18 diciembre, 2008

Lygia Fagundes Telles (Brasil,1923) El muchacho del saxofón

 Lygia Fagundes Telles

El muchacho del saxofón / O moço do saxofone


Yo era un chofer de camión y ganaba ríos de dinero con un tipo que se dedicaba al contrabando. Aún hoy no entiendo por qué fui a parar a la pensión de aquella señora, una polaca que se lanzó a la vida fácil siendo joven y, ya entrada en años, no dudó en abrir aquel hotelucho. Eso fue lo que me contó James, un tipo que tragaba hojas de afeitar, mi compañero de mesa en los días en que estuve enzarzado por allá. Había pensionistas y también transeúntes, una chusma que entraba y salía limpiándose los dientes, algo para mí insoportable. Un día planté a una mujer sólo porque, en nuestra primera cita, metió el palillo entre los dientes después de comer un bocadillo y se quedó con la boca tan desguarnecida que conseguía ver lo que el palillo escarbaba. Bien, pero yo decía que en aquel hotelucho estaba de paso. La comida, una porquería, y como si no bastase tener que tragar aquellas lavaduras, aun debíamos soportar unos malditos enanos que se enredaban entre nuestras piernas. Y estaba la música del saxofón.

  

No es que no me gustase la música; siempre me gustó oír todo tipo de charanga en mi radio por la noche, en la carretera, mientras voy haciendo mi faena. Pero aquel saxofón era capaz de retorcer a cualquiera. Tocaba muy bien, no lo dudo. Lo que me sacaba de quicio era la forma, una forma triste como un demonio. Creo que nunca más voy a oír a alguien que toque el saxofón como lo hacía aquel tipo.


- ¿Qué es eso? – le pregunté al de las hojas de afeitar. Era mi primer día en la pensión y aún no sabía nada. Señalé el techo que parecía de cartón, de tan fuerte que llegaba música hasta nuestra mesa-. ¿Quién está tocando?


- Es el muchacho del saxofón.


Mastiqué más despacio. Ya había escuchado antes saxofón, pero ése de la pensión no lo conseguiría reconocer ni aquí ni en la Cochinchina.


- ¿Y el cuarto de ese chico queda aquí encima?


James se metió una papa entera en la boca. Sacudió la cabeza y abrió más la boca, humeante como un volcán la papa caliente allá en el fondo. Sopló bastante tiempo el vapor antes de contestar.


- Sí, aquí encima.


Un buen compañero ese James. Trabajaba en un parque de diversiones, pero como ya se sentía medio viejo, quería ver si se asentaba en un negocio de billetes. Esperé que acabase la papa mientras iba llenando mi tenedor.


- Es una música cruelmente triste – continué.


- Su mujer le pone los cuernos hasta con el loro –contestó James, mojando la miga de pan en el fondo del plato para aprovechar la salsa-. El pobre pasa todo el día encerrado, ensayando. No baja ni siquiera para comer. Mientras tanto, la muy cabrona se acuesta con cualquier cristiano que se le ponga por delante.


-Y contigo, ¿también se acostó?


- Es medio flacucha para mi gusto, pero es bonita. Y tierna. Entonces le hice la pelota, ¡me entiendes? Pero ya vi que no tengo suerte con las mujeres: tuercen la nariz al saber que trago hojas de afeitar. Supongo que se quedan con miedo de cortarse...


Tuve ganas de reír, pero exactamente en ese instante el saxofón comenzó a t0car ... , como una boca que quiere gritar, tapada con una mano, entresaliendo por los dedos los sonidos exprimidos. Entonces recordé aquella chica que recogí una noche en mi camión. Salió para tener el hijo en el pueblo, pero no aguantó y cayó allí mismo en la carretera, dando vueltas como un animal. La acomodé en la carrocería y corrí como un loco para llegar cuanto antes, aterrorizado con la idea de que el hijo naciese en el camino y rompiese a aullar como la madre. Al final, para no colmar mi paciencia, ahogaba sus gritos en la lona, pero juro que sería mejor que gritase al mundo: aquel continuo ahogo de gemidos ya me estaba enfermando. Caray, no le deseo aquel cuarto de hora ni a mi peor enemigo.


- Parece alguien pidiendo socorro – dije, llenando de cerveza mi vaso-¿No tendrá una música más alegre?


