04 enero, 2003

Escribir con el cuerpo LUISA VALENZUELA

Peligrosas palabras



El camino está hecho de literatura, a veces.
Salgo de la embajada de México en Buenos Aires, una madrugada de l967, en plena dictadura militar, camino por calles oscuras, arboladas, y pienso que me están siguiendo. He estado escuchando confesiones de alta política de los asilados en la embajada, enemigos acérrimos del gobierno de facto. Pienso que alguien puede estar siguiéndome, que los parapoliciales pueden secuestrarme en cualquier momento y hacerme “desaparecer”. Me siento sin embargo exultante, traspasada de vitalidad, de una fuerza inexplicable que quizá esté en relación con el haber accedido a una forma de conocimiento. Por más mínima que sea. Camino hacia mi casa por las calles del barrio de Belgrano, en apariencia vacías, y voy tomando todas las precauciones posibles para asegurarme que no puedan seguirme, o para evitar que me apunten desde algún zaguán o balcón, y siento que estoy viva y una forma de felicidad me corre por la sangre.
Ahora sé por qué.
La respuesta es simple, ahora, tantos años después. Me siento en ese momento me sentí- feliz porque estaba escribiendo con el cuerpo. Una forma de escritura que sólo puede perdurar en la memoria de los poros. ¿Escribiendo con el cuerpo? Y sí. Tengo conciencia de haber realizado esta acción a lo largo de mi vida, intermitentemente, aunque me resulte casi imposible contextualizarla.
Temo que se trate de una acción o una modalidad secreta, informulable. Inefable.
Pero yo no creo en lo inefable. La lucha de toda persona que escribe, de toda escritora de verdad, se entabla contra el demonio de aquello que se resiste a ser verbalizado, a ser puesto en palabras. Es una lucha que se expande como mancha de aceite, engolfa otras instancias, y en la cual a menudo rendirse significa triunfar porque el mejor texto puede ser aquél que le permite a las palabras toda la libertad de un decir que va mucho más allá de la voluntad de quien tiene la pretensión de estar diciendo.
Al escribir con el cuerpo también se trabaja con palabras. A veces formuladas mentalmente, otras apenas sugeridas. Pero no se trata ni remotamente del tan mentado lenguaje corporal, se trata de otra cosa. Es un estar comprometida de lleno en un acto que es en esencia un acto literario.
Al salir de la embajada de México, esa noche de l977, después de haber hablado largamente con un expresidente asilado y con un destacado terrorista también asilado, sentados a la misma mesa, algo borrachos todos y por eso más sinceros, camino las calles, y al caminar estoy escribiendo con el cuerpo. Y no a causa de la simplista carta que mentalmente voy dirigiendo a Julio Cortázar. Le digo en la carta porque sé que estoy arriesgando el pellejo y tengo miedo- que no quiero jugar al pato: cuando me meto en el agua prefiero mojarme.
Estoy escribiendo con el cuerpo y quizá el miedo tenga mucho que ver en todo esto.
El miedo.
Fui una chiquita que tenía que meter las narices allí donde había miedo. Para ver qué clase de animal era ése. Jugué a la víbora, jugué al caracol o al hipopótamo en un cálido río del África. Entre los animales a los que traté de nunca jugar figura el avestruz. Nada de esconder la cabeza en la arena. No sé qué loco, qué morboso impulso me llevaba en mi infancia por los largos corredores oscurísimos hasta el hall de entrada de la casa materna, en la medianoche exacta, cuando sonaban las campanadas de ese reloj controlado por las brujas. O me hacía ir a la terraza donde suponía estaba el águila de dos cabezas, o al fondo de la casa donde acechaban peligros más indefinibles. Mejor hubiera sido meter la cabeza debajo de las mantas y olvidarse de todo ¿pero quién me aplacaba, entonces? ¿Con qué ojos podría enfrentar la luz del día si no me le había animado a las sombras de la noche? Entonces iba a ver. Y de ese ver alguna vez, mucho más tarde, puede que haya surgido la necesidad de contar lo visto. Lo apenas entrevisto, olfateado, percibido en el juego de las acechantes sombras.
Porque la sorpresa
Porque la aventura
Porque la pregunta y un rechazo visceral a las respuestas.


