24 mayo, 2013

nuestro adiós a ELSA BONERMANN (Buenos Aires, Argentina, 15 de febrero de 1952 - 24 de mayo de 2013)




Chau de Elsa Bornemann


Viernes 9 de noviembre, siete de la tarde.
Hasta hace dos horas, yo era la niña de la alegría, la de los ojos transparentes y la sonrisa abierta para cada una de tus miradas. Ahora soy la niña de la tristeza. Me rondan los ángeles de la pena y de a ratos lloran conmigo, ayudándome a aplastar sobre la almohada este dolor que siento por primera vez, me había sentido barrilete, gaviota, jet, impulsada por un sentimiento distintos a todos.
¿A quién contarle ciertas cosas si no a mi diario?
Tendría que hablar con mamá, pero me da vergüenza. Por eso le dije que me había peleado con Sandra. No me hizo preguntas. Ella sabe que Sandra es mi mejor amiga; entendió entonces mis lágrimas y entendió que yo quisiera esconder la pena en mi propio cuarto. Le mentí. Me duele el engaño pero hoy no puedo confiarle lo que realmente me sucede. No puedo. Acaso me anime mañana o pasado... Porque...
¿Quién mejor que mamá para comprenderme? A ella le basta mirarme y... Casi podría asegurar que adivinó todo pero, siempre, dulce mamá, sabe encontrar el momento oportuno para hablarme. Y debe de haberse dado cuenta de que no era éste.
Acurrucada sobre los pies de la cama, la gata me espía como si quisiera maullarme:
-Yo te acompaño, Ingrid.
¿De modo que ésta es la tristeza? ¿De modo que es una mano helada que araña la garganta y baja teloncitos de niebla sobre los ojos? ¿De modo que es una lastimadora invisible? Hace dos horas me dijiste chau, Mariano, pero un chau diferente, no ése desganado y que estirábamos como un chicle para estar juntos un rato más cuando nos despedíamos cada tarde, al salir de la escuela. Tu chau de hoy significó que ya no vamos a ser amigos hasta la muerte. De repente, soplaste la llamita que yo creía que habíamos encendido entre los dos. Creía. Lo cierto es que sólo yo la había encendido. Y ahora también te digo chau y le digo chau a todo lo hermoso que vivimos a dúo.
Pero antes de despedirme voy a hacer una listita de las cosas que te dejo y otra de las que me llevo, aunque ya no te importen ni las unas ni las otras.
Te dejo:
-Los papelitos en los que te copié tantos versos, ésos de amor que escribía mi
mamá durante su adolescencia y que puso sobre mi mesa de luz, sin decirme nada, el día
en que cumplí los doce y le conté que me gustabas...
-El chocolate a medio terminar que quedó en un bolsillo de tu campera la última
vez que fuimos al cine. (¿Se habrá derretido, como tu cariño? ¿Harás un barquito para
otra chica, con su envoltorio anaranjado?)
-El dibujo sobre la pared de tu casa, ese pájaro de tiza que, decías, nos iba a
llevar volando alrededor del mundo el día en que fuéramos grandes...
-La ventana de ese rascacielos estilo cienciaficción que vimos en una revista
extranjera y desde donde íbamos a festejar, mi cabeza en tu hombro, la llegada del año
2000...
-Mi alegría, toda entera; no me queda ni una pizquita para mí.
Me llevo:
-La emoción del primer encuentro y el color de la siesta de primavera que nos
vigilaba entre los árboles del Jardín Botánico...
-La tibieza de tu mano en la mía cuando me la estrechabas con la excusa de que
soy una despistada para cruzar las avenidas “porque tengo que cuidarte, Ingrid; tanto te
cuesta entender los semáforos?”
-El anillito de doble hilera de canutillos, ése que enhebraron tus dedos y que
pusiste en uno de los míos cuando volvimos a vernos después de las vacaciones de
invierno...
Toda, toda esta tristeza porque es únicamente mía. Repaso una y otra vez los instantes que compartimos, Mariano.¿Qué pasó? ¿Es cierto que te vas de mi visa? ¿Es cierto que me vas a dejar sin lo celeste de tus miradas? ¿Qué hago, Mariano? ¿Es posible doblar los recuerdos queridos como pañuelos y olvidarlos en un cajón del placard? ¿Qué hago con tantos caracolitos como se quedarán prisioneros en la punta de mi lápiz, porque ya no volveré a dibujártelos? (Una por cada sonrisa tuya, te decía; uno por cada... ¿Los recordarás alguna vez?) ¿Y a quién le vas a decir “mi solcito” desde ahora en adelante? ¿Y a quién podré volver a decirle “el sol es tuyo” después de esta tristeza?
En tu patio ya estará anocheciendo y aunque el mismo atardecer cálido se está recostando sobre los balcones de mi casa, me parece que todo el frío se hubiera dado
cita aquí.

