York, la mayor
parte a mi casa de Brooklyn, y de que regresáramos a nuestras respectivas vidas, me encontraba un domingo por la
tarde en mi estudio, sentado delante de mi escritorio, sobre
el que tenía las memorias y las cartas de mi padre así como
un pequeño diario suyo encuadernado en cuero, cuando
me acordé de algo que Auguste Comte había escrito sobre
el cerebro. Él lo había descrito como «un sistema mediante el cual los muertos actúan sobre los vivos». La primera vez
que tuve el cerebro de Dum en mis manos, lo primero que
me sorprendió fue su peso y luego algo que había preferido
ignorar hasta ese momento: la idea de que aquello que tenía
delante había sido una vez un hombre vivo, un septuagenario bajo y fornido que había fallecido de un ataque al corazón. Cuando estaba vivo, pensé, todo su mundo estaba en
ese cerebro: las imágenes y palabras que guardaba dentro de
sí, sus recuerdos de los vivos y de los muertos.
Quizás unos treinta segundos después miré por la ventana y ésa fue la primera vez que vi a Miranda y a Eglantine.
En ese momento cruzaban la calle con el agente inmobiliario y me di cuenta de que eran unas posibles inquilinas para
la planta baja de mi casa. Las dos mujeres que vivían en el
apartamento que daba al jardín se iban a mudar a una casa
más amplia en Nueva Jersey, así que tuve que ponerlo otra
vez en alquiler. Me daba la impresión de que la casa se había
agrandado después de mi divorcio. Genie ocupaba un
montón de espacio cuando vivía conmigo, al igual que Elmer, su spaniel; Rufus, su loro; y Carlyle, su gato; todos necesitados también de un territorio propio. Durante una
época tuvimos incluso peces. Después de que Genie me dejase, atiborré los tres pisos de la casa de libros: miles de volúmenes de los que me resultaba imposible separarme. En
alguna ocasión mi ex mujer se había referido a nuestra casa con resentimiento, llamándola el Librarium. Yo había
comprado aquella vivienda de piedra rojiza antes de casarme, como el capricho de un hombre supuestamente habilidoso con las manos. Por eso no he dejado de trabajar en ella
desde que la compré. Heredé de mi padre la pasión por la
carpintería. Él fue quien me enseñó a hacer y a reparar casi
todo. Pasé años arrinconado en una parte de la casa mientras trabajaba esporádicamente en el resto. Las exigencias del ejercicio de mi profesión redujeron mi tiempo libre
prácticamente a cero, y ésa fue una de las razones que me
llevaron a engrosar esa gran legión que puebla el mundo occidental conocida como «los divorciados».
La mujer joven y la niña se detuvieron en la acera junto a Laney Buscovich, de la Inmobiliaria Homer. No veía
la cara de la mujer, pero noté que tenía un bonito porte.
Llevaba el pelo muy corto. Incluso desde lejos me gustó su
cuello fino, y aunque llevaba un abrigo largo, la curva de
la tela por encima de sus pechos hizo que repentinamente me la imaginase desnuda y me excitase. La soledad sexual en la que estaba sumido, y que durante un tiempo me
había hecho entregarme a los placeres voyeuristas de los
canales porno de la televisión por cable, se había intensificado tras el funeral de mi padre, creciendo en mi interior
como una fuerte tormenta. Aquella explosión de libido
post mórtem hizo que me sintiera como si hubiese retrocedido a mi etapa de adolescente baboso y onanista; el rey
de las pajas alto, esmirriado y medio calvo del Instituto
Blooming Field.
Para quitarme aquella fantasía de la cabeza, dirigí la mirada hacia la niña. Era una cría alta y flaca que iba enfundada en un grueso abrigo violeta. Había trepado el muro de la
entrada e intentaba mantener el equilibrio estirando hacia
delante una de sus piernas delgaduchas. Debajo del abrigo
llevaba algo parecido a un tutú, un chisme de gasa y tules
color rosa y unos gruesos leotardos negros dados de sí a la
altura de las rodillas. Pero lo más sorprendente de aquella
niña era su pelo, una maraña de suaves bucles castaños que
enmarcaban su rostro como un enorme halo. La piel de
la madre era más oscura que la de la niña. Concluí que si
eran madre e hija, el padre de la cría tenía que ser blanco.
Se me cortó la respiración cuando la vi bajar de un salto desde
el muro a la acera, pero aterrizó suavemente, con una leve
flexión de rodillas. Igual que Campanilla, pensé.
Lo que más me sorprende cada vez que pienso en mi infancia es lo pequeña que era la casa donde vivíamos, escribió mi
padre. En la planta baja había una cocina, un salón y un dormitorio que ocupaban una superficie de unos 14 metros cuadrados. El segundo piso tenía la misma superficie y estaba dividido en dos altillos que utilizábamos como dormitorios. No
había cuarto de baño dentro de la casa. Ni tampoco agua corriente. Había que salir a una caseta donde estaba el excusado
y, junto a ésta, se encontraba la bomba de agua que se accionaba manualmente. Ambas instalaciones quedaban a unos 20
metros de la casa. Para obtener agua caliente la poníamos en
una olla al fuego o la sacábamos del tanque que estaba conectado a la cocina de leña. A diferencia de otras granjas mejor
equipadas, la nuestra no contaba con una cisterna subterránea
para almacenar agua de lluvia, pero teníamos un enorme depó-
sito de metal para recogerla durante el verano. En invierno la
obteníamos derritiendo nieve. Nos iluminábamos con lámparas de keroseno. Aunque el tendido eléctrico de las zonas rurales
comenzó en la década de 1930, nosotros no nos «enganchamos»
hasta 1949. No teníamos una caldera central para calentar la
casa. La cocina se mantenía caldeada gracias al fogón de leña y
el salón mediante una estufa. Salvo por las contraventanas, la
casa no contaba con ningún tipo de aislamiento. Sólo si hacía
mucho frío se dejaba el fuego de la estufa encendido toda la noche. Si quedaba un poco de agua en la tetera, a la mañana siguiente solía amanecer congelada. Mi padre era el primero en
levantarse y encendía el fuego para que la casa no estuviese tan
helada cuando los demás abandonásemos la cama. Aun así,
siempre nos vestíamos tiritando y todos nos apiñábamos alrededor de la estufa. Un invierno, a principios de la década de 1930, nos quedamos sin leña. Lo cierto es que no podía decirse
que hubiéramos almacenado demasiada. Si uno se ve obligado
a usar leña verde, la mejor es la de arce y la de fresno.
