29 septiembre, 2011

Fernanda Nicolini (Argentina, 1979)

Casa de familia


-¡Martina! ¿Alguien vio a Martina?

Si cierro los ojos, el olor a piel de caballo me da arcadas. Pero los gritos de mi tía se diluyen y esos cuerpos encorsetados en vestidos de utilería, que giran y giran como muñecos en una caja de música, desaparecen.

-Martinaaaaaaa.

Ahora se convierten en una bola luminosa y si aprieto más los ojos, se reducen a un punto brillante en el medio de mi frente. Hasta que los abro y veo un cielo de estrellas. Literal. Una nube gris fosforescente está a punto de cubrirlas y yo acostada en el pasto. Me pica la espalda. Una hilera de hormigas arma un recorrido que empieza en mi mano izquierda y llega al cuello. Es el mareo. Es mi brazo adormecido. Un giro, yo también puedo girar con la música.

Y ahí las veo otra vez, muñequitas, que mueven el culo con un reggeaton que alguna vez le escucharon cantar a la empleada. Hoy le sacaron el uniforme y le dieron la noche libre porque se casa la hija de Helena, Helena con H. Qué linda que está con todo ese follaje de tul blanco, una gran paloma de tarjeta de fin de año. ¿Alguien vio a Martina?, otra vez el grito. Eso: ¿alguien me vio tirada en el jardín? ¿Alguien vio mi zapato mordisqueado por el perro gigante que le ladró a los autos, uno por uno, como si fueran platos voladores? ¿Alguien me ve haciendo arcadas a punto de vomitar el lomo al champignon? Ya no es olor a piel de caballo lo que siento.

-Acá hay agua, si querés.

Un chico. Tiene una remera blanca y dientes más blancos todavía, que titilan como la nube fosforescente que ya tapó todo el cielo. Me muestra una botellita y veo que le falta un dedo. El meñique es un espacio vacío.

-Me vine a fumar y te vi. Hablabas sola. ¿Te ayudo?

-No, gracias, puedo.

No puedo. Siento que estoy en una camilla a punto de entrar al quirófano, un reflector sobre mi cabeza y el médico con una boca sonriente que me dice tranquila, tranquila, en unos segundos ya no vas a sentir nada.





*****



Postes. Un montón de postes que desfilan en hilera del otro lado de la ventanilla. Detrás de los postes está el campo y la línea perfecta que parte al sol en dos. Si pudiera colgar la vista en esa línea, en ese medio sol, en algo fijo. Como hacen los marineros que sufren mal de mar. Pero la línea está lejos y la carrera de postes no para. A mi lado, una mano trata de sintonizar algo en la radio de la que sale ruido a lluvia.

-Te da impresión.

-No, no me da.

-Antes sentía que todavía tenía el dedo. Ahora ya no me pasa.

Es el chico blanco. El de remera blanca y dientes más blancos todavía. Con la mano izquierda se agarra fuerte del volante de cuero negro deshilachado que parece carcomido por un animal. El piso del auto está caliente. Lo digo en voz alta, el piso está caliente, mientras subo los pies al asiento y me los froto.

-¿A dónde vamos?

No me importa demasiado a dónde vamos en realidad. El pasto se puso naranja y los postes, más negros. La última oscuridad antes de que termine de amanecer. Ahí está la mano mutilada, un rayo de sol la ilumina, y me acuerdo. Era una serie, o una película, el chico se quería cortar el brazo, sentía que no era parte de su cuerpo, se desesperaba, no podía ni mirarlo, le parecía un animal salvaje, una víbora colgada de su hombro, una maldición. Y se lo cortó con una sierra, sin anestesia. Y se murió de placer o de dolor, no se entendía. Era un final medio poético, surrealista. Una mierda.

-¿Sabías que si te querés cortar una parte del cuerpo nadie te lo puede impedir, ni siquiera la ley?

