24 junio, 2006

Magalí García ( Puerto Rico,1946)



"Tío Sergio se quedó callado luego, y recorrió con la mirada la galería, el viejo armario de caoba donde se guardaban los trastes grandes de cocina, las ollas enormes para hervir pasteles en Navidad, las sartenes para freír plátanos para treinta personas, el fregadero donde Mamá lavaba los pollos recién pelados y el enrejillado de madera que daba al patio de atrás, por donde llegaba ahora el atardecer sobre y palomar, y dijo pensativo: “A la verdad que los colores de acá son distintos, tan distintos. Allá en Nueva York no hay atardeceres así, son bonitos, pero es otra cosa.
(...)

Era un sentir tan de susto y a la vez tan placentero andar con Tío Sergio a casa de Don Gabriel.  Sentíamos al cuello el resoplido, el calor de las palabras de coraje y los regaños que recibiríamos si nos cogían in fraganti.  Pero no podíamos evitar el altruista gesto, el dramático gesto, el retador gesto de acompañar al Tío como en secreta cofradía, a la casa del Nacionalista ese, de la mujer perdida esa, del hijo natural ese –porque allí no se salvaba nadie del rechazo de mi familia y mi clase—y tomar café con ellos, y sentarnos en el  balcón un poco temerosos pero desafiantes, un poco a escondidas, no dejando  ver nuestro rostros desde la 
calle, sentándonos de soslayo, pero sentándonos”


de "Felices días, tío Sergio" (1987)


Escritora puertorriqueña. Magali García Ramis ingresó en 1964 en la Universidad de Puerto Rico, en la que obtuvo el bachillerato en historia, y poco después empezó a publicar colaboraciones en el diario español El mundo.
En 1968 se trasladó a Nueva York para estudiar periodismo en la Universidad de Columbia. En 1971, de regreso a Puerto Rico, empezó a trabajar para El imparcial y para la revista literaria Avance y a escribir sus primeros cuentos. Tras una corta estancia en México, y de nuevo en Puerto Rico, ejerció desde 1977 la docencia en la Escuela de Comunicaciones de Puerto Rico. Es además habitual colaboradora en la prensa de su país.
Entre las obras de Magali García Ramis destacan las colecciones de cuentos La familia de todos nosotros (1976), sobre los cambios que traen las nuevas generaciones en las familias, y Las noches del Riel de oro (1995); la colección de ensayos La ciudad que me habita (1993); y la novela Felices días, tío Sergio (1987)
Ésta última, su obra más traducida y premiada, relata la historia de Lidia, una niña que se cría en una familia de la clase media puertorriqueña, la cual se mueve entre identidades contradictorias: la propia cultura puertorriqueña, la herencia europea y el modelo norteamericano. Fuertemente ligada a su tierra natal, la narrativa de Magali García Ramis discurre con fluidez sobre temas como las relaciones familiares, la identidad puertorriqueña y la condición femenina.

16 junio, 2006

Katherine Anne Porter( EE.UU., 1890 – 1980).


Calabazas para la abuelita Weatherall

Zafó su muñeca de entre los dedos regordetes y cuidadosos del doctor Harry y subió la sábana hasta su barbilla. ¡El mocoso debería andar con pantalones cortos, en vez de pasar por doctor en toda la región usando anteojos sobre la nariz!
—Váyase ahora, tome sus libros escolares y váyase. No tengo nada.
El doctor Harry puso una mano cálida, similar a un almohadón, sobre su frente, donde una vena verde se bifurcaba danzante crispándole los párpados.
—Bueno, bueno, sea obediente y podremos levantarla dentro de poco.
—Esa no es forma de hablarle a una mujer de casi ochen ta años sólo porque está enferma. ¡Prefiero que respete a sus mayores, jovencito!
—Está bien, señora, discúlpeme—. El doctor Harry le palmeó la mejilla—. Tengo que prevenirla ¿o no? Usted es maravillosa pero necesita cuidarse o no andará bien y lo lamentará.
—No me diga lo que me pasará. Ya estoy en pie, moralmente hablando. Cornelia tiene la culpa. Tuve que acostarme para librarme de ella.
