25 diciembre, 2011

Fin de fiesta- Esther Cross (Argentina,1961)


Mi madre me enseñó, sin darse cuenta, que hay felicidades secretas. Lo aprendí en una serie de clases prácticas que me daba, inocente, cada Nochebuena. Lo único que tenía que hacer era sentarme y mirar cómo ordenaba la casa cuando todos se habían ido. La abnegación con que atendía a la familia tenía su contracara. Y esa bondad excesiva que me irritaba recibía, después de todo, su compensación.

Con los años, fui entendiendo que su empeño en que no la ayudaran a levantar la mesa- dejen, en serio, lo hago volando– no era otro signo de lo buena que era. Lo que quería era, en realidad, que se fueran rápido.
Tenía sus razones. Un rato antes, había pagado su impuesto a la familia. Había respondido las preguntas incómodas. Había oído, simulando sorpresa, cómo la misma de siempre contaba –con su enojo triunfal– que Santa Claus era un invento de la Coca Cola (en mi familia pasaban esas cosas). Además, se hacía la tonta y no comentaba nada sobre el fenómeno de los regalos seriales (tuvimos el año de las colecciones musicales y el de los jabones, el de los libros y el de los baños de espuma, porque el inconsciente familiar también sale de compras para las fiestas).
Había corrido a la cocina para tranquilizar a la obsesiva que pedía una bolsita para guardar todo. Había mirado para otro lado cuando mi tío cleptómano manoteaba un cenicero. No se había ofendido cuando preguntaron de qué panadería era la torta casera. Y los había acompañado hasta abajo aunque le dijeran que no hacía falta. Siempre tan amable, comentaban. Pero yo me daba cuenta de que así se aseguraba de que se fueran. Las palmaditas que les daba en la espalda al despedirse eran medio fuertes pero todos sonreían por la anestesia de los brindis.
Había que ver el buen humor con que levantaba la mesa. Se servía una copa y brindaba en silencio. Probaba la comida que no había tenido tiempo de probar. Una vez se animo con el pan dulce, que siempre criticaba. Otra vez se sentó, apoyó los pies sobre la mesa y fumó con los ojos entornados. Se lo tomaba con calma. Tenía todo el tiempo del mundo. Podía ser sociable y solitaria a la vez.
Si sonaba el teléfono, atendía, decía Feliz Navidad en voz baja y hablaba en clave- con alguien que evidentemente la hacía sentir bien–. Levantaba los restos de papel como si nada. Negaba suave con la cabeza al hacer un bollo con el mantel manchado de vino. Ponía música. Eso era bailar. Cantaba con el disco.
Afuera detonaban petardos residuales. Algún borracho gritaba, contento, cosas que no tenían nada que ver con la Nochebuena pero qué tenía de malo; lo importante era otra cosa. Cada uno sabe qué festeja. Mi madre estaba feliz de una manera que sólo yo podía ver. Alzaba la copa para brindar con su idea del futuro. Así aprendí que a veces la fiesta empieza cuando termina la fiesta. Y cuando todos se fueron levanto mi copa hacia el pasado, le digo gracias, la entiendo y la saludo.


Esther Cross ha publicado Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el narrador argentino; las novelas Crónica de alados y aprendices, La inundación y El banquete de la araña y los libros de cuentos La divina proporción y Kavanagh. Sus libros han recibido importantes distinciones en el país y en el extranjero. En 1998 recibió la beca Fulbright-Fondo Nacional de las Artes. En 2004 recibió la beca Civitella Ranieri.

19 diciembre, 2011

Florencia Abbate (Buenos Aires, Argentina, 1976)



Enero / 2002

Era una mujer casi tan alta como yo, jovial y elegante. Me explicó que buscaba a su hijo Agustín, que se preocupó porque estuvo dos días llamándolo a toda hora y no contestaba nadie, que fue a tocarle el timbre y que el portero del edificio le dijo que lo había visto conmigo. Al principio la miré descolocada. Parecía una de esas escenas en que la madre pasa a buscar a su hijo por lo de un compañerito y conversa con su par. La hice entrar y le pedí que esperara mientras iba a buscarlo. Fui al cuarto y encontré a Agustín sentado en el suelo, filmando las tapas de los discos. Le avisé que su mamá estaba en el living y alzó la cabeza y me miró como si le costara un esfuerzo descomunal entender. Se levantó torpemente y me siguió. Cuando llegamos al living, ella estaba parada ante el portarretratos que tiene la foto de Horacio y la miraba muy fijo. Era extraño. Su figura doblada hacia delante parecía a punto de tambalearse y caer, como si la firmeza de su bello cuerpo fuese amenazada de pronto por un viento de sorpresa o de duda.

Miraba la foto con una expresión inquisitiva, tanto que sin querer hablé en voz baja y le dije “Perdón”, porque era tal su concentración que debí sentirme inoportuna. Al ver a Agustín junto a mí pareció volver en sí, sonrió y se acercó a darle un abrazo.

Con la aparición de su madre terminaron los tres días que él pasó en casa. Papá viajó a Salta en Año Nuevo. Agustín vino a eso de las seis de la tarde y se quedó a festejarlo conmigo, se fue quedando... Fue hermoso y sin embargo me siento incapaz de reconstruir uno por uno esos días... No sé cuándo pero sé que le dije que desde que nos vemos me ocurre algo raro: a veces tengo mucho dolor, y reconozco el dolor en mi cuerpo, pero yo no estoy ahí sino en alguna otra parte, con él, y entonces el dolor ya no logra esclavizarme... Sé que una noche evocamos de nuevo el momento en que irrumpió como un superhéroe en apuros, y susurré “Estás totalmente equivocado en lo de quién le salvó la vida a quién aquella tarde...”. Sé también que me hizo mirar en su cámara las tomas que filmó en este tiempo. Lo más sorpresivo fue el principio: Yo no acertaba a entender que ese rostro dado vuelta era el mío, observándolo a él a metro y medio de la baranda del balcón. Le pregunté qué era esa figura tambaleante y respondió “Decime vos. Hay que mirar mejor”. Entonces me di cuenta y fue como si me reencontrara a partir de un recuerdo y me resultase grato, y a la vez como si no pudiera ya reconocerme en aquello que esa imagen me estaba proponiendo, y la mirada se volviese hacia adentro y pensara “Qué lejos estoy y ni siquiera pasaron cuatro meses” (¿quién soy? ¿quién era?)

Hoy Agustín llegó con un cachorro Fox Terrier que le regaló su hermano. Dijo que le encantó que Federico haya tenido la idea de regalarle un perro, y que él se sintió mal porque no se había acordado de comprarle el regalo de cumpleaños que al parecer le debe. Me propuso que lleváramos a Warhol, así se llama el perro, a conocer mi balcón, y eso hicimos. Salimos al balcón y nos sentamos a mirar la calle. El perro estaba parado entre nosotros y movía la cola. Agustín se rió y dijo que la presencia del perro nos hacía parecer una extraña familia.

—Mirá esas personas en la otra vereda, ¿qué están pensando?
—Ni idea.
—Concentrate y decime. ¿Qué están pensando en este momento?
—Cosas que piensa una persona.
—¿Cuáles son?
—Depende...
—Debe haber algunas cosas que piensan siempre, todas las personas.
—“Algún día me voy a morir.” Eso lo debemos pensar todos.
—Ahora decime qué es lo que están pensando esas personas ahora, esperando el colectivo. ¿No te parece que están en otra parte?
—¿En dónde podrían estar?
—En la intimidad.
—¿Dónde?
—Mirá las caras. ¿No te da la sensación de que hay secretos en todas esas caras?
—A ver, cerrá los ojos, Agustín. Cerralos...


de EL GRITO, Capítulo VI. FLORENCIA ABBATE, EDIT.EMECÉ, BUENOS AIRES,2004.