La voz me sale finita. Soy una nena que repite lo que aprendió en la escuela, una nena que habla de germinación y de palabras esdrújulas. Remera blanca me mira. Me dice que siga, que le gustan las historias de amputados. Sólo llego a verle un costado de la cara y adivino que lo que brilla debajo de su ojo es una pequeña cicatriz. Cómo se puede tener dientes tan blancos. Algo de él me resulta familiar. Quizás sea ese primo segundo al que no vimos nunca más. Decían que tenía problemitas. Así decían, pobrecito, está con problemitas. Y la madre nunca lo mostraba. No me acuerdo su nombre. Pero no quiero hablar de familia, de tías viejas en común, del tío solterón que guarda la plata en carteras de mujer. Siempre se habla de lo mismo. Remera blanca me pregunta qué hacía en el casamiento.

-Me aburría de todas esas culonas recolectando chismes y trataba de emborracharme.

-Sos de las que se hacen las rebeldes.

-Eso dice mi madre, le gusta repetirlo. Soy Martina.

El auto empieza a corcovear. Remera blanca aprieta el acelerador al máximo pero solo logra un gruñido seguido de un ahogo. El auto tose y remera blanca putea. La re puta madre que te re mil parió. Golpea el volante roído y me mira. Lo de su pómulo es una cicatriz. Pone su mano sin el dedo sobre mi rodilla y dice vamos, esta chatarra se queda acá. Me llamo Gonzalo, decime Gonzo.



*****



Las ojotas son cinco números más grandes que mi pie pero es lo único que hay en el baúl. Estaban envueltas en una toalla húmeda y Gonzo me dice que me las ponga. No parecen ser de él, pero lo dice con total sentido de la propiedad. Camino y cada tanto me tropiezo. Eso me pone nerviosa. Quisiera verme elegante, ágil. Quisiera decir algo cómico e inteligente mientras avanzamos en silencio por este camino de tierra. Gonzo se saca la remera y se la pone en la cabeza como un barrabrava. Tiene el cuerpo bronceado y es consciente de que lo miro, de que no puedo dejar de mirarlo. Mi vestido celeste se va tiñendo de marrón y dos aureolas de transpiración se agrandan debajo de mis axilas. Trato de taparlas con los brazos pero si lo hago me cuesta caminar. Espero que esas nubes avancen rápido y tapen el sol.

-En media hora se va a largar a llover y esto va a ser un barrial.

La voz suena apagada, como si hablar implicara un esfuerzo. Como si no quisiera hacerlo, pero sí. Como si no debiera. Pero sigue.

-Conozco la zona.

-Ah, yo no sé bien dónde estamos, el campo siempre es igual en cualquier parte, ¿no?

-No, no es igual.

Eso es todo. El chico de sonrisa blanca no parece ser el mismo de la noche anterior. O de lo que recuerdo de la noche anterior. No se esfuerza por seducirme ni por intercambiar más de dos o tres frases. Después de cuarenta minutos, su predicción se cumple con algo de retraso. Los primeros gotones se estrellan en el polvo y casi al instante se ponen a rebotar. Nos golpean en las piernas, en los brazos, en la cabeza. Son municiones. Son piedras con forma de bolas de naftalina. Gonzo me grita que corra pero no puedo. Con estas ojotas me voy a ir de boca. Se me acerca, furioso, y sin decir nada, me da un tirón del brazo. Estoy corriendo. Las ojotas como zapatos de payaso que se doblan y yo que de repente me empiezo a reír como una desquiciada. Me río a carcajadas y Gonzo me vuelve a mirar. Aprieta los labios y hace una mueca extraña. Hasta que se ríe mostrando todos los dientes y me lleva debajo de unos árboles. Me seca la cara con su remera y me dice que estuve muy bien. Sí, muy bien. Solo faltan cinco minutos y llegamos. Esta vez tampoco pregunto a dónde.

-¿Sos amigo del novio?

-No, ya no.

-¿Y por qué estabas ahí?

-Intentaba robar un auto.

