06 octubre, 2014

ANA PAULA MAIA (Brasil, 1977)



C  A  R  B  Ó  N    A  N  I  M  A  l
El fuego se multiplica siempre en fuego, y lo que lo mantiene vivo es el oxígeno, lo mismo que mantiene vivo al hombre. Sin oxígeno el fuego se extingue, y el hombre también. Así como el hombre, el fuego necesita alimentarse para permanecer ardiendo. Vorazmente devora todo alrededor. Si el hombre es sofocado, muere porque no puede respirar. La llama, si es apagada, muere también.
[…]
Las llamas se mantienen encendidas mientras queman un pedazo de madera, un colhón, cortinas, entre otros productos inflamables. Incluso, los seres humanos son un producto inflamable que mantiene al fuego crepitando por mucho tiempo. Ambos sobreviven de lo mismo, y, cuando se encuentran, quieren destruírse uno al otro; consumirse uno al otro. El hombre descubrió el fuego y desde entonces pasó a dominarlo. Pero el fuego nunca se dejó dominar.
[…]
El planeta es mensurable y transitorio. Así como el espacio para almacenar basura está acabándose, para inhumar los cadáveres también. De aquí a algunas décadas o unos cien años habrá más cuerpos debajo de la tierra que encima de ella. Estaremos pisando nuestros antepasados, vecinos, parientes y enemigos, como pisamos césped seco, sin importarnos. El suelo y el agua estarán contaminados por  necro cromo, un líquido que sale de los cuerpos en descomposición y que posee sustancias tóxicas. La muerte todavía puede generar muerte. Ella se esparce hasta cuando no es percibida.
[…]
Abalurdes es una ciudad clavada en un peñasco. El río está muerto y refleja el color del sol. No hay peces y las aguas están contaminadas. El cielo, incluso cuando es azul, se carboniza cuando cae la tarde. Una región cenagosa y helada los días de frío. En las áreas más alejadas todavía existen casas de albañilería, que son simples y descoloridas. La pavimentación es precaria en algunas partes aisladas de la ciudad, con resquicios de antiguo asfalto. La ruta principal está mal iluminada, sin señalización y con curvas pronunciadas que bordean largos despeñaderos.
Abalurdes es una región carbonífera. Funciona un ferrocarril que transporta el carbón mineral explotado en el territorio. El tiempo de explotación ya dura cincuenta años; el tiempo en que las miles de toneladas de carbón mineral siguen siendo extraídas.
Los hombres que viven en la región vuelven de las minas irreconocibles, revestidos de un hollín denso. Por todo el lugar la fina capa de de cenizas cubre las superficies. La otra parte de los trabajadores vive en alojamientos cercanos a las minas.
[…]
La oscuridad de una mina es húmeda, con constantes ruidos de goteras, inminencia de desmoronamiento y un aire muy pesado. Es una oscuridad que comprime los sentidos. Que dificulta la respiración. Poco a poco esos hombres se vuelven parte de ella; cubiertos por las sombras tóxicas del aire contaminado. Cuando está fuera de la mina, a Edgar Wilson le gusta prender un cigarrillo. Se acostumbró al sabor del hollín, a lo quemado, al fuego.  Con los hombres del alojamiento aprendió a fumar. Sin embargo, algunos hombres fuman dentro de la mina. Es imposible controlarlos a todos. Es difícil tratar con peones. Son hombres brutos, de índole primaria y reacios a la obediencia. Lidiar con peones es como apacentar burros en el desierto. El lugar de una mina de carbón es una especie de desierto. Aislado, sofocante, mucho polvo, e, incluso con tantos trabajadores, existe la soledad. La inmensidad de las extensas proporciones de tierras alrededor puede aplastar la condición humana que existe hasta en el más bruto de los hombres. Los burros son animales difíciles de dominar. Indomables, intentan derribar a quien se monte en ellos; y cuando lo derriban, lo pisotean y encima buscan morderlo. Son bestias en muchos sentidos, esos hombres y los burros.
Luego de tres horas escavando una pared de carbón incesantemente, Edgar Wilson para por poco tiempo para beber agua. El trabajo de los hombres de esa galería ya rindió dos vagones de carbón que son empujados sobre vías por dos hombres responsables por esta tarea. El sonido de los mazazos perforando el carbón es interminable. Todas las noches, cuando todo alrededor hace silencio, él puede oírlas. Edgar Wilson tiene una sensación eternizada por algunos escasos segundos. Es un extraño presentimiento el que lo hace mirar hacia atrás, encima del hombro. Una suave corriente de aire pasa por su espalda, muy suave, pero perceptible para sus sentidos aguzados. Las sombras se hacen todavía mas densas. Cuando se escava el carbón mineral, puede liberarse gas grisu, que es inodoro y formado por gas metano. Al ser inhalado no causa mareo ni otro síntoma, pero es de fácil combustión cuando se acumula en grandes cantidades. Una simple chispa de una lámpara sirve de mecha para la explosión. Los extractores que están dentro de la mina estuvieron apagados por dos días por la escasez de energía eléctrica y volverían a funcionar al fin de la tarde. Fue una ráfaga de viento que arrojó a los hombres a distancias de diez o doce metros y los apuntalamientos comenzaron a desmoronarse. El gas en combustión quema y provoca la muerte por sofocamiento, además de ser venenoso. Edgar Wilson abre los ojos, pero está ciego debido a la extrema oscuridad. Su linterna despareció cuando fue arrojada hacia las profundidades de la Tierra como un habitante de las fallas subterráneas. Sin vestigio mínimo de la luz, se levanta del charco de agua y lodo hacia donde fue lanzado. Haber caído en un charco de esos evitó que se quemara. Él sólo oye gritos de socorro, gemidos sofocados y se aterra por primera vez en toda su vida. Trata de guiarse por el sonido de las goteras. El humo es tan pesado y sólido como un muro de cemento. Se quita la camisa, la moja en el charco y la pone contra su cara en una especie de filtro para poder respirar.
Es imposible pensar en buscar a alguien en esas circunstancias, él necesita salir para volver y buscar a los demás. Piensa en todos los hombres que están allí abajo, que trabajaban como él. Balbucea una oración aferrado a una medalla en el cuello. Rompe la nube de humo mientras avanza contra ella y su esfuerzo hace que la atraviese impetuoso. La respiración parece extinguirse y la cabeza le late. Edgar avanza y siente el pecho dolorido, pesado, las piernas torpes. Sigue orando por el camino tenebroso y tocando los apuntalamientos destruídos. Camina ciego sin saber dónde queda la entrada del túnel. En la entrada principal, a la espera de socorro, hay otros hombres. Ellos se recogen en el suelo aterrados y solamente aguardan. Edgar Wilson cierra los ojos y piensa en el cielo azul. Si muriera, moriría con este recuerdo. Si saliera de allí, nunca más invadiría las entrañas de la Tierra y trabajaría bajo el sol todos los días. Nunca más se ausentaría de él.

de Carvão animal, (Editora Record,2009)