Escritora, periodista y Licenciada en Letras. Publicó la novela El grito (Ed. Emecé, 2004), el volumen de cuentos para chicos Las siete maravillas del mundo (2006), los poemarios Neptuno (2005), Los transparentes (2000) y Puntos de fuga (1996), la investigación Él, ella, ¿ella? Apuntes sobre transexualidad masculina (1998), Deleuze para principiantes (2001), Literatura latinoamericana para principiantes (2003) y el libro-objeto Shhh…(2002).
Dirige la editorial independiente Tantalia y da clases en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Realizó una residencia en el Banff Centre for the arts (Canadá) y otra en Berlín (Alemania, DAAD).
Colaboró en numerosas revistas (3 Puntos, La mujer de mi vida, El porteño, Latido, Artefacto, TXT, Surcos en América Latina -Chile-, Diario de Poesía, Insula -España-, etc.) y en los suplementos culturales de los diarios Perfil, La Nación, El País, Página/12 y Clarín. Armó y el prologó de Una terraza propia, antología de nuevas narradoras argentinas (Ed. Norma, 2006).

10 diciembre, 2011

Clarice Lispector: Feliz cumpleaños


FELIZ ANIVERSARIO/Feliz cumpleaños


La familia iba llegando poco a poco. Los que venían de Olaría estaban muy bien vestidos, porque la visita al mismo tiempo era un paseo a Copacabana. La nuera de Olaria apareció de azul marino, con un atavío de pailletés y un drapeado cubriendo su vientre con una cinta. El marido no vino por razones obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a su mujer para que no todos los lazos fueran cortados, y ésta venía con su mejor vestido para demostrar que no necesitaba de ninguno de ellos, acompañada de los tres hijos: dos niñas adolescentes, infantilizadas con vuelos rosados y enaguas engomadas, y el niño como atemorizado con su terno nuevo y por la corbata.
Zilda, la hija con quien vivía la festejada, había dispuesto sillas unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar; la nuera de Olaría, después de saludar con la amarga cara a los de la casa, se instaló en una de las sillas y enmudeció, con la boca en punta, manteniendo su posición de lástima. “Vine para no dejar de venir” le había dicho a Zilda, y enseguida se había sentado, tornándose así, ofendida. Las dos jovencitas de rosado y el niño pálido, con el cabello peinado, no sabían que actitud tomar y permanecían de pie al lado de la madre, asombrados con su vestido azul marino y sus pailletés.
Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la abuelita. El marido vendría después. Y como Zilda, la única mujer entre los seis hermanos y la única que, estaba decidido ya hacía años, tenía espacio y tiempo para alojar a la festejada, estaba en la cocina terminando con la empleada las croquetas y sandwiches, se quedaron: la nuera de Olaria arrogante con sus hijos de corazón inquieto al lado; la nuera de Ipanema en la fila de sillas opuesta fingiendo ocuparse con el bebé para no encarar a la cuñada de Olaria; la abuelita ociosa y uniformada, con la boca abierta. Y a la cabecera de la mesa grande, la festejada que cumplía hoy ochenta y nueve años.
Zilda, la dueña de la casa, había arreglado temprano la mesa, la había llenado de servilletas de papel colorido y vasos de papel alusivos a la fecha, ubicando desparramados globos suspendidos por el techo en algunos de los cuales estaba escrito “Happy Birthday”, y en otros “Feliz Aniversario”. En el centro había dispuesto el enorme pastel azucarado. Para adelantar la tarea arregló la mesa luego después del almuerzo, arrimó las sillas a la pared, mandó a los niños a jugar con el vecino para que no desarreglaran la mesa.
Y, para adelantar el trabajo vistió a la festejada también después del almuerzo. Le puso desde entonces la presilla en torno al cuello y el broche, le roció un poco de agua de colonia para disfrazar su olor de guardado, luego la sentó a la mesa. Desde las dos la festejada ya estaba sentada a la cabecera de la larga mesa vacía, tiesa, en la silenciosa sala.
De vez en cuando se concentraba en las servilletas coloridas, mirando curiosa uno y otro globo estremecerse con los autos que pasaban. Y de vez en cuando aquella muda angustia era acompañada, fascinada e impotente, por el vuelo de la mosca que rodeaba el pastel.
Hasta que a las cuatro entró la nuera de Olaría y después la de Ipanema. Cuando la nuera de Ipanema pensó que no soportaría ni un segundo más la situación de estar sentada frente a la cuñada de Olaría – que llena de ofensas pasadas no veía un motivo para desfilar, desafiante, a la nuera de Ipanema – entraron finalmente José y la familia. Y mientras ellos se besaban, la sala fue quedando llena de gente, la que ruidosa se saludaba como si todos hubieran esperado bajo ese momento, perturbados por el atraso, subir los tres escalones, hablando, arrastrando a los curiosos niños, llenando la sala e inaugurando así fiesta.
Los músculos del rostro de la festejada no la interpretaban nada. De modo que nadie podía saber si ella estaba alegre. Estaba puesta a la cabecera. Se trataba de una vieja grande, delgada, imponente, morena. Como vacía por dentro.
- “¡Ochenta y nueve años, sí, señor!”, dijo José, único hijo, ahora que Jonga había muerto. “¡Ochenta y nueve años, sí, señora!”, dijo restregando las manos en admiración pública y como señal imperceptible para todos.
Todos se interrumpieron atentos y miraron a la festejada de un modo más solemne. Algunos movieron la cabeza con admiración como si fuera un récord. Como si cada año pasado por la festejada fuera una vaga etapa de toda la familia. “¡Sí, señor!” dijeron algunos sonriendo tímidamente.
- “¡Ochenta y nueve años!”, repitió Manuel, que era socio de José. “¡Es una lolita!” dijo gracioso y nervioso, y todos se rieron, menos su esposa.
La vieja no se manifestaba.
Algunos no le habían traído ningún regalo. Otros trajeron una jabonera, una combinación de jersey, un broche de fantasía, un maceterito de cactus. Nada, nada que la propia festejada pudiera realmente aprovechar, constituyendo así una economía. La dueña de casa guardaba los regalos, amarga, irónica.
- “¡Ochenta y nueve años!”, repitió Manuel, afligido, mirando a la esposa.
La vieja no se manifestaba.
Entonces, como si todos hubieran tenido la prueba final de que no ganaban nada con esforzarse, con un levantar de hombros de quien está junto a una sorda, continuaron haciendo la fiesta solos: comiendo los primeros sandwiches de jamón, mas como una prueba de animación que por apetito, bromeando con que todos estaban muriendo de hambre. El ponche fue servido, Zilda sudaba, ninguna cuñada ayudó propiamente, la grasa caliente de las croquetas daba un aire de picnic, y de espaldas a la festejada, que no podía comer frituras, ellos reían inquietos. ¿Y Cordelia? Cordelia, la nuera más joven, sentada, sonriendo.
- “¡No señor!” – respondió José con falsa severidad – “¡hoy no se habla de negocios!”
- “¡Está en lo correcto!, ¡está en lo correcto!”, concordó Manuel de prisa, mirando rápidamente a su mujer, que de lejos extendía un oído en señal de atención.
- ¡Nada de negocios, hoy es el día de mamá!
En la cabecera de la mesa ya sucia, los vasos sucios, sólo el pastel entero, ella era la madre. La festejada abrió y cerró los ojos.
Y cuando la mesa estaba inmunda, las madres enervadas con el ruido que los hijos hacían, mientras las abuelas se recostaban complacidas en las sillas, entonces apagaron la inútil luz del corredor para encender la vela del pastel, una vela grande con un papelito pegado, donde estaba escrito 89. Pero nadie elogió la idea de Zilda, y ella se preguntó angustiada si ellos no estarían pensando que había sido por economía de velas – nadie se acordaba de que ninguno había contribuido con una caja de fósforos siquiera para la comida de la fiesta – que ella, Zilda, servía como una esclava, los pies exhaustos y el corazón indignado. Entonces encendieron la vela. Y así José, el líder, cantó con mucha fuerza, entusiasmando con una mirada autoritaria a los más indecisos y sorprendidos. “¡Vamos, todos de una vez!”, y todos de repente comenzaron a cantar alto, como soldados. Despertada por las voces, Cordelia los miró sobresaltada. Como no se hubieran puesto de acuerdo, unos cantaron en portugués y otros en inglés. Intentaron corregir: los que habían cantado en inglés pasaron al portugués, y los que habían cantado en portugués pasaron a cantar bien bajo en inglés.
Mientras cantaban, la festejada, a la luz de la vela encendida, meditaba como junto a una chimenea.
Escogieron al bisnieto menor, el que inclinado en el regazo de la madre que lo animaba, apagó la llama con un único soplo lleno de saliva. Por un instante aplaudieron la fuerza inesperada del niño que, espantado y alegre, miraba a todos encantado. La dueña de casa esperaba con el dedo listo en el interruptor del comedor y encendió la lámpara.
- “¡Viva mamá!”
- “¡Viva la abuelita!”
- “¡Viva doña Anita!”, dijo la vecina que había aparecido.
- “¡Happy Birthday!”, gritaron los nietos del Colegio Bennett.
Sonaron algunos aplausos dispersos.


