06 octubre, 2014

ANA PAULA MAIA (Brasil, 1977)



C  A  R  B  Ó  N    A  N  I  M  A  l
El fuego se multiplica siempre en fuego, y lo que lo mantiene vivo es el oxígeno, lo mismo que mantiene vivo al hombre. Sin oxígeno el fuego se extingue, y el hombre también. Así como el hombre, el fuego necesita alimentarse para permanecer ardiendo. Vorazmente devora todo alrededor. Si el hombre es sofocado, muere porque no puede respirar. La llama, si es apagada, muere también.
[…]
Las llamas se mantienen encendidas mientras queman un pedazo de madera, un colhón, cortinas, entre otros productos inflamables. Incluso, los seres humanos son un producto inflamable que mantiene al fuego crepitando por mucho tiempo. Ambos sobreviven de lo mismo, y, cuando se encuentran, quieren destruírse uno al otro; consumirse uno al otro. El hombre descubrió el fuego y desde entonces pasó a dominarlo. Pero el fuego nunca se dejó dominar.
[…]
El planeta es mensurable y transitorio. Así como el espacio para almacenar basura está acabándose, para inhumar los cadáveres también. De aquí a algunas décadas o unos cien años habrá más cuerpos debajo de la tierra que encima de ella. Estaremos pisando nuestros antepasados, vecinos, parientes y enemigos, como pisamos césped seco, sin importarnos. El suelo y el agua estarán contaminados por  necro cromo, un líquido que sale de los cuerpos en descomposición y que posee sustancias tóxicas. La muerte todavía puede generar muerte. Ella se esparce hasta cuando no es percibida.
[…]
Abalurdes es una ciudad clavada en un peñasco. El río está muerto y refleja el color del sol. No hay peces y las aguas están contaminadas. El cielo, incluso cuando es azul, se carboniza cuando cae la tarde. Una región cenagosa y helada los días de frío. En las áreas más alejadas todavía existen casas de albañilería, que son simples y descoloridas. La pavimentación es precaria en algunas partes aisladas de la ciudad, con resquicios de antiguo asfalto. La ruta principal está mal iluminada, sin señalización y con curvas pronunciadas que bordean largos despeñaderos.
Abalurdes es una región carbonífera. Funciona un ferrocarril que transporta el carbón mineral explotado en el territorio. El tiempo de explotación ya dura cincuenta años; el tiempo en que las miles de toneladas de carbón mineral siguen siendo extraídas.
Los hombres que viven en la región vuelven de las minas irreconocibles, revestidos de un hollín denso. Por todo el lugar la fina capa de de cenizas cubre las superficies. La otra parte de los trabajadores vive en alojamientos cercanos a las minas.
[…]
La oscuridad de una mina es húmeda, con constantes ruidos de goteras, inminencia de desmoronamiento y un aire muy pesado. Es una oscuridad que comprime los sentidos. Que dificulta la respiración. Poco a poco esos hombres se vuelven parte de ella; cubiertos por las sombras tóxicas del aire contaminado. Cuando está fuera de la mina, a Edgar Wilson le gusta prender un cigarrillo. Se acostumbró al sabor del hollín, a lo quemado, al fuego.  Con los hombres del alojamiento aprendió a fumar. Sin embargo, algunos hombres fuman dentro de la mina. Es imposible controlarlos a todos. Es difícil tratar con peones. Son hombres brutos, de índole primaria y reacios a la obediencia. Lidiar con peones es como apacentar burros en el desierto. El lugar de una mina de carbón es una especie de desierto. Aislado, sofocante, mucho polvo, e, incluso con tantos trabajadores, existe la soledad. La inmensidad de las extensas proporciones de tierras alrededor puede aplastar la condición humana que existe hasta en el más bruto de los hombres. Los burros son animales difíciles de dominar. Indomables, intentan derribar a quien se monte en ellos; y cuando lo derriban, lo pisotean y encima buscan morderlo. Son bestias en muchos sentidos, esos hombres y los burros.
Luego de tres horas escavando una pared de carbón incesantemente, Edgar Wilson para por poco tiempo para beber agua. El trabajo de los hombres de esa galería ya rindió dos vagones de carbón que son empujados sobre vías por dos hombres responsables por esta tarea. El sonido de los mazazos perforando el carbón es interminable. Todas las noches, cuando todo alrededor hace silencio, él puede oírlas. Edgar Wilson tiene una sensación eternizada por algunos escasos segundos. Es un extraño presentimiento el que lo hace mirar hacia atrás, encima del hombro. Una suave corriente de aire pasa por su espalda, muy suave, pero perceptible para sus sentidos aguzados. Las sombras se hacen todavía mas densas. Cuando se escava el carbón mineral, puede liberarse gas grisu, que es inodoro y formado por gas metano. Al ser inhalado no causa mareo ni otro síntoma, pero es de fácil combustión cuando se acumula en grandes cantidades. Una simple chispa de una lámpara sirve de mecha para la explosión. Los extractores que están dentro de la mina estuvieron apagados por dos días por la escasez de energía eléctrica y volverían a funcionar al fin de la tarde. Fue una ráfaga de viento que arrojó a los hombres a distancias de diez o doce metros y los apuntalamientos comenzaron a desmoronarse. El gas en combustión quema y provoca la muerte por sofocamiento, además de ser venenoso. Edgar Wilson abre los ojos, pero está ciego debido a la extrema oscuridad. Su linterna despareció cuando fue arrojada hacia las profundidades de la Tierra como un habitante de las fallas subterráneas. Sin vestigio mínimo de la luz, se levanta del charco de agua y lodo hacia donde fue lanzado. Haber caído en un charco de esos evitó que se quemara. Él sólo oye gritos de socorro, gemidos sofocados y se aterra por primera vez en toda su vida. Trata de guiarse por el sonido de las goteras. El humo es tan pesado y sólido como un muro de cemento. Se quita la camisa, la moja en el charco y la pone contra su cara en una especie de filtro para poder respirar.
