22 octubre, 2012

Toni Morrison (Ohio, E.E.U.U.,1931)



Ojos Azules, 1970

    Empezó en Navidad con los regalos de muñecas. El regalo supremo, el especial, el más amoroso era siempre un gran bebè de ojos azules. Por los ruidos cloqueantes que emitían los adultos, yo sabía que aquella muñeca representaba lo que ellos creían que era mi más preciado deseo. A mí me dejaba estupefacta tanto la cosa en sí como el aspecto que tenía. ¿Qué se esperaba que hiciese yo con ella? ¿Fingir que era su madre? No me interesaban los bebés ni el concepto de maternidad. Me interesaban sólo los seres humanos de mi edad y de mi tamaño, y era incapaz de experimentar el menor entusiasmo ante la perspectiva de ser madre. Maternidad equivalía a vejez y a otras posibilidades remotas. Aprendí rápidamente, no obstante, lo que suponía que debía hacer con la muñeca: acunarla, inventar historiadas situaciones en torno a ella, incluso dormir con ella. Los libros ilustrados estaban llenos de niñas que dormían con sus muñecas. Generalmente eran muñecas de trapo, pero en mi caso éstas eran inaceptables. Me repugnaban físicamente y, en secreto, me asustaban aquellos ojos redondos y estúpidos, la cara de torta y el pelo de color naranja que parecía compuesto de gusanos.
    Las demás muñecas, que en teoría debían proporcionarme un gran placer, coincidían en justamente lo contrario. Cuando me llevaba una muñeca a la cama, sus miembros duros y rígidos repelían mi carne; las yemas ahuesadas de sus dedos me arañaban. Si, dormida, me volvía entre las sábanas, la cabeza fría y dura como un hueso colisionaba con la mía. Era la compañía más incómoda y evidentemente más agresiva que una podía tener en el lecho. Y abrazarla no resultaba en absoluto más gratificante. La gasa almidonada o los encajes del vestido de algodón te irritaban la piel. A mí me inspiraba un solo deseo: despedazarla. Ver de qué estaba hecha, descubrir su presunta dulzura, encontrar la belleza, el deseado encanto que a mi se me escapaba, y al parecer únicamente a mí. Adultos, niñas mayores, tiendas, revistas, diarios, escaparates, el mundo entero se había puesto de acuerdo en que una muñeca de piel rosada, cabello amarillo y ojos azules era lo que toda niña consideraba un tesoro. "Mira-decían- lo bonito que es esto, y si tu lo mereces debes tenerlo." Yo tocaba con los dedos la cara de la muñeca, intrigada por sus cejas, que eran un simple trazo; le rascaba los nacarados dientes, que asomaban como dos teclas de piano entre los labios rojos. Reseguía el perfil de la nariz respingona, picaba los vidriosos ojos azules, retorcía los pelos amarillos. No podía amarla, pero sí podía examinarla para ver qué era lo que el mundo entero clasificaba como adorable. Había que romper los diminutos dedos, doblar aquellos pies planos, desprender el cabello, retorcerle el cuello para que girase, y la muñeca producía entonces un sonido; un sonido que decían que era un dulce y quejumbroso "Mamá" pero que yo interpretaba como el balido de una oveja moribunda o, más exactamente, como el chirriar de las bisagras oxidadas cuando la puerta de nuestra nevera se abría en el mes de julio. Si arrancabas aquellos fríos y estúpidos ojos, la muñeca seguía balando, "Aaaah"; si le quitabas la cabeza, vaciabas a sacudidas el serrín, le rompías la espalda contra la barra metálica de la cabecera de la cama, continuaba balando. Cuando el tendal de la espalda se desgarraba, entonces veías el disco con seis agujeros, el secreto del sonido. Una simple pieza redonda de metal.

21 octubre, 2012

Pearl Comfort S. Buck ( West Virginia-E.E.U.U.,1892 - 1973)


LA MADRE(fragmentos)


Pero si la madre vio u oyó esas cosas, no lo dijo. No; ella sabía que su hijo menor había muerto ya y que de nada serviría la plata. Los reproches eran asimismo inútiles, si algo había de reprochar. Ansiaba llegar a su casa e ir junto a aquella tumba y llorar. En su corazón recordó amargamente que ni siquiera tenía una tumba de sus propios muertos sobre la que llorar, como tenían otras mujeres, y que había de ir a la vieja sepultura de un desconocido para desahogar su corazón. Pero incluso ese dolor pasó y sólo anhelaba llorar y desahogarse.
.
(...)
Pronto durmieron todos. Pesada y profundamente durmieron, y si el perro ladraba durante la noche, todos seguirían durmiendo, excepto la madre, pues para ellos sus ladridos eran los sonidos de la noche. Sólo la madre despertaba para escuchar y prestar atención, y si no tenía que levantarse, también ella volvería a dormir.
.
de La Madre, Círculo de Lectores, Barcelona, 1964

La buena tierra (1931), Viento del este, viento del oeste(1930) y La estirpe del dragón (1942). Entre sus obras posteriores cabe mencionar Los Kennedy (1970) y China tal y como yo la veo(1970). Fue Premio Pulitzer en 1932 y Premio Nobel de Literatura en 1938, la primera mujer en conseguir ambos premios. En 1937 se llevóLa buena tierra al cine, consiguío dos premios

07 octubre, 2012

IRMA VEROLÍN (Argentina, 1953)


"EL CAMINO DE LOS VIAJEROS"(fragmentos de la novela)

Estoy lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces, ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza. Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador, resuena en la boca de mi estómago.

                                           …………………

A veces pienso que viajábamos no para escapar de esos días chatos ni para vivir en la transitoriedad sino porque sinceramente creíamos que existía el final del camino. O al menos una parte de nosotros conservaba la ilusión de que sobre esta tierra había un lugar que equivalía al Paraíso. Es factible que alguna memoria ancestral nos empujara a emprender ese trayecto hacia la cuenca vacía, hacia ese sitio sin nombre que buscábamos afanosamente cuando mirábamos un mapa. Los puntos rojos de las ciudades no nos llamaban la atención ni nos incitaban a mirar por detrás queriendo averiguar si, en el reverso o más allá del reverso, se replegaba ese final que adivinábamos de una manera confusa. Entonces desplegar el mapa indicaba el principio de la búsqueda de un tesoro. Y las islas perdidas eran un punto infinitesimal, tan liliputiense que nuestros ojos ávidos sólo descubrirían luego de trasladar el esquema del mapa al escenario del mundo. Ese pasaje obligado de descifrar primero un mapa para después constatar su veracidad llevando el cuerpo por el mundo, me retrotrajo en varias ocasiones al pizarrón negro de la escuela secundaria. Las fórmulas algebraicas eran ininteligibles, pero la monja, que se había recibido con honores de profesora de matemáticas en Italia, insistía en su futura aplicación y nos juraba y perjuraba su incuestionable practicidad. Alguna vez nos había dicho que esas equis y esas íes griegas seguidas de tanto número absurdo bastaban para medir el tamaño de una montaña. Me costaba aceptar aquello; en el fondo nunca le creí a la monja, que terminó regresando a Italia porque una carraspera fue seguida por una intensa tos y luego por una neumonía. En el fondo yo pensé que era un castigo por decir tantas mentiras. La misma perplejidad sentía yo cuando, no bien llegábamos a algún sitio, Marcos, sonriente, desplegaba una vez más el ajado mapa y señalaba con su dedo aquel intento de restringir el mundo a la chatura geométrica, a un declive de líneas celestes y ondulantes o a una cantidad de puntos rojos. Repentinamente me acordaba de la monja y la imaginaba en un monasterio tosiendo y tosiendo, penosamente, sin cesar. En el extremo superior derecho, el ajado mapa que Marcos desplegaba y plegaba como las velas de un barco, tenía el dibujo de una veleta. Los cuatro puntos cardinales eran cuatro extremos que nos hundían en la angustia. Hacia dónde ir. ¿Hacia el calor?, ¿hacia el frío?, ¿hacia el océano o la selva? La línea firme que separaba una nación de otra me despertaba temblores. Los guiones que marcaban el final y el principio de una provincia me retrotraían a las conocidas entonaciones y a los chistes del lugar. Jamás podía pensar en un árbol, en un clima o en un paisaje. Tantas veces sentí lo mismo que tuve que aceptar que allí estaba mi sello de la ciudad. Veía sólo construcciones, espacios demarcados, fechas y nombres. Nada que estuviese vivo se adelantaba en mí al contemplar el mapa. Todo era cultura ante mis ojos anticipados, no adivinaba ni siquiera lejanamente a la naturaleza. Así que se me ocurrió especular que tal vez eso me impedía ver el monte como era en realidad: un espacio entregado enteramente a las leyes de lo natural. Quizá la prueba o el desafío mayor había sido tener que entreverarme en ese código inusitado. También —no era nada improbable— mi rechazo al agua explicaba mis incomprensiones. Una vez uno de los hombres que solíamos levantar en la ruta, un buceador submarino, nos aseguró con un tono de voz sentenciosa, que la gente que rehúye el agua es gente que no ama la vida. De más está decir que no volví a dirigirle la palabra en todo el viaje, y sólo lo hice en el momento en que descendió del coche y nada más que para indicarle que cerrara bien la puerta. Si el monte se me presentaba como un garabato se debía a que miraba con ojos de ciudad aquello que exigía un enfoque nuevo. Me hubiera gustado arrancarme los ojos para entrar en el monte, arrancármelos en todos los sentidos de la palabra, lo que no hubiese sido más que un gesto absolutamente literario que hubiera acusado mi profunda ligazón a la cultura, a ese repertorio conocido de saberes que se reiteran una y otra vez con voces y formas. Lo natural, al menos en el monte, tiene más de sorpresa que de repetición y al parecer yo no estaba dispuesta a aceptarlo, por eso insistía en no comprender. Con el tiempo llegué a establecer alguna relación entre los arranques furibundos por viajar y nuestra vida de todos los días. Cuando yo lograba aceptar que me encontraba situada a medio camino entre mi alma y mi cuerpo, sentía el impulso loco de hablar de un viaje. Por lo general trataba de olvidar ese desencaje mío, esa constante necesidad de quitarme el cuerpo de encima recurriendo al vestido oloroso que colaboraba malamente. Por entonces mi única estratagema conocida para sacudirme el alma del cuerpo era viajar. Tenía el total convencimiento de que los viajes me daban esa sensación única de que mi cuerpo y mi alma se separaban. Así lograba ser sólo cuerpo, al menos por un rato.

                                               ……………….

  Los milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar. Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario, Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla translúcida.

                                       …………………

   Inexplicablemente nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.

El camino de los viajeros ( Ed. UNL, Santa Fe, 2012).


Irma Verolín nació en Buenos Aires en 1953, y reside en Capital Federal. Ha sido finalista del Premio Planeta Argentina de novela, del Premio Fortabat, y del Premio de novela del diario La Nación.
Ha obtenido el Premio Emecé, el Premio del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Encuentro de escritores patagónicos, el Premio Municipal Eduardo Mallea, el Premio Internacional Horacio Silvestre Quiroga y el Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos.
Publicó los libros de cuentos “Hay una nena que gira”, “La escalera del patio gris” y “Una luz que encandila”, y una novela, “El puño del tiempo”. Como autora de literatura infantil y juvenil publicó “La gata sobre el teclado” y “Lluvia sobre el mundo”, entre otros. Integra diversas antologías en el país y en el exterior, y algunos de sus relatos fueron traducidos al inglés.

