28 febrero, 2007

Sylvia Iparraguirre - Junín, Pcia. de Buenos Aires, 1947 -

El pasajero en el comedor

- Vamos al comedor a tomar un café.

Su marido tenía la expresión que ella, malignamente, había previsto.

- Tengo sueño – respondió el hombre. Acomodó los kilos de más en el asiento-. En todo caso, andá vos.

- En todo caso. Siempre lo mismo. – La voz de la mujer apenas pudo disimular la cólera repentina. Se puso de pie, sacudió la melena pelirroja y alisó mecánicamente la falda del vestido verde oscuro, con un cuello grande, un tanto extravagante. “Al fin y al cabo”, pensó, “es mejor”. Tenía la revista y los cigarrillos.

Tres vagones más adelante, cruzaba la puerta del coche comedor. Estaba casi desierto. Un mozo parecía conversar con nadie en el fondo, al lado del bufete. A la izquierda, una pareja cuchicheaba con las manos enlazadas. Eligió una mesa del costado derecho y se sentó junto a la ventanilla. El mozo caminó hacia ella despacio, hurgándose la boca con un escarbadientes. Pidió un café doble y sacó la revista de la cartera. Miró el reloj: la una de la madrugada. En ese momento, la pareja se levantó; pasaron a su lado y desaparecieron. La sorpresa la dejó envarada en la silla: como surgido de la nada, sentado en diagonal a ella un hombre ocupaba la mesa posterior a la pareja que acababa de irse. Por unos segundos se quedó mirándolo. Agachaba la cara sobre el vaso y la botella de Quilmes; la imaginación de la mujer borroneó vagamente la imagen de un convicto en una película en blanco y negro. “Demasiado vestido”, reflexionó. El mozo capturó otra vez su atención: volvía por el pasillo, la bandeja exageradamente en alto; descolgó la servilleta del hombro y, como si azuzara a un caballo, golpeó a un lado y a otro las seis mesas que iban de la que ocupaba el hombre a la ocupada por ella. Los golpes secos, inesperados, restallaron en el aire mustio del comedor. Displicente, el mozo parecía ejecutar un ejercicio de equilibrio y malevolencia destinado a sus dos pasajeros. El hombre ni parpadeó. Permaneció inmóvil, reconcentrado en el vaso o en algún punto sobre la mesa. La mujer evitó cualquier gesto que el mozo pudiera interpretar como una respuesta a su demostración. Sacó la billetera y pagó en el momento.

Echó azúcar en la taza y revolvió el café. “Por bueno”, pensó, mientras se llevaba la cucharita a la boca: “Me casé por el con bueno”. Bebió despacio dejando que el café le calentara la boca y miró de reojo la otra mesa: alto, pelo negro, flaco. Se entretuvo imaginando un flirteo sin importancia. Con gesto mecánico acomodó el pelo rojo y ondulado mientras pensaba qué pediría en el caso de que él la invitara. La cerveza daba sueño y el whisky la alegraba demasiado. En esos casos, su marido solía decir que parecía una cualquiera. De todos modos y viéndolo bien, el hombre no le gustaba. Hacía un movimiento extraño con la boca, un violento tic nervioso. “Parece clavado a la silla”, pensó la mujer, sintiendo que la alcanzaba otra vez la ola aceitosa del aburrimiento. Contuvo un bostezo. Algunos chispazos por mínimos que fueran, como lo del mozo un momento atrás, le hacían esperar algo que se saliera, por fin, del carril. Era un reclamo, una sorda ansiedad. La mujer no hubiera podido precisar qué esperaba. Abrió la revista y pasó unas páginas humedeciéndose el dedo índice con la lengua. Con brusquedad la cerró. Decidió mirar por la ventanilla. Matorrales oscuros le traspasaron la cara y se abalanzaron sobre el tren, súbitamente vivos a luz del vagón – comedor. La noche no tenía luna y lejos, en el horizonte negro, descubrió un resplandor. Pegó la cara al vidrio: fuego. Fuego que se acercaba por el campo a toda velocidad. Una larga curva amarilla ondulaba perpendicular a la vía, recostando las llamas altas en la dirección del viento. La fantástica serpiente llegaba ahora a su altura lanzando chispas en todas direcciones. Su cara se mezcló con las llamas y sus manos sobre la mesa se le volvieron rojas. Por un segundo vertiginoso presintió mundos extraños y amenazantes, pero el fuego ya había desaparecido. En el vidrio apagado, una cara sin rasgos se inclinaba sobre ella. Se dio vuelta.

- dame fuego.

Sintió una alarma instintiva y le alcanzó el encendedor con la punta de los dedos. Desde el fondo, el mozo los miró. La mujer, no había imaginado que el hombre pudiera levantarse de su silla y caminar. Lo ojos fijos, opacos, dominaban la cara alargada y cadavérica donde la boca húmeda era lo único que tenía color. Encendió un cigarrillo y empujó el encendedor que se deslizó hasta chocar con la taza de café; con el mismo impulso se sentó frente a ella como si pretendiera quedarse allí toda la noche. Cruzó las manos sobre la mesa; eran unas manos inesperadamente finas y hermosas. Giró la cara hacia la ventanilla pero no miraba nada. Lo único expresivo en la cara del hombre era el tic: el labio superior bajaba acuciado por una picazón de la nariz y allí producía un resuello corto, feroz. Un segundo después la cara volvía a la impasibilidad. Ella asimiló todo esto de golpe.

-Escuche... – empezó a decir pero el hombre la interrumpió con el ademán de espantar una mosca.

-Traigo la Quilmes y te escucho- habló en voz baja, sin sacarse el cigarrillo de los labios.

No la miró ni se movió. Los ojos fijos como los de un muñeco mecánico, estaban clavados en los pechos de la mujer. Ella se tiró para atrás.

-Vuelva a su mesa- dijo- quiero estar sola. No me interesa hablar con usted.

Su instinto de coqueteo de hacía un momento fue sofocado por un florecimiento de pánico y las palabras le salieron roncas desde el fondo de la garganta. El hombre la miraba ahora a la cara. Mostró los dientes, largos y amarillos, en una especie de sonrisa. No parpadeaba.

-Vamos- dijo y se inclinó un poco hacia delante-. Ya sabemos como son, pobres animalitos. Andan buscando siempre un poco de fiesta, algo de alegría. –La mueca se amplió como si fuera a reírse pero no lo hizo.

-Te dejo ser por un rato lo que de verdad sos. No es un juego, es una oportunidad.

-Váyase de mi mesa o llamo al mozo- la voz de ella sonó tensa, todavía con cierta autoridad. El se había quedado otra vez inmóvil, con la mirada fija en el pocillo de café.

-Nadie quiere ser lo que en realidad es. Por eso el tedio –dijo-. Podemos hacer un viaje entretenido.-Consideró un momento el borde de la ventanilla. El tic volvió a desfigurarle la cara.-Los hombres quieren ser violadores, las mujeres quieren ser violadas. Alguna vez quiero decir.