en Lazos de familia”,  Traducción de Mario Cámara y Edgardo Russo. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010.


 Clarice Lispector(Ucrania/Brasil,10 diciembre de1920 –  9 de diciembre de 1977) 



Lazos de familia se publicó en 1960 y entre los trece cuentos que lo conforman figuran varios de los más destacados de Clarice Lispector. Está aquí, por ejemplo, “La mujer más pequeña del mundo”, que concentra las mejores dotes de Lispector como cronista, indagadora de tropismos y narradora-poeta. Este cuento comienza hablándonos de un explorador que se interna en África hasta llegar al lugar donde habitan los últimos ejemplares de la raza más pequeña de pigmeos, y encuentra a una mujer encinta de 45 centímetros. La fotografía de esa pinina a quien el explorador llama Pequeña Flor es publicada en un suplemento dominical y aquí el relato se dispara contándonos la reacción de varios de los lectores de clase media que ven la foto, desde los que se conduelen de la pequeñez de la africana, hasta el niño que imagina el susto que se pegaría su hermanito si al despertar se encontrara con esa mujercita en la cama y cómo podrían jugar con ella, lo cual despierta en la madre del niño el recuerdo de algo que le había contado una cocinera sobre su infancia en un orfanato: “Al no tener muñecas con qué jugar, y con la maternidad ya latiendo fuerte en el corazón de las huérfanas, las niñas más astutas habían escondido a la monja la muerte de una de sus compañeras. Guardaron el cadáver en un armario hasta que la monja salió, y jugaron entonces con la niña muerta, la bañaron y le dieron de comer, la castigaron sólo para después poder besarla, consolándola”. Y tras estas distintas impresiones y derivaciones, volvemos a África y al explorador frente a Pequeña Flor con su pancita de embarazada. Pequeña Flor empieza a reír; ríe porque el explorador no la devora como habrían hecho los otros tantos enemigos de su raza; ríe porque no es devorada y porque le había nacido el amor por ese hombre amarillo, sobre todo por su anillo y sus botas, porque en la selva no existen, dice Lispector, los refinamientos del amor, y “el amor es no ser comido, amor es encontrar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír de amor a un anillo que brilla”.

Similar asociación exitosa de crónica e indagación psicológica comparece en cuentos memorables del volumen, como “Una gallina”, “Feliz cumpleaños” y “Misterio de San Cristóbal”. En el resto, prepondera el sagaz análisis meticuloso (a veces en forma de confesión introspectiva) de los personajes o narradores de Lispector -mujeres en la mayoría de los casos- y de algunos sucesos cotidianos que despiertan en sus protagonistas un desasosiego, una repulsa o una fascinación que puede llegar a ser abismal.

En 1973, Sudamericana había publicado una regular versión de este libro que hacía necesario un reemplazo que viene a cumplir esta nueva, impecable traducción de Mario Cámara y Edgardo Russo.

26 noviembre, 2011

Lygia Fagundes Telles (Brasil,1923)




Herbarium

Todas las mañanas yo tomaba la cesta y me hundía en el bosque, temblando entera de pasión cuando descubría alguna hoja rara. Era miedosa pero arriesgaba pies y manos entre espinos, hormigueros y cuevas de bichos (¿armadillo? ¿culebra?) buscando la hoja más difícil, aquella que él examinaría detenidamente: la elegida iba para el álbum de tapa negra. Más tarde, formaría parte del herbario: tenía en casa un herbario con casi dos mil especies de plantas. "¿Ya viste un herbario?", él quiso saber.


Herbarium, me enseñó luego el primer día en que llegó a la hacienda. Me quedé repitiendo la palabra: herbarium. Herbarium. dijo aún que apreciar la botánica era apreciar el latín, porque casi todo el reino vegetal tenía nombres latinos. Yo detestaba el latín, pero fui corriendo a localizar la gramática color ladrillo escondida en el último anaquel del armario. Aprendí de memoria la frase que me pareció más fácil y en la primera oportunidad señalé la hormiga saúva subiendo la pared: formica bestiola est. El se quedó mirándome. La hormiga es un insecto, me apresuré a traducir. Entonces él se rió con la risa más sabrosa de toda la temporada. Me quedé riendo también, confundida pero contenta: al menos me encontraba alguna gracia.


Un vago primo botánico convaleciendo de una vaga enfermedad. ¿Qué enfermedad era ésa que lo hacía tambalear, verdoso y húmedo, cuando subía rápidamente la escalera o cuando andaba más tiempo por la casa?


Dejé de comerme las uñas, para asombro de mi madre que ya había hecho amenazas de cortes de mesadas o prohibición de fiestas en el club de la ciudad. Sin resultado. "Si lo cuento, nadie lo va a creer", dijo cuando vio que yo restregaba en serio el pimiento rojo en las puntas de los dedos. Puse cara de inocente: la víspera, él me había advertido que yo podía llegar a ser una muchacha de manos feas. "¿Aun no pensaste en eso?" Nunca había pensado antes, nunca me importaron mis manos, pero en el instante en que él hizo la pregunta empecé a importarme. ¿Y si un día ellas fueses despreciadas como las hojas defectuosas? O triviales. Dejé de comerme las uñas y dejé de mentir. O mentir menos. Más de una vez me habló del horror que tenía por todo cuanto olía a falsedad, escamoteo. Estábamos sentados en la terraza. El seleccionaba las hojas, pesadas aún de rocío, cuando me preguntó si ya había oído hablar de hojas persistentes. ¿No? Alisaba el blando terciopelo de una malva-manzana. Su fisonomía se tornó blanda cuando amasó la hoja en los dedos y sintió su perfume. Las hojas persistentes duraban hasta tres años pero las que caían, amarilleaban y se despegaban al soplo del primer viento. Así la mentira, la hoja efímera que podía perecer tan brillante pero de vida breve. Cuando mentiroso mirase hacia atrás vería al final de todo un árbol desnudo. Seco. Pero los sinceros, ésos tendrían un árbol susurrante, lleno de pajaritos -y abrió las manos para imitar el golpear de hojas y alas. Cerré las mías. Cerré la boca como brasa ahora que los muñones de las uñas (ya crecidas) eran tentación y punición mayor. Podía decirle que justamente por considerarme sin valor necesitaba cubrirme de mentira, como se cubre una con capa fulgurante. Decirle que ante él, más que ante los demás, tenía que inventar y fantasear para obligarlo a demorarse en mí como se demoraba ahora en la verbena- ¿será que no advertía esa cosa tan sencilla?