Domingo 11 de noviembre, cinco de la tarde.Ayer a la noche no pude más y hablé con mamá. Le conté todo. Me escuchó atentamente. No sé cuánto tiempo lloré, abrazada a su dulzura. Después, me dijo que las personas son como pequeños países, pero que no existen guías de turismo para enseñarnos a recorrerlas, para conocerlas a fondo... Por
eso, a veces las sorpresas tristes, Mariano. Y otras, la alegría de encontrar territorios parecidos a los que nos imaginábamos... o hasta iguales a los que señalaban nuestros sueños...
Esta mañana, apenas me desperté, me trajo el desayuno a la cama. Para mimarme. Y debajo del plato de la mermelada me había escondido un sobre celeste, de ésos que ella solamente usa cuando tiene que escribirle una carta a alguien importante.
Lo abrí y encontré esos versos que pegué en mi diario y que yo misma hubiese escrito si fuera grande y pudiese expresarme como lo hace mamá.
Ya casi me los sé de memoria, Mariano, y acaso los copie y te los dé mañana, cuando te vea en la escuela. Dicen exactamente lo que siento. Parece una maga mi
mamá.

Romance del país que no conocí.No conocí el paisito
De donde tú llegabas:
Lo busqué en cada mapa
Pero no figuraba.
Por eso, al ver tus ojos
Yo me lo imaginaba
Con un río celeste
Oleando en sus mañanas.
(¿Fue el río el que te puso
de agua la mirada
y esa manera dulce
de apoyarla en la nada?)
No conocí el paisito
De donde tú llegabas:
Por eso, al oír tu risa
Yo me lo dibujaba
Con una torre alta,
Henchida de campanas.
(¿Fue allí donde aprendiste
a alzar la carcajada
y ese modo de darla
sonora, larga, clara?)
No conocí el paisito
De donde tú llegabas.
Toqué tu piel y dije:
-Viene de donde se ama.
Por eso fui tu amiga:
De puro equivocada,
Que hoy sé que no habría río,
ni torre ni campanas...
Fuiste un sueño apenitas
Y era yo quien soñaba.
Tan sólo había tu pecho
Con la puerta cerrada,
Sin rincón de caricias,
Sin paloma anidada,
Sin lugar para un beso,
Sin luces ni guitarras.
Por eso no podías
Sentir que me hacías falta
Ni beber de a poquito
El color de mi lágrima.
Por eso no podías
Atarte a mis palabras,
La mitad, entre risas
Y la otra lloradas.
En vano tantos versos
De siesta amanzanada.
En vano tantos versos:
Mi silencio extrañabas.
Por eso ni siquiera
Decirme qué pasaba
En un día cualquiera
Me dejaste olvidada.
Qué triste es despedirte,
Pasajero de mi alma...
Tu recuerdo me sigue
Como un pájaro en llamas.
No podías quererme.
Hoy lo entiendo y me daña
Pero sé que es la vida
La que anuda o separa.
No conocí el paisito
Del que te despegabas
Ni tampoco tú el mío,
Coloreado de infancia.
¿A quién culpar entonces
de estas cosas que pasan?
Me llevo mi solcito:
Le sobra a esta nevada.
Mi última muñeca
Mira y no entiende nada.
Mi última inocencia
Es lágrima en la almohada.
Ya apago los reproches
Como apago mi lámpara
Mientras una certeza
Se enciende en madrugada:
No pudiste quererme.
Eso es todo. Qué lástima.
Ahora sí:
Chau, Mariano.

20 mayo, 2013

Mónica Lavin (México, 1955)


La línea de la carretera
(Fragmento)


10.