La mujer echó hacia atrás la melena pelirroja. Se había puesto pálida. Esto pareció complacerlo porque mostró otra vez los dientes.

-Nos juntó la casualidad y ya se sabe que la casualidad es una forma de la necesidad- extendió una mano y tocó apenas el borde del cuello del vestido-. El viaje es largo, podemos entretenernos.

-Váyase- repitió ella con voz débil.

-Todo se sabe- dijo el hombre-, pero ellas... –con el índice cruzó la boca-... silencio. Sí señor, silencio. No quieren mostrar cómo son.

De repente se levantó como si se tratara de cambiar de lugar o como si hubiera estado hablando solo. Caminó erguido hasta su mesa y, sin vacilar, se sentó. Al cabo de un minuto o dos, la mujer pudo aflojarse y respirar otra vez con normalidad. Volvió a percibir el traqueteo del tren, como si el momento que el hombre había pasado en su mesa hubiera estado bajo una campana de vidrio. Sabía que la estaba mirando. Las luces del vagón se le volvieron crudas, como de quirófano. La mujer asoció quirófano con cuchillo. “Los tipos así son capaces de llevar una navaja”, pensó. Abrió la revista pero las fotos le bailaron delante de los ojos. Por hacer algo, prendió un cigarrillo. Asoció cuchillo con loco. Decidió levantarse e irse; pero muy despacio, para no demostrarle que la había asustado. Miró el reloj. La una cuarenta. Recordó que a la una apagaban las luces del tren y que le quedaban tres vagones hasta su asiento. Enroscaba y desenroscaba del índice la cinta de celofán del atado de cigarrillos. Estaba rígida; como si esa mirada tuviera el poder de galvanizarla. Guardó la revista y los cigarrillos en la cartera con deliberada lentitud que se convirtió en torpeza. Antes de levantarse lo iba a mirar con asco, de arriba abajo; ella lo iba a mirar. Con enorme esfuerzo, colgó la correa del hombro y levantó la cara. El hombre la observaba con la mueca que le descubría los dientes. Se puso de pie y caminó hasta la salida del vagón; de un tirón abrió la puerta, pasó al otro lado y cerró.

El estruendo de la marcha del tren la ensordeció y quedó un momento aturdida en medio del viento que le voló el pelo y la envolvió en el olor acre del campo nocturno. El tren corría en la noche con desaforado alborozo.

Cruzo el enganche de los vagones y abrió la puerta del siguiente. En el fondo del túnel, la luz de la otra puerta. Atravesó el vagón tanteando a ciegas los respaldos de los asientos. Distinguía apenas formas oscuras de cuerpos que dormían. La puerta del segundo vagón estaba atascada. Con una expresión de ansiedad la mujer forcejeó hasta quebrarse las uñas. Al fin, la puerta cedió, pero no terminaba nunca de empujarla. Enfrentó el segundo vagón azuzada por un escozor en la espalda que la hacía adelantar el cuerpo como un nadador buscando aire. Hacia la mitad del coche una luz individual perforaba la oscuridad. El alivio casi la hace gritar. “Alguien despierto en este tren”, pensó la mujer. Miró hacia atrás. La cara y la mano del hombre se adherían al vidrio redondo de la puerta, como un ahogado aferrado a un ojo de buey. Corrió. El asiento iluminado estaba vacío. Un hormigueo de calambre le subió por las piernas. Reaccionó y avanzó aferrándose a los respaldos de los asientos. Se estiró sobre la anteúltima puerta y la cruzo como si fuera un puente; al llegar a la de su vagón, el hombre la había alcanzado y estaba detrás de ella.

La mano la sujetó por la mata de pelo tirándola bruscamente hacia atrás. La cartera voló por el aire. La mujer gritó, pero como en las pesadillas, su grito quedó sepultado bajo el fragor indiferente del tren. Con un violento empellón el hombre la empujó dentro del baño. Permanecieron jadeantes bajo la cruda luz cenital, las palmas de ella presionando el cuerpo del hombre que la inmovilizaba. Durante unos segundos, frente a frente, sus cuerpos siguieron por inercia el vaivén de las ruedas en las vías. El hombre la aferró una muñeca y, despacio, le fue bajando la mano. La garganta de la mujer produjo un ruido ahogado y trunco. Tenía los ojos muy abiertos fijos en los ojos del hombre. Intentó zafarse pero él se lo impidió. El hombre le mostró los dientes.

-Te dije que no era un juego- susurró-. Era una oportunidad. –Con el índice le rozó lentamente la boca de un lado al otro. –Silencio-dijo. La otra mano del hombre rodeaba con firmeza el cuello de la mujer.- La señora acaba de perder su oportunidad, por farsante. –Enarcó exageradamente las cejas como si se le hubiera ocurrido algo muy gracioso. Presionó más el cuello. –Sí –dijo- por farsante y embustera.

De repente, como si la escena hubiera perdido interés, bajó los brazos, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Con mano insegura, la mujer recogió las cosas de su cartera; casi sin verse, se acomodó la ropa y el pelo en el espejo sucio de los lavabos.

El vagón olía a lana mojada y al aliento concentrado de personas durmiendo. Contó siete respaldos y se sentó. Temblaba, la mano derecha agarrotada sobre la cartera. Su marido se movió en el asiento. Pasaron unos segundos interminables en los que la mujer fue calmando la respiración.

-¿Qué hora es?- murmuró su marido mientras estiraba la mano hacia la luz individual. Ella extendió la suya para impedírselo.

-Tardaste- dijo él en la oscuridad, un poco más despierto. La mujer se recostó en el asiento abandonándose al traqueteo del tren. En ese momento él encendió la luz. Se incorporó y la miró:

-¿Pasa algo?

La mujer estaba pálida y tenía los ojos agrandados. Tardó un momento en contestar.

-Nada-dijo. El tono volvía a tener algo de apático.

-Qué va a pasar. Voy a dormir un poco.

Nació en Junín, provincia de Buenos Aires. Egresada de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, formó parte de El escarabajo de oro y fue cofundadora de El Ornitorrinco. Publicó dos libros de cuentos: En el invierno de las ciudades(1988), que obtuvo el Primer Premio Municipal de Literatura, y Probables lluvias por la noche (1993). Su primera novela, El parque, apareció en 1995. Sylvia Iparraguirre cuenta con una larga trayectoria como ensayista y crítica y sus trabajos fueron publicados en revistas especializadas de Argentina y de España. Sus cuentos figuran en diversas antologías de su país y del exterior y fueron traducidos al inglés y al alemán. Es colaboradora permanente de diversos medios locales y extranjeros.

