23 septiembre, 2007

Marina Colasanti - Etiopía 1937, Brasil -

Siete años y siete másÉrase una vez un rey que tenía una hija. No tenía dos, tenía una, y como sólo tenía esa, la quería más que a cualquier otra.

La princesa también quería mucho al padre, más que a cualquier otro, hasta el día que llegó el príncipe. Entonces ella quiso al príncipe más que a cualquier otro.

El padre, que no tenía otra a quien querer, pensó que el príncipe no servía. Ordenó investigar y descubrió que el joven no había acabado los estudios, no tenía posición y su reino era pobre. Era bueno, dijeron, pero, en fin, no era ningún marido ideal para una hija a quien el padre quería más que a cualquier otra.

Llamó entonces el rey al hada, madrina de la princesa. Pensaron, pensaron, y llegaron a la conclusión de que lo mejor era hacer dormir a la muchacha. ¡Quién sabe! Quizás en el sueño soñaba con otro y se olvidaba del joven.
Dicho y hecho, dieron una bebida mágica a la muchacha, que se durmió enseguida sin decir ni buenas noches.

Acostaron a la muchacha sobre una cama enorme, en un cuarto enorme, dentro de otro cuarto enorme, a donde se llegaba por un corredor enorme. Siete puertas enormes escondían la pequeña entrada del enorme corredor. Cavaron siete fosos alrededor del castillo. Plantaron siete enredaderas en las siete esquinas del castillo. Y pusieron siete guardias.

El príncipe, al saber que su hermosa dama dormía por obra de la magia, y que así pensaban apartarla de él, no tuvo dudas. Mandó construir un castillo con siete fosos y siete plantas. Se acostó sobre una cama enorme, en un cuarto enorme, a donde se llegaba por un corredor enorme custodiado por siete enormes puertas, y comenzó a dormir.

Siete años pasaron, y siete más. Las plantas crecieron alrededor. Los guardias desaparecieron bajo las plantas. Las arañas tejieron cortinas de plata alrededor de las camas, en las salas enormes, en los enormes corredores. Y los príncipes durmieron en sus capullos.

Pero la princesa no soñó con ninguno que no fuera su príncipe. Por la mañana, soñaba que lo veía debajo de su ventana tocando el laúd. Por la tarde, soñaba que se sentaban en la terraza, y que él jugaba con el halcón y con los perros, mientras ella bordaba en el bastidor. Y por la noche, soñaba que la luna estaba alta y que las arañas tejían sobre su sueño.

Y el príncipe no soñó con ninguna que no fuera su princesa. Por la mañana, soñaba que veía sus cabellos en la ventana, y que tocaba el laúd para ella. Por la tarde, soñaba que se sentaban en la terraza, y que ella bordaba, mientras él jugaba con los perros y con el halcón. Y por la noche, soñaba que la luna estaba alta y que las arañas tejían.

Hasta el día en que ambos soñaron que había llegado la hora de casarse, y soñaron un casamiento con fiesta y música y bailes. Y soñaron que tuvieron muchos hijos y que fueron muy felices por el resto de sus vidas.


Traducción de Antonio Orlando Rodríguez y Sergio Andricaín (del original “Sete anos e mais sete”, en Uma idéia toda azul, de Marina Colasanti. Rio de Janeiro: Editorial Nordica Ltda., 1979).

Marina Colasanti nació en Asmara, Etiopía, en 1937. Pasó gran parte de su infancia en Italia y, en 1948, se trasladó con su familia a Brasil, donde ha vivido desde entonces. Escritora, periodista y pintora. Para los niños y jóvenes, ha escrito obras como Una idea toda azul (de donde proviene el cuento que reproducimos), En el laberinto del viento, Ana Z., ¿adónde vas?, La mano en la masa, Entre la espada y la rosa y Lejos como mi querer.

13 septiembre, 2007

Alicia Kozameh (Rosario, Argentina,1953)

Bosquejo de alturas
(fragmento)



A aquel Rubén Aizcorbe,
el que caminaba por las calles de Rosario,
todavía vivo,
en el invierno de 1975.