Era de noche y Ana no podía descifrar el paisaje del lugar que recorrían. El padre de Kimberly había anunciado que faltaba poco para llegar. Seguían preguntando a Ana cosas de México y de su familia y la obligaban a pensar y contestar en inglés, a pronunciar correctamente, pero en realidad ella quería que estuvieran callados un rato. Necesitaba estar a solas con su extrañeza. Comprendía que empezaba a estar lejos: las sensaciones no se podían transmitir de inmediato. Por ejemplo, no podía contarles a sus padres cómo había pasado de largo frente a la familia Connors, porque la foto de Kimberly con el pelo largo y una camisa a cuadros no correspondía con la que estaba en el aeropuerto: era alta, de pelo corto, con los ojos muy pequeños y frenos. En la foto Kimberly no enseñaba los dientes. Tampoco los reconoció porque los padres de Kim eran unos señores como sus abuelos, ella con el pelo totalmente canoso y él calvo. Siguió de largo y se sintió desconcertada. Por primera vez después de la larga travesía la asaltó el miedo. ¿Y si no llegaran? ¿Qué haría ella en ese aeropuerto pequeño? Le tocaron el hombro, era Kimberly que le preguntaba si ella era Ana Duarte.

—¿Kimberly?

Se quedaron de pie una frente a la otra.

—Kim— dijo ella.

Ana la saludó con un beso igual que a sus padres.

Había tenido que trasbordar en Los Ángeles y en San Francisco, la azafata que traía su pasaporte y con la que estaba encargada desapareció por dos largas horas en el segundo trasbordo. Pidió que la vocearan, se había aprendido el nombre que traía escrito en una tarjeta prendida al traje. Nunca había visto una azafata en vivo y le parecía admirable que sonrieran siempre, que el traje no se arrugara y que se llamaran cosas como Mildred o Karen. La de su pasaporte era Mildred James. ¿Podía olvidar un nombre así? Al rato apareció la azafata con sus papeles en la mano y una disculpa.

Recorrer un aeropuerto cinco horas no resultó pesado. No conocía más que el aeropuerto de su ciudad y sólo por instantes. Cuando llegaron sus padres de Europa, cuando viajó su abuelo. Le gustaba la terraza del de la Ciudad de México porque se veían los aviones despegar y a los pasajeros subir la escalera. Algunos sacudían la mano o mandaban besos, pero el aeropuerto de San Francisco era enorme. Tenía tiendas y cafeterías, máquinas de dulces. Se compró un Hershey’s y una banderola que decía San Francisco. Inundaría su cuarto de pedazos del viaje. En los pasillos había muchachos y muchachas de pelo largo con los pantalones gastados, mochilas al hombro. Le pareció tan ridículo su atuendo de piel. Parecía una mosca en el lugar, una señora enana. Si la viera Andrés. Qué bueno que no había ido al aeropuerto a despedirla. Ya le había dicho que no podía, que tenía reunión con su hermano, que los granaderos no tenían derecho a meterse a las preparatorias ni a la universidad. Mientras hablaba le revelaba a Ana un mundo muy distinto al de su escuela. Apenas y había oído de la pelea entre una vocacional y una preparatoria y no la entendía, o no le importaba. No pasaban nada en televisión y en su casa no lo mencionaban. Sólo Joaquín de repente decía que no se valía que estuvieran los policías metidos en las escuelas.

—Tú qué sabes quién está detrás de todo esto —decía papá.
—¿Será el mismo que está detrás de la universidad de París, de Kent, de Yale? —lo retaba Joaquín.

Ana había visto las fotos de un muchacho muerto tendido en el pasto mientras una estudiante en silla de ruedas parecía gritar algo. Le indignaba pero le parecía lejos. Una película en una pantalla. En su secundaria no pasaba nada. Por eso estaba ella aquí metiendo las narices en otro mundo. No quería tanta quietud.

—¿Entonces dejaste las olimpiadas en tu país para venir a vernos? —preguntó el papá de Kimberly.
—Sí —contestó tímidamente Ana. Siempre le había parecido que este viaje a lo incierto era mejor aventura que lo que pudiera pasar en su país.
—Nos halaga —contestó la madrastra de Kimberly.