Escuchá y leé a la autora haciendo click aquí

24 febrero, 2007

Lilian Elphick - Santiago, Chile, 1959-

De la imposibilidad de escribir historias de amor

¨ Sólo uno de los dos escribe esto pero es lo mismo,

es como si lo escribiéramos juntos

aunque ya nunca más estaremos juntos .¨

Julio Cortázar



Es cierto, qué puedes contar acerca de esa mujer que te llenó el corazón de agujas de pino, mientras caminabas por esos acantilados y abajo el mar reventando azul, furioso..., oxidando al barco encallado en los roqueríos lejanos, ella a tu lado yendo y viniendo, espumosa como un recuerdo. Nada, no puedes contar nada. Ni siquiera sabes con certeza si ella caminó contigo, si fue la sensación fantasmal de su perfume o esas palabras dichas a tu oído tan lentamente:¨ me estoy enamorando de ti ¨. Entonces ella se despidió y en vez de adiós dijo que se estaba enamorando de ti, su sonrisa un poco triste y despeinada, desapareció en su auto y tú caminaste solo, bordeando esos acantilados amarillos, intentando retener sus ojos, cada centímetro de sus palabras, descifrando la verdad de sus palabras, mientras mirabas más allá del horizonte, mucho más allá, hasta volver a la ciudad y encontrarte que estás frente a tu escritorio, con mil cosas para hacer y deshacer, pero en el fondo no haces nada, salvo pensar en ella y tratar de reconstruir la historia que no es historia, sino un pedacito de amor, una migaja de romance.

Tu agenda está ahí, entremedio del desorden necesario de las grandes oficinas, la abres, buscas hasta dar con su nombre y su número de teléfono. Te sientes ridículo cuando su voz grabada dice que no está en casa. Piensas varios mensajes hasta que la señal te hace decir rápidamente: ¨ soy yo, llámame ¨. Cuelgas y cierras los ojos. Así pasa tu mañana; la secretaria entra cada cierto tiempo anunciando varios compromisos: almuerzo con el cliente, hora con el doctor, reunión de las seis de la tarde. Cumples todas las obligaciones hasta girar la manilla y entrar finalmente a tu casa. Abres las ventanas, vas directamente a la máquina contestadora donde la lucecita roja te avisa que sí hay mensajes. Su voz suena lejana y seductora, quiere verte, vendrá a tu lugar, y tú corres a la ducha, pones el vino en el refrigerador, seleccionas la música, ordenas cojines en el suelo y zapatos detrás de las puertas. Feliz, eres tan feliz. Te sientes atolondrado, con el corazón lleno de agujas de pino y no sabes cómo puede entrar ella con tres niñitos alborotados y de manos sucias que te saludan, se te encaraman para que los beses y les des las buenas noches. No sabes en qué momento ella dice que está cansada, que hoy no, que se irá a la cama de inmediato, que no la despiertes ni por nada antes de las ocho, que a ti te toca ira dejar a los niños a la escuela, huraña se va desabrochando la blusa, tira la cartera en cualquier lugar, huraña y con ojeras, ni te mira, se va por el pasillo rumiando deberes inconclusos, rabias acumuladas, deseos insatisfechos, se va por el pasillo y se pierde para siempre de tu vista. No sabes cómo pasó el tiempo, si apenas unos segundos atrás esperabas ansioso, escuchando al viejo y querido David Crosby, los ojos cerrados, la respiración suave, despreocupada..., hasta que ella apareció nuevamente quebrando el sonido de la armónica y todo fue fugaz, un destello. De pronto caminaron por territorio conocido, y en claro del bosque de pinos hicieron un alto para descansar y oír restallar el mar. Se recostaron y tú la besaste por primera vez, la acariciaste, la desnudaste, viste que ella era imperfecta, deseable. Le tocaste la yema de los dedos hasta llegar a su garganta y tus labios fueron insuficientes para abarcar sus pechos; en cambio ella usó tus piernas para decirte que te amaba, se restregó contra ti, lamiendo lunares y cicatrices de infancia. No tuvo miedo de tus huesos, ellos fueron el andamio para que ella te trepara y te pusiera las rodillas en el pecho, contoneándose deliciosa arriba tuyo. Dejaste que ella clavara medias lunas en tu piel, con los ojos abiertos la viste gozar y reír y tocaste sus pezones erectos que, desde abajo, parecían caracoles, con la punta de la lengua los hiciste vibrar, crecer y agigantarse, mientras ella gemía y tú gritabas, sintiendo cómo el calor se venía encima, cómo ella se unía a ti, acezando, con el pelo revuelto y tan negro.

Sientes los labios mojados, te limpias la boca con el puño de la camisa. La casa sola y fresca, en silencio. Confundido, prendes una lámpara, no te atreves a mirar la hora. Te levantas del sofá, estiras los brazos y recorres tu casa como si fuera ajena, con miedo a no encontrarla en la cama, durmiendo. Te asomas al dormitorio oscuro. Tu cama se ve más grande de lo que es: un mullido espacio de soledad. Entras. Hace unos instantes estabas con ella, piensas. Eras feliz y la amaste hasta que ella te susurró que inevitablemente la perderías, que, a pesar de tanto amor el tiempo está en contra, siempre en contra.

Te sacas la ropa, desnudo te miras el cuerpo intentando encontrar una huella, unos dientes marcados a la altura de los hombros, algo que indique que ella estuvo contigo, que rasguñó y trazó el camino del deseo, pero no hay nada. Tu cuerpo está limpio, sin nombre. Revisas la camisa buscando arena, hojas secas en algún doblez, el indicio del amor, el final de la tormenta. Nada. Te acuestas con ganas de llorar, por tanta soledad, por esa candidez de soñador que llevas pegada a tu frente. Desde mañana, juras, no creerás en el amor ni en la locura. Miras la ventana y su noche de grillos, ingresas en lo espeso y sin contornos, donde el timbre suena varias veces, donde tú te levantas y abres la puerta para que ella entre pidiendo disculpas y abrazándote, diciendo que se está enamorando de ti, cada vez más, que no pierdan el tiempo, que caminen por el antiguo cementerio indio hasta llegar a los acantilados y labios húmedos, besos verdes, acercándose sin temer al vértigo, dando el mal paso, resbalando, cayendo definitivamente a ese mar azul y furioso, y que después otras cuenten la historia del amor trágico, tiempo después, cuando ya nadie se acuerde si fue verdad o mentira.

Lilian Elphick Latorre nació en 1959, en Santiago, Chile. Estudió Literatura en la Universidad de Chile e hizo cursos de especialización en la ciudad de New York, EEUU. En 1990 publicó el volumen de cuentos La última canción de Maggie Alcázar. Ese mismo año, su cuento “La Gran Ola” fue finalista en el Concurso de Cuentos Juan Rulfo , París, Francia. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas, tanto en Chile como en el extranjero, entre otras: Salidas de Madre, con “Juego de cuatro estaciones”; Voces de Eros , con el cuento “La pieza vacía”; Hielo (cuentos finalistas del concurso de cuentos Paula), con “Los favores concedidos” ; Cuentos Chilenos Contemporáneos 2000 con ¨El otro afuera¨ Cuento Hispanoamericano Actual (Selección de Reni Marchevska, Bulgaria, 2002) con el cuento “Felicidad en blanco y negro”; Después del 11 de Septiembre-Narrativa Chilena Actual (Selección de Poli Délano, 2003), con el cuento “El Viaje”. Se ha desempeñado como libretista de televisión y actualmente es directora de talleres literarios y editora de cuento de la página www.letras de chile.cl de la Cooperación Letras de Chile.

