29 abril, 2012

Clarice Lispector y su perro


"Alivia mi alma, haz que sienta que tu mano está tomada de la mía, haz que sienta que la muerte no existe porque ya estamos en verdad en la eternidad, haz que sienta que amar no es morir, que la entrega de sí mismo no significa la muerte, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, bendíceme para que viva con alegría el pan que como, el sueño que duermo, haz que tenga caridad hacia mí misma pues si no, no podré sentir que Dios me amó, haz que pierda el pudor de desear que en la hora de mi muerte haya una mano humana para apretar la mía.
(...)
Yo podría tenerte con mi cuerpo y con mi alma. Esperaré aunque sea años a que tú también tengas cuerpo-alma para amar, mira a todos a tu alrededor y ve lo que hemos hecho de nosotros y de eso considerado como victoria nuestra de cada día. No hemos amado por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo que no se entiende porque no queremos pasar por tontos. No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada, hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes, hemos disfrazado con el pequeño miedo el gran miedo mayor y por eso nunca hablamos de lo que realmente importa, hemos sonreído en público de lo que no sonreiríamos cuando nos quedásemos solos. Nos hemos temido el uno al otro, por encima de todo, pero yo escapé de eso, Lori, escapé con la ferocidad con que se escapa de la peste, Lori, y esperaré hasta que tú estés más preparada. "


CLARICE LISPECTOR; fragmentos de Aprendizaje

26 abril, 2012

Liliana Bodoc (Argentina, 1958)


El espejo africano (fragmentos)

