29 octubre, 2011

Daniela Tarazona (México, 1975)


El animal sobre la piedra(fragmento de la novela)



X


ANIMALIDAD


Me miro en el espejo. Me detengo en mis pupilas, ahora son ovaladas y verticales; el iris se ha enrojecido, en el ojo derecho tengo una mancha amarilla que antes, en mi condición previa, era color café. Las orejas han disminuido de tamaño, por lo menos a tres cuartas partes. Miro más de cerca: no tengo lunares, desaparecieron bajo el velo verdoso de mi nueva piel.
Lisandro se ha comportado de manera agresiva hoy: me ronda y, al estar cerca, gruñe en señal de rechazo. No tiene dientes porque no los necesita, su lengua le basta. Mi compañero dice que Lisandro distingue mi reciente animalidad. He decidido ignorarlo.
En las noches, los latidos de mi corazón son más espaciados. Si pienso como lo que he sido, si pienso desde el cuerpo de una mujer, me asusto y creo que puedo morirme, que mi corazón se detendrá. En el día vuelve a la normalidad, se acompasa a un ritmo sostenido y certero.


He tenido que salir cada medio día a la playa para acostarme en alguna piedra caliente. Lo necesito, las escamas se ponen más brillantes si lo hago y el dolor de mis coyunturas disminuye; el sol me reconforta. La temperatura de mi cuerpo se regula con la temperatura exterior y me sé inmortal cuando estoy sobre una piedra.
Mi compañero cree que es peligroso, que me hará daño porque las piedras se calientan demasiado, discutimos, le respondí sin que me importara el tono, argumenté que estoy aprendiendo y que debo obedecer mis instintos.
Mi olfato se ha agudizado. Y noto que si abro la boca también puedo oler por ella. A la par del descubrimiento, después de comer, paso mi lengua por la bóveda del paladar porque me duele y descubro dos pequeñas protuberancias alineadas de manera simétrica.
Lisandro y yo empezamos a competir por alimento. No imaginaba que llegara a afectarnos, es clara nuestra diferencia, pero Lisandro come hormigas y a mí comienzan a gustarme los insectos; como las arañas de la casa y los mosquitos. Lisandro gruñe cuando husmeo las esquinas, pero no estoy dispuesta a dejarlo de hacer.




 El animal sobre la piedra(Almadía, 2008)


Daniela Tarazona nació en México en 1975. Es editora y promotora cultural. Realizó estudios de doctorado en literatura en la Universidad de Salamanca. Colabora para las revistas Letras Libres, Renacimiento y Crítica. Actualmente es becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, México. Ha publicado El animal sobre la piedra (Almadía, 2008- Entropía 2011) y Clarice Lispector (Nostra, 2009).

22 octubre, 2011

María Negroni (Argentina, 1952)

Islas


El mundo de Liliput, el País del Nunca Jamás, son islas. También lo son la pista cerrada de la écuyère, los camafeos, los emblemas, los mundos perdidos o utópicos, es decir, los poemas que se hacen con los restos que trae el río incierto del lenguaje: todo aquello, en suma, que elimina el riesgo del contagio de la experiencia, al tiempo que maximiza las posibilidades de la visión trascendental.
Una isla, podría decirse, es lo que queda cuando todo se ha perdido. Un museo personal que trae lo muerto de sí a un diorama viviente. Un resabio de algo olvidado que se organiza a partir de una huella. Las islas son siempre insumisas. En ellas, el vacío –la potencialidad pura– lleva al máximo la coincidencia entre actividad y solipsismo, entre audacia y nostalgia.
Hernán Díaz, en su ensayo “A Tropical Archipelago. Continental Narratives of Isolation in Modern Europe and the Americas”, fue todavía más lejos: propuso que las islas lindan con la muerte por todos lados, como los cuerpos; que el aislamiento, en ellas, es deliberado, que las “narrativas de islas” reproducen un aislamiento dentro de otro (la literatura). Algo virginal, secreto, desorientador pareciera desatarse en esas tierras que, quizá, no están en ningún lado, sino en un tiempo de transición entre la extrañeza y el hogar, el pasado y el futuro, lo que se es y lo que, tal vez, se desearía ser.
Las islas son también lugares raramente felices. Tristes, pero felices, como toda infancia, o mejor sería decir como toda infancia recobrada. El mundo se vuelve allí superficie en blanco. Por eso, todos los náufragos sucumben a la compulsión lingüística: se desviven por nombrar. En su aislamiento, construyen fábulas de castigo o salvación: lo mismo da, con tal de cancelar la temporalidad y abrir espacios donde otra genealogía –cierta fantasía de autocreación– pueda tener lugar. La apuesta es a que todo suceda por primera vez, sin antecedentes, sin las jerarquías del poder o la historia.
La paradoja, sin embargo, persiste. Al encerrarse en el presente –que es, como la isla, una forma radical– el náufrago satura de aura los objetos y se vuelve él mismo una pieza de museo, una figura orgullosa que, afuera del mapa y del tiempo, se yergue solo (pero un solitario, se sabe, es Nadie y Todos).