22 febrero, 2007

MARTA LYNCH (Argentina, 1925-1985)



No te duermas, no me dejes.

Que la pequeña muerte no venga a sobornarnos. Que no quede pendiente de mi angustiosa desazón, sola, frente al oscuro roble y a los hilos telefónicos que se mueven bajo el impulso del viento de un verano. Este es un verano más. No me des la oportunidad de pensar que será el último. Ha sido hermoso vivir la vida juntos y me desgarro pensando en que llegará un tiempo en el que alguno de los dos se irá. La vida debería durar trescientos años, y aún así, pasados los trescientos, te estaría reclamando por una eternidad en la que vos y yo fueramos los mismos. Llámalo amor. Llamémosle matrimonio. Llamemos en auxilio de ambos esa fortaleza mental que libra de la nostalgia y de la melancolía. Quererse de esta manera es un hecho antinatural. Es contra natura oponer lo persistente, lo que dura, lo que permanece, a la fatal finitud.
Uno de los dos o los dos estamos errados, amor mío. Uno de los dos debe desprender sus dedos de los dedos del otro. Pero no hoy. Todavía no. Demos otra vuelta de tuerca a la historia que nos ocupó la vida. No me dejes caer de esta mutua compañía que nos hace bien y nos gratifica. Ahuyentá el sueño que viene hacia vos como un viento bendito.
No te duermas, no me dejes.
Recuperemos la luminosidad celeste, ahora que algunos creen vernos viejos y que estamos tan jóvenes como para continuar con la aventura de modo que hasta el sueño en que caemos juntos nos reúna. Espero - oíme- que de este modo amable nos sorprenda el otro largo sueño.

fragmento de "Rendición de cuentas" 

una entrevista a M.L.
http://www.bernardoneustadt.org/contenido_124.htm

21 febrero, 2007

Angélica Gorodischer (Buenos Aires 1928 - Santa Fe)

"Hay escritores que se enamoran de sus personajes y les apena dejarlos. Yo no, cuando se acerca el final quiero que se vayan de una vez. No me siento vacía porque siempre hay otros esperándome por ahí."

El hogar
(fragmento)

El viento del sur que nos castigó con dureza bajo la forma de esa tormenta atroz, ha dejado de soplar. Es seguro que su garganta es de hierro líquido y sus narices de vidrio fundido: silba al principio como un muchachito inocente que se estuviera divirtiendo con alguna travesura de modo que los abdassiris apenas si se inquietan y se dicen unos a otros que esta vez no será muy grave, que incluso puede ser que cese a las pocas horas y vuelva la calma. Pero entonces abre la boca y el fuego le brota de las fauces y las gentes sienten una niebla roja se les mete en la cabeza y les obliga a encerrarse, a maldecir, a ocultarse bajo los cojines mientras las ramas azotan el aire y las columnas vibran y las jarras se rompen en mil pedazos y el vidrio salta y se confunde con la arena desatada. Y una vez que pasó, una vez que se ha librado de las llamas que lo atormentaban, el viento del sur se va a dormir y ronca muy lejos de nosotros y ya podemos salir de nuestras casas a ver qué hemos de hacer para cuidarnos de él la próxima vez.

Mi esposa soporta bien el embate del viento sur. Se refugia en alguna parte, alguna habitación que tenga una fuente en la cual sumergirse si la hoguera la atormenta, y espera jugando con el agua a que todo pase. Allí la encontré cuando el viento soplaba con su mayor fuerza y le pregunté cómo hacía para tolerar la acometida de ese vándalo que era el viento. Estaba cubierta por el agua, sentada en el centro de la fuente azul que hay en una de las habitaciones más bajas, vestida con su túnica que empapada se le pegaba a la carne y me sonreía como si nada pasara.

–Es tan fácil –dijo.

De modo que quise probar y me metí yo también pero desnudo en el agua y la abracé y la dejé que me cantara y me acariciara el cuello y las orejas. Se estaba bien allí. Pensé en el infierno del desierto, en las manadas de warai dando las grupas al viento, en la gente que moriría de no poder llegar a tiempo a un refugio. Pero todo eso pasó, imágenes sólo, apresuradas, volubles, sin dejar más que un rastro de incomodidad que se fue disipando bajo las manos de ella.

(Fragmento del capítulo “El hogar”, de Querido amigo, Buenos Aires, Edhasa, 2006).

Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires pero se trasladó siendo muy pequeña a la ciudad de Rosario. Comenzó su carrera literaria en la década de 1960. En 1964 ganó un concurso de relatos policiales convocado por la revista Vea y Lea con el cuento En verano, a la siesta y con Martina. Su estilo reune rasgos propios del barroco con un humor muchas veces incisivo y asentado en la utilización del lenguaje coloquial. Entre sus obras más importantes, publicadas en Argentina y España, figuran las siguientes: Cuentos con soldados (1965), Opus dos (1967), Casta luna electrónica (1977), Mala noche y parir hembra (1983), Kalpa Imperial (1983), Floreros del alabastro, alfombras de Bujara (1985), Trafalgar (1986), Jugo de mango (1988), Las repúblicas (1991), Fábula de la Virgen y el bombero (1993), Prodigios (1994) y La noche del inocente (1996).

14 febrero, 2007

Sonia Catela (Rosario,1941)