04 octubre, 2012

Cecilia Ferreiroa(Argentina)


El Trabajo



Caro me dijo que era mejor tomar el subte. A mí nunca me gustó viajar bajo la tierra. No por claustrofobia. Me preocupaban las toneladas y toneladas de peso de los autos y colectivos que pasaban por encima. Nunca tuve confianza en los arquitectos ni en los ingenieros. Siempre me pareció que si un edificio se mantenía en pie se debía más a una causa oculta o al azar que a la planificación de una persona.

Tenía que atravesar toda la ciudad. Necesitaba la plata, y el trabajo que me había pasado Caro sonaba muy simple. Debía ir a la casa de una persona que me hablaría de sí misma. Mi tarea consistía en escucharla en silencio. Había sido muy enfática en ese punto. Para mí escuchar en silencio era lo mismo que no escuchar. Siempre necesitaba alguna palabra, alguna pregunta del otro que diera cuenta de su atención. Caro no me había explicado nada más. Se había tenido que ir corriendo a no sé qué otro compromiso. Ella siempre estaba a mil y se despedía de mí intempestivamente.

Lo más complicado del trabajo era el viaje. Me resultaba curioso ir tan lejos un domingo sólo para escuchar a alguien. Los trabajos que conseguía Caro siempre eran extraños.

El subte llegó vacío. Dudé al entrar, pero había abierto sus puertas como una invitación. Las luces brillaban. En un momento pensé que quizás me había metido en un tren fuera de servicio. Las estaciones por las que pasábamos estaban igual de vacías. El subte desbordaba de gente solamente los días de semana. Mecánicamente paraba en las estaciones y abría sus puertas. Nadie entraba. Había algo ridículo en eso. Quizás toda la línea estuviera fuera de servicio y nadie me lo había dicho. Decidí seguir mientras el subte siguiera.

Llegué a mi estación y bajé. El subte se alejó lleno de luz. Me sorprendió cuando al subir a la calle, vi una gran masa de gente. En esa zona alejada del centro la gente se agolpaba.

El colectivo daba vueltas por calles irreconocibles por lo similares y anodinas. Su avance continuo tenía algo de inefectivo. No llegábamos más. La ciudad se extiende interminablemente.

Cuando me bajé del colectivo sentí, por primera vez, ansiedad. Me preocupaba no poder escuchar de la manera que debía hacerlo.

Llegué a la puerta. Miré la casa antes de llamar. No había nada raro, nada que pudiera hacer pensar que ahí se contrataba gente para un trabajo tan peculiar.

Llamé. Esperaba encontrar a una vieja solitaria pero abrió una mujer joven. La mujer me llamó Carolina. Cuando iba a aclararle que yo no era Carolina, me dijo que empezaríamos desde ese momento con el trabajo. Me callé inmediatamente. Lo que esa mujer pagaba era la mera presencia, una presencia anónima, sin rasgos o palabras que la particularizaran.

Me hizo pasar a una especie de estudio en el que se acumulaban cosas disímiles. Había libros, plantas, ropa doblada, toallas, yerba, diarios apilados. No parecía ser necesario acumular todo ahí porque la casa era grande, aunque no vi el resto de los cuartos.

Nos sentamos. La mujer no me ofreció nada. Cualquier pregunta motivaría una respuesta. Yo me moría de sed pero tampoco dije nada.

Empezó a hablar. Su voz tenía un ritmo particular. Parecía contar algo que ya había empezado a contar un rato antes, que había estado contando una y otra vez, como un disco rayado. En su mirada había un velo o una profundidad, como alguien que mira detrás de una ventana. Yo había decidido concentrarme en esas cuestiones laterales, y no escuchar mucho lo que decía. Sabía que si prestaba atención iba a ser muy difícil no hacer ningún comentario.

Mientras hablaba, la mujer tenía la mirada perdida. Por momentos me miraba a los ojos. Me daba cuenta de que había dicho algo importante, digno de ser escuchado, pero ya era tarde. No sabía exactamente qué cara correspondía poner, así que dejaba una cara neutra.

Algunas palabras sueltas, sin embargo, había llegado a oír. No alcanzaban para darme una idea de lo que había estado diciendo. Todas me parecían como ese cuarto en el que estábamos: un amontonamiento de cosas inconexas.

En un momento señaló una foto. La foto era de una nena con los pelos dorados, cubierta de barro. Miraba la cámara y sonreía a la persona que estaba detrás. ¿Sería ella misma? Al ver la foto, supuse que todo ese tiempo me había estado hablando de esa nena y en un momento de su relato había querido hacerla más tangible, más real. Quizás era su hija y me contaba la alegría que había sido para ella tenerla. Probablemente algo malo le había pasado. Su tono de voz era triste. Me dio mucha curiosidad su historia, pero sabía que Caro no me perdonaría hacerla quedar mal.

En un momento se levantó. Entendí que habíamos terminado y me levanté también. Al despedirme sólo le hice un gesto con las manos.
La mirada de ella había cambiado. Era más íntima. Supuestamente ahora yo sabía. Ella había contado algo doloroso o terrible, y yo había escuchado sin juzgar.

Antes de cerrar la puerta me dijo: Gracias, Carolina, por escuchar todo lo que te conté; y me extendió un sobre con la plata. Bajé la vista. No pude mirarla a los ojos cuando me fui. Caminé por esas calles extrañas como un autómata.

02 octubre, 2012

Cornelia en el espejo de Silvina Ocampo(Argentina, 1903.1993)


Cornelia frente al espejo

De todo el mundo me despido por carta, salvo de vos. La casa está sola. A
las ocho Claudio cerró con llave la puerta de la calle. ¡Cornelia!. Mi nombre me
hace reír. Qué quieres, en los momentos más trágicos me río o enciendo un
cigarrillo y me echo al suelo y te miro como si nada malo tuviera que suceder.
Ciertas posturas nos hacen creer en la felicidad. A veces estar acostada me hizo
creer en el amor.
—Soy espejo, soy tuyo. Desde que cumpliste seis años, por mi culpa
quisiste ser actriz; tu padre, con su cara de prócer, tu madre, con su cara de
república, se opusieron. Qué absurdas son las personas respetables. Cuando
guardas las pieles y los fieltros en alcanfor renace tu desconsuelo; en realidad la
gente se opone a nuestra vocación, es como la polilla, hay que combatirla día
tras día, año tras año.
—¡Es cierto!. Pero no menciones las polillas ni el alcanfor ni las pieles ni a
mi familia, ni siquiera mi nombre. Qué ridículo me parece. Podría llamarme
Cornisa, sería lo mismo. Lo he escrito en las paredes del cuarto de baño mientras
me desnudaba para bañarme antes de salir para el colegio; lo he escrito en la
glorieta del jardín de San Fernando cuando aprendí a escribir; lo he escrito sobre
mi brazo izquierdo con un alfiler de oro. Vivimos como si fuésemos a vivir mil
años, cepillándonos el pelo, tomando vitaminas, cuidándonos las uñas y las
pestañas, eligiendo y eligiendo como en las liquidaciones de Gath y Chávez.
Hace mucho que te conozco, desde los primeros meses, no, tal vez después
cuando usaba un flequillo mal cortado y cintas en el pelo del color de mis
vestidos. Desde hace unos días, en cuanto te veo aparecer, como si te viera por
primera o por última vez, mi corazón acelera sus latidos. Eres un compendio de
las personas a quienes he amado. Estás rodeado de una atmósfera líquida, estás
como en el interior del agua, en la luz donde nadan los peces de las grandes
profundidades del mar o en la superficie de un lago tranquilo. Sólo tu voz me
hace quererte. Vivo en un mundo opaco, material, sin aire, un mundo de
talleres; comprenderás que en lugar de sueños tenga a veces pesadillas.
—La avaricia, con su cara filosófica...
—¡Nunca fui avara!.
—Lo fuiste de un modo original. El orgullo, con sus esmeraldas llenas de
jardines.
—¡Mi madre es orgullosa!. Yo, nunca.
—La lujuria, con su recua de alumnos más sagaces que sus maestros. ¡La
lujuria!. Cuántas veces buscaste esa palabra en el diccionario; manchaste la
página con dulce. Eras precoz, tenías ocho años y veinte orgasmos diarios.
—Yo fui más precoz al descubrir tu ombligo. La pereza con su resignación
soñadora. Soy perezosa.