Fulgores, estallidos, activados en zonas ocultas. Nada de intentar encontrarlos en un cielo azul, ni siquiera combinados con rojos o púrpuras de ciertos atardeceres. Sólo en sótanos. En espacios donde el aire es oscuro, y tan espeso que trasmite las ondas de los crujidos, las pisadas de los borceguíes. De los grandes zapatos que golpean contra el piso superior. Sobre las cabezas aquí, sobre las cabezas allá, las cabezas y los extremos de los dedos. Que echan luz. Tantos dedos y cabezas en movimientos desparejos, muchas veces apenas perceptibles, intercambian fulgores. Fabrican desde sus lóbulos y circunvoluciones cerebrales, y dejan salir a través de su cuero cabelludo y de sus uñas, una forma de claridad que las va iluminando y las retroalimenta en el silencio. Por lo menos treinta cabezas. Y todas sin desórdenes genéticos. Seiscientos dedos. Trescientos de manos y trescientos de pies. Los formatos de todas las cabezas, sus pelos, responden a características femeninas. Treinta mujeres vibrando y comunicándose, debatiéndose en una estrechez de espacio intransgredible, como glóbulos a lo largo de un vaso sanguíneo. Y ciento veinte extremidades. Sesenta brazos y sesenta piernas. Nadie con un brazo de más, nadie con cola. Pieles más oscuras o más claras. No es posible captar diferencias. En realidad no hay diferencias. O no importan. Nadie puede sobrepasar límites, nadie puede expresar más de lo que las expresiones de las otras permiten. Hay medidas impuestas por las circunstancias externas, y proporciones determinadas en acuerdos mutuos. Hay que cuidar la condición que las hace una: la de estar vivas. Hay fulgores. Son las miradas que se cruzan en el espacio. Son algunas palabras. De entendimientos. De desacuerdos. Se rozan, se frotan en el aire. Producen luz. Las pupilas se dilatan y pueden verse unas a otras. Se ven y se descubren intentando moverse, mirarse. Les da risa el movimiento. A los fulgores se agregan sonidos. Se ríen, ahogan las carcajadas, las desatan, recuerdan los límites. Se callan. El aire es una masa de pensamientos que irrumpe por todos los orificios de todos los cuerpos, y los obtura. Hay superficies ásperas. Cementos. El cemento del calabozo del fondo. Perfecto para limar hueso. Raspar y raspar. El polvo blanco que va quedando se volatiliza, cree desaparecer. Pero por dónde. Por dónde. El pedazo entero que la mano sostiene y todavía frota y frota inflamada y caliente, se transforma hasta ser un anillo. Un llavero, un colgante. Una aguja y saliva, el ácido de la saliva y el movimiento de la aguja para darles forma a los pétalos de la flor, al pico del ínfimo pájaro tratando de arrancarse en vuelo desde el anillo, a las manos entrecruzadas que juntas no alcanzan a medir medio centímetro. Para una con dedos delgados. Como Chana. Hay superficies ásperas. El cemento del calabozo. O la piel. La piel como se pone en los sótanos. El ruido de metal. Las rejas golpeando contra la pared húmeda. La celadora enclavando todos sus ángulos, su nariz y sus dientes, a la entrada del pabellón, para largar el alarido: Está prohibido raspar huesos en el cemento y ustedes ya lo saben. Y otra vez el ruido del metal. Y del candado. Susana está parada frente a la reja y no emite sonidos. Sólo eleva el lado izquierdo del labio superior y entrecierra los párpados. Gira y camina hacia el calabozo. Con el hueso en la mano raspa y raspa. La piel de los dedos se le va desprendiendo mezclada con el polvo blanco que llena el aire. Las pieles. La epidermis y todos esos orificios. Para que entre qué. Para que no entre qué. Treinta pieles. Treinta texturas. Y de muchos orificios salen pelos. Tantos pelos por todos lados. Y sólo una pinza de depilar que se mantiene con los demás tesoros: la radio a transistores, el reloj pulsera, los tres tanques de biromes y las dos agujas de coser, debajo de la baldosa suelta del baño. Que les ocupó el trabajo de más de un mes levantar y ahuecar en el concreto. Hay brillos. No son las agujas, que están bajo las baldosas. Son algunas palabras que corren entre bocas y oídos. Sesenta oídos, treinta bocas. Que van de uno a otro. Sonidos significando Susana, hacé menos ruido. Brillos que pueden ser palabras, o la energía de una cucaracha en su recorrido hacia la cueva. O el sonido de la respiración de Maura que sin embargo es tan sana con toda su vejez y su mal humor. Sus carnes duras, tensas. Su pelo grueso, tenso, sus iris gruesos, tensos. Sus ceniceros, platos, hechos de arroz blanco amasado, de ese arroz que les repartieron a modo de almuerzo más o menos tres meses atrás cuando todavía les daban alguna comida, y cuyas sobras ella aprovechó para entretenerse, crearse una tarea, una tarea gruesa. Tensa. Los ceniceros blancos, secos, acumulados bajo su cama. Brillos que pueden ser la energía de una cucaracha tratando de llegar a su cueva, o el sonido de la respiración de Maura. Maura respira. Y respira Griselda al concentrar en un punto del espacio, de la oscuridad del espacio, los diversos formatos de imaginación y de memoria que le permiten reconstruir las páginas de Grante Sertão: Veredas, los episodios, las metáforas ­tanto que todas necesitan la metáfora­ para la reunión de mañana a las dos. Mañana le toca a Griselda reconstruir una novela leída en libertad, para las demás. Y Andrea, si la información que dé Griselda es suficiente, tiene que escribirla en cinco papelitos de armar cigarrillos, con letra milimétrica, usando uno de los tanques de birome del tesoro. Y hay veinte destinados al Anti-Düring. Trabajo de Dora. Quedan menos y menos papelitos, pero la biblioteca crece. Y Liliana, especializada ya, después de tantos, armará el vaginal. Impermeable, envuelto en capas de polietileno de alguna bolsa entrada en épocas en que todavía se les pemitía depositarles alguna comida. Sellado con brasa de cigarrillo. Y adentro. Con o sin menstruación. Hasta ahora han logrado evitar que en las requisas les metan los dedos. Todo lo que se ha estado guardando vía vagina, se ha venido salvando. Y la biblioteca es indispensable. Contiene sus pensamientos. Su caudal intelectual. Su aprendizaje. La enseñanza de unas a otras. El intercambio. La justificación de resistir. La biblioteca confirma la existencia de todas. De cada una. Es tan sana Maura con sus sesenta y cinco años. Y tan dura. Fulgores. Hay ciertos estallidos. Los de los ojos de veintiocho de las treinta cabezas. Disminuyendo. Amainando. Hasta el día siguiente. Dos, alertas. Dos cada dos horas. Hay que velar por el descanso de la mayoría. Hay que tratar de captar los movimientos en el piso superior. Entra gente. Sale gente. Emergen sonidos. Gritos de dolor. Carcajadas. Música. Insultos. Hay que tratar de enterarse con cierta anticipación de lo que sea que los que caminan por arriba decidan sobre sus cuerpos. Hay que vigilar a los que las vigilan. Después, largo el silencio. Berta y Mónica en el rincón de las guardias, esperando. Y nada. Nada para interpretar. En los últimos cuarenta minutos, nada que sea