Ruleta Rusa

-Ya no lo haga- suplicó la motosa, la única que abrió la boca alrededor del hombre sentado. ¿Se atrevería él a dispararse de nuevo?
A su lado, la mesita en la que apoya el brazo cuando gatilla el revólver contra su sien. Ahora recuenta el dinero que pusimos en el platito. Hay seiscientos pesos. -Necesito mil- recaba el hombre sentado en su silla. Nadie de aquí piensa soltar un peso más y él ya se disparó dos veces. Parece que se dispone a hacerlo una tercera porque necesita mil pesos y le faltan aún cuatrocientos. Para que se decida debería aparecer un nuevo interesado. Pero no hay candidato visible al que reclutar por la calle.
Cuando sonó el primer balazo, me crucé corriendo desde el banco donde leía el periódico, a enterarme. Puse el billete arrugado de diez en el platito de lata, mientras el hombre abría el cargador y mostraba al público que adentro había una sola bala. ¿Cómo saber que no se trata de un truco, una trampa? bisbiseó el tipo de portafolios de mi costado. Entonces el hombre completó el tanque, hizo girar el tambor y accionó el percutor, al azar, apuntando al grueso poste de la luz. En la madera quedó un agujero en el que entra un dedo. Enseguida el hombre sentado retiró la cápsula servida y cuatro de las balas buenas, y se apuntó. -No se animará- bisbiseó el de portafolios. -Necesito mil pesos- explicó el tipo y cerró los ojos y gatilló. Con el click seco la mujer motosa perdió el equilibrio y la sujetaron. -Bueno, ya basta- casi gritó-, ya basta- abrochó en un susurro. -Viene la policía- anunció al unísono un muchacho de pantalones bermudas, apartándose. El hombre sentado abrió los ojos. Se calzó el sombrero bien hacia atrás. Acababa de consumar el primer intento. Recontó lo juntado. Había cuatrocientos ochenta pesos. No se levantó de su silla. Arregló los billetes y los sujetó con un pedazo de baldosa que alzó del suelo. Se sacudió el polvo de los zapatos negros, ajados.
Con el agente llegaron dos acompañantes, una pareja más o menos borracha. El agente armó el cuadro de situación, averiguó lo que necesitaba saber y agregó veinte pesos a la pila de dinero. Pero antes le preguntó formalmente al sujeto: -¿Usted está seguro de que sabe lo qué hace? -Estoy seguro- suspiró el hombre de la ruleta rusa, -si no fuera por esta necesidad no me hubiera metido en esto. -No seré yo quien detenga a alguien necesitado- concluyó el policía y peló los veinte del bolsillo. Los borrachos hurgaron y sacaron lo que encontraron en los suyos. -Desista de esto , váyase- acometió nuevamente la motosa casi arrodillándose. Pero ya el hombre se echaba más atrás el sombrero y cambiaba la bala en su arma negra. El proyectil dorado rodó a mis pies y me lo embuché en el pantalón. Desde detrás de la columna de mármol del parque aparecieron dos deportistas. Agregaron lo suyo a la pila de billetes. El hombre cerró los ojos, revólver en mano. Murmuró algo. -¿Qué dice? pregunté. -No se alcanza a escuchar- bisbiseó el de portafolios. Cuando el hombre acercó por segunda vez ese semejante aparato a la sien, la motosa se largó a rezar y lloró unas lagrimitas. El sujeto apretó el gatillo. El segundo click. Me sequé el chorro que me empapaba. A mi lado, el tipo de portafolios me imitó. El hombre sentado dejó que su sudor le corriera por la nuca y se metiera bajo el cuello blanco de la camisa. -Piense, si se muere ¿quién se beneficiará?- arremetió nuevamente la motosa. -Es una obligación que uno tiene. De morir, habrá alguien que se ocupe. -Usted es muy testarudo. -Ya deje de cargosear al hombre-, se adelantó el policía. -Está bien-, aceptó la motosa. Dio un par de pasos hacia atrás y pegó la media vuelta. Al minuto un auto estacionó frente al Banco. Bajaron tres señores de corbata. -Vengan- los urgió el de bermudas. Los señores se acomodaron las corbatas, cruzaron la calle y se arrimaron. -¿Qué está pasando aquí?- Entre disparo y disparo, el hombre de sombrero se quedaba inmóvil con el revólver al lado, en la mesita, y la caja de balas. Sus únicos movimientos se reducían a los momentos de recontar el dinero y armar la ruleta rusa. El resto del tiempo agachaba la cabeza hacia el suelo, y murmuraba. Enterados del asunto, dos señores levantaron el pedazo de mosaico y colocaron dinero. A simple vista se veía que se trataba de billetes gordos. Ahora, habría mil pesos y se terminaría el asunto. Pero el tercer señor, uno de corbata amarilla, meneó la cabeza. -Poné-, le indicó un compañero. El de la corbata amarilla volvió a mover la cabeza y se negó. -Un hombre que junta dinero disparándose de ese modo es un fracaso de hombre y yo no pienso apoyarlo- se despachó. -Retírese, entonces- reaccionaron varios de los nuestros. Pero el de la corbata amarilla no movió su trasero enfundado en su traje caro. ¿Y ahora? El hombre sentado se puso en movimiento. Estiró la mano. Ordenó un: "apártense" muy suave. Martilló hasta que la bala cargada se ubicó en su sitio y disparó contra el poste de luz, agregándole otro boquete. Sacó la usada y la dejó sobre la mesita. Alzó una bala nueva. Habría un tercer disparo en seco, se embucharía lo recaudado legítimamente y nos iríamos todos juntos, a emborracharnos y festejar la obtención de la plata. El grupo entero lo acompañará al sujeto a celebrar, eso lo aseguro. -Cada cual se gana la vida como puede- replica con rabia retrasada el tipo del portafolios, de lejos un desocupado, perseguidor de changas. El sujeto ya se arregla el sombrero y se acomoda en la silla. Abre el tanque, coloca la refulgente bala dorada. -Es una vieja Smith y Wesson- susurra uno de los últimos llegados. -Qué linda arma- acota otro de los nuevos. -Me gustaría saber su nombre- el muchacho de bermudas se dirige al que juega por necesidad. Pero él replica: -No, ya no puedo hacerlo-. El hombre, siempre en su silla, quiebra la mano sobre la mesita, -no, no podré intentarlo una tercera vez-. Agacha de tal modo la testa que el sombrero negro ocupa todo el espacio, como si no hubiera rostro debajo. Ni hombros. Ni cuerpo. Nos quedamos en suspenso un segundo. Luego el grupo se desgrana según rumbos que marca el azar. Nadie retira su dinero, ni siquiera los señores. La gente murmura que está bien, que suficiente. Se oyen algunos sorbidos profundos de aire. Alivio.
Me rezago. Quiero cruzar con el hombre hasta el bar de la vereda de enfrente, a celebrar. Le propongo: -¿Se une a nosotros?-. Alza el rostro, sacude algo que interpreto como un asentimiento, se mete el dinero en la camisa. -¡Eh!- en la puerta del café el muchacho de bermudas agita el brazo y su sonrisa: -Apúrense-. -Vamos-. Pero, a mis espaldas, el estampido y el fogonazo, sin una palabra previa. Sin el aviso de otro sonido que el metálico estruendo de la voladura. Un remolino de gente se abalanza entre chillidos y los "por qué lo hizo. Pero ¿por qué?". El sombrero negro del hombre cae a mis pies. Me arrodillo, lo recojo. Me lo calzo bien hacia atrás y cruzo lentamente hacia el bar esquivando a los curiosos.

Periodista, escritora, pero sobre todo mujer comprometida, ha sido finalista del Premio Planeta de Argentina, y ganadora del Emecé de Argentina con Consejos perversos.
-Estado de seducción, novela; una de las tres novelas premiadas entre más de 800 concursantes en el Premio Clarín de Novela (Mención de Honor. Jurado: Roa Bastos, Andrés Rivera y Vlady Konciancich), 1999 -Historia privada de Vogelius, novela, finalista premio Planeta (1994
-Pez en la noche, novela, primer premio narrativa Secretaría de Cultura de la Nación, 1999
-Los soles perdidos, cuentos, premio Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. (1985)
-Consejos perversos, novela, premio Ed. EMECE (1992-3)
-Concepción todo estupor, novela, premio Fondo Nacional de las Artes. (1987)
-La maceta de la planta venenosa, cuentos, premio Literario Municipalidad de Rosario, (1997)
-"Miércoles de tinieblas y naufragios", premio Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Fe (1991, editada en 1993).
-Las manzanas del paraíso, novela, premio Rotary Club 1982, Santa Fe.
-Oficio de Putas, novela, mención certamen Secretaría Cultura Nación, 2001
-Dos Monos Pintados, novela, premio Alcides Greca (Subsecretaría de Cultura de Santa Fe, 2002)
Integra antologías en Argentina y el exterior. Ha sido traducida al portugués y al italiano. Periodista de los diarios El Litoral y Rosario 12.
Investigó, como becaria por concurso de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Fe, el tema de las prohibiciones impuestas sobre el conocimiento durante la dictadura militar 1976-1983; relevó 87 publicaciones prohibidas por leyes durante ese período.