Mientras leía esperaba encontrar alguna mención a
Lisa, pero no apareció ninguna. El texto de mi padre trataba sobre cómo apilar mejor «una buena carga de leña»,
cómo salir a arar con Belle y Maud, las yeguas que tenían en
la granja, o limpiar los campos de las temidas malas hierbas
como el cardo canadiense y demás maleza, o sobre otras tareas de campo: cría y cruce de animales; siembra, cultivo y
recolección del maíz; siega y recolección del heno; trillado
y almacenado del grano; llenado de silos y caza de ardillas.
Cuando era niño, mi padre hacía su dinerito matando ardillas, pero la perspectiva que dan los años le permitía referirse a aquel oficio con cierto humor. Uno de los párrafos comenzaba diciendo: Si usted no está interesado en las ardillas
ni en cómo cazarlas, pase al párrafo siguiente.
Todas las memorias están plagadas de huecos. Es obvio que resulta imposible relatar ciertas historias sin sentir
dolor ni causarlo a otros y que en una autobiografía siempre se pueden cuestionar muchos aspectos de su enfoque,
del concepto que el autor tiene de sí mismo y constatar alguna expresión reprimida o la mentira más descarada. Por
eso no me sorprendió ver que en sus memorias no apareciera aquella misteriosa Lisa que había obligado a mi padre
a jurar que mantendría un secreto. Yo era consciente de
que había muchas cosas que yo tampoco contaría si tuviese
que escribir mi propia historia. Lars Davidsen había sido
un hombre de una honradez cabal y de una gran sensibilidad, pero Inga tenía razón respecto a su juventud. Siempre
mantuvo oculta gran parte de aquella época. Entre Lo cierto es que no podía decirse que hubiéramos almacenado demassiada y la mejor es la de arce y la de fresno había toda una
historia sin contar.
Me llevó años comprender que, aunque mis abuelos habían sido siempre pobres, la Gran Depresión había acabado
por arruinarlos por completo. La casita minúscula y humilde descrita por mi padre aún sigue en pie y las ocho hectá-
reas restantes que una vez conformaron la granja las tiene
arrendadas hoy en día otro granjero que posee varios cientos. Mi padre nunca se desprendió de aquello. Cuando vio
que su enfermedad avanzaba, decidió por voluntad propia
vender la casa donde había vivido con mi madre y con nosotros, un lugar encantador construido en parte con madera
de árboles que él mismo había cortado, pero la granja de su
niñez me la dio a mí, su hijo, el médico renegado, el psiquiatra y psicoanalista que vive en la ciudad de Nueva York.
Mi abuelo casi no abría la boca cuando lo conocí. Se
pasaba el día en el saloncito sentado en un sillón frente a la
estufa de leña. Junto a su butaca había una mesita destartalada con un cenicero. Cuando era joven aquel objeto me resultaba tan bochornoso que no podía dejar de fascinarme.
Era un retrete en miniatura de color negro con la tapa dorada. El único retrete que tuvieron mis abuelos en toda su
vida. Aquella casa olía siempre a humedad, menos en invierno, que olía a leña quemada. Casi nunca subíamos al
piso superior, pero no porque nadie nos dijese que no lo hiciéramos. Los estrechos escalones conducían a tres cuartitos
diminutos, uno de los cuales era el de mi abuelo. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero yo no tendría más de
ocho años. Me escabullí escaleras arriba y entré en el cuarto
de mi abuelo. Por el ventanuco entraba una luz muy pálida
y me quedé un rato mirando las motas de polvo que danzaban en el aire. Me fijé en la estrecha cama, en las altas pilas de periódicos amarillentos, en el papel de la pared hecho jirones, en algunos libros polvorientos que descansaban sobre un desvencijado tocador, en las petacas, en la ropa
amontonada en un rincón, y me invadió una especie de turbación. Supongo que durante un instante vislumbré la solitaria existencia de aquel hombre y la sensación de algo perdido, aunque no sabía bien qué. En medio de ese recuerdo
oigo que mi madre llega por detrás de mí y me dice que no
debería estar allí. A mí me parecía que mi madre lo sabía
todo, que era capaz de percibir cosas invisibles para los demás mortales. No había un tono de disgusto en su voz, pero
supongo que fue su reproche lo que convirtió aquel hecho
en memorable. Hizo que me preguntara si no habría algo en
aquel cuarto que yo no tendría que haber visto.