necesario descifrar para el resto. Y ahora un crujido. Un chillido metálico. Sus dos cabezas femeninas giran en la búsqueda. Y es adentro. Es Beatriz que mueve los elásticos de tejido de metal con su esfuerzo para incorporarse desde ese pozo que es la cucheta superior. Y pega el salto. Beatriz, que va a orinar. Con sus pasos cortos. Lentos. Para no desatar una reacción de los policías que las apuntan desde arriba, desde afuera, con los caños de los fusiles, a través de las rejas de las ventanitas del sótano. Entreabre la puerta. Se mete en el baño. Regresa rápido. Mueve una mano para Berta y Mónica que mueven sus manos para ella. Nada nuevo. Apoya su pie en el borde de la cucheta inferior. Sin querer despierta a Silvia. Salta. Y se hunde en el pozo de metal tejido. Silvia gira hacia un lado y hacia el otro en su propio hundimiento. Siente la presión de la vejiga. El balanceo de su cama por el regreso de Beatriz siente, y la presión de la vejiga. Asoma los pies. Camina lento y a pasos largos, apoyando los dedos más que los talones. Entreabre la puerta del baño. Sale muy pronto. Enfoca a Berta y a Mónica con los ojos muy abiertos. Ellas niegan con la cabeza. Llega a su cucheta. Se apoya en el borde, entra y se tapa. Sacude un poco a Beatriz. Dónde la alegría. Dónde. La alegría. Un reflejo. Como de luz. De espejo. Que pasa a velocidades suprahumanas. Que cruza recto por los espacios que todavía quedan entre unas y otras. Por las distancias que encuentran entre unos sonidos, palabras, y otros, entre un gesto y una expresión que lo completa. Un reflejo. Como de luz. En el que ellas ven sus propias caras, sus propias pestañas protegiendo los ojos, sus propios dientes. Pasar. Sus propios párpados y frentes circular a velocidades sin registro. Pero están entrenadas en la rapidez de acción, y alcanzan a saludarse y a sonreírse. Y a saludarse una vez más. Se ven, se hablan, arman conversaciones hilvanadas. O se desconocen a sí mismas. O se interrogan y se dan una respuesta. O sólo se observan extasiadas por todo el tiempo que dure la alegría. Pero no esperan nada. La alegría es parte de lo que va a venir sin esperarlo. Tiene que estar allí. Tiene que haber. La sábana se va extendiendo. Cuatro manos, dos de cada extremo, la estiran y van sosteniéndola de los bordes de las cuchetas, apretándolas entre el colchón y el metal. Eso va a ser el telón, el fondo del escenario. Más de veinte cabezas se esfuerzan hacia arriba para tratar de entender los movimientos preparatorios. El grito No espíen vibra y provoca risas. Y más risas. Que quedan girando sobre su propio eje, en ronda, metiéndose en los huecos, como humo, esperando la llegada de las próximas. Unos dedos apareciendo por detrás del telón anuncian el comienzo y mientras las voces, ruidos, no paran, un guardia pretoriano se mete por debajo de la sábana imponiendo el silencio. Las cabezas se envían reflejos, los ojos se abren y se cierran en la excitación, cómo lo hicieron, de dónde sacaron tanto papel plateado, cómo armaron las sandalias, y el guardia pretoriano blandiendo la escoba como lanza y respondiendo De los paquetes de cigarrillos que quedaron del año pasado. Pero si el grupo teatral que debuta el viernes próximo ya está planeando utilizar el mismo recurso, va muerto: los usamos a todos. Y los gritos del público Calláte, pretoriano, que te vamos a expropiar el papel plateado ahora mismo. ¡Que empiece de una vez! Y Cleopatra asomando medio cuerpo y rodando dentro de las toallas que hacen de alfombra, surgiendo desde el enredo y recostando su cuerpo sobre el piso de baldosas negras y descascaradas, cubierta por algún camisón posiblemente de Maura por lo inmenso. Levantando las cejas y frunciendo el labio Cleopatra, mirando al público instalado a su alrededor y sentado con las piernas colgando de las cuchetas superiores, echándole esas miradas seguro muy similares a las que la faraona lanzaba, arrogante, sobre sus súbditos. Por supuesto. Y carcajadas. Y Julio César envuelto en otra sábana irrumpiendo a los gritos, llamando Cleo, Cleo, la luz de tus ojos violetas... y desde el público La de los ojos violetas es Liz Taylor, idiota, y otra Bueno, si es lo mismo. Y carcajadas. Y Julio César contestando desde el escenario Cómo que es lo mismo, por favor no insulten a mi reina, y la reina asumiendo su papel arqueando la ceja izquierda, señal a la que el guardia pretoriano responde poniendo la lanza cabeza abajo y barriendo el piso. Julio César es un viejo verde, que salga Marco Antonio, ¿no tienen un Marco Antonio ahí atrás?, viva Marco, Marquito, y Marco Antonio emergiendo entre bambalinas, envuelto en otra sábana y con los brazos en alto hacia el pueblo que lo aclama, y las carcajadas incrustándose en los espacios que dejan entre unas y otras las palabras Este es mi pueblo, el pueblo por el que lucho, el que me justifica, mientras Cleopatra no logra contener las lágrimas arrancadas a la risa que se le atasca en la garganta, y el público desde las cuchetas Eso, eso, dale Cleo, decidite por Marquito, y Cleopatra: Pero lo de la alfombra era una atención para Julio, y éste está acá de puro metido, y risas, y la reja metálica del pabellón abriéndose, de pronto. Se abre, y tres fusiles automáticos livianos entran apuntando a la locuacidad de Cleopatra y Marco Antonio, en manos de tres policías uniformados, con dos celadoras como escoltas, todos ellos gritando Entreguen la sábana, y el silencio cortando el aire. Julio César preguntando ¿Cuál de las tres?, ¿la mía, la de Marco Antonio o la del telón? Y las carcajadas otra vez, y las mujeres del público Celadora, ¿para qué quieren la sábana? El policía balbuceando Señoras, no se olviden de que ustedes son presas. Y saben muy bien que está prohibido el teatro aquí abajo. Entreguen la sábana. Cleopatra aventurando Si la quieren sáquenla ustedes. Y los caños de los fusiles enganchando el lienzo blanco, tironeándolo y arrancándolo. Y los policías con sus escoltas retrocediendo y apuntando, retrocediendo y saliendo, cargando y enarbolando su trofeo, su estandarte. Haciendo mutis por el foro. Y el ruido del candado. (...)
Claudia asoma los brazos desde las cuchetas del fondo del pabellón, desde el rincón de las noticias, y llama. Todas las frentes tensas miran hacia ella. Van dos y vuelven a informar al resto. "Tres delincuentes subversivos fueron abatidos por fuerzas combinadas del ejército y de la policía en un operativo regular llevado a cabo en horas de la madrugada de ayer. Cuando los efectivos del orden intentaron reducir a los ocupantes de la vivienda ubicada en el numero 126 de la calle Uriarte, uno de ellos una mujer joven con varios meses de embarazo, éstos resistieron provocando un tiroteo en el cual los tres terroristas resultaron muertos. Hasta el momento sólo se conoce la identidad de la mujer, de nombre Marisa Elsa Sierra, oriunda de Los Ralos, provincia de Buenos Aires". Claudia a cargo de ma