James se encogió de hombros.


- Los cuernos duelen ...


En ese primer día supe también que el chico del saxofón tocaba en un bar; sólo regresaba de madrugada. Dormía en un cuarto separado del de su mujer.


- Pero, ¿por qué? – pregunté, bebiendo de prisa para terminar cuanto antes y marcharme. La verdad es que no tenía nada que ver con todo aquello; nunca me metí en la vida de nadie, pero era mejor el tra-la-lá de James que el saxofón.


- ¿Y los demás no reclaman?


- Ya se acostumbraron.


Le pregunté dónde estaba el W.C. y me levanté antes que James se empezase a escarbar los dientes que le sobraban.


Cuando subí la escalera de caracol, tropecé con un enano que bajaba. “Un enano”, pensé.


Al salir del W.C. lo encontré en el pasillo, pero ahora vestía ropa diferente. “Cambió de ropa”, me dije medio extrañado, había sido demasiado rápido. Y ya bajaba por la escalera cuando pasó otra vez delante de mí, pero con otra ropa. Me quedé medio atontado. ¿Pero qué diablo de enano es ése que cambia de ropa de dos en dos minutos? Lo entendí más tarde: no era uno solo, sino un trío, miles de enanos rubios con el pelo peinado de lado.


- ¿Puede decirme de dónde salen tantos enanos? – le pregunté a la dueña y ella se echó a reír.


- Todos artistas, mi pensión tiene casi sólo artistas...


Me quedé viendo con qué cuidado el camarero empezó a amontonar almohadones en las sillas para que ellos se sentasen. Comida ruin, enano y saxofón. No aguanto enanos, y ya había decidido pagar y desaparecer, cuando ella apareció. Llegó por detrás. Palabra que había espacio para que pasase un batallón, pero ella se las arregló para tropezar conmigo.


- Con permiso.


No tuve que preguntar para saber que aquella era la mujer del muchacho del saxofón. En ese momento el saxofón ya había parado. Me quedé mirándola. Era delgada, sí, pero tenía el trasero redondo y un andar muy cadencioso. El vestido rojo no podía ser más corto. Ocupó una mesa solitaria y bajando los ojos empezó a descascarar el pan con la punta de la uña roja. De pronto se rió y le apareció un hoyito en el mentón. ¡Qué ganas tuve, carajo, de ir allí, agarrarla por la barbilla y saber por qué se estaba riendo! Me quedé riendo yo también.


- ¿A qué hora es la cena? – pregunté a la dueña, mientras pagaba.


- Va de las siete a las nueve. Mis pensionistas fijos suelen comer a las ocho – me avisó, doblando el dinero y mirando socarronamente a la mujer de rojo. ¿A usted le gustó la comida?


Volví a las ocho en punto. El tal James ya masticaba su bife.


En la sala estaban un vejete de barbilla, profesor de magia, a lo que parecía, y el enano de ropa a cuadros. Pero ella no estaba. Me animé un poco cuando vino un plato de pasteles: tengo locura por los pasteles. James empezó a hablar entonces de una pelea en el parque de diversiones, ella entró, charlando bajito con un tipo de bigote pelirrojo. Subieron la escalera como dos gatos pisando mullidamente. No tardó nada y ya el saxofón se puso otra vez a tocar.


- Sí, señor – dije, y James pensó que yo estaba hablando de la pelea.


- ¡Lo peor es que yo estaba completamente borracho, mal me pude defender!


Mordí un pastel con más humo dentro que otra cosa. Examiné los restantes, intentando descubrir alguno más rellenito.


- ¡Cómo toca de bien ese condenado...! ¿Quiere decir que nunca viene a comer?


James tardó en entender de lo que estaba hablando. Hizo una mueca. Ciertamente prefería el asunto del parque.


- Come en la habitación, quién sabe, tiene vergüenza de la gente – refunfuñó, sacando un palillo-. Me da pena, pero a veces le tengo rabia, cornudo idiota. ¡Si fuese otro, ya habría acabado con la vida de ella!


Ahora la música subía a un agudo tan estridente que me dolían los oídos. Pensé de nuevo en la muchacha deshaciéndose de dolor en la carrocería, pidiendo socorro a no sé quién más.