Mi abuelo era amable con nosotros y a mí me gustaban
sus manos, incluso la derecha, a la que le faltaban tres dedos
que una sierra mecánica se había llevado por delante en
1921. Solía estirar el brazo y darme palmaditas en la espalda o simplemente apoyar la mano en mi hombro durante
un rato y luego la retiraba para volver a coger su periódico y
su escupidera, una lata de café que decía «Folgers». Sus padres eran inmigrantes y tuvieron ocho hijos: Anna, Brita,
Solveig, Ingeborg, otra Ingeborg, David, Ivar (mi abuelo) y
Olaf. Anna y Brita vivieron hasta la edad adulta, aunque ya
habían muerto cuando yo nací. Solveig murió de tuberculosis en 1907. La primera de las Ingeborg murió el 19 de
agosto de 1884. Tenía dieciséis meses. Nuestro padre nos
contó que Ingeborg murió poco después de nacer y que era tan
diminuta que usaron una caja de puros como ataúd. Nuestro
padre debió de haber mezclado el recuerdo de la muerte de Ingeborg con alguna otra historia que se contaba en la comarca.
La segunda Ingeborg también tuvo tuberculosis, pasó una
larga temporada en el sanatorio de Mineral Springs y logró
recuperarse. David contrajo la tuberculosis en 1925. Pasó todo el año 1926 en el sanatorio. Cuando se curó, desapareció. No volvieron a saber de él hasta 1936 y, para entonces, ya estaba muerto. Olaf murió de tuberculosis en 1914.
Hermanos fantasmas.
Mi abuela, que también era hija de inmigrantes noruegos, había crecido junto a dos hermanos rebosantes de salud y había heredado dinero de su padre. Era totalmente diferente a su marido. Era un torbellino y yo era su nieto
preferido. Llegar a su casa era todo un ritual para mí. Siempre abría de golpe la puerta con mosquitera, entraba corriendo y gritaba: «¡Abuela, mi espada!» Aquélla era la clave
para que ella abriera el armario de la cocina y sacara un palo
en el que mi tío había atravesado una especie de guardamanos a modo de empuñadura. Nada más sacarlo, siempre le
entraba la risa y soltaba tales carcajadas que acababa dándole un ataque de tos. Era gorda, pero fortachona, una mujer
capaz de cargar con pesados cubos de agua y con un montón de manzanas en el regazo de su falda, que pelaba patatas
blandiendo el pequeño cuchillo con gesto decidido y que
daba igual lo que cocinase, siempre lo pasaba de cocción.
Era una mujer temperamental que tenía días alegres, dicharacheros, en los que contaba cientos de historias, y días melancólicos, en los que refunfuñaba por lo bajo o se ponía a
farfullar y a decir cosas ininteligibles sobre los banqueros,
los ricos y muchos otros a los que acusaba de sinvergüenzas
y criminales. En sus peores días solía repetir una frase tremenda: «Nunca debería haberme casado con Ivar.» Cuando mi abuela empezaba a despotricar contra todo, mi padre
se ponía tenso, mi abuelo se quedaba callado, mi madre recurría al humor y a la negociación e Inga, que siempre fue
muy sensible a los más mínimos cambios de humor y cuyo
rostro se contraía de dolor al más leve indicio de conflicto,
se venía abajo. Cada vez que alguien alzaba un poco la voz, la contradecía, contestaba mal o usaba un tono de voz irritado era como si le clavaran alfileres. Tensaba un rictus en
la boca y los ojos se le llenaban de lágrimas. Recuerdo que
por aquella época hubo muchos momentos en los que me
hubiera gustado que fuera un poquito más fuerte.
A pesar de los ocasionales berrinches de mi abuela, nos
encantaba ir allí, al lugar al que mi padre llamaba «nuestro
hogar», sobre todo en verano, cuando las amplias praderas
cubiertas de maizales se perdían en el horizonte. En una
parte de nuestro territorio de juego había un tractor herrumbroso y medio cubierto de malas hierbas, un Modelo
A que yacía aparcado allí de por vida, así como la vieja
bomba de agua y los cimientos de piedra de un antiguo granero. A no ser por el sonido del viento entre la hierba alta
de los pastizales y los árboles, el trino de los pájaros y el motor de algún coche que pasaba de vez en cuando por la carretera, allí no se oía ruido alguno. Nunca se me ocurrió
pensar, ni por un momento, que aquel mundo de mis abuelos en el que mi hermana y yo estábamos siempre trepando,
corriendo e inventando historias sobre náufragos huerfanitos y desamparados en tierras lejanas, era el mundo de una
segunda generación de emigrantes que también parecía haberse detenido en el tiempo. Ahora me doy cuenta de que
aquel lugar es como una cicatriz que se ha formado sobre
una vieja herida. Puede parecer extraña esta insistencia del
ser humano en revivir situaciones dolorosas, pero he acabado por constatar su certeza. Lo que fue nunca nos abandona. Cuando mi bisabuelo Olaf Davidsen, el menor de seis
hijos varones, dejó la pequeña granja enclavada en lo alto
de una montaña en Voss, Noruega, la primavera de 1868,
ya sabía hablar inglés y alemán, y tenía el título de maestro.
Escribía poesía. Mi abuelo sólo acabaría el quinto curso de
enseñanza primaria.




The Sorrows of an American (Henry Holt and Company, Nueva York, 2008).
 Elegía para un americano( EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., Barcelona, 2009).
* Traducción de Cecilia Cerian

Siri Hustvedt es una novelista, ensayista y poeta. Nace el 19 de febrero de 1955 en Northfield, Minnesota, Estados Unidos de América, de padres noruegos.
Realizó sus estudios de licenciatura en St. Olaf College (Historia) y su doctorado en la Universidad de Columbia (Inglés). Su tesis doctoral es acerca de la obra de Charles Dickens y se titula "Figures of Dust. A Reading of 'Our Mutual Friend'".