Es imposible pensar en buscar a alguien en esas circunstancias, él necesita salir para volver y buscar a los demás. Piensa en todos los hombres que están allí abajo, que trabajaban como él. Balbucea una oración aferrado a una medalla en el cuello. Rompe la nube de humo mientras avanza contra ella y su esfuerzo hace que la atraviese impetuoso. La respiración parece extinguirse y la cabeza le late. Edgar avanza y siente el pecho dolorido, pesado, las piernas torpes. Sigue orando por el camino tenebroso y tocando los apuntalamientos destruídos. Camina ciego sin saber dónde queda la entrada del túnel. En la entrada principal, a la espera de socorro, hay otros hombres. Ellos se recogen en el suelo aterrados y solamente aguardan. Edgar Wilson cierra los ojos y piensa en el cielo azul. Si muriera, moriría con este recuerdo. Si saliera de allí, nunca más invadiría las entrañas de la Tierra y trabajaría bajo el sol todos los días. Nunca más se ausentaría de él.

de Carvão animal, (Editora Record,2009)

01 octubre, 2014

ANGÉLICA GORODISCHER:KALPA IMPERIAL

KALPA IMPERIAL


Retrato del Emperador
Dijo el narrador: —Ahora que soplan buenos vientos, ahora que se han terminado los días de incertidumbre y las noches de terror, ahora que no hay delaciones ni persecuciones ni ejecuciones secretas, ahora que el capricho y la locura han desaparecido del corazón del Imperio, ahora que no vivimos nosotros y nuestros hijos sujetos a la ceguera del poder; ahora que un hombre justo se sienta en el trono de oro y las gentes se asoman tranquilamente a las puertas de sus casas para ver si hace buen tiempo y se dedican a sus asuntos y planean sus vacaciones y los niños van a la escuela y los actores recitan con el corazón puesto en lo que dicen y las muchachas se enamoran y los viejos mueren en sus camas y los poetas cantan y los joyeros pesan el oro detrás de sus vidrieras pequeñas y los jardineros riegan los parques y los jóvenes discuten y los posaderos le echan agua al vino y los maestros enseñan lo que saben y los contadores de cuentos contamos viejas historias y los archivistas archivan y los pescadores pescan y cada uno de nosotros puede decidir según sus virtudes y sus defectos lo que ha de hacer de su vida, ahora cualquiera puede entrar en el palacio del Emperador, por necesidad o por curiosidad; cualquiera puede visitar esa gran casa que fue durante tantos años vedada, prohibida, defendida por las armas, cerrada y oscura como lo fueron las almas de los Emperadores Guerreros de la dinastía de los Ellydróvides. Ahora cualquiera puede caminar por los anchos corredores tapizados, sentarse en los patios a escuchar el agua de las fuentes, acercarse a las cocinas y recibir un buñuelo de manos de un ayudante gordo y sonriente, cortar una flor en los jardines, mirarse en los espejos de las galerías, ver pasar a las camareras que llevan cestos con ropa limpia, tocar con un dedo irreverente la pierna de una estatua de mármol, saludar a los preceptores del príncipe heredero, reírse con las princesas que juegan a la pelota en el prado; y puede también pararse a la puerta de la sala del trono y esperar su turno simplemente, para acercarse al Emperador y decirle, por ejemplo:
—Señor, a mí me gusta mucho el teatro, pero en mi pueblo no hay ningún teatro. ¿No te parece que podrías mandar que construyeran uno?
Probablemente Ekkemantes I se sonreirá porque a él también le gusta mucho el teatro y se pondrá a hablar con entusiasmo de la última tragedia en verso de Orab'Maagg que se estrenó en la capital hasta que alguno de sus consejeros le haga notar con una tosecita discreta que no puede pasarse una hora charlando con cada uno de sus súbditos porque entonces no le va a quedar tiempo para gobernar. Y probablemente el buen Emperador, que parece hecho sólo para la sonrisa y el gesto bonachón pero que supo empuñar las armas y manejarlas como el ángel de alas negras de la guerra cuando se trató de aniquilar en el Imperio la codicia y la crueldad de una casta maldita, le conteste al consejero que charlar una hora con cada uno de sus súbditos es una manera de gobernar, y no de las peores, pero que el señor consejero tiene razón y que para no perder más ese tiempo tan valioso, redacte el señor consejero un decreto que el Emperador firmará, en el que se mande construir un teatro en el pueblo de Sariaband. También es posible que el consejero abra mucho los ojos y diga:
—Señor, la construcción de un teatro, aun la de un teatro de un pueblo tan pequeño, es una empresa cara.