Sentía los huesos sueltos, flotar dentro de su cuerpo y veía al doctor Harry como un globo flotante al pie de la cama. Flotaba y se bajaba el chaleco y los lentes le columpiaban de un cordel.
—Bueno, quédese donde está, de cualquier manera no le hará daño.
—Váyase de una vez a curar a sus enfermos—, dijo la abuelita Wheatherall—. Deje en paz a una mujer sana. Lo llamaré cuando lo necesite... ¿Dónde estaba usted hace cuarenta años cuando aguanté una flebitis y una neumonía doble? Ni siquiera había nacido. ¡No deje que Cornelia lo domine! —gritó porque el doctor Harry parecía flotar hasta el cielo y salir volando. ¡Pago mis propios gastos y no desperdicio dinero en tonterías!
Quiso hacerle un gesto de adiós, pero le costaba demasiado trabajo.
Los ojos se le cerraban solos, era como si una cortina oscura cayera alrededor de la cama. La almohada levitó, flotante sobre su cabeza. Escuchó el susurró de las hojas fuera de la ventana. No, no, alguien estaba hojeando periódicos ... No, Cornelia y el doctor Harry murmuraban. Se despertó sobresaltada, pensando que conversaban en su oreja.
—¡Nunca estuvo así, así nunca!
—Bueno, ¿qué esperamos?
—Sí, ochenta años de edad...
—Bien, ¿y que si así era? Todavía tenía oídos. Cornelia acostumbraba cuchichear tras las puertas. Siempre contaba secretos a voces, tratando eternamente de actuar con tacto y gentileza. Cornelia tenía sentido del deber. Ese era su problema. Responsabilidad y bondad.
—Es tan buena y responsable —dijo la abuelita—, que quisiera pegarle. Se vio a sí misma golpeando bien fuerte a Cornelia.
—¿Qué dices, mamá?
La abuelita sintió como si el rostro se le endureciera:
—Me gustaría saber... ¿es que uno no puede pensar?
—Creí que deseabas algo.
—Sí. Quiero un montón de cosas. Antes que nada que se vayan y dejen de murmurar.
Se recostó y adormeció esperando que durante su sueño los muchachos permanecieran fuera y la dejaran tranquila un minuto. Había sido un largo día. No es que se sintiera cansada. Era que siempre resultaba agradable aprovechar un momento para sí misma. Había siempre tanto que hacer: Mañana.
Mañana quedaba muy lejos y no existía ningún problema pendiente. Las cosas terminarían de alguna manera cuando llegara su tiempo; gracias a Dios siempre había un pequeño margen de paz: entonces una persona podía trazar su plan de vida y desarrollarlo ordenadamente. Era bueno tener todo limpio y guardado, con los cepillos de pelo y las botellas de tónico colocadas derechitas sobre la carpeta de lino bordada. El día comenzaba sin problemas y los estantes de la despensa estaban repletos de pomos con mermelada, y tarros cafés y blanca porcelana china con arabescos azules y dibujos; café, té, azúcar, gengibre, canela, todas las especies; y el reloj de bronce coronado por un león bien sacudido. ¡El polvo que podía caerle a ese león en veinticuatro horas! El desván guardaba una caja con todos esos paquetes de cartas; mañana se ocuparía de ellas. Todas esas cartas..., las de George, las de John y las que ella les había enviado a los dos, andaban por allí desparramadas y los niños podían encontrarlas y eso la incomodaba. Sí, esa sería su tarea de mañana. No había razón para que nadie se enterara de lo tonta que a veces había sido.
Mientras rumiaba, encontró a la muerte en su pensamiento y le pareció turbia y estrambótica. Se había preparado durante tanto tiempo para afrontarla que no necesitaba comenzar por el principio. Dejaría tranquilo el asunto. Cuando cumplió sesenta años, se creyó muy vieja y acabada y estuvo viajando para ver a sus hijos y a sus nietos llevando un secreto en su pensamiento: ¡Este es el fin de su madre, niños! Hizo su testamento y cayó en cama con una larga fiebre. No resultó sino una idea, como cualquier otra, afortunada porque le quitó la sensación de la muerte durante mucho tiempo. Ahora no se preocupaba. Esta vez tenía más sentido común. Su padre vivió hasta los ciento dos años y en su último cumpleaños bebió un vaso de fuerte ponche caliente. A los reporteros que fueron a entrevistarlo les dijo que era su hábito cotidiano. Logró escandalizarlos y se sintió muy satisfecho. La abuelita quiso atormentar un poco a Cornelia:
—¡Cornelia, Cornelia!—, no escuchó pasos pero una mano suave se posó sobre su mejilla—. Bendita seas ¿dónde estabas?
