25 mayo, 2007

Breve historia casi real de Maria Esther De Miguel(Argentina,1929-2003)


Se llamaba Sacramento Álvarez. Era alto y flaco, y de puro encorvado parecía un garabato.
Era, además, el cuidador del cementerio en ese pueblo de mala muerte donde hasta la muerte
podía ser una novedad. Aquel día, Sacramento Álvarez quedó agotado: había muerto Luisa Rossi,
la rubia enfermera de la clínica, y acontecimientos como ése, claro está, incidían en su labor.

El tuvo ocasión de escuchar las dispersas voces que propagaron la noticia: una intoxicación,
parece que diagnosticaron los médicos; exceso de barbitúricos, repitieron vecinos menos piadosos,
aunque algunos agregaron: un descuido, quizá. Pero el rumor unánime y subterráneo musitó: suicidio.
A Sacramento Álvarez sólo le quedó la pena de saber que ya no vería más a esa muchachita frágil
que todos los domingos, apenas asomaba el alba, se acercaba hasta el cementerio para perderse
entre sus minúsculos senderos, un ramo de rosas en las manos y una mirada triste en los ojos claros
rumbeando, precisamente, para el lado ese al que la habían llevado por la mañana, un lugar cercano
a la venerable bóveda de los Fernández Duval.

Vaya pues con la coincidencia, pensó ese día y al siguiente, cuando regresó para retirar las flores que,
marchito su esplendor de un día, proclamaban la fugaz persistencia de lo efímero. Porque, miren que
en su momento el pueblo habló y habló de esos dos: de la enfermera rubia y del doctorcito aquel,
recuerda Sacramento Álvarez. Y si no insistieron más en la cosa, fue por el alto cargo del hombre,
por la prudencia de su propia mujer, y por ese accidente en el que ambos murieron unos meses atrás,
poniendo así fin al vértigo de conjeturas.

"Aquí reposan los restos del doctor Elbio Fernández Duval, médico ejemplar, y los de su mujer,
María Teresa, esposa abnegada", decía la leyenda al pie de las dos estatuas que la solidaridad de
la gente levantó en el lugar. Por pura costumbre, Sacramento Álvarez volvió a leer la inscripción
ese día; pero algo insólito llamó su atención primero, solicitó su asombro luego y concluyó alarmándolo:
desde la vecina tumba de Luisa Rossi, un leve trazo de pisadas nacía, se prolongaba y concluía justo
frente a la estatua del doctor Fernández. Ajá, musitó, ya casi repuesto, como haciéndose cargo de la cosa,
más intrigado que sorprendido ante los dobles y entremezclados rastros que desde la grava, el pasto húmedo
y la callejuela polvorienta, parecían deshacer, con agresivo desparpajo, la intimidad de un secreto.

Ni por un momento Sacramento Álvarez pensó que la influencia del tinto, al cual era adicto, lo volvía
propenso a divagar; tampoco se imaginó víctima de alguna fantasía: simplemente se supo depositario
de un secreto y se quedó callado, sin decir ni mu ese día ni los días siguientes. De algún modo, su silencio
fue el homenaje o la colaboración que pudo brindar a los enamorados urgidos a concluir con tres vidas para poder entenderse sin mañosos estorbos. Y hasta compadeció a la otra, a la mujer de Fernández, de rostro inmutable, en vida, como las ondulaciones de su traje de mármol entonces.

Durante algunos meses las cosas siguieron tranquilas, dentro de su sigilosa ambigüedad, hasta que se
aproximó el primer aniversario de los Fernández Duval.

Conocedor de las circunstancias lugareñas, Sacramento Álvarez supo que para esa fecha la gente sacudiría
sus hábitos letárgicos y se volcaría con flores, placas y discursos en el cementerio. La tarea de él consistiría, entendió, en extremar cuidados a fin de que la vieja grieta por la que tantas habladurías se habían colado, no volviera a abrirse: así lo exigía el eterno reposo de sus muertos, dictaminó.

Limpió una tumba y la otra, repasó baldosas, mármoles y césped una vez y otra vez y, en el anochecer de
esa víspera, hasta marchó de una sepultura a otra –de una sombra a la otra, habría que decir para ser más exactos–, murmurando quién sabe qué; aconsejando prudencia, pienso yo.

No obstante, a la mañana siguiente, como sabiendo de antemano que mal pueden dos enamorados acatar los consejos de un viejo, apenitas el sol apuntó en la satura con que cielo y trigo cercaban al pueblo por el lado
del horizonte, Sacramento Álvarez cargó con sus elementos de limpieza y marchó hacia el rincón de sus desvelos, adelantándose al más madrugador de los pobladores. No sería por él, no, que el secreto se
propagaría a los cuatro vientos, comunicando el extraño intercambio sentimental que noche a noche allí se cumplía.

Pero, al llegar al lugar, Sacramento Álvarez sonrió enternecido, casi con agradecimiento, podría decirse,
a esos dos enamorados que, pese a sus conjeturas maliciosas, se habían abstenido del encuentro o, por lo menos, evitaron dejar rastros que alertaran a la gente del pueblo. Ante el sendero impecable, apenitas
salpicado con alguna gota de rocío, supo que estaban de más sus cuidados. Y ya se volvía a su casa a fin
de ponerse el traje reservado para ocasiones como ésa, en que debía presentarse con toda su dignidad,
cuando descubrió algo que esta vez sí lo enterneció de veras: las manos de María Teresa Fernández,
encogidas sobre su falda de mármol, estaban sucias de tierra, salpicadas de grava y, en sus rodillas, restos de césped atestiguaban el largo trajinar de quien se había adelantado a los propios afanes de él, de Sacramento Álvarez.

del libro "EL OTRO LADO DEL TABLERO"(Editorial Planeta, Argentina ,1997).


María Esther de Miguel nació en Larroque, Entre Ríos. De joven fue monja y luego se volcó a la literatura. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y literatura italiana contemporánea en Roma. Se ha dedicado a la enseñanza y al periodismo; fue directora de la revista literaria Señales. Entre sus obras destacan: La hora undécima (1961), el volumen de cuentos Los que comimos a Solís (1965), Espejos y Daguerrotipos (1980), La amante del Restaurador (1994) y El general, el pintor y la dama (Premio Planeta, 1996). La novela Pueblamérica (1973) fue reeditada en 1998 con el título Violentos jardines de América. De este mismo año es Un dandy en la corte del rey Alfonso. Es autora, además de una biografía sobre Norah Lange (1991).