01 octubre, 2014

ANGÉLICA GORODISCHER:KALPA IMPERIAL

KALPA IMPERIAL


Retrato del Emperador
Dijo el narrador: —Ahora que soplan buenos vientos, ahora que se han terminado los días de incertidumbre y las noches de terror, ahora que no hay delaciones ni persecuciones ni ejecuciones secretas, ahora que el capricho y la locura han desaparecido del corazón del Imperio, ahora que no vivimos nosotros y nuestros hijos sujetos a la ceguera del poder; ahora que un hombre justo se sienta en el trono de oro y las gentes se asoman tranquilamente a las puertas de sus casas para ver si hace buen tiempo y se dedican a sus asuntos y planean sus vacaciones y los niños van a la escuela y los actores recitan con el corazón puesto en lo que dicen y las muchachas se enamoran y los viejos mueren en sus camas y los poetas cantan y los joyeros pesan el oro detrás de sus vidrieras pequeñas y los jardineros riegan los parques y los jóvenes discuten y los posaderos le echan agua al vino y los maestros enseñan lo que saben y los contadores de cuentos contamos viejas historias y los archivistas archivan y los pescadores pescan y cada uno de nosotros puede decidir según sus virtudes y sus defectos lo que ha de hacer de su vida, ahora cualquiera puede entrar en el palacio del Emperador, por necesidad o por curiosidad; cualquiera puede visitar esa gran casa que fue durante tantos años vedada, prohibida, defendida por las armas, cerrada y oscura como lo fueron las almas de los Emperadores Guerreros de la dinastía de los Ellydróvides. Ahora cualquiera puede caminar por los anchos corredores tapizados, sentarse en los patios a escuchar el agua de las fuentes, acercarse a las cocinas y recibir un buñuelo de manos de un ayudante gordo y sonriente, cortar una flor en los jardines, mirarse en los espejos de las galerías, ver pasar a las camareras que llevan cestos con ropa limpia, tocar con un dedo irreverente la pierna de una estatua de mármol, saludar a los preceptores del príncipe heredero, reírse con las princesas que juegan a la pelota en el prado; y puede también pararse a la puerta de la sala del trono y esperar su turno simplemente, para acercarse al Emperador y decirle, por ejemplo:
—Señor, a mí me gusta mucho el teatro, pero en mi pueblo no hay ningún teatro. ¿No te parece que podrías mandar que construyeran uno?
Probablemente Ekkemantes I se sonreirá porque a él también le gusta mucho el teatro y se pondrá a hablar con entusiasmo de la última tragedia en verso de Orab'Maagg que se estrenó en la capital hasta que alguno de sus consejeros le haga notar con una tosecita discreta que no puede pasarse una hora charlando con cada uno de sus súbditos porque entonces no le va a quedar tiempo para gobernar. Y probablemente el buen Emperador, que parece hecho sólo para la sonrisa y el gesto bonachón pero que supo empuñar las armas y manejarlas como el ángel de alas negras de la guerra cuando se trató de aniquilar en el Imperio la codicia y la crueldad de una casta maldita, le conteste al consejero que charlar una hora con cada uno de sus súbditos es una manera de gobernar, y no de las peores, pero que el señor consejero tiene razón y que para no perder más ese tiempo tan valioso, redacte el señor consejero un decreto que el Emperador firmará, en el que se mande construir un teatro en el pueblo de Sariaband. También es posible que el consejero abra mucho los ojos y diga:
—Señor, la construcción de un teatro, aun la de un teatro de un pueblo tan pequeño, es una empresa cara.
—Oh, bueno, bueno —dirá quizá el Emperador—, no nos vamos a andar fijando en eso. Aparte de que un teatro nunca es caro porque lo que pasa allí adentro enseña a las gentes a pensar y a comprenderse, alguna joya habrá en el palacio, algún tesoro en los sótanos, que pueda solventar los gastos. Y si no los hay, pidamos a todos los actores del Imperio que trabajen un solo día, una sola tarde, una sola función destinando lo que se recaude a la construcción del teatro de Sariaband en el que algunos de ellos actuarán alguna vez y en donde se consagrará algún día un hijo o una hija de ellos, o un discípulo al que en este momento están tratando de enseñarle las ciento once maneras de expresar el dolor en escena. Y cuando los actores nos digan que sí, levantaremos un teatro de mármol rosa de ése que se saca de las canteras de la provincia de Sariabb, y pediremos a los escultores de la Academia Imperial que tallen las estatuas de la comedia y la tragedia para flanquear la entrada.
Y el aficionado al teatro se irá contento, silbando, con las manos en los bolsillos y el paso ligero, y tal vez antes de llegar a la puerta del gran salón del trono oiga cómo el Emperador le promete a los gritos que él mismo en persona va a ir a la inauguración del teatro, y cómo el señor consejero chasquea la lengua desaprobando semejante trasgresión al protocolo.
Bien, bien, me he dejado vencer por las palabras, cosa que un contador de cuentos debe evitar cuidadosamente, pero yo he conocido el miedo y a veces tengo que asegurarme de que ya no hay por qué sentirlo, y el único medio a mi alcance es precisamente el sonido de mis propias palabras. A lo que yo quería llegar cuando empecé mi narración, era a lo siguiente: en ese palacio que todos ahora tenemos derecho a recorrer como si fuera nuestra casa, que lo es, en ese palacio, en el ala sur, en un salón que da a un bellísimo jardín hexagonal, hay un montículo informe de piedras viejas, polvorientas y manchadas. En otros recintos hay alfombras y muebles y espejos y cuadros, hay instrumentos de música, hay panoplias, hay enseres, hay almohadones y porcelanas, hay flores, hay libros, hay plantas en jarrones y en macetas. Allí no hay nada: es un salón vacío y desnudo, y las losas de mármol ni siquiera cubren todo el suelo sino que dejan en el centro un espacio de tierra apisonada en el que se levanta el montículo de piedras. No es que se trate de nada secreto ni prohibido, pero muchos de ustedes, buscando la salida o un lugar silencioso en el que sentarse a descansar y comerse el sándwich que llevan en la bolsa, habrán abierto la puerta de ese salón y se habrán preguntado qué quieren decir esas grises piedras desprolijas en un palacio tan bien cuidado, tan limpio y tan alegre. Bien, bien, amigos míos, yo se los voy a decir porque para eso estamos en este mundo los contadores de cuentos: no para frivolidades, aunque en ocasiones parezcamos frívolos, sino para contestar a esas preguntas que todos nos hacemos, y no a la manera del que cuenta sino a la manera del que escucha.
Larga es la historia del Imperio, muy larga; tanto que no alcanza la vida de un hombre dedicado al estudio y a la investigación, para conocerla por entero. Hay nombres, episodios, años y centurias que quedan en la sombra, que constan en algún folio de algún archivo listos para que alguna memoria los rescate y algún contador de cuentos les devuelva la vida alguna vez en un pabellón como éste para gentes como ustedes que se irán después a sus casas pensando en lo que se ha dicho y mirarán a sus hijos con orgullo y con un poco de tristeza. Además de larga, la historia del Imperio es complicada: no es un cuento fácil en el que se enumera un acontecimiento después de otro y en el que las causas explican los efectos y los efectos guardan proporción con las causas. No, no es así: la historia del Imperio está sembrada de sorpresas, contradicciones, abismos, muertes y resurrecciones. Y yo les digo ahora que esas piedras en un salón vacío del palacio del Emperador son precisamente la muerte, pero que también son la resurrección.