08 febrero, 2007

Melba Trinidad Alfaro Gómez (Mérida-Yucatán, 1955)

Y ahí se mojaban los pulmones


Hace días que no secan mis pantalones, que el viento chifla entre las ventanas y que deseo ir al borbotón dulce en el ojo marino.
Abuelo dice con suavidad que no me desespere. Desde aquí oigo el golpeteo de la lluvia en la vencida lámina; el agua danza como niña exigente y furiosa, y Abuelo me habla igual que lo hiciera cuando "Gilberto" y "Roxana", pero sus palabras esta vez caen como alfileres en el encierro.
Viene el recuerdo de Arturo: desaparecido. El año pasado quiso comprobar de qué manera sobrevivían los flamingos a los huracanes. Antes de irse dijo que en junio no llueve; pero según ésto, el agua llega cuando quiere. Ayer su fuerza inclinó el faro y yo, desde entonces, tengo miedo; miedo por el primo Jorge que se quedó en la Isla, por mi padre que no logró salir de la Plataforma y por Abuelo que habla sobre la mesa para que lo escuche.
Lo oigo tan cansado. Él también tiene miedo, no sabe si el ropero podrá aguantarme más tiempo ni cómo detener el golpe de la lluvia a mis oídos, ni mi llanto, ni mis gritos porque regresen a buscarnos...
-La flor brota entre los caracoles de tus manos, mi niño; los fantasmas se quedan entre los manglares pétreos. Mañana verás que escucharemos al cenzontle imitando a los cardenales...

Escritora, teatrista, química y especialista en docencia. Ha escrito 36 obras de teatro. Fue presidenta del Colectivo de Artistas Independientes en Yucatán A.C. (1995-1997) y Secretaria Ejecutiva del Centro Yucateco de Escritores, A.C.. (1997-1999).
Fue parte de los grupos de teatro y asociaciones Grupo ARTESS, Taller-Laboratorio Teatro Espacio del Sureste, Taller Jorge Madera, Laboratorio de teatro campesino e indígena, Tumben B`ej, Colectivo Bataclán, La joven guardia del Colectivo Bataclán, APAUADY, AGEUADY, Colectivo de Video Latino Midwest-Mérida.
Le han otorgado premios y menciones en los géneros de novela, cuento, poesía, teatro y ensayo, como el Premio Estatal de Literatura Justo Sierra O’Really, por su novela Me morderé la lengua y la mención Wilberto Cantón, por su obra teatral Equipaje, en 1992, así como el Premio Estatal de Literatura 1996, por su libro de cuentos para niños Eso de andar en la mar (y otras aventuras con los cabellos revueltos).
Ha publicado Del Eclipse y otros relatos (cuento), Equipaje (novela), Vaharada (poesía), Yescas (poesía) y Polvo en el agua (poesía), Sistema para viajes nocturnos (cuento), Sumario (teatro).
Entre las becas que le han otorgado se encuentran Gobierno del Estado de Yucatán en 1991, Pacmyc 1994, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes 1997 y la de Alas y Raíces para los Niños, 1997. En 1997, el Gobierno del Estado de Yucatán, a través del Instituto de Cultura, le otorgó la Medalla al Mérito Artístico por su trayectoria.
Actualmente es Vocal del Centro Yucateco de Escritores, A.C., de nuevo Presidenta del CAIYAC (Colectivo de Artistas Independientes en Yucatán), integrante del grupo teatral Gestos Olvidados; escribe para suplementos y revistas como El Juglar del Diario del Sureste, Páginas y Navegaciones Zur, diseña y conduce, desde 1997, el programa radiofónico Perfiles Culturales que se transmite los domingos de 9 a 10 de la noche por el 92.9 FM Radio Solidaridad.

Nana Rodríguez (Tunja, Colombia, 1956)

AJEDREZ

Se dice que el juego del ajedrez originariamente era una técnica de adivinación que interpretaba el resultado de la batalla entre las fuerzas eternas del Ying y del Yang.
Más tarde en Praga, con la humedad de un sótano como testigo, un hombre de ojos tristes vislumbró el ajedrez como un castillo habitado por reyes, damas, caballos y alfiles invisibles, custodiados por peones sonámbulos y torres que no duermen. Mientras en Buenos Aires, con fervor, un hombre de ojos que miran al infinito, poetizó que Dios mueve al jugador y éste a la pieza... ahora, yo solitaria, en el silencio de una ciudad sumergida, sobre mi cuadrícula de luces y de sombras, veo cómo el caballo traza una ele movido por mi mano, y relincha como una señal de la escritura de Dios, deseoso de que algún día, esta secreta partida pueda finalizar en tablas.

Es una escritora colombiana, nacida en la histórica ciudad de Tunja en 1956. Sus textos en minificción han sido seleccionados para las antologías de cuentos breves de América y España, Dos veces bueno en Argentina y La minificción en Colombia. Uno de sus libros fue reseñado en el Periódico Uno en Uno de México, por el escritor Lauro Zavala y en varias revistas de su país natal. Realizó un trabajo de investigación, el cual se encuentra publicado en su libro Elementos para una teoría del minicuento (1996).
Invitada al programa de televisión Señal Colombia, para la serie Poetas Colombianos; la universidad Nacional de Colombia, publicó una antología de su trabajo poético en la colección Viernes de poesía (2002)
Becaria del Ministerio de Cultura en Colombia y del CONAC en Venezuela en el año 2002 en el área de la minificción, fruto de esta beca es su libro Efecto mariposa (2004).
Ha publicado los libros de minificciones y cuento La casa ciega y otras ficciones (2000), El sabor del tiempo (2001), Efecto mariposa (2004), Lucha con el ángel (2000), Hojas en mutación (1996), Permanencias (1998), El bosque de los espejos (2002), Elementos para una teoría del minicuento (1996). Realizó estudios de Psicología Educativa y Filosofía, Literatura y semiótica; ha trabajado como realizadora de videos y como catedrática en el área de educación en la universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

04 febrero, 2007

Clarice Lispector

Escritora brillante, periodista aguda, bellísima mujer, Clarice Lispector no ha pasado por la vida literaria sin dejar una huella que ya se considera imborrable. Lispector hunde su mirada, como filoso bisturí, desentrañando, dando luz, las almas de la gente.

Amor

Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjuagarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían
sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír —como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada —el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo
[1] pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...
—Tengo miedo —dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
—Mamá —exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
—No dejes que mamá te olvide —le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo —¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua —estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
—¿Qué fue? —gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
—No fue nada —dijo—, soy un descuidado —parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.
—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

[1] Pequeño mamífero roedor.

