17 septiembre, 2008

Ninoska Chacón(Nicaragua,1947)

El rapto de La taconuda


Calixto Hidalgo Cornavaca dejó el ombligo en las tierras del Crucero por los años 1940 y cuando cumplió sus 16 años ya era asistente del capataz de la finca cafetalera Corinto, llamado Félix Martínez, quien también era su consejero y amigo.
El muchacho era despierto y audaz ante el peligro y estaba acostumbrado a las duras labores del campo. También era muy enamorado, y para nadie pasaba inadvertido que estaba loquito por la Yelbita Payán, una guapa campesina de blanca tez y cabellos dorados que lo hacía suspirar, y por quien albergaba la esperanza de convertirla en su mujer y madre de sus futuros hijos.
Pasados los años y viendo el capataz que Calixto era un buen trabajador, que tenía voz de mando y se hacía respetar por todos los cortadores de la finca Corinto, propiedad de don Horacio Wheelock, lo nombró capataz a cargo de la vigilancia de los cortadores y todos los días verificaba que al llegar las cuatro de la tarde no quedara nadie olvidado, retrasado o escondido en el grandísimo cafetal.

Los sábados al mediodía el patrón tocaba la campana de la casa hacienda y su tañido se escuchaba hasta en el último rincón de la propiedad, acudiendo a su llamado todos los cortadores para recibir su paga semanal.

En el orden acostumbrado el patrón fue llamando a cada uno de sus trabajadores para pagarles, constatando de inmediato que faltaba Félix Martínez, quien extrañamente aún no había salido del cafetal.

Un sordo murmullo fue creciendo entre los cortadores, y algunas de las mujeres se santiguaron con temor. Los cortadores bajaron sus gorras de dominguear con gran pesadumbre en sus rostros como si presintieran algo fatal, o como si estuvieran en presencia de un difunto o próximos a asistir a su entierro. La tarde iba cayendo rápidamente y nadie se atrevió a dar un paso al frente para ofrecerse a buscar a Félix; por el contrario, habiendo recibido sus realitos salieron en desbandada hacia el campamento donde vivían y otros hacia el Boquete, lugar que distaba a unos ocho kilómetros de la finca Corinto hasta salir a la carretera, con el fin de abordar el destartalado bus que en esos años transitaba desde Managua hacia el Crucero, caserío en donde los campesinos compraban sus víveres, y también para visitar las cantinas del lugar para embriagarse y darse un buen danzón con las putas que acudían al Crucero en los fines de semana, días de pago de los cortadores.

A Calixto no le quedó otra que arremangarse el miedo ante los campesinos para no perder su respeto; tomó su machete con cacha en cruz y verificó que su lámpara de mano alumbrara bien, y con voz de macho llamó a su asistente Lorenzo López para que lo acompañara en la búsqueda de Félix, pese a que sus piernas parecían bolillos de marimba chocando entre sí del pavor que sentía ante lo desconocido.

A pesar de sus temores, comprendió que tendría que dar la cara por su amigo y también para demostrarles a todos los cortadores lo valiente que era su nuevo capataz. Se santiguó con fervor, enrolló una palma bendita alrededor de su cabeza como un cintillo y para sus adentros rezó y entró al oscuro cafetal.

A cada paso que daban, los hombres se daban la vuelta para ver si alguien los quería agarrar por las espaldas, de sorpresa, pues no sabían a qué se iban a enfrentar.

Habían descendido unos 100 metros hacia una cañada dentro del cafetal cuando escucharon a muy pocos pasos un profundo quejido o gorgoteo que les erizó los pelos del cuerpo, saturándose el ambiente con un hedor azufroso que hirió sus narices. Calixto, más pálido que una hoja de papel, levantó su cutacha en cruz y empezó a rezar con fuerza para tomar valor, pues no podía dar ni un paso al engarrotarse sus pies por el miedo. Sin embargo, la voluntad que Dios les ha dado a sus hijos es grande, y el poder de la oración lo es más, y eso fue lo que impulsó al joven capataz para buscar a Félix, quien seguramente estaba siendo atacado por “alguien”.