Hay objetos que jamás nos pertenecerán del todo. No importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a través de las generaciones. No importa si los recibimos como regalo de cumpleaños o si pagamos por ellos una buena cantidad de dinero… Estos objetos guardan siempre un revés, una raíz que se extiende hacia otras realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los espejos pertenecen a esta categoría. Más aún… Si tuviésemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparían el primer lugar.
Mucho se escribió sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia países fantásticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. “Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?”
Pero aun así, con tanta letra escrita, siempre habrá nuevas cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.
*
Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeño, casi del tamaño de la palma de una mano. Y enmarcado en ébano. Un espejo que cruzó el mar para ser parte de múltiples historias, no todas buenas, no todas malas.
Un pequeño espejo que enlazó los destinos de distintas personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y música.
Hay también un sonido que trae el viento.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Son tambores los que están hablando, los que están llorando.
¿Y por qué tambores?
Porque la historia de este pequeño espejo, enmarcado en ébano lustroso, comienza en el África.
1
Entre África y América del Sur.
1779 a 1791, aproximadamente
La costumbre de cargar cestos en la cabeza los mantenía erguidos. Y con el pensamiento más cerca del cielo que de los pies.
Era una aldea con pocos habitantes, donde cada uno hacía su parte del trabajo y tenía su lugar en las danzas. Aquellas personas conocían la diferencia entre un fuego sagrado y un fuego familiar donde asar alimentos. Separaban sin dificultad las plantas benéficas de las maliciosas; aceptaban las lluvias y las sequías. Y cuando se tendían a descansar, eran capaces de reconocer cientos de formas en las nubes.
Imaoma era un joven cazador, tan diestro que la aldea entera lo consideraba un elegido de los Antepasados.
*
Atima era una hermosa muchacha, buena en el arte de teñir plumas y coser pieles.
Eran tiempos de cacería.
El día había amanecido con olor a madera. Y el más anciano de la aldea miraba a su alrededor con una sonrisa divertida, como si supiese que algo agradable estaba a punto de suceder.
Imaoma miró a la joven Atima por la mañana. La miró con fijeza y siguió andando.
Imaoma miró a Atima por la tarde. Ella se cubrió las mejillas con las manos y puso su pie derecho sobre su pie izquierdo.
Cuando cayó la noche y la aldea entera se reunía alrededor del fuego, Imaoma volvió a mirarla. ¡Todo estaba dicho!
Tres miradas de un hombre a una mujer, en el curso de un día, eran invitación a boda, siempre que las familias aceptaran.
Y las familias aceptaron, porque Imaoma y Atima eran los dos ojos de un mismo pez, las dos laderas de una misma montaña. Y tendrían una descendencia saludable.
Los festejos se realizaron poco tiempo después. Hubo carne y fruta para toda la gente de la aldea. Y para algunos parientes que llegaron de lejos.
Atima le dio a su esposo un brazalete de piel como regalo.
Imaoma le dio a su esposa un pequeño espejo enmarcado en ébano, que él mismo había tallado con paciencia.
Alzaron una choza en el sitio indicado por los mayores. Y la vida continuó su curso al son de los tambores.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Pero al año siguiente, los tambores empezaron a anunciar desgracias. Primero unos, después otros… Todos los tambores resonaban con mensajes confusos. Como si no estuviesen seguros de sus visiones. O se apenaran de asustar a los hombres con tan malas noticias.
El tiempo caminó a su modo, ni rápido ni lento. Y pasó otro año.
Los tambores continuaban sonando roncos y tristes. Ellos sabían, anunciaban, advertían que grandes males se avecinaban.
Tres años y algunas lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetían un solo mensaje: “Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón”.
Atima se había alejado de la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La niña iba a cumplir tres años, y eso significaba que todavía llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el resto de su vida. Mientras tanto, era “Atima”, por su madre. Y era “Imaoma”, por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daban a los nombres su justo tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los necesitaba, y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña hija un fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto. Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se trataba de una lluvia distinta a las que conocía. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las súplicas se comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar ventanas abiertas.
El hombre que estaba al mando entendió lo que Atima deseaba. Tomó la bolsita de cuero y comprobó su contenido: dentro de ella solo había un pequeño espejo.
-¿Quieres dárselo a tu niña? -preguntó.
Atima lo miró esperanzada.
Entonces, el hombre metió sus grandes manos por la red y colgó el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en ese gesto, agotó su bondad.
Atima Imaoma se iba para siempre.
El barco en el que la llevaron, con otros cientos de esclavos, cruzó el ancho mar hasta llegar a una tierra donde la gente compraba gente.
*
-¡Vean la fuerza de este jovencito! ¡Vean el porte…!
-¡Aquí, aquí…! ¡Los dientes de esta niña lo dicen todo! ¡Sana, fuerte, a buen precio!
Los esposos Fontezo y Cabrera caminaban por las calles del mercado de esclavos.
Aquel día no tenían intenciones de comprar. Solamente habían ido a curiosear y a comentar los últimos sucesos. Habrá que decir que se trataba de gente importante para la cual la ciudad no tenía secretos.
-Mire esa niña -la señora Fontezo y Cabrera detuvo a su esposo tomándolo del brazo. Enseguida se acercó a una de las pequeñas que estaban en venta y le sonrió.
Atima Imaoma la miró con seriedad, aunque sin miedo ni enojo.
-No pretenda comprarla -se adelantó su esposo-. No es necesaria ahora.
-Es verdad -admitió su esposa-. ¡Pero mire sus ojos
-Mujer, he dicho que no nos hace falta.
La señora Fontezo y Cabrera tenía una opinión distinta. Y la expresó con entusiasmo.
-Claro que hace falta… Esta niña debe tener la edad de nuestra Raquel. ¿No cree usted que podría ser su doncella personal?
El señor Fontezo y Cabrera tuvo que aceptar que aquella africanita tenía algo especial.
-¿Qué llevás ahí? -le preguntó, señalando la bolsita que colgaba de su cuello.
Atima Imaoma no entendió las palabras, pero entendió el gesto. Y enseguida, protegió con sus dos manos la herencia de su madre sin saber que, de ese modo, se ganaba la voluntad de su futuro amo.
-Vaya con su carácter -dijo el señor Fontezo y Cabrera, complacido con la bravura de la pequeña, igual que se complacía viendo cómo mostraban los dientes sus valiosos cachorros de caza.
Entonces, como el precio que pedían por ella le pareció razonable, decidió que la llevarían consigo.
Al momento de comprar un esclavo era necesario ponerle un nombre, de modo que quedara asentado en las notas de propiedad.
-La llamaremos…, ¿cómo la llamaremos?
Entre todos los niños que estaban a la venta, aquella era la única que no profería sonido alguno. Entonces, el señor Fontezo y Cabrera encontró el nombre que buscaba:
-La llamaremos Silencio -dijo.
*
Bien podría decirse que Silencio fue afortunada.
El matrimonio Fontezo y Cabrera tenía una sola hija. Y Silencio fue destinada a ser su doncella.
Silencio fue tratada con benevolencia. Tenía buena comida, buena ropa y buen trato. Pasaba casi todo el tiempo con Raquel. Recibía algunos de su juguetes en desuso, compartía sus dulces. De vez en cuando, si a Raquel le dolía la panza o tenía catarro, Silencio se acostaba sobre sus pies para mantener el calor de su amita enferma. Y eso era mucho mejor que dormir en las barracas frías.
Raquel y Silencio crecieron juntas.
Raquel aprendía las danzas de salón y luego se las enseñaba a Silencio. Silencio estaba obligada a ayudar en algunos quehaceres domésticos, y Raquel se aburría. Cuando Raquel tuvo que aprender las labores, que correspondían a una niña educada, se empeñó en que Silencio aprendiera con ella. De otro modo tejía mal y bordaba peor.
-Será mejor que Silencio esté con ella -dijo su madre.
Y el señor Fontezo y Cabrera acabó por aceptar.
Raquel creció con alegría. Y Silencio agradeció la suerte que le había tocado en casa de sus amos.
En la cocina, Silencio solía escuchar los relatos que las cocineras negras hacían sobre tormentos y castigos que recibían los esclavos en otras casas. Lluvias de azotes si se les veía un mal gesto, cadenas si desobedecían o haraganeaban. Muerte por sed si intentaban escaparse.
-Demos gracias por la bondad de nuestros amos -decían las negras ancianas.
Silencio daba gracias con ellas.
Pero Silencio tenía una tristeza: su nombre. Por mucho que se esforzara, no lograba recordar el nombre que tenía en su tierra. Mientras más intentaba recuperarlo, más se alejaban los sonidos. Y una voz de mujer, llamándola, se mezclaba con los trinos y los rugidos de una selva distante.
A veces, Raquel encontraba a Silencio mirándose en su pequeño espejo, con los ojos perfectos, húmedos.
-¿Estás triste, Silencio? ¿Pensás en tu nombre? Si querés probamos a ver si te acordás.
Entonces, comenzaba una lista: María, Mercedes, Pilar, Inés, Antonia.
-Esos no -decía Silencio.
-Aurora, Matilde, Jacinta…
-Esos tampoco.
Y el nombre africano se perdía, retrocedía a un sitio donde la memoria ya no encuentra caminos de regreso.
*
Para su cumpleaños número doce, Raquel le pidió a su padre un regalo especial. La niña deseaba enseñarle a Silencio las letras y los números.
-¿No tiene usted mejores cosas que hacer? -le preguntó el señor Fontezo y Cabrera a su hija.
-No me gusta bordar. Me gusta ser maestra.
-¡Conque le gusta ser maestra…! Entonces puede enseñarles a sus primos pequeños.
-Ellos solo vienen de vez en cuando.
El señor Fontezo y Cabrera dio una profunda pitada a su cigarro. Después pronunció palabras llenas de humo.
-Entienda y recuerde que ellos no poseen un alma como la nuestra. Y por lo tanto, no poseen nuestras capacidades.
-Pero Silencio está siempre conmigo y es como si fuera un poquito blanca.