"Islas", incluido en Pequeño mundo ilustrado de María Negroni (Caja Negra Editora, 2011)

nota sobre Pequeño mundo de María Negroni

17 octubre, 2011

Clarice Lispector (Ucrania-Brasil,1920-1977)


Quien mucho agrada, desagrada

Nunca he oído este proverbio, creo que acabo de in­
ventarlo. Pero vas a ver cómo este proverbio, inventado o
no, se aplica a las personas que conoces: las que quieren
agradar a cualquier precio. Entonces se vuelven «encanta­
doras». Intentan adivinar los mínimos deseos de los otros.
Intentan elogiar de cualquier forma. Empiezan también
a mostrar que se sacrifican a cada momento. Este tipo en­
cantador pesa en el alma de los demás. En una palabra:
desagrada.
Si se consigue ser uno mismo y estar a gusto, se permite
a los otros ser ellos mismos y estar a gusto.
(...)


Apariencia: todo tiene remedio
¿Eres «moralmente» tan anticuada que consideras la va­
nidad femenina una frivolidad? Ya deberías saber que las
mujeres quieren sentirse guapas para sentirse amadas. Y
querer sentirse amada no es una frivolidad.
Si piensas que «has nacido» así y que no tiene remedio,
ten la seguridad de que estás desistiendo de algo muy im­
portante: de tu propia capacidad de atraer. ¿Quieres saber
algo? La obesidad tiene remedio. El pelo sin vida tiene
remedio. Una cara sin gracia tiene remedio. Todo tiene re­
medio.
¿La solución? La solución es no ser una mujer desanima­
da y triste. Y la otra solución es tener como objetivo ser «tú
misma», pero más atractiva, y no alcanzar un tipo de belleza
que nunca podría ser el tuyo

12 octubre, 2011

Inés Fernández Moreno (Argentina, 1947)