Porque el Imperio murió, muchas veces, con muchas muertes, lentas o súbitas, dolorosas o plácidas, ridículas o trágicas, pero murió, y se volvió a levantar de su muerte. Una de esas muertes, hace ya muchos miles de años, fue más profunda y más negra que las otras. No fue ridícula ni trágica: fue estúpida, desgarradora y demente. Y lo fue porque los hombres se mataron por la más fútil y peligrosa de las pasiones: por el poder, por ascender al trono de oro, sentarse allí y permanecer sentados el mayor tiempo posible. Un general ambicioso mató a un emperador inepto. La emperatriz viuda, que siempre había vivido en la sombra y de quien ni el nombre se recuerda, vengó a su marido y de paso despejó su propio camino hacia el trono matando al general con su espada regicida antes de que pudiera adueñarse del palacio. Después cultivó el resentimiento de los soldados sin jefe, cosa que podía hacer a la perfección porque ella conocía muy bien el resentimiento, los sublevó contra la oficialidad e hizo matar a todos los generales del Ejército Imperial, no fuera que a algún otro se le fuera a ocurrir la misma idea que al asesino de su marido. Los hermanos del emperador muerto se armaron y corrieron al palacio, según ellos en auxilio de la indefensa viuda, pero en verdad con el designio de ocupar el trono en vez de ella. Se alzaron las provincias del este en las que un noble arruinado que decía ser descendiente de una vieja dinastía, reclamaba su derecho a regir el Imperio. Alguien estranguló en su cama a la emperatriz y acuchilló a sus hijos, aunque se dijo que una niña había escapado a la matanza. De los pantanos y los bosques del sur subieron hordas de desarrapados que saquearon las ciudades aprovechando la confusión que sembraba el paso de los ejércitos. En el norte un charlatán dijo haber oído voces que bajaban del cielo y le ordenaban que se proclamara emperador y diera muerte a quienes se le opusieran, y lo malo fue que muchos le creyeron. En pocos meses se generalizó una guerra en la que los hombres llegaron a no saber y a no querer saber contra quién peleaban y en la que no se trataba de matar o morir sino de matar y morir. Hizo su aparición la peste. Un año después la población del Imperio se había reducido a menos de la mitad y esa fracción de la mitad seguía luchando, matando, incendiando y destruyendo. En la capital, unos oficiales del que había sido el ejército más orgulloso de todos los tiempos encontraron a una muchacha y dijeron que era la hija del emperador muerto que había sobrevivido a la noche del degüello. Quizá lo era, quizá no. La muchacha subió al trono, no entre pompa y fanfarrias sino entre hogueras y alaridos, y una vez allí trató de poner orden, primero en el palacio, después en las calles y las casas de la ciudad, y pareció que lo iba a conseguir. Pero los hombres de uniforme se alarmaron: si en vez de servirles de medio para gobernar, la presunta hija del emperador muerto se afianzaba en el trono, ninguno de ellos tendría ya oportunidad de ser emperador. Hicieron entonces todo lo posible para que sus planes fracasaran y sus órdenes no fueran obedecidas. Y cuando vieron que la muchacha era más hábil y más fuerte de lo que ellos habían supuesto, se reunieron en secreto y hablaron durante muchas horas de una noche. Así que ella murió; no me pregunten cómo porque nadie lo sabe. Era muy joven, tal vez era bella, aunque había pasado mucho tiempo escondida y mal alimentada, y había reinado durante cincuenta y cuatro días.
Bien, bien, todos ustedes tienen imaginación; no demasiada porque si así fuera no me necesitarían, pero la tienen. Piensen entonces en esa muerte del Imperio, vean las ciudades destripadas, los campos quemados, las calles desiertas; oigan el silencio, el viento que bramando hace caer las piedras sueltas de los edificios en ruinas. No hay alimentos, no hay agua potable, no hay vehículos, no hay medicamentos, ni alegría ni libros de texto ni música ni comunicaciones ni fábricas ni bancos ni tiendas elegantes ni poetas ni contadores de cuentos. No hay nada, ni siquiera un símbolo de poder por el cual luchar: el trono de oro se ha perdido, no existe, o si existe ha quedado sepultado bajo una montaña de cuerpos rotos y de desperdicios. La guerra también ha muerto y sólo queda el olvido. La población del Imperio ya no es la mitad de lo que fue: no quedan más que grupos de nómades embrutecidos que se abrigan con harapos arrancados a los cadáveres y se refugian entre paredes tambaleantes que aún sostienen restos de lo que fue un techo y se alimentan con lo que encuentran a su paso o con algún animal que cazan o a veces, si el frío los priva hasta de eso, con la carne del más débil o el más desprevenido del grupo. Y así vivieron, durante generaciones y generaciones. Hasta que de casi bestias desnudas y errantes, esos seres destruidos y enfermos empezaron a convertirse lentamente otra vez en hombres y reaprendieron a encender el fuego, a asar las carnes, a sembrar el grano, a modelar la arcilla y a enterrar a los muertos. También reaprendieron a luchar entre ellos, desgraciadamente. Las tribus se hicieron más numerosas, y hubo brujos, guerreros, jefes, cazadores, y hombres extraños que ahuecaban las cañas y soplaban para producir sonidos, y mujeres y muchachas que bailaban torpemente al ritmo de esos sonidos.
Bien, bien, mis queridos amigos que me escuchan, reflexionemos un poco ahora y pensemos que todo podría haber tomado otro rumbo y que los hombres podrían haber adoptado otra manera de organizarse que no fuera la del Imperio muerto. Tal vez en pequeños reinos, tal vez en ciudades independientes y soberanas, tal vez en comunidades pastoriles y agrícolas aferradas a la tierra, tal vez en sociedades teocráticas, tal vez en hordas depredadoras, quién sabe. La muerte es resurrección, pero ignoramos qué clase de resurrección hasta que no se ha producido y ya es demasiado tarde como no sea para meditar sobre lo que ha pasado y si nos es posible, aprender algo más sobre nosotros mismos. Bien, bien, ahora veamos por qué el Imperio renació como de un sueño y por qué comenzó otra vez a ser lo que había sido. Yo les voy a contar que hubo una vez un niño en una de esas tribus indecisas entre el arado y la lanza, un niño curioso al que llamaban Bib, que estaba particularmente dotado para arrancar sonidos a las cañas ahuecadas. Si alguien hubiera sido lo suficientemente sensible y perspicaz, si hubiera habido tiempo para algo más que el sustento, el fuego y la defensa, hubiera sido evidente que Bib tenía otras dotes especiales, algunas de ellas bastante acentuadas: por ejemplo, era desobediente. También era temerario y como ya les dije, era curioso. Era insaciablemente curioso. Cuando los otros chicos dormitaban al sol en hamacas tejidas con tientos, Bib levantaba la cabecita redonda para mirar las hojas de los árboles que se movían en el viento. Cuando los otros chicos gateaban alrededor de sus madres, Bib se deslizaba hasta la puerta de la choza y prestaba atención a lo que estaba pasando allá afuera. Cuando los otros chicos jugaban entre el barro y los animales, Bib iba hasta las ruinas y cavaba en busca de los objetos extraños que después limpiaba y escondía en un lugar secreto en el cual podía estudiarlos y agruparlos sin que nadie lo molestara.
Estaba prohibido andar entre las ruinas: era algo que les estaba prohibido a todos y especialmente a los chicos. Es cierto que a veces alguien iba, a veces, cuando se rompía un caldero o una lanza o un hacha o alguna otra cosa imprescindible. Pero entonces los hombres y las mujeres pedían permiso al Jefe o al Más Anciano para ir Allá a buscar con qué reemplazarlo. No, no, yo no sé por qué estaba prohibido, pero puedo imaginarlo. Es que esos muros altos aún, esas estancias laberínticas, esas enormes rejas trabajadas, en pie o caídas entre las malezas, esas aberturas anchas y altas como bocas de fieras, eran tan distintas de las frágiles construcciones de barro redondas, con un solo recinto, sin ventanas, con techos de paja, tan distintas, que la gente de la tribu sentía que ahí habitaba El Miedo. Bib era pequeño y flaco, había tenido varias enfermedades, había estado dos veces a punto de morir, no tenía aún fuerzas para levantar una lanza, pero ya sabía que el miedo habita en los hombres y no en las cosas, ni siquiera en los palacios derruidos. Él no sabía, claro está, que esas construcciones imponentes todavía a pesar del fuego, la locura y el tiempo, eran palacios. Tampoco había llegado gracias a la razón a concluir que el miedo es hijo de los hombres y no de las cosas, ni se lo había dicho claramente a nadie y ni siquiera a sí mismo. Pero lo sabía. Es que si no hubiera sido porque en el poblado se consideraba fuerte, sabio e inteligente a todo aquél que matara más animales y adversarios y que tuviera más hijos y más grano almacenado, se hubiera podido decir que Bib era la persona más fuerte, sabia e inteligente de la tribu.
Cuando los otros chicos salieron a cazar por primera vez con sus padres o sus abuelos o sus tíos o sus hermanos mayores, Bib también salió a cazar. Y entonces por primera vez los hombres y las mujeres del pueblo se fijaron en él y pensaron que quizá el hijo de Voro fuera algo más que un haragán que se pasaba el día y parte de la noche vagando quién sabe por dónde y soplando en una caña ahuecada que tenía cinco agujeros en vez de dos como las que se usaban para las danzas cuando comenzaban los largos días de sol. Porque Bib, pequeño y flaco como era, llevó al poblado más piezas que cualquiera de sus compañeros, incluso más que Itur que era ya casi un guerrero, con su cicatriz en la cara y sus espaldas anchas como el lomo de un carnero. Fue la única vez en su vida que Bib salió a cazar. Bien, bien, ya había probado que era un hombre y que por lo tanto nadie tenía por qué darle órdenes: dejó los animales muertos para que otros los desollaran y los asaran o los salaran por él, y se negó a mostrar el arma con la que les había dado muerte. Eso no tenía importancia, aunque a la gente, sobre todo a los hombres, les hubiera gustado saber con qué había producido esas heridas tan raras; era desusado, pero no tenía importancia porque se esperaba que cada muchacho que salía a cazar por primera vez fabricara sus propias armas, lo que suponía un cierto derecho a hacer con ellas después lo que se le diera la gana, incluso esconderlas a los ojos de los demás. Pero al otro día, amigos míos, ante el asombro y quizá el escándalo y seguramente el temor de todos los habitantes del pueblo, Bib salió de su choza y se fue caminando hasta las ruinas y sin pedir autorización a nadie pasó por las grandes aberturas y se perdió en la sombra, como tragado por El Miedo. Volvió a la tarde, llevando una carga tan pesada que lo hacía tambalearse a cada paso, entró a la choza frágil sin ventanas, y le entregó a su madre muchos objetos extraños y brillantes y le dijo que los usara. La mujer no sabía para qué servían esas cosas.