ntener informadas a las treinta cabezas. Sacude los brazos y el flequillo negro y lacio que le bailotea sobre las cejas italianas, en ángulo. Desde detrás de la cucheta de Maura, oculta por el cúmulo de ceniceros de arroz y las pilas de elementos misteriosos que atesora la vieja. Claudia transmite lo que suda y lo que escucha. Por los poros del cuello y de las palmas larga un líquido que es casi orina. Dicen que resistieron. De alguna boca sale Marisa no tenía armas ni nunca las tuvo. Y lo espeso. Lo espeso del aire se solidifica inmovilizando brazos y cabezas por un momento. Cuidado, escondan la radio. Viene la comida. (...)
Hay fulgores. Son el frotamiento de las moléculas que conforman los músculos y las paredes del estómago. Salen por los ombligos, por las bocas, se encuentran en el aire, chocan, producen luz. Llaman la atención de las cabezas, se levantan los párpados, se cruzan las miradas, se reconocen, se hablan, Carla dice Les cuento una película. Las que quieran escuchar Butch Cassidy que se acerquen. Y treinta estómagos se ubican rodeando la cama de Carla, sobre el piso, colgando de las cuchetas altas, sentándose en las bajas. Y se abren. Se abren para deglutir los gestos, las miradas, las palabras que Carla pronuncia letra a letra, los colores. Los sepias, los caballos, la bicicleta mágica. La música, los trenes. Los marrones del sol. Los ojos de Paul Newman. Los disparos. El movimiento de sombreros. El polvo y el sudor adhiriendo los cuerpos al camino. Los vestidos frondosos de la amiga. Las maletas. La luz de los desiertos. Los miedos trasmisibles. La agonía detenida en el brillo del cielo azul. La muerte suspendida en el aire caliente, boliviano. Las cabezas, los brazos, los pies, tratan de olvidarse de las vísceras. Sara flexiona con insistencia los dedos de su pie derecho, los aprieta, los abre. Los estira. Desde su extremo opuesto los observa, los mide, los calcula. De su boca semiabierta sale Debe estar por llover: me duelen los juanetes. Las cabezas se levantan contra el aire oscurecido y los ojos atraviesan el tejido de alambre y las rejas de las ventanas altas, imposibles. Por el espacio de medio metro de abertura, allá arriba, pueden darse una idea del estado del cielo. Tratan de investigar, se movilizan, recuestan sus cuerpos contra las paredes, los alargan. Se deslizan. Toman distintos ángulos. Sólo logran un gris como de plomo, que tanto puede ser un cielo de tormenta como un atardecer filtrado por las sombras. Segundos, gestos, minutos, ademanes. Liliana, Elizabeth y Telma aumentan, se duplican, son su propio discurso, sus clases de anatomía, de francés y de historia. Los tres grupos se chistan, Bajen la voz, no dejan trabajar al resto, coinciden en la forma de expresarse, cada una es, a veces, espejo de las otras. Se ríen. Yo no estoy gritando, sos vos, Liliana, grita Telma, y Elizabeth las mira incrédula y les grita Cállense que mi grupo se distrae. Y avanzan las tres clases en silencio. Y el tiempo avanza a saltos y en silencio. (...)
Otra vez los candados, las rejas que se abren las dos celadoras y dos más, del turno de la noche, gritan Recuento, señoras, las cabezas se forman en hilera, Las manos atrás grita la rubia, y cuentan, se ponen tensas. Dónde está la que falta, vuelven a contar, Contesten dice la ojerosa. Se escapó por el techo se ríe por lo bajo Sonia, Se calla señora y me contesta, y aparece Telma desde el baño con las manos chorreando espuma y a los gritos, Una rata en el tarro de basura, celadora, y todas las caras risueñas y asustadas. Señora, póngase en la fila y en silencio. Están todas sancionadas pronuncia con los dientes una del turno nuevo, y Sonia Y con qué nos van a castigar si ni comida tenemos, celadora, y escuchan las rejas golpeando contra el marco de metal, y el candado estridente, y las cuatro mujeres de uniforme yéndose, y algunas risas, insultos, quedan movilizándose en el aire oscuro, girando, rotando, disminuyendo la energía. Vuelve la ojerosa y se asoma y deja salir Ustedes que son tan creativas debieran saber que siempre hay alguna forma nueva, diferente. Y Sara: Parece que usted es más creativa que nosotras, celadora. Y treinta gargantas tragan saliva, y más saliva. Casi todas se aproximan a Estela, Estela es el atractivo, el imán de la noche. Estela preparándose en una de las camas, haciendo girar sus dedos entrenados, armando cigarrillos, administrando el tabaco, Se va acabando comenta, compartamos estos seis entre las treinta. Estela asoma la lengua, humedece el papel, los va pegando. Mojalos menos, que se rompen sale de la boca de Berta, y Estela Callate y fumá, que de estos privilegios quedan pocos. Se miran entre sí. Y succionan el humo hasta el estómago. Cada cigarrillo recién armado pasa de boca en boca, se termina. Las luces que se apagan, las cabezas, las mentes se acomodan al sueño. (...)
Débora se mueve. Se la oye. Su colchón puede oírse, el chillido opaco, detenido en el aire. La respiración altibajante y hueca. El reacomodamiento de sus huesos. El roce del pelo lacio y duro contra el tejido rugoso de las sábanas. Hada abre los poros, presta atención desde su puesto. Débora gira todo su cuerpo, emite sonidos por la boca entreabierta, vuelve a su posición original, se agita, tironea las mantas casi con las uñas. Se tapa la boca con una de las manos, se incorpora, se sienta en la oscuridad como impulsada por un resorte contra la larga espalda rígida, ojos abiertos, negros. Y lanza un alarido. Las demás se despiertan. Se van sentando. Los Qué pasa dan vueltas, giran, se debaten, pueblan todos los huecos en el aire. Débora contesta perfeccionando el grito, refinando el sonido, puliendo los acordes. Los cuerpos saltando de las camas, rodeando la cucheta de Débora, emanando agujas de miedo por los poros, soltando temperaturas de afecto y de silencio. Pasos desde detrás de las rejas. Aproximándose y creciendo. La celadora con la nariz abierta Qué pasa, señoras, la voz de Mecha tocándole a Débora el hombro más cercano, el borde del cuello, de la nuca, Qué es lo que te pasa, y Débora, su encía enrojecida calentada. Me duele esta muela, se aprieta la sien izquierda con los dedos, Le duele una muela, celadora, y la celadora Que deje de gritar la detenida. Que se calle. Y Débora Necesito un dentista, un calmante, me estoy volviendo loca, celadora, manden al enfermero. Y la celadora Baje la voz que esto no es un hotel de lujo, y si no se calla no llamo a nadie. Y Débora Necesito un dentista, un calmante, aumenta decibeles, hace explotar los ojos de las cuencas, se le moja la cara, se mezcla la saliva con las lágrimas, No aguanto el dolor despide, no lo aguanto, y la voz de la celadora desde la sala de guardia Ya le dije, si gr