—Oh, bueno, bueno —dirá quizá el Emperador—, no nos vamos a andar fijando en eso. Aparte de que un teatro nunca es caro porque lo que pasa allí adentro enseña a las gentes a pensar y a comprenderse, alguna joya habrá en el palacio, algún tesoro en los sótanos, que pueda solventar los gastos. Y si no los hay, pidamos a todos los actores del Imperio que trabajen un solo día, una sola tarde, una sola función destinando lo que se recaude a la construcción del teatro de Sariaband en el que algunos de ellos actuarán alguna vez y en donde se consagrará algún día un hijo o una hija de ellos, o un discípulo al que en este momento están tratando de enseñarle las ciento once maneras de expresar el dolor en escena. Y cuando los actores nos digan que sí, levantaremos un teatro de mármol rosa de ése que se saca de las canteras de la provincia de Sariabb, y pediremos a los escultores de la Academia Imperial que tallen las estatuas de la comedia y la tragedia para flanquear la entrada.
Y el aficionado al teatro se irá contento, silbando, con las manos en los bolsillos y el paso ligero, y tal vez antes de llegar a la puerta del gran salón del trono oiga cómo el Emperador le promete a los gritos que él mismo en persona va a ir a la inauguración del teatro, y cómo el señor consejero chasquea la lengua desaprobando semejante trasgresión al protocolo.
Bien, bien, me he dejado vencer por las palabras, cosa que un contador de cuentos debe evitar cuidadosamente, pero yo he conocido el miedo y a veces tengo que asegurarme de que ya no hay por qué sentirlo, y el único medio a mi alcance es precisamente el sonido de mis propias palabras. A lo que yo quería llegar cuando empecé mi narración, era a lo siguiente: en ese palacio que todos ahora tenemos derecho a recorrer como si fuera nuestra casa, que lo es, en ese palacio, en el ala sur, en un salón que da a un bellísimo jardín hexagonal, hay un montículo informe de piedras viejas, polvorientas y manchadas. En otros recintos hay alfombras y muebles y espejos y cuadros, hay instrumentos de música, hay panoplias, hay enseres, hay almohadones y porcelanas, hay flores, hay libros, hay plantas en jarrones y en macetas. Allí no hay nada: es un salón vacío y desnudo, y las losas de mármol ni siquiera cubren todo el suelo sino que dejan en el centro un espacio de tierra apisonada en el que se levanta el montículo de piedras. No es que se trate de nada secreto ni prohibido, pero muchos de ustedes, buscando la salida o un lugar silencioso en el que sentarse a descansar y comerse el sándwich que llevan en la bolsa, habrán abierto la puerta de ese salón y se habrán preguntado qué quieren decir esas grises piedras desprolijas en un palacio tan bien cuidado, tan limpio y tan alegre. Bien, bien, amigos míos, yo se los voy a decir porque para eso estamos en este mundo los contadores de cuentos: no para frivolidades, aunque en ocasiones parezcamos frívolos, sino para contestar a esas preguntas que todos nos hacemos, y no a la manera del que cuenta sino a la manera del que escucha.
Larga es la historia del Imperio, muy larga; tanto que no alcanza la vida de un hombre dedicado al estudio y a la investigación, para conocerla por entero. Hay nombres, episodios, años y centurias que quedan en la sombra, que constan en algún folio de algún archivo listos para que alguna memoria los rescate y algún contador de cuentos les devuelva la vida alguna vez en un pabellón como éste para gentes como ustedes que se irán después a sus casas pensando en lo que se ha dicho y mirarán a sus hijos con orgullo y con un poco de tristeza. Además de larga, la historia del Imperio es complicada: no es un cuento fácil en el que se enumera un acontecimiento después de otro y en el que las causas explican los efectos y los efectos guardan proporción con las causas. No, no es así: la historia del Imperio está sembrada de sorpresas, contradicciones, abismos, muertes y resurrecciones. Y yo les digo ahora que esas piedras en un salón vacío del palacio del Emperador son precisamente la muerte, pero que también son la resurrección.
Porque el Imperio murió, muchas veces, con muchas muertes, lentas o súbitas, dolorosas o plácidas, ridículas o trágicas, pero murió, y se volvió a levantar de su muerte. Una de esas muertes, hace ya muchos miles de años, fue más profunda y más negra que las otras. No fue ridícula ni trágica: fue estúpida, desgarradora y demente. Y lo fue porque los hombres se mataron por la más fútil y peligrosa de las pasiones: por el poder, por ascender al trono de oro, sentarse allí y permanecer sentados el mayor tiempo posible. Un general ambicioso mató a un emperador inepto. La emperatriz viuda, que siempre había vivido en la sombra y de quien ni el nombre se recuerda, vengó a su marido y de paso despejó su propio camino hacia el trono matando al general con su espada regicida antes de que pudiera adueñarse del palacio. Después cultivó el resentimiento de los soldados sin jefe, cosa que podía hacer a la perfección porque ella conocía muy bien el resentimiento, los sublevó contra la oficialidad e hizo matar a todos los generales del Ejército Imperial, no fuera que a algún otro se le fuera a ocurrir la misma idea que al asesino de su marido. Los hermanos del emperador muerto se armaron y corrieron al palacio, según ellos en auxilio de la indefensa viuda, pero en verdad con el designio de ocupar el trono en vez de ella. Se alzaron las provincias del este en las que un noble arruinado que decía ser descendiente de una vieja dinastía, reclamaba su derecho a regir el Imperio. Alguien estranguló en su cama a la emperatriz y acuchilló a sus hijos, aunque se dijo que una niña había escapado a la matanza. De