Aquella tarde, la mirada severa de su padre dio por acabada la conversación.
Sin embargo, Raquel insistió al día siguiente. Y al siguiente.
En esta oportunidad, el señor Fontezo y Cabrera demoraba en ceder al pedido de su hija. Sabía que semejante cosa no sería bien vista por sus amigos. ¿Es cierto que en tu casa los esclavos aprenden a leer y escribir?, preguntarían. ¡Un asunto inaceptable!, murmurarían a sus espaldas. Pero por otro lado pensaba que, de seguir las cosas tal como iban, pronto se vería obligado a negarle, y aun a quitarle, a su pequeña Raquel, las ventajas con las que había crecido. ¡Y el señor Fontezo y Cabrera había aprendido que el lujo resulta natural como el aire cuando se lo conoce desde la cuna!
Al fin, pudo más este pensamiento.
-¡Pongo una estricta condición…! -dijo el señor Fontezo y Cabrera antes de darse por vencido-. Que esto sea un secreto. Usted le dará esas clases en el granero, y no lo contará a sus amistades. Ni a sus primos.
Raquel y Silencio buscaron una madera bastante grande y lisa, que apoyaron contra una de las paredes del granero. Allí escribirían las letras y los números con pedazos de yeso. Luego acomodaron unos fardos de heno como asientos. Y tuvieron su escuela.
Por su parte, el señor Fontezo y Cabrera se tranquilizó imaginando que aquel juego aburriría muy pronto a su hija.
¡Cuánto se equivocó!
Los meses pasaron… Y el granero donde Raquel le enseñaba a Silencio las letras y los números jamás estuvo ocioso.
La vida transcurría con bien. O al menos, eso parecía.
A veces, Silencio solía tomar su espejo y, frente al cristal, intentaba recordar su nombre.
Josefina, Alma, Anita…
-Esos no.
Aurelia, Magdalena…
-Esos tampoco.
*
Era una siesta calurosa de diciembre en la ciudad rioplatense del año 1791.
El señor Fontezo y Cabrera y su esposa mandaron llamar a Raquel para hablar con ella sobre algo importante. Aquello no hubiese sido extraño. Era frecuente que, ante cualquier falta de Raquel, sus padres se esforzaran en largas amonestaciones, intercaladas con fábulas y versículos. Pero esa vez parecía diferente.
Raquel no imaginaba lo que estaba a punto de escuchar, porque nadie le había advertido que la situación económica de la familia era desesperada. Y que su padre enfrentaba el fantasma de la ruina.
-Verá usted, hija -dijo el señor Fontezo y Cabrera-, las cosas por aquí no están del todo bien…
La esposa del señor Fontezo y Cabrera no alzaba la vista de su bordado. Sin cesar, daba puntadas verdes y puntadas azules en los bordes de un mantel de hilo.
-He intentado demorar esto -continuó el padre-. Sin embargo, ya no hay manera de retrasar algunas tristes decisiones. Son decisiones que me pesan, créame. Me pesan mucho.
Justo entonces, su esposa se pinchó el dedo con la aguja. Una puntada roja en el ramo de flores que bordaba.
-Necesitamos reunir algún dinero, y para eso deberemos desprendernos de ciertas cosas de valor. Alhajas de su madre, los caballos de raza…
En el mantel de hilo, las flores se marchitaban apenas bordadas. Quizá por eso, el señor Fontezo y Cabrera se dispuso a decir todo de una sola vez. Y con tono que no dejara lugar a reclamos.
-…y algunos de nuestros esclavos. Silencio es una de nuestras siervas domésticas de mayor valor. Joven, sana y de buen carácter, de manera que…
Raquel había entendido.
-Podría vender una cocinera -comenzó a decir Raquel-. Siempre dice usted que son de las mejores y que sus amigos las envidian…
-Compraron a Silencio para una hacienda en las provincias del oeste.
Y esta vez, no había más que decir.
Todos allí sabían lo que significaba el trabajo de los esclavos en las haciendas: sol a pleno durante interminables jornadas, látigo para los débiles, noches dolorosas, picaduras de insectos, agua con mal sabor.
Y los tambores volvieron a llorar.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En aquella oportunidad, Raquel comprendió que de nada valdría pedir ni encapricharse. Además, las palabras de su padre le traían otras preocupaciones.
-¿Mi piano se quedará aquí?
-Por supuesto, Raquel. Tu piano se quedará.
El señor Fontezo y Cabrera dio por terminada la conversación.
-Ve y dile a Silencio que junte las cosas que le pertenecen. Mañana vendrán a buscarla.
La señora Fontezo y Cabrera seguía bordando flores muertas.
*
Muy pocas cosas tenía Silencio. Y ni siquiera se las llevaría todas.
Apenas armó un bulto de ropa. Después tomó su espejo. Y se fue al granero donde aprendía letras y números. Pasaría allí la última noche. Y allí esperaría a sus nuevos amos.
El granero estaba solitario. En el pizarrón, que se apoyaba contra la pared, permanecía escrita una parte de la clase dedicada a la letra M.
Silencio sostuvo, frente a su rostro, el pequeño espejo enmarcado en ébano. Entonces comenzó a moverlo muy despacio. De este modo podía ver, en el reflejo del cristal, el sitio donde había sido feliz: las altas ventanas, los techos de madera oscura, los fardos de heno, el piso de paja, un recipiente de tinta olvidado.
El espejo le mostró también el pizarrón, con las palabras que ella misma había escrito dos días antes: “AMO A MI AMITA”.
Pero el espejo, como sucede, mostraba el mundo dado vuelta: “ATIMA IM A OMA”.
Eso leyó Silencio en el pequeño espejo enmarcado en ébano que su madre le había dado antes de que se la llevaran para siempre. ATIMA IM A OMA.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En el revés de las cosas, podrían haber dicho los tambores… En el revés de las cosas suele estar la verdad.
Al día siguiente a Raquel le costó trabajo entender por qué Silencio no estaba llorando.
-Porque tengo doce años, y puedo elegir mi nombre.
-¿Ya lo hiciste? -preguntó Raquel.
La esclava asintió con la cabeza y con la sonrisa.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Aurelia?
-No.
-¿Josefina, Alma, Anita?
-No.
-¿Remedios, Magdalena?
-Tampoco.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Esther?
-Ese tampoco
-¿Qué nombre elegiste?
-Atima Imaoma.
Raquel no había entendido. Y volvió a preguntar:
-¿Qué dijiste?
-Atima Imaoma -respondió la esclava.
-¿Y cómo se te ocurrió ese nombre?
-No fui yo. Me lo dio el espejo.
Raquel movió la cabeza igual que, a veces, lo hacía su madre.
-No hables así. Tus nuevos amos te van a azotar por andar repitiendo hechicerías de negros. ¿Me entendiste?
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Y los nuevos amos llegaron a media mañana. Sin tiempo para esperar largas despedidas y, mucho menos, llantos. Atima Imaoma y Raquel apenas pudieron darse el último abrazo.
Fue entonces cuando Raquel dijo algo que aún no podía entender.
-Te voy a buscar. Prometo que, algún día, iré a buscarte.
-¡Arre…! -y el carro partió con rumbo a las provincias del oeste.
Raquel corrió un poco por el camino, repitiendo un saludo que solo ellas podían entender.
-Adiós, Atima Imaoma…
“Adiós”, respondieron los tambores.
*
Los objetos se mueven con las personas. Viajan, se pierden, se venden, se compran. Cruzan el mar. O quedan olvidados, por mucho tiempo, en el fondo de un baúl.
Con los espejos sucede lo mismo.
A un pequeño espejo enmarcado en ébano le pueden suceder muchas cosas. Pudo, ¿por qué no?, ser donado para la causa del ejército libertador.
Se han donado para la sagrada causa de la libertad: 2 anillos de oro, 5 peinetones de carey, 17 caballos, 1 cuchillo con mango de plata, 11 ponchos, 9 mantas, 1 espejo enmarcado en ébano…
¿Qué haría con un espejo el general San Martín? Como sea, algo extraño relacionado con el espejo ocurrió años después. Fue cuando el pequeño espejo enmarcado en ébano volvió a cruzar el mar. Esta vez, hacia el continente europeo.
2
España, provincia de Valencia,
octubre de 1818
-¡Ni los ojos, Dorel…! No lleves ni tus ojos más allá del umbral de la casa, porque nunca se sabe dónde se esconde lo peor… ¡Y menos al atardecer!, que ya sabemos, Dorel, las calamidades que el atardecer esconde entre sus barbas rojas. Bien posible es que los moros ronden en busca de cabezas, que luego ahuecan para utilizar como cacerolas. Ya te dije que ellos lo hacen, ¿verdad?
- Pero…
-¿Dices “pero”…? ¿Qué “pero” vas a oponer a las enseñanzas de María Petra? Nada de peros, ni de peras ni de Pérez… Recuerda que aquí los males son tan numerosos como las moscas. Y a propósito, ¿te he dicho ya de una nueva mosca que clava aguijones en el rostro del que duerme? Así es. Y a la mañana siguiente, despiertas con urticaria de color azul, ¡y pobre de ti si te la rascas! porque, entonces, el veneno de la mosca entra y va directo al corazón. Y en el propio y mismísimo corazón de la víctima comienza a formarse, ¿cómo te diré?, un barrio, una provincia, un país de moscas…
Dorel hizo un esfuerzo por tragar la comida que se llevaba a la boca. Y asintió con la cabeza, como siempre lo hacía.
María Petra, la propietaria del negocio de antigüedades más próspero de Valencia, tenía poco, poquísimo cabello. Y muchos, muchísimos fantasmas.
Por esa causa, mantenía cerradas las ventanas. Excepto, la vidriera donde se amontonaban los objetos que María Petra había comprado por unos pocos centavos, y que luego vendía con buenas ganancias.
La casa oscura de María Petra tenía el olor triste de los lugares donde nunca entra el sol. Y tenía también su propia música hecha con el chirriar de las puertas, los crujidos del piso de madera, y el borboteo de una olla donde hervía eternamente algún té de yuyos.
María Petra salía de su casa solo una vez al mes. Caminaba tres cuadras y media, subía nueve escalones y llamaba a la puerta de su tía. Permanecía una hora exacta de visita y regresaba por el mismo camino. Aquella era la única vez que Dorel quedaba al frente del negocio de antigüedades. Y podía perderse en sus propios sueños.
Era habitual, por ese entonces, la costumbre de criar un huérfano. Ofrecerle casa, comida, y algo parecido a un hogar, a cambio de trabajo. María Petra acostumbraba a hablar del asunto muy a menudo:
-Cada vez que recuerdo cómo estabas cuando te saqué del orfanato, Dorel… ¡Puro hueso y puro pensamiento! El pensar no es nada bueno, ¿ya te lo he dicho, verdad?
-Sí, señora.
Pero aquel día, María Petra andaba con ganas de recordar.
-Tenías seis años y eras así de flaco, una ramita de tomillo. Pero te traje aquí, y te alimenté con caldo bien grasoso y puré de coliflor. Te enseñé a lustrar los objetos de metal, a lavar almohadas de plumas… ¡Y otras cosas preciosas que un niño como tú, tan sin gracia, nunca hubiese aprendido! Hoy ya eres un joven bien crecido, ¿tienes diecisiete, verdad? Y eres muy feliz. ¿No es así, Dorel?