Llegó a la hacienda con sus pantalones anchos de franela ceniza y un suéter grueso de lana tejida en trenza. Era invierno. Y era de noche. Mi madre había quemado incienso (era viernes) y preparó la Habitación del Jorobado; corría en la familia la historia de un jorobado que se perdió en el bosque y a quien me bisabuela instaló en aquel cuarto que era el más caliente de la casa. No podía haber mejor sitio para un jorobado perdido o para un primo convaleciente. ¿Convaleciente de qué? ¿Qué enfermedad tenía? Tía Marita, que era muy alegre y le gustaba pintarse, contestó riéndose (hablaba riéndose) que nuestros tecitos y buenos aires hacían milagros. Tía Clotilde, embutida, reticente dio aquélla su respuesta que servía a cualquier tipo de cuestión: todo en la vida podía alterarse, menos el destino trazado en la mano. Ella sabía leer las manos. "Va a dormir como una piedra" -cuchicheó tía Marita cuando me pidió que le llevara el te de tilo. Lo encontré recostado en el sillón, la manta escocesa cubriéndole las piernas. Aspiró el te. Y me miró: "¿Quieres ser mi ayudante?"-, preguntó soplando el humo. "El insomnio me agarró por la pierna, no estoy en forma, necesito que me ayudes. La tarea consiste en recoger hojas para mi colección, ve juntando lo que te parezca y después yo las selecciono. Por ahora, no puedo moverme mucho, tendrás que ir sola"-, dijo y desvió la mirada húmeda par ala hoja que flotaba en la taza. sus manos temblaban tanto que el te se desbordó en platillo. Es el frío, pensé. Pero siguieron temblando al día siguiente que hizo sol, amarillas como los esqueletos de hierbas que yo buscaba en el bosque y quemaba en la llama de la candela. Pero ¿qué es lo que tiene? pregunté, y mi madre contestó que, aunque lo supiera,no lo diría. Venía de un tiempo en que toda enfermedad era asunto íntimo.


Yo mentía siempre, con o sin motivo. Mentía principalmente a tía Marita, que era bastante tonta. Menos a mi madre, porque tenía miedo de Dios, y menos aún a tía Clotilde, que era medio hechicera y sabía ver al envés de las personas. Si se daba la ocasión, yo me metía por los caminos más imprevistos, sin el menor cálculo de vuelta. Todo al acaso. Pero, poco a poco, delante de él, mi mentira empezó a ser dirigida con un objetivo cierto. Sería más simple, por ejemplo, decir que cogí el abedul cerca del arroyo, donde estaba el espino. Pero era necesario hacer rendir el instante en que él se detenía en mí, ocuparlo antes de ser puesta de lado como las hojas sin interés, amontonadas en el cesto. Entonces ramificaba peligros, exageraba dificultades, inventaba historias que alargaban la mentira. Hasta ser destruida con un rápido golpe de mirada, no con palabras, sino con la mirada de él hacia la hiedra verde -rodar enmudecida mientras mi cara se tenía de rojo- la sangre de la hiedra.


"-Ahora vas a contarme bien cómo ha sido"-, pedía él tranquilamente, tocando mi cabeza. Su mirada transparente. Derecha. Quería la verdad. y la verdad era tan sin atractivos como la hoja del rosal. Le expliqué eso: creo la verdad tan trivial como esta hoja. El me dio la lupa y abrió la hoja en la palma de la mano: "Ve entonces de cerca". No miré la hoja, ¿qué me importaba la hoja? sino su piel ligeramente húmeda, blanca como papel, con su misterioso enmarañado de líneas, reventando aquí y allí en estrellas. Fui recorriendo las crestas y depresiones, ¿dónde estaba el comienzo?, ¿O el fin? Detuve la lupa en un terreno de líneas tan disciplinadas que por ellas debía pasar el arado. ¡Ay!, qué ganas de recostar mi cabeza en ese suelo. Alejé la hoja, quería ver apenas los caminos. ¿Qué significa este cruce', pregunté y él me tiró de los cabellos: ¿"Tú también, niña?"


En las cartas de la baraja, tía Clotilde ya le había revelado el pasado y el presente. "Y más cosas revelaría"-, añadió él guardando la lupa en el bolsillo del delantal blanco; a veces se ponía un delantal. ¿Qué previó ella? Vaya, tantas cosas. Lo más importante, solo eso que el fin de semana vendría una amiga a buscarlo, una muchacha muy bonita, podría hasta ve el color de su vestido de talla anticuada, verde-musgo. Los cabellos eran largos, con reflejos de cobre, tan fuerte el reflejo en la palma de la mano.


Una hormiga roja entró en la grieta del enlozado y se fue con su trozo de hoja, velero perdido soplado por el viento. Soplé yo también. ¡La hormiga es un insecto!, grité, las piernas flexionadas, pendientes los brazos hacia delante y atrás en el movimiento del mono, ¡hi! ¡hi!; ¡hu! ¡hu!; ¡hi! ¡hi!; ¡hu! ¡hu!; ¡es un insecto!; ¡un insecto!, repetí, rodando por el suelo.



Novelista y cuentista, nació el 19 de abril de 1923, en São Paulo, Brasil. Licenciada en derecho, desde muy temprano dejó la carrera jurídica para dedicarse a la literatura. Su obra revela una preocupación con la fragmentación de la moral burguesa. Miembro de la Academia Brasileña de Letras.
Entre sus obras pueden citarse: Verano en el acuario (1963), Antes del baile verde (1970), Las niñas(1973), La disciplina del amor (1980), Las horas nuestras (1989), Una noche oscura y más allá (1995),Lygia Fagundes Telles: mejores cuentos y Otros cuentos de amor (1997).



25 noviembre, 2011

JULIA ÁLVAREZ (Santo Domingo, 1950)

El 25 de noviembre de 1960, las Hermanas Mirabal fueron capturadas y asesinasdas bajo las ordenes del dictador Trujillo y arrojados sus cuerpos al  fondo de un acantilado en la costa de la República Dominicana. Aquel acontecimiento, que fue vendido a la prensa como un trágico accidente por el gobierno del dictador dominicano pero este hecho atroz, contribuyó a despertar la conciencia entre la población, que culminó, seis meses después, derrocamiento y posterior asesinato  del caudillo.
El Día Internacional de la No Violencia Contra la Mujer, fue establecido en el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, celebrado en Bogotá, Colombia, en 1981.
La escritora de origen dominicano Julia Álvarez escribió una novela basada en las hermanas Mirabal, con el título "En el tiempo de las mariposas".


EN EL TIEMPO DE LAS MARIPOSAS

(fragmentos)


Minerva
Complicaciones
1938


No sé quién convenció a papá a que nos mandara a estudiar afuera. Parece que hubiera sido el mismo ángel que le anunció a María que estaba embarazada de Dios, e hizo que se alegrara con la noticia.
Las cuatro teníamos que pedir permiso para todo: para ir hasta los campos a ver cómo iban creciendo los tabacales; para llegar a la laguna y poder mojarnos los pies un día de calor; para pararnos en el frente de la tienda y acariciar los caballos cuando los hombres cargaban la mercadería en los carros.
Algunas veces, cuando observaba a los conejos en su corral pensaba que no era demasiado diferente de ellos, pobrecitos. Una vez abrí una jaula para soltar una conejita. Tuve que pegarle para que saliera.
¡Pero no quería moverse! Estaba acostumbrada a su jaula. Yo no hacía más que pegarle, cada vez más fuerte, hasta que empezó a gimotear como una niña asustada. Yo era quien la lastimaba al insistir en que fuera libre.
"Conejita tonta -pensé-. No te pareces en nada a mí."