24 mayo, 2007

Ana María Rodas(Guatemala,1937)


Monja de clausura

Recuerdo que pegué la mejilla al muro frío, esperando que la voz de Raúl me dijera alguna singraciada de esas que se sueltan cuando uno está conciente de lo que hace. Afuera, las flores de la bugambilias hervían al sol. Reina, muy en su papel de guía explicaba por qué un susurro de aquella esquina llegaba perfectamente hasta esta otra, donde yo estaba esperando un ¿me escuchás? sin mayores consecuencias.
Oí un gemido y volví la cabeza. Raúl utilizaba las manos como bocina para pasarme un mensaje, tasajeado por dos o tres accesos de risa y pensé que me estaba tomando el pelo. Me acerqué de nuevo a la columna y esta vez, una serie entrecortada de gemidos y jadeos me erizó la piel, como cuando un hombre le pasa a una con suavidad los dedos por un pecho. El primer impulso fue retirarme, pero la sensualidad pudo más que el asombro y ajusté el torso a la columna, erizada de esquinas que vinieron a incrustárseme en el vientre.
En ese momento Sigrid dijo algo y su voz clara apagó los murmullos que bajaban por los muros. Diana ocupó mi lugar y caminé entre la tierra suelta del piso de la iglesia en ruinas, perpleja y excitada.
-Qué me dijiste, Raúl, que no logré entenderte?
-Puras babosadas.
-Vos te reías, me estabas tonteando. O no?
-No, me reí porque vos no contestaste. Si hubieras oído a lo mejor me habrías insultado.
-Por qué?
-No, por nada. Te dije algo en latín.
Reina se puso a hacer trazos en el polvo del suelo para explicar el porqué del milagro de la acústica inusual. A mí me pareció que iba a pronunciar encantamientos y aunque me acuclillé para escucharla, hice, con el pulgar y el índice, la señal de la cruz, como cuando era pequeña y la oscuridad de mi cuarto me hacía pensar en el diablo.
Me sujeté de los muslos. Mis compañeros escuchaban embelesados la historia de los costillares que atraviesan la bóveda, del aire que sube de la cripta. Yo quería levantarme y regresar al muro para sentir otra vez las delicias del deseo.
Llegaron unos turistas y tuvimos que seguir el recorrido. La grama del jardín, verde en época de lluvia, estaba seca y susurraba bajo nuestras pisadas. Serpiente hirviendo, pensé, y metí mis manos al agua de la fuente esperando hallarla fresca, pero el líquido, espeso por líquenes y algas, quemaba un poco menos que el aire del ambiente.
Raúl y Julio explicaban cómo era aquello del tormento por el agua.
-Te encerraban en ese espacio diminuto.
-Y te dejaban allí, bajo la gota perenne de agua. Día y noche.
-Durante semanas. Tal vez meses.
Me atreví a decir que eso parecía un cuento de hadas.
-No, era cierto. Y en el claustro de Capuchinas es donde mejor puede verse los nichos de tortura.
El sol caía a pico. Si hubiera levantado la vista, habría quedado enceguecida por algunos instantes. Paramos bajo un arco y la nuca de David me quedó cerca. Entre la temperatura y el olor que despedían su piel blanca, su ensortijado cabello negro, deseé estar de nuevo pegada a la parede susurrante de la iglesia. No aquí, a plena luz, maniatada por las convenciones. Encerrada para siempre entre las buenas costumbres. Atrapada. Para siempre. Empantanada en esta sensación de impotencia. Reprimida. Para siempre.
La ropa me envuelve desde el pelo, recortado malamente. Me sofoca, me apelmaza, me asfixia, machaca mi carne. Me constriñe hasta las puntas de los dedos, apretujados entre estos zapatos de hombre que ocultan mis pies blancos, delicados. Las flores del jardín, aprisionadas por raíces, son más libres que yo, que debo arrastrarme acompañada hasta ese corredor donde me espera la sombra. Del coro alto llega el sonido de un órgano que murmura cosas de Dios. Hierve, ronronea, silba y jadea bajo unas manos desconocidas, que imagino trenzadas con mis dedos. Suaves y estrujantes por momentos, alternando la caricia y la opresión. Entro al pasillo fresco y voy quedándome a la zaga del grupo. No aguanto más, me quito los zapatos y sintiendo la desfachatez del piso enlosado que va lamiendo las plantas de mis pies, me acerco al muro, a la columna esa, la prohibida, y froto contra ella los botones erguidos en las puntas de mis pechos, la hendidura quemante que llevo entre las piernas, esas piernas que se raspan con lo áspero de la tela, y me muero, entre gemidos y susurros, por sentir una vez, aunque sea una sola vez, la barba acariciante de un hombre que abra mis piernas y sepulte, entre esos labios, su lengua de serpiente larga y movediza.
Volví en mí con los calzones mojados y me dí cuenta que estaba prendida a la columna. Mis amigos me buscaban.
-Inés! Por dónde andás?
Bajé los escalones de la cripta para intentar serenarme. No quería que nadie viera mis mejillas rojas, delatantes. Pero mientras iba descendiendo, la lujuria se aposentó en mi cuerpo. Atrapada en la red de mis propias fantasías, enfebrecida, alucinada, me ví arrodillada para siempre ante un altar desde el cual me miraba de reojo, cómplice, un Cristo que agoniza eternamente clavado en una cruz. Me santigüé ligero y repetir el viejo ritual me dio un respiro. Yo era yo, la que en las noches se aferra con todas sus fuerzas al cuerpo delgado y blanco de David, para entender que los caminos de Dios son misteriosos, que el amor hace olvidar la finitud antes que el día vaya a incrustarse en el vientre último de la noche.
Siénteme ahora, con estos pechos cargados de deseo. ¿Quién va a atravesar esos muros, esos lienzos de negro terciopelo? ¿Quién va a atreverse a venir a la cita nocturna a esta columna, recia y dura como el ariete con que sueño? ¿Quién va a darle libertad a esa pez rojizo que navega por mi vientre?
Temblorosa, huí de la cripta. ¿Dónde vivían para siempre esas mujeres separadas del mundo? ¿Quién puede huír de sus deseos?
-Inés, dejá de jugar al escondite, ya estás vieja para eso!
Salí otra vez al sol y David se había sentado a encender un cigarrillo. Otra vez, su nuca excitante, peligrosa. Yo, construída a pedazos y junturas, luchando contra la carne, le pedí ayuda a Julio con los ojos. Me echó el brazo sobre el hombro, paternal y callado.
-Te perdiste toda la explicación de las torturas.
-Es muy sencilla, en realidad. Y no era tanto por castigar lo que se hacía, sino por sublimar los pensamientos.
-Nada de coger.
-Vos creés eso de la pobreza, obediencia y castidad?
-Ellos lo creían. Que lo hicieran o no, era otra cosa.
-Pero ellas?
-No les quedaba otro remedio.
Me paro frente al arco, ese arco que voy a atravesar para siempre. Detrás de él me esperan el silencio y el encierro. Ya no lloro. Sé que puedo regresar cada noche, en el sueño, al lugar donde sus ojos oscuros incendiaron mi piel. Con qué pasión observé, a la luz de aquella veladora, el oscurecido miembro erecto, recorrido por venas azuladas. Con qué mezcla de dolor y de deseo lo ví hundirse entre mi vientre. Con qué asombro y arrobo me asomé a su rostro redentor, mientras los cuerpos se azotaban contra el suelo. Salvada del agostamiento prematuro, del acartonamiento precoz, de la mustia castidad forzada. Profanación, pensé más tarde, cuando por mis piernas escurría la leche de su sexo. Y de nuevo mis pechos de irguieron en lo oscuro, recordando su boca. No he de amamantar a nadie más de hoy en adelante. Me espera el arco, ese que ahora voy a atravesar de una vez por todas, porque ya no habrá otro milagro.
Apoyada en el costado del arco, herida por aquellas sensaciones, contemplé los muros en ruinas, la hierba tostada, percibí el sonido de la fuente que espumaba y vibraba bajo el sol de cuaresma.
-¡Inés! Vení que vamos a tomar una cerveza. ¿Qué hacés ahí, pegada a esa pared?
-Escuchando, respondí, y a sabiendas de que jamás tendría libertad, atravesé el arco.


