30 noviembre, 2006

Luisa Valenzuela
(Buenos Aires , 1938)
De noche soy un caballo

Sonaron tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me levanté con disgusto y con un poco de miedo; podían ser ellos o no ser, podría tratarse de una trampa, a estas malditas horas de la noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos encontrarme cara a cara nada menos que con él, finalmente.
Entró bien rápido y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una actitud muy de él, él el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia -la nuestra-.
Después me tomó en sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera apretarme demasiado pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le desbordara, diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada entre sus brazos y de irme besando lentamente. Creo que nunca les había tenido demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan silencioso como siempre, transmitiéndome cosas en formas de caricias.
Y por fin un respiro, un apartarnos algo para mirarnos de cuerpo entero y no ojo contra ojo, desdoblados. Y pude decirle Hola casi sin sorpresa a pesar de todos esos meses sin saber nada de él, y pude decirle: te hacía peleando en el norte
te hacía preso
te hacía en la clandestinidad
te hacía torturado y muerto
te hacía teorizando revolución en otro país.
Una forma como cualquiera de decirle que lo hacía, que no había dejado de pensar en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan endemoniadamente precavido siempre, tan señor de sus actos:
-Silencio, chiquita ¿de qué sirve saber en qué anduve? Ni siquiera te conviene.
Sacó entonces a relucir sus tesoros, unos quizás indicios que yo no supe interpretar en ese momento. A saber, una botella de cachaça* y un disco de Gal Costa.

¿Qué habría estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían los próximos proyectos? ¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo que lo estaban buscando?
Después dejé de interrogarme (silencio, chiquita, me diría él). Vení, chiquita, me estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir en la felicidad de haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería de nosotros mañana, en los días siguientes?
La cachaça es un buen trago, baja y sube y recorre los caminos que debe recorrer y se aloja para dar calor donde más se la espera. Gal Costa canta cálido, con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y un poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos mirando muy adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan pronto a abandonarnos a la pura sensación. Seguimos reconociéndonos, reencontrándonos.
Beto, lo miro y le digo y sé que ése no es su verdadero nombre pero es el único que le puedo pronunciar en voz alta. El contesta:
-Un día lo lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.
Mejor. Que no se ponga él a hablar de lo que algún día lograremos y rompa la maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora, nosotros dos, solitos.
"A noite eu so teu cavallo" canta de golpe Gal Costa desde el tocadiscos.
-De noche soy tu caballo ?traduzco despacito. Y como para envolverlo en magias y no dejarlo pensar en lo otro:
-Es un canto de santo, como en la macumba. Una persona en trance dice que es el caballo del espíritu que la posee, es su montura.
Así, así, y sólo de eso se trata.
Fue tan lento, profundo, reiterado, tan cargado de afecto que acabamos agotados. Me dormí teniéndolo a él todavía encima.
De noche soy tu caballo...
...campanilla de mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo muy denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que podría ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro, siguiendo su inveterada costumbre de escaparse mientras duermo y sin dar su paradero. Para protegerme, dice.
Desde la otra punta del hilo una voz que pensé podría ser la de Andrés ?del que llamamos Andrés? empezó a decirme:
-Lo encontraron a Beto, muerto. Flotando en el río cerca de la otra orilla. Parece que lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy hinchado y descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es él.
-¡No, no puede ser Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe esa voz como de Andrés se me hizo tan impersonal, ajena:
-¿Te parece?
-¿Quién habla? -se me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero en ese momento colgaron.
¿Diez, quince minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado mirando el teléfono como estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba pero claro, sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos toqueteándome, sus voces insultándome, amenazándome, la casa registrada, dada vuelta. Pero yo ya sabía ¿qué me importaba entonces que se pusieran a romper lo rompible y a desmantelar cajones?
No encontrarían nada. Mi única, verdadera posesión era un sueño y a uno no se lo despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche anterior en el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado, soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con lujo de detalles y hasta en colores.
Y los sueños no conciernen a la policía.
Ellos quieren realidades, quieren hechos fehacientes de esos que yo no tengo ni para empezar a darles.
Dónde está, vos lo viste, estuvo acá con vos, dónde se metió. Cantá, si no te va a pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde anda. Está en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá, sabemos que vino a buscarte.
Hace meses que no sé nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé nada de él desde hace meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se fue con otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé nada. (Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que quieran, y amenacen, nomás, y arránquenme las uñas y hagan lo que quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá cuando hace mil años que se me fue para siempre?).
No voy a andar contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al llamado Beto hace más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció, el hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños que suelen transformarse en pesadillas.

Beto, ya lo sabés, Beto, si es cierto que te han matado o donde andes, de noche soy tu caballo y podés venir a visitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella noche, sólo fue un sueño. Y si ustedes encuentran en mi casa un disco de Gal Costa y una botella de cachaça casi vacía, por favor no se preocupen: decreté que no existen.

* bebida brasileña parecida al aguardiente.