los pantanos y los bosques del sur subieron hordas de desarrapados que saquearon las ciudades aprovechando la confusión que sembraba el paso de los ejércitos. En el norte un charlatán dijo haber oído voces que bajaban del cielo y le ordenaban que se proclamara emperador y diera muerte a quienes se le opusieran, y lo malo fue que muchos le creyeron. En pocos meses se generalizó una guerra en la que los hombres llegaron a no saber y a no querer saber contra quién peleaban y en la que no se trataba de matar o morir sino de matar y morir. Hizo su aparición la peste. Un año después la población del Imperio se había reducido a menos de la mitad y esa fracción de la mitad seguía luchando, matando, incendiando y destruyendo. En la capital, unos oficiales del que había sido el ejército más orgulloso de todos los tiempos encontraron a una muchacha y dijeron que era la hija del emperador muerto que había sobrevivido a la noche del degüello. Quizá lo era, quizá no. La muchacha subió al trono, no entre pompa y fanfarrias sino entre hogueras y alaridos, y una vez allí trató de poner orden, primero en el palacio, después en las calles y las casas de la ciudad, y pareció que lo iba a conseguir. Pero los hombres de uniforme se alarmaron: si en vez de servirles de medio para gobernar, la presunta hija del emperador muerto se afianzaba en el trono, ninguno de ellos tendría ya oportunidad de ser emperador. Hicieron entonces todo lo posible para que sus planes fracasaran y sus órdenes no fueran obedecidas. Y cuando vieron que la muchacha era más hábil y más fuerte de lo que ellos habían supuesto, se reunieron en secreto y hablaron durante muchas horas de una noche. Así que ella murió; no me pregunten cómo porque nadie lo sabe. Era muy joven, tal vez era bella, aunque había pasado mucho tiempo escondida y mal alimentada, y había reinado durante cincuenta y cuatro días.
Bien, bien, todos ustedes tienen imaginación; no demasiada porque si así fuera no me necesitarían, pero la tienen. Piensen entonces en esa muerte del Imperio, vean las ciudades destripadas, los campos quemados, las calles desiertas; oigan el silencio, el viento que bramando hace caer las piedras sueltas de los edificios en ruinas. No hay alimentos, no hay agua potable, no hay vehículos, no hay medicamentos, ni alegría ni libros de texto ni música ni comunicaciones ni fábricas ni bancos ni tiendas elegantes ni poetas ni contadores de cuentos. No hay nada, ni siquiera un símbolo de poder por el cual luchar: el trono de oro se ha perdido, no existe, o si existe ha quedado sepultado bajo una montaña de cuerpos rotos y de desperdicios. La guerra también ha muerto y sólo queda el olvido. La población del Imperio ya no es la mitad de lo que fue: no quedan más que grupos de nómades embrutecidos que se abrigan con harapos arrancados a los cadáveres y se refugian entre paredes tambaleantes que aún sostienen restos de lo que fue un techo y se alimentan con lo que encuentran a su paso o con algún animal que cazan o a veces, si el frío los priva hasta de eso, con la carne del más débil o el más desprevenido del grupo. Y así vivieron, durante generaciones y generaciones. Hasta que de casi bestias desnudas y errantes, esos seres destruidos y enfermos empezaron a convertirse lentamente otra vez en hombres y reaprendieron a encender el fuego, a asar las carnes, a sembrar el grano, a modelar la arcilla y a enterrar a los muertos. También reaprendieron a luchar entre ellos, desgraciadamente. Las tribus se hicieron más numerosas, y hubo brujos, guerreros, jefes, cazadores, y hombres extraños que ahuecaban las cañas y soplaban para producir sonidos, y mujeres y muchachas que bailaban torpemente al ritmo de esos sonidos.
Bien, bien, mis queridos amigos que me escuchan, reflexionemos un poco ahora y pensemos que todo podría haber tomado otro rumbo y que los hombres podrían haber adoptado otra manera de organizarse que no fuera la del Imperio muerto. Tal vez en pequeños reinos, tal vez en ciudades independientes y soberanas, tal vez en comunidades pastoriles y agrícolas aferradas a la tierra, tal vez en sociedades teocráticas, tal vez en hordas depredadoras, quién sabe. La muerte es resurrección, pero ignoramos qué clase de resurrección hasta que no se ha producido y ya es demasiado tarde como no sea para meditar sobre lo que ha pasado y si nos es posible, aprender algo más sobre nosotros mismos. Bien, bien, ahora veamos por qué el Imperio renació como de un sueño y por qué comenzó otra vez a ser lo que había sido. Yo les voy a contar que hubo una vez un niño en una de esas tribus indecisas entre el arado y la lanza, un niño curioso al que llamaban Bib, que estaba particularmente dotado para arrancar sonidos a las cañas ahuecadas. Si alguien hubiera sido lo suficientemente sensible y perspicaz, si hubiera habido tiempo para algo más que el sustento, el fuego y la defensa, hubiera sido evidente que Bib tenía otras dotes especiales, algunas de ellas bastante acentuadas: por ejemplo, era desobediente. También era temerario y como ya les dije, era curioso. Era insaciablemente curioso. Cuando los otros chicos dormitaban al sol en hamacas tejidas con tientos, Bib levantaba la cabecita redonda para mirar las hojas de los árboles que se movían en el viento. Cuando los otros chicos gateaban alrededor de sus madres, Bib se deslizaba hasta la puerta de la choza y prestaba atención a lo que estaba pasando allá afuera. Cuando los otros chicos jugaban entre el barro y los animales, Bib iba hasta las ruinas y cavaba en busca de los objetos extraños que después limpiaba y escondía en un lugar secreto en el cual podía estudiarlos y agruparlos sin que nadie lo molestara.