-Así es, señora.
María Petra apartó el plato lleno de huesos que tenía frente a sí, y cruzó sobre la mesa sus brazos carnosos y blancos. Se sentía contenta de ser tan buena persona.
-Si hasta te permito recibir, cada sábado, la visita de ese maestrillo que viene con sus librotes a contarte que tal o cual río nace en tal o cual parte. Y que tal o cual animal tiene tales o cuales costumbres. Por mi parte, no puedo hallarle utilidad alguna a esos saberes. Pero a ti te gusta eso, ¿o no, Dorel?
-¡Sí, señora! ¡Eso sí! -respondió el joven que, por primera vez durante aquella conversación, pareció sincero y entusiasmado.
Para Dorel, aquella vida era la única posible. Sin embargo, el joven tenía un sueño poderoso. Y María Petra estaba a punto de mencionarlo.
-Te diré que no has sido tan malo… Los hay peores que tú, eso es cierto. Jóvenes criados que hasta les roban a sus protectores. No eres tan malo, debo admitirlo. A no ser… -María Petra tamborileó con los dedos en la mesa-, a no ser por el famoso asunto de tocar el violín.
Dorel escuchó. Y se miró las manos. Un violín había llegado una vez al negocio de antigüedades. Entonces, con una gracia increíble para alguien que jamás lo había hecho antes, Dorel pasó el arco sobre las cuerdas. Y ya no pudo olvidar ese sonido.
-La música, Dorel, bien te lo he repetido, nació en el casamiento de una bruja -María Petra habló con voz de contar leyendas-. Parecer ser que una bruja fue invitada al casamiento de una de sus primas. Llegó, disfrutó del banquete. Pero cuando fue la hora de los obsequios, notó que no tenía nada que ofrecerle a la novia. Entonces, concibió la idea de abrir su boca, deforme y dientuda, y tararear. Así nació la música, Dorel. ¡Y bien hiciste en olvidarla!
Las venas de Dorel vibraron como cuerdas.
-Porque la olvidaste, ¿verdad?
-Sí, señora.
Pero la sangre de Dorel se movía como el mar. María Petra se inclinó hacia el rostro del joven.
-¿Son lágrimas lo que veo en tus ojos?
-No, señora. No tengo motivos para llorar.
Pero el corazón de Dorel quería salir al galope.
-Lo mismo creo yo. No tienes ningún motivo para llorar, y muchos motivos para considerarte dichoso. ¿No es así?
Dorel no respondió. No podía hacerlo.
-Responde, Dorel. ¿No es así?
Dorel no respondió. No quería hacerlo.
Pero María Petra seguía preguntando:
-¿No es así, Dorel?, ¿no es así?
Agobiado, triste de repente, como si dentro de él se hubiese puesto a llover, Dorel quiso responder. Y pudo:
-No, señora. No es así.
El rostro de María Petra quedó inmovilizado en un gesto que expresaba asombro y horror. Pero Dorel había comenzado y ya no podía detenerse. Habló en voz muy baja, con la mirada puesta en una mancha de grasa que tenía el mantel.
-No soy feliz, señora María Petra. Ni nunca lo seré si no me deja usted tocar el violín. El maestro dice que la música es buena para el alma. Y dice además que no es posible que ronden por aquí los moros, porque esa guerra acabó hace tres siglos…
¡Al fin entendía María Petra…! Era ese maestro de mala muerte quien llenaba la cabeza del huérfano con horribles ideas. Pero ella era mujer de carácter, y sabía muy bien lo que debía hacer.
-¡Nunca más! -sentenció-. Y poniéndose de pie comenzó a vociferar, mientras daba vueltas alrededor de la mesa-. No volveré a permitir que ese hombre te visite. Mi puerta -y María Petra remarcó el “mi”- jamás se abrirá ni para él ni para sus libros. ¡Se lo diré este mismo sábado, apenas asome por aquí su cara de mono sabio!
Por supuesto, María Petra cumplió su promesa.
El sábado por la tarde, el maestro llegó a visitar a Dorel. Llamó a la puerta, y como siempre lo hacía puesto que era un hombre bien educado, se quitó el sombrero y sonrió al ver aparecer a María Petra.
-Tenga usted buenas tardes, señora.
Por toda respuesta, la propietaria del mayor anticuario de Valencia extendió el brazo:
-¡Fuera…! Aléjese usted de mi casa.
Pensando que se trataba de una broma o de un malentendido, el maestro amplió su sonrisa.
-No comprendo -dijo.
-¿Qué es lo que no comprende? -María Petra repitió con claridad-. Aléjese usted de mi casa -y remarcó el “mi”.
Como el maestro no tuvo mejor idea que insistir, María Petra se vio obligada a decirle, palabra por palabra, grito por grito, todo lo que tenía en contra de sus libros y de sus ideas, de sus números, de sus letras, de sus mapas y de sus palabras en latín. Ninguno de los argumentos que el maestro intentó oponer sirvieron de nada. María Petra, fuera de sí, solo le exigía que se marchara, que no regresara jamás a torcer la cabeza del pobre huérfano y, sobre todo, que no volviera a decir que la guerra contra los moros había acabado hacía tres siglos porque ella los escuchaba todas las noches, cuando les sacaban filo a sus sables curvos.
Después de un rato de intentar tranquilizar a la mujer, el maestro pareció darse por vencido. No perdió, sin embargo, su caballerosidad. Y saludó a María Petra llevándose la mano al sombrero.
Antes de marcharse, vio el rostro de su alumno por la vidriera del negocio de antigüedades. Allí, entre teteras de plata labrada, espadas y almohadones bordados, Dorel tenía el aspecto de un ángel de porcelana.
El maestro saludó al niño con la mano en alto. Y pareció que sus ojos intentaron decirle algo. Algo como “corre, Dorel, corre tan lejos como puedas”.
*
Aquella misma semana tocaba la visita mensual de María Petra a casa de su tía.
En esos días, desde el episodio con el maestro, apenas si había abierto la boca, y solo para dar órdenes que Dorel cumplió sin chistar.
Eran las dos de la tarde cuando María Petra apareció en el negocio con su vestido azul y su sombrero.
-Voy a salir -dijo. Y como si fuera necesario, aclaró-. Visitaré a mi tía.
-Claro, señora.
-Quedas a cargo, Dorel.
Las campanillas de bronce sonaron alegres cuando María Petra traspuso la puerta en dirección a la calle. Dorel suspiró todo el aire que tenía amontonado en el pecho. Y aunque no sonrió, al menos se sintió aliviado.
Sin embargo, no habría alcanzado María Petra la esquina, cuando un joven de cabello rojizo entró al negocio. Traía un pequeño paquete en las manos. Parecía asustado o tímido.
-Me manda mi madre -dijo-. Ella desea vender esto.
El recién llegado desenvolvió su tesoro. Se trataba de un espejo enmarcado en ébano, más o menos del tamaño de la palma de una mano.
Sin prestarle demasiada atención, Dorel negó con la cabeza. Pero el joven insistió.
-Mira que este espejo vino desde América. Lo trajo mi padre. Mi padre es sargento, y hace poco que regresó a causa de una herida que recibió peleando contra el ejército del tal don San Martín. ¿Sabes algo sobre eso?
Dorel sabía porque el maestro le había hablado sobre esas guerras, y le había dicho que, aunque había un océano de por medio, no les eran ajenas.
Mientras Dorel recordaba, el joven seguía con lo suyo:
-Si lo miras con detenimiento, verás que tiene bien tallada la madera.
Dorel lo tomó en sus manos. Él ya sabía reconocer objetos verdaderamente antiguos y diferenciarlos de baratijas y de imitaciones. Dio vuelta el espejo y vio una marca hecha a punzón en la parte inferior.
-Aquí está dañado -dijo Dorel, en su papel de comerciante.
-Por solo cuatro monedas te lo dejo -respondió el joven.
Dorel comprendió que, dañado o no, el objeto tenía mucho valor. Seguramente, a María Petra le complacería mucho una buena compra.
-Te doy tres monedas -ofreció Dorel.
-Es para medicinas -era evidente que el joven de cabello rojizo decía la verdad-. Necesitamos cuatro monedas para poder comprarlas.
Dorel dudó. Pero las palabras de María Petra repicaron en su cabeza: “Nunca te conmuevas por la palidez, el hambre o la tragedia de los clientes porque entonces llevarás mi negocio a la ruina”.
-Tres monedas o nada -dijo Dorel.
-Está bien -aceptó el joven-. Algo es algo. Y ya veremos de encontrar la que nos falta.
Tomó las tres monedas que Dorel sacó de una lata. Saludó y se fue.
Dorel se dispuso a sacarle brillo a la nueva adquisición para enseñársela a María Petra cuando esta regresara de visitar a su tía. Tomó un paño y comenzó su tarea. Primero la parte posterior, para dejar lustroso el ébano.
¿Qué será esta marca hecha a punzón sobre la madera?, se preguntó el huérfano.
Cuando la parte de atrás estuvo impecable, Dorel mojó el paño en alcohol para limpiar el cristal.
Entonces, el espejo le mostró su rostro casi gris de tanto encierro. Le mostró sus ojos casi viejos de no ver el mundo. Dorel intentó sonreír y notó que su boca no recordaba cómo hacerlo. Su corazón comenzó a latir muy fuerte, igual que si tuviera un tambor en el pecho.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
¿Por qué no le había dado al joven las cuatro monedas, si el espejo se vendería en más de diez? Tal vez, ya se parecía demasiado a María Petra… Mirándose bien, veía hasta los mismos rasgos en su rostro. Pero no quería, no quería parecerse a ella. Quería parecerse a su madre. Dorel no la había conocido, pero siempre la había imaginado como una dulce mujer que sabía cantar. Su madre nunca se habría aprovechado de un desesperado.
Pero María Petra iba a ponerse contenta con una buena compra.
Pero el maestro siempre repetía que la estatura de un hombre es la de su corazón.
Y su madre, ¿qué diría su madre…? “Quizás aún puedas alcanzarlo.”
Dorel tomó otra moneda de la lata.
¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!
“¡No salgas a la calle, Dorel, que los moros buscan cabezas!”
“Dorel, esa guerra acabó hace tres siglos.”
“Dorel. Buscan cabezas, Dorel, hace tres siglos, que buscan cabezas, que acabó la guerra… ”
“No salgas a la calle, Dorel.”
“¿Qué diría tu madre? ¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!”
“Hace tres siglos, buscan cabezas, la estatura de un hombre es la de su corazón.”
*
Dorel tomó el espejo para darse coraje. Avanzó unos pasos. Solamente abriría la puerta. Tal vez, el joven estaba por allí cerca, pidiendo la moneda que le faltaba.
Las campanillas que colgaban de la puerta volvieron a sonar. Dorel asomó la cabeza y miró hacia ambos lados de la calle. El joven que acababa de venderle el espejo de ébano no estaba a la vista.
Dorel respiró hondo. Podría atreverse a llegar a la esquina. Le daría al joven la cuarta moneda para su medicina y regresaría de inmediato. Volvió a respirar. La tarde olía fuerte.
Cerró la puerta a sus espaldas. Y empezó a caminar.