Avanzó unos pasos hasta casi chocar con un bulto doblado por la mitad en una rama de Guapinol, quien resultó ser su amigo. El hombre gorgoteaba tratando de desprender de su cuello los afilados huesos de unas grandes manos que lo estaban estrangulando. Calixto alumbró a su amigo y a una sombra encima de Félix, ahogándolo. Al verse descubierta por los hombres y alumbrada en lo que parecía ser su cara, una horrorosa máscara de huesos, el espanto chilló como poseído y comenzó a halar al pobre hombre desde la rama en donde estaba hacia un hueco profundo que existía entre las retorcidas raíces de un Ceibón, en donde seguramente el ente se escondía entre las entrañas de la tierra.

Entre susurros se comentaba que el espanto de La Taconuda había desaparecido a muchos campesinos que se retrasaban dentro del cafetal.

Calixto levantó su cutacha en cruz rezando a más no poder mientras su asistente Lorenzo pegaba gritos llamando a todo el que podía, como si hubieran estado más personas cerca de ellos, provocando un gran escándalo. La Taconuda dio un grito espeluznante y se metió en el hueco del Ceibón en medio de nubes de azufre hasta desaparecer, tiempo que aprovechó Calixto para cargar sobre sus hombros a Félix y salir corriendo como venados hacia la salida del cafetal.

Los días fueron pasando y el secuestro de ­­­­­­­­­la maligna fue olvidándose poco a poco. El raptado estuvo entre la vida y la muerte con fiebres que no terminaban, y para colmo cuando se recuperó constató que estaba mudo y sólo con señas se hacía entender. Pasaron dos semanas y el enfermo empezó a garrapatear unas instrucciones en papel y se las entregó a Calixto. Como el joven aún no sabía leer, acudió ante el patrón para que se las leyera. A medida que escuchaba el mensaje, Calixto se ponía verde y por último más blanco que la cal, ante los ojos suplicantes de su amigo.

El pedimento era que él y Calixto deberían ir solos al mismo lugar en donde lo había atacado La Taconuda, quien le había arrebatado su voz, y entre carcajadas le había dicho que tendría que llegar de nuevo ante su presencia para devolvérsela.

Los hombres se prepararon bañándose en agua bendita y sus rostros fueron fortalecidos durante tres días por el ayuno y la oración. Sabían a lo que iban y entraron al cafetal.

Lo que allí sucedió nadie lo sabe, sólo ellos dos y la soledad, y cuando regresaron no podían hablar. La fiebre los invadió y sus cabellos encanecieron de la noche a la mañana. A la tercera noche Félix habló y dio gracias a Dios. Agarró sus desgracias apresuradamente y corrió por el camino enloquecido hasta llegar al Boquete, y desde ese entonces nadie ha vuelto a saber de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.

Calixto enflaqueció hasta parecer una caña de bambú y ahora usa un grueso bigote blanco al igual que sus cabellos para que nadie lo reconozca. Le cuesta hablar ante los desconocidos, y cuando duerme se despierta gritando en medio de grandes sudores. Dicen que lo de enamorado no se le quitó y finalmente se casó con la Yelbita Payán y hoy tienen muchos hijos y nietos a quienes les cuenta del rapto de Félix y de su encuentro cara a cara con la espantosa Taconuda.