Ana María Rodas

Premio Nacional de Literatura “Miguel Angel Asturias” 2000. Ana María Rodas, nació en la Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 12 de septiembre de 1937. Ha publicado Poemas de la izquierda erótica (poesía, traducido al alemán), 1973; Cuatro esquinas del juego de una muñeca (poesía), 1975; El fin de los mitos y los sueños (poesía), 1984; y, La insurrección de Mariana (poesía), 1993. Sus poemas han sido publicados en antologías en español, inglés y alemán en Centroamérica, Estados Unidos, Inglaterra, Colombia, México, Viena, Roma y Munich. En 1974 la Asociación de Periodistas de Guatemala le otorgó el Premio Libertad de Prensa, premio otorgado sólamente a periodistas que se destacan en la defensa de aquella libertad fundamental. Su primer libro de poemas, Poemas de la izquierda erótica, se inscribe ya como un referente obligado de la literatura nacional como el claro inicio de la poesía femenista guatemalteca. En 1980, su libro El fin de los mitos y los sueños recibió una Mención de Honor en el Certamen de Juegos Florales México, Centroamérica y el Caribe de 1980 de la Ciudad de Quetzaltenango, Guatemala. En 1990, recibió el Primer Premio Poesía en el Certamen de Juegos Florales México, Centroamérica y el Caribe de 1990, con su obra La insurrección de Mariana. En el mismo año también obtuvo el Primer Premio en el Certamen de Cuento de Juegos Florales México, Centroamérica y el Caribe de 1990 con su cuento "Mariana en la tigrera".





19 mayo, 2007

Fanny y los chicos del pueblo .Por Sandra Russo




Por Sandra Russo

Conocí a Fanny hace poco, en una circunstancia que ya relaté en este espacio. Buscando chicos malabaristas de alguna esquina porteña para hacer una nota. La nota que escribí se llamó Malabaristas. Contaba allí que los chicos, en lugar de pedir plata para prestarse a la nota, pidieron útiles para ir a la escuela.

La relación con los chicos continúa hasta hoy, entrecortada, con pedidos de huevos de pascuas para Pascuas, o con recordatorios de que la mamá de algunos de ellos está buscando trabajo por horas. El viernes pasado los chicos llamaron para avisar que Fanny, una de las nenas, había muerto de un paro cardíaco.

Era una nena de pelo revuelto, vivaz, comunicativa, muy despierta, que se pegaba a uno como un gato mientras caminaba por la vereda, y que saltaba mientras le echaba a uno los brazos al cuello. Parecía mucho menor de lo que era. Tenía once años.

Después de la nota en la televisión y de la publicación de la contratapa, los contactamos con el supermercado Disco, que les donó los útiles para este año. El viernes que fuimos a llevarles la montaña de hojas rayadas y carpetas estuvimos un buen rato. En un momento, yo estaba agachada y tenía alrededor de mí a las nenas, que hablaban todas al mismo tiempo. Fanny sacó de alguna parte de sus ropitas harapientas un recorte de revista. Era la actriz de Pasión de Gavilanes. No sé cómo se llama. La estoy viendo ahora, aquí pegada en el corcho de mi estudio. Tiene puesto un vestido amarillo, largo, strapless, que le ajusta el cuerpo desde las axilas hasta las caderas. Una mujer voluptuosa, que saca una pierna y deja ver su sandalia plateada. Es muy bella. Tiene una cara ovalada con muy poca pintura, apenas los ojos delineados, quizá un poco de rubor. El pelo cobrizo nace en las raíces y se extiende no se sabe hasta dónde, pero uno supone que hasta la cintura. A pesar de su cuerpo totalmente sexuado por el vestido amarillo, es buena. Se le nota a esa chica que podría ser objeto de pasión, pero también objeto del amor.

Fanny quería ser como ella. Tengo esta foto aquí porque cuando le dije que esa chica era muy linda, y le devolví la foto, Fanny empujó mi mano hacia mí: “Mejor guardala vos”, me dijo. Y la guardé. Y ahora que sé que Fanny, que parecía más chiquita todavía de lo que era, se murió de golpe, sin que nadie entendiera por qué, creo que esa foto está aquí para que yo haga esto, para que escriba sobre Fanny y su soledad, sus sueños y su risa descontrolada. Fui testigo de Fanny, que revolvía las bolsas de basura en el McDonald’s buscando pedazos de hamburguesa que habían estado en boca de otros. Una nena a la que muchas veces insultaron desde los autos que pasan por la avenida Las Heras. Parte de la mugre que incomoda. Una nena que no tuvo libros de hadas y que recortó la foto de una actriz mexicana de una revista barata para ser ella también una nena con princesas en la mente y en el corazón. Como pudo, por instinto, por obstinación, Fanny se resistió a ser desposeída también de su infancia. Resistió con lo que tenía a mano, y encontró una foto que la hizo suspirar. Fanny vivió en la pobreza profunda, pero aun allí fue una niña ilusionada por lo que, quizá, el futuro tuviera reservado para ella.

No quiero que estas líneas suenen quebradas, porque la persona que las inspira era íntegra y valiente. No quiero llorar por Fanny aquí. Quiero en todo caso recordarla y dejar constancia de su vida, de sus sueños. Y la manera más justa que se me ocurre para recordar a Fanny es sosteniendo su recuerdo en dos dimensiones paralelas. Por un lado, como la nena única e irreemplazable que conocí, y ya forma parte de mi propia historia personal. Pero por otro, creo que pude ver en ella a tantos otros chicos que no les duelen a nadie.

“El hambre es un crimen” es la consigna que desde hace años moviliza a Los Chicos del Pueblo, que comienzan su marcha de este año el próximo lunes. A Fanny y a sus primos y hermanos les llevamos útiles, pero es evidente que ése fue un gesto de cariño, y no la creencia en que una ayuda de ese tipo modifica algo.

¿Habrá sido evitable la muerte de Fanny? No lo sé. Pero es perfectamente evitable, por ejemplo, la muerte de miles de chicos correntinos: la Universidad del Nordeste comprobó que la mitad de los chicos de Corrientes capital está en estado de desnutrición. ¿Con qué derecho vivimos nuestras vidas de wi fi y msn mientras hay estómagos pequeños que se retuercen de jugos gástricos y vacío? Estaría fallándole a Fanny si no advirtiera que su muerte es política.

nota de Contratapa del Sábado/05-May-2007 en Pag.12 .