de El espejo africano © Liliana Bodoc, Ediciones SM, Buenos Aires, 2008.

25 abril, 2012

Katherine Anne Porter(EEUU, 1890-1980)




Judas en flor (fragmento)


Braggioni se puso a cantar. Rasgueaba la guitarra con familiaridad, como si fuera un animalito, y cantaba desentonando apasionadamente, llevando los agudos a un prolongado y doloroso lamento. Laura, que recorría los mercados escuchando a los baladistas y se detenía todos los días a escuchar al muchacho ciego que tocaba su flauta de caña en la calle Dieciséis de Septiembre, escuchaba a Braggioni con despiadada cortesía, pues no se atrevía a sonreír ante su lamentable interpretación. Nadie se atrevía a sonreírle. Braggioni era cruel con todos, con una especie de insolencia especializada, pero estaba tan orgulloso de su talento, y era tan sensible a las críticas, que se necesitaría una crueldad y un orgullo mayores que los suyos para poner un dedo en la gran llaga incurable de su vanidad.
(…)
No en balde Braggioni se ha esforzado por ser un buen revolucionario y un enamorado profesional de la humanidad. Jamás morirá de eso. Tiene la malicia, la sagacidad, la perversidad, el ingenio, la crueldad, estipuladas para amar al mundo provechosamente. Jamás morirá de eso. Vivirá para ver como otros voraces salvadores del mundo lo sacan a patadas del comedero. Tradicionalmente debe cantar pese a una vida que lo conduce al derramamiento de sangre, le cuenta a Laura, pues su padre era un labriego de Toscana que emigró al Yucatán y se casó con una mujer maya: una mujer de raza, una aristócrata. Le legaron el amor y el conocimiento de la música, así; y con los tirones de la uña de su pulgar, las cuerdas del instrumento se quejan, tensas, como nervios expuestos. En un tiempo todas las muchachas y mujeres casadas que lo perseguían lo llamaban Delgadito: era tan esmirriado que se le veían los huesos bajo la fina ropa de algodón, y podía apretarse el vientre hasta tocarse el espinazo con las dos manos. Era poeta y la revolución era sólo un sueño; demasiadas mujeres lo amaban y le agotaban la juventud y nunca comía lo suficiente, en ninguna parte. Ahora dirige hombres, hombres arteros que le susurran al oído, hombres hambrientos que esperan horas frente a su oficina para hablar con él, hombres demacrados con caras desencajadas que lo paran en la puerta de calle con un tímido "Camarada, quiero decirle..." y le arrojan en la cara el mal aliento de sus estómagos vacíos.
(…)
Algún día este mundo, aparentemente tan armonioso y mesurado y eterno, hasta las orillas de todos los mares será una mera maraña de trincheras abiertas, de paredes derrumbadas y cuerpos destrozados. Todo debe ser arrancado del sitio de costumbre, donde se pudrió durante siglos, arrojado al cielo y distribuido, caer limpio como lluvia, sin una identidad separada. No sobrevivirá nada que las manos agarrotadas de la pobreza hayan creado para los ricos, y nadie quedará con vida excepto los espíritus selectos destinados a engendrar un mundo nuevo limpio de crueldad e injusticia, regido por una benévola anarquía. 
"



Judas en flor(1930)



Escritora estadounidense considerada como una de las más importantes escritoras modernas de cuentos. Nació en Indian Creek, cerca de San Antonio (Texas), y estudió en escuelas privadas. Colaboró con sus artículos en varios periódicos mientras viajó por los Estados Unidos, Europa y México. Su primer libro de relatos, Judas en flor (1930), tuvo un éxito inmediato. Los cuentos, algunos ambientados en México, fueron elogiados por su penetración psicológica y excelencia técnica. Otros libros son Hacienda (1934), Vino de la luna (1937),Caballo pálido, jinete pálido (1939) y Relatos completos (1965), que ganó el Premio Pulitzer del año 1966. Artículos completos y escritos ocasionales de Katherine Anne Porter apareció en 1970. Su única novela, La nave del mal (1962), en la que describe un viaje en un transatlántico en vísperas de la II Guerra Mundial fue llevada al cine en 1965. Su última obra, El error interminable (1977), trata del caso Sacco-Vanzetti de los años veinte

24 abril, 2012

Maria Rosa Lojo (Argentina, 1954)



Árbol de Familia(fragmento)
(Edit. Sudamericana - 2010- Argentina)