Si recorrés nuestros blogs, vas a encontrar más acerca de esta maravillosa escritora.

02 febrero, 2007

Rosa Beltrán (México, 1960)

Shere-Sade
Tengo un amante 24 años mayor que yo que me ha enseñado dos cosas. Una, que no puede haber pasión verdadera si no se traspasa algún límite, y dos, que un hombre mayor sólo puede darte dinero o lástima. Rex no me da dinero; tampoco lástima. Por eso dice que nuestra pasión, que ha rebasado los límites, corre el peligro de comenzar a extinguirse en cualquier momento.
Noche primera
Hasta antes de conocerlo yo había asistido a dos presentaciones de libros y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado cuando no ocurre nada es cuando realmente están ocurriendo las cosas. Y esa vez ocurrieron del siguiente modo: yo estaba sola, en medio de un salón atestado, preguntándome por qué había decidido torturarme de esa forma cuando me di cuenta de que Rex, un famoso escritor a quien sólo conocía de nombre, estaba sentado junto a mí. Cuando terminó la lectura del primer participante, aplaudí. Acto seguido, Rex levantó la mano, increpó al participante, volvió a acomodarse en su asiento. Con pequeñísimas variantes ésta fue la dinámica de aquella presentación: se leían ponencias, se aplaudía y Rex alababa o destrozaba al hablante, comentando siempre con alguna de las Grandes Figuras que tenía cerca. Alguien leía, Rex criticaba, otro más leía, Rex criticaba, yo aplaudía. Si el minimalismo es previsibilidad y reducción de los elementos al menor número de variantes posible ésta fue la presentación más minimalista en la que he estado. Terminada la penúltima intervención a cargo de una autora feminista, Rex criticó, yo aplaudí, fui al baño. Lo oí decir que la estupidez humana no podía caer más bajo. Al regresar, antes de que se diera por terminado el acto, noté que Rex tenía puesta la mano abierta sobre mi asiento y distraído conversaba con alguien. Cuando señalé el sitio en el que había estado sentada y en el que ahora su mano autónoma y palpitante aguardaba como un cangrejo, Rex clavó la mirada en mí y dijo: "la puse ahí para que se mantuviera caliente". Dos horas después estábamos haciendo el amor, frenéticamente. Así se dice: "frenéticamente". También: "enloquecidamente". En el amor todo son frases prestadas y uno nunca está seguro de decir lo que quiere decir cuando ama. Pero cuando uno quiere con todas sus fuerzas no estar allí y no puede hacerlo, ¿cómo se dice?

Noche tercera
Lo primero que tengo que admitir es que no sé muy bien en qué consiste el decadentismo nihilista porque nunca antes de conocer a Rex me lo había planteado. Según él, ese término define a la Generación X, la más decadente y desdichada de las generaciones de este siglo, a la que desafortunadamente pertenezco. Yo no hice nada para pertenecer a ella. Pero si quisiera ponerme en el plan en el que según Rex debiera, podría arrepentirme sólo de un hecho: haberme sentado junto a él, un escritor tan famoso, en una presentación de libros. La regla de oro entre los asistentes a este tipo de actos es que nadie se involucre con nadie y que las amistades, si es que prospera alguna, estén cimentadas en el más puro interés (te doy, me das; te presento, me presentas; te leo, me lees) o en el descuido. Rex dice que toda relación que no provenga del alcohol es falsa.

Noche séptima
Hoy Rex y yo decidimos algo muy original: que nadie, nunca, se había amado como nosotros. Y para confirmarlo, usamos las frases que usan todos los amantes. Un sólo ser en dos cuerpos distintos. Dos almas gemelas entre una multitud de extraños. Cien vaginas distintas y un sólo coño verdadero.

Noche décima
Ocurrió desde la primera vez, pero me había olvidado de contarlo. Estábamos en el momento culminante, haciendo el amor frenéticamente, como he dicho, y de pronto el cuarto se nos llenó de visitas. La primera que llegó fue la Extremadamente Delgada De Cintura. Rex comenzó a hablar de esta antigua amante suya porque mi postura se la recordaba. Era decidida, ardiente y pelinegra. Había que cogerla muy fuerte de la cintura, a la Extremadamente Delgada, porque si no era capaz de despegar. "Así", dijo, apretándome. "¡Ah, cómo subía y bajaba aquella mujer!", añadió, mientras me sostenía, nostálgico. Pero luego de un rato, levantando el índice, me advirtió:
-Podrán imitarla muchas, pero igualarla, ninguna.
Y hundido en esta reflexión fue a servirse un whisky. Al cabo de unos minutos en los que yo misma, una vez caída en una especie de ensueño, pensaba en la pasión tan grande entre Rex y yo, él rompió el silencio:
-Eran unas cuclillas perfectas -dijo, refiriéndose a aquella otra mujer-. Mírame: se me pone la carne de gallina nada más de recordarlo.
Era verdad: la blancura enfermiza de la piel a la que por años no le había dado el sol se había llenado de puntitos.
-Como un émbolo de carne -dijo, casi en estado de trance-. Arriba y abajo, fuera de ella, sobre mí, dando unos alaridos impecables.
Según Rex aquella mujer de las cuclillas tuvo un excelente performance: lo hizo tocar el cielo, sin exagerar, unas seis veces. El mismo día de su entrega, antes de despedirse, la Extremadamente Delgada De Cintura le pidió que le hiciera el amor por detrás.
-Quería hacerme una ofrenda -me explicó Rex, conmovido- un regalo.
Después de esta confesión, para mí insólita, se hizo de nuevo un silencio. Creí que la historia de Rex era una forma más bien oblicua de pedirme algo, así que me abracé a una almohada y me ofrecí, en cuatro patas, de espaldas a él. "No te muevas", me dijo, y unos segundos más tarde sentí el flash de una cámara. Esperé un poco más, pero nada ocurrió, y tras angustiosos minutos oí que alguien junto a mí roncaba.

Noche 69
-¿Por qué me gusta tanto que me hables de tus antiguas amantes? -mentí.
-Porque la carne es la historia -me explicó Rex, muy serio-. Aunque esto muy pocos lo entienden.
Y luego, acercándose a mi oído me dijo, bajito:
-La carne por la carne no existe.

Noche 104
Dos semanas después me trajo la foto. Junto con una carta que decía: ("adoro la negra estrella de tu frente, pero adoro mil veces más a la otra, la impúdica, ese insondable abismo que nos une"). Todo lo demás eran loas interminables: a mis senos, más blancos y bellos que los de Venus emergiendo del océano; a mis nalgas, redondas, plenas como una pintura de Ingres; a mis muslos, inspiración de Balthus, a mi espalda perfecta y a mi vientre. A cada centímetro de mi cuerpo, siempre en comparación con otras. Nunca, nadie había sido más hermosa que yo: ni los labios, mejillas, cabellos, ni los largos cuellos que me antecedieron podían competir conmigo, según Rex. Freud dice que en toda relación sexual hay en la cama al menos cuatro. En nuestro caso, había cuando menos veinte. O treinta. O eso creí al principio. Poco a poco fui dándome cuenta de que si hubieran llegado las ex amantes de Rex a instalársenos al cuarto habríamos tenido que salirnos por falta de espacio.
-¿No sería bueno que usáramos condón? -sugerí.
Pero Rex fue categórico:
-¿Qué habría sido de los Grandes Amantes de la Historia de haberse andado con esas mezquindades? -dijo.
Acto seguido se levantó de la cama, se vistió y salió azotando la puerta.