—La gula, con sus dorados libros de recetas. —¡El más horrible de los
pecados!.
—Te parece horrible porque te hace engordar. La envidia, con oscuros
terciopelos, con predilecciones inexplicables.
—¿Soy o no soy envidiosa?. ¡No sé!. Celos y envidia se confunden.
 —La ira...
—¿La ira?. ¿Cuándo?.
—El día en que tiraste las alhajas de tu madre al suelo; el día en que
rompiste aquel vestido de fiesta. La ira, con sus ojos vidriosos de hiena y sus
encantamientos se ha encarnado en ti.
—¿Ahora quieres que haga mi examen de conciencia?. Me ayudaste a
disfrazarme para pedir perdón. ¿Para pedir perdón a quién?. A Dios y no a mis
antepasados. Hay personas que confunden a Dios con sus antepasados. Siempre
jugué a ser lo que no soy. Naturalmente que te conmoví. Tus defectos, tus
conflictos son míos. Cuando robé la cigarrera de oro de Elena Schleider, en
aquella casa de campo que olía a piso encerado, donde nos invitaron a veranear,
en el fondo del cuarto tus ojos, como dos estrellas, me guiaron para dejarme
robar sola. Sabías para quién y para qué robaba. Pensé que eras hipócrita: no te
guardo rencor. En un marco dorado conmigo amaste y odiaste a Elena Schleider.
Cuando me ponían en penitencia sufría de no verte, de no tocar tus manos
envueltas en una suerte de bruma gelatinosa, esa bruma propia de los espejos.
Tu boca es lisa como la boca del agua y fría como la boca de las tijeras. ¡Espejo
odiado!. Dentro de algunos instantes no me verás más. Te lo juro. Tengo el
hábito de mentir, pero nunca a mí misma.
—Esa falda que llevas, esa blusa de hilo verde te favorecen. Quisiera que te
embalsamaran para la posteridad. No fumes tanto. Tus dientes me
deslumbraban, pero ahora... parecen de marfil, de vulgar marfil.
—Fuiste mi única amiga, la única que no me traicionó después de
conocerme. A veces, muchas veces te vi en mis sueños, pero no sentí al tocarte
la presión celeste de este vidrio. Tenemos veinticinco años. Es mucho,
demasiado ya.
—He visto a viejos sin arrugas, mi querida, con el pelo violeta, viejos
decrépitos que parecían disfrazados, y niños viejísimos, niños lívidos que se
hacían los niños. Venían de visita.
—Siempre fui en busca de ti para reírme. Cuando lloraba, para que no me
vieras, me escondía detrás del biombo de madera pintada, junto al calorífero del
comedor, donde había olor a fritura y a naranjas. Sabía que mis lágrimas te
desagradaban. Te gustaba verme reír, con un sombrero de papel de diario, un
sombrero de burro con orejas o de almirante, o con un verdadero sombrero. Este
es el que prefiero. Siempre me fascinaron los sombreros con plumas. Con un
sombrero de plumas soñé que bailaba La muerte del cisne. A los once años, mi
madre vio bailar a Pawlova La muerte del cisne. Desde ese día sueño con ese
sombrero de plumas y con esa muerte. Podría tener cuarenta años;
ilusoriamente los tengo esos cuarenta años, que jamás cumpliré; una voz más
grave, una seguridad, un aplomo, una dignidad mayor.
—Siempre tendrás una variedad de voces infinita, desde la más grave hasta
la más aguda. En tu pelo teñido, cinco hebras de plata rebeldes te fastidian. Tus
uñas impecables son rosadas, pero se rompen; tendrás que tomar calcio.
—Mañana mismo. Consultaré al doctor Isberto.
—Puedes hacer todo el mal que quieras sin que nadie lo note. Todo el
mundo cree que eres una santa, no sólo porque te escondes en la oscuridad de los cuartos, sino porque tienes los ojos muy apartados el uno del otro, lo que te
da una expresión de inocencia y de felicidad desmedida.
—Podría ser muy pobre, en el transcurso del tiempo quedar en la miseria,
pedir limosna en los zaguanes, no verte más, mi ángel, vagar de puerta en
puerta y entrar por fin en una casa para ofrecerme de lavandera, sin saber lavar.
Entonces me verías arrodillada, mi espejo universal, con este trapo en las manos
fregando el piso, porque los dueños de casa aprovecharían mi falta de
experiencia para hacerme hacer toda suerte de trabajos. Me verías seducir a los
hombres, a cualquier hombre que viniera de visita a la casa, al lechero, al
almacenero, al plomero, porque las mujeres que trabajan de esta manera tienen
una belleza en el desaliño, una belleza natural que no tienen las otras con sus
afeites. Mírame despeinada, con las mejillas rosadas. No te agrada verme en los
brazos de un hombre porque eres celoso como yo. Los hombres son monstruos:
el amor los transfigura. Pero no me dejo seducir; en mis manos, con olor a
jabón, conservo las predilecciones de mi inocencia. ¿Por qué?. No sé, son como
las piedras preciosas que hay dentro de las máquinas de los relojes, ¡esos rubíes
tan necesarios!. Podré barrer los pisos, remendar las medias, limpiar las
alfombras mientras tu sonrisa me vigila. Soy virtuosa. Los pobres, aun cuando
son crápulas, son virtuosos; si son crápulas tienen razón de serlo. Tengo las
uñas muy cortas, por eso tus manos parecen manos de estatua de piedra y no
de prostituta o de señora. Ahora todo ha concluido: todas las representaciones,
los escenarios, los teatros con sus butacas, todos los resentimientos, todas las
obediencias, el temor a la obesidad, al soborno, al desprecio.
—Nunca dejaste que me acercara demasiado, me tuviste siempre a
distancia, por eso no nos hemos cansado la una de la otra. Todos mis recuerdos
los comparto contigo. ¡Cuánto me gustaba el pan que comíamos juntas!. ¡La taza
de café con leche cuyos tragos pasaban por tu garganta misteriosa con un leve
temblor!. A menudo dejabas la taza para mirarme. A veces, cuando recogías tu
pelo lacio y lo trenzabas con cintas, ignorando el curso de las horas nos
perdíamos en una suerte de paisaje donde no intervenían tus conocimientos
geográficos porque todos los lugares que recorríamos eran inventados por ti.
¡Cuánto te gustaba la lluvia que había dejado en tu cara un frío similar al de mi
cara!.
—¡Cuánto me gustaba no sólo lo agradable, sino lo mísero y terrible, ese
dolor en mis entrañas, en mis hombros extasiados, esa venalidad, que repetías,
del cuerpo!. En mi infancia tardaba una hora en tomar el aceite de castor que mi
madre me servía con naranjada tibia. No sé qué sabor tendrá este brebaje. Antes
probaré el agua sola de nuevo.
—¡Qué fría, qué suave, qué nueva, qué incontaminada!. ¡Si entrases a una
gruta nocturna con jazmines, en verano, no sentirías tanta frescura!.
—Es un remedio que se emplea para la anemia, en pequeñas dosis. Lo robé
en el laboratorio donde Héctor trabaja. ¿Estaré soñando?. Oigo ruidos en la casa.
Contigo no tengo miedo. No quise tirarme debajo de un tren ni al mar, que es
tan agradable, porque no podía llevarte conmigo. Vine a esta casa porque era el
único lugar donde nos encontraríamos a solas, pero me había olvidado de que
existían fantasmas. No sabes el tiempo que tardé en conseguir las llaves de esta
casa, nadie tiene confianza en mí. Mi tía creyó que quería entrevistarme con
algún amante.
—Los sabores, como los perfumes, tienen una gran importancia para ti. Tu
paladar es muy fino, pero hoy el sabor que pueda tener este veneno te es
indiferente.
 —Creo que compartes mi indiferencia. Hoy que me estás mirando más
atentamente que de costumbre, te amo y te odio más que nunca. ¡Si alguien nos
viera, qué diría!. Si nos viera mi padre, por ejemplo. "¿Qué haces con esa cara
de pan crudo?. Pretendes engañar al espejo", diría eso, pero seguramente piensa
que soy la mujer más hermosa del mundo aunque en algo me parezca a mi
madre, por ejemplo en el óvalo de la cara, en el mentón, en la forma
incongruente de las cejas. ¡He vivido tanto tiempo en esta casa!. Tengo un
inventario mental de las cosas que me gustan: el jardín de invierno donde me
escondía, me fascina, el cuarto que era el cuarto de plancha y que sirve ahora de
depósito, también. Todo se ha transformado en salón de modas. Este salón era
una sala. ¿Qué diferencia habrá entre una sala y un salón?. Yo me asfixiaba
cuando entraba aquí. Las manos de todos los retratos que me miraban me
estrangulaban, y el comedor, con la araña y la platería, y los dormitorios, el de
las cortinas rojas donde nació mi hermano Rafael. ¡Por no verlos hubiera vivido
en el infierno!. Por suerte mi tía compró esta casa para alojar sombreros. La
compra de la casa fue dramática. Mi padre necesitaba dinero y mi madre no se lo
perdonaba. Tomaré un trago antes de beber todo el contenido del vaso. La gente
aconseja beber de un trago las cosas horribles, el aceite de ricino, la magnesia,
por ejemplo, pero yo los bebo lentamente. ¡Mi querida, no me mires con tanto
patetismo!. ¿Recuerdas el día en que te traje aquel perro que lloraba?. Creí que
en tus brazos sanaría y te llamé. Te reíste porque el perro tenía una venda
alrededor de la cabeza, parecía un turco, y al verse en tus brazos gruñó como un
animal feroz. No sabía que estaba muriendo. ¿Sabes ahora lo que me sucede?.
¿Por qué no te ríes?. ¿Acaso mi muerte es más importante que la de un perro?.
Veo los vidrios rojos y azules de la infancia en la ventana que daba al patio.
Detrás de los vidrios, entre las hojas que los golpeaban, me escondía para
cometer pecados. Después corría a verte: te entregaba mi cara y mis secretos.
Fue lo que nos unió. La niñera tejía una esclavina violeta, con olor a humo, y me
dejaba jugar con los carreteles, después me lavaba las manos en una palangana
con flores, donde escupía cuando estaba enferma. Qué extraño. La puerta de la
calle está cerrada, no hay nadie en la casa, estoy segura. He elegido este lugar
porque mis únicos testigos son los sombreros, las caras atónitas de los
maniquíes, que tienen caras y voces de señoras, convengo, pero que son
benignos cuando están solos.
—Alguien ha movido el picaporte. Juro que lo he visto moverse. Pero nadie
puede venir a esta hora. Mi tía está en casa, enferma. Claudio no tiene llave y si
la tuviera no vendría a esta hora. ¡Claudio, mi amigo de infancia!. Qué dirá
cuando sepa. Las dos de la mañana. Estoy nerviosa, sin duda. ¿Quién es?.
Conteste. A mí nadie me asusta; no me asusta ni el demonio. Los seres
angelicales a veces me espantan. 
—¿Qué haces aquí?. ¿Quién eres?. ¿Cómo entraste?.
—La puerta estaba abierta.
—¿Para qué entraste?.
—Quería ver las muñecas.
—¿Qué muñecas?.
—Las muñecas con sombreros.
—¿Cómo te llamas?.
—Cristina.
—Cristina, ¿nada más?.
—Cristina Ladivina, de La Rosa Verde.
—Yo me llamo Cornelia. ¿Y dónde está La Rosa Verde?. 
—En Esmeralda.
—Eres un fantasma, una niña perdida, con esmeraldas y rosas verdes. ¿Y te
dejan salir sola a estas horas?.
—Me dejan, a cualquier hora.
—¿Pero de noche?.
—La noche es como el día; la oscuridad es como la luz.
—¿Qué edad tienes?.
—Diez años.
—Eres bonita. Mírate en el espejo. ¿Me ves a mi reflejada?. ¿Y a ti?.
—No.
—¿Nunca te viste en un espejo?.
—En el agua, en el barro de los ríos, en el filo de un cuchillo.
—Me das miedo. ¿Y cómo entraste en esta casa?.
—El hombre me hizo entrar.
—¿Qué hombre?.
—El hombre que me mostró los muñecos del escaparate.
—Eres un fantasma. ¿Sabes que es un fantasma?.
—Alguien que vive y que no vive. ¿Eres un fantasma?.
—No sé.
—Y entraste para asustarme, ¿verdad?. ¿He muerto ya?. ¿Viniste a buscar
mi alma?. Eres aquella tía mía que murió de sarampión a los diez años, aquella
que se llamaba Virginia. ¿Viniste a buscar mi alma?.
—No. Vine por las muñecas.
—¿Y quién es ese hombre de que me hablas?. ¿Dónde está?.
—Ahí.
—Nada me asusta, ni un hombre con su cara.
—¿Está sola?.
—Estaba con esa niña que acaba de entrar.
—¿Con quién hablaba?.
—¿Antes de que entrara la niña?. Hablaba conmigo en el espejo. Usted no
puede creerme, ¿verdad?.
—¿Dónde está la persona que hablaba con usted?.
—Aquí en el espejo. Mírela.
—Diga donde está.
—Revise la casa, si quiere. ¿Y la niña?.
—¿Usted es la dueña?.
—No. Ni quiero serlo. Soy una empleada. Sobrina de la dueña.
—No lo creo.
—¿Parezco tan seria?. ¿Tan importante?. ¿Tan respetable como para mentir
tan bien?. No me adule, por favor; además, usted no sabe lo que a mí me
agrada, por lo tanto no sabría adularme. 
—Todas son iguales.
—¿Quiénes son todas?.
—Las mujeres. Todas mienten.
—Yo soy diferente, se lo aseguro. 