Eran demasiadas cosas para un día, por eso quería dejar de escuchar las preguntas en inglés. El avión era algo delicioso, esa fuerza para elevar el aparato y luego el silencio de las alturas. El color blanco intenso de las nubes, como en un cuadro, contra el cielo azul y abajo el paisaje empequeñecido, las parcelas, las manzanas perfectas conforme volaban sobre Los Ángeles; el mar y un pedazo del Golden Gate Bridge que pudo ver desde el avión y luego durante la noche mirar un tapiz de luces, sospechar a la gente dormida y ella volando sobre sus cabezas. Quería apuntar todo pero prefería mirar adentro y afuera del aparato. La pasaron a primera porque a alguien le faltaba asiento y ella viajó en el más ancho posible, con su libro en las piernas que apenas leía y espiando a las azafatas y sus afanes porque no le faltara nada a ella. La charola de comida y los saleros diminutos, los cubiertos que se guardó como recuerdo del viaje con el pelícano grabado en los mangos.

—Nunca había viajado en avión —les dijo a sus anfitriones.
—Eres muy valiente —le dijo la señora Connors.

No entendía qué tenía de valiente treparse al confort de las aeronaves, tenía ganas de decirles que era muy afortunada y que tendría mucho que contar en casa y a sus amigas, a su amiga Mariana y a Andrés. Tal vez a Andrés le pareciera muy tonto lo que a ella le ocurría. No eran grandes cosas y sin embargo la llenaban de alegría. No eran como las reuniones que seguramente tendrían los estudiantes y a donde iban Joaquín y Andrés, pero le hubiera gustado compartirlas. Le escribiría lo antes posible. Antes de que las emociones se le olvidaran o unas se tragaran a las otras.

—Aquí empieza Williams —dijo el padre de Kimberly.

Ana alcanzó a ver un letrero sobre la carretera y después de un rato una casa, luego otra. Entendió que no había pueblo sino casas desperdigadas.

—Ésta es nuestra casa —habló por fin Kimberly cuando el padre giró el auto para entrar bajo un cobertizo.

Un pequeño farol iluminaba un porche. Ana sólo distinguió un número, 390 junto al buzón rojo, v el color amarillo de la madera.

—Bienvenida —dijeron los padres tras abrir la puerta y llevar sus maletas a la habitación de Kim.
—Estarás fatigada —dijeron ellos que también estaban cansados por el recorrido hasta Medford.
—¿Quieres leche con galletas? —le dijo Kim.

Ana accedió. Sobre la alfombra de la recámara, entre mordiscos y tragos de leche comenzó a acostumbrarse a la voz de Kim y a la recámara, a sus carteles con caballos y el medio clóset que compartirían esos meses.


de La línea en la carretera será publicada en marzo de este año por Plaza y Janés

09 mayo, 2013

Carla Pravisani (Argentina / Costa Rica, 1976)