Una suele preguntarse por qué escribe, no ya con todo el cuerpo sino apenas con esa simple extremidad superior que, por gracia de la evolución de la especie posee un pulgar en oposición hecho especialmente para sujetar bien la lapicera.
Una también y esto sí que es embromado- se pregunta para qué escribe. Porque una en este caso pertenece cuerpo y alma y mente al llamado tercer mundo donde existen urgencias para nada literarias.
Después surgen todo tipo de respuestas (excusas). La necesidad de conservar la memoria colectiva es una de ellas, bastante indiscutible.
Existe otra excusa, ligada a la idea de destino. Se trata de la supuesta vocación. Yo no sé si la literatura era mi destino. Yo quise ser física, quise ser matemática, y antes arqueóloga o antropóloga, y por mucho tiempo quise ser pintora. El haber hecho mi primer juego de palabras a los dos años de edad, con mi propio nombre para colmo, no me habilitaba necesariamente como ama del lenguaje ni siquiera en el delicioso sentido de la dialéctica amoesclavo que tan bien entendió quien ya sabemos.
“Somos todos putas del lenguaje...”, escribí en Novela negra y agregué “...trabajamos para él, le damos de comer, nos humillamos por su culpa y nos vanagloriamos de él y después de todo ¿qué?. Nos pide más. Siempre nos va a pedir más, y más hondo. Como en nuestros memorables transportes urbanos, ‘un pasito más atrás’, lo que quiere decir un pasito más adentro, más adentro en esa profundidad insondable desde donde cada vez nos cuesta más salir a flote y volver a sumergirnos.”
................................................................ Esto lo sé ahora, en aquel entonces el saber o el intuir pasaba por otros carriles.
Porque me crié en una casa repleta de escritores, y eso no era para mí, no señora, gracias.
Fernando Alegría ahora define aquel momento y lugar como el Bloomsbury porteño y no es una definición tan desatinada como parece. En nuestra casa del barrio de Belgrano, una esquina blanca, colonial, de rejas de hierro forjado y arcadas, los habitués se llamaban Borges, Sábato, Mallea, Nalé Roxlo. Mi madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, era el ser más sociable del mundo cuando no estaba en la cama, escribiendo.
De chica yo la miraba desde la puerta, ella en su pieza en la cama entre papeles, durante todo el día hasta el atardecer cuando llegaban los otros. La observaba con admiración y con el convencimiento de que esa no era vida para mí. Yo aspiraba a otro futuro mucho más activo y aventurero.


¿Es el cuerpo la máscara de la mente? Más bien del alma.... Disfraces elegidos en sucesivos carnavales:
- Aviadora
- Robin Hood
- Exploradora


Eran esas las máscaras con fecha fija. Mis verdades. Las otras máscaras tenían también la forma de la exploración y la aventura: pobres mis amiguitas que tenían que seguirme en esas peripecias. Solía trepar por los techos de las casas vecinas y trataba de llegar hasta el final de la cuadra, cosa imposible por culpa de los jardines. Llegaba, en los días de mayor osadía, hasta un ángel de mampostería abrazado a una columna, allá arriba, cuatro techos más allá, que necesitaba mi presencia porque nadie podía verlo de otra forma. O me metía en los terrenos baldíos, a veces a explorar una casa abandonada a la vuelta de la manzana. Siempre anduve buscando tesoros, que iban cambiando con el correr de las aspiraciones. Figuritas antiguas, estampillas, monedas del mundo. La casa abandonada tenía un viejo guardián que nos dejaba entrar y era nuestro amigo. Hasta que una tarde, después de explorar los sótanos en busca de pasajes secretos porque a la casa en esos días le tocaba ser casa de espías alemanes o cueva de contrabandista, no recuerdo bien, el viejo guardián nos recibió con el pantalón desbocado y todas esas cosas extrañas colgándole a la intemperie. Salimos corriendo con mi amiguita de turno. Nunca más volví, pero como mil años más tarde me puse a pensar si no habría sido ése el tesoro tan buscado: el significante, por decirlo de manera más actual.
Ahora sé que en aquel entonces, entre la pequeña aventura alrededor de la manzana y las grandes historias inventadas, empezaba el lento aprendizaje de escribir con el cuerpo.
Porque los poros o la tinta son una misma cosa. Una misma apuesta.