Peligrosas palabras


La tarea de escribir es desgarradora y dichosa al mismo tiempo. Es un buceo a ciegas en el magma donde se forman las imágenes y las asociaciones, es un dejarse llevar por la creación a todo galope pero con la rienda corta, evitando desbocarse, y es al mismo tiempo un minucioso enfrentamiento con algo tan manoseado y vilipendiado y gastado y sorprendente como puede ser el lenguaje.
La palabra: nuestra herramienta y a la vez nuestra enemiga, Espada de Damocles, a veces, suspendida sobre nuestras cabezas cuando nos volvemos incapaces de emitirla, de dar con la palabra clave, el Abretesésamo que nos permitirá entrar en un nuevo texto. Por eso a menudo digo que la literatura, la producción de literatura, es una maldición de tiempo completo. Y no sólo porque a cada paso nos asalta la duda o porque el cuestionamiento de la utilidad del escribir se plantea en cada página, sino sobre todo porque atenacea lo otro: la culpa o el terror de no estar escribiendo, de no estar escribiendo cada hora de la vida como lo exige cierto oscuro deseo tan opuesto al otro oscuro deseo que nos empuja a la calle y a esa otra vida que llamamos vida.
Del sillón en el que tengo la idea hasta el escritorio donde podré escribirla la distancia no es grande, es infranqueable.
Es la misma distancia que media en el querer decir y el no poder decirlo. Es la forma de resistencia que ofrecen las palabras a ser atrapadas como tales, y nosotros, escritores y escritoras, con una red de cazar mariposas, siempre corriendo tras las dichosas palabras con intención aviesa: no ya la de clavarlas, rígidas, con un alfiler al texto, sino la de conservarlas vivas, un poco revoloteantes y cambiantes, para que el texto tenga la iridiscencia necesaria quizá llamada ambigüedad- que permitirá a cada lector enfocarlo desde su ángulo y reinterpretarlo.
Y en ese juego del rompecabezas literario no interesa aquello que escribo sino cómo lo escribo (James Joyce, Felisberto Hernández, Clarice Lispector... muchos insistieron en la misma idea). En la articulación entre la anécdota narrada y el estilo de narración, por llamarlo de alguna forma, es donde reside el secreto del texto y donde podemos asistir a ese deslumbramiento de la palabra que alternativamente puede asumir el rol de perro fiel, de cuchillo o de dado.
Una palabra en apariencias inocente cobra esplendor y se transforma gracias a la intención con la que es lanzada desde lejos, gracias a esa cama que se le ha venido preparando con la cantidad de otras palabras que la preceden. Y no hablemos de los silencios de los que de todos modos es imposible hablar. Lo no dicho, lo tácito y lo omitido y lo censurado y lo sugerido cobran la importancia de un grito.
Los rígidos semiólogos hablan de la “contaminación” del lenguaje y se refieren a la polisemia, es decir, a los desconcertantes sinónimos, a la analogía y a las diversas connotaciones que en cada palabra perturban su naturaleza y su funcionamiento.
Las escritoras hacemos nuestro agosto con estas llamadas contaminaciones, las afilamos, les sacamos brillo, las exponemos de la mejor manera posible para que la luz de la lectura haga resaltar todas sus facetas, hasta las más ocultas, aquellas con las que se nos imponía silencio. Las ignoradas hasta por nosotras mismas. Las que eluden hasta nuestra propia censura, la represión interna.
Luisa Valenzuela


extraído de http://luisavalenzuela.com/bibliografia/galery.html
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18 noviembre, 2006

Yasmin Ross(México)





El personaje


De las leyendas, prefiere las escritas de puño y letra.
En su personalidad, armada de imperios caídos y orgullos ancestrales, convive el candor de los jóvenes criados lejos de las miserias urbanas y el espíritu imbatible de los maroons.
Su tendencia a exaltar lo bello y lo triunfal lo remiten a reinos de barro levantados al pie de los acantilados, a Kitara, Buganda y Bunyoro, al silbido del viento en los muros de la Gran Zimbabwe.


Por mucho tiempo se ha creído, de hecho todavía que Zimbabwe es la tierra de Ofir, la secreta fuente de riqueza del rey Salomón. “Más allá de las nacientes del Nilo está la oscuridad y más allá de la oscuridad, hay agua que hace crecer el oro, el oro crece en la arena, como la zanahoria, y se cosecha al atardecer”. Los historiadores islámicos del primer milenio ya despertaban toda clase de fantasías en viajeros y navegantes sobre un metal que los shonas cultivaban como las zanahorias, pero nadie había tenido el privilegio de escuchar el viento atrapado en los muros de la Gran Zimbabwe. El movimiento interno de la piedra acomodándose siglo, tras siglo.


Fácil de conmover, difícil de amoldar, Marcus Garvey se considera el descendiente de una estirpe llamada a rescatar el genio incomprendido de un continente devastado por la ambición.


Conversador inagotable, a estas alturas sus compañeros de travesía ya están enterados de que nació en Saint Ann's bay, un caserío con muelle y cercas de piedra gris, hace veintitrés años. Que Marcus Garvey, su padre, un albañil bien instruido, algo brusco en sus enseñanzas, moderno sin un rol moderno a desempeñar, fue perdiendo propiedades por carecer de títulos. Diácono de la iglesia metodista, abogado de aldea, Garvey senior entraba y salía de los tribunales representando a campesinos que corrían peor suerte que él. Escribía cartas, planteaba demandas en juicios que fueron minando los ahorros de la familia. Célebre por sus trabajos de mampostería, artista en lo suyo, de construir casas terminó levantando lápidas.


Les cuenta que Sarah Jane, su madre, la bondad en persona, murió en los suburbios de Kingston vendiendo repostería y añorando las cercas de piedra gris de Saint Ann´s bay. Que su nombre Marcus Moziah es producto de la preferencia de su madre por los nombres bíblicos y las creencias astrológicas de su padre, que presentía un futuro de promesa para el último de sus hijos nacido bajo el signo de Leo.


La flota


A diecisiete nudos por hora, la nave va.


Por momentos, bordea la orilla, se hace ver. Las calderas no resisten más de 65 libras de presión. Las familias negras de la costa este lo interpretan como un acto de cortesía, agitan la blanca palma de sus manos al paso del barco algodonero fabricado en Escocia, el casco corroído ya por las sales marinas, el olor a combustible impregnado en sus bodegas. Una hilera de banderines negro, rojo y verde atada a sus mástiles, menea la cabellera de medio centenar de pasajeros. Pagaron sesenta dólares por ir a Cuba, sesenta y cinco a Jamaica, ochenta a Colón, más cinco dólares de impuesto por viajar en primera clase. Pasajeros que no aspiran llegar a puerto alguno. Sólo navegar y responder al saludo como lo están haciendo con aire de pioneros, de ser ellos también parte de algo que promete ir muy lejos, mientras Henrietta Vinton Davis les recita poemas abrazada a una enorme muñeca de trapo.