El colmillo del venado muerto
El licenciado García hojea desinteresado el periódico cuando se encuentra la esquela mortuoria de Mario Kleimberg. Lo primero que le sobreviene no es la conciencia de que Kleimberg esté muerto —poco le importa eso, a decir verdad—, sino la extrañeza de que alguien haya pagado la nota fúnebre. ¿Acaso merece ese salvaje algún recuerdo?
Puede ser. García ya no se atreve a asegurar ni refutar nada. Después del infarto que le trepó al pecho, dos cosas han cambiado en su vida: su alimentación y su entusiasmo. Ahora lee los obituarios. Saltar momentáneamente la cerca de los vivos, hizo que comenzara a pensar en los muertos. Por eso intenta recordar a Mario Kleimberg, pero termina recordándose a sí mismo: el abogado ambicioso y flamante que, desde aquel bufete recién alquilado, veía pasar la tarde y los pasajeros pobres que salían de la terminal.
*
Poco y nada caía en sus manos. Litigios laborales, empleados despedidos que venían a enterarse de sus derechos. Y, aunque se sentía feliz de estar del lado correcto —el proletariado, la lucha por la justicia social—, aquellos juicios se estiraban meses en conciliaciones imposibles con un patrón escurridizo y avaro; y lo que le quedaba a fin de cuentas eran migajas y las quejas de Marilis por tener que recurrir nuevamente a la solidaridad del padre ferretero.
García dudaba de la ventaja de haber regresado al pueblo. Un lugar sin proyección, con  gente tan limitada y conformista. Por eso la mañana en que aquel muchacho se apareció en la puerta de la oficina, él rellenaba aburrido un crucigrama y pensaba seriamente en que se estaba desaprovechando. El joven se le sentó enfrente.
—Klaus Kleimberg —dijo, y lo miró con aquellos ojos celestes tan abiertos como los de un zombi, mientras le tendía la mano blanca y fría.
El apellido Kleimberg era un carretillo cargado de oro. No hacía falta decir nada más para saber que ese joven —y probablemente toda su descendencia— tendrían el futuro asegurado. En Puerto Dorado los ricos eran pocos, y todo el mundo hablaba de ellos.
—¿En qué te puedo ayudar? —García se puso los lentes de leer, aunque no los necesitara: había aprendido algunos trucos para reflejar seguridad. Ahora sí, tapó con los codos el crucigrama.
Klaus Kleimberg bajó la vista y se quedó mirando al suelo, en silencio. Barría con el pie su propia huella y se movía en la silla como si estuviera empollando un huevo. El miedo que humeaba envalentonó a Rodrigo García, quien por primera vez se sintió confiado de llamarse a sí mismo “licenciado García”.
—Mi tarjetita por cualquier cosa—agregó el abogado y señaló el nombre impreso en plata. Era de las pocas veces que abría el atrancado cajón. Las cuidaba con recelo. A los peones ni les daba: de todas formas, volverían.
—Gracias —susurró Klaus, y se la guardó en el bolsillo del overol.
A simple vista pocos pensarían que aquel flaco seriamente atacado por el acné era hijo de Kleimberg. Llevaba el pelo lacio y rubio hasta los hombros, y había crecido levemente inclinado como una espiga. De espaldas, cualquiera lo habría confundido con una mujer, pero de frente sus facciones lucían, sin lugar a dudas, masculinas. Aquella mandíbula como una caja de triturar la había heredado del padre, al igual que aquellas orejas de chimpancé salidas hacia afuera. Y los pelos del pecho asomando por la camisa a cuadros daban el indicio prometedor de que allí mismo, algún día, habría un hombre. Sin embargo, faltaba mucho para eso.
Klaus lo miró.
—Mi viejo es un hijo de puta.
Contó que una tarde su padre no apareció más. La familia temía que estuviera muerto. Lo buscó Gendarmería durante semanas. Se pensaba en un secuestro, o en que alguien lo hubiera matado por venganza —al viejo le sobraban enemigos—. Finalmente Miguel, el peón de Kleimberg, confesó que el patrón se había ido a vivir al monte con una india.
De rebote, a Klaus le tocó asumir el manejo del aserradero, pero él no sabía nada de tales asuntos. Encima su madre quería que él presionara al padre para firmar el divorcio y hacer la repartición de los bienes.
—Yo quiero que mi papá se deje el aserradero —confesó—. Es lo único que quiero.
García, más seguro de la cuenta, acercó una hoja y un lapicero.
—Dame la dirección dónde puedo localizarlo….