Estaba prohibido andar entre las ruinas: era algo que les estaba prohibido a todos y especialmente a los chicos. Es cierto que a veces alguien iba, a veces, cuando se rompía un caldero o una lanza o un hacha o alguna otra cosa imprescindible. Pero entonces los hombres y las mujeres pedían permiso al Jefe o al Más Anciano para ir Allá a buscar con qué reemplazarlo. No, no, yo no sé por qué estaba prohibido, pero puedo imaginarlo. Es que esos muros altos aún, esas estancias laberínticas, esas enormes rejas trabajadas, en pie o caídas entre las malezas, esas aberturas anchas y altas como bocas de fieras, eran tan distintas de las frágiles construcciones de barro redondas, con un solo recinto, sin ventanas, con techos de paja, tan distintas, que la gente de la tribu sentía que ahí habitaba El Miedo. Bib era pequeño y flaco, había tenido varias enfermedades, había estado dos veces a punto de morir, no tenía aún fuerzas para levantar una lanza, pero ya sabía que el miedo habita en los hombres y no en las cosas, ni siquiera en los palacios derruidos. Él no sabía, claro está, que esas construcciones imponentes todavía a pesar del fuego, la locura y el tiempo, eran palacios. Tampoco había llegado gracias a la razón a concluir que el miedo es hijo de los hombres y no de las cosas, ni se lo había dicho claramente a nadie y ni siquiera a sí mismo. Pero lo sabía. Es que si no hubiera sido porque en el poblado se consideraba fuerte, sabio e inteligente a todo aquél que matara más animales y adversarios y que tuviera más hijos y más grano almacenado, se hubiera podido decir que Bib era la persona más fuerte, sabia e inteligente de la tribu.
Cuando los otros chicos salieron a cazar por primera vez con sus padres o sus abuelos o sus tíos o sus hermanos mayores, Bib también salió a cazar. Y entonces por primera vez los hombres y las mujeres del pueblo se fijaron en él y pensaron que quizá el hijo de Voro fuera algo más que un haragán que se pasaba el día y parte de la noche vagando quién sabe por dónde y soplando en una caña ahuecada que tenía cinco agujeros en vez de dos como las que se usaban para las danzas cuando comenzaban los largos días de sol. Porque Bib, pequeño y flaco como era, llevó al poblado más piezas que cualquiera de sus compañeros, incluso más que Itur que era ya casi un guerrero, con su cicatriz en la cara y sus espaldas anchas como el lomo de un carnero. Fue la única vez en su vida que Bib salió a cazar. Bien, bien, ya había probado que era un hombre y que por lo tanto nadie tenía por qué darle órdenes: dejó los animales muertos para que otros los desollaran y los asaran o los salaran por él, y se negó a mostrar el arma con la que les había dado muerte. Eso no tenía importancia, aunque a la gente, sobre todo a los hombres, les hubiera gustado saber con qué había producido esas heridas tan raras; era desusado, pero no tenía importancia porque se esperaba que cada muchacho que salía a cazar por primera vez fabricara sus propias armas, lo que suponía un cierto derecho a hacer con ellas después lo que se le diera la gana, incluso esconderlas a los ojos de los demás. Pero al otro día, amigos míos, ante el asombro y quizá el escándalo y seguramente el temor de todos los habitantes del pueblo, Bib salió de su choza y se fue caminando hasta las ruinas y sin pedir autorización a nadie pasó por las grandes aberturas y se perdió en la sombra, como tragado por El Miedo. Volvió a la tarde, llevando una carga tan pesada que lo hacía tambalearse a cada paso, entró a la choza frágil sin ventanas, y le entregó a su madre muchos objetos extraños y brillantes y le dijo que los usara. La mujer no sabía para qué servían esas cosas.
—Esto es para poner la comida y no se rompe nunca —dijo Bib—. ¿Te das cuenta? Lo golpeo y no se hace pedazos como los cuencos. Los mejores cuencos, aun los que fabrica Lloba, se rompen o se quiebran y filtran los líquidos. Esto no. No tengas miedo, no nos va a pasar nada si los usamos. Esto es para revolver las comidas: no revuelvas más con un palo ahuecado, esto es mejor, y tampoco se rompe ni se pudre. Esto puede servir para ponerlo al fuego a hervir caldos y carnes, pero es mejor que lo uses para guardar agua porque se calienta demasiado y podrías quemarte. Esto es para cortar el cuero: se pone un dedo acá y otro acá, se agarra el cuero con la otra mano y se hace así. Esto es para reflejar el sol, no, de ahí no, hay que agarrarlo de aquí y poner la superficie para arriba, no lo dejes caer porque esto sí se rompe. ¿Mágico por qué? No son más que nuestras caras, la tuya y la mía. Bueno, lo podemos poner así para que no refleje nada. Esto es para guardar cosas adentro pero es mejor que una bolsa porque se puede poner todo separado, acá las puntas de las flechas, acá los anzuelos, acá los cuchillos, acá las plumas y en está parte de abajo más grande, los abrigos para el invierno. Esto es para sentarse, o para subirse encima y alcanzar las ramas más bajas de los árboles. Esto es para sujetar la carne cuando quieras cortarla, así. Esto es para que te pongas alrededor del cuello en vez de esa sarta de huesos amarillos que te regaló Voro.