—Esto es para poner la comida y no se rompe nunca —dijo Bib—. ¿Te das cuenta? Lo golpeo y no se hace pedazos como los cuencos. Los mejores cuencos, aun los que fabrica Lloba, se rompen o se quiebran y filtran los líquidos. Esto no. No tengas miedo, no nos va a pasar nada si los usamos. Esto es para revolver las comidas: no revuelvas más con un palo ahuecado, esto es mejor, y tampoco se rompe ni se pudre. Esto puede servir para ponerlo al fuego a hervir caldos y carnes, pero es mejor que lo uses para guardar agua porque se calienta demasiado y podrías quemarte. Esto es para cortar el cuero: se pone un dedo acá y otro acá, se agarra el cuero con la otra mano y se hace así. Esto es para reflejar el sol, no, de ahí no, hay que agarrarlo de aquí y poner la superficie para arriba, no lo dejes caer porque esto sí se rompe. ¿Mágico por qué? No son más que nuestras caras, la tuya y la mía. Bueno, lo podemos poner así para que no refleje nada. Esto es para guardar cosas adentro pero es mejor que una bolsa porque se puede poner todo separado, acá las puntas de las flechas, acá los anzuelos, acá los cuchillos, acá las plumas y en está parte de abajo más grande, los abrigos para el invierno. Esto es para sentarse, o para subirse encima y alcanzar las ramas más bajas de los árboles. Esto es para sujetar la carne cuando quieras cortarla, así. Esto es para que te pongas alrededor del cuello en vez de esa sarta de huesos amarillos que te regaló Voro.
—Pero son de los animales que cazó antes de que nacieras —dijo ella.
—No importa —dijo Bib—, son feos y no son más que huesos viejos y resecos. Esto es más duro y más hermoso y brilla a la luz, ¿ves?
Y Bib siguió explicándole durante horas para qué servía cada una de las cosas que había traído. Mientras tanto afuera, los hombres más viejos y más valientes y más inteligentes de la tribu hablaban de lo que había hecho el muchacho. Y para cuando cerró la noche, uno de ellos se separó del grupo y se acercó a la choza de Bib y lo llamó.
—Aquí estoy —dijo él apareciendo en el hueco de la puerta.
—Bib, hijo de Voro —dijo el hombre—, lo que has hecho está muy mal.
—¿Por qué no te vas a dormir, viejo? —dijo Bib.
El hombre se enfureció:
—¡Vas a morir, Bib! —gritó—. Vamos a quemar tu casa y te vas a asar ahí adentro con tu madre y con todas esas cosas malditas.
—No seas estúpido —dijo el muchacho sonriendo.
El hombre volvió a gritar, abrió los brazos y se abalanzó sobre Bib, pero no llegó a tocarlo. Bib alzó la mano derecha y en esa mano había un arma pequeña y brillante. Bib disparó y el hombre cayó muerto.
Nunca más se habló de matar al hijo de Voro ni de quemar su casa repleta de cosas sacadas de las ruinas. Claro que los habitantes del poblado siguieron creyendo que Allá habitaba El Miedo, pero preferían enfrentar eso y no el arma de Bib. Era por esa razón que consentían en que todos los días, después de atender a los animales, a los niños que todavía no podían valerse por sí mismos y a los enfermos, Bib los dividiera en grupos y los llevara a cavar a las ruinas. Se habían terminado los tiempos en los que había que pedir autorización para ir a los palacios derruidos en busca de un remate de reja con el que reponer la cabeza de una lanza. También se habían terminado los tiempos del miedo, aunque ellos no lo sabían y aún creían y sostenían que no. Si bien es cierto que se negaron a reconstruir las estancias y trasladarse a vivir en ellas y que Bib no pudo convencerlos de que allí vivirían mejor y más seguros, también lo es que con las indicaciones del muchacho acarrearon piedras sueltas, vigas caídas y rejas enmohecidas, y las usaron para levantar nuevas viviendas de paredes y techos sólidos, con aberturas y tabiques interiores. Eso sí, Bib no dejó que tocaran la mayor de las construcciones entre las ruinas:
—Ésa es mi casa —decía—, algún día me voy a ir a vivir allí.
Los hombres y las mujeres de la tribu le decían que no lo hiciera, que por la noche iban a aparecer los demonios de la sombra y se lo iban a llevar con ellos, y Bib se reía un poco porque sabía que no hay demonios de las sombras y otro poco porque ya no lo amenazaban.
Bien, bien, ¿adonde nos lleva todo esto? Ya verán, mis buenos amigos, ya verán: nos lleva algo más allá en el tiempo, cuando ya todo el pueblo vivía en casas de piedra y comía en platos de oro y se servía el agua de ánforas de cristal, algunas ennegrecidas, otras con el pico roto o rajadas, en vasos o copas de plata, sobre mesas labradas a las que se había limpiado y raspado cuidadosamente. También dormían en camas a las que les faltaba el respaldo o una columna torneada o las patas, y en las que ponían las viejas mantas sobre los tirantes, pero verdaderas camas, anchas y largas, que ocupaban la habitación del fondo en las casas de piedra. Los viejos no se acostumbraban a esas cosas y así como a veces reclamaban sus cuencos de arcilla para comer, a veces también, en secreto, dormían en el suelo al lado de sus grandes camas. Pero Bib decía que las gentes poderosas y valientes dormían en camas y no sobre la tierra como animales que sólo sirven para trabajar y alimentar a sus dueños, y a los jóvenes y a los niños les gustaba sentirse valientes y poderosos.
Todo esto nos lleva también a saber que para cuando llegó el invierno los hombres habían terminado la construcción de una muralla que rodeaba las casas nuevas, los corrales, los depósitos de grano y las ruinas del miedo, cerrada, con un portón de hierro que habían tardado un mes en transportar y asegurar en su lugar. Por eso cuando la nieve y el hambre empujaron a otras tribus a salir en busca de alimento, a atacar, matar y robar, el pueblo de Bib resistió con éxito, persiguió a los asaltantes sobrevivientes y terminó por incorporar a algunos de ellos a la ciudad de piedra. Nadie lo sabía aún, ni siquiera lo sabía el hijo de Voro, pero el Imperio resucitaba.
Pasó el invierno y llegó la primavera, y pasó la primavera y llegó el verano. La ciudad de piedra cambiaba y se extendía rápidamente: hubo que demoler parte de la muralla y volver a levantarla mucho más lejos. Se encontraron entre las ruinas piedras chatas con las que se cubrieron los pasajes que quedaban entre las casas, y cuando las piedras de las ruinas se terminaron, los hombres salieron a buscar más, en otras ruinas o en depósitos naturales. Se hizo necesario construir embarcaderos en el río y cortar listones de madera y unirlos para hacer grandes embarcaciones en vez de ahuecar troncos para hacer canoas. Hubo que traer más piedras para levantar más casas, y despejar el centro para que los hombres se reunieran a intercambiar allí lo que fabricaban o lo que cosechaban. Alguien hizo una bandeja circular que se movía con la presión del pie sobre una palanca y modeló en pocos minutos con la ardilla que puso, una vasija para almacenar líquidos. Una mujer que tenía un hijo enfermo que no podía caminar, usó dos de los rodillos con los que se afirmaban las piedras chatas sobre la tierra, para poner encima una plataforma en la cual transportar al muchacho. Un hombre que tenía una familia numerosa elevó las paredes de su casa y le puso otro techo y una escalera interior. Los jóvenes se sentaban bajo los árboles alrededor de los viejos y preguntaban qué eran y para qué servían esos instrumentos delicados y raros que encontraban día a día entre las ruinas. A veces los viejos lo sabían, otras veces no, y entonces los muchachos lo descubrían por sí solos a fuerza de ensayar, lastimarse, equivocarse y volver a empezar. La cuestión es que protegidos y abrigados, bien alimentados y a salvo de enemigos y de animales salvajes, los habitantes de la ciudad crecían en número y en fuerza. Además, para la época de las lluvias ya no eran asaltantes los que llegaban: eran caminantes a pedir refugio o trabajo o a ofrecer lo que hacían y lo que sabían. Y cuando terminaron las lluvias y los campos se pusieron de un color verde muy oscuro y los hombres y las mujeres recogieron el grano y los frutos, sucedió algo muy importante.