—No le creo.
—¿Se ha encontrado con mujeres como yo en muchas oportunidades como
ésta?.
—Sht, no hable a gritos. No soy sordo.
—Hablo con mi voz natural. ¿Quién es esa niña que entró con usted?. ¿Era
realmente una niña, o era una enana disfrazada de niña?. 
—No sé.
—¿Usted utiliza a los niños como escudo?.. Diga la verdad. No quiero
pensar mal de usted, pero hay cosas que no me parecen correctas. Por ejemplo:
utilizar a una niña de diez años para protegerse. Además ¿usted sabe que los
niños son muy sagaces?. Son detectives, diminutos detectives.
—Cállese. No hable en voz alta.
—Hablo en voz baja como en un confesionario. ¿Usted nunca se confesó?.
—Conteste y no haga preguntas. ¿Hay alguien en la casa?.
—¿Por qué mira así?. ¿No me considera alguien?.
—¿Hay alguien fuera de usted?. Sht, cállese.
—No tenga miedo. No hay nadie. Sólo yo y el espejo. A veces pienso que
hay fantasmas en la casa. Hoy creí que había uno, pero cuando supe que era
usted y esa niña que parecía un fantasma, quedé tranquila. "Por malo que sea
un hombre, es un hombre", me dije.
—Sht. Le prohíbo hablar.
—No hablaré.
—¿Dónde están las llaves de la casa?.
—Si me prohíbe hablar, ¿cómo puedo contestar?.
—No se haga la graciosa.
—¿Qué llaves? Hay tantas llaves.
—Cualquier llave.
—¿Usted no sabe cuáles son las llaves que quiere?. Hay muchas llaves: la
del armario grande, la del depósito, las de las alacenas, las de los baúles, las de
la caja de hierro. ¿Cuál es la que quiere?.
—Las de la caja de hierro.
—Aquí están. Mi tía es muy imprudente. No parece rica.
—Déme las llaves.
—¿Y después qué hará conmigo?. ¿Piensa matarme?.
—Es lógico.
—¿Con qué piensa matarme?. ¿Con ese cuchillo?. ¿Acaso cree que no lo he
visto?.
—¿Le impresiona?.
—Un poco. No me gustan las armas blancas. ¿No tiene un revólver?.
—Tengo todo lo que me hace falta.
—Ese cuchillo es atroz. ¿Sabe si corta bien, por lo menos?.
—Es inoxidable. En seguida pasa.
—¡Pero el filo en la garganta!. Ese primer contacto helado del acero... Y
después... la sangre que corre y que mancha el piso... y que salpica las
tapicerías o los cortinados... ¿No le da náuseas?.
—No es en la garganta ni con el cuchillo como la mataré.
—¿Con qué, entonces?. ¿De un balazo?.
—Con una hoja de afeitar.
—¿De esas con que se saca punta a los lápices?. ¿Y no es más práctico usar
el cuchillo?. Porque, después de todo, el cuchillo se usa más que la gillette para
esos fines.
—Es cuestión de costumbre.
—Yo usaría el cuchillo o un revólver. La espada es muy larga. Qué
disparate. El revólver, es claro, no conviene porque es ruidoso. El estampido me
hace daño. Tengo que taparme las orejas para no oírlo, por ese motivo nunca
pude tirar al blanco, aunque tenga mucha puntería. Ni intenté suicidarme con un
revólver. ¿Usted sabe tirar?. ¿Obtuvo premios?.Los hombres saben tirar. Es
inútil, por eso van a la guerra y las mujeres se quedan en sus casas o en los
hospitales atendiendo a los heridos. Soy permanentemente anticuada. La mujer
nació para quedarse en su casa tranquilamente; el hombre, para las grandes
aventuras, para las empresas peligrosas.
—Son nuevitas. Estas hojas de afeitar son nuevitas.
—Ya sé que usted es muy bueno. Tiene cara de bueno. Todas las caras en
el espejo son así. Es claro que la cara no quiere decir nada. En los diarios salen
fotografías de hombres con caras de asesinos y son santos, en cambio salen
otros con caras de santos y son asesinos. ¿Promete que va a matarme?.
Prometa.
—Prometo. Déme las llaves.
—¿Y dónde me hará la herida?.
—Es muy fácil. Cortaré las venas de la muñeca, y después se irá en sangre.
Si tarda mucho, la puedo sumergir en un baño caliente. ¿Hay baño en esta
casa?..
—Hay baño, pero no hay agua caliente a estas horas. Empiece. Tenía
muchos deseos de morir. Usted es muy bueno, ¿pero qué piensa hacer con el
cadáver?. ¿Piensa cortarlo en pedacitos y sembrar todos los pedacitos por la
provincia de Buenos Aires?. ¿Piensa llevarme en una bolsa, como si llevara
carbón o papas?. ¿Piensa dejarme aquí tendida en el suelo?. ¿Sabe usted que
hay ratones en esta casa y que podrían desfigurarme?. Sería una lástima. ¿Los
oye?. ¿Conoce algún veneno para matarlos?. Mi tía está preocupada: la otra
noche arrancaron la pluma de un sombrero y dos cerezas atadas con una cinta
de terciopelo. Las trampas no sirven para nada. ¿Si resolvieran comer la punta
de mis dedos?. ¿Si me dieran un mordisco en la nuca o en la garganta?. ¿Usted
se da cuenta del dolor que yo sentiría?.
—Los muertos no sienten nada, señorita.
—Eso es lo que usted cree, señor. Los muertos son muy sensibles. Sienten
todo. Son más lúcidos que nosotros. Si usted les ofrece carne o vino no lo
apreciarán, pero hágales oír música o regáleles perfume, y verá. Nunca están
distraídos. Ven como las palomas los colores ultravioletas. Son refinados,
sensibles. Y de otro modo ¿cómo se explica que les obsequien tantas flores?.
¿Que la gente se gaste tanto dinero en flores, en estatuitas, en misas, en
coches?. ¡Qué se yo!.
—Ésa es una vieja costumbre. ¿Cuál es la llave?.
—Las costumbres tienen una razón de ser. Los muertos ven las flores,
saben dónde están enterrados, quién los mató. Ven el coche fúnebre, los
caballos negros de circo, las iniciales blancas sobre el paño negro que los cubre.
Señor, ¿no podría tirarme al mar?. Adoro el mar. Detesto las ceremonias, los
cirios, las flores, el hervidero de oraciones. Soy mala. Nadie me quiere a mí.
—El mar queda lejos. ¿Cuál es la llave?