—Pero son de los animales que cazó antes de que nacieras —dijo ella.
—No importa —dijo Bib—, son feos y no son más que huesos viejos y resecos. Esto es más duro y más hermoso y brilla a la luz, ¿ves?
Y Bib siguió explicándole durante horas para qué servía cada una de las cosas que había traído. Mientras tanto afuera, los hombres más viejos y más valientes y más inteligentes de la tribu hablaban de lo que había hecho el muchacho. Y para cuando cerró la noche, uno de ellos se separó del grupo y se acercó a la choza de Bib y lo llamó.
—Aquí estoy —dijo él apareciendo en el hueco de la puerta.
—Bib, hijo de Voro —dijo el hombre—, lo que has hecho está muy mal.
—¿Por qué no te vas a dormir, viejo? —dijo Bib.
El hombre se enfureció:
—¡Vas a morir, Bib! —gritó—. Vamos a quemar tu casa y te vas a asar ahí adentro con tu madre y con todas esas cosas malditas.
—No seas estúpido —dijo el muchacho sonriendo.
El hombre volvió a gritar, abrió los brazos y se abalanzó sobre Bib, pero no llegó a tocarlo. Bib alzó la mano derecha y en esa mano había un arma pequeña y brillante. Bib disparó y el hombre cayó muerto.
Nunca más se habló de matar al hijo de Voro ni de quemar su casa repleta de cosas sacadas de las ruinas. Claro que los habitantes del poblado siguieron creyendo que Allá habitaba El Miedo, pero preferían enfrentar eso y no el arma de Bib. Era por esa razón que consentían en que todos los días, después de atender a los animales, a los niños que todavía no podían valerse por sí mismos y a los enfermos, Bib los dividiera en grupos y los llevara a cavar a las ruinas. Se habían terminado los tiempos en los que había que pedir autorización para ir a los palacios derruidos en busca de un remate de reja con el que reponer la cabeza de una lanza. También se habían terminado los tiempos del miedo, aunque ellos no lo sabían y aún creían y sostenían que no. Si bien es cierto que se negaron a reconstruir las estancias y trasladarse a vivir en ellas y que Bib no pudo convencerlos de que allí vivirían mejor y más seguros, también lo es que con las indicaciones del muchacho acarrearon piedras sueltas, vigas caídas y rejas enmohecidas, y las usaron para levantar nuevas viviendas de paredes y techos sólidos, con aberturas y tabiques interiores. Eso sí, Bib no dejó que tocaran la mayor de las construcciones entre las ruinas:
—Ésa es mi casa —decía—, algún día me voy a ir a vivir allí.
Los hombres y las mujeres de la tribu le decían que no lo hiciera, que por la noche iban a aparecer los demonios de la sombra y se lo iban a llevar con ellos, y Bib se reía un poco porque sabía que no hay demonios de las sombras y otro poco porque ya no lo amenazaban.
Bien, bien, ¿adonde nos lleva todo esto? Ya verán, mis buenos amigos, ya verán: nos lleva algo más allá en el tiempo, cuando ya todo el pueblo vivía en casas de piedra y comía en platos de oro y se servía el agua de ánforas de cristal, algunas ennegrecidas, otras con el pico roto o rajadas, en vasos o copas de plata, sobre mesas labradas a las que se había limpiado y raspado cuidadosamente. También dormían en camas a las que les faltaba el respaldo o una columna torneada o las patas, y en las que ponían las viejas mantas sobre los tirantes, pero verdaderas camas, anchas y largas, que ocupaban la habitación del fondo en las casas de piedra. Los viejos no se acostumbraban a esas cosas y así como a veces reclamaban sus cuencos de arcilla para comer, a veces también, en secreto, dormían en el suelo al lado de sus grandes camas. Pero Bib decía que las gentes poderosas y valientes dormían en camas y no sobre la tierra como animales que sólo sirven para trabajar y alimentar a sus dueños, y a los jóvenes y a los niños les gustaba sentirse valientes y poderosos.
Todo esto nos lleva también a saber que para cuando llegó el invierno los hombres habían terminado la construcción de una muralla que rodeaba las casas nuevas, los corrales, los depósitos de grano y las ruinas del miedo, cerrada, con un portón de hierro que habían tardado un mes en transportar y asegurar en su lugar. Por eso cuando la nieve y el hambre empujaron a otras tribus a salir en busca de alimento, a atacar, matar y robar, el pueblo de Bib resistió con éxito, persiguió a los asaltantes sobrevivientes y terminó por incorporar a algunos de ellos a la ciudad de piedra. Nadie lo sabía aún, ni siquiera lo sabía el hijo de Voro, pero el Imperio resucitaba.