Managua, 03 de enero de 2005

09 septiembre, 2008

AlinaTortosa


EL JARDIN DE LA ABUELITA ANA

Mamá me llevaba de la mano. Por momentos caminaba rápido y me costaba seguirla, por momentos caminaba tan despacio que parecía que se iba a detener. Finalmente se detuvo. - Acá vivía yo cuando era chica. Te voy a mostrar el jardín y la casa. Yo miré hacia donde miraba mamá. Vi una casa de departamentos. - Pero...- dije y la miré a mamá. Vi como sus ojos marrones se iban poniendo verdes, cada vez mas verdes, y mas grandes, hasta que en el fondo de sus ojos vi el jardín de la Abuelita Ana. Entré en los ojos de mamá. La puerta de hierro verde, verde como la verja que rodeaba el jardín, estaba entornada. La empujé. Caminé con cuidado sobre el camino de piedritas que llevaba a la puerta de entrada. No entré. Seguí el camino que rodeaba la casa para llegar al fondo del jardín. Escuché voces. Una voz cálida de mujer decía cosas que yo no entendía, y otra voz parecida a la de mi hermanita María le contestaba cosas que yo si entendía. Ahí, en el centro del fondo del jardín, estaba el árbol de algodón del que mamá tantas veces me había hablado. Se me hizo un nudo en la garganta. Bajo el árbol, juntando los copos de algodón, estaba una chiquita morocha que se parecía a mi, y un poquito a María, pero que era...mamá. Quise llamarla pero no tenía voz, solo el nudo en la garganta. La chiquita sonreía y le alcanzaba a una mujer rubia los copos que juntaba. Otra chiquita rubia llena de rulitos saltaba riéndo y gritando, - Yo no quiero juntar los copos de algodón. No quiero. No quiero. Mi tía Nita. Me dieron ganas de tirarle de los rulos y de gritar con ella. Siempre había sido la más traviesa de las dos hermanas. Mamá había sido siempre la mas obediente, "la mas aburrida", dice ella. Me llegó un olor riquisimo a torta, y me acordé que la cocina daba al jardín. Escuché que se abría la puerta de la cocina. Una señora alta, rubia, de ojos muy, muy celestes llamó a las niñas. Sentí que se me cortaba la respiración. Traté de acercarme a ella pero mis piernas no se movían. - Ali y Nita vengan a tomar el té, llamó la señora. Las palabras se me agolpaban en la cabeza pero no las podía decir. "Yo también quiero ir abuelita Ana, yo también quiero conocerte". Me fue imposible hablar o moverme. Fue entonces que me acordé de mamá y di vuelta la cabeza buscándola. Sacudí la cabeza. Mamá estaba ahí al lado mío, de pie sobre la vereda. Sus ojos eran otra vez marrones. Le corrían lágrimas por las mejillas. Seguíamos tomadas de la mano. Mi mano apretaba la suya muy fuerte.

fragmento de "EL JARDIN DE LA ABUELITA ANA y otros cuentos"
Grupo Editor Latinoamericano, 1995.

Sus libros:1995 El jardín de la Abuelita Ana y otros cuentos, Grupo Editor Latinoaméricano. 1994 Ritual Doméstico, poemas, Grupo Editor Latinoamericano. 1993 Cuentos Burgueses, cuentos, Grupo Editor Latinamericano. Centro y Periferia, poemas, Grupo Editor Latinamericano. 1992 Las piedras bajo el agua, poemas, Grupo Editor Latinoamericano.
OTRAS PUBLICACIONES entrevistas y ensayos en el Buenos Aires Herald y en La Prensa.
BECAS 1996 Ledig House Fellowship: Residencia de dos meses,
Mayo y junio, Ledig House International Writer's Program,
Ghent, U.S.A.

01 septiembre, 2008

Martha Isabel de la Colina(Chihuahua,1968)


