21 octubre, 2013

Ema Wolf (Argentina,1948)

La aldovranda en el mercado



La aldovranda vesiculosa entró en el mercado.
Como es una planta carnívora, venía a buscar algo para la cena, así que fue derecho al puesto del carnicero y se puso en la cola con las otras viejas.
Delante de ella había una cargando un perro del tamaño de un monedero, friolento y quejoso. La aldovranda lo miró con gula. Se relamió.
-¡Qué lindo perrito! ¡Y qué chiquito! Seguro que hace pis en un bonsail... -hizo ademán de agarrarlo-. ¿Me deja que se lo tenga?
La mujer, horrorizada, escondió el perro en el escote.
La planta ponía muy nerviosa a la clientela.
Sin nombrarla directamente, dejaron caer algunos comentarios maliciosos:
-Yo a mis plantas las alimento con agua y abono, no con milanesas...
-¡Si este mundo es una degeneración,
m'hija! ¿No ve que están desapareciendo todos los gatos del barrio?
La planta, como si oyera llover.
El carnicero la apreciaba. Era una buena clienta y se comía las moscas del negocio. Ella le sonreía. La simpatía era mutua.
En cambio, la aldovranda odiaba al verdulero del puesto de enfrente. ¡Sólo un monstruo podía vender vegetales para que otros se los comieran! Cada vez que el hombre pasaba a su lado rumbo a la balanza con los brazos rebalsando mandarinas, le susurraba al oído: "¡Caníbal!". El verdulero soñaba con verla hervida.
Pero más la odiaba por todo lo que sucedía después.
Esta vez, como otras veces, la aldovranda empezó con su rutina:
-¡AY, ESAS TRISTES ZANAHORIAS DESENTERRADAS!
Al rato:
-¡POBRES PEREJILES MUSTIOS! ¡POBRES ESPINACAS PRISIONERAS!
La gente se puso muy incómoda.
El verdulero miró al carnicero con furia acusadora por tener semejante cosa entre sus parroquianos. El carnicero la defendió con el alma en los ojos.
Ella siguió:
-¿CUÁL FUE EL PECADO DE ESOS ZAPALLITOS PARA QUE LOS ARRANCARAN TIERNOS DE SU MADRE PLANTA?
Arreciaron los comentarios. La cola de la verdulería defendió al verdulero. La de la carnicería se sintió en el deber de ser fiel al carnicero aunque la aldovranda no fuera santa de su devoción.
Discutieron. Se juntó más gente, que tomaba partido por uno u otro bando.
-¡Hagan callar a ésa! -gritaron los verdes apuntando a la planta.
-¡La gente tiene derecho a opinar! -retrucaron los otros.
A todo esto la aldovranda papaba moscas y aullaba:
-¡INFELICES REMOLACHAS MANIATADAS, ALGúN DíA LES LLEGARÁ LA LIBERTAD!
El verdulero avanzó como para apretarle el pescuezo. Lo sujetaron entre varios.
-¡No se meta con mis clientas! -bramó el carnicero.
-¡Vivan las proteínas! ¡Arriba el asado con cuero! -respondieron sus leales, y arrancaron con un malambo.
Una mujer contó a voz en cuello cómo se había hecho vegetariana el día que sono que comía una vaca viva entre dos rodajas de pan. Lloró a mares recordando cómo la miraba la vaca. Muchos la apoyaron con gritos de "¡Aguante la fruta!", "¡Vitaminas sí, otras no!". La discusión se hizo tan violenta que algunos llegaron a las manos.
La aldovranda vociferó:
-¡PELADAS, CORTADAS, HERVIDAS Y APLASTADAS! ¡QUÉ DESTINO EL DE LAS PAPAS!
Entonces se produjo el desbande.
Unos se fueron a sus casas protestando porque cada vez que aparecía la planta se armaba el mismo pandemónium. Otros se quedaron para ver una vez más el gran duelo: el carnicero y el verdulero frente a frente, uno con la sierra de separar costillas y el otro con la de cortar zapallo.
En medio del mercado, como dos gladiadores del futuro, quedaron trenzados en combate feroz. El destello azul de las sierras al cruzarse iluminaban la ganchera en la penumbra del atardecer.
Entre los alaridos de los dos ninjas, se oyó la voz de la aldovranda:
-¡HERMANAS VERDURAS, VOLVERÉ!
Y se fue. Esta vez con una pierna de cordero porque a la noche tenía visitas.