"-Vinimos por nuestra menstruación- empecé a decir,
mirando la pared para detectar el micrófono. De todos
modos, el SIM se enteró de todos nuestros problemas
femeninos. Delia se tranquilizó, pensando que ésa era
la verdadera razón de nuestra visita. Hasta que
pregunté, en forma nada metafórica:
-¿Habrá quedado alguna actividad en nuestras viejas
células?
Delia me fijó con la mirada. -Las células de tu
organismo se han atrofiado, y están todas muertas-
respondió.
Debo de haber parecido muy apenada, porque Delia se
ablandó.
-Quedan unas pocas vivas, claro. Pero lo más
importante es que están surgiendo otras nuevas. Deben
dar un descanso a su cuerpo. Verán que la actividad
menstrual vuelve a comenzar el año próximo. 

(...)
Por lo general, de noche, las oigo cuando me voy
quedando dormida.
A veces estoy en el borde mismo de la inconciencia,
esperando, como si su llegada fuera la señal para poder dormirme.
El crujido de los pisos de madera, el rumor del viento en el jazmín,
la profunda fragancia de la tierra, el canto de un gallo insomne.
Sus suaves pasos de espíritu, tan indefinidos que
podría confundirlos con mi propia respiración."







Poeta, novelista, ensayista y educadora. Desde los diez años reside en los Estados Unidos. Inició sus estudios universitarios en Connecticut College y los concluyó en Middlebury College donde se licenció en Artes (1971). Tiene una maestría en Escritura Creativa de Syracuse University (1975). Ha enseñado inglés y literatura en California State College (1977)), Phillips Andover Academy (1979-1981), University of Vermont (1981-1983) y en University of Illinois (1985-1988). Fue escritora residente en la Mary Williams Elementary School (1978) y en George Washington University (1984-1985). Parte de su producción poética y narrativa aparece en numerosas revistas de los Esta-dos Unidos, Latinoamérica, Europa y el Caribe. Sus novelas han sido elogiadas por los más impor-tantes medios de comunicación de los Estados Unidos y Latinoamérica, entre ellos The New York Times. Su primera novela How the Garcia Girls Lost their Accent (¿Cómo las García perdieron su acento?) fue declarada libro del año 1991 por New York Times Book Review y por el Library Journal. En 1994 In The Time of the Butterflies, (En el tiempo de las mariposas), su segunda novela, fue nominada el mejor libro del año por el National Book Critics y elegida el mejor libro de 1994 por la American Library Association. Escribe en inglés y reside en Vermont, donde se desempeña como profesora de inglés en Middlebury College desde 1988.
 

18 noviembre, 2011

Piedad Bonnett (COLOMBIA,1951)


El prestigio de la belleza(fragmento capitulo I)
El nuevo libro de Piedad Bonnett, ganadora del Premio Casa de América de Poesía Americana en 2011.

I.

La niña de la foto es realmente fea. Debajo de la enorme capota se ve una carita grumosa, de enormes cachetes y diminutos ojos de zarigüeya, vivos y sonrientes. Sobre el labio superior, como un oprobio, la huella mínima, pero inocultable, del dedo torpe del Dios que sopló sobre el barro aún fresco para darle vida.
Esa niña soy yo y este relato es, entre otras 
cosas, el de mis tratos con la belleza. Y, como todo 
relato verdadero, es también, hasta cierto punto, 
un ajuste de cuentas con los demás, pero sobre 
todo conmigo misma. Una lona en cuyas esquinas 
no hay segundos. Un laboratorio donde remiendo 
mi propio Frankenstein.
No sé si la mancha sobre el labio es rosa 
pálido, o violeta o marrón, en parte porque la fotografía es en blanco y negro —uno de esos «retratos» antiguos de bordes blancos y ondulados— y en parte porque ya no tengo el estigma: por alguna razón misteriosa a los tres o cuatro años se diluyó, o lo aspiré en un acto desesperado que me 
libró de él para siempre.
Todo comenzó para mí, como para cualquier mortal, en el reino del agua: la vieja historia de un sereno flotar que un día cualquiera cesa y se convierte primero en inquietante chapoteo en el vacío y luego en la sensación de que una boca monstruosa te absorbe y te saca de la splácidas tinieblas. Hasta aquí ninguna novedad. 
En mi caso, sin embargo, la última parte de ese primer capítulo no culminó de la forma sintética, fluida y eficaz que siempre se espera. Cuando mi cabeza empezó a penetrar en el túnel que me conduciría a la salida, me encontré con un obstáculo, el primero de los muchos que iba a tener a lo largo de la vida. Mi persistencia de topo ciego 
se estrellaba reiteradamente contra un mundo cerrado, un colchón de fulgores violáceos que 
empezó a provocar estallidos en mi cerebro. Los oídos, que apenas si habían captado hasta entonces pálidos rumores, empezaron a zumbar, como si en cada uno de ellos habitara un abejorro gigante. Todo me daba vueltas. Dentro de mi cuerpo sentía un tum tum de tambores. En mi frente empezó a crecer un resplandor color sangre y en 
mi boca apareció un sabor amargo. Aquel mar, antes acogedor, comenzó a ahogarme. Yo luchaba como un gladiador diminuto entre las fauces de una fiera. Entonces, en el momento mismo en que mi esfuerzo amenazaba con desfallecer, me convertí en un silbo, en una partícula luminosa que bajaba en espiral desde la eternidad, que es, como se sabe, un mar sin orillas. Un siglo después salí por un agujero sangrante. El Tiempo 
apareció, me hizo saber que ya no era un renacuajo perpetuo y me instó a usar mis pulmones. 
Entonces di un alarido pavoroso, que era a la vez de liberación y de miedo.
Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un 
niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (La 
cabeza fue siempre fundamental en su juicio sobre la mayor o menor perfección del prójimo: la 
proporción, la forma y el vigor capilar eran definitivos.)
Lo que expulsó, en cambio, después de veinticuatro amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como presagio atroz, en una 
sustancia llamada meconio, que no es otra cosa —según definición del diccionario— que un excremento negruzco formado por mocos, bilis y 
restos epiteliales.
Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas.
Aquel plazo silencioso que ella me había dado empezó a tardar tanto que antes del año ya había perdido las esperanzas. Su lógica cartesiana, que la llevaba a pensar que hasta el más insignificante de los hechos está inserto en una trama de causas y efectos, hizo que sin malicia alguna, sin perversidad, decidiera para sus adentros que, ya que en su familia la belleza era la constante, tanta fealdad debía venir de la familia de mi padre. Éste era un hombre normal, de pelo abundante y labios fruncidos, inocente de que en su árbol genealógico existiera una abuela sin gracia. 
Y que tal vez nunca paladeó el amargor final de la frase con que mi madre catalogó, durante toda mi vida, todo aquello de mí que le resultaba molesto: «Eso es heredado de su papá».
Sin embargo, aquel deslucimiento mío no  iba a quedarse así como así, pensó mi madre, educada en la más absoluta disciplina y con una idea muy clara de que un hombre se labra su destino minuciosamente. Algo podría ella hacer, aunque la cosa no pintara fácil.
El impacto de mi fealdad tuvo, sin embargo, rápida compensación para mi madre: cuando 
mi hermana, con una facilidad pasmosa, sacó su 
cabeza por el camino ya expedito que yo tan brutalmente había abierto once meses antes, todo en su semblante testimoniaba que se había librado de los genes implacables de la abuela desconocida. 
Era una niña preciosa, de ojos oscuros, nariz fina y piel transparente como papel de arroz.
Mientras nos miraba, una al lado de la otra, mi madre debió de preguntarse secretamente por nuestros destinos. Mi hermana ya 
llevaba buen trecho ganado, pues la belleza, bien 
se sabe, es ganzúa que hace ceder todas las cerraduras. Pero ¿qué hacer conmigo? La primera decisión fue elemental: si el espíritu, el carácter, la inteligencia pueden moldearse, ¿por qué no el cuerpo, máxime si éste es reciente, no ha acabado de cuajar, todavía es blando, flexible, maleable? 
Fue así como se dedicó a frotar mi tabique con 
manteca de cacao, a peinarme con agua de linaza y de manzanilla, a embadurnar la mancha de mi labio con un pegote de concha de nácar, a darme leche en cantidades colosales para dotar de calcio mis huesos. Todo aquel tratamiento tesonero se combinaba con batas de ojalillo, moños en la cabeza, zapatos blancos y aretes diminutos. Yo fui así altar, tótem, pastel, objeto sagrado frente al que mi madre se doblegaba con reverencia 
mientras untaba sus sales y sus bálsamos. Yo no sabía que detrás del rito se ocultaba una vocación de alquimista. Mucho tiempo después iba a enterarme de que el amor se manifiesta a veces con desesperación, egoísmo, tretas, trampas. Que el amor jamás es inocente.
Iba a cumplir cinco años cuando un nuevo ser de cejas pobladas, ojos adormecidos y mejillas color merengue, nació dando alaridos en la 
habitación del fondo. Mis padres no podían estar más ufanos: la criatura no sólo era de una belleza luminosa sino que era un varón, como lo testimoniaba el extraño adminículo color rosa claro que titubeaba entre sus piernas de recién nacido, y que yo conjeturé, a primera vista, que era una excrescencia vil que hacía de mi nuevo hermano un anormal. De modo escueto, aunque con una cierta sonrisa, se me informó que esa subespecie llamada masculina tenía en ese lugar, indefectiblemente, ese tipo de órgano.