14 mayo, 2007

PATRICIA HIGHSMITH


DOS PALOMAS MUY DESAGRADABLES


Vivían en Trafalgar Square. Eran dos palomas que por razones de conveniencia llamaremos Maud y Claud, aunque ellas no utilizaran esos nombres para llamarse. Eran simplemente una pareja. Ya llevaban dos o tres años juntas y se eran fieles, aunque en el fondo de su pequeño corazón de palomas se odiaban. Pasaban los días picoteando grano y cacahuetes sembrados por el desfile interminable de turistas y londinenses que compraban esas cosas a los vendedores ambulantes. Pec, pec, todo el día en medio de otros cientos de palomas que, como Maud y Claud, casi habían perdido la capacidad de volar porque ya apenas les era necesaria. Muchas veces, Maud se veía separada de Claud en un campo de palomas que movían la cabeza de un modo constante, como si asintieran, pero, al caer la noche, de un modo u otro se encontraban y se dirigían a un hueco que había al dorso de un muro de piedra situado cerca de la National Gallery. ¡Uf! Y con esfuerzo conseguían subir sus abultadas pechugas hasta su domicilio, que quedaba entre setenta centímetros y un metro de altura.

Maud hacía unos ruidos muy desagradables con la garganta que expresaban despecho y desdén. Tenía la misma edad que Claud; no eran jóvenes. Su primer novio había muerto en la flor de la vida, atropellado por un autobús cuando intentaba recuperar parte de un bocadillo del suelo.

Los ruiditos despectivos de Maud podían interpretarse como un "¿Qué? ¿Otra vez igual, eh?" y similares provocaciones a la virilidad de Claud y a su infundada autoestima. Tal vez Claud no hubiera hecho nada aquel día, pero estaba claro que era un mujeriego. Muchas veces, Maud había tenido la satisfacción de ver a Claud vencido por un macho más joven que aparecía en el peor momento para Claud y su recién encontrada hembra. Claud montaba un número bravucón, fingía que estaba dispuesto a pelear, pero el macho más joven iba por él, directo a sus ojos, y Claud se retiraba.

—Cállate —contestó por fin Claud, y se instaló cómodamente para dormir.

De vez en cuando, para cambiar de escenario, Claud y Maud cogían el metro a Hampstead Heath. La verdad es que una vez tomaron el metro y se encontraron para su sorpresa, en Hampstead Heath. ¡Espacio! ¡Montones de migas para picotear! ¡Sin gente! O casi sin gente. A veces tomaban el metro por diversión, sin importarles adónde irían a parar al salir. Siempre podían encontrar el camino de vuelta a Trafalgar Square, aunque tuvieran que hacer algo de esfuerzo y volar unos metros aquí y allá. Los autobuses eran más seguros respecto de la dirección que seguían, pero tampoco había muchos sitios donde agarrarse en el techo de un autobús. Ciertamente recordaban la dirección de Hampstead Heath, y saltando a un autobús que arrancara en aquella dirección tenían bastantes posibilidades de llegar, y si el autobús se desviaba, simplemente volaban hasta otro que pareciera más prometedor. Dos veces habían ido en autobús.

Pero el metro era más divertido, porque a Maud y Claud les gustaba hacer que la gente se apartara de su camino. La gente se reía señalándolos cuando ellos subían o bajaban por las escaleras mecánicas. A veces la gente sacaba la cámara, como en Trafalgar Square, y les hacían fotos con flash.

"¡Cuidado! ¡No pisen a las palomas! ¡Ja, ja, ja!", ya era una exclamación familiar.

A Maud le obsesionaba el vago recuerdo de una hija que había muerto de un golpe de bastón, ante sus ojos, en una acera cerca de Trafalgar Square. Era una hija de su primera pareja. ¿O acaso se lo había imaginado? Desde entonces, Maud temía a la gente con bastón, incluso con paraguas, y los había a montones. Maud se estremecía y se apartaba unos centímetros. Pensaba que podría tener otra pareja si quisiera, pero algo —no sabía decir qué— la mantenía junto a su aburrido Claud.

Un sábado por la mañana, de mutuo acuerdo, decidieron dirigirse a Hampstead Heath. En Trafalgar Square estaba ocurriendo algo horrible. Había hordas de gente y tribunas, y estaban instalando altavoces. No era un buen día para los cacahuetes y las palomitas de maíz. Maud y Claud bajaron al metro en Whitehall.

—¡Oh, mirá, mami! —gritó una niña—. ¡Palomas!

Maud y Claud la ignoraron y siguieron bajando a saltitos. Pasaron bajo la puerta mecánica, inadvertidas pero golpeadas por algún pie, y luego bajaron por la escalera mecánica. Claud iba delante, aunque no sabía adónde iba. Saltó al primer tren.

—¡Mira eso! ¡Palomas! —dijo alguien.

Algunas personas se echaron a reír.

Maud y Claud se contaban entre los pocos pasajeros que nadie empujaba. Había un círculo vacío a su alrededor. Otra vez fue Claud quien se adelantó cuando salieron, asintiendo autoritariamente con la cabeza. No sabía dónde estaba, pero le gustaba dar la impresión de que no era así.

—¡Están subiendo las escaleras! ¡Ja, ja, ja!

Les abrieron camino como si fueran autoridades o personas famosas.

En el tumulto de gente que subía las escaleras hasta el nivel de la acera, Maud y Claud tuvieron que hacer uso de sus alas. Eso las dejó exhaustas, cuando por fin llegaron a la luz del sol, cerca de un kiosco. Maud se adelantó esta vez abriendo camino. La acera describía una leve pendiente hacia arriba y Maud tomó aquella dirección. Cerca de Hampstead Heath, las aceras solían ser de subida, recordó. Claud la siguió.

—Ah, el amor —dijo una voz masculina.

La voz se equivocaba. Muchas veces era Claud el primero, cuando quería parecer superior a Maud, pues sabía que Maud le seguiría de todas maneras. Otras veces era al contrario y no tenía nada que ver con el deseo de aparearse. Al cabo de tres calles, saltando arriba y abajo por los bordillos de las aceras, Maud empezó a cansarse. Claud se había equivocado al bajar en aquella parada y Maud se acercó a él y se lo indicó con una mirada y un carraspeo significativo. Ella tampoco sabía dónde estaban, aunque sí sabía que Trafalgar Square estaba en algún sitio por detrás, a su derecha. Al final llegarían a casa sin problemas. Pero aquello no era Hampstead Heath.

Luego, Maud intuyó o divisó una franja de verde a la izquierda, y con un movimiento de la cabeza que hizo brillar su pecho azul y verde a la luz del sol dirigió a Claud hacia la izquierda. Se detuvieron para dejar pasar un taxi y luego siguieron la marcha, bordillo arriba. Ahora Maud ya veía el verde y aceleró un poco el paso, aleteando mientras sus patas se movían a la vez sobre la acera. Hizo acopio de energías para sobrevolar la barandilla de casi un metro que rodeaba un pequeño parque.

Había bancos con gente sentada tranquilamente, y una considerable extensión de césped sin recortar, con un estanque en el centro. Maud empezó a picotear.

Claud vio otras tres palomas, una hembra y dos machos, no muy lejos, en el césped. Seguramente no les recibirían con agrado, pero en aquel momento los dos machos estaban absortos. Maud dijo algo para que Claud probara suerte allí y Claud le replicó enseguida que probara ella. Maud se alejó, dándoles la espalda a todos, incluyendo a Claud. Claud estaba picoteando un gusano y pensando que prefería grano seco cuando uno de los machos se abalanzó volando sobre él.

El pájaro que le atacó estaba en mejor forma física. Claud sólo se levantó unos centímetros del suelo y se lanzó sobre el otro, pero su gesto no tuvo mucho efecto. Se batió en retirada, andando, agitando las alas y haciendo ruidos para indicar que estaba disgustado pero en absoluto vencido, y que simplemente no se iba a molestar en luchar.