Desplazándose así lento y frágil sobre las aguas revueltas del océano, el Yarmouth-Douglass despierta los sentimientos más nobles. La agilidad, si alguna vez la tuvo, no está entre sus atributos presentes. El viaje va imprimiendo huellas imborrables en memoria. Un derrumbe de estrellas sobre una pequeña casa de campo, el sol en las ventanas de un pueblo lejano. “Apacible y venturoso viaje” reporta Cockburn. Turbulento y peligroso para las divisiones del sur. Las Banana Divisions en Panamá, Limón, en las Antillas Inglesas confunden entusiasmo con agitación. Lanzan advertencias a los empleados que compran acciones. “La situación asume caracteres verdaderamente alarmantes, si no se toman medidas para cortar el mal tiempo”. Cualquier extranjero de color que desembarca sin motivos claros, se convierte en sospechoso. Todo aquel que es sorprendido en tareas ajenas a su trabajo, distribuyendo volantes o en transacciones comerciales corre el riesgo de ser despedido o sancionado por los capataces.


La zapatería de Fowler, en la esquina oeste del mercado, funciona como cuartel de operaciones y periódico mural. Ahí se enteran de las contingencias del viaje, puertos que va tocando, puertos que tocará. A la altura de Florida, casi se desfonda en los cayos de Salt Bank. El Yarmouth o Frederick Douglass llega a Panamá el 17 de diciembre y promete estar en Costa Rica como presente de Navidad.


Con la expectativa del inminente arribo, los antillanos gastan su aguinaldo en comprar constancias de una ilusión colectiva: Black Star Line Inc.


Tres escritorios públicos instalados en el parque de Bonifé, tratan de atender una marea que de pronto ha captado los ahorros de la comunidad ofreciendo propiedad sobre un barco. Navegación colectiva. Buques multitudinarios. Black presence on the seas. Limón es parte de su trayectoria y no hay mejor manera de comprometerse y mostrar adhesión, que transferir monedas de un florero a un título. Los colchones guardan cada vez más sueños y menos valores.

de La Flota negra.(Editorial: ALFAGUARA, 2000)
sobre esta novela se baso “El Barco Prometido”, un documental bilingüe que sigue el rastro oral de la Black Star Line, una aventura naviera impulsada por Marcus Garvey, líder del primer movimiento negro de masas del siglo XX y fundador de una línea de vapores destinada a cruzar el Atlántico en busca de un continente extraviado. (los que conocemos un poco sobre la historia, esta historia,.. sabemos q Marcus Garvey fue mucho mas que eso)
Los viejos pobladores de Limón, en el caribe centroamericano, dan cuenta de la fascinación que produjo este episodio entre los forjadores del imperio del banano. Ochenta años después, el rastro de la Black Star Line conduce a un edificio anclado en el centro de la ciudad, que es el núcleo de los festejos y las fabulaciones de la comunidad, donde un barbero y catorce oficiales mantienen viva la utopía que movilizó a millones de descendientes africanos en todo el mundo. Extracto del guión Puerto Limón, Costa Rica... El imperio del banano empezó aquí y aquí sobrevive la historia de la Black Star Line, una aventura naviera impulsada por Marcus Garvey... En los años veinte, los bananos que viajaban por esta ruta llevaban consigo el sueño de los inmigrantes negros: volver a la tierra prometida...
Marcus Garvey fue checador de horarios, el puesto más alto al que podía aspirar un empleado negro.. Se involucró en los conflictos laborales de la época... Fue activista político y sindical...
En esa época, Limón tenía todas las características de un enclave... La aristocracia bananera por un lado... Los inmigrantes afrocaribeños por el otro sin mayor opción que trabajar en una plantación y aspirar a cambiar el curso de las cosas contemplando los vapores de la gran flota blanca de la United Fruit....
Garvey se asentó en Harlem y desde ahí propuso conquistar el mundo de la navegación… Esta fue su base política...
Se valía de un periódico el Negro World, pero su principal vehículo de propaganda fue una línea de vapores tripulada por marineros negros y sostenida por una raza dispersa...
Por alguna extraña razón, el vínculo de Marcus Garvey con Limón sigue siendo muy fuerte... Un edificio anclado en el centro de la ciudad que los pobladores llaman Black Star Line... Todos los días, la bahía de Limón amanece rodeada de cruceros y buques mercantes esperando tocar puerto… ¿Por qué entonces tanta excitación alrededor de un barco? ¿Qué lo hacía diferente a los demás?
Amos Hall nació en Jamaica, envejece en Limón... Es un viejo seguidor de Marcus Garvey...
El edificio de la United Fruit está ocupado por compañías de estiba y agencias marítimas... Alguna vez, fue el motor del imperio del banano...Hoy es el recuerdo de una bonanza que se esfumó de Limón poco antes de la Segunda Guerra Mundial... En su labor de espionaje, la United Fruit fue el mejor historiador de la época... La correspondencia con las divisiones del sur estuvo guardada en esta caja fuerte... La documentación desapareció de aquí... Lo poco que logró recuperarse, revela que el movimiento de Garvey recaudaba dos mil dólares mensuales tan sólo en la provincia de Limón...