La hechizada

Mi tío Suso la recuerda bien. Se sentaba en la cocina, flaca y derecha, siempre cerca de la lareira, y siempre seria. Él, aunque era aún un niño, le llevaba la leche con trocitos de pan que la abuela levantaba con la cucharita, uno por uno, como las palomas comen el grano.
Doña Maruxa requería cuidados especiales, como si fuese una niña vieja y un poco deficiente. Es que años atrás, en su casi madurez, cuando sus muchos hijos vivían aún, solteros, en la casa paterna, había estado hechizada.
Al principio no se sabía que su mal fuese hechizo. Todo empezó con un enfriamiento, después de una romería.  Doña Maruxa, que aún no era abuela, sino sólo madre, cayó en cama. La frente y el cuerpo le hervían como una piedra donde se acabasen de asar castañas, los brazos se le agarrotaban como aspas de molino y sólo la leche recién ordeñada y unas sopas de vino con especias le pasaban por la garganta. Las vecinas le aplicaron cataplasmas y sinapismos, hasta que empezó a toser y se le limpió el pecho. Poco a poco le bajaron las fiebres y el cuerpo entero se le puso blanco, suave y pulido, como si fuese todo él de leche tibia.
Nunca había estado más lozana.
En la cara pálida le asomaron colores que parecían claveles de maquillaje y los ojos azules alumbraban la oscuridad, como cristales secretamente encendidos por una brasa. Nadie supo qué pasaba en el cuarto aquellas noches, cuando se apagaban todos los ruidos de la casa y solamente los ojos y la trenza rubia y la camisa de dormir con un ribete de encaje relucían y encantaban en la quieta penumbra. ¿Es que Benito, el bisabuelo, abrazaría despacio aquellas formas claras, con tanta dulzura como si temiera quemarse?
Por las mañanas –notaron los hijos— el padre se despertaba de buen humor, con el aliento perfumado de los que han bebido licor de menta o han comido pasta de almendras. Tarareaba unos aires de Rianxo mientras se lavaba las manos y la cara, y aunque el trabajo era tan duro como todos los días, parecía ir liviano, como si no llevase zuecos sino zapatos de fiesta.
Sólo un detalle por demás alarmante persistía. Cuando doña Maruxa se incorporaba e intentaba caminar, las piernas, que sin embargo podían moverse discretamente bajo las sábanas, perdían todo tino y control, se desbarataban y caían, inertes, y el bisabuelo, o uno de sus hijos, si estaba a mano, levantaba esos huesos frágiles, súbitamente de plomo, y arropaba a la enferma, recostándole la cabeza sobre las almohadas.
Con la madre en cama, se multiplicaban las tareas. Lavar, planchar y cocinar, barrer y fregar, asear los establos, preparar el pienso para los animales, ordeñar las vacas, buscar el toxo que prospera mejor sobre la curva del cerro, más las acostumbradas labores del campo. Todo caía ahora en las manos no siempre bien dispuestas del padre y de las hijas y de los hijos menores. La madre en cama era un adorno inadecuado, tan respetable como incómodo, que solamente producía otros adornos: visillos, cortinitas, mantelitos de crochet, elegantes fundas de almohadas que pronto empezaron a sobrar en los austeros rincones de la casa rural.
Si las vecinas ayudaron al principio, no tardaron en cansarse. Tenían sus casas, sus hijos, sus maridos, sus vacas, sus propias tierras menesterosas. Recomendaron más hierbas y otros sinapismos para las piernas antojadizas y se fueron alejando hasta desvanecerse por el sendero que llevaba al interior del valle.
Sólo alguna, ya solterona y acaso esperanzada en el pronto tránsito de la enferma hacia un mundo mejor y sin trabajos, demoró más en marcharse. Hasta que también ella decidió dejar a la familia en pena, y a la mujer obstinada en vivir tullida. El resplandor de la cara, los brazos llenos y redondos bajo el lino de los camisones, desalentaban a cualquiera.
El médico –caro y traído de Santiago— ya había entrado sin éxito a la casa. Después de beber dos tazas de caldo y de comer un bollo de pan tibio para reponerse del viaje, auscultó minuciosamente a la enferma. Le tocó las rodillas con un martillito inquisidor, la mandó toser y respirar profundo, le miró el fondo de la pupila transparente y las entretelas rosadas de la garganta, le golpeó el pecho y la espalda y le hizo flexionar todas las articulaciones.
Tuvo luego una breve y decepcionante conferencia con el padre, mientras despachaban sendas copitas de oruxo.
--¿Qué dice usted, doctor? ¿Qué tiene mi mujer?
--Pues la verdad sea dicha, amigo, yo no le encuentro nada.
--¡Pero si no puede moverse! ¡Si se cae cuando intenta dar dos pasos! ¿Cómo es posible que una mujer trabajadora y sanísima, que ha tenido uno tras otro siete hijos, haya venido a parar en esto?
--Siete hijos son muchos hijos. A veces hasta las mejores se cansan.
--Más hijos tuviera mi madre. ¿Y no vive aún, sin un catarro y con más de ochenta? Menos mal que está ahora con una hermana en Lugo, y no aquí para ver esto.
--Menos mal, seguramente –suspiró el médico--. Supongo que no sería grato para ninguna de las dos.
--Muy bien, ¿pero yo qué hago?
--Esperar. No hay dolencia que no tenga remedio. Pero el remedio de ésta no depende de mí.
Furioso con el médico, que le había costado sus buenos cuartos, don Benito, aunque sólo creía en la ciencia diplomada, decidió finalmente consultar a una meiga, a la que llamaban doña Bibiana, la más famosa de cuantas ejercían en los alrededores. Bien establecida, con una criadita, muebles de roble, y una casa junto al camino.
Tuvo que ir a buscarla en carro hasta la parroquia de Cures. Era una mujer menuda, vestida de negro, canosa, limpia. Le cruzaba el pecho una pañoleta de lana fina, gris perla, con bordados y muchos flecos. Dos zarcillos antiguos de plata y azabache pendían de los lóbulos.
“Mejor se vive de la brujería que de las malas cosechas”, resopló mi bisabuelo para sí, mientras la acomodaba junto a él en el pescante.
  --No murmures del que gana su pan con honradez, sirviendo a Dios y al prójimo –dijo de pronto la meiga, tocándose el crucifijo que le colgaba del cuello, como si hubiese oído sus malos pensamientos.
--Nada murmuré yo, señora –contestó Benito, dándose por ofendido. Pero se quedó lo más callado posible durante el resto del viaje, tratando de pensar solamente en llevar bien las riendas del caballo.
Cuando llegaron, la meiga pidió agua para lavarse las manos. Se la trajeron, en una palangana sin desportillar, y le acercaron para secarse un paño blanquísimo, bordado en punto cruz.
Lo primero que hizo, antes de revisar a la enferma, fue mirar la casa. Todo relucía en un orden estricto, casi hiperbólico.
--¿Quién está a cargo, ahora que enfermó la madre? –preguntó, aunque lo imaginaba.
--Yo --dijo la misma muchacha que le había acercado el agua.
-- ¿Cómo te llamas?
-- Felicidad, para servir a usted.
La cara no casaba con el nombre. Era larga y amarga, joven y poco agraciada.
-- ¿Cuántos años tienes? ¿Ya te han pedido?
-- Cumplí los dieciocho. ¿Pero quién va a pedirme? Así como están las cosas, ¿a quién se le ocurriría? ¿Qué sería de esta casa y del padre si yo me fuese? –contestó abruptamente.
Don Benito se miraba los zuecos, y asentía compungido.
 “Nadie te ha de pedir, con madre enferma o sana –pensó acaso la meiga—mientras pongas esa cara y tengas esos modos”.
Dijo otra cosa:
-- Siempre habrá un hombre bueno que se avenga a venir a esta casa y ayudarte. Y tu padre tendría en él otro hijo. Pero quizá tu madre se cure pronto.
--Dios la oiga —ladró, sordamente, Felicidad.
La meiga se encerró con la madre en el dormitorio. Don Benito, por dignidad y acaso por temor, se mantuvo lejos de la puerta, aunque la consulta amenazaba durar toda la tarde.
La hermana menor, Isolina, que era una niña, se quedó adherida a la pared de su cuarto, que daba al de los padres, para escuchar las ráfagas de voces filtradas a veces por las rendijas de la piedra.
“….estamos en un carril, mujer, cada uno en el suyo. Y no se puede escapar hacia atrás. La única salida está en seguir caminando.”  “….para qué. Pronto me pondré como una pasa, harta de todo, sin haber visto más mundo que cuatro fanegas de tierra…”, “pues quién tiene la culpa…no tus hijos, ni tus hijas…”, “no quiero, hasta aquí llegué”, “eres tú la que te has metido presa”, “mejor así que cuando andaba de un trajín en otro”.
Esas cosas dijo que oyó Isolina, pero no las contó a nadie entonces, y quedaron oxidadas en un rincón de la memoria, y les crecieron por encima el musgo verde y la tupida hierba, a tal punto que cuando decidió desenterrarlas ya no sabía si eran ciertas, o si eran las que ella misma hubiese dicho de haber estado en el lugar de la madre.
El padre, que había ido y vuelto varias veces del campo, abordó a la meiga ansiosamente cuando la vio salir, por fin, mientras el sol se oscurecía sobre el horizonte como el caramelo al fuego.
-- ¿Y qué dice usted señora? ¿Qué es lo que tiene?
-- Un mal de las mujeres que los hombres no padecen ni entienden.
-- ¿Pero se cura?
-- Lo sabrá Dios. Mejor dicho, lo sabrá ella.
-- ¿Cómo que lo sabrá ella? ¿Y yo qué haré entretanto?
-- Cuídala como hasta ahora. No lo hiciste tan mal. Bien gorda y lustrosa se puso.
--Pues con eso no arreglamos nada. Es mi mujer, no una vaca.
 --A veces los hombres atienden mejor a las vacas que a sus propias mujeres –apuntó la meiga, no sin sorna.
El bisabuelo Benito, que era hipertenso aunque lo ignoraba (como que murió de un ataque de apoplejía), empezó a colorearse de rojo subido.
--No lo digo por acusarte –lo aplacó la meiga —. Ya sé que no eres un mal marido y que ella te quiere. Y hazme caso: disfruta de esta situación mientras te dure y tu mujer esté tan guapa. ¿O no tiene también su lado bueno? 
Benito se puso más rojo aún, porque estaban sus hijas presentes. Sin decir palabra, casi empujó a la meiga deslenguada fuera de la casa y la subió al pescante. La visita les costó un lechón, y varios mantelitos del crochet más fino.
            Los meses fueron pasando. Si no hubiese sido por los gritos destemplados de Felicidad, que comandaba a los hermanos como un sargento de instrucción, el nuevo orden podría haber resultado, acaso, mejor que el anterior. Las fundas y cortinillas superfluas que Maruxa seguía labrando para entretenerse, cada vez con diseños más sutiles, probaron ser un buen negocio, primero ofrecidas y vendidas en las ferias de Boiro y de Noia, y luego, hasta solicitadas desde Santiago.