Maud adoptó una expresión divertida e indiferente.

De pronto empezó a llover. Claud y Maud avanzaron hacia el árbol más cercano. Tenía todo el aspecto de que la lluvia iba a persistir. ¿Debían tomar el metro para llegar a casa? Sólo era media tarde. La lluvia haría salir los gusanos, tal vez un caracol o dos. De pronto, Maud voló hacia Claud y le atacó en el cogote.

Claud ya estaba de malhumor y se alejó hacia un camino. Cuando llegó a la acera, giró rápidamente a la izquierda. Aquél era el camino del metro, pensó, y también era la dirección de casa.

Maud le siguió, odiándose a sí misma por seguirle, pero consolándose con el hecho de que tenía a Claud controlado y que aquélla era la dirección de Trafalgar Square. Ya le llegaría el día a Claud, pensó Maud. Si se esforzaba un poco, un macho más joven podía invadir su casa y expulsar a Claud. Aquello le enseñaría a...

¡Blam!

¿Qué era aquello?

La oscuridad había caído sobre ella. Claud también estaba allí con ella, haciendo ruidos y aleteando.

Maud oyó risas de niños. ¡Una caja! A Maud ya le había pasado antes y había escapado, recordó. La caja de cartón se arrastró por la acera, aprisionándole dolorosamente una de las patas. Ella y Claud se encontraron de pronto volcados, patas arriba, vieron un breve trozo de cielo y luego una desagradable cubierta que cayó sobre la caja y fueron empujados y sacudidos mientras los niños corrían. Bajaron unas escaleras. Los niños tiraron a Maud y Claud al suelo de una habitación fuertemente iluminada. Ahora estaban dentro de una casa.

Una mujer gritó algo.

Los dos niños se reían.

Maud voló sobre una mesa. Era la cocina de uno de esos edificios que Claud y ella habían observado muchas veces por la ventana de un semisótano.

—¿Qué vas a hacer con ellos? ¡Aaah!

Claud se había ido a posar en el borde del fregadero. Un niño fue a buscarlo y Claud saltó a un rincón junto a una puerta que tenía una rendija abierta.

Un niño esparció pan por el suelo, pero Claud lo ignoró. A Claud le interesaba la puerta, Maud se dio cuenta, pero pensó que tal vez el resto de la casa estuviera cerrado, entonces, ¿para qué serviría la puerta? En ese momento Maud defecó.

Aquello provocó un grito de la mujer. ¡Dios mío! Maud sabía que su excremento podía tener consecuencias: significaba desprecio, por ejemplo. A Maud le habían dado una patada alguna vez —deliberada— cuando lo había hecho en su propio terreno, Trafalgar Square, sin pretender insultar a nadie. Pero aquella gente no era normal, la mayoría estaba loca. No podía predecirse lo que iba a hacer la gente. Cacahuetes en un momento dado y al momento siguiente un palo.

La mujer seguía parloteando. Hubo un chillido de los chicos y luego se abalanzaron sobre Claud con los brazos abiertos, intentando atraparlo. Claud levantó el vuelo y dejó caer su excremento, que aterrizó en la cara de uno de los chicos. Se oyeron risas. Claud se tambaleó sobre un tendedero de ropa que había cerca del techo, oscilando.

Entró un hombre de voz estentórea. Maud le detestó nada más verlo. El hombre pronunció un largo y rugiente discurso y luego se acercó a Maud y le habló con más suavidad. Maud dio dos pasos atrás, chocó contra una tapa de porcelana de algo, sin quitarle ojo al hombre, dispuesta a unirse a Claud si el hombre se le acercaba más. Pero él salió de la cocina.

La mujer estaba haciendo palomitas en el fogón. Maud y Claud reconocieron el olor. Mientras, los niños se reían estúpidamente junto al fregadero. El hombre volvió con una especie de trípode alto. Se encendieron unas luces muy brillantes. Entonces Maud y Claud lo entendieron. Habían visto lo mismo en Trafalgar Square, a gran escala: trípodes, plataformas móviles, luces terribles por todas partes que convertían la noche en día. Ahora la luz daba directamente en los ojos de Maud y ella empezó a dar vueltas. La cámara zumbaba. Maud quería volver a defecar, pero no pudo.

—¡Palomitas! —gritó el hombre.

—¡Ya van! —La mujer se acercó con la sartén justo a tiempo de chocar con Claud, que se dirigía a la ventana intentando escapar. Esperaba que la parte de arriba estuviera abierta, pero antes de poder comprobarlo ya estaba tumbado de lado en el suelo. Se levantó. La mujer echó palomitas en el suelo junto a él, y Claud las rechazó como si fueran venenosas.

—¡Ja, ja! —se rió el hombre—. ¡Asústales otra vez, Simon!

El más pequeño de aquellos dos odiosos niños agitó los brazos hacia Maud mientras el otro saltaba hacia Claud.

Maud y Claud se levantaron batiendo las alas fuertemente. Claud cayó como una gruesa águila en la frente y el pelo del niño mayor, sacando las uñas.

—¡Ay! —gritó el niño.

Maud se contentó con darles dos fuertes picotazos a las mejillas del pequeño, además de clavar las uñas todo lo que pudo, antes de saltar justo a tiempo para escapar del puño del hombre. Maud comprendió que iba a ser una lucha por la vida, y que ella y Claud estaban atrapados.

La mujer intentaba atizar a Claud con una escoba, pero fallaba cada vez.

—¡Abrid la ventana! ¡Dejadlas salir!

—¡Voy a torcerles el pescuezo! ¡Están locas! —gritó el hombre de cara colorada, dirigiéndose a la ventana.

Maud se dio cuenta de que el hombre estaba furioso, pero ¿quién les había llevado allí sino aquellos repulsivos hijos suyos? Maud atacó al hombre justo cuando abría la ventana desde arriba. Él apartó a Maud con un codo y agachó la cabeza.

Claud salió volando por la ventana.

—¡Usa la escoba! —gritó la mujer, ofreciéndosela al hombre.

Maud esquivó la escoba, voló al escurridero de platos que había sobre la pila, intentó agarrarse a un platillo, y mientras volaba hacia la ventana, el platillo cayó en el fregadero y se hizo añicos.

Otro grito de la mujer y un rugido del hombre que se desvanecieron mientras Maud se alejaba. Voló unos cuantos metros con la energía que le daba su ira, y luego descendió hasta la civilizada acera para poder andar normalmente y recuperar el aliento. ¡Qué alivio salir de aquella casa de locos! ¡Dios mío! ¡Alguien tendría que denunciar a aquella gente! Maud levantó la cabeza con orgullo, impulsando el pico a cada paso. Había grupos de gente que luchaba a favor de las palomas. Ella había visto a algunos en Trafalgar Square impidiendo que los niños usaran armas o incluso que les tiraran cosas a las palomas. Si alguna vez atrapaban a aquella familia, les harían pagar por aquello.

¿Dónde estaba Claud?

Maud se detuvo y se volvió. No es que le importara mucho dónde estaba. Si iba directamente a casa, como pretendía, Claud aparecería aquella misma noche, no tenía ninguna duda. ¿Y acaso la había ayudado él hasta ahora en algo? No.