Yazmín Ross (periodista, escritora y guionista nacida en el Caribe mexicano y radicada en Costa Rica desde 1989 y autora del libro "La flota negra") para el documental "El barco prometido" de Luciano Capelli, fotógrafo y cineasta italiano. En 1993 la Organización de Estados Americanos le otorgó una beca para realizar la investigación “Marcus Garvey en la memoria colectiva de Limón”, trabajo que sirvió de base para la realización de “El Barco Prometido” y “La Flota Negra”, novela de corte histórico editada por el sello Alfaguara en noviembre del 2000. El documental ganó la IX Muestra de Cine y Video Costarricense como mejor guión, mejor documental y mejor sonido y el Festival Icaro de Guatemala, en la categoría “Centroamérica vista desde afuera”. “El barco prometido” ha participado en los Festivales de la Habana, Cartagena, Málaga y Biarritz.

08 noviembre, 2006

Livia Palmeiro (Cuba,1963)

LA MUJER DE ANTONIO


La mujer de Antonio camina así, cuando va a la plaza camina así...

No vengo a hablarles de la mujer de la canción, sino e la mujer de Antonio, el de mi barrio. ¿Que si era bonita?... Figúrate, fue reina de belleza cuando las elecciones de la reina del carnaval. Después se casó con Antonio, que trabajaba en la Compañía de Electricidad, encarama’o en los postes tirando líneas, claro, muy peligroso, como que le costó la vida.

Yo recuerdo a la mujer, la mujer de Antonio con su niñito en brazos, sin luto porque se vistió de blanco de arriba abajo.

Los días que siguieron fueron terribles. No sé cuántos «buitres» casados del pueblo dándole vueltas para ver quién se acostaba con la mujer de Antonio. Pero ni la miseria pudo con esa mujer; salió a la calle y sin ninguna duda se colocó de criada. La vi hacer los trabajos más duros con la misma mirada de siempre, altiva como la reina que fue.

Lo que más me impresionaba de la mujer de Antonio era, como decían los vagos del barrio, que nunca se le quitó la jodida costumbre de trabajar..., trabajar..., trabajar, incluso ancianita hacía mandados, cuidaba enfermos.
Una vez desde el bar, mientras la mujer de Antonio pasaba, alguien le gritó:
– Ahí va la mujer de Antonio. Oye, vieja, pudiste haber explotado lo buena que estabas, entonces sí hubieras sido una reina.
No pude argumentarme, la defendí con tal vehemencia que terminé en la Estación de Policía después de haberle roto la cabeza al estúpido que la ofendió.
Claro, quedé presa, me acusaron de lo que todo el barrio sabía y me permitían ejercer: prostitución.
Estuve tres meses alejada de todo. Cando salí había perdido mi trabajo en el bar, pero para mí era fácil conseguir otro. Comencé en el prostíbulo. Sí, era de las que me paraba por las ventanas incitando a los hombres a amarme. Bueno, estoy exagerando, no era a amarme precisamente. Una noche la vi; yo, en la ventana. La mujer de Antonio pasó, me miró y por primera vez sentí vergüenza. Intenté cubrirme, pero fue imposible, estaba casi desnuda. Entonces me llevé las manos a los senos y ella sonrió. Se me acercó y yo pensé en lo valiente que era porque pocas mujeres como ella harían eso.
No dejó de sonreírme y yo no me atreví siquiera a abrir la boca. La vi viejita y la vi bella. Cuando me pasó la mano por la cabeza, un sollozo se me atravesó en la garganta y por mucho que aguanté, mis ojos se empañaron. Creo que se dio cuenta. Iba a decir algo y, en ese momento, aquella hija de puta matrona me gritó mis obligaciones.
–Oye, estás en un prostíbulo, espanta esa vieja de aquí, que no se te van a pegar ni las moscas.
Se fue enseguida, sin decir nada, no hizo falta. Aquella noche salí a la calle, no me importaron los gritos y amenazas de la matrona, tenía que caminar. No exagero si digo, aún después de tantos años, que la mujer de Antonio cambió mi vida.
Claro que no dejé mi trabajo; pero algo se rompió aquí, dentro de mi cuerpo. Admiré tanto a esa mujer que ahora que regreso otra vez al barrio, siento el mismo sollozo en la garganta que aquella noche cuando la pureza posó su mano en mí.


***Tomado de No esperes todo de la luz.( Editorial José Martí, 1998).

07 noviembre, 2006

Alicia Steimber(Argentina, 1933)