Hustvedt se ha destacado principalmente como novelista pero también ha publicado un libro de poesía, al igual que cuentos y ensayos interdisciplinarios en The Art of the Essay 1999, Best American Short Stories 1990 y 1991, The Paris Review, The Yale Review y la revista Modern Painters, entre otros.
Vive en Brooklyn, Nueva York, con su marido el también novelista Paul Auster y la hija que tienen en común.


The Blindfold (Los ojos vendados) (1992)
The Enchantment of Lily Dahl (El hechizo de Lily Dahl) (1996)
What I Loved (Todo cuanto amé) (2003)
The Sorrows of an American (Elegía para un americano) (2009)
The Summer Without Men (El verano sin hombres) (2011)
Reading to You (1983) / Leer para ti (Bartleby Editores, Madrid, 2007)
Yonder (En lontananza) (1998)
Mysteries of the Rectangle: Essays on Painting (Los misterios del rectángulo) (2005)
A Plea for Eros (Una súplica para Eros) (2005)
The Shaking Woman or A History of My Nerves (La mujer temblorosa o la historia de mis nervios) (2009)

01 marzo, 2009

Inés Fernández Moreno (Argentina, 1947)


Confesiones en un ascensor



Entró al ascensor justo cuando las puertas empezaban a cerrarse. “Bienvenidos a la cabina”, dijo una voz femenina salida vaya a saber de dónde. A falta de alternativas más incitantes, pensó Clara, aquí tenemos el viaje en ascensor ascendido a vuelo internacional.
El tipo que estaba adentro le hizo un gesto de simpatía.
—Es la primera vez que voy a una oficina en un piso tan alto —dijo ella, mientras buscaba en la botonera el número 32. Tan alto como Groenlandia, pensó, para seguir con la pretensión del gran viaje.
—Ni lo va a notar —respondió él—. Estos ascensores son una flecha.
Error, pensó Clara, moviendo apenas la cabeza. Debería haber dicho que eran “un avión”. Pero no, “flecha” dijo, lo que sonaba bastante más primitivo.
Clara lo estudió con esas miradas cortas y sesgadas con que se mira a la gente en un ascensor. Primitivo no parecía, más bien empresario, o abogado, o funcionario. Con el pelo gris muy corto y un buen perfume. Traje también impecable, sólo que a la altura de la rodilla tenía un hilo negro, un hilo rematado en una pelusa como una araña. Tuvo el impulso de quitársela, pero no iba a tocar a un desconocido; podía decírselo en todo caso, pero tampoco. Que se quedara con su hilo y su pelusa. Una pequeña venganza, aunque el tipo qué culpa tenía de que ella se hubiera quedado sin trabajo y de que ésta fuera la primera entrevista que conseguía después de meses y meses de páramo.
La luz de los ascensores suele ser cruel. Así que optó por ignorar el espejo y miró más arriba, hacia el techo, con la cara tensa y concentrada: que fuera evidente que sus pensamientos estaban muy lejos de allí, tan lejos como para abolir aquellos segundos de intimidad forzada. ¿Acaso un ascensor es un lugar para...?
Un sacudón detuvo su pensamiento y el ascenso fulminante de la máquina. Se le hizo un vacío en los oídos, las luces titilaron y bajaron de intensidad hasta dejarlos casi en penumbras.
De inmediato se oyó la voz femenina, tan animosa para dar la bienvenida como las malas nuevas: “Cabina en emergencia, aguarde ­instrucciones, por favor”.
—Ah, qué alegría —dijo él—, se cortó la luz.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó ella, tratando de dominar el sobresalto de su corazón.
—No se preocupe, en estos edificios todo está previsto. Deben tener su propio generador…
El hombre apretó el botón de alarma.
Esperaron en silencio, tal vez el motor volviera a arran- car en segundos.
Pero no, estaban allí suspendidos, inmóviles, cons­cientes uno del otro en un silencio húmedo al que llegaban algunos ecos como de submarino.
—Qué pasa con el aire aquí… —empezó a decir ella.
—La ventilación es normal, esto no es hermético.
La voz del hombre la tranquilizó, su aplomo. ¿Sería ingeniero?
—Claro, “parece” hermético —se defendió ella—, es por el acero y por el tamaño, ¿cuánto tiene este ascensor?
—Aproximadamente un metro veinte por uno cincuenta.
—Una jaula —dijo Clara, y empezó a apretar de manera un poco estúpida todos los botones de la botonera.
—Una jaula, en el mejor de los casos —agregó des-pués, mientras pensaba en una ratonera, un tubo, un ataúd.
—No está tan mal, tenemos casi dos metros de altura, o sea más de cuatro metros cúbicos de aire. Suficiente para sobrevivir.
En ese momento una voz estridente se hizo oír a través de la rejilla metálica junto a la botonera: “Soy el encargado de seguridad del edificio”, dijo la voz, imponiendo con semejante título cierta tranquilidad. Después de preguntarles cuántos eran y si estaban bien, les aseguró que sólo había que tener paciencia y esperar a que llegaran los bomberos. “¿Cómo se llama usted?”, lo interrumpió su compañero de encierro. El otro le contestó que Rodríguez. “Ajá, Rodríguez”, dijo su hombre, como si entonces sí lo tuviera bien agarrado, y a continuación empezó a pedir precisiones. Una pregunta tras otra. Que si la “tracción”, el “motor trifásico” o el “grupo impulsor”. Chino para ella, que estaba alerta, sobre todo, al juego de jerarquías que se había establecido entre los dos hombres.
—¿Entonces no se puede hacer nada?, forzar la puerta, saltar, algo —intervino ella.
—Nada —dijo el de seguridad—, sólo esperar.