Entonces oyó su voz. Claud apareció tras ella, acercándose sobre las patas y las alas, con aspecto de estar exhausto. Maud sacudió las alas y continuó adelante. Claud avanzaba junto a ella, protestando un poco, como hacía Maud, pero sus sonidos se fueron calmando gradualmente. Después de todo, eran libres otra vez y estaban andando en dirección a casa. De pronto, Maud se dirigió a un autobús. Claud la siguió, y se instalaron con dificultad en el techo del vehículo. Algunos autobuses daban unos bandazos terribles. Tuvieron que cambiar a otro, esperando que les llevara, pero su instinto era correcto y pronto se encontraron traqueteando por Haymarket. ¡Casa! Y aún no estaba oscuro. El cielo era de un azul grisáceo y el sol se estaba poniendo.

Todavía tenían tiempo de picotear un poco en Trafalgar Square antes de retirarse, pensó Maud. Claud estaba pensando lo mismo, así que dejaron el autobús en Whitehall y se deslizaron al territorio familiar.

No quedaban muchas palomas por allí. Las luces se encendían en los escaparates. Las migajas y restos eran pocos y estaban pisoteados. Y Maud se sintió cansada y débil.

Claud impulsó la cabeza hacia ella y cogió un pedacito de cacahuete que Maud estaba a punto de alcanzar.

Maud voló hacia él, agitando las alas. ¿Por qué seguía con él? Egoísta y avaricioso... ¡No podía contar con él para nada, ni siquiera para vigilar el nido cuando tenía un huevo!

Claud quiso vengarse con un maligno picotazo en el ojo de Maud, pero falló y le dio en la cabeza.

Entonces, de pronto —imposible decir quién de los dos se movió primero—, atacaron a un cochecito que pasaba. Fueron por el bebé, las mejillas, los ojos. La joven que empujaba el cochecito soltó un grito y empezó a golpear a las palomas. Maud quedó fuera de combate durante unos segundos, pero enseguida se unió a Claud en el cochecito. Dos personas corrieron hacia allí y las palomas salieron volando. Volaron sobre las cabezas de sus frustrados atacantes y se unieron a un grupo de más de veinte palomas que picoteaban en torno a una papelera.

Cuando las dos personas y la mujer del cochecito se acercaron a las palomas, Maud y Claud no sentían ningún miedo, aunque algunas de las demás palomas levantaron la vista, asustadas por las voces iracundas.

Uno de los humanos, un hombre, corrió entre las palomas, pateándolas, agitando los brazos y gritando. La mayoría de las palomas emprendieron un perezoso vuelo. Maud se dirigió a casa, al nicho situado tras el bajo muro de piedra, y cuando llegó, Claud ya estaba allí. Se prepararon para dormir, demasiado cansados incluso para intercambiar sonidos de protesta. Pero Maud no estaba tan cansada como para olvidar el medio cacahuete que Claud le había arrebatado. ¿Por qué vivía con él? ¿Por qué vivía allí, por qué vivían los dos juntos allí, corriendo el riesgo de ser capturados a diario, como aquel día, o pateados por gente que se molestaba incluso si defecaban? ¿Por qué? Maud se quedó dormida, exhausta de tanto descontento.

El incidente de las palomas de Trafalgar Square con el bebé picoteado, que se quedó ciego de un ojo, inspiró un par de cartas al Times. Pero nadie hizo nada al respecto.


Humor, originalidad, ternura, crueldad y un sentido oscuro de la vida animan este relato incluido en Una afición peligrosa.

Patricia Highsmith, referente imprescindible de la literatura de suspenso, nació en Texas en 1921. En su juventud se trasladó se trasladó al Greenwich Village de Nueva York.

A pesar de su talento para otras expresiones artísticas, rápidamente descubrió su gusto por la literatura, inclinándose por temas bien definidos: la mentira, el crimen y la culpa.

Solía escribir su diario en folios que han sido recogidos después de su muerte. Se estima que hay alrededor de ocho mil depositados en los Archivos Literarios Suizos.

Publica su primera novela El grito del amor, a los 17 años, pero recién adquiere notoriedad cuando Hitchcock adapta al cine Extraños en un tren. Tanto el filme como la novela son considerados un clásico del suspenso. Graham Green la apoda “la poetisa del miedo”. Desde muy joven sus lecturas buscan conocer los mecanismos de la anormalidad humana. Se interesa por un tratado científico de Karl Menninger que trata estas cuestiones. Su frase: “Me di cuenta que mi vecino puede esconder a un psicópata”, define su concepción del mundo. Sus personajes, como ella misma, no pueden conciliar el sueño.

Con El talento de Mr. Ripley (1955), rodada en 1960 bajo el nombre A pleno sol, crea un personaje señero en la literatura de suspenso: Tom Ripley, ex-convicto asesino y bisexual que encarna la perversión, la crueldad, la amoralidad y el cinismo. De apariencia culta y refinada, no es un psicótico, sino simplemente alguien que elige no ceder a sus impulsos llegando a matar para satisfacerlos. Ella lo define así: “Lo considero un hombre civilizado que sólo mata cuando tiene que hacerlo; no tienen que admirarlo pero tampoco censurarlo; vive a su manera, no es un criminal sino un arribista obligado a matar”. La serie continúa con La máscara de Ripley (1970) y El juego de Ripley (El amigo americano). En 1999 Anthony Minghelle dirige una nueva versión de El talento de Mr. Ripley.

Patricia Highsmith indagó en la culpa y la sexualidad de sus personajes y los efectos psicológicos de la criminalidad. Su última novela: Carol y Smell G: un idilio de verano (1995) muestra un bar de Zurich en el que homosexuales, bisexuales y heterosexuales se enamoran de la gente incorrecta.

Sintió el vacío que le hicieron a causa de su obra pesimista y despiadada, y debió tolerar también el rechazo por su alejamiento del ideal del “sueño americano”. Fue una solitaria que dejó solamente a su gata y sus caracoles, únicos seres que la acompañaron a lo largo de su vida.

Escribió treinta obras entre novelas, cuentos, ensayos y otros textos, constituyéndose en un clásico de la novela negra al mismo nivel de Raymond Chandler, Hammet, Himes y Ellror. Murió en Lucarno, Suiza, en 1975.