Escribir o ser escritor. Alicia Steimberg


¿Cómo sucede que alguien llega a ser escritor o escritora? Genéricamente se llama escritor a alguien que escribe cuentos y novelas. Es cierto que los historiadores y los filósofos que escriben libros también son escritores. Y los poetas y los dramaturgos son escritores, y los que escriben el texto de una historieta, guiones para cine y avisos publicitarios, pero habría que ver cuánta gente los llama escritores. Yo voy a ocuparme específicamente de lo que vengo haciendo desde hace cuarenta años, debería decir cincuenta, y aun más, si pensamos que desde muy chica ya inventaba dentro de mi cabeza historias completas con comienzo, desarrollo y final, cuando me pasaba algo malo y tenía que consolarme sola (esto no es una queja contra mis padres, también a ellos les pasaron cosas terribles). Vistas en perspectiva, aquellas historias que yo me contaba a mí misma ya revelaban algo, tal vez una habilidad innata para inventar historias, o para convertir una historia trágica en algo más potable, más digerible para la tierna edad de la autora.
Un cachorro de escritor de ficción, con su don, o su soplo divino, de todas maneras tiene que aprender muchas cosas. A caballo del soplo divino, imita a los escritores ya “establecidos”, “reconocidos” o “consagrados” (ninguna de estas palabras es suficiente en sí misma para definir al que escribe; además pareciera que las calificaciones son lapidarias: los que entran en el establishment son despreciados por los que aman a los salvajes y a los transgresores; de los profesionales se dice que se venden por dinero y que pierden la frescura; a los salvajes y a los transgresores se les tiene miedo).
Para escribir, entonces, no hay más remedio que imitar a los escritores consagrados de nuestro tiempo, sumando un ingrediente personal que, si está ausente, cava la fosa del autor a medida que éste escribe. Esta parcial imitación o reescritura de nuestros contemporáneos la hacemos todos (menos Enrique Larreta, el escritor argentino que en su novela La gloria de don Ramiro, de 1908, hizo una reconstrucción del castellano del siglo XVI, cuando en España había moros y cristianos).
En la Argentina y en otros países, los talleres literarios son una invención reciente que celebro, porque ayudan a acortar el tiempo que se necesita para aprender los resortes del oficio. Esto no significa que antes de que aparecieran los talleres los escritores, como suele decirse, aprendieran solos, como aprendemos, aun antes de nacer, a chupar para alimentarnos. El bebé ya sabe chupar cuando sale de la panza de la madre; ahora podemos comprobarlo con las ecografías, donde se ve al futuro ciudadano chupándose el dedo dentro del seno materno. Más tarde caminará, cuando la maduración le permita pararse y andar. Claro que lo ayudaremos amorosamente, pero de nada servirá la ayuda si aún no ha llegado al punto de maduración necesaria. En cambio, a los seis años hay que enseñarle, más o menos laboriosamente, a leer y a escribir. De la misma manera, durante dos milenios y medio, los escritores han aprendido a escribir literatura leyendo libros. Muchos libros. Y siguen aprendiendo de esa manera.
Después de años de ejercer por mi cuenta y en secreto una de las actividades más nobles del hombre, sin mostrarle a casi nadie el resultado de mis intentos materializados en los tipos indecisos de la máquina de escribir de papá, una Remington portátil que dejaba adorables letras en el papel y en las copias con papel carbónico, mandé un original a un concurso. No quiero asustar a aquellos que se interesen por saber cuántos años me dediqué a esta solitaria actividad, porque fueron muchos, aunque no necesariamente el mismo número de años que le dedicaron otros que, como yo, alcanzaron el título de escritor, con más o menos las mismas cualidades, o mayores, en menos tiempo.
¿Quién o quiénes confieren ese título de escritor? Muchas personas, pero también algunas instituciones. Además de los concursos literarios, las editoriales que lo aceptan, el público que lee, que es y no es lo mismo que el número de ejemplares que se venden ni es tampoco un grupo humano homogéneo; los traductores que permiten la difusión del libro en otras lenguas; el tiempo que pasa y sostiene o deja caer el éxito y la popularidad; las modas.
Escuchando con gran interés a una persona que me relataba sus actividades agropecuarias, aprendí la expresión “novillo terminado”. Entiendo que quiere decir que el animal tiene edad, peso y otros requisitos necesarios para convertirse en alimento de seres humanos. Se podría decir que un escritor es un novillo terminado cuando otros escritores de más experiencia eligen su obra en un concurso, o en dos o tres concursos, aunque sea para una mención. ¿Y no hay otra manera?, se preguntarán ustedes. Parecería que esta forma de otorgar el título de escritor, o de comenzar un proceso que terminará por otorgarlo, con todos los defectos que pueda tener, es la forma más aproximada a la ecuanimidad y a la justicia.
¿Cómo es el proceso que convierte a alguien en escritor? No se sabe. Es imposible ver crecer una planta, aunque se sepa por qué crece. Es imposible seguir el movimiento de un rayo de sol que avanza imperceptiblemente por una pared y que, un rato después, al volver a prestarle atención, encontraremos en la pared de enfrente. Tampoco se ve el don inexplicable que permite el aprendizaje del oficio, tanto al escritor como a otros artistas. Es natural que así sea, porque los escritores de ficción deben ser artistas.
Un artista surge de la nada y luego lo descubren en Hollywood, o en una escuela de danza donde aparece con las zapatillas rotas, bailando como los ángeles. Leyendo biografías de escritores vemos que uno fue fotógrafo de plaza, otro dictaba sentencia en un juzgado, otro colaboraba con los nazis durante la ocupación en Francia, a otro lo mantenían los amigos porque el grado de su alcoholismo no le permitía trabajar. Y esto no sucede sólo en la provincia del arte y de las letras. Un ministro de Economía argentino de quien la opinión pública puede decir lo que quiera, pero no que era un asno, fue hasta segundo grado de la escuela primaria. Así como un chico de seis años, cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, dice: “¡Quiero ser bombero!”, un número indeterminado de adultos, si se les pregunta qué les gustaría ser si no fueran lo que son, dicen, o guardan en secreto, que quieren ser escritores, y no hay que tomarlos más en serio que al chico de seis años. En cambio, los que no piensan “quiero ser bombero (escritor)”, si sienten el deseo de escribir, escriben, aunque piensen alternativamente que lo que guardan en secreto es una joya o una basura, aunque nunca se animen a compararlo con un texto de un escritor reconocido como tal.
Cualquiera puede sentarse y escribir, salvo que sea analfabeto. Aquí hablamos de escribir algo cuyo propósito sea entretener, conmover... El principiante dirá pomposamente “escribir un cuento”; alguien menos refinado dirá “hacer un cuento”, a la vez que anuncia que tiene pensado escribir una novela. Tiempo después ha aprendido a llamar “textos” a esos escritos que antes llamaba cuentos, y el cuidadoso plan que tenía para la novela será reemplazado por una pequeña historia que le contó su abuelo, del tiempo en que él, el escritor, todavía no había llegado a este mundo.
“La gente escribe por muy diversos motivos”, dijo una vez una escritora al público. “Escriben para hacerse famosos, para perdurar en el tiempo, para ganar dinero, para difundir sus ideas, para hacer la revolución social”, continuó. “Yo –dijo finalmente– escribo para que no me interrumpan cuando hablo.”