ita no hay calmante. Yéndose, la celadora saliéndose del campo visual de Débora y de todas. Una voz más, dos voces, Celadora, por favor llame al enfermero, sin respuesta. Y Débora hundiéndose en las oscuridades de su boca. En los orificios permeables de sus caries. Se mueven. Regresan a sus camas. No vuelven a dormirse. Las luces de la noche exterior se mezclan con los reflejos de la noche interior. Se agitan entre sí. Unos a otros se gastan. Se consumen. Débora no deja de emitir sus sonidos. Los treinta pares de ojos permanecen abiertos, pestañeando al ritmo de los insultos de Débora. Hasta que llega el día. Y llega el recuento, la hora de la ducha fría, y el momento de lo que las celadoras llaman desayuno. Y después de haber tragado el líquido verdoso, las maneras distintas del silencio. O del ruido. Andrea trata de concentrarse en el repetido y siempre cambiado relato del secuestro de Berta ­lo único que importa es la esencia, porque las interpretaciones pueden ser infinitas, éstos son hechos complejos se justifica Berta al ver sonrisas irónicas flotando­, pero hay pequeños sonidos que la absorben. Que reconoce y la atraen. Y suceden afuera. Andrea se olvida de Berta. Lo que siente está sucediendo sobre la pared del sótano que habitan. Son golpes secos y seguidos contra la calle interna que rodea el edificio de la Alcaldía donde están y respiran. Va detrás del sonido con los ojos, busca el movimiento conocido, la vibración, el eco. Y persigue las ventanas. Y se trepa de un salto a la mesa apoyada contra la pared descascarada y fría, y por la ranura, entre la hoja y el marco de la ventana, ve. Ve los zapatos, altos, marrones, lustrosos, de su madre. Mi mamá dice, y está con otras madres. Y los cuerpos se van desprendiendo de las cuchetas, se van alargando, parecen chicles estirándose en brazos y cuellos y ojos desorbitados, ávidos, hasta que ya no hay lugar sobre la mesa, Vienen a dejar paquetes de algo dice Silvia, y Andrea se resbala y cae al piso, y dos desde arriba la ayudan a recuperar sus diez centímetros cuadrados, se reincorpora al grupo, sube, aprieta el cuerpo contra la pared, la garganta contra el borde de madera, los labios redondos contra el alambre tejido, y los separa, y dice Mamá en voz baja, y disminuyen los ruidos y los chistidos en el sótano, los músculos se tensan, los tendones inmovilizan dedos y palabras. Mamá repite, da un paso atrás sin que te vean, eso, da otro, otro más, cómo está papá, no digas nada, no mires para abajo que se van a dar cuenta. Te reconocí por los zapatos. Escuchame, grabate este número de teléfono, 252977, es de la familia de Débora Glovsky. No los busques ahora aquí, llamalos después, desde tu casa. Deciles que presionen por un dentista, que Débora ya no aguanta los dolores. Mamá, comprate zapatos nuevos. Éstos son de principios de siglo. Qué traen, por qué vinieron tantas madres. No me contestes. Nosotras estamos bien, pero no nos dan comida. Pidan por un dentista para Débora. Y los zapatos marrones que se alejan un paso, dos, tres pasos más hacia adelante. Los músculos en tensión se aflojan, los pies descalzos sobre la madera del mesón se mueven y hacen ruido, y van saltando hacia el piso de baldosas. Da vueltas la pregunta Qué estará pasando de cabeza a cabeza, suspendida en el aire del sótano, golpeando contra una frente y otra, rebotando. Y disolviendo las miradas, la voz de Elizabeth a Andrea, tu mamá se está yendo, y Andrea Chau, mamá, y la voz entrando a través del alambre tejido y de las rejas Mataron a Juan Carlos, y Andrea ¿Cuál Juan Carlos, mi primo o tu vecino? Y la madre Tu primo. Me voy a llamar al padre de Débora. Decile que se calme. Y los zapatos no se detienen, no dejan de hacer su ritmo pegado a las ventanas del sótano. Y se pierden. Andrea se sienta en la cucheta, los dedos descalzos contra el piso, los talones suspendidos, las rodillas abiertas, los codos clavándose en los muslos, las manos cubriéndole la cara. Dice Por qué Juan Carlos, Silvia se le aproxima: ¿El abogado? Andrea quiere decir que sí, pero sólo mueve la cabeza. Débora lanza un suspiro y después un grito, grita Celadora, necesito un calmante y se oyen pasos, desde atrás de la reja vienen, y es otra celadora, la del turno de día. Tengo orden de no llamar al enfermero si grita, mira curiosa, Liliana se acerca a la reja y le pregunta Celadora, por qué había tantas madres afuera, la celadora mira hacia atrás, hacia el área de la guardia policial, verifica que nadie está escuchando a sus espaldas, Las han autorizado a traer paquetes una vez al mes, con algodón, dentífrico y papel higiénico, porque ya no va a haber visitas este año, ni el próximo pronuncia, masticando las letras, triturando en la lengua las vocales. Si hay alguna que no esté vestida se viste, señoras, que viene personal masculino. Olga y Elizabeth se acercan y preguntan Qué van a hacer, celadora. No sé contesta, y da la espalda a la reja, se asoma a la guardia y grita ¿Ya llegaron?, y la otra celadora dice Sí, están esperando. Y entran. Entran dos policías de uniforme con dos pistolas soldadoras y cascos protectores, y una plancha de metal cuadrada y gruesa. Y la apoyan contra las rejas de la puerta Treinta cabezas, sesenta brazos van moviéndose con la velocidad de las incertidumbres, van acercándose, van acumulándose en la zona, van intentando preguntar Qué sueldan, sospechando la respuesta. Y ven las chispas saltar tocando el techo del sótano y cayendo, los colores, desparramarse en esa luz efímera y abierta, los ojos concentrados, casi en trance, viendo derretirse los tonos en el aire cada vez más espeso, aunque el tabaco se haya terminado. Una, Elizabeth, Liliana, Berta, desde el fondo del sótano deja salir Están tapiándonos. La plancha de metal cubre las rejas desde el piso hasta casi el techo, y deja una abertura de diez centimetros, arriba. Si no tapan esa franja todavía vamos a poder espiar a las celadoras desde la cucheta más alta dice Dora apretando la frente, los oídos, tratando de no oír el ruido de las máquinas, de no sentir el olor del metal recalentado, de no ver los colores del fuego en desparramo. Fulgores, estallidos, activados en zonas ocultas. Nada de intentar encontrarlos en un cielo azul, ni siquiera combinado con rojos o púrpuras de ciertos atardeceres. Sólo en sótanos. En espacios donde el aire es oscuro, y tan espeso que transmite las ondas de los crujidos, las pisadas de los borceguíes. De los grandes zapatos que golpean contra el piso superior. Sobre las cabezas aquí, sobre las cabezas allá, las cabezas y los extremos de los dedos. Que echan luz. Somos este sótano, este nudo apretado de la historia, somos la fuerza y el ingenio con que nos desatamos. Somos la soldadura y cada chispa. El cuerpo de todas somos. El gran cuerpo completo. Todo el cuerpo. Su sangre somos, y los huesos. La piel y la respiración. La gran vagina. La orina, el sudor, el alimento. Y cada carcajada. Las distintas maneras de morir y de estallar en risas. Somos la destrucción del escenario y las infinitas opciones para reconstruirlo. Somos la comezón de la psoriasis. La gran psoriasis de la historia del mundo somos. El tic nervioso activo durante las horas de sueño más profundo. El cuerpo somos. Y el hambre de ese cuerpo. El grito de dolor, las caries. Los calmantes. Los tobillos. Los músculos. La ropa que nos cubre. Siempre puesta.