            Acostumbrado a lo insólito, Benito pensaba en lo que había sido la vida llamada normal únicamente cuando a otro se le ocurría recordárselo.
            --¿Cómo sigue Maruxa? –le preguntó una mañana su compadre, cuando lo vio arando el campo.
            -- Igual. De traza, muy bien. Pero no da dos pasos juntos. Los muchachos y yo la levantamos en vilo para que tome un poco el aire, y las niñas hagan la cama y ventilen la habitación.
            -- Es que tú no llamaste a quien corresponde.
            --¿Cómo que no? Si vinieron el médico de Santiago y la meiga de Cures y ninguno diera pie con bola.
            --Porque está embruxada. Los médicos no entienden de eso, y la meiga no tiene poderes suficientes.
            --Anda hombre, no me vengas con esas músicas.
            --Pues te digo que por aquí sólo hay uno que puede deshacer tales entuertos, y es el cura de san Amaro. Vete a buscarlo para que la vea.
            --¿Y qué me cobrará ese santo varón?
            --Seguramente menos que los otros. Dicen que le gusta el vino de Ribeiro, aunque no lo toma los días que da la misa.
            Perdido por perdido, el bisabuelo fue a traer al párroco. La primera visita fue sencilla y sin mayor protocolo. Don Evaristo se había vestido con su sotana corriente, como cuando salía a la calle los días de semana. Ya iba para viejo y las canas comenzaban a rendirle un capital creciente de respeto. Era el hijo único de una campesina y decían que de un cura pecador. Ya que éste no podía legarle al niño ni nombre ni fortuna, lo había puesto, al menos, en el camino seguro de una profesión rentable.
            Don Evaristo aceptó gustoso el vino de Ribeiro que le sirvieron, acompañado por unas lonchas de jamón. También, como la meiga, miró bien la casa y el ceño fruncido de Felicidad, pero no inquirió nada y pidió ver a la enferma. Lo sentaron en una silla con cojín, al lado de la cama.
            --¿Cómo estás, hija mía?—le preguntó mientras le daba a besar el rosario bendecido en la Catedral de Santiago.
            -- Aquí me ve usted, mi padre.
            -- Dios aprieta pero no ahoga.
            -- Pues a los pobres siempre nos ahoga un poco más.
            -- Más pobres los hay que tú, y todos somos pobres en algo, hasta los de casa rica. Bien sabrás, hija mía, que no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.
            --Bien lo sé, padre mío. En esta casa pagáronse siempre todas las deudas. ¿Pero qué tiene eso que ver conmigo?
            --Que no hay mal que cien años dure. Que también se acabarán, en algún momento, tu enfermedad y tu penar.
            -- ¿Con la muerte?
            -- No hay por qué. Pudiera ser mucho antes.
            --Podrá acabarse la enfermedad, pero el penar…
            --La vida no es sólo penas.
            --Todo depende. A veces las enfermedades mismas nos hacen olvidar el mal de vivir.
            Don Evaristo y doña Maruxa se miraron un momento a los ojos, midiéndose de poder a poder. Don Evaristo veía una amazona astuta de pechos cubiertos, cuyas lanzas eran agujas de crochet. Doña Maruxa, un zorro de pelaje oscuro y zarpas de felpa gruesa, capaz de robarse la mejor gallina de un gallinero, sin que ladrasen perros ni cantase el gallo.
            --¿No te parece, hija, que sería una merced señaladísima, si por mi mano quisiera el Señor hacer el milagro de curar tu mal? Podrías volver al mundo y a la vida, pero tanto mejor que antes. Ya no serías una mujer cualquiera, sino aquella sobre la que Dios obró un milagro.
            --Me parece que más mérito, gloria y beneficio le traería eso a usted, que sería el milagrero.
            --Mujer, nadie obra milagros por sí, sólo como instrumento de Dios.  
            --No sé. Lo que es a mí, no me gusta el negocio.
            -- ¡Esto no es un negocio! ¿Qué estás diciendo?
            --¿No se entregó la pobre María Santísima, madre del Señor,  a Su Voluntad, para que Él obrara milagros en ella? Y ya ve usted lo que pasó.
            --Nada malo. ¿No está ahora en los cielos, y es Madre y Reina de todos los mortales?
            --Pues buen trabajo y dolores que le damos. Si hubiera tenido con su marido un niño normal, que no pensase en salir a predicar ni en convertir infieles, hubiese vivido mucho más tranquila.     
            --Eso es lo que tú quieres, por lo visto: vivir tranquila.
            --Sí, padre. Bastantes agitaciones tuve ya.
            Don Evaristo bendijo a la enferma y no habló más. Pero no se había dado por vencido. Cuando se despidió de Benito, no dejó de darle precisas instrucciones.
            --Pronto será el día de san Amaro, que este año cae en domingo. Tendremos un gran festejo en la parroquia. Que vistan a tu mujer como para misa mayor, con zapatos y mantilla y con las mejores ropas que tenga. Luego, la montas sobre el caballo joven, y la traes a la iglesia.
            --No se podrá. Si no se tiene sentada. Y nunca montara sobre el caballo joven.
            --La atas sobre la silla y vas a ver cómo se sostiene. Yo mismo vendré a buscarla.
            El día de San Amaro hizo sol.
            La madre se dejó vestir, no sin protestas, con enaguas infladas de almidón, saya nueva de tanto estar sin uso, blusa y pañoleta bordadas con lujo por ella misma cuando aún era muchacha.
            --No veo por qué tengo que ir a la iglesia. Dios no obliga a levantarse a los enfermos.
            -- Puedes ir a pedir por tu curación. Además, mujer, es fiesta. No habrá fiesta tampoco para nosotros si te quedas en casa.
La sacaron en andas, asperjada suavemente con agua de azahares y la subieron al caballo nuevo y aún espantadizo.
Como lo había prometido, el cura de san Amaro la esperaba en la puerta.
-- No puedo subirme a ese caballo, padre. No estoy acostumbrada a él ni él a mí. Me arrojará de la silla.
--No si te quedas bien quieta sobre ella, hija mía.
Se miraron y otra vez se midieron.
Doña Maruxa midió acaso, también, la distancia que la separaba del suelo. La altura era mucho mayor que si la hubiesen subido a la yegua vieja, gorda, mansa. Si amagaba dejarse caer caballo abajo, el animal resabiado y terco podría convertir su poca paciencia en estampida. Se rompería un hueso: quizá, para colmo de males, el fémur o la cadera y añadiría horribles dolores a la invalidez forzosa.   
Decidió quedarse tiesa y callada sobre la silla a la que pronto la aseguraron, como una prisionera.
Don Evaristo, revestido de casullas nuevas y birrete, perfumado de incienso, se empeñó en llevarla él mismo de la rienda. Nunca fue tan largo el camino hacia la parroquia, ni tan atestado no ya sólo de fieles, sino de curiosos. El cura había dejado filtrarse la noticia de que la enferma grave concurriría a misa para implorar su remedio.
Aprendiz de Virgen de la Macarena en su palanquín, doña Maruxa, balanceándose en el lomo de Xán, mirada por todos, bajaba los ojos como el avestruz esconde su cabeza en el hoyo, en un intento vano de pasar inadvertida. Alguien, casi blasfemo, arrojó flores a su paso. Un son de gaitas la seguía, solemne.    
Cuando llegaron a la entrada de la iglesia, los acompañantes formaban multitud. Por primera vez en el trayecto, miró, sin apuro ni vergüenza, las caras iluminadas y ansiosas. No ya sólo las de los suyos, sino las de todos. La vida era dura en Barbanza. Dura como la tierra labrantía sobre el suelo de roca, que se hacía rogar su fruto escaso. Dura como las dornas que se tragaba el mar, porque los hombres tensaban el hilo hasta el final y afrontaban la muerte, antes que volver con la barca vacía.
¿No esperaban esas caras lo inesperado? ¿La bondad de Dios, arbitraria y de pronto excesiva como un tesoro que emergía a la luz para que los días monótonos resplandecieran? Se sintió, quizás, la primera actriz de una obra largamente anhelada en un escenario donde la mayoría de los finales eran ásperos y tristes y volvían a hundir a los espectadores en el inclemente desamparo de esa vida.
Don Evaristo se acercó despacio hasta casi rozar el belfo de Xán. Tenía en la mano un cuenco lleno de agua bendita. Mojó en él la punta de los dedos y le hizo la señal de la cruz sobre las piernas. En algún momento, de su ojo verde como agua de estanque saltó un guiño que parecía una rana traviesa.
Desprendió luego a doña Maruxa de las espuelas y la tomó por la cintura.
--Está bien. Seremos socios—es posible que ella le haya dicho al oído, aunque esto sólo lo oyó, como un susurro deformado por el viento, la niña Isolina.
Doña Maruxa quedó de pie ante la puerta de la parroquia. ¿Se le aflojarían las piernas y se derrumbaría sobre la piedra centenaria? ¿O se la llevaría un viento de tormenta encandilado por sus ropas de fiesta? Nadie respiró ni se movió en ese anfiteatro hecho de cuerpos tensos hasta que la enferma, como si fuese otra vez la niña que daba sus primeros pasos sobre el granito rugoso, traspuso por sus medios, torpemente, el umbral que dividía lo sagrado y lo profano.
Desde entonces, doña Maruxa fue algo sagrada y aún más el cura de san Amaro, al que de aquí en adelante las madres le llevarían sus niños afiebrados, y a quien los inválidos tocarían el borde de la sotana por ver si un milagro semejante podía repetirse, aunque ninguno volvió a salirle jamás tan perfecto como ése. 
Meses después, la hechizada tuvo un neno, concebido en sus meses de inmovilidad y mantelitos. Fue el último hijo. Lo llamaron Domingos, como su abuelo paterno, y porque había nacido en el día del Señor. Creció grande, fuerte y rebelde a todo tipo de trabajo. Los médicos diagnosticaron alguna clase de enfermedad mental, con un nombre difícil de recordar. Exento de la maldición de Adán, y también de su pecado, los familiares y los vecinos que lo querían lo consideraron siempre un ánima inocente. Los que no lo querían –ya se verá por qué— pensaban otras cosas.
Doña Maruxa se iba con él algunas tardes, a ver el mar. Miraban disolverse en el horizonte las barcas de juguete y mientras la nai  tejía visillos de crochet, el hijo que siempre era niño lanzaba piedras que ganaban carreras a las viejas dornas.
Alguna de esas piedras se transformó en cormorán, aligerada por su largo vuelo, y migró hacia el futuro con su historia en el pico, hasta dar con el espejo inverso de las rocas marinas, en los acantilados de este sur del mundo.