—Aquí, mamá.
—Bien Cornelia, dame un vaso de ponche caliente.
—¿Tienes frío, querida?
—Un poco, Cornelia. Permanecer en cama perjudica la circulación. Te lo he explicado más de cien veces.
Podía escuchar a Cornelia diciéndole al marido que su madre se portaba algo infantil y que le seguiría la corriente. Le asombraba mucho que Cornelia la creyera sorda, ciega y muda. Con miraditas rápidas y gestos tímidos la señalaba como diciendo: No la hagan enojar, síganle la corriente, tiene ochenta años, y ella estaba allí como sentada dentro de un capelo. Algunas veces la abuelita se proponía empacar todas sus cosas y mudarse a su casa, donde nadie le recorda ra a cada instante que estaba vieja. ¡Espera, espera, Cornelia, a que tus propios hijos se aconsejen a tus espaldas!
En épocas mejores habían llevado una buena casa y trabajaba mucho. Entonces no era tan vieja puesto que Lidia atravesaba doscientos kilómetros sólo para pedirle consejo porque uno de los chicos se había descarriado, y Jimmy venía aún y comentaba asuntos con ella: —Ahora, mamy, tú que tienes tan buena cabeza para los negocios ¿que piensas de esto? ... ¡Vieja! Cornelia no podía ni cambiar los muebles sin consultarla. ¡Minucias, minucias! Eran tan dulces los chicos. La abuelita deseaba que regresaran los viejos tiempos cuando los niños eran pequeños y todo estaba por empezar. Fue una lucha dura, y nunca se venció. Pensaba en toda la comida que cocinó, en toda la ropa que cortó y cosió, en todos los jardines que había cultivado... los muchachos servían de muestra. Ahí estaban, hechura suya, y no podían negarlo. Algunas veces deseaba ver a John nuevamente y señalárselos a todos con el dedo y decirle ¿no lo hice tan mal, verdad? Pero eso esperaría. Mañana. Acostumbraba pensar en John como en un hombre, pero ahora los muchachos eran mayores que su padre; y él sería un niño junto a ella si volvieran a estar juntos. Parecería una situación extraña y aberrante. John ni siquiera la reconocería. Ella había levantado una cerca alrededor de cuarenta hectáreas, cavando hoyos para los postes y afianzando los alambres con la única ayuda de un muchacho negro. Eso cambia a una mujer. Lo mismo que transitar caminos del campo, en invierno, cuando va a parir, velar noches enteras a caballos enfermos, negros enfermos, hijos enfermos y no perder casi ninguno; también eso transforma a una mujer. ¡John no perdí casi ninguno! Él entendería al instante, lo entendería ¡no necesitaría explicaciones!
Sintió ganas de subirse las mangas para poner otra vez todo en orden. No importaba que Cornelia determinara estar en todas partes, había gran cantidad de cosas inconclusas. Ella empezaría mañana y las terminaría. Hay que estar fuerte para aguantarlo todo, incluso cuando lo hecho se desvanezca, cambie o se resbale de las manos, tanto que al momento de terminarlo casi se olvide la razón por la cual trabajamos. Una neblina cubrió el valle, la vio avanzar al través del arroyo, devorando árboles, la vio levantarse hasta la colina como un ejército de duendes. Pronto llegaría al límite del huerto y, entonces, sería el momento de encender las lámparas. Vengan niños, no deben permanecer a la interperie de la noche.
Era hermoso encender las lámparas. Los muchachos se amontonaban y respiraban como terneritos encerrados en el establo. Sus ojos seguían el cerillo y miraban la flama crecer y detenerse en una curva azul; luego se alejaban. La lámpara estaba encendida y ellos no tenían motivo para sentir miedo y colgarse a las enaguas de su madre. Nunca, nunca, nunca más. Dios te agradezco mi vida entera. Sin ti, mi Dios, no lo hubiera logrado. Santa María, llena de gracia.