LILIANA DÍAZ MINDURRY(Argentina, 1953)


ONETTI A LAS SEIS


"Trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo"
Juan Carlos Onetti


"Para M.C. Querida Tantriste: Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso (…) En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía."
Juan Carlos Onetti

Era la primera vez que yo había ido al taller literario de Quesada y no para dedicarme a esbozar ambigüedades sobre cuentitos de aprendices de escribidor, ni para leer mis propios mamarrachos, ni siquiera porque el mismo Quesada, viejo amigo mío, me había dicho: "Aparecete de vez en cuando, me hace bien verte, te divertís un rato con las pavadas, lo ves a Giménez, después nos podemos ir a tomar una copa", sino para mirar a María Calviño, Santa María Calviño como la llamaban, no sé quién era María Calviño pero Giménez siempre me recordaba: "Es justo para vos, tenés que verla". Esa, susurró, es María Calviño y apenas contuve el ataque de risa. No se trataba de un aspecto de loca de esas que andan por Corrientes vociferando, caminando con las piernas torcidas, rascándose los piojos. Ni de esas locas típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o Blancanieves en el geriátrico. Vestía con aire de monja, pero no era eso. Tendría algo más de treinta, no era demasiado fea, los ojos grandes como platos de un gris azul destinado a la opacidad, pero no era eso. Ni siquiera esos cuentos que leía con aire de Alfonsina arrojándose al mar, llenos de rosas, estrellas, ángeles, caramelos de miel, lejanías, atardeceres, pajaritos volando y cursilerías que no superaba ni Corín Tellado. (Quesada, pese a que no estaba gratis, le hacía mil discursos para que se fuera. Medio no muy sutiles: ¿Por qué no pone una boutique o una peluquería? Medio absurdos: María, haga un análisis de la obra completa de Onetti, describa todas las técnicas que utiliza y no me traiga más sus propios cuentos hasta hacerme un informe detallado de por lo menos quince hojas tamaño oficio). Ni siquiera esa vocecita declamatoria, ojos mojados, manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le faltaba cruzarlas en el pecho, ponerse una azucena cerca del nacimiento de los pezones, colocarse una rosa con un alfiler de gancho en la cintura, un moño en las partes postreras). Era algo más, un aire de metafísica para suplemento literario dominical, de cosa que no existe, de petalito seco en un libro de horas titulado Jaculatorias para alcanzar el cielo, de hojitas en manual de poemas completos de Amado Nervo. Era ella, porque era más que todo eso, más que una fórmula.

Después vinieron las preguntas a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice "el frenético aroma absurdo que destila el amor", un aroma absurdo y frenético, no sé qué puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y por qué eso de "trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo", cómo imbecilidad del mundo, acaso el mundo es imbécil, no lo hizo Dios, no hay gente inteligente, genios, Mozart, Bécquer, Leonardo, Juana de Ibarburú, Einstein, Julia Prilutzky-Farny, pero seguro que hay gente imbécil, dijo alguien y reímos con pocas ganas, casi hartos. Cómo se puede confiar en la imbecilidad, prosiguió María Calviño, poniendo los ojos más redondos que nunca, platos redondos del color de mi bandera, porque uno confía en la inteligencia ¿no es cierto? Siempre concluía: Onetti es muy extraño" y repetía sola: "confiar en la imbecilidad", “reorganizar la confianza en la imbecilidad".

Habrá sido una tarde en que Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller de Quesada cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una nube dorada, vestida de rosa, seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó a preguntarnos por Onetti, "yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño".

—Mirá —le habló Giménez sin mirarla y tal vez con piedad— . Dejá todo eso. Onetti no es para vos.

En cambio yo enarqué las cejas, la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un vaso de whisky.

—Tenés que tomar mucho whisky para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un resplandor.

Sacó un cuadernito forrado con vírgenes de Rafael y anotó: "Tomar whisky, Onetti es un destello, un resplandor".

—Un resplandor, un destello, sí —dijo ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas—. Una luz, quiere decir un brillo.

Sonreí con elegancia como se puede sonreír frente a Oxford o en un club de gentleman. Y completé mi pensamiento:

—Pero sobre la mierda.

Los platos azules se quedaron inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?, preguntó. Lo repetí, gusté de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella desnuda, en cuatro patas, hablándome de sus ruiseñores y de sus misales, mientras yo le contaba de Juntacadáveres o de la tan triste que calentaba en la boca un caño de revólver como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando cuenta de una precisa escatología brillante situada en el fondo de una escupidera, cuyo perfume era en terminología onettiana "el frenético aroma absurdo que destila el amor".

—También olor a sexo usado —proseguí— a intestinos, a descomposición.

Le veía el pecho sacudirse de arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una metralla. Parecía retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus jazmines. Giménez se daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus dientes desparejos.

—¿Te imaginás al pájaro patas arriba y con las tripas afuera, al ángel defecando, al jazmín podrido en un agua con olor a ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de pequeñas lucecitas enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios vasos y no de whisky sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar asqueroso. Entonces quizás entiendas algo.

Casi sin gestos, anotaba. Cuando pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar, de morir allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber casi sin pausas hasta que no podía escribir y le bailaban los ojos.

—No puede ser —decía y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa—, habiendo tantas cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra canta su primer canto por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que lo ama.

Y hasta nos daban ganas de aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por cuánto tiempo pero ella preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que ya no era la de ella, una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo captando su pensamiento expliqué:

—Vive por aquí, a la vuelta, en una pensión de la calle Piedras— no sé por qué pensaba en Risso, el personaje de "El infierno tan temido": Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, aunque Risso hablaba de Santa María y yo de Malos Ayres.

Lo inventamos amigo nuestro, íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el bolsillo de la camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No escribía, no miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el vacío, en esa posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en la garganta que puede haberse asemejado a una especie de lástima. Sería porque estaba tan borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.

—¿Ves esta llave? —le pregunté.

Saqué una llave cualquiera, una llave de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.

—No sé para qué sirve esta llave, cuál es la puerta que le han destinado. Ni sé para qué la llevo. Cuando tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta llave abra la puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más chiquita, mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños. Como no hay gente, sólo me sirve para abrir puertas de los libros. Así leo por ejemplo que hay una estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña. Y veo que también los libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te habla de estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la basura pero no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve, entro en el mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de que para entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto metálico en el paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés? Claro que no entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.

Giménez me oía entre divertido y espantado. La cabeza me daba vueltas, tenía ganas de inclinarme para el aplauso, agitaba la llave, pero María ya no estaba. El discurso fue seguramente mucho más largo. Se habría escapado en la mitad: tal vez no lo había escuchado nunca.

Abandonó el taller, me contó Giménez. No dejó de narrarme los acontecimientos de Quesada ni sus carcajadas cuando Giménez le relataba con muecas y exageraciones nuestro diálogo en el bar. Sin embargo un día la vi en el mismo bar y me dijo que no había vuelto al taller porque estaba preparando su "Informe sobre Onetti". Leyó con voz monótona y hasta destemplada este fragmento de Matías el telegrafista: "Para mí, ya lo sabe, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan. Y después averiguar qué hay detrás de estos y detrás hasta el fondo que no conoceremos nunca". Y luego preguntó:

—¿Qué quiere decir esto?

Me encogí de hombros.

—Porque es lo mismo que decir que no me importa lo que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino saber qué hay en el fondo de todo esto. Yo creía antes que había que soñar para olvidarse de él. Pero ahora resulta que hay que revolver y revolver.

¿De qué me hablaba? ¿Qué Tipo era ése? Me leyó un informe incomprensible y caótico donde la mierda con destellos se mezclaba con el Tipo (lo ponía con mayúsculas) con el vino, la calle Piedras, las fotografías pardas de "El infierno tan temido" o la cara de tramposo de "Matías el telegrafista", los pájaros patas arriba, los ángeles con diarrea, la basura de gente, los jazmines podridos, el gusto metálico de las llaves de libros, esas que no abren ninguna puerta. El resultado parecía una especie de poema surrealista entre interesante y espantoso, pero con ciertos matices de belleza.