Pasó el invierno y llegó la primavera, y pasó la primavera y llegó el verano. La ciudad de piedra cambiaba y se extendía rápidamente: hubo que demoler parte de la muralla y volver a levantarla mucho más lejos. Se encontraron entre las ruinas piedras chatas con las que se cubrieron los pasajes que quedaban entre las casas, y cuando las piedras de las ruinas se terminaron, los hombres salieron a buscar más, en otras ruinas o en depósitos naturales. Se hizo necesario construir embarcaderos en el río y cortar listones de madera y unirlos para hacer grandes embarcaciones en vez de ahuecar troncos para hacer canoas. Hubo que traer más piedras para levantar más casas, y despejar el centro para que los hombres se reunieran a intercambiar allí lo que fabricaban o lo que cosechaban. Alguien hizo una bandeja circular que se movía con la presión del pie sobre una palanca y modeló en pocos minutos con la ardilla que puso, una vasija para almacenar líquidos. Una mujer que tenía un hijo enfermo que no podía caminar, usó dos de los rodillos con los que se afirmaban las piedras chatas sobre la tierra, para poner encima una plataforma en la cual transportar al muchacho. Un hombre que tenía una familia numerosa elevó las paredes de su casa y le puso otro techo y una escalera interior. Los jóvenes se sentaban bajo los árboles alrededor de los viejos y preguntaban qué eran y para qué servían esos instrumentos delicados y raros que encontraban día a día entre las ruinas. A veces los viejos lo sabían, otras veces no, y entonces los muchachos lo descubrían por sí solos a fuerza de ensayar, lastimarse, equivocarse y volver a empezar. La cuestión es que protegidos y abrigados, bien alimentados y a salvo de enemigos y de animales salvajes, los habitantes de la ciudad crecían en número y en fuerza. Además, para la época de las lluvias ya no eran asaltantes los que llegaban: eran caminantes a pedir refugio o trabajo o a ofrecer lo que hacían y lo que sabían. Y cuando terminaron las lluvias y los campos se pusieron de un color verde muy oscuro y los hombres y las mujeres recogieron el grano y los frutos, sucedió algo muy importante.
El muchacho al que aún llamaban Bib quería, efectivamente, irse a vivir a la gran casa de piedra entre las ruinas porque los sueños que había soñado cuando era un chico y los propósitos que se había hecho cuando se convirtió en un hombre, todavía estaban allí, seguían existiendo entre las paredes que a él le parecían cada vez más orgullosas. De todas las otras ruinas, y del Miedo, ya muy poco iba quedando porque todo lo que había habido ahí, oculto o no, se utilizaba ahora en la ciudad para vivir o para construir. Sólo se levantaba como antes la gran construcción central en la que Bib trabajaba cubriendo la tierra con losas o descubriendo los viejos pisos descoloridos, tendiendo vigas para sostener nuevos techos, reparando, asegurando dinteles y paredes, observando y tratando de adivinar para qué servirían esos conductos de metal blando cuyas bocas asomaban entre las junturas de las piedras.
En esa gran casa, en una habitación clausurada por un techo desmoronado, Bib encontró un día de fines de verano un asiento gigantesco, pesado como una montaña, brillante como los platos que le había llevado a su madre en su primer día de hombre, incrustado de cuentas duras como las del collar que ella usaba desde entonces alrededor del cuello en lugar de la sarta de dientes de animales cazados por Voro en un invierno lejano cuando él aún no había nacido. Era tan grande ese asiento, tan imponente, tan macizo, tan desmesurado, que apenas parecía hecho para un hombre. Bib pensó que sería para un gigante. También pensó que él era un gigante. No era cierto, por supuesto, no por lo menos en cuanto al cuerpo: Bib seguía siendo un hombrecito flaco y no muy alto. Pero pensó eso, pensó que él era un gigante y que el asiento estaba hecho para él. Y subió los tres escalones de la base y se sentó. Solo, en el recinto en ruinas, en la oscuridad casi completa porque no había más luz que la que entraba por el boquete que el hijo de Voro había hecho en el techo caído contra la antigua entrada de la sala, allí, un bárbaro temerario, curioso y, desobediente, se sentó en el trono de oro de los señores del Imperio.
Bien, bien, créanme ustedes si les digo que una vez que estuvo sentado en el sillón del poder, Bib se convirtió en un gigante. Ah, no, mis amigos, no quiero decir que creció ni que engordó. Siguió siendo como era, más flaco y más bajo que los hombres de su edad, pero pensó intensamente en sí mismo, no ya como una persona aislada sino como parte de algo que aún no existía y que necesitaba de él para existir. Y ésa amigos míos, ésa es la clase de reflexiones que nos convierte en gigantes.
¿Para qué alargar más esta vieja historia? Hay mucho que hacer en las calles y en las casas de la ciudad; hay mucho que hacer en las ciudades y en los campos del Imperio, y algunos de ustedes estarán pensando que a este contador de cuentos le entusiasma demasiado lo que va contando. Bien, bien, eso no deja de tener su parte de verdad, pero tranquilícense: ya no queda mucho por decir. Queda por decir que llegó el otoño a la ciudad de piedra, y que pasó y llegó el invierno. Y que cuando llegó la nieve ya la ciudad se llamaba Bibarandaraina y recibía tributo de muchas ciudades nuevas, más precarias, más pobres, más pequeñas, más apresuradamente construidas, a las que en retribución defendía y protegía. En el centro de esa capital se alzaba el muy antiguo palacio, ocupado ahora por el Emperador Bibaraïn I llamado El Flautista, iniciador de la dinastía de los Vorónnsides, uno de los fundadores del Imperio. No encontrará nunca ninguno de ustedes un retrato del Flautista en los libros de historia ni en las interminables galerías que exhiben las efigies de tantos hombres y tantas mujeres que se sentaron en el trono de oro, porque ninguna pintura ni estatua quedó de él, si es que alguna vez hubo alguna. Sólo los contadores de cuentos que nos sentamos en las plazas o en los pabellones a narrar viejas historias, podemos imaginarlo tal como fue. Y si algo hace falta para recordarlo, no hay más que entrar al palacio del buen Emperador Ekkemantes I, buscar el recinto que da al jardín hexagonal y contemplar el último vestigio de otro palacio, uno que fue destruido por la guerra, como el Imperio, y que volvió a vivir, como el Imperio, hace muchos miles de años ya, gracias a un hombre demasiado flaco, demasiado curioso, demasiado desobediente.