Yo recibí al nuevo miembro familiar con una mezcla de curiosidad y recelo. En cuestión de días descubrí el placer de la crueldad, que se tradujo en insólitos experimentos que llevé a cabo a espaldas de mi madre. Metía mis dedos en los ojos de la nueva criatura, tapaba por unos instantes su nariz hasta ver cómo manoteaba con desesperación, mordía uno de sus pies cuando me pedían que la cuidara, mientras mi madre y Narcisa —una joven negra, que llamaban algunas veces la niñera y otras veces la de adentro— mezclaban el agua en la tina. Los berridos de mi hermano me causaban una excitación extraordinaria, un paroxismo de felicidad y terror. Muy tiesa, al lado de la cama, disimulaba, sin embargo, mis emociones y mostraba a mi madre una sonrisa hipócrita cuando me indagaba con una mirada llena de sospechas. La culpa, ese pajarraco que tarde o temprano viene a picotear en nuestra ventana, no hacía todavía sus estragos.
Dos semanas después un revoloteo generalizado nos permitió enterarnos, a mi hermana 
y a mí, de que al día siguiente iba a celebrarse el bautizo del nuevo miembro de la familia. Trajeron vino, flores, postres. En la cocina colgaba, desde hacía diez días, un inmenso pernil salado. Me pareció que era demasiada fiesta para el simple hecho de ponerle a alguien un nombre.

A la ceremonia religiosa fuimos todos: mi abuela materna, los innumerables tíos, algunos amigos de la familia y el cura. Mi hermana y yo parecíamos un par de pasteles con crema entre nuestros vestidos. Y la nueva criatura, con sus puños cerrados, había perdido momentáneamente su condición masculina entre un faldón almidonado que había servido para tal menester por varias generaciones.
—¿Por qué agua? —pregunté.
—Es agua bendita —me explicó la vecina.
—Si se muere, que Dios no lo quiera —añadió una de mis tías—, se irá al cielo y no al limbo, 
el lugar adonde van los que no están bautizados.
¡El limbo! Hasta entonces sólo sabía del cielo, donde estaba el Dios al que le rezaba antes de acostarme. Traté de representarme el limbo y lo que me imaginé resultó muy desagradable: cientos de almas de infantes llorando a un mismo tiempo, acostados en un enorme colchón de nubes.
Durante la fiesta, puesta toda la atención en el recién nacido, en la comida y en las bebidas, mi hermana y yo fuimos felizmente inexistentes. 
El ajetreo me permitió moverme a mis anchas entre las piernas de los adultos, ensuciando manos y codos y rodillas, y los bordes de mi vestido de organza.
Alguien allá arriba dijo que hacía calor, 
que sería bueno tomar un poco de aire. Opiné lo mismo. Pero en vez de dirigirme al patio central, que era donde estaba todo el mundo, me escabullí por el corredor y llegué a la puerta de la casa. La larga calle me anunciaba que al final de ella encontraría un mundo novedoso, que me había sido escamoteado hasta entonces. La decisión era sencilla: ir hacia la derecha, donde yo sabía que estaba la plaza, o hacia la izquierda, donde el pueblo se disolvía en una lejana polvareda. Escogí, intuitivamente, el camino de lo desconocido.
Empecé a caminar con una determinación guerrera y una liviandad de ángel. Vi puertas 
abiertas y zaguanes que daban a jardines y postigos de los que salía música, y muros en los que había gatos acurrucados. El hecho de que la gente con la que me topaba parecía no verme y algo en mis mejillas adormecidas me confirmaron que era invisible. Crucé una calle y otra y otra; el pueblo tranquilo por el que había estado caminando se convirtió en cuestión de metros en una especie de enorme jaula donde cantaban muchos pájaros, en una fiesta llena de algarabía y polvo y correteos. Era una alegría distinta a la que yo conocía hasta entonces, una alegría que nada tenía que ver con la que había en la fiesta del bautizo de mi hermano. Me dejé llevar por otra que había dentro de mí, por una desconocida que en medio de un sueño aspiraba en el aire una mezcla de humo y frutas y fango y perfumes chirriantes, mientras sentía en las sienes unos golpecitos deliciosos y en la barriga aleteos y cosquillas.


Anochecía, y las luces de los faroles, que en este momento del relato conviene que sean de un amarillo mortecino, empezaron a encenderse. Giré hacia un callejón lleno de sombra, inesperadamente solitario. Nunca necesitamos 
tanto de otro como cuando oscurece. La cobarde que siempre ha habitado en lo más hondo de mí empezó a correr alocadamente de un lado para 
otro, como si mover las piernas con tanto brío garantizara una meta conocida. La desesperación enceguece. El cielo empezó a hacerse cada vez más lejano, como cuando uno cae al fondo de un pozo, y un jadeo animal reemplazó al llanto 
que pujaba por salir de mi garganta. De repente, una mujer que me había estado observando desde la ventana salió de una casa, me detuvo y, 
acuclillándose para estar a mi altura, empezó a interrogarme.Un grupo de personas se acercó a curiosear.
—Está perdida —dijo la mujer, como si acabara de descubrir América. Alguien mencionó el nombre de mi madre.
Cuando llegué a mi casa de la mano de ese alguien, ya había un puñado de personas en la puerta, alarmadas, esperando a la comisión que estaba dedicada a buscarme. Fui recibida con abrazos y reproches. La noticia de que me 
había escapado se le había ocultado a mi papá, para no enojarlo. Entré a la casa en medio de suspiros de alivio, ufana como nunca, tremendamente satisfecha de mí misma. No sólo había sido capaz de violar el umbral de las prohibiciones, no sólo había sobrevivido, sino que, además, 
era amada. Amada y necesitada


de El prestigio de la bellezaEditorial ALFAGUARA, colección Hispánica, 2011-

15 noviembre, 2011

Amanda Pedroso(Paraguay,1955)


EL PELO COLORADO

Ernestina se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran voluntariamente. Eso ocurrió desde la vez que vio el pelo colorado en el calzoncillos de su concubino. El pelo colorado casi tenía vida. Parecía que la estaba mirando, parecía que hasta tenía dientes y labios, ella veía en el centro de su color impúdico una sonrisa burlona. No pudo vivir en paz desde entonces. Probó té de tilo, de menta, de naranja dulce, pero cada vez la resignación era más imposible.