La felicidad es suprema cuando la historia fluye como manantial de agua clara aunque se estén narrando las peores abominaciones, las torturas. Es durante la lectura que sobreviene el miedo, el terror a lo que ha surgido de nuestra pluma en el momento en que fueron rozados los abismos.
Hay también otra desdicha del escribir y es quizá la más angustiante. Está inscripta en los tiempos de silencio, cuando ni con el cuerpo ni con la mente ni con la mano se escribe. Los tiempos de sequía creativa que parecen ser de inexistencia. Por eso digo a veces que la escritura es una maldición de tiempo completo.
Digo también en mejores instancias que el estar en novela es como estar en euforia, enamorada.
Y pensar que la culpa de todo esto la tuvo mi madre la escritora. No por su ejemplo, o por emulación - que también reconozco; tuvo la culpa porque estando yo en sexto grado de la escuela primaria mi maestra le pidió que me ayudara con las composiciones. Su hija es tan brillante en ciencias, le dijo la maestra, es una pena que su nota baje porque no puede escribir. Entonces mi madre, exagerando la ayuda, me escribió una composición como ella pensaba que lo haría una niña de tiernos once años.
No me pareció un texto demasiado digno. Desde ese momento decidí asumir la responsabilidad de mis escritos. Y así va la cosa.


La escritura es camino de ida hacia la oquedad del desconocimiento. El camino de regreso está hecho de reflexión, de análisis del material, del tratar de llegar a algún acuerdo con una misma y con lo que se ha producido. Creo profundamente en ese vaivén del intuir al entender, del dejar que las corrientes se entrecrucen. Colocándonos justo allí
en la frontera
entre dos aguas
en el vértice del maelstrom,
¿el ojo del tornado?




Sólo que buena parte del tiempo una se siente poco capaz, poco activa, poco productiva. Creo que casi toda persona que escribe de verdad alguna vez de muy joven sintió lo que podría denominarse la nostalgia del presidio, la loca, romántica fantasía de que en la cárcel se tiene todo el tiempo para sí, para escribir y leer y soñar. Sólo más tarde se aprende que el escribir es ejercicio de libertad, un arduo ejercicio de libertad y de coraje.