Este texto, “Escribir o ser escritor”, es el primero que figura en Aprender a escribir, publicado por Aguilar en 2006, en el que Alicia Steimberg volcó su experiencia como escritora y maestra de escritores en talleres literarios.
Aquí el registo de un fragmento leido por Alicia.

03 noviembre, 2006

Lucía Guerra (Chile, 1944)


Alborada

Esa tarde entré a la clínica sin saber que, entre esas paredes blancas, se fraguaría el despertar de mi cuerpo y mi conciencia. Un renacer a flor de piel para mi existencia que había sido totalmente anulada por un hombre. Llegué allí con esa sensación de desgano que ya se había hecho usual en mí, ahora convertida en esa sombra inútil de la mujer que ha fracasado en su matrimonio. Y sin otra alternativa que seguir cumpliendo el papel de la esposa abnegada y satisfecha aunque el marido haya optado por levantar una trinchera de hielo a su alrededor.

Este es un lunar atípico-declaró la doctora. Y más vale extirparlo de inmediato porque ya puede estar produciendo células anómalas.

Al oír su diagnóstico, vino a mi mente la imagen del cáncer invadiendo todo mi cuerpo, irradiando la muerte desde esa minúscula porción de piel que crecía en la parte superior del muslo izquierdo y a no más de medio centímetro de la ingle. A la yema de mis dedos llegaba la textura algo rígida de ese lunar marrón en una circunferencia perfecta que me hacía imaginarlo como un planeta en miniatura que, por capricho, se había posado tan cerca de mi pubis. Noche a noche lo palpaba mientras, hundida en la zona gris de la impotencia, sufría por el rotundo abandono de José. Hacía ya casi dos años que había dejado de amarme y me trataba con una total indiferencia, como si yo de pronto hubiera dejado de existir. A veces, durante varios días no regresaba a la casa y después de los primeros meses, me di cuenta de que ni siquiera valía ya la pena implorar o hacer reproches. Aunque parezca absurdo, ese lunar me otorgaba una sensación de compañía que hacía menos insoportable vivir el vacío dejado por José y esa atmósfera impregnada de soledad y de silencio que me cercaba en cada uno de los rincones de la casa. Dándose un aire de importancia, él casi no me dirigía la palabra, pese a que seguíamos casados y por conservar cada detalle de las apariencias, manteníamos la costumbre de compartir el mismo dormitorio y el mismo lecho. Era muy posible, como acababa de decir la doctora, que en ese lunar ya estuviera germinando la muerte, pero el hecho de que José hubiera dejado de amarme había sido también vivir la muerte en carne viva.

En este tipo de operación, sólo se usa anestesia local y no toma más de cuarenta minutos extirpar y poner los puntos. ¿Quiere hacérsela ahora mismo?-me preguntó echando una ojeada eficiente a su reloj.

Y yo asentí como una autómata porque el abrupto desamor de José me había despojado de mi ser convirtiéndome en un ente pasivo que obedecía todo lo que se le imponía; incluso el hecho de estar esa tarde en la clínica no se debía a una iniciativa propia sino a la voluntad de mi madre quien se había encargado de pedir hora para una consulta.

Perfecto. Yo ahora estoy terminando mi turno, pero el doctor Muzárvez se encargará de todo. Relájese. El vendrá a hacer la operación en menos de diez minutos.

Recostada en la camilla, cerré los ojos y con un cierto dejo de ternura, volví a palpar ese lunar tan cercano a mi pubis, a mi clítoris y a mis labios vaginales. A esos labios que se entreabrían cuando José los acariciaba con su lengua mientras emitía susurros casi imperceptibles, como si estuviera arrullándolos. Aquella había sido la época de su "furor pasional", así lo llamaba él, de aquellos días y aquellas noches cuando nos entrelazábamos a cualquier hora y en cualquier lugar de la casa. Sobre el amplio sofá de la sala, en el pasillo que conducía a nuestro dormitorio e incluso contra la pared de la cocina mientras se cocinaba el estofado. Era entonces cuando me miraba a los ojos y abrazándome muy fuerte exclamaba que jamás en su vida había sentido "esa vorágine de sensaciones increíbles", "ese impulso enloquecedoramente salvaje" que le producía mi cuerpo. . . "Jamás antes, jamás antes", repetía con su rostro empapado de sudor y los ojos entrecerrados después de habernos hecho el amor en rutas siempre imprevistas. Y a mí todo aquello también me parecía un torbellino creado exclusivamente por este cuerpo mío que me hacía sentir como una diosa sensual de senos muy exuberantes y caderas voluptuosas, de brazos y piernas semejantes a troncos de agua que se ajustaban y lamían cada retazo de la piel de José. Disfrutando el poder de mi propio cuerpo, permanecía desnuda a su lado y cuando él volvía a abrir los ojos, me contemplaba con devoción y nunca dejaba de mencionar que era yo quien había hecho de él, un hombre maravillosamente potente e imaginativo en los haceres sexuales.