—¿No tiene auto?. Podría alquilar uno. ¿Sus hermanos o sus tíos, no tienen
un auto?. Seguramente contará con algún amigo. Me coloca en el automóvil
como si estuviera viva y me lleva al mar. Es tan fácil, y es tan precioso el mar.
Para usted sería un paseo. ¿No le agrada el mar?.
—Los cuerpos flotan, señorita. Salen a la orilla.
—Me ata piedras o plomo en los pies. ¿No ha leído en los diarios o en las
novelas como se tiran los cadáveres al agua?. ¿No va nunca al cinematógrafo?.
Es tan poético.
—Déme la llave.
—Es una de éstas. No revuelva los papeles que hay en la caja de hierro. Mi
tía sufre mucho cuando hay cualquier cosa desordenada en la casa. No tire la
ceniza del cigarrillo al suelo, por favor. Después tengo que barrer.
—No se mueva de ahí.
—No me muevo. ¿Puede abrir?. A mi tía le pasa lo mismo. Nunca puede
abrir ningún cajón, ninguna puerta que esté cerrada con llave. Es una de sus
desventuras. ¿Por qué no se quita los guantes?.
—Abrirás de una vez la puerta, escorpión.
—¿Con quién habla?.
—Si doy vuelta a la izquierda, te tuerces para la derecha; si doy vuelta para
la derecha, te tuerces para la izquierda, hija de puta.
—¿Habla con las llaves?.
—¿Usted no hablaba con el espejo?. ¿Qué diferencia hay entre una llave y
un espejo?.
—El espejo me contesta.
—Estas también me contestan. Dicen que usted es una mentirosa.
—Le juro que no. ¿Quiere que yo abra?.
—Está mintiendo.
—No le miento. Las cajas de hierro son difíciles de abrir, pero cualquier
ladrón las abre. ¿Usted no es un ladrón profesional, señor?. Cuénteme su vida.
Ha de ser interesante, una vida tan llena de cosas imprevistas. ¿Está casado?.
No. Es demasiado joven. ¿Nunca estuvo de novio?. ¿Viven sus padres?. ¿Tiene
hermanas?. ¿Ha viajado?. ¿Dónde pasó su infancia?. ¿Tiene fotografías de
cuando era chiquitito?. Me gustaría verlas. ¿Conoce la República?. Yo no he
salido de Buenos Aires; nunca viajé. ¿Se da cuenta?. Una mujer de mi edad.
Cuando pienso que existe la China, la India, Rusia, Francia, Canadá, Italia, sobre
todo Italia, me desespero. Pocas personas me tienen simpatía. Porque a las
mujeres no les gusta una mujer con ambiciones. En mi adolescencia robé una
cigarrera de oro y la vendí por cien pesos. Hay que ser valiente para robar. Los
que se dejan robar son miedosos, ¿no le parece?. Mi tía, por ejemplo, todas las
noches mira debajo de su cama para ver si hay algún ladrón. Yo, en cambio,
tengo miedo de los fantasmas. En esta casa dicen que hay fantasmas, un
fantasma vestido de rojo. ¿Usted vio el color de las paredes de la casa al entrar?.
No las habrá visto porque era de noche. Bueno, el fantasma está vestido de ese
mismo color rojo, rojo anaranjado, del color de los ladrillos. Es una niña
pequeña, la vi con mis ojos. Qué calor hace. ¿No tiene calor con esa bufanda?.
¿Por qué usa esa bufanda?. ¿No le molesta?. Tiene una quemadura en la frente.
¿Es sordo?. ¿Por qué no me contesta?.
—¡Qué noche!.
—¿Tiene sed?. ¿Quiere tomar un vaso de agua?.
—El agua es para los peces. 
—Es bueno tomar agua cuando hace mucho calor.
—No hago lo que es bueno. Hago lo que quiero.
—Hace bien. Yo haría lo mismo, si pudiera. Pero soy tan maleducada. No
tengo voluntad. ¿No quiere whisky o gin?. ¿Cubana Brandy?. ¿Manzanilla?. Aquí
en este placard tenemos unas botellas. Cuando terminamos el trabajo, a veces
tomamos un traguito.
—No me interesan las bebidas.
—¿No quiere?. Nadie muere por beber un trago de whisky.
—No insista, señorita.
—¡Qué suerte!. Este veneno es mío, quiero que sea mío. ¡Cómo brilla en el
espejo!.
—Aquí hay otra llave.
—Soy atolondrada. Seguramente es ésta. Al fin pudo abrir. ¿Ahora no
encuentra lo que busca?. Nada. Su afán dura un minuto. Usted es muy original.
No tire todo al suelo. No hay nada de valor para usted pero, para cada persona,
cada cosa tiene un valor distinto.
—Ahora sí tengo sed. Me bebería una damajuana de agua. Ésta no está
bastante helada pero la tomaré.
—Ahora tiene que matarme.
—Cambié de idea. Además no encontré lo que buscaba.
—Usted no buscaba nada. Usted es un pobre loco. Tiene que matarme. ¿Me
oye?. Para redirmirse, tiene que matarme. Si no cumple con su promesa, lo
denunciaré a la policía. Morirá cubierto de vergüenza. ¡Mírese en el espejo!.
—Si quiere denunciarme, puede hacerlo. Quemé las iglesias, di sangre en
los hospitales, tengo sangre universal. No me gusta vanagloriarme, pero no
quiero que usted piense que soy un inútil. Hice un buen trabajo. Ahora me
llamaron para matar...
—¿A quién?.
—Es un secreto.
—Está fatigado. ¿Por qué habla así?. ¿No se siente bien?.
—Estoy perfectamente bien. Los secretos se dicen en voz baja.
—Lo llamaron para matarme a mí.
—No. Traté de matarla para practicar. Me parecía más fácil empezar por
una mujer.
—¿Y por qué abrió la caja de hierro si solo pensaba matar?. ¿Y por qué usa
guantes?. ¿Y por qué se tapa la cara?. ¿Acaso tiene miedo de que lo lleven
preso?.
—Le pedí las llaves para curiosear, para pasar el tiempo.
—¿Sabe para qué usa guantes y por qué se tapa la cara?. Yo se lo voy a
decir: para no dejar las marcas de sus manos, para que sus camaradas no
sospechen que usted es un miedoso, un inútil, un pobre diablo incapaz de matar.
Pues ahora tiene que matarme, es el castigo que merece. ¿Qué diferencia hay
entre matarme y decapitar a Santiago Apóstol y su caballo?. Usted los decapitó,
¿verdad?. Si usted matara mi imagen en el espejo, me mataría también a mí.
¿Por qué no tuvo miedo y ahora tiene miedo?. Nosotros, los seres humanos,
somos irreales como las imágenes. ¿Qué iglesia quemó?.
—Todas las que pude. No conozco los nombres. No crea que es tan fácil.
Algunas no ardían.
—¿A qué vírgenes, a qué santas golpeó?. 
—A ninguna. En el momento...
—Diga. No voy a despreciarlo más ni tenerle menos lástima.
—En el momento en que iba a cortarle la cabeza a una de ellas, se me
aflojó el brazo.
—¿Por qué?.
—No sé. Tengo reumatismo. Me miró con sus ojos de gitana, como si fuera
a decirme la buenaventura. Era la más chiquita. De este alto y no pude
golpearla. Los compañeros se rieron de mí.
—¿Y el pedestal no tenía una inscripción?.
—No. Siento no haberle cortado la cabeza. Ahora la veo siempre por todas
partes. Como si fuera una adivina, sigue mirándome.
—Era una adivina. Las santas son todas adivinas. Tiene que matarme.
Usted ha bebido un poco del contenido de este vaso. En ese vaso había un
veneno precioso, que me costó conseguir. Usted va a morir. ¿Nunca rezó?.
Todavía está a tiempo. Tiene que matarme inmediatamente. Si no lo hace le
escupiré en la cara y llamaré a los ratones del vecindario para que le coman la
lengua y las manos. Si usted rezara, no le sucederían cosas tan desagradables
como las que le estoy prometiendo. ¿Me oye?. Voy a gritar. ¡Socorro!.
—¿Quién es usted?.
—¿Qué sucede?.
—Nada, nada. Este señor tenía que matarme: me lo prometió y ahora se
niega a hacerlo. Va a morir dentro de unos instantes ¡y no quiere redimirse
porque es cobarde!.
—Perdonen la intromisión. Vi la puerta abierta, oí gritos y entré. No soy de
la policía, no se asusten. ¿Qué ha sucedido?.
—Este señor entró a matarme, me hizo creer que buscaba algo, abrió la
caja de hierro y dejó todo tirado. No necesita robar, es un hombre rico. No sé
qué quiere; él tampoco.
—¿Qué debo hacer?. Por favor, dígamelo.
—No se aflija.
—Lo hemos dejado escapar. Es horrible.
—Peor sería que no se hubiera escapado.
—¿Por qué?.
—¿Qué hubiéramos hecho con él, con su enorme cuerpo?. ¿Quiere
decirme?.
—Lo que merecía: castigarlo. Tendríamos que perseguirlo.
—Imposible. Va a morir. He oído un ruido. Algo se ha desplomado en el piso
de abajo. ¡Es él!. Ha muerto como un perro. ¿Pero no comprende que ha
muerto?. Bebió un poco de veneno.
—No comprendo nada. Ante todo vamos a cerrar la puerta de la calle. Si
usted me permite. Veremos si el hombre no se ha escondido en algún rincón de
la casa.
—No veo nada. Voy a encender la luz.
—No se aflija: hay hombres que tienen siete vidas como los gatos. ¿No
envenenaron a Rasputín mil veces y no se salvó mil veces?.¿Ahora qué debo
hacer?.
—Debe hacer lo que este hombre no hizo: matarme. 
—¿Matarla?. 
—Sí, matarme. Hace tres noches que no duermo buscando una forma de
suicidio. Ayer conseguí este veneno y estaba por tomarlo en medio del silencio
de esta casa cuando oí ruidos insólitos.
—Y apareció en la puerta el malhechor, como en el cinematógrafo o en el
teatro.
—No. En lugar del malhechor apareció muy silenciosamente, deteniéndose
en el marco de la puerta, una niña.
—¿Una niña?. Oigo ruidos.
—Son los ratones; racimos de ratones. Caminan como hombres. 
—¿Y esa niña entró con el hombre?. 
—Según me dijo, el hombre la hizo entrar. 
—¿Y para qué?.
—Para que viera estas muñecas. Estos maniquíes eran para ella como
enormes muñecas. Le pregunté cómo se llamaba.
—¿Y se lo dijo?.
—Sí. Me dijo que se llamaba Cristina Ladivina. 
—¿Ladivina o la adivina?.
—Ladivina o Ladvina, no sé. Debe de ser un nombre ruso.
Cuando quise averiguar su apellido, me respondió: Ladivina de La Rosa
Verde. Cuando le pregunté dónde estaba La Rosa Verde, me dijo: en Esmeralda.
—La Rosa Verde queda cerca de aquí. Es un café solitario, donde los mozos
duermen en lugar de atender a los clientes.
—¡Nunca se me hubiera ocurrido!. Todo me pareció tan misterioso. En boca
de aquella niña la palabra Esmeralda no pareció una calle, sino una piedra
preciosa. Al verla, sentí miedo. Estaba yo tan perturbada, tan perturbada que, al
detenerme frente al espejo con ella, no vi su imagen junto a la mía reflejada. Y
ahora pienso, que en lugar de ver el cuarto reflejado, vi algo extraño en el
espejo, una cúpula, una suerte de templo con columnas amarillas y, en el fondo,
dentro de algunas hornacinas del muro, divinidades. Fui víctima sin duda de una
ilusión. ¡Estos días he oído hablar tanto de las iglesias en llamas!.
—¿Y podría decirme para qué quiere morir?. ¿Tiene una cita con alguien en
el otro mundo?.
—Usted ¿para qué quiere vivir?. ¿Sabría contestármelo?.
—Si me dejara pensar un rato, se lo diría.
—¿Es difícil?. ¿Tiene que pensar para decírmelo?.
—No soy tan espontáneo como usted.
—No tenga miedo al ridículo.
—Tengo conciencia de mis limitaciones, pero la felicidad, la falta de
obstáculos, no me parecen indispensables para desear vivir. 
—A mí tampoco. A veces uno toma una decisión y la cumple cuando la
causa que nos ha obligado a tomarla no existe. 
—Entonces usted obra por amor propio.
—Por amor propio, no; pero sí por impulso, por una ilusoria fidelidad a mí
misma.
—¿Quiere que le diga para qué quiero vivir?. No creo que este sea un
momento para pensar en cosas personales. ¿De qué se ríe?.
—No me río. Todos los hombres dicen las mismas cosas, hablan de las
cosas personales como si fuera de una enfermedad. 
—Es una enfermedad.
—Siempre pienso en cosas personales, es cierto. ¿Me desprecia?. Le
advierto que no me preocupa. Puede sentarse, si quiere.
—Cuando pasaba por esta casa, la ventana de este cuarto me despertó
curiosidad, como si hubiese presentido lo que iba a suceder esta noche.