—Tiene razón —confirmó el otro—, no hace falta correr ningún riesgo inútil.
La palabra “riesgo” le produjo un nuevo sobresalto.
Se sintió presa de un abominable ataque de feminidad, dispuesta sin pudor a que él asumiera el mando, a que fuera el capitán de aquel barco inmóvil, más bien submarino, varado entre el piso quince y el dieciséis de uno de los ­edificios más altos de Puerto Madero.
—Parece un confesionario —dijo ella cuando la voz del otro lado de la rejilla se apagó.
Él la miró de una manera muy directa, o un instante más de lo debido le pareció, pero tal vez fuera sólo el efecto de la penumbra.
—Esa rejilla —aclaró— me recuerda las celosías de los confesionarios. —Se odió en silencio. Le pasaba con frecuencia, dejar escapar pensamientos que después la obligaban a dar explicaciones un poco absurdas.
—Me acuerdo muy bien —dijo él—. Una reja de madera que se deslizaba para poder oír las confesiones. Eso era en el caso de las mujeres. Nosotros, los varones, nos confesábamos frente a frente —y, sin cambiar casi el tono, como si estuvieran en una reunión social, agregó—: ¿Qué le parece si nos sentamos?
Sí, caballero. Parecía razonable, no iban a estar dos horas parados en un ascensor.
Clara se deslizó hacia abajo y se sentó muy derecha con la espalda contra la pared metálica.
Él hizo otro tanto sobre la pared de enfrente. Los dos tuvieron que plegar un poco las piernas para caber.
—Ahora remamos —dijo ella, y los dos estallaron en una risa que los igualó y que barrió en él esa solemnidad como de ingeniero o de funcionario.
Pero la risa de ella se transformó en una oleada de angustia.
—Tengo un poco de claustrofobia —confesó.
—Relájese —le indicó él—. Afloje los hombros, la cabeza…
Ella obedeció.
—Inspire profundamente por la nariz, sin esfuerzo. Cuando no pueda más, sin brusquedad, pase de la inspiración a la exhalación. Trate de regular la salida de aire, siempre con el mismo ritmo y con el mismo volumen de aire.
Le mostró cómo. Era notable cómo lo hacía, produciendo una espiración interminable y un sonido constante, como si alguien hubiera abierto una garrafa de gas.
Aprovechando la penumbra, le miró la boca y después las rodillas, tan cercanas a las de ella. Pensó que la pelusa seguiría allí, pegada al pantalón, por más que no pudiera verla. Poco a poco sintió que el pánico pasaba, como una ola que pierde fuerza y se deshace en espuma.
—¿Se siente mejor?
Ella asintió.
—¿Siempre tuvo claustrofobia?
—No, es algo de los últimos años.
Desde que supo, al fin, después de tanto tiempo, cómo había sido lo de Ariel. Pero no iba a contarle esa historia. Apenas se la podía contar a ella misma.
—La respiración profunda ayuda mucho. Es una estrategia de las artes marciales. Otra es moverse con el pensamiento.
—Pero el pánico puede ser más fuerte. —O el tormento o la locura, agregó para ella.
—En situaciones extremas. Y ése no es nuestro caso. ¿Tenía algo importante que hacer aquí?
—Una entrevista de trabajo. ¿Y usted?
—Una cita con mis abogados.
“Abogados”, en plural, eso sonaba importante. A continuación se imponía la seguidilla de preguntas idiotas del tipo ¿usted qué hace?, ¿es ingeniero?, ¿tiene hijos? Pero se contuvo, como con la pelusa.
Entonces apareció otra vez la voz del tipo de seguridad. Les confirmó que todo estaba bajo control y les comentó que el corte era en media ciudad.
—Habrá que esperar bastante —dijo él—. Si el del confesionario tiene buena información —agregó con ironía.
—La voz del cura no era así de estridente.
—Tiene razón, era un susurro.
—Un susurro medio viscoso —dijo ella—. Discúlpeme, tal vez usted se confiesa, es practicante...
El hombre se rió.
—Yo peco, sí. Pero no me confieso.
Se quedaron en silencio. Él tampoco emprendía la cruzada de preguntas idiotas.
—La última vez que me confesé tendría unos once años. Después hice algo inconfesable.
—¿Tan chico?
—¿No cree que ésos son los verdaderos pecados? Los otros, con el tiempo, se vuelven más relativos.
—No, no lo creo. ¿Qué puede haber hecho tan grave a esa edad?
—¿Quiere que le cuente?
Un ramalazo de pánico volvió a atravesarla; en ese momento debería estar mostrando su carpeta al director de una empresa, y en cambio estaba encerrada en un ascensor con un desconocido, emprendiendo esa conversación rara.
Él metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de pastillas. Le ofreció una.
El aire se llenó de olor a menta.
—Sí, ¿por qué no? —dijo ella.
Él se quedó en silencio. Le habría hecho un chiste, supuso ella, pura retórica para llenar la incomodidad del silencio.
Sin embargo, después de un momento, en un tono apagado, empezó a hablar.
—Mis padres eran personas muy severas. Yo vivía cumpliendo reglas: horarios, estudios, deportes, descanso…
—Antes los padres eran más estrictos —dijo ella, y se acordó de la pelea cons- tante con sus padres cuando empezó lo de Ariel.
—Sí, había una cuestión generacional, pero ellos eran más duros. Todo era premios o castigos. Y después estaba Elsa. Elsa era la mujer que me cuidaba y que ayudaba a mi madre con la casa.
Se interrumpió un momento y se pasó la mano por la frente, como si pudiera tocar aquel recuerdo.