Sin embargo, todos los torbellinos del placer se agotaron después de aquel viaje de negocios que se prolongó más de lo planeado. Fue entonces cuando de un solo portazo clausuró mi cuerpo y me abandonó de una manera tan abrupta e irrevocable como la propia muerte. "No estaba deslumbrado con usted sino consigo mismo", me explicó la sicóloga quien trató de ayudarme a superar la angustia y la desesperación. "Eso le ocurre a muchos hombres cuando una mujer los hace descubrir que tras la sencilla penetración, hierve otro caudal de preámbulos y creatividad sexual. Entonces, como proyección de sí mismos porque eso es en realidad, surge un amor espectacular . . . hasta que la experiencia se repite con otra mujer . . ." Y lo que ella decía era muy cierto porque, en el fondo, José sólo era capaz de amarse a sí mismo, de vivir todo lo que lo rodeaba como proyección de su propio ego . . . de ese ego vanidoso que lo hacía detenerse frente a un espejo para constatar que era un hombre atractivo o que lo incitaba a darle una inusitada importancia a sus objetos personales, a cada detalle de lo que hacía en su oficina e incluso a lo que él denominaba su conocimiento enciclopédico de las lides futbolísticas en las canchas nacionales e internacionales.

Todo eso lo comprendí gracias a la sicóloga quien, a pesar de sus consejos, no logró que yo decidiera divorciarme. Y de dónde podía yo sacar la fuerza y la determinación para crear tal escándalo en mi familia tan católica y de mujeres abnegadas que jamás elevaban una queja, todas muy bien casadas y cumpliendo felices el rol de madres y dueñas de casa bajo el santo e indisoluble lazo del matrimonio. Las tragedias y los escándalos nunca habían sido admisibles en nuestra sacra familia y yo no podría, eso lo sabía muy bien, rebelarme contra todos ellos y tener la osadía de trizar ese orden. Paredes blancas y vacías, en eso se había convertido mi existencia, concluí mientras yacía en la camilla de la clínica, yo era una mujer anulada y muerta por dentro, pese a mis treinta y tres años pletóricos de hormonas que ahora, por el abandono de José, me recorrían el cuerpo como insectos narcotizados, como cadáveres flotando en el fango de un pozo oscuro y sin salida.

Alguien dio dos breves golpes en la puerta y entró el doctor Muzárvez seguido por una enfermera a quien apenas miré porque él irradiaba una energía insólita con sus cabellos ensortijados, su sonrisa seductora y ese aire atlético que transformaba la blancura de las paredes en diseños sicodélicos.

Veamos-dijo en un tono jovial y la enfermera se apresuró a apoyar el lado exterior de mi muslo sobre la camilla para que él pudiera ver el lunar. Con un gesto profesional, acercó el rostro, lo tocó preguntándome si sentía algún dolor y volviendo a erguirse, le indicó a la enfermera que me cubriera con una sábana dejando todo el muslo izquierdo al descubierto.

Ábrase de piernas lo más que pueda y manténgase así durante toda la operación. Más abiertas, por favor. . . así. . . Primero le pondré una inyección que no le va a producir dolor-agregó y, junto con el pinchazo, sentí la presión de sus dedos sobre la piel.

Estos lunares atípicos son bastante frecuentes-dijo antes de volver a inclinarse y esta vez me pareció que apoyaba toda la palma de la mano en esa zona tan cercana a mi pubis que ahora estaba recibiendo una corriente cálida, casi electrizante. En estos momentos, señora, empiezo a extirpar el lunar, no siente ningún dolor ¿verdad? . . . esta dosis de anestesia siempre resulta suficiente-comentó y a mi pubis llegó su aliento haciendo entreabrirse los labios de la vagina en un leve temblor.

¡Listo!-anunció mientras ponía presión con los dedos seguramente para obstruir el flujo de sangre.
¿Me necesita para algo más, doctor Muzárvez?-preguntó la enfermera.

No. Vaya no más a ayudar al doctor Mora. Yo puedo seguir solo. . . Esta es la parte que toma más tiempo, señora, porque debemos cerrar la incisión con una hilera de puntos por dentro y otra por fuera . . . ¿Está cómoda? . . . Quédese así, sin moverse, por favor.

Y empezó a dar puntadas con su rostro a escasos centímetros de mi ingle, de la cesura labial y la superficie carnosa de mi clítoris. La yema de sus dedos en un arpegio de acordes imprevistos hacían resonar mi cuerpo en ondas profundamente eróticas, los movimientos de sus manos semejaban los de un ave en vuelo fogoso y tanguero que revoloteaba cerca de mis labios entreabiertos y mi vagina excitada produciéndome en el pecho una sensación de ansiedad que me aceleraba el corazón . . . Desde la cabecera de la camilla, sólo podía divisar su pelo ensortijado, negro, muy negro y muy andaluz, y entonces pensé que sólo los andaluces habían traído ritmo y color a mi país tan desabridamente sobrio, tan lleno de reglas que reprimían toda espontaneidad. "Muzárvez, Muzárvez", repetí varias veces imaginando que, en cualquier momento, iba a recibir un beso allí, a medio centímetro de lo que empezaba a ser un volcán en erupción. "Muzárvez", hasta el apellido de ese hombre tan atractivo acariciaba la piel con sus zetas lentas y ondulantes y aquel acento en la "a" muy abierta produciéndome un estado de celo, del más puro y vigoroso deseo. Cerré los ojos extasiada con el rehallazgo de este cuerpo mío que José había hecho caer en el letargo y en la nada mientras él, protegido por la dualidad injusta de nuestra sociedad, se dedicaba a cultivar lo que pomposamente llamaba su furor pasional en otras mujeres y me relegaba a mí a seguir atada a una moral que no admitía mujeres adúlteras.