- ¡No soporto eso, carajo!


- ¿Lo qué?


Crucé los cubiertos. La música al máximo, los dos al máximo encerrados en la habitación y yo allí, viendo al canalla de James limpiarse los dientes. Tuve ganas de arrojar al techo mi plato de guayaba con queso y escabullirme lejos de todo aquel malestar.


- ¿Es fresco el café? – le pregunté al mulatito, que ya limpiaba la mesa aceitosa con un trapo mugriento como su propia cara.


- Hecho ahora.


Por la cara, vi que era mentira.


- No es necesario, lo tomo en la esquina.


Paró la música. Pagué, guardé el cambio y miré fijamente hacia la puerta porque tuve el presagio que ella iba a aparecer. Y apareció con un airecito de gata de tejado, el pelo suelto en la espalda y el vestidito amarillo, aún más corto que el rojo. El tipo del bigote pasó enseguida, abrochándose la chaqueta.


Saludó a la dueña, puso cara de quien tiene mucho que hacer y salió a la calle.


- ¡Sí, señor!


- ¿Sí señor, qué? – preguntó James.


- Cuando ella entra en el cuarto con un fulano, él empieza a tocar, y para, cuando ella termina. ¿Te diste cuenta? Basta que ella se encierre y él empieza.


James pidió otra cerveza. Miró el techo.


- Las mujeres son el demonio ...


Me levanté, y cuando pasé junto a la mesa de ella, anduve más despacio. Entonces dejó caer la servilleta. Al agacharme, me agradeció, con los ojos bajos.


- Vaya, no hacía falta que se molestase.


Raspé un fósforo para encenderle el cigarrillo. Sentí fuerte su perfume.


- ¿Mañana? – le pregunté, ofreciéndole los fósforos-. ¿A las siete está bien?


- Es la puerta que queda al lado de la escalera, a la derecha de quién sube.


Salí enseguida, fingiendo no ver la carita maliciosa de uno de los enanos que estaba cerca, y arranqué en mi camión, antes que la dueña viniese a preguntarme si me estaba gustando el menjunje. Al día siguiente llegué a las siete en punto. Llovía a cántaros y tenía que viajar toda la noche. El pequeño mulato ya amontonaba en las sillas los almohadones para los enanos. Subí la escalera sin hacer ruido, preparándome para explicar que iba al W.C. por si alguien aparecía. Pero nadie apareció. En la primera puerta, la de la derecha de la escalera, golpée suavemente y fui entrando. No sé cuánto tiempo me quedé parado en medio del cuarto: estaba allí un muchacho con un saxofón. Estaba sentado en una silla, en mangas de camisa, mirándome sin decir una palabra. No parecía ni siquiera asustado, sólo me miraba.


- Perdón, me equivoqué de habitación – le dije, con una voz que no sé aun hoy a dónde fui a buscar.


El muchacho apretó el saxofón contra el pecho hundido.


-Es en la puerta siguiente – dijo con voz de susurro, señalando con la cabeza.


Busqué los cigarrillos sólo para hacer algo. ¡Qué situación, carajo! ¡Si pudiese, agarraría a aquella tipa por el pelo, la muy estúpida! Le ofrecí un cigarrillo.


- ¿Quieres uno?


- Gracias, no puedo fumar.


Fui retrocediendo de espaldas. Y de repente no aguanté. Si él hubiese esbozado cualquier gesto, dicho cualquier cosa, aún me dominaría, pero aquella calma brutal me sacó de quicio.


- ¿Y tú aceptas todo eso así tan tranquilo? ¿Por qué no le das una buena paliza, no la mandas a patadas con maleta y todo al centro de la calle? ¡Si fuese tú, carajo, ya la habría partido al medio! Perdóname por entrometerme, ¡pero no irás a decir que no haces nada!


- Yo toco el saxofón.


Me quedé mirando primero su cara, que de tan blanca parecía hecha de yeso. Después miré el saxofón. El dejaba deslizar sus largos dedos por los botones, de abajo para arriba, de arriba para abajo, muy despacio, esperando que yo saliese para empezar a tocar. Limpió con un pañuelo la boquilla del instrumento, antes de empezar con aquellos malditos aullidos.