Madre para armar



Lo primero que perdí fueron los pechos. Debió haber sido de forma muy gradual porque no recuerdo con precisión cuándo sucedió. Sólo se que un día me miré en el espejo y ya no estaban allí. Se habían desvanecido completamente, dejando una leve aureola nacarada como para recordar, de todas maneras, que habían existido.
Pienso que fue Cecilia la que se quedó con ellos, porque desde un principio ése pareció ser su privilegio. Mamó hasta el año y medio, usó chupete hasta los cuatro y pasar de la mamadera a la taza fue un triunfo para el que tuve que recurrir a todos los subterfugios. Ellos casi no se lo disputaron. Sólo noté una chispa de reproche en la mirada de Andrés que fue destetado cuando apenas tenía quince días, y no porque yo quisiera, sino porque el médico me lo indicó.
Los ojos, en cambio, me duraron mucho más. Y eso que ellos los usaron hasta el cansancio. Mirar durante las noches que respiraran bien. Mirar las irritaciones de su piel. Mirar las vueltas de carnero. Mirar cómo se zambullían en el agua. Y después mirar sus deberes, sus éxitos deportivos, sus novias, sus vestidos, siempre mirar, girando la cabeza de un lado al otro a una velocidad cada vez mayor para poder abarcarlos a todos. Los ojos se fueron cubriendo de un velo espeso. Cuando Andrés se los llevó, ya casi no servían. Pero él estaba encaprichado y sin duda necesitaba mi mirada más que ninguno. Incluso durante las noches, entrecerrados de sueño, siguiendo las olas de sus pesadillas.
Los brazos, que de joven fueron frágiles, se fortalecieron con la vigorosa gimnasia de abrazar, alzar, empujar y separar. Pero entraron en un nuevo ciclo de languidez después de la enfermedad de María. Fueron meses agotadores de cargarla de una punta a la otra de la ciudad. Porque ella sólo aceptaba ir a los médicos y a los laboratorios si yo la llevaba en brazos. Había que hacer cualquier cosa por curarla y, por supuesto, se curó. Desde entonces se sintió destinataria incuestionable de aquella parte de mi cuerpo.
Sin embargo, las cosas no se resolvieron con sencillez. Hubo una dura pelea con Pablo. Una vez, cuando yo le tiré sus zapatillas viejas, él tuvo un berrinche terrible y me mordió el brazo derecho. Las marcas de sus dientes no terminaron de borrarse nunca. El lo consideró como un signo de pertenencia. Ese brazo llevaba su marca y el brazo izquierdo no era lo mismo, de ninguna manera. Con él había que ser muy cuidadoso. Siempre se sentía desplazado. De manera que haberle ofrecido el brazo izquierdo le hubiera resultado una burla imperdonable. Por suerte intervino Marta, la más diplomática de mis hijas. Como ella quería las piernas, lo convenció sutilmente de las maravillas de la cintura. El centro del cuerpo. El punto de encuentro de todas las fuerzas. La cercanía del ombligo! Tonto, le decía, de dónde llevan los hombres a las mujeres sino de la cintura. También de los hombros dijo él, iluminándose, y la cuestión quedó saldada.
Las piernas, debo decirlo sin modestia, fueron hermosas. Subir y bajar las escaleras llevándoles el desayuno a la cama y la ropa recién planchada, las mantuvieron tensas y jóvenes durante muchos años. Sólo las rodillas empezaron a resentirse cuando nació Gabriel, el penúltimo de los varones. El mismo terminó de desgastarlas montando todos los días, ida y vuelta, sobre aquel caballito gris que lo llevaba a París, al paso, al trote y al galope, provocándole una risa interminable que lo dejaba tendido a mis pies, feliz y agotado.
En cuanto apareció la primera várice, Marta reclamó las piernas. No le importó que fueran sólo hasta las rodillas, con tal de llevárselas rápido. Ella estudiaba, trabajaba, tenía mil proyectos, de manera que iba todo el día de aquí para allá, siempre apurada, siempre corriendo. Necesitaba unas piernas que la acompañaran, fuertes y ágiles como las mías.
El pelo, junto a las orejas, fueron una especialidad de Paloma. Ya de chica ella no podía dormirse si no era acariciando mi pelo con una mano y, con la otra, tirándome del lóbulo de una oreja. Con el tiempo se fue conformando con el pelo de su muñeca rubia y con su almohadita de plumas. Pero en cambio conservó hasta grande la costumbre de contarme todas sus cosas en secreto, susurrándome al oído mientras enrulaba entre sus dedos un mechón de mi pelo. Cuando se fue de casa se lo llevó todo y me dejó a cambio la muñeca rubia desgreñada que todavía guardo en el estante alto de mi cuarto.