Me vuelvo a reír. El último auto que alguien se robaría de esa estancia era el Duna marrón con el que nos quedamos varados. Esta vez él se sonríe, pero sin mucho entusiasmo. La cicatriz se le arruga sobre el pómulo. Mi hermano me pegó con una raqueta de tenis. Dice y me pasa la remera por los hombros. Frota con suavidad, con devoción. Me seca el cuello, la nuca, vuelve hasta mi pecho y deja la mano ahí. Puedo escuchar su respiración agitada. Puedo olerlo. Hasta que saca el trapo con violencia, retrocede como si hubiera tocado algo prohibido, se pone la remera otra vez sobre la cabeza y me dice que camine, que lo siga. Me miro el vestido empapado, mi cuerpo pegado al satén que era celeste, los pezones duros, mis pies embarrados, mis manos vacías. Nada que diga quién soy. Nada que diga dónde estoy.



***



El hombre es flaco, de unos 40 años y tiene una camisa azul de manga corta con una libreta en el bolsillo. Dice pasen, pasen, con mucha seguridad. No importa que Gonzo esté en cuero y yo con un harapo mojado, el pelo pegado a la cara y ojotas de pie grande. El hombre dice pasen pasen como si nos conociera y se alegrara de vernos, pero yo no estoy segura de entrar. Podríamos seguir caminando, ya no me importa que afuera se esté reeditando el diluvio universal. Quizás haya otras casas allá adelante, un bar, un teléfono público, un taller mecánico. Gonzo me toma del brazo, como si me acariciara, y me dice que entremos.

La mesa está preparada con el desayuno pero nadie come. Cinco pares de ojos siguen nuestros mínimos movimientos. La mujer trae una toalla y me la pone sobre los hombros. Está vestida como un ama de casa de los años cincuenta y su cara tiene una sola expresión. Como si algo le doliera pero tuviera que soportarlo estoica.

-¿Podemos empezar?

Lo dice una nena de unos siete años con el pelo revuelto y en camisón. Y entonces todos juntos se levantan de la mesa, se toman de las manos y cierran los ojos. El hombre saca la libreta de su bolsillo, que no es una libreta. Lee: “Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad, porque un momento será su ira, pero su favor dura toda la vida, por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría.” Gonzo me agarra la mano y escucho que repite Alabado sea el señor a coro con el resto. Aprieto mis dedos contra los de él. No quiero que me suelte. Nadie se mueve, nadie se sienta. Hasta que la nena pregunta si hoy puede cantar ella. Y canta. Con su voz aguda vuelve a invocar a Jehová, y habla de Abraham, de Isaac y del hijo que ordena sacrificar, oh cordero de dios, canta, oh cordero de dios. Podría ser una canción pop pero hay demasiada sangre en su letra. Muchos animales muertos. Tendríamos que salir de acá. Tendríamos que salir corriendo. Pero Gonzo ya está tomando el café con leche y pidiendo que le pasen un poco de pan. La mujer me mira. Me acomodo la toalla sobre el pecho pero me sigue mirando. Me tiene lástima. Soy la pordiosera que acaban de rescatar en medio de una tormenta. Soy la Magdalena que se salvó de ser apedreada.

A Gonzo lo ubican en un catre en el garaje y a mí en una salita junto a la cocina. Son las once de la mañana pero la familia del Señor ha decidido que debemos dormir. Y yo me siento tan cansada. Debería pedir un teléfono pero en cambio me acomodo en el sillón que me ofrecen y me quedo ahí, casi inmóvil, con los brazos alrededor de un almohadón manchado con rouge y la cabeza contra la ventana.

La lluvia no golpea el vidrio sino que cae como si alguien volteara baldes infinitos desde arriba. Una cortina que distorsiona el afuera y devuelve todo con aumento. Los árboles raquíticos, la pila de ladrillos en el jardín sin pasto, la calle de tierra, el carro de madera abandonado en la zanja, la casilla de cemento a medio hacer. Y la nena, que no está afuera sino adentro, en el reflejo del vidrio enrejado. Que se acerca, me toca el pelo seco convertido en una mata enredada y me pregunta cómo me llamo. Dice que mi nombre no le gusta, que es nombre de varón, que el de ella es más lindo. Su hermano está también parado junto a mí, vestido con un short de fútbol. Él quiere saber por qué tengo un pez colgando de la cadenita. Es un regalo, respondo, y me da la sensación de que me lo va a pedir. Pero no, da media vuelta y se va. La chiquita, que cambió el camisón por unas calzas rosas y una remera de los juegos bonaerenses, también se da vuelta. Pero antes de irse, gira la cabeza y me pregunta si ya me sacaron los demonios. Te van a llevar con las otras mujeres y te van a limpiar, no duele. Dice con tono didáctico. Y entonces sí, se va.