Noche 386
Por alguna razón, me siento obligada a aclarar que tuve una infancia feliz, que mi padre me quiso mucho y que no fue machista. O tal vez sí, tal vez fue tan machista como otros. Pero esto nada tiene que ver entre Rex y yo. Lo que me pasa con él es cuestión de simple polaridad: los hombres buenos me aburren, igual que a todas las mujeres de mi generación que, como he dicho, es la X. Esto lo he podido constatar. La "corrección política" no es más que una forma cínica de la hipocresía. Es la pretensión de asepsia en los guantes de médicos con el bisturí oxidado. Y el mundo no es un quirófano.

Noche 514
Por las noches, después de despedirnos, Rex pone mi nombre debajo de su lengua. Allí lo guarda y paladea, como si fuera un chocolate. Para mí, en cambio, sus gestos se diluyen. Cuando no está, su cuerpo sobre mí desaparece. Sólo puedo recordar su voz. Como en una película que vi donde los personajes se dan cita por teléfono sin encontrarse jamás, Rex se me ha vuelto una presencia sonora, incorpórea. Rex es la forma de sus palabras. Y sus palabras, el amor que le han inspirado las mujeres que llegaron antes de mí.

Noche 702
Ayer trajo más mujeres al cuarto. Los nombres me sorprenden más que ellas mismas, me hacen imaginar mil y una posibilidades. La Que Lloró Con Ciorán; La Escorpiona; La Amada Inmóvil; La Monja Desatada. Todas con una historia y un modo de hacer el amor muy específicos.
-Mis mujeres fueron siempre voluntariosas -dice Rex-. Sabían elegir sus posiciones. Arriba, o con las piernas cruzadas, de lado, cada cual según su gusto y preferencias.
Mi papel no hablado era imitarlas. Y más aún: superarlas. Si improvisaba algún gesto, Rex me llevaba sutilmente a la postura de alguna de ellas, La Mujer De Alcurnia Ancestral, por ejemplo, muy derechita sobre él aunque viendo al mundo con mirada desdeñosa, y me contaba su historia. Nunca llegué a conocer sus nombres verdaderos.
-Es por respeto -dijo Rex-. Para evitar que un día vayan a toparse por la calle.
Una tarde, haciendo el amor, tuve un levísimo atisbo de improvisación y al emprender, besando, el camino de su ingle a sus párpados me comparó con Eva. "La primera mujer", pensé orgullosa, y en respuesta caminé desnuda por todo el cuarto antes de que llegara Jehová y me corriera del paraíso.

Noche 996
Había perdido la cuenta de la frecuencia con que nos veíamos, dada la relatividad con que había empezado a transcurrir el tiempo y los caprichos de Rex habían crecido, como es lógico. Para llevarlos a cabo comenzó a posponer sus viajes y conferencias, lo que no era poca cosa dados los ingresos que percibía o, más bien, que dejaba de percibir por estar conmigo. Inventaba pretextos cada vez más inverosímiles para no llegar a las citas, para estar lejos de su familia, y comenzó a ejercer sus funciones amatorias como un corredor de bolsa de Wall Street, a tiempo y de modo implacable. Yo era su amante, dijo, se debía a mí. ¿Qué otra cosa podía hacer sino corresponder con el mismo fervor a semejante entrega? De la noche a la mañana me vi obligada a superar las cuclillas de la Extremadamente Delgada, a sostener las piernas en vilo, por horas, como la Escorpiona, a perfeccionar los tiempos de La Rana o a quedarme quieta de perfil, como La Cucharita De Canto. Más frecuentemente, sin importar mi cansancio, debía moverme con frenesí extremo, agitando la melena al viento, como La Medusa De Ayer, la amante que más trabajo le había dado olvidar. Junto con los efectos de mi gimnasia amatoria debía soportar el hambre por horas, incluso días completos, pálida y ojerosa, sostenida sólo del comentario de Chateaubriand de que la Verdadera Amante ha de resistir los embates como una ciudad en ruinas. Por si esto fuera poco, uno de los días en que habíamos hecho el amor durante horas, sin dar tregua a los días anteriores, Rex decidió prender la tele del cuarto de hotel donde nos citábamos. Casi muero de espanto al ver el estoicismo con que Sharon Stone, totalmente desnuda y sentada sobre su amante, se ponía una corbata alrededor del cuello y, sin dejar de moverse, aguantaba la respiración mientras él, hundido en el más puro gozo, la estrangulaba durante el coito.
-Déjale ahí -dijo Rex, sirviéndose otro whiskito- no vayas a cambiarle.
Y luego, mirándome con intención:
-Así luego podemos tomar algunas ideas.
Me levanté como pude y, adolorida, caminé al servibar. Me explicó lo que haría conmigo cuando entrara al baño, cuando me agachara, intentando -inútilmente- vestirme, cuando horas después, me durmiera. "No habrá tregua", advirtió.
Tomé una lata de Coca-Cola y la acerqué a mi oído. A través de ella pude oír el bombardeo virtual de una ciudad imaginaria.

Noche 1000 y una
Ayer, por la tarde, quise ponerle un ultimátum: o ellas o yo. Fue un momento de desesperación, lo reconozco. Estaba agotada de competir contra otras, quería ser amada por mí. "¡Pero si tú las contienes a todas!", dijo Rex, emocionado. En ocasiones como ésa siento que no puedo defraudarlo. Lo peor que puede ocurrir es que llegue el día de mañana y que yo, solícita, me vea obligada a superar el placer de las noches anteriores. Lo segundo peor es que, agotado el repertorio, Rex me vea por fin tal como soy y decida entonces que ha llegado el momento fatal de hacerme formar parte del inventario.


Rosa Beltrán es autora de las novelas: La corte de los ilusos (Premio Planeta 1995) y El paraíso que fuimos, Seix Barral (2002), así como de los volúmenes de cuentos: Amores que matan (Booket, Joaquín Mortiz 2005) y La espera (1986). Su libro de ensayos América sin americanismos (UNAM, 1997) le valió el prestigioso Florence Fishbaum Award el mismo año.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, italiano, alemán y holandés y sus cuentos aparecen en antologías publicadas en Italia, España, Holanda, Canadá, Estados Unidos y México.
Estudió letras hispánicas en la UNAM y es doctora en literatura comparada por la Universidad de California, Los Angeles.
Fue subdirectora del suplemento cultural La Jornada Semanal y miembro del Sistema Nacional de Creadores.
Ha impartido cátedra en UCLA, en la Universidad de Jerusalén, la Universidad Ramón Llull y en la Universidad de Colorado, EU.
Actualmente es profesora del posgrado en literatura comparada en la UNAM.
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