—Dame ese informe —le dije estremecido y asqueado—. Se lo voy a llevar a Onetti. Él te va a ayudar, no lo dudes.

María Calviño se abanicaba, hasta me parecía que hablaba sola. El rosa del vestido seguía desprendiendo olor a pájaros muertos. Le conté a Giménez y pensamos que pediríamos ayuda a Ricardo Olivieri para que dijera llamarse Juan Carlos Onetti, para que le dictara incoherencias al informe. Llamé por teléfono. Me atendió un pedazo de voz, un hilo.

—Onetti quiere conocerte. Le he dado tu dirección. Irá el lunes a las seis a visitarte.

—¿Conocerme a mí? —comenzó María Calviño— ¿Conocerme a mí?

Creí que el "conocerme a mí" seguiría hasta el infinito. Caminaba por calles y calles y seguía oyendo "¿conocerme a mí?". Con Giménez nos imaginábamos la cara de Quesada, de la gente del taller, cuando María Calviño dijera, sacudiendo su polvo dorado, con voz quebrada de poetisa en trance de suicidio, de Pizarnik llorando con unas pastillitas en la mano, que Onetti, el mismísimo Onetti había ido el lunes a las seis a visitarla. Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si hubiese tragado somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que después de hablar por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?

Llegamos hasta el punto de escribirle y entregarle nosotros mismos una misiva. La escribí yo, los otros miraban. Empezaba como la carta del comienzo de "Tan triste como ella".

"Querida tan triste María:

Comprendo, a pesar de las ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de conocernos. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nos entenderemos. No conocernos sería mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. No intento excusarme invocando nada. Acepto los futuros momentos dichosos. En todo caso, perdón. Aunque nunca mire de frente tu cara, aunque nunca te muestre la mía.

J.C.O."



La similitud de espejo al revés con el comienzo de "Tan triste como ella" hacía más ridícula la voz de María:

—Me escribió a mí. Juan Carlos Onetti me escribió a mí.

Llegó el lunes. Fui media hora antes a la casa de María Calviño para efectuar la presentación. Entré en un zaguán viejo y me recibió vestida de negro con estas raras palabras:

—Estoy de luto por mi anterior vida. Ahora pienso y vivo en el mundo de Onetti.

Tenía una sonrisa muy rara, se desplegaba como un abanico. Tenía unos ojos de leopardo que antes no tenía, dos leopardos muertos en platos vacíos. Entré en un comedor mugriento y en desorden.

—Lo preparé todo especialmente para este encuentro —murmuró y la voz era una especie de navaja, un cuchillo que cortaba rebanadas de aire. Después subí a una pieza con una cama de matrimonio. La pared estaba llena de estampitas, recortes de revistas con puestas de sol, almanaques con pájaros, noches estrelladas, parejas besándose, cartones con acuarelas que representaban ángeles y corazones, fotografías de actrices lánguidas de los comienzos del cine, una biblioteca de novelas románticas. Poesía para solteronas, libros de autoayuda, títulos como "Aprenda a ser feliz" o "Te amaré para siempre", "Mía para la eternidad", vitrinas con estatuas almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer pedazos los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de sus gestos me empezaron a asustar, y más cuando abrió un ropero y se dedicó a arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.

—Gracias por todo esto, Juan Carlos Onetti —exclamó de golpe y me pareció que le hablaba al aire, a un posible Juan Carlos Onetti que estaría por llegar.

—Ya son seis menos cinco —susurré, deseando que esta escena de locura terminase pronto, arrepentido de haberla fomentado, con ganas de putear a Giménez, a Quesada, con ganas de que Olivieri no viniese, de que alguna grieta en la pared me permitiese la huida—. Onetti debe estar por llegar.

—Onetti ya ha llegado —habló María Calviño clavándome esos leopardos que se desperezaban en los platos vacíos—. Es para vos que hago esto.

—¿Para mí? —logré balbucear.

—Yo sé que cierto Onetti, premio Cervantes, vive en España, y que vos me escribiste. ¿Qué me importa del otro? Vos sos Juan Carlos Onetti, vos me mostraste la llave para abrir esos libros. Yo ya no puedo encerrarme en esta pieza a soñar disparates. Mis pájaros tienen las tripas afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez años que vivo con alguien, marido creo que se llama. Yo lo llamo "el Tipo". Viene, habla con el loro, con el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los rincones, escupe. Yo quería otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón, Onetti. Hay mierda y lo único bueno es sacarle lustre a la mierda, verle los resplandores. Es bueno tomar la llave de los libros, abrirlos, pero después tragar la llave. Yo la tragué. Hace tiempo que necesitaba esto.

Oímos el timbre como si hubiéramos oído maullar a un gato. Yo la miraba sin poder desprender mis ojos de esos platos grises vacíos, de ese brillo a escombros, a mesa de póquer con fantasmas. El timbre seguía y seguía.

—Gracias por haberme escrito, Onetti. Por haberme llamado "tan triste María". Gracias a vos tengo confianza en la imbecilidad del mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo que soy capaz de hacer.

Hablar ya no tenía sentido. La locura era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.

Porque después yo ya no estaba allí y quizás ya no estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos lamía los bordes de todos los objetos, de la misma locura, de cierta manera de ella tan feroz de clavarme los ojos, ella, María, Santa María, ella la tan triste, diciéndome, mirá Onetti, éste es el Tipo, lo hice para vos, para que veas que soy capaz, para que veas que como vos rompí el candado, me tragué la llave, tenía gusto metálico, al principio creí que era más difícil, pero era fácil, era cuestión de averiguar qué había detrás y así hasta el fondo que después de todo no conoceremos nunca, y había un tipo en el suelo sobre una enorme mancha roja, un tipo muerto, gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la tan triste, la de la enorme tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y el timbre seguía sonando y yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti, ella es la tan triste, he abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la llave de ninguna parte, los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras sobre papel pegado o cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo aquí solo con el gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi boca y que debo tragarla.


Liliana Díaz Mindurry (1953), escritora argentina, nació en Buenos Aires en 1953. Estudió derecho no obstante la literatura ganó sus afanes dedicándose a ella desde la creación y la docencia.
Desde 1989 coordina talleres literarios en diversas instituciones y desde mediados de los ochenta viene publicando en forma constante apoyada en una narrativa personal de fuerte tono poético.
Ha obtenido varios galardones: Premio Juan Rulfo (1993 y 1994), Primer Premio Municipal de Buenos Aires (1990/91), Primer Premio de la Embajada de Grecia (1990), Premio Fundación Antorchas (1991), Primer Premio Fondo Nacional de las Artes (1994), Premio Planeta (1998) y Premio Centro Cultural de México.
Ha sido traducida al alemán y al griego. Algunos de sus poemas han sido publicados en Medellín, Colombia y Salzburgo, Austria.
Obra: Buenos Aires, ciudad de la magia y de la muerte (1985) La resurrección de Zagreus (1988), La estancia del sur (1990), Sinfonía en llamas (1990), Paraíso en tinieblas (1991), En el fin de las palabras (1992), A cierta hora (1993), Retratos de infelices (1993), Wonderland (1993), Lo extraño (1994), Ultimo tango en Malos Ayres (1998), Lo indecible(1998), Pequeña música nocturna(1998), Summertime (2000).
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