Me levanto del sillón y salgo al pasillo. Las paredes están peladas. El único adorno es un almanaque del año anterior con una foto de tres gatitos. No hay sagrados corazones ni afiches con pasajes del Antiguo Testamento. Tampoco hay espejos, ni siquiera en el baño, que pierde agua. El goteo del inodoro se amplifica con tanto silencio. Arrastro los pies con un sonido mudo, apenas áspero, pero igual sé que me están vigilando. Los ojos gigantes me persiguen, saben mis movimientos. Llego hasta el garaje y veo a Gonzo, que ronca como si le hubieran dado una cama en el paraíso. Cierro la puerta y me acuesto junto a él. Le paso la mano por el pelo, por la cara, y pongo mi cabeza en su pecho. En una esquina veo un estante con estéreos de auto, parlantes, cables. Gonzo está tibio, suave, huele bien a pesar de la lluvia, de la transpiración, de la humedad de este garaje. Me meto debajo de su brazo y me acerco a su oído. Le digo que nos vayamos, que salgamos de este lugar, que por qué me trajo, por qué me sacó del casamiento, qué hacía realmente ahí, que me diga algo, que me responda todo lo que no le pregunté antes, que sé que no está dormido, que lo siento en su respiración, que no se haga, que necesito salir de este lugar, que estoy aterrada.

Sigue con los ojos cerrados pero su cuerpo ya no está blando. Siento la tensión en sus brazos, en las venas hinchadas de sus manos grandes. Lo sacudo. Lo sacudo y le grito. Y entonces sus ojos negros se abren y se clavan en los míos y en un solo movimiento tengo su cuerpo sobre mí, las muñecas atenazadas por sus manos como un Cristo y todo su peso sobre mi cadera, mi panza, su boca a centímetros, sus labios que se mueven y no sé qué dicen porque levanto la cabeza y lo beso, lo beso desesperada, quiero morderlo, quiero que su lengua se mueva frenética entre mis dientes, quiero que me saque el vestido mugriento, quiero sus manos grandes. Pero no. Gonzo se acomoda a mi lado, me abraza, me dice qué linda putita que sos, me acaricia el pelo pastoso y se queda así, como si la batalla de recién hubiese sido un sueño más.

Me suelto de sus brazos y corro. No sé donde están los ojos, no sé si me siguen, pero atravieso el pasillo y ya estoy en la entrada, mi mano sobre el picaporte y la puerta que no se abre porque alguien lo impide.

-¿A dónde vas, Martina?

El hombre de la biblia de bolsillo se pone delante de mí. Está transpirado y su frente húmeda refleja la luz de la ventana.

-Llueve, ¿por qué no esperás un poco más?

-Me parece que se quería escapar, papi.

-Vos callate, Yamila, andá a tu cuarto.

La nena se va, clavando los pies en el piso, como si con cada paso quisiera hundirlo. Y yo quiero irme con ella, lejos de este hombre que me mira como el cordero de Abraham, que ahora me agarra el brazo y me obliga a volver a la salita, y entonces yo le grito que me suelte, soltame hijo de puta, soltame hijo de re mil puta, y estiro mi otro brazo y alcanzo a sacarle la biblia del bolsillito y le digo que me suelte o se la rompo en pedazos y él se ríe, estuviste viendo demasiadas películas, nena, demasiadas películas, dice, y se vuelve a reír, y pierde fuerzas, entonces me suelto y cuando me doy vuelta para correr ahí está Gonzo, como un espectador fantasmal.

-Dejala ir.

-¿Qué te pasa? Vos la trajiste, ¿no?