Fue un buen emperador. No les diré que fue perfecto porque no lo fue; no, mis buenos amigos, ningún hombre es perfecto y un emperador lo es menos que cualquiera porque tiene en sus manos el poder, y el poder es dañino como un animal no del todo domesticado, es peligroso como un ácido, es dulce y mortal como miel envenenada. Pero sí les digo que fue un buen emperador. Sabía, por ejemplo, de qué lado de la moneda estaba el bien y de qué lado el mal, y eso ya es mucho saber. Sólo que él a veces tenía que optar por el mal porque el nacimiento de un Imperio es algo que escapa a los pensamientos, los sentimientos y las acciones de un solo hombre. Y así fue como lo primero que hizo fue organizar el ejército, cosa que es mala, para evitar desórdenes en las ciudades y pueblos semibárbaros y para proteger a quienes ya eran sus súbditos, cosa que es buena. Después de eso hizo sacar a la luz los restos del viejo Imperio allí donde hubiera rastros de su existencia, que los había a lo largo de todo el territorio, y les devolvió su lugar y su esplendor y gracias a ellos volvió a trazar los límites de las provincias. Y después eligió a los hombres mas perspicaces y los puso a descifrar el sonido y el significado de todo lo que se encontrara escrito en papel, en tela, en mármol o en metal. Recién entonces se fundaron escuelas y así como los hombres habían reaprendido a encender el fuego y a enterrar a los muertos, así reaprendieron a leer, a escribir, a establecer leyes, componer música, tallar engranajes, soplar el vidrio, soldar los metales, medir los campos, curar las enfermedades, observar el cielo, tender caminos, contar el tiempo, y hasta vivir en paz.
Todo eso se hizo en el lapso de una vida, sí, mis queridos amigos, así es. Una vida larga, muy larga, pero una sola. El Emperador Bibaraïn I se casó dos veces y tuvo catorce hijos, seis varones y ocho mujeres. Nunca aprendió a leer ni a escribir: decía que no le hacía falta, y quizá estaba en lo cierto. Pero a nadie que estuviera cerca de él se le permitió ser ignorante. Su segunda mujer, la Emperatriz Dalayya, aprendió la lectura y la escritura cuando tenía quince años, y a los treinta había escrito cuatro libros de crónicas en los que se documentaba todo lo que del viejo Imperio iba apareciendo en las excavaciones, con detalles precisos y con interpretaciones, inexactas las más de las veces, pero llenas de belleza e imaginación. Uno de sus hijos fue matemático y otro fue poeta y cantó la increíble vida de su padre y la muerte del viejo Imperio tal como él, que lo había visto resucitar, sentía que pudo haber sido. Todos sus otros hijos, todas sus hijas, fueron inteligentes, instruidos y capaces. Y hubo una hija que fue curiosa y desobediente como lo había sido un chico al que llamaban Bib en una tribu de bárbaros seminómades.
Y se dice, esto yo no lo puedo asegurar, mis buenos amigos, pero se dice que cuando llegó la muerte el viejo Emperador Bibaraïn la vio llegar y le sonrió y le preguntó si podía esperar un rato por él, y que ella esperó. No mucho, pero esperó. El viejo señor del nuevo Imperio se sentó en el trono de oro, llamó a su mujer, a sus hijos, a sus nietos, a sus ministros y a sus servidores, y les dijo que se moría. Nadie le quiso creer, nadie: tenía los ojos tan brillantes, la cabeza tan erguida, la voz tan segura, que nadie le quiso creer. Nadie, salvo una muchacha a la que le habían ordenado que se lavara y se peinara y se pusiera otro vestido para ir a ver a su augusto padre. Ella, que no había hecho ninguna de las tres cosas y que trataba de esconderse detrás de sus hermanos mayores, ella sí le creyó. El viejo Bibaraïn I El Flautista, sonrió y dijo que nombraba heredero del trono a su hija Mainaleaä, y que la Emperatriz Dalayya, su madre, sería Regente hasta que la muchachita despeinada llegara a la mayoría de edad. Y mientras un escribiente se afanaba con pluma y papel para que el Emperador firmara el decreto de sucesión y la orden de conservar mientras fuera posible el antiguo palacio, el viejo señor pidió una flauta y se puso a tocar. Cuando el escribiente le alcanzó el decreto, el Emperador lo firmó y después siguió tocando la flauta hasta que se acordó de la muerte que andaba por ahí esperándolo. Entonces alzó los ojos en medio de una nota muy aguda, la miró y le hizo un guiño. La muerte caminó hacia él y el viejo señor se murió, tocando la flauta, sentado en el trono de oro en el que se sentaron los gobernantes del Imperio más vasto y más antiguo que ha conocido el hombre.


Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires y vive en Rosario. De intensa vida literaria, colabora en diarios y revistas del país y del exterior. Ha recibido la beca Fullbright y los premios Emecé y Gilgamesh (España).
Ha publicado las novelas Opus dos, Kalpa imperial, Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara y Jugo de mango, y los conjuntos de cuentos Cuentos con soldados, Las pelucas, Bajo las jubeas en flor, Casta luna electrónica, Trafalgar y Mala noche y Parir hembra.
















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