"Bosquejo de alturas" de Alicia Kozameh apareció en Hispamérica, Nro.67, 1994. © Hispamérica

ALICIA KOZAMEH nació en Argentina, en la ciudad de Rosario, en marzo de 1953. Comenzó a escribir desde muy temprana edad. Realizó estudios en las carreras de Letras y Filosofía en la Universidad de Rosario y en la Universidad de Buenos Aires.Desde setiembre de 1975 hasta diciembre de 1978 fue prisionera política de la dictadura militar en Argentina.
En 1980, por las persecuciones y la insistente represión, se exilió en California, y luego en México. Durante este periodo escribió la novela El séptimo sueño, que decidió no publicar, y comenzó otra novela, Pasos bajo el agua, esta última una ficcionalización de su experiencia en la cárcel.
Publicó en México numerosos artículos y notas en diarios y revistas.
Regresó del exilio en 1984, y la editorial Contrapunto publicó en Buenos Aires, en 1987, la novela Pasos bajo el agua. Durante su estadía de cuatro años en Buenos Aires escribió, con la guionista Graciela Maglie, el guión cinematográfico basado en la novela. Al capítulo "Carta a Aubervillieres" de este libro le fue otorgado el premio "Crisis" en 1986.
La publicación de Pasos bajo el agua le valió nuevas amenazas y persecuciones
políticas, y regresó a Los Angeles en 1988. Ese mismo año terminó la novela Patas de avestruz, iniciada en Buenos Aires, y estableció el Taller Hispanoamericano de Cultura, del cual fue directora hasta 1994. También fundó y dirigió la revista literaria Monóculo y el taller literario del mismo nombre.
Muchos de sus textos forman parte de antologías y publicaciones literarias editadas en Estados Unidos y países europeos de diferentes idiomas. Últimamente algunos textos han sido traducidos también al hebreo y publicados en revistas literarias en Israel. Estos libros y textos son de lectura requerida y se enseñan en gran cantidad de universidades de Estados Unidos y otros países.
Recientemente terminó la novela Basse danse. Mientras escribe Coros, nuevo
trabajo de ficción, y Exilio en 350 saltos, libro de reflexiones sobre su exilio político en Los Angeles, continúa su constante participación en congresos literarios en Estados Unidos y muchos otros países, en combinación con las habituales presentaciones sobre sus textos en diversas universidades e instituciones a las que es invitada.
Recientemente a Alicia Kozameh le fue otorgado el premio literario Memoria
Histórica de las Mujeres en América Latina y el Caribe 2000 por su cuento "Vientos de rotación perpendicular". Alicia Kozameh vive en Los Angeles.