De exigencias vitales y de tentaciones está hecha la trama de la literatura. De reflexión también. No hay material despreciable aunque mucho, muchísimo debe ser el material descartado.
A los l7 años empecé a trabajar en periodismo y durante muchos años resultó ser la combinación perfecta que me permitía estar en todas las disciplinas, en todas partes, y también en la escritura. Sobre todo en la escritura. Una especie de don de ubicuidad puesto en palabras. Tuve la enorme suerte, casi un milagro, de tener de jefe a un verdadero maestro. Ambrosio Vecino no era un periodista, era un hombre de letras infiltrado. Le debo mi obsesiva precisión con el lenguaje.
Los viajes los debo a mi necesidad de tocar el mundo con las manos. Un viejo sueño infantil que se hizo realidad “con una venganza” como se dice en inglés para significar “a lo bruto”. De alguna manera fui armando la trama, la trampa, la constante invitación al viaje nada baudelaireano sino laboral. Al principio por motivos periodísticos, ahora literarios. Y allí voy, aunque siempre sospeché que para conocer el mundo no es necesario salir de la propia habitación; Emilio Salgari a quien tanto leí de chica para meterme de cabeza en aventuras pudo haber sido un ejemplo. No lo atendí. Viajé, sigo viajando, y a veces pienso que en esos desplazamientos voy dejando piezas importantes de mi mecanismo interno.
Escribir con el cuerpo.
En los años ‘60 Rodolfo Walsh, mi amigo Rudy, me dio una clave para no sentir culpa alguna por entregarme más al periodismo nómade que a la ficción : "De tus viajes también está hecha tu literatura”, me dijo.
Muchos años más tarde mi literatura también estuvo hecha de otra lección de Rodolfo Walsh a la que en su momento no presté atención alguna. Quiso cierto día enseñarme las flexiones y los duros ejercicios físicos que practicaban los entonces guerrilleros cubanos en la Sierra Maestra. "La mando a un colegio inglés para que juegue al hockey, no quiero que mi hija sea una intelectual grasosa" había dicho alguna vez mi madre, y desde entonces la gimnasia no fue mi fuerte. Sin embargo esas guerrilleras sabidurías del cuerpo apenas percibidas quizá emergieron por otras vías cuando en el '75 me senté en los cafés de un Buenos Aires arrasada por el terrorismo de estado a escribir textos sobre la violencia que eran a mi manera ejercicios de guerrilla.
Los cuentos de Aquí pasan cosas raras fueron gestándose al azar de conversaciones oídas a medias, palabras sueltas, secreteadas, dichas con temor. Estimulados por las razzias súbitas, el inesperado despliegue de armas y las ululantes sirenas parapoliciales desgarrando el aire de la ciudad. Al escribir en público estaba consciente de poner el cuerpo en juego, sentía que mi cuerpo estaba involucrado directamente en la escritura y sabía lo que eso me podía acarrear. Descubrí así lo que podríamos llamar la “escritura política”, en el sentido más profundo. Es un intento de desatar hasta el más imperceptible, el más diminuto de los nudos con los cuales se estaba tejiendo a nuestro alrededor una red de dominación. Una vez más me fue muy útil otro consejo de Walsh, a quien tenía tan presente en esas circunstancias: “Olvidá el mensaje. Olvidá todo aquello que tengas para decir. Olvidá la ideología. Olvidá todo excepto la historia. Si tu ideología es suficientemente fuerte, aflorará en cada palabra.”
Esas palabras las reservaba Walsh exclusivamente para la narrativa, como es lógico. En sus otros escritos no olvidó nada de nada y supo morir por sus ideas, pero nunca contaminó la propia literatura y supo reservar sus opiniones más categóricas para los libros testimoniales o el trabajo periodístico. Recordaremos siempre que fue asesinado mientras entregaba una carta abierta a los periódicos denunciando a la Junta Militar, las tres Armas, como la continuadora directa de la Triple A, práctica y semánticamente hablando. Así, Rodolfo Walsh murió por la letra. Pocos escritores y escritoras permitiremos que su sacrificio haya sido en vano.


Donde pongo la palabra pongo mi cuerpo, lo supe entonces sin saberlo del todo. Debo agradecer que el costo físico no me ha resultado alto, como a otras. No he sido torturada, ni golpeada, ni demasiado perseguida. Toco madera. Me he salvado. Quizá porque mis propuestas no son frontales; son visiones de reojo, oblicuas. Suelo valerme de vías apenas indirectas para poder encarar verdades que de otra forma serían indecibles de tan dolorosas. Porque decir hay que decir, mal que nos pese: pienso que debemos seguir escribiendo sobre los horrores para que no se pierda la memoria, para que la historia no vuelva a repetirse (no en vano mi abuela materna tenía por segundo apellido Martí).
Nos jugamos en la apuesta literaria. Todo se funde, a veces se confunde y nos envuelve. El verdadero acto de escribir con el cuerpo implica involucrarse plenamente en la escena, como quien se acuesta sobre una mesa de ruleta al grito de "¡Me juego entera!".
Vamos descubriendo camino (gracias, Machado) al avanzar en palabras.
Caminos hacia lo desconocido, los únicos interesantes.
La falta de desafío de aquello que ya conozco me vuelve aburrida, reiterativa. Por eso cuando tuve algún buen argumento todo bien delineado me vi forzada a renunciar a él, o al menos a comprimirlo hasta sacarle un jugo que no aparecía a simple vista, que yo misma ignoraba.