22 abril, 2012

Silda Cordoliani (Ciudad Bolívar, Venezuela, 1953)

El beso del ángel

–Amigo, son apenas las ocho de la mañana. No me lo permiten. No puedo.
Eso dijo el muchacho que atiende este triste tarantín de playa. Lo que yo respondí lo he olvidado, pero no cabe duda de que logré convencerlo: aquí está la cerveza que tanto necesito, servida en un vaso de cartón que, según él, la disimula. ¡Mi enorme poder de convicción!, lo único que creo haber aprendido en casi quince años de encierro.
Bebo un sorbo y escribo, y ya, con estas pocas frases puedo percatarme de que algún cambio se ha dado: nunca antes para referirme a mi vida pasada hubiera utilizado la palabra «encierro». ¿Fueron estas horas tan definitivas para mí? ¿O es que acaso jamás intenté buscar un adjetivo para lo vivido? ¿O es que acaso eso que llaman cambio ha venido dándose, sin yo notarlo, desde hace tiempo? ¿Por dónde comenzar? Me he sentado a esta mesa sólo para escribir mi experiencia de anoche, desentendiéndome de los treinta adolescentes que a esta hora me esperan en un estrecho salón de clases. Yo, tan responsable, ¿qué estoy haciendo realmente aquí?
Podría empezar por el final, decir que abandoné el magnífico cuartucho mientras ellos dormían abrazados sobre el cálido colchón. Cuerpos desnudos que estuve admirando no sé cuánto tiempo antes de decidirme a salir, huyendo, asustado, como quien teme a su conciencia. Pero yo no tengo nada que temer de mi conciencia: ella nada tiene que reclamarme, ¿o sí? En todo caso, sólo puedo culparme por los treinta pares de ojos que miran insistentemente hacia una puerta por la cual hoy no entrará el profesor. (Borré la palabra «nunca» y puse en su lugar «hoy no»).
Si comienzo por el principio, debería referirme a ella, a la niña. Sergio la llamó así, «la niña». Pero él no sabe nada de niñas. Elisa me pareció más bien un ángel. (IV Concilio de Letrán, 1215: se concluyó que los ángeles carecían de sexo.) Posiblemente Elisa no tenga sexo, aunque su cuerpo sea demasiado semejante al de una mujer.
–Tengo catorce años –eso me dijo cuando le pregunté su edad antes de despedirnos. Antes de que Sergio me arrastrara hasta el bar.
Era una calle estrecha, empinada hacia el cerro. El Remolino alumbraba con su verde luz de neón buena parte del barrio miserable. ¿Qué intentaba Sergio con ese hablar y hablar acerca de las sorpresas maravillosas que deparaba la vida y de las que nosotros habíamos estado excluidos? Quizás sólo tranquilizarme, aunque no era necesario. La calle no me asustaba, y si se trataba de Elisa, yo la había percibido como un ángel, y ya sabía también que ni siquiera el rostro de los ángeles está libre de parecidos. Su cara fijada en mí, como reclamando alguna urgente referencia, me mantuvo ajeno a la supuesta inquietud que la visita a El Remolino pudiera producirme.
Y es que Sergio había tenido razón en aquel primer encuentro después de dos años sin vernos. Me habló entonces de todo lo que había sido su vida durante ese lapso, de cómo consiguió reconstruirla, de lo bien que ahora se sentía lejos de castigos e imposiciones. Me invitó afablemente a conocer a Elisa, pero no mencionó a Talud. (Ese nombre vino después, a la tercera o cuarta vez que nos vimos por casualidad, cuando Sergio insistió en que lo acompañara a La Guaira.) Supongo que me dejó hablar, al menos pronunciar algunas frases: mudo no puedo haber estado. Yo le diría que para mí no había sido tan fácil, y si llegué a sentirme en plena confianza, hasta podría haberle comentado mi desubicación y constante sorpresa ante lo que acostumbrábamos llamar «el mundo». Sí, en ese reencuentro feliz que de alguna manera me devolvía a lo único realmente conocido, él se refirió también a sus clases particulares de música, y de entre sus alumnos a una muy especial.
–Tienes que conocerla –recuerdo muy bien que me dijo–. Cuando la veas descubrirás que lo que creíamos piedra inmóvil en realidad existe.
Pido ahora la segunda cerveza al mesonero que hace un gesto cómplice y me doy cuenta de que Sergio siempre gustó de los enigmas: el rostro de Elisa continúa persiguiéndome y ya sé por qué.
En eso estaba, tratando de precisar los rasgos del ángel, cuando entramos a El Remolino. (Reviso lo escrito y veo que ya lo ubiqué. ¿Debería describirlo?) Supongo que todos los bares se parecen, todos tienen mesoneras que sonríen entre dientes maltrechos y arrugas que se adivinan a través de las sombras. A Rosmelia sí no creo habérsela oído nombrar, sin embargo la presentó como a su más querida amiga: edad indescifrable; color de pelo y ojos indescifrables; vestimenta indescriptible. Sentada en sus piernas sirvió las dos cervezas mientras Sergio insistía en una tercera para brindar todos juntos, pero Rosmelia se negó, dijo que ella y sus muchachas sólo bebían champán. Fue entonces cuando solté la carcajada, eso creo, cuando la imagen persistente de Elisa me abandonó para dejarme solo e indefenso frente al disgusto de Rosmelia por mi imprudente risa, frente a sus muchachas, sus hombres borrachos, su rockola, las inacabables botellas y el bar.
Talud apareció después de la medianoche: lo estábamos esperando, la promesa de su llegada había sido repetida a lo largo de toda la velada por Sergio y Rosmelia. Ésta ya parecía haberme perdonado y buscaba la aceptación de mi parte para sellar la paz definitiva: me invitaba constantemente a bailar entre sus idas y venidas de atención a los clientes.
Para describir la primera impresión que tuve de Talud sólo puedo recurrir a su piel deslumbrante de tanta lustrosa oscuridad en medio de aquella oscuridad. Su gracioso patuá no me alteró en absoluto, su alegría, en cambio, me hizo aceptar la nueva insinuación de Rosmelia y salí hipnotizado a la improvisada pista de baile en donde un rato después me descubriría, completamente solo, danzando el famoso vals de Strauss, infaltable en cualquier rockola que se precie.
Alguien, tal vez el propio Sergio, Talud, Rosmelia o alguna de las otras mujeres, me guió hasta mi silla para enseguida pedirme una opinión sobre ella, Elisa. Volver a Elisa en aquel extraño estado de excitación y abandono era exigirme demasiado. Sergio insistía en que le confiara mis más íntimas impresiones y yo clavaba mis ojos en Talud. En el rostro intensamente negro del trinitario se me reveló el del ángel. La recordé entonar torpemente, como nunca lo harían los habitantes del cielo, las notas solicitadas pocas horas atrás por Sergio tras el piano. Sus pómulos, su nariz y su boca fundidos en la oscuridad de los rasgos de Talud me aproximaban por instantes a la resolución del enigma. Pero no tuve oportunidad de dar con el secreto: el ambiente sofocado del bar y mi amigo empeñado en explicarme la relación del otro con Elisa, me lo impidieron.
–Su profesor de inglés –repitió varias veces–. Él es su profesor de inglés y yo su profesor de canto.
A cambio de mi opinión, le rogué entonces, apoyado por Rosmelia,
que cantara.
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Ya bebo la cuarta cerveza de esta mañana de sol y arenas que se incrustan en mis poros. El mar suena evocando un largo viaje en barco que hiciera siendo muy niño, de Las Palmas de Gran Canaria a Puerto La Cruz, Venezuela, el país elegido. Ya para entonces mi madre había decidido la vocación de su hijo. Mudados después al llano, debía asumir mi destino. Fue en el seminario de Calabozo donde, años más tarde, conocí a Sergio. Yo usaba sotana y él apenas intentaba comenzar a acostumbrarse. Pudo haber renunciado mucho antes, pero la posibilidad de estudiar música lo retuvo. Privilegiado por su talento, dedicaba las horas obligatorias de silencio y estudio a extraer sonidos maravillosos de un órgano o de su garganta. Muchos lo envidiaban, yo sólo lo admiraba, como anoche, cuando le pedía que cantara el Adestesfidelis.
La voz de Sergio se elevó por encima de los ruidos del bar, alguien apagó la rockola también transportado por el canto que Sergio repitió una y otra vez mientras yo retrocedía hasta la capilla que cobijó tantas dudas, volviendo a ver la piedra que era el rostro de Elisa en la oscuridad del de Talud.
No sé a qué hora de la madrugada abandonamos el bar en medio de los reproches de Rosmelia. Caminamos por callejones intrincados con la promesa de un vino exquisito y de la discoteca privilegiada de Talud. Cruzamos el corredor de una vieja casa con el mayor silencio posible que pueden conseguir tres hombres borrachos. Traspasamos el patio hasta llegar al cuarto prodigioso del trinitario. Encendió la luz sólo los segundos necesarios para prender una infinidad de velas, cuyas llamas inmóviles en aquel ambiente cerrado alumbraron un recinto tan maravilloso como el de cualquier ilustre sultán. Tal vez me falle la memoria, pero creo acordarme de tapices, alfombras y cojines diseñados con delicados arabescos. Talud nos atendió como a príncipes, descorchó lentamente el néctar prometido y lo escanció (ésa es la palabra) en copas que recuerdo del más fino cristal. No supe cuándo comenzó a oírse aquella extraña música, remedada por Talud en suaves quejidos que poco a poco hizo acompañar con su cuerpo. Descalzo, desnudo, el joven negro se deslizaba ágilmente por todos los rincones de la estrecha habitación como un pájaro danzante entre vapores de nubes. Las alas que sólo debían corresponder a Elisa eran de él. El espléndido espectáculo me pareció infinito, y si llegué a despertar de tan fascinante letargo, fue debido al beso profundo, lento y húmedo de aquellos inmensos labios que, confundidos con los de Elisa, me devolvían al ángel tallado en oscuro mármol, guardián del altar izquierdo de la capilla, único testigo de mi debilidad, de otro beso tan procaz como el de Talud, que Sergio me robó.

Relato incluido en el libro Mujer por la ventana de la escritora venezolana Silda Cordoliani, reeditado por 
Ediciones la Escalera
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