El muchacho al que aún llamaban Bib quería, efectivamente, irse a vivir a la gran casa de piedra entre las ruinas porque los sueños que había soñado cuando era un chico y los propósitos que se había hecho cuando se convirtió en un hombre, todavía estaban allí, seguían existiendo entre las paredes que a él le parecían cada vez más orgullosas. De todas las otras ruinas, y del Miedo, ya muy poco iba quedando porque todo lo que había habido ahí, oculto o no, se utilizaba ahora en la ciudad para vivir o para construir. Sólo se levantaba como antes la gran construcción central en la que Bib trabajaba cubriendo la tierra con losas o descubriendo los viejos pisos descoloridos, tendiendo vigas para sostener nuevos techos, reparando, asegurando dinteles y paredes, observando y tratando de adivinar para qué servirían esos conductos de metal blando cuyas bocas asomaban entre las junturas de las piedras.
En esa gran casa, en una habitación clausurada por un techo desmoronado, Bib encontró un día de fines de verano un asiento gigantesco, pesado como una montaña, brillante como los platos que le había llevado a su madre en su primer día de hombre, incrustado de cuentas duras como las del collar que ella usaba desde entonces alrededor del cuello en lugar de la sarta de dientes de animales cazados por Voro en un invierno lejano cuando él aún no había nacido. Era tan grande ese asiento, tan imponente, tan macizo, tan desmesurado, que apenas parecía hecho para un hombre. Bib pensó que sería para un gigante. También pensó que él era un gigante. No era cierto, por supuesto, no por lo menos en cuanto al cuerpo: Bib seguía siendo un hombrecito flaco y no muy alto. Pero pensó eso, pensó que él era un gigante y que el asiento estaba hecho para él. Y subió los tres escalones de la base y se sentó. Solo, en el recinto en ruinas, en la oscuridad casi completa porque no había más luz que la que entraba por el boquete que el hijo de Voro había hecho en el techo caído contra la antigua entrada de la sala, allí, un bárbaro temerario, curioso y, desobediente, se sentó en el trono de oro de los señores del Imperio.
Bien, bien, créanme ustedes si les digo que una vez que estuvo sentado en el sillón del poder, Bib se convirtió en un gigante. Ah, no, mis amigos, no quiero decir que creció ni que engordó. Siguió siendo como era, más flaco y más bajo que los hombres de su edad, pero pensó intensamente en sí mismo, no ya como una persona aislada sino como parte de algo que aún no existía y que necesitaba de él para existir. Y ésa amigos míos, ésa es la clase de reflexiones que nos convierte en gigantes.
¿Para qué alargar más esta vieja historia? Hay mucho que hacer en las calles y en las casas de la ciudad; hay mucho que hacer en las ciudades y en los campos del Imperio, y algunos de ustedes estarán pensando que a este contador de cuentos le entusiasma demasiado lo que va contando. Bien, bien, eso no deja de tener su parte de verdad, pero tranquilícense: ya no queda mucho por decir. Queda por decir que llegó el otoño a la ciudad de piedra, y que pasó y llegó el invierno. Y que cuando llegó la nieve ya la ciudad se llamaba Bibarandaraina y recibía tributo de muchas ciudades nuevas, más precarias, más pobres, más pequeñas, más apresuradamente construidas, a las que en retribución defendía y protegía. En el centro de esa capital se alzaba el muy antiguo palacio, ocupado ahora por el Emperador Bibaraïn I llamado El Flautista, iniciador de la dinastía de los Vorónnsides, uno de los fundadores del Imperio. No encontrará nunca ninguno de ustedes un retrato del Flautista en los libros de historia ni en las interminables galerías que exhiben las efigies de tantos hombres y tantas mujeres que se sentaron en el trono de oro, porque ninguna pintura ni estatua quedó de él, si es que alguna vez hubo alguna. Sólo los contadores de cuentos que nos sentamos en las plazas o en los pabellones a narrar viejas historias, podemos imaginarlo tal como fue. Y si algo hace falta para recordarlo, no hay más que entrar al palacio del buen Emperador Ekkemantes I, buscar el recinto que da al jardín hexagonal y contemplar el último vestigio de otro palacio, uno que fue destruido por la guerra, como el Imperio, y que volvió a vivir, como el Imperio, hace muchos miles de años ya, gracias a un hombre demasiado flaco, demasiado curioso, demasiado desobediente.
Fue un buen emperador. No les diré que fue perfecto porque no lo fue; no, mis buenos amigos, ningún hombre es perfecto y un emperador lo es menos que cualquiera porque tiene en sus manos el poder, y el poder es dañino como un animal no del todo domesticado, es peligroso como un ácido, es dulce y mortal como miel envenenada. Pero sí les digo que fue un buen emperador. Sabía, por ejemplo, de qué lado de la moneda estaba el bien y de qué lado el mal, y eso ya es mucho saber. Sólo que él a veces tenía que optar por el mal porque el nacimiento de un Imperio es algo que escapa a los pensamientos, los sentimientos y las acciones de un solo hombre. Y así fue como lo primero que hizo fue organizar el ejército, cosa que es mala, para evitar desórdenes en las ciudades y pueblos semibárbaros y para proteger a quienes ya eran sus súbditos, cosa que es buena. Después de eso hizo sacar a la luz los restos del viejo Imperio allí donde hubiera rastros de su existencia, que los había a lo largo de todo el territorio, y les devolvió su lugar y su esplendor y gracias a ellos volvió a trazar los límites de las provincias. Y después eligió a los hombres mas perspicaces y los puso a descifrar el sonido y el significado de todo lo que se encontrara escrito en papel, en tela, en mármol o en metal. Recién entonces se fundaron escuelas y así como los hombres habían reaprendido a encender el fuego y a enterrar a los muertos, así reaprendieron a leer, a escribir, a establecer leyes, componer música, tallar engranajes, soplar el vidrio, soldar los metales, medir los campos, curar las enfermedades, observar el cielo, tender caminos, contar el tiempo, y hasta vivir en paz.
Todo eso se hizo en el lapso de una vida, sí, mis queridos amigos, así es. Una vida larga, muy larga, pero una sola. El Emperador Bibaraïn I se casó dos veces y tuvo catorce hijos, seis varones y ocho mujeres. Nunca aprendió a leer ni a escribir: decía que no le hacía falta, y quizá estaba en lo cierto. Pero a nadie que estuviera cerca de él se le permitió ser ignorante. Su segunda mujer, la Emperatriz Dalayya, aprendió la lectura y la escritura cuando tenía quince años, y a los treinta había escrito cuatro libros de crónicas en los que se documentaba todo lo que del viejo Imperio iba apareciendo en las excavaciones, con detalles precisos y con interpretaciones, inexactas las más de las veces, pero llenas de belleza e imaginación. Uno de sus hijos fue matemático y otro fue poeta y cantó la increíble vida de su padre y la muerte del viejo Imperio tal como él, que lo había visto resucitar, sentía que pudo haber sido. Todos sus otros hijos, todas sus hijas, fueron inteligentes, instruidos y capaces. Y hubo una hija que fue curiosa y desobediente como lo había sido un chico al que llamaban Bib en una tribu de bárbaros seminómades.
Y se dice, esto yo no lo puedo asegurar, mis buenos amigos, pero se dice que cuando llegó la muerte el viejo Emperador Bibaraïn la vio llegar y le sonrió y le preguntó si podía esperar un rato por él, y que ella esperó. No mucho, pero esperó. El viejo señor del nuevo Imperio se sentó en el trono de oro, llamó a su mujer, a sus hijos, a sus nietos, a sus ministros y a sus servidores, y les dijo que se moría. Nadie le quiso creer, nadie: tenía los ojos tan brillantes, la cabeza tan erguida, la voz tan segura, que nadie le quiso creer. Nadie, salvo una muchacha a la que le habían ordenado que se lavara y se peinara y se pusiera otro vestido para ir a ver a su augusto padre. Ella, que no había hecho ninguna de las tres cosas y que trataba de esconderse detrás de sus hermanos mayores, ella sí le creyó. El viejo Bibaraïn I El Flautista, sonrió y dijo que nombraba heredero del trono a su hija Mainaleaä, y que la Emperatriz Dalayya, su madre, sería Regente hasta que la muchachita despeinada llegara a la mayoría de edad. Y mientras un escribiente se afanaba con pluma y papel para que el Emperador firmara el decreto de sucesión y la orden de conservar mientras fuera posible el antiguo palacio, el viejo señor pidió una flauta y se puso a tocar. Cuando el escribiente le alcanzó el decreto, el Emperador lo firmó y después siguió tocando la flauta hasta que se acordó de la muerte que andaba por ahí esperándolo. Entonces alzó los ojos en medio de una nota muy aguda, la miró y le hizo un guiño. La muerte caminó hacia él y el viejo señor se murió, tocando la flauta, sentado en el trono de oro en el que se sentaron los gobernantes del Imperio más vasto y más antiguo que ha conocido el hombre.


Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires y vive en Rosario. De intensa vida literaria, colabora en diarios y revistas del país y del exterior. Ha recibido la beca Fullbright y los premios Emecé y Gilgamesh (España).
Ha publicado las novelas Opus dos, Kalpa imperial, Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara y Jugo de mango, y los conjuntos de cuentos Cuentos con soldados, Las pelucas, Bajo las jubeas en flor, Casta luna electrónica, Trafalgar y Mala noche y Parir hembra.
















26 julio, 2014

CAROLA SAAVEDRA (Chile-Brasil, 1973)



FLORES AZULES
20 de enero
Querido mío,
Pasé el día pensando, la carta que te escribí ayer, tu reacción. ¿La habrás leído? Inquieto, abriendo el sobre todavía en el ascensor, o la habrás tirado, antes de llegar a casa, el sobre intacto, o la habrás rasgado, los pedazos en el cesto de basura del pasillo, junto con otros papeles, anuncios, borradores, diarios, todo lo que nadie quiso, o habrás dejado apenas el sobre cerrado encima de la mesa, mudo. Pasé el día pensando. Y, si realmente la leíste, llegaste a casa, abriste el sobre y la leíste, ¿qué habrá sucedido? ¿Me habrás oído? ¿Habrás comprendido, hasta el más inesperado de mi relato, lo habrás comprendido? ¿Nos habrá aproximado? Los recuerdos, el rescate de algo nuestro, algo que vuelve a existir, o es que soy sólo yo, yo todo, el deseo, la escritura, la lectura. Es que te llamo y tú sigues, sin mirar hacia atrás, nunca. Yo me quedo pensando, allí, del otro lado, que es donde tú te encuentras, ¿habrá habido algo capaz de prenderte?
Es posible también que a ti no te haya gustado, tal vez hasta me odies ahora, todavía más. Yo recordando aquel día, el último, nuestra ida al videoclub, obligándote a recordar, preguntándote a cada instante ¿recuerdas? ¿recuerdas? Y tal vez tú no quieras. Tal vez tú prefieras solamente seguir hacia adelante, el futuro, lo que está por venir. Pensando que la separación es un fin, no un instante eterno, como quiero creer. Tú que eres siempre otro, y andas por las calles sin mirar hacia atrás, nunca. Tal vez tú me odies ahora, más todavía, y ni llegues a leer esta segunda carta, tal vez tú no leas nunca más nada mío. Pero, de todas formas, siempre tendré la esperanza de que tú vuelvas hacia atrás, quién sabe la semana entera, o hasta meses, el sobre olvidado, tirado en algún lugar, semanas, meses, años, hasta que, quién sabe, algún día, un desliz, un descuido, un movimiento impensado, y esta carta que se abre y todo el mundo dentro de ella que se abre. Diciéndote en todo momento: ¿recuerdas? Y, aunque yo esté equivocada, y tú tires a la basura una carta después de la otra, decidido, implacable, ésta y las que vendrán. Sí, porque habrá otras. ¿Cuántas? No sé todavía. Pero habrá otras, todos los días, en tu buzón, todos los días, esperándote, el sobre cerrado y todas sus lecturas y posibilidades. Entonces, aunque las tires a la basura, una carta después de otra, existirá siempre el sobre cerrado y la expectativa del sobre cerrado y su propio idioma.
Pero prefiero imaginar que las cosas no son así. Prefiero algo mucho más simple, tú como ahora, sentado en un sillón, o en una silla, o en un sofá, esta carta, una taza de café. El teléfono sonando. Tus manos y esta carta. Sólo eso. Lo mínimo necesario. Siempre me pareció que es necesario ser simple cuando hay algo importante para decir. ¿Habrá realmente algo importante para decir?, tú debes estar preguntando. ¿Una revelación, un secreto? Yo te respondo que sí, que hay cosas que tú no sabes, siempre hay cosas que no sabemos, por más transparente que el otro sea. Por más dócil, hay siempre algo inesperado, algo que tal vez te sorprenda y te haga sonreír o sufrir.
Una pequeña venganza, a fin de cuentas qué es una venganza más allá de una extraña declaración de amor, alguien que se venga y siempre alguien que dice: la separación, la separación es un gusto por la mitad y tu nombre que se repite, cada vez. Tu nombre incompleto, suspendido en mi boca, eso es la venganza, un amor que no acaba nunca.
Entonces fue lo que sucedió, una pequeña venganza, ayer. Te digo que fue ayer, pero podría haber sido antes, cualquier otro día después de tu ausencia, entonces te digo, porque soy yo quien está contando: ayer fui al videoclub. Te digo esto casi en secreto, temerosa, quizás, la primera vez desde aquel día. Fui al videoclub, la misma puerta, las mismas películas, el mismo hombre atrás del mostrador, pero algo había cambiado, algo en mí, y tomé justamente aquella película, la de la última vez, ¿recuerdas? Aquella que yo sugerí, ¿por qué habrá sido? ¿Estaría queriendo decir algo? Pero tú no querías ver, tú me tomaste del brazo con fuerza, la presión de tus dedos todavía mucho tiempo después, todavía ahora nosotros dos en el medio de la calle, y la presión, momentos después. El personaje que se parece o no a ti y hasta el mismo actor, ¿será así? Pero ahora da lo mismo, tomé la película, ¿despiadada? Puede ser. Y fue como si yo te traicionara, extraño, ¿no?, como si te engañara, como si me vengara, o, peor, como si me vengara y sonriera. Caminando feliz en medio de la calle, como si me vengara y sonriera. ¿Viste cómo todo ha cambiado? Yo me sentía alegre, una agitación, un entusiasmo, yo casi corriendo, radiante, en medio de la calle, la sensación de haber robado algo valioso, la sensación de haber robado, y ahora, escapando sin que nadie se diera cuenta, ilesa, y me preguntaba, ¿cómo podía hacer eso contigo?, y yo sonreía, radiante, sin que hubiera razón.