09 septiembre, 2007

Elena Garro(México,1920-1998)


"La memoria del futuro es válida, pero me ha fastidiado,
y estoy cambiando los finales de todos mis cuentos
y novelas inéditos para modificar mi porvenir
."


"Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra [...] estoy y estuve en muchos ojos, yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga"... "Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme."
(Recuerdos del porvenir)

Elena Garro-




“La culpa es de los tlaxcaltecas”

—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
"—La culpa es de los tlaxcaltecas —le dije.
"Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
"—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
"—¿Y los otros? —le pregunté.
"—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo —vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición.
"—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono...
"—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le se­guía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
"—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
"—Hace ya tiempo que no me pega el sol— bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
"—¿Y mi casa? —le pregunté.
"—Vamos a verla— me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. 'Lo perdió en la huida', me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije. Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
"—Ya no camino... —le dije.
"—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.
"—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.
"Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
"—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
"—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
"—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo... por eso te andaba buscando —se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor... soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
"—Este es el final del hombre —dije.




de La semana de colores (Universidad Veracruzana, 1964, fragmentos)

Narradora y dramaturga mexicana. Nació en Puebla en 1916. Pasó su infancia en Iguala. En 1937 se casó con Octavio Paz y viajó con él y otros escritores mexicanos a Valencia, España para participar en el Congreso de escritores Antifascistas. Más tarde se divorció de Paz con quien tuvo a su hija Helena. En 1968 se exilió en Europa en donde pasó casi treinta años. Entre su obra teatral cabe mencionar: Un hogar sólido (piezas en un acto), La señora en su balcón y Felipe Ángeles. Todas sus obras dramáticas han sido representadas con éxito en México y en el extranjero. Como narradora escribió novela y cuento. Sus novelas más importantes son: Los recuerdos del porvenir, Y Matarazo no llamó, Inés, Recuento de personajes y Testimonios sobre Mariana. Sus libros de cuentos más destacados son: La semana de colores y Andamos huyendo Lola. Estilísticamente se le ha ubicado dentro del realismo mágico y de la literatura fantástica.

*Una biografía de Elena Garro" por Elena Poniatowska
*Elena Garro, una partícula revoltosa

*QUIÉN FUE ELENA GARRO

04 septiembre, 2007

Inés Fernández Moreno (Argentina,1947)


Milagro en Parque Chas

Aquella noche, las calles de Parque Chas me recordaban
más que nunca el cementerio de La Chacarita. Esas módicas
casitas de la calle Berlín o Varsovia, de ventanas estrechas
y muros grises, se correspondían indudablemente con
aquellas bóvedas de mármol y piedra del cementerio vecino.
Unas casas un poco más reducidas al fin y al cabo, un poco
más silenciosas, pero esencialmente iguales. Bóveda o casita,
allí estaba la misma orgullosa clausura de la propiedad privada,
el mismo persistente deseo de jardinete delante, de
cantero florido, la misma respetuosa interdicción en el umbral.
Hasta los enanitos de jardín y los perros de terraza
mantenían su parentesco con ciertas figuras de vírgenes o de
ángeles guardianes en lo alto de los mausoleos.
Admito que yo estaba deprimido.
Hacía pocos días que me había quedado sin trabajo y
los brasileros nos ganaban uno a cero en la Copa América.
Así me lo había dicho durante todo el primer tiempo la voz
impiadosa del relator. Y así me lo seguía diciendo, a través
del walkman, en los comienzos del segundo. Por eso, tal vez,
aquella nube de pensamientos fúnebres se las arreglaba para
trabajarme el ánimo, en segundo plano, pero en una unívoca
dirección de melancolía y derrota.
Llegué hasta la avenida Triunvirato en busca de un
quiosco abierto para comprar cigarrillos y me detuve frente
a la vidriera de una casa de artículos para el hogar.
Un grupo de seis o siete hombres seguía las alternativas
del partido a través de varias pantallas encendidas.


Siempre me ha producido cierta desazón ver a esos solitarios, es
fácil imaginarlos con hambre, con frío, sometidos a un deseo
que se conforma con las migajas del confort. Pese a todo,
en medio del abandono y la luz mortecina de la avenida,
el grupo resultaba una isla esperanzada de humanidad.
Me paré detrás de todos y me dejé magnetizar como
ellos por las imágenes mudas de la pantalla. Yo tenía la dudosa
ventaja del sonido, con la voz del relator puntuando el
movimiento de los jugadores. Es decir: los errores de nuestra
Selección y el avance avasallante de los brasileros.
Súbitamente las luces parpadearon, las pantallas dejaron
ver un último destello luminoso y después se oscurecieron
por completo, dejándonos desconsolados y boqueando
como cachorros a los que hubieran arrancado de su teta.
No sé por qué razón, tal vez porque yo era el que había llegado
último, todas las caras se volvieron hacia mí. Levanté
los hombros, un poco desconcertado.
–Se debe haber cortado una fase, aventuré.
Me siguieron mirando. Yo de electricidad, sabía poco
y nada.
¿Qué querían de mí?
Vamos, hombre, aclaró por fin un viejo de boina
gris, diga usté, que está conectado, cómo va el partido.
Todos hemos tenido, de chicos, la fantasía de ser relatores
de fútbol, todos hemos intentado alguna vez alcanzar
la portentosa velocidad necesaria para seguir la carrera de
una pelota y la de los jugadores tras ella. No lo niego. Pero
verme lanzado así a relator, de buenas a primeras, era otra
cosa.
Algunos avanzaron un paso hacia mí, no supe entonces
si en actitud amenazante o más bien como buscando
una mejor ubicación. Los miré. Vi en primer plano a un


muchachito ojeroso envuelto en una bufanda verde, a un
morocho corpulento de campera de cuero, a un hombre rubio
de cara gastada con el diario doblado bajo el brazo...
Eran hombres abatidos, lo suficientemente castigados por
los políticos, por la falta de trabajo, de esperanzas, por la torpeza
de nuestra Selección y ahora, además, por ese corte
inesperado que los dejaba otra vez afuera del partido.
Era un deber solidario agarrar esa pelota.
Empecé tímidamente a reproducir las palabras del
relator.
“...recibe la pelota Aldair... Aldair para Ronaldo... sigue
Ronaldo... sotana para el Tulu... ¡qué bien la hizo Ronaldo!...
pasa mitad de cancha... pelota para Romario que
está habilitado... se viene Romario... ¡ay, ay, ay!... ¡¡peligro de
gol...!!”
Apenas iniciado el relato pude notar cómo las palabras,
entumecidas al principio, se daban calor unas a otras,
cómo se volvían resueltas y hasta temerarias –ya me lo había
comentado un amigo que estudiaba teatro, la voz emitida
públicamente se anima de otra fuerza, se enamora de su
propio arrullo y termina haciendo su propio juego.
Fui casi el primer sorprendido cuando en lugar de
cantar el poderoso gol de Romario con el que Brasil se ponía
dos a cero, desvié unos centímetros la pelota en el aire y la
hice pegar en el travesaño.
“...pega la pelota en el travesaño... –dije–, increíble,
señores –agregué–, increíble... Argentina se salva por milagro
de un nuevo gol brasilero.”
Mi tribuna suspiró aliviada y yo seguí adelante, sin
vacilaciones.
“...viene el Zurdo... toca para Angelini... Angelini
para Pedrete... Pedrete para Gonzalito...Gonzalito...Gonzalitoooo...”