Ernestina no tenía el consuelo del rezo. No podía concentrarse y enseguida se olvidaba de los pasajes más complicados. Emestina entonces comenzó su trajinar en busca del milagro, hasta que dio con el hombre que le mantuvo la esperanza. Por eso se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran. Fue después de que le cumplió al curandero llevándole uno a uno los elementos para la transformación. Un viernes de luna entera fue capaz de entrar hasta la mitad del cementerio para llevarse en una bolsa de trapo tierra de muertos y el dedo de un angelito recién puesto. Mientras le daba tiempo al tiempo para que el payé surtiese efecto, cosa que dependía de la fuerza de los huevos porque las gallinas de la casa estaban siendo trabajadas para que apenas entrase al patio el hombre, se sintiese incapaz de volver a salir ni siquiera para ver a la dueña del pelito inmoral, Ernestina tuvo que ir entregando uno a uno sus anillos, zarcillos, cadenillas y vasos finos. Hasta que no le quedó sino su dignidad de mujer, que igualmente corrió a depositar en las manos del curandero con deseo auténtico de recuperar el amor de su concubino. Después de esa demostración de fe al curandero no le quedó más remedio que demostrar resultados, así que entregó a su cliente un perfume para la pasión.

Todas las tardes la mujer se ponía una gota del líquido oscuro en las manos y otra en la entrepierna. Hasta que se dio cuenta de que ya no era necesario. El perfume de la pasión, o un pelito colorado enterrado para siempre en el vientre de un pajarito que se murió asfixiado, logró llevar al traidor hacia un punto en que el anhelo por la carne machucada de Ernestina pronto fue insoportable para ambos. Cansada de tanto arrebato y al borde de la locura, Ernestina volvió al curandero para pedirle el reculamiento del payé, en razón de que el hombre le impedía comer y le impedía dormir, le impedía salir con tranquilidad de la casa debido a los celos desenfrenados y en líneas generales no la dejaba vivir como se debe, a causa del amor. Pero el milagro sería sin devolución. El pájaro que contenía el pelo perverso había sido llevado al arroyo una tarde de lluvia torrencial. Ni todos los huevos que Ernestina iba llevando al payesero a medida que los iba sacando de las gallinas casi antes de que estas los pusieran por gusto, pudieron remediarle la situación. En medio de su cansancio de mujer eternamente acosada, en medio de manotazos y olores repulsivos que cultivó con dedicación en su cuerpo para alejar al indeseado, dos veces no pudo seguir aguantando el asco y así fue que lo acuchilló mientras era amada física y espiritualmente hasta decir basta. Como no murió, el anhelo le entró al hombre con más fuerza, y perdonó a Ernestina al instante.

-¿Las dos veces?

-Así mismo.

Aunque ella sigue saliendo hasta ahora todas las siestas a buscar con desesperación un pajarito y un pelo colorado.


de MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS (Cuentos de AMANDA PEDROZO y MABEL PEDROZO).Editorial El Lector,Asunción - Paraguay, 1996.

12 noviembre, 2011

Lucy Araújo (Cuba)



ESTRIDENCIAS

Llega al parque y se acerca a las flores que huelen a mar. A esa hora no pensó que alguien fuera a depositar un ramo al lado de la estatua. Entonces se acercan tres hombres y la obligan a que se detenga. Grita, pero nadie, ni siquiera la pareja, la escucha. Los tres hombres la desnudan y ella pide auxilio. Pasan unos estudiantes y miran hacia un banco del cual vino el grito, aunque no ven a nadie. No ven que los tres hombres acomodan a la muchacha debajo y de nuevo ella grita, un poco más bajo. Ahora son dos ancianas que vienen de la iglesia, una le pregunta a otra si no escuchó un murmullo en aquel banco. Su amiga dice que no y se asombra. Los tres hombres ya están muy excitados y la muchacha solloza, la arrastran a otro cercano y le pegan cuando se resiste. Vienen dos niños con unos patines y se los ponen: «Mira, Orlando, como si fuera sobre la nieve». El otro, un moreno de ojos chispeantes, sonríe: «Lo que más me gusta es cuando me impulso en la esquina». Pasan cerca del banco y el moreno da un traspiés al lado de los tres hombres desnudos. La muchacha, que tiene un hilo de sangre cerca del labio superior, estira la mano e intenta apoderarse de la pierna del niño. Cuando ya casi lo consigue, grita para que él repare en ella, en cambio este se pone de pie y dice: ¡Qué raro, Orlando! Sentí como si alguien me tocara, ¿y no escuchaste un murmullo? Orlando responde que no y lo insta a apurarse. La mujer está desmayada, y el más alto dice con tono asustado: «Creo que la hemos matado», pero otro le pone el oído izquierdo en el pecho y aclara que está viva. Ahora es una guagua con un rótulo y de ella desciende un grupo de estudiantes. Maité le pregunta a Zenia si va a dar la fiesta y se sientan frente al banco donde la mujer se lamenta. Ya los tres hombres huyen después de mirar hacia todos lados. Entonces se da cuenta de que está sucia, y el sabor de la sangre en la boca le da miedo: «¡Ay, Dios, auxilio, ayúdenme!» No encuentra la ropa y se arrastra hasta el banco donde conversan Maité y Zenia. Allí ve el vestido con floripones verdes que se estrenó en su cumpleaños, las dos estudiantes están encima de él, y ella estira la mano; cuando casi va a coger la tela, Zenia y Maité tropiezan con sus dedos. La rubia se asombra: «¡Qué raro! ¿No te pareció que alguien hablaba cerca?» La amiga le contesta: «Sí, y como si hubiera tocado una mano». Justo en ese momento se quedan mirando a la mujer que está sentada cerca de ellas. Es ya mayor, pero se le nota cierta belleza. Cuando pasan por su lado ven cómo permanece extasiada, observando la pareja de recién casados. La novia con el traje largo y blanco, una niña aguanta la cola y el novio le dice al oído que tenga cuidado al bajar. Entonces Maité se fija en que la mujer se pone de pie y acomoda su vestido con floripones verdes, mira por última vez a la pareja que sale del parque y se dirige con lentitud hacia la estatua. Los estudiantes se van también y el bullicio desaparece. Ella queda sola, frente a las flores que de nuevo huelen a mar.