El muchacho dibujó un mapa y le explicó en detalle la mejor forma de atravesar el monte virgen. Ya empezaba a atardecer, y el sol caía directo sobre la mesa. García bajó levemente las persianas.
—Lo vamos a resolver —dijo.
El muchacho sonrió. Y él aprovechó para fijar sus honorarios.
Apenas Klaus Kleimberg salió de la oficina, García atravesó las lajas calientes y tocó el timbre con forma de pezón. Por fuera, la casa de ladrillo tenía dos accesos con destinos diferentes. Una desembocaba en su bufete, y la otra en el de Rottermayer. Hans Rottermayer era un abogado borrachín amigo de su suegro. Este le pagaba un modesto alquiler en aquella oficina mal ubicada con tal de que le enseñara a García algunas mañas del oficio.
Una luz polvorienta iluminaba el estudio. En la esquina, una chimenea de ladrillo con leños falsos simulaba un sitio acogedor; sin embargo, triunfaba la mentira escenográfica. Generalmente, Rottermayer se dedicaba a poner su firma —bastante valiosa para lo que hacía— y a gastar la tarde en certificados de rutina.
El viejo, frente a la computadora, controlaba unas tablas. A sus espaldas, una enciclopedia completa se ordenaba por tamaño. Pero cualquiera que conociera a Hans sabía que el viejo nunca abría aquellos libros comprados al por mayor. Cuando García entró, lo miró de medio lado, como si no se decidiera a darse vuelta del todo. García se desplomó en la silla y se limpió el sudor de la frente.
—Le venía a avisar que me mudo.
Ahora sí, Rottermayer giró sobre la silla.
—¿Para adónde?
—Voy a buscar en el centro —dijo García, orgulloso. Era lo que estaba esperando por meses: irse de ese hueco—. Me acaba de salir un caso grande: tengo de cliente al hijo de Kleimberg.
El viejo lo miró con aquellos párpados caídos que daban sueño, ésos de perros perezosos con el sobrepeso acumulado en pliegues.
—No te hagas ilusiones —le advirtió—. A ese polaco no le vas a poder sacar ni un cinco.
García entrecerró los ojos indignado. Comenzaba a sentir genuino odio por aquella relación: Rottermayer era una sombra que siempre presagiaba lluvia.
—¿Por qué?
—Ese tipo está loco.
García se paró y lo apuntó con el dedo.
—Mario Kleimberg no me conoce —dijo enfático, como si estuviera sobre un escenario actuando a sala llena—. ¡Si él está loco… yo estoy más loco!
El viejo se calzó unas pantuflas viejas, se levantó de la silla y, caminó hasta la biblioteca,  corrió unos libros y sacó una botella de Johnny Walker.
—La escondo porque si no me la llenan de agua —dijo—. ¡Como si uno fuera idiota!
Abrió un cajón, y sacó unos vasos.
—El hielo te lo debo —dijo, y  se tragó el whisky de una sentada—. ¡Salud! ¡Por tu cliente!
García se adentró en el montazal. Afuera la humedad del paisaje le embarraba el parabrisas. Las ruedas se hundían en el lodo. La lluvia de tres días había convertido el camino en una rampa mortal. La camioneta serpenteaba a punto de vuelco y las escobillas no lograban despejar el agua.
No le preocupaba el clima sino el encuentro con el viejo. Su suegro también le había advertido que el millonario no era de fiar. A lo lejos divisó el triángulo de paja y el humo. El rancho de Mario Kleimberg.
Frenó. Mejor esperarse a que amainara la lluvia. Veía los provisorios troncos del rancho, la ropa trenzada en una cuerdita que unía la casa a un pino escuálido. ¡Era inexplicable que Kleimberg —el dueño de la más grande forestadora de Puerto Dorado—, hubiera elegido semejante vida miserable!
Apenas despejó un poco, el abogado se lanzó con su viejo maletín de cuero y su saco heredado.
El rancho carecía de puerta. Batió palmas. Una india abrió la tela empapada. A su lado, un niño moquiento y desnudo lo miró fijamente. Probablemente un hermanito indio de Klaus.
—Busco a Mario Kleimberg
La india lo dejó pasar.
Mario Kleimberg dormía en calzoncillos sobre el camastro. Sus gárgaras de aire terminaban en un ronquido burbujeante.
—Buenas… —saludó García—. ¡Buenas!
Mario Kleimberg se despertó aturdido, se paró de un brinco y le interpuso aquel cuerpo musculoso de dios griego semidesnudo.
—¿Qué quiere? —le dijo con una boca ya sin dientes.
García no percibió el arma hasta que tuvo el caño empujándole el pecho.
—Licenciado García… —dijo y extendió los dedos flojos.