Y entonces, ahora, podría decir que, al llegar a casa, puse la película en el aparato, apreté play, y surgió todo un desdoblamiento de escenas y ese actor y ese personaje y todo aquello que tú negabas y que podría haber sido tú. Y decirte que pasé todo ese tiempo feliz, enfrente al aparato de tv, todo aquello que yo no entendía pero que, yo estaba segura, te haría sonreír y sufrir. Yo podría haber hecho todo eso, pero no. Yo podría hasta mentir, pero no. Por algún motivo, sólo la película, aquel pequeño disco y la sospecha de algún peligro, un miedo indefinido. Yo podría haberlo hecho todo. Pero no. Por algún motivo. Volví a poner el pequeño disco en la caja, la cerré, y ella quedó allí, encima de la mesa, por mucho tiempo, yo enfrente al ruido de la televisión, la televisión vacía de imágenes. Mi pequeña venganza, infantil y boba. Yo podría hasta mentir. Es que la venganza nunca es suficiente, como el amor, ¿qué diferencia hay?, y, cuando se comienza, se necesita otra cosa, para que haya siempre un retorno, tu nombre, cada vez.
Siempre se necesita otra cosa, y aquello, aquella tontería de ir al videoclub y alquilar la película, fue solamente el comienzo de las cosas que no hice, y que podría haber hecho para lastimarte, para herirte. Yo podría confirmar tantas cosas, algún recelo tuyo, ¿no? Contarte, por ejemplo, cada detalle, cada minucia, desde la ropa que estaba usando, aquel vestido rojo, ¿recuerdas? A ti siempre te gustó verme de rojo, que me quedaba tan bien, aquel que dejaba la espalda desnuda, y los cabellos negros sueltos que tú solías comparar con una cortina oscura, como la noche, ¿como qué? Contarte los detalles, el vestido rojo, los cabellos sueltos, como tú preferías que los llevara, ¿no era así? Y podría, por ejemplo, decirte que me lo lavé detenidamente, las mejores esencias, los mejores aceites, largas horas frente al espejo, me maquillé con cuidado, el cuerpo todavía húmedo, me perfumé por entera, como para un encuentro, como para un amante, el cuerpo suave y exacto. Después me calcé las sandalias de tiras, de taco altísimo, esas que después de algunas horas dan dolores terribles en los pies y en las piernas y que yo usaba solo para agradarte, ¿recuerdas? Yo que haría cualquier cosa para agradarte, las sandalias que a ti te gustaban tanto porque sabías la molestia que me daban, las tiras apretando los dedos y el taco sobre el que apenas mantenía el equilibrio. Entonces te digo todo eso, el cuerpo perfumado, el vestido, el maquillaje, las sandalias, yo intentando mantener el equilibrio por la casa, el sonido de mis pasos en el suelo, como cuando llegabas y yo te iba a recibir, el silencio y el sonido de mis pasos y de mi respiración ansiosa hasta llegar a la puerta y abrir la puerta y verte, sonriendo, como si todo aquello fuese obvio, que yo me preparara, que estuviera allí. Pero esta vez yo no estaba caminando en dirección a la puerta ni tú estabas esperándome y creyéndolo todo obvio, sólo yo y el vestido rojo carmín y la película sobre la mesa del living, la película que no vi pero que le bastaba existir para significar algo. Una pequeña venganza, una confidencia, porque el otro, por más dócil, por más transparente, trae en sí siempre algo inesperado, que tal vez te haga sonreír o sufrir.
Yo podría contarte toda aquella preparación, el vestido, el perfume, la película que no vi y todo lo que pasó después. Sí, porque no fue solamente la película. No fue sólo la película, la pequeña venganza, infantil y boba, sino todo lo que vino después, ese momento que no debería existir. Entonces te digo que al contrario de lo que tú te imaginas, yo no salí después, ¿no es eso lo que tú te imaginas? No, no salí ni caminé por los bares, por las calles, por los lugares más oscuros de la ciudad. No, no me ofrecí lista y perfumada, una sonrisa nueva, una invitación, no, yo no me junté a otros cuerpos, no sentí otros perfumes, no besé otras bocas, ni acerqué mi rostro a otro rostro, a la aspereza de otro rostro. Fue así. No bajé corriendo las escaleras, ni bailé, ni canté, ni grité que nada de esto me importaba, que nada más me importaba, no le sonreí a otros labios, ni me aproximé, ni deseé, ni dejé que me desearan, obediente, feliz, no, yo no pasé mis dedos por otra piel, la yema de mis dedos, ni la suavidad de mi piel en otra piel, nada de eso hice. No bailé durante toda la noche, el día amaneciendo en otras bocas, no, yo no desperté en otras camas, ni en mi cama, las sábanas envolviendo otros cuerpos, las sábanas abiertas, no, yo no te condené, ni te di la espalda y sonreí, entre otras vidas, otras respiraciones, no, yo no sentí el peso de otro cuerpo, de otra mano, ni el aliento de otro ritmo en mi nuca, no, yo no lloré ni sufrí en otros brazos, no abrí el cuerpo a otros ojos, otras revelaciones, ni me desnudé ansiosa, en medio del living, o frente a otra cama, no, yo no me quité el vestido rojo, ni ninguna pieza que a ti te gustara tanto, sólo para ti, para otro, no me solté el cabello, como tú preferías, para otro, ni sentí la caricia de otras palabras en mi oído, no, yo no hice nada de eso. No bajé corriendo las escaleras, ni cualquier otro lugar oscuro de la ciudad, no le sonreí al primer extraño, no me ofrecí con los ojos iluminados ni caminé lánguida hacia otra dirección, no, yo no permití otras manos sobre mi piel, que tú decías suave, otras manos y otra voz hablando de la suavidad de mis cabellos, no otra voz envolviendo la mía, otra caricia, no, yo no hice nada de eso, todas las pequeñas venganzas que podría haber hecho, y escribirte ahora, y hacerte sonreír o sufrir. Pero no. Yo no hice nada de eso. Yo sólo cerré los ojos y me quedé allí.
Entonces, ¿por qué todo esto?, podrías pensar. Esta exposición de lo que no hice, este inventario de venganzas abortadas. ¿Una forma muy sutil de castigo? ¿Una declaración de amor? No lo sé, tal vez simplemente franqueza, para que tú sonrías o sufras, o quizás una forma de de quererte, de alcanzarte, para establecer entre nosotros un lazo, un lazo imposible, que sólo yo establezco porque estoy aquí, porque existe una distancia entre lo que escribo y lo que lees, porque hace días que no me baño, no me peino, no salgo de casa.
A.