La ofensiva argentina hubiera continuado limpiamente
su avance si no fuera por Quindim, el central brasilero,
un mulato descomunal que traba con Gonzalito, gana
firme en la línea de fondo, y pone un pelotazo en el área argentina.
No resultó igual de fácil desviar la dirección en que
rodaban mis palabras.
De manera que digo: “...Quindim traba fuerte abajo...
tropieza, cae y sigue Gonzalito... ahora nadie lo para...
se viene el mano a mano... tira Gonzalito y... ¡gooool!
¡¡¡gooooooooooool de Argentinaaaa!!!!... –canto– que se pone
uno a uno con los brasileros... ¡¡¡Graaaande, Gonzalito!!!”,
–apunto, ganado sinceramente por la euforia del empate.
Mi tribuna salta de alegría. El grito crece hasta estremecer
la impávida quietud de Triunvirato.
El jubilado se saca la boina gris y la agita en un arco
enorme, como si quisiera saludar con ella al universo entero.
El pibe ojeroso de la bufanda se abalanza sobre la espalda del
morocho, que lo agarra de las piernas y le hace dar varias
vueltas a caballito. Más atrás un grupo de tres o cuatro se
abraza y salta rítmicamente. Yo mismo corro hacia la esquina
con los brazos en alto. Un motociclista, contagiado por el
entusiasmo, se detiene en el semáforo y hace sonar su bocina.
El festejo se silencia apenas retomo el relato, pero persiste
en los ojos brillantes y la actitud expectante del grupo.
Con un vértigo de angustia entiendo que todo ha
quedado ahora en mis manos, en mi voz. Que puedo hacerlos
caer nuevamente en el desconsuelo o hacerlos vivir momentos
de gloria.
El frío se ha vuelto más penetrante y desde las panta-
En el techo de una casita gira locamente una figura
oscura. Es una veleta. Un perro de azotea. Un ángel que festeja
el milagro de Parque Chas. llas de la casa de electrodomésticos me llega, como una advertencia,
un guiño de luz.
Empiezo a desplazarme por Triunvirato hacia La Haya.
Y ellos detrás de mí, siguiendo el hilo tenso de mi voz
que consigna cada vez con mayor profesionalismo el increíble
vuelco de la Selección argentina en el segundo tiempo.
Me basta con corregir apenas al relator. Cuando habla
del avance seguro “de los brasileros”, digo “de los argentinos”;
cuando dice “Bertotto se durmió en el pase”, digo
“Branquinho se durmió”; cuando dice “uhhh, qué gol se comió
el arquero argentino”, digo “uhhh, qué gol se comió el
carioca”.
Una pareja que se besa lentamente en La Haya se suma
a la hinchada. Un ciruja nos saluda con su linterna y
echa a rodar su carro detrás del grupo. Un hombre que pasea
dos perros salchichas por las veredas de Berlín empieza a
seguirnos. Una mujer desmelenada, en pantuflas, corre por
Varsovia y nos alcanza. Dos pibes que están fumando un
porro en Amsterdam, también. Como en el flautista de Hamelin,
el despliegue armónico y consistente de la Selección
argentina resulta una música irresistible.
Llegamos al fin a la plaza Éxodo Jujeño. Aunque el
verano ya ha quedado atrás, hay en el aire un recuerdo de
jazmines. Dejo entonces de escuchar al relator, a aquel que
sólo me hablaba a mí, con la voz soberbia y estridente de
quien se cree dueño de la verdad. No lo necesito. Me irrita
con su voz chabacana y sus goles mentirosos. Ellos, los de
mi grey, sólo escuchan mi voz, ven a través de mis palabras,
se elevan y gozan y temen pero sólo para volver a gozar porque,
como nunca, la acción se ajusta a una estrategia inteligente
y rigurosa: los delanteros atacan, los defensores defienden,
los arqueros atajan.

Los errores brasileros, en cambio, se multiplican.
Equivocan los pases, se comen los amagues, se arman
mal en la línea de fondo, erran dos penales imperdibles...
El equipo argentino se perfecciona, se vuelve imaginativo,
deja jugadas –un caño, un taquito, un gol de media
cancha– que podrán recordarse por años. Los goles, en esa
fiesta de grandeza, son casi lo de menos y llegan con asombrosa
puntualidad. Ganamos cinco a uno.
Ni la niebla que desciende sobre el parque, ni la pobre
claridad de los faroles, logran opacar la alegría. Por el
contrario, les confieren a los abrazos, a las camperas y las bufandas
desplegadas, a las manos que se agitan, a los que caen
de rodillas, se santiguan y se besan y cantan y bailan, una dimensión
de misteriosa epopeya.
Parque Chas es territorio liberado, y lo ha sido por la
vibración de mis palabras, por las imágenes que ellas han
convocado frente a todos aquellos ojos.
La hinchada por fin se dispersa lentamente. Yo camino
a la deriva. Voy como entre nubes, agotado, pero sereno
y orgulloso.
Una lucecita, como una boya, me guía hasta el
quiosco de Gándara y Tréveris, que ahora está abierto.
–Antes no estaba abierto –le comento al quiosquero.
–Las cosas cambian –me dice con filosofía–. ¿No vio
acaso cómo terminó el partido?
Lo dice con una sonrisa que bastaría para iluminar el
barrio entero.
–Todos lo vieron –digo yo, tratando de recordar su
rostro entre los hombres de mi hinchada.
Después le cabeceo un saludo y sigo mi camino.
Lanzo hacia el cielo una bocanada de humo que se
prolonga en una nube tenue de vapor.

© Inés Fernández Moreno, 1997.



Este cuento forma parte de la Campaña "Cuando lees, ganás siempre" del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación.

Inés Fernández Moreno nació en Buenos Aires, en 1947, y es hija y nieta de grandes poetas (César y Baldomero Fernández Moreno, respectivamente). Entre otros títulos, publicó el libro de cuentos Un amor de agua (1997) y la novela La última vez que maté a mi madre (1999); su obra recibió numerosos premios en el país y el exterior.
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