—Tal vez nos hemos cruzado algún día por la calle.
—No sería fácil, pues generalmente camino mirando la punta de mis
zapatos, sin ver a la gente que pasa.
—Todo el mundo necesita hablar con algo que no sea una persona; yo, con
el espejo; el malhechor, con las llaves; Cristina, con las muñecas; usted, con sus
zapatos. Yo miro todo sin ver nada. Es una costumbre. La gente cree que soy
miope. En cierto modo lo soy. 
—¿Vive aquí?.
—No. Trabajo aquí.
—¿En qué trabaja?.
—¿Ve estos sombreros?. Los hago yo. De noche estudio y en los recreos
leo. Esta es mi biblioteca, mi camarín. ¿Y usted qué hace?.
—Soy estudiante de arquitectura.
—Las cintas, las flores, las plumas, los velos son para mí lo que serán para
usted los edificios.
"Ese vals que se oye es el vals de amor de Brahms. Cuando oigo esa
música, me enfurece la charla de las señoras que vienen a buscar sombreros. Y
mi tía las atiende con remilgos. Las más chillonas hablan así:
"Qué bonito, ay, pero qué bonito".
"A mí me gustan los sombreros grandes".
"Son horribles, querida, horribles. Mírate en el espejo. Verte, ¿no te
asusta?".
"Las cintas, Matilde, me enloquecen". "¿Se volverán a usar las cerezas?".
"Ya no se usa la paja de Italia".
"Este sombrero es muy sentador, a través del velo brillará su cara como en
un fanal".
"Qué caro. Es demasiado caro".
"Ya no se puede comprar nada, nada, nada". "Yo te lo decía".
"¿Para qué se usan los sombreros?. A veces me lo pregunto. ¿Por el sol, por
la lluvia, por el viento?".
"Es nuestro único pudor. Lo usamos para taparnos la cara, como las
sultanas con velos, para protegernos de las personas que nos miran
impúdicamente".
"No es cierto. Debajo de sus alas nos besan con frenesí, o sirven de
pantalla".
"¿No tendrían un sombrero de terciopelo?".
"El terciopelo no es para esta época, ¿verdad?. Es muy caluroso. Quiero uno
de paja, amarillo. Uno que traiga suerte".
"Tengo uno precioso".
"El ideal sería un sombrero de musgo. Detesto la paja, me raspa el cuello.
Tengo alergia".
"¿Dónde encontraré un sombrero?”. 
"Vamos, vamos, es tarde. Señora, ¿no podría traerme una palangana
pequeñita y un jabón?".
"¿Quiere pasar al cuarto de baño?".
"Estoy demasiado cansada y me siento mal". "Iré a buscar la palangana".
"Se ha ofendido. ¿Por qué le pediste una palangana?".
"Tengo los pies muy sucios. Me los voy a lavar, con su permiso". "Levántate
y mira los sombreros. Hay muchos. Alguno te gustará. El de musgo, tal vez".
"Con este sombrero bailaré La muerte del cisne. A los once años mi madre
vio bailar a Pawlova La muerte del cisne. Desde ese día sueño con un sombrero
de plumas y en la muerte".
"Se ha desmayado".
"No la despertéis, que duerme".
"Se ha transformado en un cisne, un cisne verdadero". "¿Y dónde esta
Leda?".
"Yo soy Leda".
"Levántate, cisne, y prepárate para tus próximas muertes". "Los sombreros
cambian, cambian como nosotros".
"La gente no tiene educación. Estamos apuradas. Nos embarcamos en el
Augustus, el mes que viene. Llegaremos a París en pleno invierno. ¿Tendrán algo
práctico y bonito, elegante más bien algo en forma de turbante o de diadema o
en forma de cloche?”.
“Iré a buscar los sombreros de invierno que están guardados en el depósito.
¿Quieren tomar asiento?. Antes les enseñaré algunos sombreritos que tengo aquí
y que pueden servir para el invierno. Harán un viaje muy largo?".
"Estaremos ausentes un año. Esta niña sonaba con París. Tiene algunas
amiguitas allá, pero pensamos ir a Italia, naturalmente a Inglaterra".
"Dichosos los que pueden viajar. Yo viajaría siempre de aquí para allá, de
allá para aquí, como los ingleses. Conozco Italia, Venecia; ay, Venecia, allí pase
todas las lunas de miel".
"A mí me gusta Florencia, con esos museos, con esos palacios; la seda
natural, las camisas, las blusas, las corbatas que allí se compran por nada, y los
perfumes".
"¿Cómo habrán sido los primeros sombreros del mundo?".
"Eres preciosa y todo te queda bien. El sombrero más antiguo es tal vez de
origen griego. ¿Conspiran en esta casa?. ¿Se trata de algún complot?. Tenga
cuidado. El sombrero griego es el llamado en latín petasus, sombrero liviano y
pequeño, que se sujetaba con un cordón. Era prenda de viaje o de campo, y los
romanos lo usaban para el teatro o para saludar. En China, durante el Imperio,
el uso de ciertos sombreros tenía carácter oficial obligatorio. Y no sólo las
mujeres llevaban estos adornos en los sombreros: Felipe III, en su Pragmática,
de 1611, consintió que los hombres pudieran llevar en los sombreros cadenas,
cintillos de piezas de oro, aderezos de camafeos o hilos de perlas. ¿Conoce la
historia del sombrero de copa?. El sombrero de copa fue inventado en 1782, no,
en 1797, por el inglés John Hetherington, quien fue llevado a los tribunales y
multado por haberse presentado en la calle con un tubo de seda, alto y lustroso,
sobre la cabeza. La multa fue impuesta porque varias mujeres se desmayaron y
algunos niños quedaron heridos entre la muchedumbre que se agolpó para ver
pasar a aquel extraño y terrible objeto."
“¡Qué interesante!. Todos los modelitos están a su disposición".
"Éste me gusta. Este de piel de tigre". 
"Es un gato. Qué amor".
—Estoy preocupado. ¿No le parece que tendríamos que perseguir a ese
hombre, averiguar si ha muerto?.
—Una persona que está por morir trata de olvidar todo lo que es
desagradable: delincuencia y policía. ¿No me creyó, verdad?. Cree que ese
hombre era mi amante o algo por el estilo. ¡Desengáñese!. Yo iba a suicidarme.
Yo tendría que estar muerta en este momento; por milagro, por culpa de ese
hombre que entró a matarme, usted está hablando conmigo. ¿Ve ese vaso?.
Contiene un poco de veneno. En el momento en que iba a tomar ese veneno
entró el hombre y dejé el vaso sobre la mesa. El hombre prometió matarme de
una manera que no era dolorosa; con una gillette. Me pidió las llaves de la caja
de hierro. Se las di. Al principio creí que no podía abrirla, después advertí que no
era eso lo que buscaba. Su furia fingida me inspiró terror e intente envenenarlo.
Le ofrecí agua. Él bebió un poquito. Después de abrir la caja de hierro, me
anunció que me perdonaba la vida. Protesté inútilmente. Ahora pienso que el
hombre tiene siete vidas como los gatos, y me da pena. Me confesó que había
incendiado las iglesias, que practicaba o pretendía practicar asesinatos.
—Pero es un hombre peligroso.
—¿Todos los hombres peligrosos están libres y los buenos están presos
siempre?. No quiero que nos lleven presos. No quiero aplazar mi muerte.
Muéstreme ese revólver.
—Tenga cuidado.
—¡Pero es de juguete! .¿Siempre usa revólver de juguete?.
—No. Sólo cuando me encuentro con usted.
—Parece verdadero. ¿Qué hubiera hecho el hombre si no fuera por ese
revólver?.
—Matar a uno de los dos, y si hubiéramos tenido mucha suerte, a los dos.
Estaba asustado. El miedo es a veces original.
—Era un hombre cobarde.
—¿Hay que tener miedo a los cobardes?.
—Cuando le hablé de los ratones y de los fantasmas, se estremeció.
—Pero eso no es un síntoma de cobardía. Yo también tengo miedo. 
—¿De qué?.
—De muchas cosas. 
—Pero diga de qué.
—De estar con usted, por ejemplo, en esta casa. 
—¿Le parezco tan terrible? 
—Sí.
—¿Entonces podría prometerme una cosa?.
—Cualquier cosa.
—¿Promete matarme?.
—Prometo, a condición de que me cuente toda su vida, sin omitir ningún
detalle.
—Contar mi vida a un intruso, no me parece absurdo. En otros momentos
de mi vida hubiera buscado a una persona que me fuera simpática o que fuera
muy atrayente, pero ahora ¿quiere que le diga la verdad?. Quisiera envilecerme
para poder morir tranquila. 
—No está muy desprendida de la vida. 
—¿En qué lo advierte?.
—Lo advierto en la manera que tiene de jugar con ese anillo.
¿Lo quiere mucho?.
—Lo quiero mucho. 
—¿Quién se lo regaló?.
—Nadie. Yo. Los objetos me fascinan.
—Para poder morir hay que desprenderse de ellos. ¿Por qué no me lo da?.
—Nunca se lo daría. Usted tiene un carácter muy violento.
—¿Cómo lo sabe?.
—Por la forma de sus manos.
—¿Se dedica a la quiromancia?. Como le decía, falta mucho para que se
desprenda usted del mundo.
—No sabe ni entiende nada. Pero le contaré mi vida, si se le puede llamar
vida: hace mucho yo soñaba con el teatro, con escaparme de mi casa. No me
separaba del espejo, donde estudiaba mis movimientos de actriz. ¡Por eso tengo
una variedad enorme de voces!. Podía imitar la voz de mis tías, de mis amigas.
Tenía once años, tal vez no sea la edad más importante, pero para mí lo fue
cuando vi a Pablo por primera vez, en San Fernando. Casi me desmayo; fue en
casa de Elena Schleider, una persona a quien yo adoraba. Elena era amiga de mi
madre y nos invitaba a veranear. Como yo era muy aniñada, todas las visitas me
trataban como a una chiquilina. Sin embargo, la actitud de Pablo me parecía
diferente. Pablo estudiaba ingeniería, pero se interesaba por la literatura. A
veces me leía párrafos de alguna novela que estaba leyendo o se escondía
conmigo en la cocina para que no nos vieran las visitas, o buscaba mi pie o mi
mano debajo de la mesa, a la hora de las comidas, para burlarse conmigo de
alguno de los invitados. Solía mirarme fijamente, para hipnotizarme. En los días
tórridos de enero, a la hora de la siesta, en que todo el mundo se recuesta y se
abanica con pantallas, íbamos en bicicleta al río. A veces descansábamos debajo
de algún árbol y hablábamos de Elena Schleider. Pablo me pedía que imitara su
voz. ¡Cómo cantaban las chicharras!. ¡Y los grillos a la noche!. Ahora, cuando los
oigo, me parece que revivo esa época. Pablo me decía:
"Van a ponerte en penitencia".
"No me importa, no me importa y no me importa".
"Hace cuarenta grados y tendrías que estar durmiendo la siesta".
"Ya lo sé. ¿Quién habrá inventado la siesta?. Lo mataría. En cambio, al que
inventó los helados lo abrazaría. ¿Quieres probar?". "Detesto el helado de
frutilla".
"Yo detesto el helado de limón. Quiero que pruebes el mío." Yo le decía,
imitando la voz de Elena:
"¡Hipnotizame!".
"No me faltes al respeto. No le pases la lengua".
"¡Qué estará haciendo Elena!. Estará toda de celeste. Es el color que le
gusta. Toda de celeste, debajo del mosquitero durmiendo." "Sus siestas son muy
largas".
"A veces sale de su cuarto a las seis y media de la tarde, cuando las visitas
terminaron de tomar el té".
"¿La quieres mucho?. ¿Más que a tus tías, verdad?". "A mis tías no las
quiero".
"¿Y por qué quieres tanto a Elena?". 
"No lo sé. Tiene muchos frasquitos de perfume en su cuarto, y collares y
flores y a veces peinetas que parecen caramelo, muchos libros y muchas
fotografías. No es como las otras personas. Cuando entro en su cuarto, me deja
tocar todo y me regala cosas. No es porque me regale cosas que la quiero. Mis
tías también me hacen regalos. Es cuestión de simpatía".
"Más que simpatía. Me parece que la admiras profundamente."
"¿Profundamente?. ¡Es cierto!. La admiro. ¿Por qué será que la admiro?. Es como
estar enamorada".
"¿Será porque toca bien el piano?".