04 abril, 2014

Grace Paley ( E.E.U.U.-Nueva York, 1922-2007)

El festín del caníbal 


Peter se encuentra en un parque con Anna, su ex-mujer. Le saluda Judy, la hija de ambos. La aparición de Peter en escena, ufano y un tanto engreído, es la de un cazador recolector que ha entrado de nuevo en escena. "Le saludó el verde pálido de los mugrientos brotes de los nogales. Cargado de comida, Peter cruzó a grandes zancadas el parque. Apartó de una patada las decepcionadas bellotas y obsequió con una espléndida sonrisa admirativa a dos jovencitas. Anna le vio acercarse pisoteando los narcisos: un hombre sonrosado que vivía su eterna juventud." La gran fiera leonada está preparada para retomar los ritos seductores, los cortejos animales. Cree que Anna le ha citado allí para iniciar un acercamiento y retomar sus contactos. En realidad, ella solo quiere que se haga cargo durante unas horas de Judy. Tiene cosas que hacer, colocar objetos en la casa a la que acaba de trasladarse. Peter, avispado y rudo, consigue rápidamente que la hija de unos amigos, que anda por allí, se haga cargo de la niña, y se ofrece voluntariosamente para ayudar a Anna. La sigue a la casa de ella y olfatea el lugar que Anna ha elegido para su nueva independencia, lejos de él. Fantasea, quiere poseerla de nuevo. El resto del relato, hasta el final, es la constatación de que también Anna ha aprendido determinados ritos predadores y que conoce el modo de probar y degustar la pieza sin el menor arrepentimiento. O eso parece en ciertos momentos. Destacaría del relato su chispeante proceder, sus diálogos vivos y la retranca con la que Paley desarbola a su personaje masculino conforme le va confiriendo cierto encanto humorístico. La última página de este cuento es enigmática. Lo he releído varias veces sin descifrar su ambigüedad, tan querida al género del relato.



Anna recordó haber leído en alguna parte que los caníbales, después de probar la carne humana, veían a los demás hombres como grandes cerdos, como asados de color rosa pálido.El festín del caníbal. 

en "Cuentos completos"(Editorial Anagrama)

29 marzo, 2014

Laura Devetach(Argentina, 1936)

Picaflores de cola roja (Fragmento)



El frío espiaba por la ventana del aula. Los chicos y las chicas se frotaban la punta de los dedos para poder escribir las palabras que dictaba la señorita Sonia todas las santas mañanas a la primera hora.
¿Habrá traído hoy el superdictado? rezongaban cuando la veían venir toda de plata entre la neblina del fondo de la calle.¿Superdictado? preguntaban.
Sí reía la señorita Sonia, y entraba al aula a escribir en ese cuaderno que tienen las maestras y nunca se sabe a quién se lo muestran.
Uf decían los chicos y las chicas.
Después jugaban con el frío a fumar cigarrillos inventados. Despedían por la boca vapor azul, vapor con secretos, vapor de palabras escondidas, vapor de preguntas que no se animaban a hacer.
Lena sacudía una cabellera de propaganda de champú y hacía aletear los pájaros de sus pestañas.
Manuel se sacaba el sombrero invisible y la saludaba. Después echaba adentro la ceniza de su gran cigarro de señor muy ocupado.
Lena se rociaba con esencias de lejanas islas y ponía cara de televisión.
Manuel, con la misma cara, tenía una pipa de madera tallada por un silencioso navegante.
Hoy haremos dictado de palabras difíciles dijo la señorita Sonia.
Los chicos y las chicas arrugaron las sonrisas. Manuel regaló a Lena una pastilla de naranja y ella pudo reír otra vez.
La puerta del aula estaba cerrada. El frío quedó solo, afuera. Alguien había dibujado un corazón en el cristal empañado de la ventana. Un corazón que se borraba y volvía a aparecer porque siempre algún dedo se enfriaba dibujándolo.
Ornitorrinco dictó la señorita Sonia , murciélago, cuchichear.
Lena y Manuel trataban de escribir con rapidez para tener tiempo de mirarse de reojo y seguir jugando a inventar cosas con el vapor de sus bocas entre palabra y palabra.
Alelí, relampaguear, izar seguía goteando la voz de la maestra.
El vapor de Lena se convirtió en un vestido de fiesta verdemar, con música en el ruedo.
Carnívoro, facilísimo.
Manuel hizo una guitarra eléctrica y la tocó. Lena lo miraba como quien ve el color de la música.
Lena hizo una calle florecida de paraguas rojos, azules y amarillos, con dulzor de praliné. Ella, Manuel y la guitarra allí estaban, paseando y cantando.
Manuel hizo un jazmín para regalar a Lena.
Lena hizo una trenza de pasto para Manuel.
Automovilístico, odontólogo dictaba la señorita Sonia . Lena, Manuel, atiendan porque voy a dictar una sola vez cada palabra.
Los chicos se pusieron colorados, pero solamente un ratito. Vieron que sus compañeros, de una manera o de otra también llenaban el aire con figuras de vapor.
Había un piel roja con chaleco de cuero. Una princesa de trenzas que caían al suelo desde la ventana de una torre altísima, Un marciano con ojos de arena y voz para recitar poemas. Una hermosa agente secreto que bailaba como una rama de mimbre.
De pronto toda la clase pegó un respingo y la señorita Sonia tuvo que dejar de dictar y, sobresaltada, preguntar qué pasa, pero qué pasa, qué les pasa; porque del fondo de un pupitre o de un tintero o del polo norte del globo terráqueo, salieron volando dos picaflores de cola roja. (...)

de Picaflores de cola roja. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

17 marzo, 2014

Ana María Shua(Argentina)




La peste de los recuerdos 



Los que recuerdan quedan ensimismados, silenciosas las roldanas de los aljibes, endureciéndose la masa levada en las artesas. Los pájaros devoran los granos de trigo demasiado maduro y hasta los bebés se olvidan de llorar, recordando la oscuridad del vientre de su madre, el pezón en los labios.
Nada se logra hablándoles de los placeres de la vida, pero a veces es posible persuadirlos de la necesidad de atesorar nuevos recuerdos.
Entonces se ponen en movimiento lentamente y de a poco (los jóvenes primero, los muy viejos nunca más) comienzan otra vez a vivir sólo para darle gusto a la memoria, como todos los hombres.



Encuentro clandestino
Es un bar o quizás un restorán. Algunas mesas tienen manteles blancos con servilletas en forma de acordeón, otras están desnudas.
Quiero un tostado de queso.
De jamón y queso, como todos me corrige él.
A pesar de su cabeza de camello estoy segura de que hemos sido amantes. Me gustan los ojos
profundos y tristes. En cambio el pelo corto y áspero, amarillento, me confunde un poco.
No insisto, con imprudencia . De queso solo.
Él sacude sus belfos, indignado, acalorado.
Debería regresar al desierto me dice de mal humor.
Entonces me pongo a llorar porque sé que todo ha terminado, que no volveremos a vernos hasta el próximo oasis, un poco por culpa de mí terquedad y otro poco porque la vida nos separa.

de Botánica del caos. Buenos Aires, Sudamericana, 2000

28 febrero, 2014

ISABEL ALLENDE (Chile, 1942)

UNA VENGANZA


El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de par tida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcída y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habítuado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

—El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.

—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.

El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.

Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres írrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.

—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.

Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.

Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestía, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.

Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazrnines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.

—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto. —A reparar un daño antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.

No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.

—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.

—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.

Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.

En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el píano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.

Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.

Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.



Del libro "Cuentos de Isabel Allende"
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...