Quiero que recojan toda la fruta este año y que no desperdicien nada. Alguien puede siempre aprovecharlo. No dejen podrir cosas buenas sin usarlas. Se desperdicia la vida cuando se tira la buena comida. Nunca permitan que las cosas se pierdan. Es amargo perderlas. Ahora, impídanme seguir pensando, estoy cansada tomando una siestecita antes de cenar...
La almohada levitó contra sus hombros y presionó su cabeza y exprimió sus recuerdos. ¡Ay, quítenme esta almohada! Me asfixia. Resultaba tan fresca la brisa y tan verde la mañana sin presagios. Pero él no había llegado como siempre. ¿Qué hace una señorita cuando se ha puesto el velo blanco y preparado el pastel de bodas para un hombre que no llega? Intentó recordar. No, juré que no me lastimaría otra vez. Él nunca me hirió sino entonces... ¿qué había hecho? Era el día, el día, pero un remolino negro se levantó y lo cubrió, se deslizó hasta el campo brillante donde los árboles estaban plantados cuidadosamente en hileras ordenadas. Era el infierno, reconoció el infierno apenas lo vio. Durante sesenta años había rezado para no recordarlo y para que su alma no cayera en el pozo profundo del infierno y ahora las cosas se combinaban en una y las memorias de él se convertían en una nube de humo infernal que invade su mente cuando apenas procuraba librarse del doctor Harry para descansar un minuto. Es tu vanidad herida, Ellen, precisó una vocecita en la cima de su mente. No permitas que te domine el orgullo. A muchas muchachas les dan calabazas. ¿Te plantaron, verdad? Pues supéralo. Sus párpados se entreabrieron y se filtraron unos rayos de luz azulada similar a un papel de china sobre los ojos. Debería levantarse y bajar las cortinas o nunca podría dormir. Estaba encamada y no bajaron las cortinas. ¿Cómo sucedió? Mejor era voltearse, taparse la luz porque dormir con luz le daba pesadillas.
—Madre ¿cómo te sientes? —y un picante sudor frío sobre la frente. ¡Pero no me gusta que me laven la cara con agua fría!
¿Hapsy? ¿George? ¿Lidia? ¿Jimmy? No, Cornelia y sus facciones que se dilataban y se cubrían de manchas.
—Ya vienen, querida, pronto estarán todos aquí—. Vete a lavar la cara, niña, pareces payaso.
En lugar de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso su cabeza contra la almohada. Simulaba hablar pero no se oía ningún sonido.
—Bueno, ¿te comieron la lengua? ¿De quién es el cumpleaños? ¿Darás una fiesta?
La boca de Cornelia se movió aprisa con extraños gestos. —No hagas eso, me impacientas, hija.
—No, mamá, no...
Tonterías. Los niños son tercos. Le discuten a uno cada palabra.
—¿No qué, Cornelia?
—Aquí está el doctor Harry.
—No quiero ver otra vez a ese joven. Se acaba de ir hace cinco minutos.
—Eso fue esta mañana, madre. Ahora es de noche. También está aquí la enfermera.
—Soy el doctor Harry, señora Weatherall. ¡Nunca la vi tan joven ni tan feliz!
—Ay, nunca más seré joven; sin embargo, me sentiré contenta si me dejan descansar.
Pensó que hablaba fuerte pero nadie respondió. Sintió un peso cálido en su frente, una pulsera caliente en su muñeca y una brisa que continuaba susurrante, intentando decirle algo. Un murmullo de hojas en las manos eternas de Dios. Él las sopló y las hojas danzantes musitaron.
—Madre, no te asustes, van a inyectarte.
—Fíjate aquí, hija ¿por qué hay hormigas en mi cama? Ayer hallé hormigas en el azúcar. ¿Trajeron a Hapsy también?
A Hapsy era a quien quería ver. Recorrió muchos cuartos hasta encontrarla parada con un bebé en los brazos. Le parecía que ella misma era Hapsy, y que el bebé acunado era Hapsy y él mismo y ella, todo a la vez, y no había sorpresa en el encuentro. Entonces la imagen de Hapsy se desvaneció y se puso transparente como una gasa gris y el bebé fue una sombra etérea... y Hapsy se acercó y dijo:
—Pensé que nunca llegarías. Y al mirarla de cerca agregó:
—¡No has cambiado ni un poquito! Se inclinaron para besarse cuando Cornelia empezó a murmurar desde lejos.