El viejo volvió a sentarse en el camastro. Él, apresurado, hurgó en su maletín y alargó el papel de la citación. Mario Kleimberg lo destrozó y lo arrojó calmo al piso de tierra.
—¡Por qué no pueden dejarme en paz! —dijo y se recostó de nuevo. Luego disparó al techo. La paja cayó sobre él como un nido destruido frente a un piedrazo. Después le apuntó a García y le disparó a los talones. Él apenas logró reaccionar, y casi se cae de bruces… si no fuera por los reflejos de sus propias manos, que lo ayudaron a salir en cuatro. Contra sus propios planes, escapó de allí como un cobarde y retomó llorando de rabia aquel camino interminable.
Esa noche se juró que no se dejaría amedrentar por aquel viejo infame. Aquello lo había tomado por sorpresa. ¿Quién no se asustaba frente a la muerte?
*
Lo rodea el silencio de la casa solitaria. Marilis anda de compras en la frontera con una amiga. Volverá tarde. Seguro cargada de nuevos trastos para acomodar en ese recinto coleccionador de objetos inútiles. El living se asemeja a una feria de artesanías. Por todos lados cuelgan platos, muñecas, figuras de cerámica de los lugares del mundo que fueron visitando a lo largo de los años.
Él debería haberse ido a revisar unos contratos, pero llamó para indicar que trabajará desde la casa. En realidad, no tiene ganas de trabajar desde la casa ni desde ninguna otra parte. En la mañana no halla fuerzas para levantarse de la cama. La pasión profesional se le fue evaporando.
Un rayo perpendicular ilumina la mesa y cruza su mano. García se ve los dedos gordos y los mueve lentamente, piensa en las  veces que las mentiras se inician como pelusas, inofensivas partículas que flotan en el aire. Luego agarra una naranja de la frutera y comienza a apretarla para hacerla estallar, pero finalmente se arrepiente y la coloca de nuevo en su sitio.
Mi eterno problema —piensa enojado consigo mismo—: la prudencia.
*
Sentado en su oficina, con las piernas cruzadas y el respaldo hacia atrás, García mintió: le dijo a Klaus que su padre se presentaría a firmar el divorcio y se quedaría con el aserradero.
Klaus, de un salto, se levantó de la silla.
—¡Bien! —dijo, y golpeó la pared con el puño—. ¿Cuándo viene?
—En tres meses.
Durante ese tiempo, García se transformó más que en un abogado, en el consejero escolar de aquel adolescente que llegaba en las tardes a la oficina a desahogarse, a contarle sus problemas con el aserradero, con la madre que llevaba meses llorando aquella infidelidad inexplicable, y con la hermana que había subido como ocho kilos. El joven se sentía solo y desesperado.
Una tarde, después de tomarse juntos un par de cervezas,  Klaus sacó de su bolsillo un estuche de franela y dejó caer el contenido sobre la mesa. Era un diente. García lo agarró y lo miró a contraluz entrecerrando el ojo, como si se tratara de un diamante.
—Es el colmillo de un venado…—explicó Klaus.
—No sabía que tenían colmillos…
—No sirven para nada, no son carnívoros… —explicó Klaus y contó el día que fue de cacería al monte. Su padre pegó a un venado que cayó a los cien metros y le dio a él el arma para que lo terminara de rematar, pero Klaus no pudo, la mirada agonizante del animal lo acobardó. Entonces su padre lo apartó de un empujón y le disparó al venado en el centro de los ojos. Luego le abrió la boca y le arrancó el colmillo: “Tomá, le dijo, sos tan inútil como este colmillo”.
García le agarró el hombro.
—¡Tu viejo las va a pagar! —afirmó paternal.
La lluvia tomó a García por sorpresa. En minutos la calle se trasformó en un riachuelo sucio. Al entrar al juzgado, vio a Klaus de espaldas,  y a su lado una mujer y una joven — supuso que la madre y la hermana— esperando como si aquello fuera la banca de una iglesia. Klaus se había puesto un traje entero y se ató el pelo en una cola. García le tocó el hombro.
—¿Ya llamaron?
Klaus negó con la cabeza y presentó a su madre y a su hermana. Era la primera vez que veía a aquella señora. Se la había imaginado más vieja. Quizá por la despiadada descripción que siempre le hacía Klaus. Pero todo en ella parecía frágil y delicado. Desprendía un olor de campo, un aroma fresco y silvestre, no como aquella india sucia.
—Heidi, mucho gusto —dijo la señora Kleimberg, y le extendió la mano de uñas cortas y pintadas con esmalte transparente—. Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros.