—No sé por qué le cuento eso.
—Porque estamos en un ascensor, encerrados, una especie de purgatorio —le recordó ella.
—Usted es optimista. Podríamos ser dos condenados —dijo él con una risa un poco cínica.
Primero la ayudaba a respirar bien y después la asustaba. ¿Quién era ese tipo?
—¿Me da otra pastilla? —pidió ella para ganar tiempo.
—Aunque los condenados no hablan tanto —dijo él—. Salvo si piensan que pueden salvarse.
—No somos condenados. Y además —agregó ella con una vocecita que quiso ser frívola—, usted y yo no nos vamos a ver nunca más en la vida.
—Es probable —aprobó él.
Después lo dijo de un tirón:
—Un día robé un vuelto y ellos creyeron que había sido Elsa. La echaron y yo no hice nada para impedirlo.
—Bueno, al menos no mató a nadie. Me había asustado con tanto prólogo. Cuando uno es chico quiere algunas cosas con demasiada fuerza.
—Pero Elsa me adoraba. Cuando mis padres salían, me dejaba leer hasta tarde; me ordenaba los juguetes para que no me castigaran; en las mañanas heladas me masajeaba los pies y me ponía las medias adentro de la cama…
Clara se acordó del frío cortante de las mañanas de otoño, cuando también ella era chica. Porque el hombre de la pelusa, dedujo, el capitán de la cabina en emergencia y ella debían tener edades semejantes. Alrededor de cincuenta.
—¿Y nunca más la vio?
—Después, de grande, alguna vez la busqué.
—No es fácil encontrar a alguien después de tantos años —dijo ella.
—Yo conocía gente, pensé que podría rastrearla y encontrarla, pero fue imposible. Si alguna culpa tengo en la vida es ésa.
—¿Sólo ésa?
—Sólo ésa —dijo él, y levantó la cabeza con un gesto desafiante—. Además, un pecado contiene todos. ¿Qué le parece? ¿Me absuelve?
—Sí, está perdonado —dijo ella rápidamente.
Después miró el reloj.
—¿Sabe cuánto hace que estamos encerrados?
—Unos cuarenta minutos.
—Parece una eternidad. Tengo sed.
—Es el miedo, el miedo da sed. Tome otra pastilla.
Se sintió agradecida. Si esto le hubiera pasado sola habría sido un desastre.
Sería bueno tener un marido como ése. Un ingeniero con respuestas. Pero ella siempre había elegido otro tipo de hombres.
—Mejor volvamos a la infancia, ¿quiere?
Le contó su robo de infancia. Unas correas para unos patines. Unas misera- bles correas, aunque la monja se lo reprochó como si hubiera sido un pecado mortal.
—¿Ése fue su peor pecado?
—No, creo que el peor fue la envidia —Lo dijo y se arrepintió al ins- tante. Iba a confesar cosas que ni siquiera tenían una forma exacta dentro de ella y que apenas tocaban el borde de su conciencia la hacían sentir una miserable.
—Pecado por pecado —dijo él, animándola a seguir.
—Mi prima Vivian —dijo ella. Recordó su risa desbordante. Su facilidad para vivir.— Tal vez sea una mujer perfecta, después de todo.
La luz titiló y la penumbra se hizo más densa. Era como estar encerrado en la propia conciencia, pensó Clara.
—¿Pero?
—Tuvo un amante durante diez años. Llevaba adelante una doble vida sin el menor esfuerzo. Ella me lo había contado. Y yo…
—La delató.
—No. Pero me hubiera gustado.
—Tal vez usted no soportaba la mentira.
—No, no era así de simple.
No quería decirlo, pero las palabras se formaron y se dijeron pese a todo, con una claridad demoledora.
—Me hubiera gustado verla… caer en la desdicha.
Clara se quedó aplastada. Ella, que se había creído idealista y pura, había llegado a jugar con algunas fantasías venenosas. Una carta anónima, una palabra ambigua, un gesto que despertara las sospechas del marido. Se había regodeado en las escenas del desastre.
—Sin embargo —le recordó él—, no llegó a traicionarla. Y traicionar es tan fácil.
—Después él se enfermó.
—¿El marido o el amante?
—El marido.
—¿Y ella?
—Una viuda inconsolable, durante un tiempo prudente.
Vivian, con su instinto de vida, había salido indemne. Mientras que ella había arrastrado un muerto durante treinta años.
—¿Se fue con el amante?
Clara negó con la cabeza.
—El amante —dijo— funcionaba en forma solidaria con el marido. Caído uno, cayó el otro.
—El sufrimiento de los otros es atractivo. Hasta puede ser afrodisíaco.
Clara se quedó callada y él retrocedió algunas posiciones.
—Cuando era chica, ¿nunca le arrancó las alas a una mosca?
—No.
—¿Nunca hizo reventar un sapo?, ¿o le tiró una piedra a un gato?
—Tampoco.
—Sin embargo, todos somos sádicos. Desde el circo romano en adelante —dijo él—. En ese morbo natural se sostienen algunas prácticas.
“Prácticas”, vaya palabra inesperada que había usado.
—Por más antecedentes que me nombre, no me lo perdono.
—Yo sí —dijo él—. Yo la perdono, usted también está absuelta. La ética, como le dije antes, es algo relativo. Un tema de perspectivas, de puntos de vista. Usted piensa que nosotros dos estamos atrapados aquí en este ascensor, de una manera casual, absurda. Pero si lo mira de otra manera, todos estamos atrapados en el planeta Tierra, tan colgados en el espacio como nosotros en esta cabina. Lo mismo con el bien y el mal.