María Giuliani(Argentina, 1951)



ABUELA

tipa jodida, mi abuela. no te dabas cuenta en seguida, porque sabía hacer de abuela típica. pasaba con nosotros la mitad del año. bajaba del tren, impecable. nunca supe cómo. yo traía encima la tierra de dos provincias, cuando viajaba. ella no. peinada, sonriente. en casa deshacía las maletas, iba dándonos los regalos, colgando su ropa, contando que mis primas esto y aquello...
un par de días después, hacía un budín de pan. nos encantaba, a mi hermana y a mí. y era lo único que mi abuela sabía hacer en la cocina. de todo lo demás, ni hablar. mi madre heredó esa incapacidad, creo que aprendí a cocinar en defensa propia. mi viejo resistía, a su manera, cuando llegaba a la nochecita y tiraba un pedazo de asado sobre la parrilla del patio.
pero no era eso lo que te iba a contar.
te decía, mi abuela desembarcaba y nuestras vidas se complicaban. había malentendidos, cosas que nunca se encontraban. los gatos desaparecían hasta que ella se iba, el perro gruñía por todo. ella dejaba caer comentarios casuales, y un rato después todo el mundo estaba enojado, ofendido, triste... pero siempre con otros. por ejemplo, mi abuela llegaba y mi noviecito de turno se esfumaba. ("pero mirá, tan lindo chico... estuvimos tomando mate ayer, cuando vos demorabas... algo le debés haber dicho, parece un pibe tan sensible...")
me llevó varias visitas, varios años, entender que lo suyo era sembrar, delicada, fina, generosamente, la discordia. y hacerse olímpicamente la boluda a la hora de cosechar. ¿sabés que regaba a las gallinas? en serio... en una de las casas en donde vivimos había un gallinero, al fondo. y una vez, a la siesta, la ví, manguera en mano, reírse mientras las gallinas aterradas trataban de escapar del chorro de agua.
también tardé lo mío hasta cerciorarme de que ese gen retorcido no estaba en mi sistema. ni en el de mi vieja, ya que estamos: ella podría pecar por indiferente o por caída del catre, pero no por sádica...
cuando tomaba el tren de regreso a buenos aires, todos respirábamos mejor. yo ponía los codos sobre la mesa cuando comía, salía a la calle sin peinarme, mis amigas me perdonaban vaya a saber qué. mis viejos se trataban mejor, no te diré que era un clima idílico, pero...
y créase o no, pasado un par de meses, la extrañábamos.

De www.labisagra.com/Letra/mgiu/abuela.htm

08 noviembre, 2011

Amada en lo amado (audio) de Silvina Ocampo


A veces dos enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos.

Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz, más ávida.


Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj pulsera la hora exacta.

- A medianoche quiero que repitas los versos de San Juan de la Cruz, que me gustan.

- ¿Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada?

- Los diremos a la misma hora.

- A las seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán.

- En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso cuando bebas agua.

- A las ocho te asomarás a la ventana para contemplar la luna. No mirarás a nadie.

Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el brazo, no el antebrazo.

- ¿Por qué?

- Porque el brazo es más sensible.

- ¿En qué sitio?

- En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito como si mi brazo fuera el tuyo.

- A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré hasta las nueve y cinco.

- ¡Podrías más tiempo!

- ¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente ese momento?

- No pediría otra cosa.

Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural, cumplían religiosamente con lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper semejante rito? El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.

Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana todo lo que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era muy llevadero.

La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía muy poca luz porque sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los participantes de una cola, por personal y larga que fuera.

De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían abrazados, era un premio. Él soñaba mucho; ella no soñaba nunca.

Él, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían (como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metían un trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar debidamente el desenlace.

- Quisiera ser vos – decía ella, con admiración.

- Yo también –decía él- ser vos, pero no que vos fueras yo.

- Es lo mismo –decía ella.

- Es muy distinto-respondía él-. Lo primero sería agradable, lo segundo angustioso.

- ¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, sin el vigilia te acompaño!- Ella exclamaba-. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me faltan el aire, la luz que los rodea.

- No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador que de soñador), son mejores cuando los cuento-dijo él.

- Los inventarás, entonces.

- No tengo tanta imaginación.

- De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo también de ella; me volvería lesbiana.

- Espero que nunca suceda –decía él.

- Yo también –decía ella.

Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener un posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura sería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas. Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos, pero ella seguía sin sueños.

- Hay personas que no sueñan –decía él-. No hay nada que hacer.

- Sería capaz de tomar mescalina, fumar opio. Cualquier cosa haría con tal de soñar.

- Es lo único que falta –decía él.

Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz. Se sentó sobre la cama, lo despertó ahogando risas con besos y dijo:

- Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está. –Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.

El se incorporó en la cama y le dijo:

- Es cierto. Soné que estábamos en un jardín donde en vez de flores había piedras, piedras de todos los colores.

- Un jardín japonés –musitó ella.

- Tal vez –respondió él-, porque en las piedras había letras grabadas que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas, pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me mostraste el brazo que creías te habías lastimado con un alfiler, pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu brazo era en efecto una vaquita de San José.
- De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya –dijo ella, tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la otra-. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más duradero – prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada, suplementario, que tenía escondida, y salía volando para desaparecer en el aire.

A lo noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la mañana se despertaron al mismo tiempo.

- ¿Qué soñaste? –ella preguntó, sobresaltada.

- Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...

- Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.

- A mí, sí.

- A mí, no. –contestó ella -. Seguí contando.

- Estábamos acostados, y vos no eras vos. Eras vos y no eras vos.

- ¿En qué lo advertías?

- En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo. Tenías el pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta que te gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un día me dijiste: “Me gustaría tener el pelo así”.

- ¿Y qué te hizo pensar que esa mujer distinta de mí, era yo?

- El amor que yo sentía.

- Llamas amor a cualquier cosa.

- Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de oro que yo acariciaba.

- ¿Así? –dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que colgaba del cuello de su camisón.

Él tomó en broma el diálogo. A decir verdad esa hebra de nylon amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier motivo. ¿Acaso la hijas de las amigas no iban de visita con sus muñecas, que tenían el pelo de nylon? Se usa tanta ropa de nylon, ¿acaso una hebra de una costura no podía caer?

La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. Él volvió muy tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales del camisón de ella, una violeta.

-¿Qué soñaste? –dijo ella, como siempre, al despertar.

- Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve, donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque. Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una violeta, la recogí y me alejé rápidamente.

En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.

- Aquí está –dijo ella.

- Te la traje anoche en un ramito que te compré en la calle; elegí la violeta más grande y la puse en el ojal de tu camisón.

- ¿El sueño lo inventaste?

- Si lo hubiera inventado sería más divertido.

- ¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas? Sos mentiroso. Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide que tus verdaderos sueños obren milagros para mí –dijo ella-. La vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento. Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca objetos de los sueños ajenos.


- ¿Mis sueños te son ajenos?

- Para los diarios, sí.

Fue durante una siesta de verano. Él soñó que andaba caminando con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano, vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.

-¿Quién es Artemidoro? –preguntó ella.

- Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.

- ¿Cómo sabés que era él?

- Lo conozco. Estudiamos juntos –contestó él.

Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver, pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que bebieron Tristán e Isolda. “Cuando quieras llevar a tu amada como a tu corazón dentro de ti”, le dijo, “no tienes más que beber este filtro.”

Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:

- Aquí está el filtro –y le mostró una botellita diminuta.

No necesitaba que le contara el sueño.

Él le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y lo bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirarla de nuevo. Ella no estaba. Él la llamó, la buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que le contestaba:

- Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos.

- Es horrible -dijo él.

- A mí me gusta –dijo ella.

- Es un conyugicidio.

- Conyugicidio... ¿Y qué quiere decir? –ella interrogó.

- Muerte causada por uno de los cónyuges al otro –respondió.

Bruscamente despertaron.

Él volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los mira. Los atesora en su mesa de luz. Rara vez, por suerte, le sirven para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior –al hogar, a la vida habitual- y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es esencialmente peligrosa para los que se aman?

de Los días de la noche, 1970
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