CANDE

Tal vez mi hermana Liz tenía una bicicleta roja, de campanilla vibrátil, siempre nueva, y su boina azul no sólo pertenezca a mi imaginación. Quizá estos recuerdos que invento sean ciertos y me dejen en paz al ser reconocidos.
Me llega desde lejos el rostro de mi madre como esfinge desgastada y el eco de su voz aún resuena en la cocina. Papá en una ráfaga al irse a trabajar. Los pasos arrítmicos de Cande, seguidos por la danza sincopada de su escoba. Su cabello encrespado en alarma permanente y su risa eléctrica, desparramada en un ríspido silbar.
Había nacido un 2 de febrero en un platanar. Su madre le cortó el ombligo con los dientes, rezó dos padres nuestros y expiró al pie del árbol. Cande era su propia madre y los reatazos que la educaron no le pertenecían a nadie más que a ella, a su humor de alambique oxidado.
Tenía 31 años cuando llegó a nosotros. Cargaba dos cajas de cartón atadas con mecate y el olor al mar de Veracruz prendido al pelo. A hierro y sol metió su canto por la cocina. Su ley se hacía sentir aún bajo de las baldosas. Las cucarachas parecían imitar el bailado andar de Candelaria.
No tardó en torturarnos. Nos educaba para el cielo y la virgen de los Remedios a coscorrones y escobazos. Mi hermana Liz lo tomó a mal. El ímpetu de sus doce años chocaba con el gruñido seco y alambrado de Veracruz. Era un peligro ir a la cocina mientras ellas pelaban papas o giraban albóndigas. La ira contenida de ambas se cebaría sobre cualquier intruso.
Alguna vez intentamos decirle a mis papás que Cande nos pegaba, pero fue inútil. La verdad de Cande aromaba la casa a pino y ropa planchada. Nuestra verdad gastaba zapatos y destripaba muebles. Tuvimos que aprender a disfrutar sus castigos, y ver al pequeño Caíto colgar del tendedero cada vez que mojaba la cama. Acabé enamorado del olor a Cande. Abrazado a su delantal, podía creer que yo, su pequeño Bruno, era centro del mundo. Aún ahora, cuando bebo limonada, veo rezumar en el líquido su ácida sonrisa.
Íbamos a la iglesia como siempre, agarraditos de la mano, en cuello parado y embarrados de brillantina. Liz, de guante blanco, meneando su crinolina de flor abierta, el velo calado revoloteando en todo el sol de sus trece años. Mis papás, opacos frente al paisaje. Y Candelaria, con paso destructor, abriendo brecha al balanceo sus caderas.
Fueron segundos quizás, los suficientes para ver a Caíto chillar desde la ventana de un camión anaranjado. El lloriqueo de Liz me confirmó que algo andaba mal. Alguien trataba de robarse a mi pequeño hermano. Mi padre corrió hacia el camión anaranjado mientras los pasajeros le gritaban al chofer que se detuviera. El freno violento rechinó en las llantas y mi padre subió al autobús.
Entonces los robachicos existían. Y también sería verdad que, si te portabas mal, te llevaban a la cárcel. ¿Y cómo era un robachicos? El ser malvado cobró vida en un gandul que bajó a trompicones del camión y se perdió entre la multitud endomingada.
Para cuando mi padre salió triunfante del autobús con Caíto entre los brazos, mi imaginación ya había pintado al criminal con joroba, cicatriz en la cara y parche en el ojo. ¡Qué aventura! Ahora sí daban ganas de ir a misa los domingos. Daría gracias a Dios: tenía de nuevo a mi hermano para que Cande lo pudiera colgar del tendedero.
Eso pensaba yo cuando mamá comenzó a preguntar quién llevaba a Caíto de la mano. Liz guardaba un silencio heroico. Claro, porque Cande tenía la culpa. Mamá no era tan tonta como para permitir que nosotros cuidáramos al más pequeño. Eso era imposible.
Cande se marchó dos días después. Sin llantos ni aspavientos, sólo su resoplido de leona vieja dejaba asomar un dolor seco, salado. Se llevó sus cajas de cartón y ese aroma a sol y palma que a veces logro escarbar en la memoria. Se llevó también su régimen árido y crespo, su orden de síncopa y días disparejos.
Así fue, Cande soltó la mano de mi hermano, y es falso el recuerdo palpitante que siempre vuelve. Una canica me llama desde la acera y hace que me desprenda de la mano de Caíto. Ver a mi hermano alejarse en brazos de un extraño, esa canica más colorida que Júpiter, el robachicos sin cicatriz, sin parche y sin joroba, todos esos recuerdos son mentira.






Martha Isabel de la Colina nació en Saucillo, Chihuahua, en 1968 y cuando apenas contaba con siete años ya había vivido en otros tantas casas. Si esto la marcó de alguna manera no es posible saberlo a través de su escrituar. Ha publicado en la revista Punto de Partida, en el suplemento cultural de El Sol de México y en la obra colectiva de Los cuentos del Palacio. Tiene listos un libro de cuento y otro de poesía

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