Por un instante Clara pensó que estaba presa. Presa de él, más que del ascensor. Otra vez su corazón se puso a retumbar.
En ese momento la luz parpadeó y recobró su intensidad. Los dos se quedaron sorprendidos y mudos, como dos actores a los que empujan a escena de golpe y no recuerdan bien qué deben hacer o decir. Casi al mismo tiempo, con un chirrido áspero, el ascensor empezó a moverse. Los dos se pararon con cautela.
—¿Nos están izando?
—¿O estamos bajando?
La voz del de seguridad reapareció en el interfono. “Ya estamos listos”, dijo, “por razones técnicas van a bajar a tracción la cabina hasta la planta baja”.
—Bueno, se acabó —dijo ella con una sonrisa forzada—. Parece que ya estamos a salvo.
—Nunca corrimos ningún peligro —dijo él sacudiéndose el traje. Entonces vio la pelusa negra en la rodilla y se la quitó.
La vida iba a retomar ahora su rutina. “Me quedé encerrada con un tipo en el ascensor”, iba a contarle ella a sus amigas. “Y tuvimos una conversación.” Dios mío, pensó Clara, realmente avergonzada, ¿por qué habría hablado tanto?
Él no parecía incómodo, pero como si adivinara sus pensamientos le dijo:
—No se preocupe, lo que nos contamos es secreto de confesionario.
A medida que llegaban a la planta baja, empezaron a oírse voces.
—Mis abogados deben estar como locos —dijo él.
Con una suavidad inesperada, la cabina se apoyó al fin sobre su base y las puertas se abrieron.
“Capitán” fue la primera palabra que Clara escuchó. Y después, otra vez, como para que no quedaran dudas, “Capitán, por aquí”, “Capitán, lo esperan”.
Clara se quedó un instante apoyada junto a la puerta del ascensor. Él la buscó con la mirada y, antes de unirse al grupo de abogados, volvió a acercarse a ella:
—Que tenga mucha suerte —le dijo, y después, en voz muy baja—: Recuerde que usted me absolvió.
“Gracias por su visita”, soltó entonces la voz de la cabina con su lógica idiota.

Silvia Schujer(Argentina)

La cámara oculta



La dirección que figuraba en los diarios correspondía a la entrada de una sala de espectáculos a la que esa mañana, desde mucho antes de que dieran las nueve, resultó imposible acercarse. La sólida cadena humana que nacía en la puerta cerrada del teatro y -por estricto orden de llegada- prometía rodear la manzana era rigurosamente defendida por sus integrantes como si en la ventaja de ser los primeros residiera una parte de la conquista, una mayor proximidad con el botín.
Vista desde afuera, quizás desde lejos, la ambición de formar parte de algo que parecía oculto en el interior de aquel teatro impresionaba como el único elemento común de esa hilera. Su variedad de ejemplares, en cambio, de vestimentas, edades, pelajes, equipamientos y estilos reformulaba el misterio: ¿detrás de qué promesa terrenal podrían marchar juntos ese joven practicando el oboe con el pantalón tres veces roto en la rodilla y una mujer cargando sobre su cara maquillaje en cantidad suficiente como para revocar una pared? ¿Qué destino común podrían estar persiguiendo ese viejo rebuscado con las uñas pintadas de verde y la criatura de cinco, tal vez seis años que tironeaba la pollera de su madre -tal vez tía o abuela- y reclamaba ayuda para aliviar el dolor de sus piernas exasperadas de aburrimiento y cansancio?
Los hablan citado a las nueve y allí estaban. Desde antes, mucho antes. La convocatoria habla sido para todos a la misma hora y en el mismo sitio: para chicos desde cinco años y actores en general. Para estudiantes de arte escénico y escenógrafos. Para intérpretes de cualquier instrumento, cantantes y bailarines.
A las once se abrieron las puertas del teatro y asomaron tres mujeres. Eran muy jóvenes, usaban jeans y unas remeras blancas con palabras en inglés. "The sound of music", decían. Lo mismo que podía leerse en el frente de unos gorros con visera que las promotoras también exhibían, en franca identificación con la empresa norteamericana que acababa de contratarlas.
Congeladas en una sonrisa, escondidas cada una en la inmovilidad de ese gesto que las volvería imperturbables a la hora de enfrentar cualquier reclamo, lo primero que hicieron las tres chicas al salir del teatro fue detectar a los bailarines diseminados en la cola y repartirles papeles: por un lado, un número y una ficha de inscripción; por otro, una serie de instrucciones para que se presentaran al casting, pero la semana siguiente.
Después continuaron por los cantantes a los que también repartieron lo suyo e invitaron a retirarse hasta el día previsto para ellos. Lo mismo hicieron con los músicos y los actores. Los estudiantes y los escenógrafos. Dejaron para el final a los chicos y les sirvieron un lunch. Les entregaron un número y una ficha para que completaran en ese mismo instante (rosa para las mujeres, celeste para los varones) y les informaron que en no más de una hora comenzarla la prueba.
A punto de cumplirse el plazo llamaron a los primeros veinte postulantes y -separados de los adultos, a quienes replegaron en un pasillo- los condujeron a la sala principal del teatro. Allí los esperaba un experto animador de actividades infantiles al que la producción habla contratado especialmente para ayudar a los menores en el trance. Fue él quien los animó a subir al escenario y los acomodó según edad y estatura. Fue él quien los instó a que bailaran despreocupados y sueltos, al compás de los distintos ritmos que escucharan y sin prestar atención a las caras de esas personas que -entre afables y extrañas los estarían evaluando desde la platea.