—¿Quieres decirme algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Sí, cambió de pensar después de sesenta años y le gustaría ver a George. Quiero que encuentres a George. Encuéntralo y dile que lo perdono, cuéntale que de todos modos tuve marido y mis hijos y mi casa como cualquier otra mujer. Una buena casa y un buen marido que amé, y lindos niños suyos. Mucho mejor de lo que imaginé. Dile que me fue devuelto todo lo que él me quitó y mucho más. Oh, no, no, Dios, había algo más aparte de la casa, el marido y los hijos. Seguramente eso no era todo. ¿Qué era? Una cosa intangible que no volvió... Su respiración se hizo dificultosa bajo sus costillas y se convirtió en un monstruo aterrador, con uñas filosas. Le taladraban el cerebro y la agonía se volvió atroz: —Sí, John llama al doctor, no hablemos más, mi hora ha llegado.
El nacimiento de éste debió ser el último. El último. Debió haber sido el primero porque era el que de verdad ella quería. Todo vino a buen tiempo. Nada se olvidó ni estuvo relegado. Se portó fuerte, en tres días estaba tan bien como siempre. Mejor. Una mujer necesita tener leche para llenarse de salud.
—Madre ¿me oyes?
—Te he dicho...
—Mamá, el padre Connolly está aquí.
—Tomé la sagrada comunión la semana pasada. Dile que no soy tan pecadora.
—El padre sólo desea hablar contigo.
Que hable tanto como guste. Acostumbra llegar preguntando por el alma de uno como si inquiriera por un bebé, y luego quedarse a tomar una taza de té, jugar cartas o chismosear. Siempre sacaba a relucir un cuento pícaro, generalmente sobre un irlandés que se equivocaba a menudo y lo confesaba, y lo chistoso era alguna tontería que soltaba en la confesión mostrando su duda entre una piedad innata y su pecado original. La abuelita no temía por su alma. ¿Cornelia, dónde quedaron tus modales? Ofrécele una silla al padre Connolly. Se entendía con unos cuantos santos favoritos que le abrirían el camino hasta Dios. Estaba firmado y sellado como los papeles relativos a las cuarenta hectáreas. Para siempre... heredados y trasladados de dominio para siempre. Desde aquel día en que no se cortó el pastel de bodas sino que se tiró y desperdició. La razón de su existencia había desaparecido y ella quedó allí ciega y sudorosa, sin nada bajo los pies y con las paredes cayéndosele encima. La mano de él la sostuvo por debajo del busto, o hubiera caído; allí estaba el piso recién encerado con el tapete verde encima, exactamente como antes. Él lanzó una maldición similar a la de un perico de marinero, y exclamó: —Lo mataré por ti... No lo toques, hazlo por mí. Déjale su castigo a Dios... —No, Ellen, debes creer lo que te digo...
Así que no hubo nada, nada por qué preocuparse, excepto ciertas veces en las noches cuando algún niño lloraba por una pesadilla y ambos se atropellaban bajando de la cama y temblaban buscando los fósforos mientras gritaban: —Espera un minuto, aquí estamos. —John, busca al doctor. Hapsy se muere. Pero allí estaba Hapsy parada junto a la cama con una gorra blanca.
—Cornelia, dile a Hapsy que se quite esa gorra. No puedo verla bien.
Abrió mucho los ojos y el cuarto le pareció igual a un cuadro que había visto en otra parte. Colores oscuros en las sombras que se levantaban como torres hasta el cielo haciendo largos ángulos. La alta cómoda negra relucía sin nada encima salvo una fotografía de John, ampliada de otra pequeña, con los ojos muy negros cuando debieron ser azules. Usted no lo conoció ¿entonces cómo sabía cómo eran? Sin embargo, el hombre insistía en lo perfecto de la copia, rica en detalles y bonita. Para ser una fotografía está bien, pero este no es mi esposo. La mesa junto a la cama tenía una carpeta de lino, un candelero y un crucifijo. La luz azulada venía de las pantallas de seda que puso Cornelia. ¡No era luz sino un perifollo! Se tiene que vivir cuarenta años con lámparas de petróleo para apreciar una buena luz eléctrica. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harry con un halo rosa.