"La admiro por nada y por todo. Porque está dentro de ella misma como
dentro de una casa. Porque no tiene vergüenza. Nunca tiene un barrito en la
cara, ni un grano".
"Cuando seas grande serás lo mismo". "No quiero".
“Eres tímida. A tu edad uno se ruboriza por todo".
"No soy tímida. Soy como soy. Yo siempre seré lo mismo". "¡Ya se
terminó!".
"¿Qué se terminó?”.
“El helado!. No dura nada." "¿Comerías otros?".
"Cinco más, de todos colores."
"¿De frutillas y de dulce de leche? ¿Quieres que vaya a buscarlas?”.
“Haré el sacrificio".
"Cinco de dulce de leche y cinco de frutillas. De todos los colores, salvo de
uno del color de la nieve. Ese helado horrible, de limón. Quiero irme a Estados
Unidos para comer todo el día helados. No. No te vayas. ¡Hipnotízame!”.
"Voy a buscar los helados".
"Prefiero que te quedes. Tengo tantas cosas para decirte". "¿Sólo para
comer helados quieres ir a Estados Unidos?".
"En verano, sólo para comer helados. El resto del tiempo, estudiaría teatro.
¡Hipnotízame!".
"Serás una gran actriz." "¿Lo crees?".
"Naturalmente que lo creo".
"¿En qué se ve que voy a ser una gran actriz?". "En tu carita de mono".
"Qué gracioso".
"En la manera de moverte, en la manera que tienes de sentarte o de hablar
cuando estás triste o alegre".
"¿Sabes cuándo estoy triste o alegre?".
"Es natural que sí".
"¡Qué feliz soy!. Creía que nadie me comprendía. Elena no me comprende".
"Ahora sabes que alguien te comprende".
"¡No me parecía posible, Pablo!. ¿Piensas que seré algún día una gran
actriz?".
"Estoy seguro".
"Cuando le dije a Elena que yo quería ser actriz, me contestó que mamá se
opondría. Y fue verdad. No soporta que le hable de teatros ni de actrices".
"Tu madre es muy severa".
"Me odia. ¡Hipnotízame!".
"No digas cosas absurdas". 
"Verás si no me odia. Para ella, en primer término, están las ideas morales,
y en segundo término, yo. Además, es ciega. Es íntima amiga de Elena".
"¿Qué quieres decir con eso?".
"Que Elena no tiene las mismas ideas morales que mi madre, y que mi
madre lo ignora".
"¿Qué sabes?".
"Se lo oí decir a la planchadora y al jardinero". "¡Qué niña esta!".
"La planchadora y el jardinero me quieren mucho. ¿Cuántos días faltan para
que termine el verano?. ¡Hipnotízame!". "Ya estás pensando en eso".
"Termina siempre mi alegría ese día. ¿Cuánto falta?". "Tengo que hacer la
cuenta. Parte de enero, febrero y parte de marzo. Sesenta días. ¡Qué extraña
eres, Cornelia!. Tan aniñada algunas cosas y en otras tan adulta".
"Y tú tan estúpido".
"Gracias".
"Me llaman".
"¿Tu madre no puede comprarte zapatos mejores?".
—Así pasé los primeros años de mi adolescencia: adorando y esperando
como una idiota la llegada del verano, de Elena Schleider, de Pablo con los
jazmines del cabo, las magnolias y el canto estridente de los pájaros. Durante el
invierno los veía esporádicamente. Tardé en darme cuenta de las relaciones que
existían entre Elena Schleider y Pablo. Elena Schleider era tan seria que nadie la
creía capaz de cometer un adulterio. Además, se parecía al supuesto retrato de
Lady Talbot, de Pedro Cristus. En una oportunidad dio lugar a comentarios el que
Elena Schleider no quisiera acompañar a su marido en un viaje de negocios por
Europa. Se dijo que estaba enferma, pero durante todo aquel verano, sus
mejillas relucieron con un color muy vivo, lo que me llevó a pensar que la fiebre
embellecía a las personas. Conservé durante un tiempo una horquilla de ella.
Recuerdo que me mudaron de cuarto aquel verano, y que Pablo no salía conmigo
a la hora de la siesta como acostumbraba hacerlo. En varias oportunidades me
dijo que fuera a esperarlo a la sombra de un sauce que quedaba bastante
retirado de la casa, a orillas del río. Lo esperaba mirando el agua, con
impaciencia. Un día resolví volver a la casa, para reprochar a Pablo su conducta.
Cuando llegué a la casa, la puerta de la calle estaba cerrada con llave. Me trepé
a un balcón, encontré la puerta del balcón abierta y entré. En puntillas me dirigí
al cuarto de Pablo. No había nadie. Después recorrí la casa, cuarto por cuarto,
hasta que llegué al de Elena Schleider. Eres lo único que tengo en la vida,
susurraba la voz transformada de Elena Schleider. En la penumbra primeramente
no vi nada, luego, como la mujer de Barba Azul cuando entró al cuarto prohibido,
retrocedí espantada. Pablo y Elena Schleider, como un monstruo mitológico,
estaban abrazados, sobre la cama. Hablaban de una cigarrera de oro, en voz
baja, como si se confesaran. Era el regalo que Pablo le había hecho a Elena. Salí
despavorida al jardín, bajé al río y me escondí entre las plantas.
—¿Por qué no sigue?.
—No sé. Me parece que hablo en vano.
—¡Por favor!.. Me hace olvidar el mundo horrible en que vivimos, las
torturas.
—¿Las torturas?.
—Sí. Las torturas. Siga.
—Esa noche me buscaron con linternas y me encontraron tarde, con el
vestido roto y despeinada. Dije que un hombre me había violado. Inventé esa 
historia. Poco después, cuando ya me había desvestido para acostarme, Elena y
Pablo entraron en mi cuarto para ver si ya no lloraba.
"Toma un poco de café. Termínalo. Va a hacerte bien", me dijo Elena.
"Por favor, unos tragos más".
"Ahora nos dirás qué sucedió. ¿No puedes decirlo?".
"No nos hagas padecer tanto. Hace una hora que estamos rogándote que
nos hables".
"No se lo contaré a nadie. Puedes estar segura".
"Ni yo tampoco. A nadie. Sé razonable. Hablar no cuesta nada". "Fue un
hombre, un hombre horrible. Quiso violarme". "Donde aprendiste esa palabra?".
"No la aprendí. La conocía".
"Cornelia lee mucho. Además, es una señorita. Siempre te olvidas de la
edad que tiene".
"¿Pero qué sucedió?" ."Me rompió el vestido".
"No llores. No llores. Tal vez sea un malentendido. ¿Por qué te fuiste sola de
noche?".
"Me perdí. Estaba juntando jazmines en el cerco de un jardín. Se hizo de
noche, una noche oscura".
"No volverás a alejarte de casa".
"No, a esas horas no volveré a alejarme".
"Nos asustaste mucho. Me duele la cabeza. Estoy enferma. Eres una
inconsciente. Voy a acostarme. Te dejo con Pablo. A él le tienes más confianza.
No te aflijas. No pienses. Mañana hablaremos con tranquilidad". "Tengo miedo".
"¿De qué?".
"De que vuelva. Oí pasos en el jardín".
"Espera. Voy a apagar la luz. No hay nadie. Estás nerviosa". 
"No".
"Dijiste que la noche estaba oscura. ¿No habrás soñado? Mira el resplandor
de la luna, allá arriba".
"No he soñado. Lamento no haber muerto". 
"Lo dices para castigarme". 
"Lo digo porque lo siento". 
"No llores. Eres una chiquilina". 
"No estoy bien. Voy a desmayarme".
"Cornelia, Cornelia, contéstame. Voy a llamar a un médico". 
"No. Ya estoy mejor. No te muevas. ¿No eres supersticioso?".
"No. ¿Por qué?".
"Oíste el chistido de la lechuza?”.
“sí".
"¿Oyes?. Cuando alguien está por morir se oye el chistido de una lechuza”.
“¿No estaré por morir?. Tengo un pecado mortal." 
"¿Qué pecado?”.
“No es uno solo!".
"¿Mortales todos?".
"Todos mortales. Iré al infierno. Cuando pienso en el fuego del infierno me
da frío". 
"No tiembles. Te salvaré del infierno". 
"¡No eres Dios para salvarme!".
"Puedo protegerte".
"Nadie puede proteger ni salvar a un pecador". 
"Estás arrepentida".
"No estoy arrepentida".
"Estás nerviosa. Voy a darte un calmante. Toma".
"No quiero, y no quiero que nadie me domine". 
"Nadie pretende dominarte. No te hagas la nenita". 
"Tener once años es peor que ser una esclava".
"¿No eres feliz?. ¿Nunca eres feliz?. Vamos, no te hagas la víctima. Quiero
verte sonreír."
"No me comprendes. No podré dormir. Ese hombre, ese hombre horrible".
"No llores. Trata de dormir. Tranquilízate".
"Me tuvo entre sus brazos. El silencio y la oscuridad entraron en mí. Dije la
verdad: un hombre me violó aquella noche. ¿Qué piensa?".
—La escucho.
—Al día siguiente, como si nada hubiera sucedido, Elena Schleider y sus
huéspedes me llevaron por la tarde al cinematógrafo. Elena Schleider hizo algún
comentario sobre mi palidez morbosa, sobre la necesidad de cortarme el pelo y
enseñarme a tener mejores modales. La odié como sólo se odia a una persona
que uno ha adorado. Entonces concebí mi venganza. Al día siguiente robé la
cigarrera de oro y poco tiempo después la vendí para comprar un anillo a Pablo.
Tuve que esperar la oportunidad para regalárselo. Elena Schleider había salido
para hacer unas compras. Todos los huéspedes jugaban a las barajas, salvo
Pablo. Temblando me acerqué a él y le dije:
"Creo que me odias y no puedo seguir viviendo así". "Pero mi hija ¿cómo
puedes creerlo?".
"Entonces, si no me odias, te regalaré este anillo que conseguí a costa de
muchos sacrificios. ¿Lo usarás?. Contéstame. ¿Me oyes?".
"¿Qué dices?. Perdóname. Estoy estudiando una materia muy difícil".
"Conseguí a costa de muchos sacrificios este anillo de oro y quiero que lo
uses. ¿Lo usarás?".
"No podría; de ninguna manera. Nunca usé ni usaré un anillo. Además, es
un anillo de compromiso".
"Qué importa que sea un anillo de compromiso".
"Importa mucho. No me gustan los símbolos".
"Si no quieres usarlo en el anular, entonces podrías usarlo en tu llavero".
"Es una tontería. ¿Quién usa anillos en el llavero?. ¿Quieres decirme?.
¡Tienes unas ideas!".
"Te arrepentirás toda tu vida".
"¿Volverás a llorar?. Cornelia, mi paciencia tiene un límite".
"Si no lo usas en tu llavero voy a matarme. Hoy mismo, hoy mismo”.
"No grites. Toda la casa va a oírte. Es lo que quieres, ¿verdad?. Dame el
anillo. ¿Estas satisfecha?. ¿Comiste dulce? Está sucio”.
"No". 
"¿Qué quieres que haga ahora?. ¿Que me mate?. ¿Qué pretendes?.
¿Vuelves a llorar?".
"Tengo que decirte algo”.
"Dímelo pronto. No me tortures".
"Voy a tener un hijo".
"Lo que me dices sobrepasa mi entendimiento. Estás loca. Estoy loco.
Estamos tal vez todos locos. Pero creo que mientes".
"Digo la verdad. Siempre la verdad. ¿Quieres que me vaya?".
"Pablo, ¿no me oías?".
"Estaba estudiando. En esta casa es muy difícil estudiar. Por no decir
imposible".
"La vi salir a Cornelia con los ojos rojos de lágrimas. ¿Qué tiene esa niña,
puedes decirme?".
"Es niña. Conoces esa desdicha. Tú también lo fuiste". 
"Siempre fui feliz. Feliz como los pájaros". 
"Hay niñas que sufren a los once años".
“¿Por qué a los once años?. Nunca he entendido esas cosas. Explícamelas".
"Si no lo sabes, no puedo explicártelo".
"Piensas que no soy sensible, ¿verdad?. Piensas que mi alegría es un poco
absurda, un poco fría".
"No digas cosas que no sientes. Sabes que te adoro".
"Cuando estamos rodeados de gente, cambias. Cambias horriblemente".
"No seas pueril. Estás más linda que nunca. Es la primera vez que te veo
vestida de amarillo".
"Es el color de los celos, el color de la retama".
"No eres celosa. En tu cuarto, en tu pelo, en tus manos, hay un olor a
retama, aun después de que pasó la época de su florecimiento".
"Fui retama en otra reencarnación".
"¿Retama o jazmín?".
"Retama y jazmín".
Me había escondido para escuchar la conversación. Elena Schleider, que me
vigilaba, se enteró de todo. Enfurecida, se lo dijo a mis padres, que tenían