Descubrí que me faltaba la espalda el día que dejó de dolerme. No sé cuál de ellos habrá sido. Recordé que Juan me la pedía para jugar con sus autitos. Tirada en el piso, mi columna era una pista de curvas perfectas para su juego. Gabriel también la usaba. Cada vez que lloraba, me abrazaba desde atrás, apoyaba las mejillas húmedas contra mi espalda y así me seguía, pegado como una estampilla y a los tropezones por toda la casa. Cecilia, cuando quería pedirme algo muy especial, me la rascaba suavemente hasta erizarme la piel. Pero Francisco era el más apasionado. Cuando menos me lo esperaba, venía corriendo por el pasillo a toda velocidad y saltaba sobre mi espalda, después intentaba trepar hasta los hombros, como si escalara una montaña, usando el apoyo de las caderas y de cada una de las costillas.
Extrañaría las mejillas si todavía tuviera manos. Me gustaba apoyarlas en ellas y quedarme pensando, sentada en la cocina, cuando ya todos estaban durmiendo, en ese espacio breve que duraba hasta que alguno pedía un vaso de agua o se despertaba sobresaltado reclamando mi presencia.
Es cierto que las mejillas se habían ido deshilachando, con lágrimas y ‑para ser justa‑ también con besos. Pero la derecha desapareció de golpe el día que Javier se atrevió a pegarme, cuando le prohibí ir a aquel campamento de verano. La izquierda se la arrojé yo misma a la cara, y no por generosidad, sino por despecho. Después ya fue tarde para reclamos. Y así me quedó la cara, una pura línea vertical sostenida por el ceño y por el filo de la nariz.
Las manos se las repartieron dedo por dedo. Como uvas, los fueron desgajando, sin pelearse al principio, pero después a los tirones, porque sólo había diez y la cuenta no podía ser equitativa. Eso sin contar el privilegio del índice ni la ternura del pulgar, que se disputaron a los alaridos.
En cuanto al sexo, que era tal vez la cuestión más espinosa, como fueron chicos inteligentes, comprendieron pronto que lo necesitarían todos, para amarlo y para odiarlo alternativamente. Fue así que aparecía y desaparecía de mi cuerpo con tanta frecuencia que nunca sabía cuándo podía contar con él. Preferí entonces darlo por perdido al constante sobresalto que me producían sus caprichosas desapariciones.
Los pies fueron casi lo último que perdí. Yo se que eran anchos y poco graciosos, hasta un poco desagradables tal vez. Sin embargo, fue una tontería, nadie supo valorar la entereza con que habían sustentado la difícil arquitectura de nuestra familia.
Pedro, el más chiquito, que solía bailar parado sobre ellos, se los llevó por fin con un gesto desdeñoso, sintiendo que se llevaba poco. Yo le recordé el cuento del Gato con Botas. La herencia del más pequeño de los hijos del molinero, que finalmente lo recompensó con la riqueza y la felicidad. Pedro se quedó pensando, después levantó los hombros como si no le importara y se fue a hacer su vida. Más adelante, el tiempo me demostró que no había estado equivocada.
Quedaron por supuesto una multitud de recortes y piezas intermedias que también se repartieron, peleándolas hasta la última fibra.
Pero me quedó la voz. Nadie se atrevió con ella. Sabían que era inapropiable, una posesión que no podría cederles sin desaparecer.
En estos últimos años, que sólo soy una sombra sostenida por recuerdos, me han empezado a llegar las devoluciones. Un día una mano, otro día la cintura. Ayer, sin ir más lejos, me llegaron desde Europa, donde ahora vive Cecilia, los dos pechos. Estaban magníficamente conservados, fragantes y plenos como los de una joven madre. Fue una emoción que compensó con creces la decepcionante aparición de la espalda. Estaba encogida, reseca, quebradiza, las vértebras roídas miserablemente como si hubieran vivido tres vidas. Pobre Francisco, siempre tuvo esa nefasta virtud de transformar en un trapo viejo cualquier objeto delicado.
Es que en cada pieza que regresa leo sus destinos y veo que cada uno hizo lo que pudo, que la vida teje sola, por más que yo me haya esforzado en darles las mismas oportunidades.
Tengo ahora casi todas mis partes. Están a la espera junto a la muñeca de Paloma y todos los objetos que fueron de ellos. Como estoy muy cansada, dejo de un día para el otro el recuento final. Tengo la sospecha, además, de que algo importante falta. Y no es simplemente el paso del tiempo. Es algo más inmaterial aún y que revolotea en todas las imágenes que conservo de su infancia, su adolescencia y su juventud. Tal vez lo descubra cuando empiece a armar las piezas. Ellos me han pedido que lo haga. Están tan impacientes ahora como cuando se las llevaron. Cualquier día de estos venceré esta inmensa pereza. Sí, cualquier día de estos me decido y les doy ese último gusto.



en La vida en la cornisa,Emecé 1992.

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