Miriam tenía una cara regordeta y pecosa, y el pelo rubio atado en un rodete. Parecía la modelo de una lata de galletas danesas.
—Hola —susurró, y volvió la vista al piso.
Esperaron en silencio. Los rodeaba el polvo, las filas, el mal humor y la pintura de las columnas que se había ido descascarando por las estrías de humedad. Por fin les tocó el turno. Él le entregó los documentos a una secretaria que los revisó meticulosamente. En algo Rottermayer tenía razón: a los tribunales era mejor entrar de rodillas. Los empleados habían perdido la noción de que se les pagaba por brindar un servicio y no por hacer favores. Por eso siempre aconsejaba  meterse en la bolsa a “las culogordas llevapapeles”: mujeres que tenían ahí más años que los ficheros y que, como las piedras de un río, eran las que daban fluidez a los trámites.
La burócrata se puso de pie con dificultad y los guió hasta un tribunal que consistía en un pequeño estrado.
García iba detrás de la señora Kleimberg viéndole los tobillos gordos y los tacos, que repiqueteaban como gotas sobre el mosaico. Durante el trayecto, la mujer apoyó la cabeza sobre el hombro de su hijo.
Al fondo, el juez se enjuagaba los ojos y se ponía los lentes de contacto. Finalmente les hizo señas de que ingresaran. Era un hombre gordo, un gladiador romano.
—Pónganse cómodos —les ofreció con voz profunda.
Él le entregó el expediente, y los cuatro se sentaron. La señora Kleimberg colocó las manos sobre el bolso como si estuviera a punto de orar. Klaus empezó a bambolear el brazo y a entrechocar las rodillas. La chica, en cambio, se distraía viendo la lluvia resbalar sobre el vidrio.
—¿A qué hora citó usted a mi papá? —preguntó Klaus.
—A la una —contestó García.
El juez señaló el reloj del fondo.
—Sólo les puedo conceder quince minutos de espera.
La señora Kleimberg miró a su hijo con desesperación. El muchacho se puso pálido.
—Va a venir, mamá, tranquila —le dijo, y la tomó de la mano.
García sentía el tiempo como una digestión interminable.
A los pocos días, Klaus apareció en la oficina completamente rapado.
—Le vengo a cancelar sus honorarios—dijo.
García le ofreció asiento, pero el muchacho se mantuvo de pie, nervioso, mirando a los costados. Apoyó la gastada mochila sobre el escritorio, abrió el bolsillo y le entregó un sobre.
—Ahí está todo, cuéntelo.
—No hace falta… —dijo García y se tiró en el asiento para atrás—. Confío en vos.
—Cuéntelo—insistió.
García abrió el sobre. Y al sacar el dinero, cayó el colmillo del venado.
—Se  lo puede quedar—le dijo Klaus con los ojos inyectados.
García soltó un bufido y se paró de golpe. Las tripas se le hicieron un puño. ¡A él nadie lo trataría de esa forma!
—¿Qué me estás queriendo decir, pendejo?
El muchacho dio media vuelta y, con la rapidez de un conejo, cruzó la calle y se perdió entre el gentío de la terminal. García volvió la vista al diente que brillaba como un punto sobre la mesa negra.
Y esa misma noche, mientras él cenaba por primera vez con Marilis en Los Anonos, Klaus se ahorcó.
*
García detiene la vista en las cotorras que comen de la fuente las migas que siempre le ponen sobre el muro. ¿Dónde habrá dejado el diente? Durante años lo escondió en una caja de zapatos como si fuera el arma de un homicidio. Pero, a estas alturas, aquel colmillo lo tiene sin cuidado; el mundo de los buenos y de los malos; el tiempo, los años de trabajo y la experiencia tan cargada de desilusión han borrado esas fronteras. Hoy mismo, frente a esa esquela no puede asegurar —como sí lo hizo en aquel entonces— que Mario Kleimberg fuera un hombre malo. Hoy lo ve de manera distinta, y se pregunta nuevamente las razones que lo habrán llevado a abandonar la civilización. Mira a su alrededor. A fin de cuentas, ¿para qué sirve todo esto? Los muebles, el cortinaje, los platos cerámicos colgados al fondo, las nuevas compras que traerá Marilis. ¿Acaso eso lo ayudará a sobrevivir?
Sale al patio a tomar un poco de aire. Bajo aquel sol corrosivo, entrecierra los ojos hasta ver su propia sombra confundida con la luz. Todo se le hace una mancha gris impenetrable.
de La piel no miente (San José: Uruk Editores, 2012)
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