-No nos sirve, Ramón, dejala.

-¿Y vos qué mierda sabés cuál de estas pendejas sirve y cuál no? Todas sirven.

El hombre me vuelve a agarrar de un brazo, se pone detrás de mí y me lo retuerce. Imagino escenas de acción, movimientos de karate, patadas voladoras. Pero nada de eso sucede, nada se mueve. Excepto la mano del hombre que se ajusta más sobre mi piel. Me quema. Me duele. Y entonces siento la ráfaga de aire caliente en la nuca y el sonido de un golpe seco. Ahora la puerta está abierta, es un remolino que sacude los árboles y se mete con polvo en la casa, y la mano que ya no retiene mi brazo porque la puerta se abrió y ahora se vuelve a cerrar con violencia, el peso de un cuerpo que resbala sobre mí y cae, la sangre que corre por su frente iluminada, y yo que lo miro a Gonzo, que se acaba de arrodillar junto a esa cabeza desmayada, y me mira sorprendido, y entonces tiro del picaporte y veo el filo de la puerta que dio contra el hueso, contra la carne, empujada por ese viento repentino, que nadie esperaba, así, como un soplo sagrado, y salgo corriendo, piso el barro y corro sin mirar. Y corro sin saber si hay alguien detrás de mí. La lluvia es una llovizna que no moja, pega. Latigazos agitados por ese viento. Podría rezar. Dios mío, dios mío. Pero corro, con el vestido enrollado en una mano y los pies que ya no distinguen el lodo de las piedras.

Este es el camino. Acá dejamos el Duna que ya no está. Sigo hasta la ruta y siento el asfalto caliente, rugoso. El pasto de la banquina me alivia. Ahora sólo puedo dar pasos lentos, arrastrados. El campo es así, todo igual, la línea perfecta del horizonte que siempre divide el mismo cuadro, todo en su lugar, nada se mueve. Sólo el sonido. Es un motor que se acerca. Debería correr, pero ya no puedo. El hombre del camión me mira sentada a su lado y no dice nada. Soy el fantasma de una novia vestida de celeste. Soy la aparecida de los campos. Soy el alma en pena que vaga por los fogones y se roba el vino. Soy un espíritu deshilachado. Ahora el hombre dice que va para Chascomús, que puede dejarme ahí. Y yo me recuesto contra la ventanilla. Quiero ver el desfile de postes.





























Fernanda Nicolini nació en Morón en 1979, creció en Mar del Plata, y estudió en Buenos Aires, en donde vive después de haberse mudado 16 veces. Pasó por la Facultad de Derecho en un momento de desorientación en su vida pero desde hace diez años trabaja como periodista. Fue redactora de las revistas TXT y Noticias, del desaparecido diario Crítica de la Argentina, colaboró con Gatopardo, Rolling Stone, Ñ, entre otras, y actualmente edita Brando y Llegás a Buenos Aires. En sus momentos de ocio, que no son pocos, solía dedicarse a la poesía  (publicó las plaquetas Rubia y Once, y el libro Ruta 2) pero en el último tiempo lo intenta con la prosa. Editó junto a Mercedes Halfon la novela Te pido un taxi, y cuentos en diversas antologías. No entiende twitter, apenas usa facebook pero, cada tanto, postea con consciencia de su anacronismo en el blog autobombo.blogspot.com. Está a punto de mudarse, otra vez.




Círculo de Poesía. Revista electrónica de literatura. Año 2, semana 33, agosto, 2011 

22 septiembre, 2011

Maitena Burundarena.(Argentina, 1962)

RUMBLE (fragmento)


El cielo está radiante y hace calor aunque todavía no son ni las ocho de la mañana. Camino por la vereda de casa rumbo al colectivo con tantas ganas de ir al colegio como de pegarme un balazo. El sol me quema la cabeza y levanto la cara, cierro los ojos y huelo el aire. En tres meses terminan las clases y no me quedan más faltas, y para pedir cinco más necesitaría tener unas notas que no tengo ni en sueños (aunque por suerte me parece que nunca sueño con el colegio). Cuando llego a Libertador, en vez de cruzar para tomar el colectivo doblo en la esquina y sigo caminando, y a través de los pelitos dorados de mi flequillo demasiado largo veo pasar el 62 sin mí.