Fue él quien acompañó a los primeros descalificados a que se reencontraran con sus familiares y él mismo quien después alentó a cada uno de los que habían superado la instancia del baile para . que se presentaran con alguna canción, imitación o recitado otra vez ante sus jueces.
La primera etapa de la selección terminó a las nueve de la noche cuando, de veinte en veinte, los ochocientos chicos de cinco a diecisiete años que se hablan presentado al casting tuvieron su oportunidad de probarse.
El resultado de esa jornada arrojó un total de ciento setenta y dos preseleccionados, ochenta de ellos mujeres, entre las cuales estaba Tamara Romina Luna: ojos grandes, marrones, siete años, buen ritmo. Ella, al igual que los otros, tendría que volver la semana siguiente con un breve libreto estudiado y la renovada esperanza de ser elegida para integrar un elenco. Pero no cualquier elenco -repetiría su madre mientras la ilusión no se hubiera desvanecido- el elenco de una superproducción. El de una gran comedia musical basada en una vieja película: La novicia rebelde.
Ahora, a casi seis años de ese día ya disuelto, Tamara termina una carta y la mete en un sobre. Es de noche. Corta por el medio una foto y distribuye las dos partes de acuerdo con su plan. Guarda el sobre en su mochila y se cerciora del resto: agrega el celular apagado de su padre y elige la ropa que se va a poner a la mañana. Se acuesta.

de La cámara oculta. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.



El monumento encantado

Era verano.
Cuando llegaron a la plaza las máximas autoridades con una corona de flores para rendir homenaje “al luchador incansable", se encontraron con que el monumento ya estaba así: encantado (encantado de estar como estaba).
-¡Oh no! -dijo el primero de la comitiva señalando el monumento con su dedo índice. Y con mirada inteligente y febril ensayó esta importante declaración: "¡Qué barbaridad!".
Los ojos de sus acompañantes apuntaron hacia el lugar señalado por el dedo, y las bocas se abrieron sorprendidas al comprobar que: de la punta de la espada del luchador incansable colgaba un toallón, a lunares; su cabeza estaba coronada por un sombrero de paja; las orejas, tapadas por los auriculares de un walkman; y su mano de agarrar la rienda sostenía también un tubo de bronceador.
Al observar además que: las patas delanteras del caballo (del caballo del monumento al luchador incansable) tenían ojotas en vez de herraduras y en el lugar de la montura, un flotador.
Horrorizadas, las máximas autoridades depositaron la corona donde estaba previsto. Pero decidieron de inmediato tomar cartas en el asunto (cartas de truco).
Primero, entonaron el himno. Enojadísimos.
Después, uno leyó un discurso. Aburridísimo.
Y por último, llamaron al guardián de la plaza para que diera explicaciones y el muy bribón se fue al mazo.
En menos de una hora las cámaras de televisión se hicieron presentes en el lugar de los hechos y empezaron a registrar estas imágenes:
1) alrededor del monumento encantado (encantado de conocerlos y de salir en televisión) se hacía un cordón de policías y bomberos que impedían el acceso al luchador incansable montado sobre su caballo;
2) las hamacas, toboganes y trapecios de la plaza estaban totalmente vacíos mientras que chicos y grandes se amontonaban a ver;
3) conforme se acercaba el mediodía, el calor empezaba a volverse insoportable y la fuente del parque apenas tiraba agua para mojar las cabezas de los más chiquitos.
Fue entonces cuando las máximas autoridades decidieron retirarse. Porque, dijo un representante, "más vale huir derrotados pero con la corbata puesta, que frescos pero en musculosa".
Y fue a partir de ese momento que las horas empezaron a transcurrir sin mayores novedades.
Los periodistas y camarógrafos se tiraron a esperar los acontecimientos en el pasto.
Los curiosos se acomodaron arriba y abajo de los árboles.
El guardián de la plaza se fue a dormir.
Y los policías del cordón, de uno en uno, empezaron a abanicarse con las gorras.
Hasta que llegó el turno de los bomberos.
Conocedores del fuego como sólo ellos lo eran, sintieron que sus mejillas ardían y respondieron a la alarma.
Desenrollaron las mangueras de las autobombas. Estiraron las escaleras todo lo que fue posible. Subieron con las mangueras hasta lo más alto y apuntaron con valor hacia el cielo, dispuestos a apagar el sol.
Un diluvio de agua fresca empezó a caer sobre la plaza inundando la calesita, llenando los baldes, dejando la arena lisa y lista para hacer castillos, provocando una catarata desde el tobogán y salpicando al monumento encantado (encantado de pegarse semejante baño).
Ahí fue cuando las cámaras de televisión volvieron a encenderse y registraron las siguientes imágenes:
1) los bomberos cumpliendo con el deber;
2) los policías llenando sus gorras con agua;
3) los curiosos practicando nataci0n en los charcos;
4) el guardián de la plaza rascándose la cabeza,
5) el luchador incansable riéndose a carcajadas a punto de resbalarse del caballo.
Las cosas siguieron así un buen rato. Hasta que se hizo de noche y, muertos de cansancio, cada cual volvió a su casa.
La plaza quedó hecha un desierto. Completamente vacía.
Vacía y oscura porque las máximas autoridades decidieron no encender los farolitos en señal de castigo por el jolgorio.
El monumento encantado (encantado de que las luces estuvieran apagadas para que no se llenara de bichos) se aflojó un poco de tantas tensiones.
Dio una palmadita a su caballo, le desató el rodete que tenía en la cola y cerró los ojos para dormir. Y es que, aunque cueste creerlo, hasta el luchador más incansable cada tanto necesita vacaciones.


de El monumento encantado. Buenos Aires, Sudamericana. (Pan Flauta).
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