Golpée la puerta. En ese momento la puerta de al lado se abrió despacito. Conseguí ver la mano de ella, agarrando la manija para que el viento no la abriese demasiado. Me quedé aún detenido un instante, sin saber qué hacer. Juro que no tomé enseguida la decisión, ella estaba esperando y yo parado como un idiota; entonces, ¡Cristo bendito! ¿Y entonces? Fue cuando empezó muy lentamente la música del saxofón. Me quedé capón en el mismo momento, porra. Bajé la escalera a saltos. En la calle tropecé con uno de los enanos metido en un impermeable, esquivé otro que ya venía detrás y me encerré en el camión. Oscuridad y lluvia. Cuando puse en marcha el motor, el saxofón ya subía a un aviso que no llegaba nunca al final. Mi ansia por huir era tan fuerte que el camión arrancó desenfrenado, de golpe.


05 diciembre, 2008

Armonía Somers(URUGUAY,1914-1994)


El hombre del túnel
.................................Cuento para confesar y morir

Iba saliendo de aquel maldito caño —un tubo de cemento de no más de cincuenta centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para atravesar la carretera— cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada, absolutamente para y por nada.
Reptando a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de sus zapatos.
Es claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana bogando en seco, y exploré la cosa.
El hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado, efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro, llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenia una ramita verde en la mano.
Mi salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo, respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá mas remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña tierra del desencuentro.
Entonces yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia en la locura que me caló hasta los tiernos huesos.
Nadie en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no sólo completamente para mi tal una golosina barata cualquiera, sino como si se desplegase un arcoiris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución. Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbarate, pues, el homenaje en cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas.
El relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo, me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mi desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros. Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón de nubes, por encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera.
Así fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos, piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más. Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura, incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que asistió a mi muerte. La revelación final del vacío.
Yo vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto fuera saber sicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga, abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Si, lo vi, y era el mismo. Con tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y, aunque nadie pudiese creerlo, tenia la misma ramita verde de diez o doce anos atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Sólo que su imagen no tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al menos siendo yo quien lo entregue... En ese preciso golpe mental de mi pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo —dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después del después no serían lo mismo. Sólo tiempo de bajar a decirle que yo no lo acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que Tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas maduraban en sus auténticos veranos...).
Tomé el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había reaparecido.
—Perdone —dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones— habla la estudiante que vive en el último piso de enfrente...
—Bueno, usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico!
—Nada más. ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo.
—Vaya de una vez —le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros— lo espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca es el mismo tiempo el que pasa!
Mis incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero en la misma actitud, volvió con está estúpida rendición de noticias:
—Oiga, ¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible, qué diablos...
—¡Bromas las que quiere hacer usted, no yo —le grité histéricamente— está aún ahí, lo sigo viendo!
—Eso si no agarró las de Villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a punto de robarse mi bicicleta, ¿no?
—¡Cállese, pedazo de bruto!
—O las de cruzar la calle, no más —agregó tomándose confianza— para trepar de cuatro en cuatro a su altillito... Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí demasiado sola y que cualquiera seria capaz de ir a acompañarla con gusto...
Le corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y hasta descubrir quién sabría que conexiones secretas con los demás, los de aquel tiempo que se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo, llevándose sus caras. Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mí aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo.
Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre de caer en sus tabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera.
Cerrado, pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una sonámbula hacia la escalera.
Iría, quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mí camino. Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me pertenecía, cuando no tuve mas remedio que empujar. Si, empujar, qué otra cosa. Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de abajo.
Y llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para siempre. Mas su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen, luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, me llevó pedazos de la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea por años alrededor de ese algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venia la mudanza, casi llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia airas los cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos, aquel de quitarte limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en la última puerta en busca de lástima.
Hasta que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el botón de la jaula, cuando vi recostada a la parad la escalera de emergencia.
—Eso es, lo de siempre —farfullé— la atracción invencible del caño, aunque la senda normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable eficacia propia.
De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por si como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos tal como alguien debió inventarios para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado.
—¡Si! —grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros, que también soportan lo suyo encima.
Aquel si colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó unos instantes girando en el aire de la caja con otros si más pequeños que le habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y ciega a todo lo que no fuera mí objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán, pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta.
—Gracias por la invención de las siete caídas —alcancé a decirle viendo rodar mi lengua como una flor monopétala sobre el pavimento.
Entré así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y desesperado vacío.