—Parece un santo, doctor Harry, juro que nunca estará usted tan cerca de la santidad.
—Está diciendo algo.
—Ya te oí, Cornelia. ¿Qué es toda esta revoltura?
—El padre Connolly dice...
La voz de Cornelia se entrecortaba y golpeaba como una carreta en un mal camino. Bamboleaba en las esquinas, regresaba y no llegaba a ningún lado. Vivaz, la abuelita se subió al carro y tomó las riendas, pero guiaba el carro un hombre sentado junto a ella y lo reconoció por las manos. No lo miró a la cara; lo supo sin verlo, en cambio miró hacia abajo del camino donde los árboles se inclinaban y saludaban entre sí y miles de pájaros cantaban una misa. Quiso cantar también, pero puso su mano en el escote de su vestido y sacó un rosario, y el padre Connolly rezaba en latín con voz solemne y le hacía cosquillas en los pies ¿Dios mío, quiere dejar esas tonterías? Soy una mujer casada. ¿Qué importa si él se fue y me dejó enfrentar sola al sacerdote? Encontré un mundo mejor. No cambiaría a mi marido por nadie, salvo por San Miguel y pueden decirle eso de mi parte y darle las gracias en la barata.
La luz destelló sobre sus parpados cerrados, y un bramido profundo la sacudió. ¿Es un relámpago, Cornelia? Oí un trueno. Habrá tormenta. Cierra todas las ventanas. Mete a los niños...
—Mamá, aquí estamos todos...
—¿Eres tú Hapsy?
—Oh, no, soy Lydia. Manejamos tan rápido como pudimos.
Sus rostros se agacharon sobre ella. El rosario cayó de sus manos y Lydia se lo colocó otra vez. Jimmy intentó ayudar, las manos se encontraron a tientas, y la abuelita apretó los dedos alrededor del pulgar de Jimmy. No bastaban las cuentas del rosario, necesitaba algo vivo. Estaba tan asombrada que sus pensamientos corrían en torno. Entonces, mi amado Señor, esta es mi muerte y yo ni siquiera lo pensaba. Mis hijos vinieron para verme morir. Pero no puedo, no es la hora. Oh, siempre odié las sorpresas. Quise darle a Cornelia el juego de amatistas... Cornelia tendrás el juego de amatistas, pero Hapsy lo usará cuando quiera, y, doctor Harry, cállese. Nadie lo llamó. Ay, mi amado Señor, espera un minuto. Necesito hacer algo con mis cuarenta hectáreas, Jimmy no las necesita y Lydia las necesitará con ese torpe marido que tiene. Debo terminar el mantel del altar y enviarle seis botellas de vino a la hermana Borgia para su digestión. Quiero mandarle seis botellas de vino a la hermana Borgia, padre Connolly recuérdamelo...
La voz de Cornelia se transformaba en sílabas y se que braba.
—Ay, mamá, ay, mamá, ay, mamá...
—No me voy Cornelia. Me tomaron por sorpresa. No puedo irme.
—Verás a Hapsy nuevamente, ¿qué pasó con ella?
—Pensé que no llegarías nunca—. La abuelita hizo un largo viaje buscando a Hapsy. ¿Qué pasa si no la encuentro? ¿Qué hago? Su corazón se hundió más y más, no había fondo para la muerte, no podía llegar al final. La luz azul de la lámpara de Cornelia se volvió un punto diminuto en el centro de su cerebro, parpadeó y aleteó como un ojo y suavemente fue disminuyendo. La abuelita yacía como ovillo, asombrada y alerta con la mirada fija en el punto de luz que era ella misma; ahora su cuerpo era un hondo montón de sombras en la oscuridad eterna y esa oscuridad se trenzaría a la luz, tragándosela. ¡Dios, haz una señal!
No hubo señal. Por segunda vez no vino el novio aunque el cura estaba en casa. Ella no lograba recordar ningún otro sufrimiento porque aquel dolor había barrido los demás. No, nada hay más cruel que esto. Nunca se lo perdonaré. Se distendió con un suspiro profundo y apagó la luz.
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