10 octubre, 2013

MELANIE TAYLOR(Panamá,1972)


CUENTOS AL GARETE
Eran las siete de la noche y Julián se sentía cabreado. Su día había empezado a las siete de la mañana, cuando recogiese a una profesora que iba hasta Albrook. Olía bien pero hablaba poco. Intentó hacerle conversación y sólo pescó monosílabos. Puso la radio y las luces verdes y rojas de los semáforos se confundieron con el vaivén del reggae “aquí llego la caballota, la diva, la perra, la potra”, con su desodorante ambiental de piña, con el Divino Niño colgado en el espejo retrovisor, con el ligero tinte del cristal trasero, con la picazón que sentía en su testículo derecho. Se rascó y por el retrovisor observó las piernas de su pasajera quien miraba distraída por la ventana. La dejó en un colegio y la vio entremezclarse en el mar de faldas de cuadros y medias blancas, mientras contaba el dinero. A los quince minutos, un hombre ensacado que iba al Seguro de Transístmica se subía al auto. Olía a colonia fuerte y barata y carraspeaba constantemente. Charlaron de fútbol y de política. De fútbol estuvieron de acuerdo, de política no. Sospechó que el hombre era arnulfista y que sus comentarios en contra de la presidenta lo molestaron. Decidió cambiar de tema. A fin de cuentas él no era político y ¿para qué hacer una enemistad a las ocho y veinte de la mañana? ¿Y se va hacer unos exámenes? Noohombre, una tipa que me debe plata y se ha estado haciendo la loca ya tres quincenas. Ayer cobró y no le paso una más. Julián asintió. Eso de prestar dinero era siempre mal negocio. Eran un cuarto para las nueve y paró en una fonda para tomarse un café. Apuró el líquido negro mientras una bachata que escupía la radio le hacia mover un pie sin darse cuenta. Se subió a su auto y de nuevo la canción esa de “la diva, la perra, la potra” lo hizo olvidarse de un par de luces rojas. Bajó súbitamente la velocidad en una calle del Cangrejo para observar a sus anchas una pelirroja de Sedal con pantalón a la cadera, tatuaje en el cóccix, nalgas paradas y tacones coquetos. Ella se detuvo para hablar por su celular y él se detuvo a su lado tocando la bocina de manera desesperada. Detrás se hizo una fila de conductores exasperados que también sonaban sus bocinas. Ella lo miró de reojo, torció la boca y le dio por completo la espalda para seguir hablando. El arrancó haciendo rugir el motor, lo que sólo le permitió escuchar la última sílaba del hijoeputa que el auto detrás suyo le dedicaba a todo pulmón. Le dieron ganas de orinar y se detuvo cerca de un palo de mango de un terreno baldío. Se acercó al palo y orinó con alivio. Un tipo sospechoso le pasó como que muy cerca y hasta miró hacia atrás. Julián le gritó maricón y le sacó el dedo, sí, el del medio. Subió al taxi y arrancó esta vez dirigiéndose a Transístmica. Hizo varias carreras cortas a bancos y oficinas. A las doce lo paró una pareja que se dirigía al Ancón. Ir a culear a esta hora- pensó con hastío- con este calor, con este tranque. Seguro es queme. El tipo le decía cosas al oído a la mujer pero esta mantenía la cara seria y se tocaba los anteojos oscuros nerviosamente. Ey, broder, ¿tu crees que nos podrías buscar a las una? Julián exhaló y asintió con poco entusiasmo. Salió del Ancón y se estacionó en la Gran Estación. Utilizó la hora para llamar a un posible queme desde un teléfono público ya que en su celular no tenía minutos; se comió una chicha y una empanada de carne que le dejó los dedos grasosos y la boca llena de migajas; habló con otro taxista de llantas y arrancó a la una en punto. Recogió a la pareja que ahora yacía letárgica en el asiento trasero, ella con la cabeza hacia atrás, él con los ojos entrecerrados. Los dejó en el Ministerio de Salud en Avenida Perú. Pensó en su mujer, Marta, y en la noviecita, Yasubel, y en el queme, Zabdis, en sus hijos Julián Alberto y Alberto Julián, gemelos idénticos, y en su hija Zaribeth de una relación anterior. señora con bolsas Decidió concentrarse en Zabdis porque era lo más novedoso y repaso mentalmente su último encuentro en un motel justo como él que acababa de dejar, y deseó con todas sus fuerzas tener dinero para llamarla y buscarla después que el novio la dejase en casa. Se sintió excitado y metió el acelerador a fondo por lo que casi ocasiona una colisión triple. Las mentadas de madre se estrellaron contra su vidrio y el parabrisa las lanzó al viento. Paró justo a las dos y media de la tarde, con un sol rompe-ladrillos y un calor rompe-hígados, frente al Machetazo de Calidonia. Subió una señora de carnes flácidas y abundantes, con las piernas marcadas por venas varicosas y de cuyos brazos asomaban negros vellos vírgenes de toda rasurada. Tenía un bigote incipiente y el pelo blanco lo llevaba corto. Cargaba bolsas de supermercado. Julián abrió el maletero y la señora depositó la carga. Al subirse dijo con voz de cantante desgastada: a Villa Rica. Julián sintió una patada en el estómago y frenó en seco. No voy pa’ lla- dijo pegándole al timón. Movía la cabeza de manera obstinada con sus pelos en punta por el gel. Esto es una sinvergüenzura, joven. Voy a llamar a la policía. Los taxis son un servicio público. Llame a quien quiera. ¡Yo no voy! El taxi se mantuvo estático por cinco redondos minutos. Julián movía su cabeza de puercoespín en un no rotundo y la señora gesticulaba, manoteaba, gemía y casi lloraba pero la palanca de freno seguía inamovible. Cansada y herida, sin policía a la vista y con curiosos al alcance de la mano, bajó y quedó sumida en una nube de blanco humo entre sus paquetes.
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