De La calle del viento norte
en Todos los cuentos 1953 - 1967 (Colección Narradores de Arca - Mayo 1967 )
Armonía Somers era el seudónimo de Armonía Liropeya Etchepare Locino nacida un 7 de octubre de 1914 en Pando y desaparecida un 1 de marzo de 1994 en Montevideo donde recidía. Fue escritora y pedagoga de Uruguay.Acerca de los exactos datos de la vida de esta autora se han forjado varias leyendas. Ella misma, en vida suya, contribuyó a crearlas y divulgarlas. Así, por ejemplo, se encontrarán distintas fechas para su nacimiento en diversas historias de la literatura y enciclopedias, que van desde el año 1914 hasta el de 1930. Asimismo, el seudónimo elegido por ella, "Armonía Somers", se debe por un lado a un deseo —comprensible en el marco de la sociedad
puritana de entonces— de velar, al menos en un principio, la identidad verdadera de quien en 1950 publicó una novela erótica, La mujer desnuda. Por esto, muchos la atribuían a un autor hombre o bien a un grupo de escritores vanguardistas. Todavía en 1976 se hablaba del "hondo misterio que la envuelve como una segunda piel" (Fressia/García Rey: 21) y en 1986 Miguel Ángel Campodónico escribe de "esa Armonía Somers que se ha ocultado obsesivamente a la mirada indiscreta de los demás" (Homenaje: 46). Parece que casi siempre trató de evitar que se le tomaran fotos. No fue hasta poco antes de su muerte que la autora permitió a algunas personas consultar los documentos oficiales; según éstos, Álvaro J. Risso pudo configurar su cronología ("Un retrato para Armonía: cronología y bibliografía", en Cosse, 1990).



Si se toma en cuenta el esquema generacional, Armonía Somers, por su fecha de nacimiento, pertenecería a la llamada Generación del 45 de la literatura uruguaya. Sin embargo, se le puede considerar, como escribe García Rey (p. 101), "como una de esas excepciones que niegan o justifican el valor último de este criterio que, con tanto ahínco, se cuestiona hoy [...] al pasar revista a ese ser generacional —a sus temas, sus predilecciones, sus problemas— encontramos algo más que divergencias; hay, en verdad, un desentendimiento casi completo en relación a las obsesiones que tipifican la obra de esta escritora y aquellas por las que se inclina el resto del grupo." Algunos la consideran, por esto, como el "lobo estepario de la generación del 45" (cf. Campodónico: "Homenaje a Armonía Somers", p.45). Por esto, en Cien autores del Uruguay se dice que Armonía Somers se adelantó a la generación a la que pertenecería por nacimiento y, por su orientación artística, tiene más en común con la siguiente "Generación de la Crisis". Algunos la clasifican, junto con Juan Carlos Onetti, dentro de lo que Ángel Rama llamaría la "literatura imaginativa" que rompió con los moldes de la literatura realista. Hay una larga discusión sobre si la obra de Somers pertenece a la literatura fantástica o no; en todo caso, la atmósfera macabra de sus textos impregnados de violencia y erotismo, así como su estructura fragmentaria y los elementos intertextuales que contienen, hacen que la lectura de sus novelas y cuentos no sea fácil. Su escritura es innovadora, subversiva e irreverente, pero al mismo tiempo contiene elementos arquetípicos y alegóricos, alusiones a la Biblia y elementos oníricos y surrealistas.

Novelas
La mujer desnuda. Montevideo 1950
De miedo en miedo. Montevideo 1965
Un retrato para Dickens. Montevideo 1969
Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Buenos Aires 1986

Cuentos y novelas cortas
El derrumbamiento. Montevideo 1953
La calle del viento Norte y otros cuentos. Montevideo 1963
Todos los cuentos, 1953-1967. Montevideo 1967 (2 tomos)
Muerte por alacrán. Buenos Aires 1978
Tríptico darwiniano. Montevideo 1982
Viaje al corazón del día. Montevideo 1986
La rebelión de la flor. Montevideo 1988
El hacedor de girasoles. Montevideo 1994
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