muchos hijos y son muy religiosos; ante mi impasibilidad, me echaron de la
casa. El cuento del hijo fue mentira, pero gracias a esa mentira, mi tía quiso
protegerme y me tomó como empleada en su casa de modas, a condición de que
no me dedicara al teatro. Elena Schleider amenazó matarme si me encontraba
con Pablo. A mi vez, para vengarme, fingí enamorarme de otro muchacho; mi
venganza resultó nefasta, pues me enamoré, y Pablo comenzó a perseguirme.
¡Con un automóvil muy lujoso!.
—¿Y todavía está enamorada?.
—No. ¿Usted siempre lleva bigotes?.
—Cuando salgo solamente. Para entrecasa me los quito. 
—Quíteselos.
—¿Por qué quiere suicidarse?. 
—¿Por qué lleva bigotes postizos?.
—¿Por qué quiere suicidarse?.
—No importa por qué. Ahora tiene que matarme. 
—Me ha contado una parte de su vida. ¿Acaso es la más importante?. Falta
la otra. ¿No tuvo cinco, seis, siete, ocho, nueve años?. ¿No tuvo viruela o
rubeola?. ¿No tuvo miedo de la oscuridad?. ¿No le contaron cuentos?.
—¿Quiere que mi vida se convierta en Las mil y una noches?. Las personas
a quienes detestamos son las personas a quienes les hacemos confidencias
minuciosas. Frente a ellas no podemos modificar nuestra alma. Siempre están
ahí para recordarnos cómo fuimos.
—Me resigno. Para cumplir con mi promesa, usted tiene que cumplir con la
suya.
—En este momento no podría seguir. Estoy muerta. Quisiera ir a La Rosa
Verde y llevarle de regalo a Cristina el maniquí. Quisiera saber si el hombre ha
muerto. Es mi última voluntad.
—Salgamos. ¿Podré pasar por mi casa para buscar el revólver?. Un revólver
verdadero.
—¿Usted cree que alguien puede perseguirnos?.
—El revólver es para matarla a usted. Prefiero estar armado. Podría
estrangularla o abrirle las venas, pero el revólver es más impersonal. ¿Y esta
carta?.
—Es mi carta de despedida.
—Démela. Todo lo que se refiere a su muerte me pertenece. 
—Me repugna su manera de proceder. 
—¿Por qué besa su imagen?.
—Porque inspira el deseo de besarla. 
—¿Y no hay que reprimir los deseos?.
—No. Mi imagen en el espejo es la mejor parte de mí misma. Salgamos.
Espero que apague las luces. ¿Pero qué es esa luz que se ve en las persianas?.
—La luz de la luna. Buenos Aires es mi única ciudad desconocida. Siempre
es un puerto, al que acabo de llegar.
—Los espejos son muy importantes. Son el alma de una casa. Los espejos
romanos eran pequeños y a propósito para tenerlos a mano.
—No me gusta ver mi perfil. Uno es cruel y el otro idiota. Rompería todos
los espejos.
—¿Nadie oyó hablar del espejo ardiente o ustorio?. Se le dio ese nombre,
en la Edad Media, a un espejo cóncavo o parabólico que recogía todos los rayos
del sol en un punto llamado foco, donde el calor era tan grande que quemaba.
¡Qué sabia soy!. ¿No admira mis conocimientos de historia?. ¿Arquímedes no
abrazó en Siracusa la flota de Marcelo; y Proclo, ingeniero del emperador
Anastasio, no quemó en Constantinopla la flota de Vespasiano, con espejos?. En
el santuario de Démeter, en Patras, había una fuente sagrada que alimentaba un
estanque, en cuyas aguas, combinadas con un espejo, se hacían adivinaciones.
—Yo también creo en la magia, en los naipes, en la transmisión de
pensamientos, en la telepatía humana.
—En un templo situado cerca de Megapolis, dice Pausanias que todo el que
se miraba en su espejo se veía a sí mismo muy confusamente o no se veía en
absoluto, pero las imágenes de los dioses y sus tronos relumbrantes se veían con
claridad. ¡Qué extraña luz rosada entra por la ventana!. Creía que estaba en
Megapolis. Creía que era el amanecer. Qué íntimas son las calles, en verano,
aunque nos sintamos forasteros. Me olvidaba del maniquí.
—Me olvidaba de los bigotes. 
—¿Por qué se disfraza?.
—Para no reconocer a la gente.
—No se nada de ti. Creo que la confianza debe ser recíproca. ¿Por qué no
me hablas?. ¿Por qué no me cuentas tu vida?.
—Conozco partes importantes de tu biografía, no lo olvides. 
—Los acontecimientos de la vida no forman el carácter de una persona.
—Y la conducta de una persona frente a los acontecimientos ¿no indican el
carácter de una persona?.
—De ningún modo. Hay personas muy difíciles de conocer.
—Te conozco. A nadie he conocido tanto. En el fondo quieres ocultarte,
ocultar tu verdadera personalidad. ¿Por qué no me cuentas tu sueño de anoche?.
—¿Qué obligación tengo de contarlo?.
—Es natural. ¡Qué púdico!.
—Los hombres son muy púdicos.
—Y las mujeres muy desconfiadas. No creo lo que me dices. 
—¿Y para qué voy a mentirte?.
—Para conocerme un poco más de lo que crees que me conoces. 
—No te miento. Soñé que me matabas.
—¿Quieres hacerme creer que tuvimos el mismo sueño?. Vamos a ver, te
maté ¿Y qué más?.
—Me arrancaste el cuchillo que estaba a punto de clavarte. Mientras te
abrazaba me lo clavaste.
—Te comportaste como una vulgar reina, en su vuelo nupcial. ¿Y el negro?.
Ese negro que tenía un niño en sus brazos ¿quién era?. ¿Por qué usaba una
máscara?.
—Era Claudio. Pero era también el incendiario.
—¿Cuáles serán tus deseos para que hayas tenido ese sueño?.
—Qué absurdo eres. Pensar que pasaba todas las mañanas frente a La Rosa
Verde y creí que la calle Esmeralda era una vulgar esmeralda. Cuántos días han
transcurrido desde ayer.
—Pensar que pasabas todas las mañanas a mi lado, sin verme, y yo sin
verte. ¿Por qué vinimos a este sitio?. Preferiría la misma prisión, con la ventanita
pegada al techo, con las pilas de cajas de sombreros.
—No podíamos quedarnos definitivamente allí. Nos hubieran comido los
ratones.
—Me reconcilié con los ratones en esta casa. Tenían una manera de mirar
tan graciosa como los ratones que obedecían a San Martín de Porres.
—Tengo miedo.
—¿De qué tienes miedo?.
—No sé.
—Estarás nerviosa porque no has dormido. Tienes miedo del hombre.
¿Temes que haya muerto o que no haya muerto?.
—No es eso.
—Tienes miedo de encontrarme con gente.
—No. Temo que Cristina no viva, que nunca haya vivido.
—¿Y ése es un motivo para tener miedo?. 
—Sí. Tengo miedo de que Cristina no exista, que haya sido una aparición. Y
si ella lo fuera, también tú lo serías.
—Existo. Existes. Existe el beso que nos dimos.
—Jamás nos dimos un beso. Si crees que nos hemos besado, es que has
besado a un fantasma.
—Existen las pilas de cajas, existe el depósito de sombreros, existen los
adornos y los fieltros.
—Todo parece tan irreal. Tendría que lastimarme para saber si existo.
—No te apresures. Siempre hay algo que nos lastima.
—Pero me refiero a una herida de esas que sangran, a una herida hecha
con un cuchillo. Por ejemplo, si tuviera un cuchillo me lastimaría.
—No has dormido. Estás nerviosa.
—No tienes imaginación.
—Pero tengo memoria. Tuvimos el mismo sueño. Mi vida es muy pobre. Si
te la contara, no seguirías contándome la tuya. No hay tiempo para tantas
confidencias. En las sociedades secretas de indios americanos sólo se admiten
adeptos que hayan tenido ciertos y determinados sueños. Sin esos sueños no
pueden entrar en esa sociedad. Nosotros tuvimos el mismo sueño...
—Es cierto. ¿No habremos tenido desde que nacimos los mismos sueños?.
Cuéntame los tuyos. Habrás soñado mucho antes de conocerme. Yo sueño
siempre conmigo. Cuando era muy niña, tenía conversaciones con mi propia
imagen. Le hablaba con un millón de voces. De noche soñaba con este espejo;
tal vez fuera por influencia de mis lecturas: Alicia en el País de las Maravillas me
fascinaba. Dicen que en el momento de morir uno recuerda todos los instantes
de la vida. Al disponerme a morir esta noche, reviví frente a este espejo las
sensaciones de mi infancia.
—¿No piensas como Stendhal que "el amor es el milagro de la civilización"?.
—¿Todavía tienes ilusiones?.
—Todavía.
—¿Cómo te llamas?.
—Daniel.
—Daniel. Es mi nombre predilecto. En la Historia Sagrada imaginé a Daniel
un millón de veces, en la fosa de los leones. Tus ojos son tan claros que me
hacen creer en la verdad. Lástima que nos hayamos encontrado el último día.
—¿El último día?.
—Sí, el último día de mi vida.
—A nadie se le ocurriría pensar que acabamos de conocernos y que por eso
tendrías que serme totalmente indiferente, como yo te soy totalmente
indiferente.
—Si sientes por mí la misma indiferencia que siento por ti, estoy tranquilo.
Pero no juegues tanto. No podría hacerte sufrir. Jamás podría hacerte sufrir.
—¿Dejarías todo por mí?.
—Moriría por ti. Y tú ¿vivirías?.
—Hace muy poco que nos conocemos. Y ahora toda esa cuestión del suicidio
¿te parece absurda, verdad?.
—¿Por qué prometiste matarme?.
—Para evitar un suicidio. ¿Quién es Cristina?.
—Es una niña de diez años. 
—¿Y qué puede importar una niña de diez años?.
—Es misteriosa, y además tiene diez años, una edad bastante misteriosa.
No sabemos qué hace ni sabemos si existe.
—¿Y qué va a hacer esa niña con el maniquí?.
—Le gusta más que una muñeca. ¿Por qué no me dices tus secretos?.
—Te los diré si consientes en vivir. ¿Consientes?.
—¡Cómo voy a consentir en cosas que no me incumben!. Felices los que
murieron o vivieron en la época en que no existían los espejos. Nada les impedía
quitarse la vida como yo quisiera con este inocente vaso. Vete. Quiero verme a
mí misma en el espejo. Lo que más me gustó en el mundo fue el agua: beberla,
mirarla, imaginarla. En este vaso la tengo presa, aunque esté mezclada con otra
cosa menos pura. Me acercaré a besarte, espejo. Qué fresca, qué incontaminada,
qué parecida a nadie eres. Pego mis labios a tus labios como si nadie pudiera
separarnos jamás. Todas las fotografías son espejos de lo que fuimos, pero no de
lo que somos ni de lo que seremos. Deja que me mire. Soy lo único que no
conozco. Voy a beber algo mejor que la vida. Por suerte ya sé todo lo que no soy
yo. Me acercaré al espejo. Quiero besarme. Nada me impedirá besarme. Nada
me impedirá arrodillarme. Tu boca, espejo, es fresca como el agua. Me da
miedo. No existe la distancia que nos separa, ni el frío helado de tu superficie
lisa. Voy a morir ahora mismo. Me desvestiré, y quedaré desnuda. Totalmente
desnuda. Si alguien se acerca, que se vaya y me deje sola bajo la mirada mía
que pronto se terminará. Qué extraño ruido. ¿De dónde proviene?. Lo oigo venir
desde arriba, como si algo se estuviera rompiendo. Hace tanto que vengo a esta
casa y nunca lo he oído. ¿Los ratones se habrán metido detrás del espejo?. O
bien algo se está despegando en esta mole gigantesca. ¿Por qué te tengo tanto
miedo, espejo, si antes no te temía?. Antes me acercaba, ahora me alejo. ¿Me
vas a matar?. ¿Te atreverás?. Moriré bajo tus cristales. Me arrodillaré a tus pies.
Me taparé la cabeza con mis brazos para no ver caer tu cascada de vidrios. Qué
porquería eres. Me buscaré a mí misma en todos tus pedazos: un ojo, una mano,
un mechón de pelo, mis pies, mi ombligo, mis rodillas, mi espalda, mi nuca tan
querida, nunca podré juntarlos.
—Poca voz me queda. Los que me buscan son las alimañas, los ratones, el
polvo. La muerte de una persona no es igual a la muerte de un espejo. No creí
tener esta suerte de morir contigo.
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