Suelo nadar contra la corriente.
No me enorgullezco por eso, todo lo contrario; muchas veces el cuerpo que es escritura se me cansa hasta el agotamiento.
Voy a contrapelo, y sólo ahora, casi cuarenta años después de haber escrito mi primera novela, empiezo a trabajar con algo de material autobiográfico. Con la puntita de los dedos, apenas, con muchísimo respeto y nada de pudor, con el ánimo de escarbar y escarbar hasta encontrar la carne viva.
Otra vuelta del tratar de entender.
Sabiendo que es imposible entender, que no hay nada inteligible sino sólo pieles de cebolla que vamos arrancando para alcanzar otras formas del ver y del saber.
Tan limitado el saber. Y sin embargo.
Allí donde el cuerpo está escribiendo en libertad escribe la metáfora. O, para decirlo de otra forma, se accede al orden de lo simbólico y esa es la búsqueda y esa es la lucha. Lucha más que nada contra las propias barreras de censura interna que suelen parecernos infranqueables, sobre todo para nosotras, las mujeres, que hemos recibido tanta orden negativa, tantas limitaciones.
Si tuviera que escribir mi credo, empezaría por el humor:
creo en el sentido del humor que a veces puede ser despiadado
creo en el humor negro, acérrimo
creo en el absurdo
en el grotesco
en todo lo que nos permita movernos más allá de nuestro limitado pensamiento, mas allá de las censuras propias y de las ajenas, que pueden ser letales. Un paso de costado para poder observar la acción al mismo tiempo que se la realiza. Un paso imprescindible para que la visión de una realidad política no se vea contaminada por dogmas o mensajes.
Yo no tengo nada que decir.
Con suerte, algo será dicho a través de mí, aun a mi pesar. Quizá ni me dé cuenta.
Escribo para develarme algún mínimo misterio, porque quiero entender, un poquito, en lo posible.


Nadie es dueño de la verdad y menos yo que he caminado por las calles en sombra sabiendo que los que se creían dueños de la verdad quizá me estaban acechando y eran todos asesinos.
Soy apenas un deslizamiento ¿del significado por debajo del significante? Cuánta pretensión de ambigüedad...
¿Ambigüedad?
¿Y qué otra apuesta podemos hacer en esta vida, en esta literatura?


Dicen que la literatura femenina está hecha de preguntas.
Digo que la literatura femenina, por ende, es mucho más realista que la otra.
Preguntas, incertidumbres, búsquedas, contradicciones.


Dicen que la literatura femenina está hecha de fragmentos.
Repito que es cuestión de realismo.
Está hecha de desgarramientos; jirones de la propia piel que quedan adheridos a alguna hoja no siempre leída o legible. Jirones que pueden ser de risa y del puro deleite.
A veces en medio de la escritura tengo que levantarme a bailar, a festejar el fluir de la energía haciéndose palabra. A veces la energía se hace palabra pero no se imprime ni con el delicado trazo de una pluma fuente que es lo más voluptuoso del acto de escribir. Siempre hay que festejar ya sea en un café o en un tren subterráneo- cuando una feliz combinación de palabras, una alusión o una asociación fortuita y muchas veces furtiva, ilícita, desenrosca el hilo mental de una escritura sin marca.
Cuadernos y más cuadernos anotados. Señales del festejo o de la protesta. A veces en dos idiomas, a veces a cuatro manos, con furia. Con pasión.
La semilla de un cuento puede aparecer en los cuadernos, o la insinuación de un texto que será olvidado y desarrollado mucho después en otra parte.