Con los ojos cerrados, el deseo era aún más intenso y opté por fijar la vista en la pared blanca para apaciguar esa marea que ya empezaba a humedecerme. Pero en un impulso inconsciente o tal vez porque ya se estaba iniciando en mí un renacer, ese yo voluntarioso del cual me había despojado José me instó a hundir la mirada con pleno gozo en el cabello abundante e indómito del doctor Muzárvez mientras el ritmo acompasado de su respiración caía sobre mi pubis ahora descubierto. Poco a poco, imperceptiblemente, la sábana que lo tapaba había estado deslizándose y ahora sólo cubría tres cuartas partes de mi muslo derecho. Álvaro, ése debía ser su primer nombre, pensé, Álvaro Muzárvez, fogoso y viril Álvaro y no el vulgar José, nombre santurrón y pacato para ese hombre de doble vida que mantenía las apariencias del marido perfecto mientras había hecho de las aventuras amorosas su pasatiempo favorito. Y aunque nunca antes había querido admitirlo, el deseo que estaba sintiendo hacia este otro hombre me hizo decirme, por primera vez, que José seguía casado conmigo porque disfrutaba de ser miembro de una familia de vieja cepa como la mía y no quería perder este prestigio ni la herencia que dejarían mis padres. "Álvaro", repetí, brillante especialista en dermatología y no el prosaico jefe de ventas de la sucursal de los camiones Pegaso en una lejana ciudad sudamericana . . . Mientras sentía que el brazo del doctor rozaba ligeramente la piel de mi vientre, recordé el logo ridículo y anacrónico de la marca Pegaso con su caballo dotado de alas y me pareció el colmo de la prepotencia masculina... Fue entonces cuando descubrí que José también era el colmo de la prepotencia porque no dejaba ni un solo minuto de sentirse atractivo, a pesar de su baja estatura. . . ¡Ah! Pero por haber nacido hombre, él sí que tenía la libertad para embarcarse con cualquier mujer mientras mantenía un hogar bien constituido como la fachada decente para sus fechorías. . . porque ¡cómo no iba a ser una fechoría engañar a otras mujeres y mantenerme a mí cautiva y con mi existencia hecha un estropajo!

Hombre chico, egoísta y vanidoso, eso era José, por fin lo veía sin velos ni tapujos de ninguna especie, a plena luz. . . y a plena luz me pareció la viva réplica de Sebastián de la Carra, el enano que pintara Goya junto con tantos otros hombres deformes para simbolizar la mezquindad de algunos seres humanos, de esa baja estirpe a la cual José pertenecía. De pronto me invadió la ira y sentí ganas de gritarle a José que tenía un alma roñosa e incapaz de amarme a mí quien era la primera mujer en el mundo que le había señalado los innumerables recodos del placer. . . "¡Ingrato, mal agradecido!" iba a decir a viva voz, pero fue en ese preciso momento cuando Álvaro, Álvaro Muzárvez, lanzó un breve suspiro que produjo un millar de ecos en mi cuerpo anhelante y entonces me entraron unos deseos enormes de acariciar su pelo abundante y deslizarme por la camilla en un movimiento sensual que nos dejara mirándonos a los ojos antes de caer abrazados sobre esas sábanas tan blancas. Y lo iba a hacer, lo juro, pero justo en ese segundo, él levantó la cabeza y con la mano izquierda alcanzó un tubo y de allí sacó una crema desinfectante que empezó a esparcir muy lentamente por la incisión. . .

"Ya sólo falta poner una pequeña venda", dijo mientras pasaba los dedos alrededor de lo que fue ese lunar, no ya opaco sustituto de los vacíos que había dejado José, porque junto con el despertar de mi cuerpo, se había producido otra luz que me había hecho decidir que ya sabría yo cómo llenar esos vacíos por mí misma y sin apéndices de ninguna especie. Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que José, después de todo, no había sido más que un apéndice para esta vida que era mía y sólo a mí me pertenecía.

Terminamos-exclamó el doctor con una sonrisa y en su mirada sentí que mi sensualidad no le había sido ajena. Puede ahora vestirse y en el mesón de la salida, una enfermera le indicará el procedimiento a seguir durante diez días.

Se despidió estrechándome la mano y yo me quedé contemplando con intenso regocijo su espalda erguida y viril, una porción de la nuca que dejaba entrever su cabellera ondulada y de negro azabache, y desapareció tras la puerta en el momento en que mis ojos disfrutaban de la curva de sus caderas infundiendo un ritmo vigoroso a su andar.

"Mañana mismo empezaré los trámites de mi divorcio", decidí echando a la mierda el lazo indisoluble del matrimonio y todos los otros sacramentos. En esta nueva alborada de mi cuerpo y mi conciencia, muy poco me importaba que a mi madre y a todas las otras mujeres de la santa familia les diera un soponcio o un ataque al corazón por el escándalo que yo iba a causar. Ya había tomado la resolución de rescatarme a mí misma y ser libre aunque mi padre me amenazara con desheredarme o el sacro padre de la iglesia me excomulgara. Yo sería libre porque el despertar de mi cuerpo, en el más genuino de los deseos, había creado también un nuevo umbral. Desde ahora sería una mujer sin ataduras de ninguna especie y enfrentaría el mundo con este yo auténtico que había permanecido amortajado por casi dos años.

Mientras me ponía las medias que se ajustaban como una segunda piel desde la planta de los pies hasta la cintura, sentí que de mi cuerpo emanaba un olor a trébol recién florecido.


Es profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de California, Irvine. Ha publicado: Más allá de las máscaras, Frutos extraños, Muñeca brava (novela publicada también en Inglaterra bajo el título de The Street of Night), Los dominios ocultos y Las noches de Carmen Miranda. En 1989, su cuento La pasión de la virgen recibió el Primer Premio en el Concurso Internacional de la revista Plural en México y en 1995, a su historia Emboscadas de la memoria se le otorgó el Primer Premio en el Certamen Bienal del Centro Cultural Mexicano. Con Frutos extraños recibió en 1991 el Premio Letras de Oro auspiciado por el gobierno de España y la Universidad de Miami y, en 1992, este mismo libro recibió el Premio Municipal de Literatura en Chile. Ha sido traducida al inglés, alemán y sueco.
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