Tengo ciertos temas recurrentes:
la exagerada religiosidad que se vuelve herejía
ciertos mitos que me invento o intento desdoblar
las máscaras
Sobre todo las máscaras porque en libros y en persona (es la palabra exacta) invaden mi territorio físico habiendo ya invadido subrepticiamente el territorio de mi ficción.
Las máscaras son otra puesta en escena de la escritura con el cuerpo.
Como la memoria. Porque mientras se está viva, al cuerpo podemos ponerlo a descansar, pero a la memoria, nunca.




Ventanas


1. El escribir con el cuerpo se vincula con la esencia más profunda de lo que es el escribir: la razón de ser de la escritora casi tanto o más que la razón de ser de la escritura.
Porque en el escribir (y también en el escribir mentalmente) el trabajo consiste en ir descifrando símbolos, signos, desarmando arcanos, interpretando como se puede, atando cabos. Tratando de entender esta llamada realidad que nos rodea. Un ir atando nuditos para hacer la más fina de las alfombras, la menos ostentosa, la que sólo puede apreciarse del revés. El revés de la trama.


3. Susan Sontag:
“El silencio socava el “mal discurso”, es decir el discurso disociado discurso disociado del cuerpo (y por lo tanto de los sentimientos), discurso no informado orgánicamente por la presencia sensual del hablante (...). Desamarrado del cuerpo, el discurso se deteriora. Se vuelve falso, tonto, innoble, sin peso alguno.”


4. “Acabo de leer el último libro de Alfonsina Storni, que hace algunos días, en un impulso sin control, robé de un estante. Libro para ser robado es El dulce daño, raptado diría mejor, ya que es un libro femenino hasta el peligro.”
Son éstas las palabras de un destacado crítico, Carlos Gutiérrez Larreta, citadas por Lily Sosa de Newton. Es cierto que el tiempo era l9l8, pero hay conceptos que han variado poco a pesar de los hectolitros de tinta de imprenta que han corrido desde entonces. Para muchos aún hoy la literatura escrita por mujeres no merece ser adquirida honorablemente como corresponde a cualquier libro que se precie. Muchosque quizá sean los mismos- equiparan a la literatura de la mujer con su cuerpo, y se nota que no le tienen respeto alguno al cuerpo de la mujer puesto que lo consideran solo digno de ser “raptado”.
A pesar de lo cual, como buenas mujeres, como escritoras, sabemos que detrás de toda afirmación categórica hay una verdad oculta que la desmiente y devela. Eso hemos aprendido a lo largo de años de reflexión frente a las palabras con las que se intentó aplacarnos, imponiéndonos algunas y escamoteándonos otras. Aprendimos a leer a fondo, a leer a través, entre líneas. Y sabemos hasta qué punto sí, el cuerpo está intensamente comprometido en el acto de la escritura pero no para que el otro lo robe o lo secuestre, sino para que podamos comprendernos más allá del plano intelectual.
Estos “secuestradores” que asimilan su propio concepto del cuerpo de la mujer a su escritura son quienes leen con ojo blando aquello que ha sido escrito para la protesta. La poesía de la misma Storni, sin ir más lejos.


5. Barthes:
"Le plaisir du texte c'est ce moment où mon corps va suivre ses propes idées car mon corps n'a pas les mêmes idées que moi”.


Máscaras
¿El cuerpo como máscara de la mente, o viceversa?
Más bien el cuerpo como máscara del alma.


Felisberto Hernández


“A veces mis pensamientos están reunidos en algún lugar de mi cabeza y deliberan a puerta cerrada: es entonces cuando se olvidan del cuerpo. A veces el cuerpo es prudente con ellos y no los interrumpe: se limita a mandar noticias de su existencia cuando está cansado, cuando está triste o cuando le duele algo”. (Tierras de la memoria)
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