El camino hasta el Misericordia es un campo minado. En cualquier esquina pueden estar los chicos del Sarmiento buscando cómplices para hacerse la rata. De mi colegio no se ratea nadie que yo sepa, tal vez alguna alumna del secundario. Mis compañeras de séptimo grado se pelean por entrar en el cuadro de honor o salir mejor compañera. Hay una morocha con pecas, nieta de un premio Nobel y más blanca que el bicarbonato, que se jacta de tener asistencia perfecta. Es el cuarto colegio al que voy en siete años, pero no creo que llegue a encontrar otro tan aburrido.

Para no llamar a los hechos con la mente trato de pensar en otra cosa. Los dos alfileres de gancho que me sostienen el dobladillo de adelante del jumper están mal puestos y se me abulta un poco el ruedo. En la puerta de la casa de Bioy Casares hay una ambulancia. Subo por la plaza sombría de los ombúes de raíces gigantes y al salir de nuevo a la luz me quedo ciega justo en el momento de cruzar la calle. El tipo del auto que casi me atropella toca una bocina de cuarenta metros. Con paso rápido piso el pastito y busco la sombra del paredón de ladrillos naranjas del cementerio. El corazón me empieza a latir como si le hubiesen dado cuerda, pero fijo la vista en las veredas rotas y en el paredón escrito y en los bordes sucios de los canteros de los árboles y repito cuatro veces: en tres meses terminan las clases y no me quedan más faltas.Trato de mantener el ritmo pero mis pasos avanzan cada vez más rápido y, aunque es lo único a lo que estoy atenta desde hace seis cuadras, cuando oigo el chiflido me sobresalto.

El peligro está sentado fumando en los bancos multicolores de la heladería Saverio. Lucio sonríe y Pato se para en el banco y me saluda levantando la mano. Mientras camino los cuarenta metros que nos separan sumo todos los argumentos que me justifiquen faltar al colegio, la prueba de matemáticas para la que no estudié nada o el mapa con la división política de la Argentina que no hice. Tardo cuarenta segundos en convencerme: me conviene ratearme.

La heladería está cerrada porque es muy temprano. Lucio juega con el elástico negro que ata sus dos carpetas sin ganchos y me pregunta ¿vas a ir? Tiene los labios más hinchados que nunca. Digo no, me parece que ya se me hizo tarde. Pato baja del banco de un salto y me abraza como si me acabara de ganar un premio. Tiene olor a chivo. No le digo Heidi porque es muy susceptible, pero lleva el chivo bajo el brazo.

Desato la faja verde de la cintura y la corbata con el escudo del colegio y las guardo enrolladas en los bolsillos del blazer azul. Los uniformes de los chicos ya no tienen escudo y les cuelgan los bolsillos deshilachados. Los dos tienen el pelo mucho más largo que el centímetro y medio arriba del cuello de la camisa que dicta el reglamento porque abandonaron el colegio hace un par de meses.

Caminamos unas cuadras para alejarnos un poco del barrio y conseguir algo de plata. Donde baja la gente de los colectivos, frente a la facultad que parece una catedral, es un buen lugar. Paramos sobre todo a los viejos, les decimos que nos robaron y necesitamos volver a casa. Primero dudan, pero cuando ven el uniforme se tranquilizan y nos dan unas monedas compadeciéndose de nosotros y quejándose de Perón.

-Antes estas cosas no pasaban; te doy la plata pero andate para el colegio, nena -me dice una señora cerrando su cartera de cocodrilo.

A veces, cuando una persona me mira el uniforme con insistencia pienso si será capaz de llamar al Instituto y describirme o de empezar a gritar socorro policía. Por las dudas a veces me pongo la vincha, que me hace una cara de boluda tremenda, aunque por la misma razón prefiero no usarla delante de los chicos.

Con los sesenta y cuatro pesos que juntamos nos sentamos en un bar y pedimos tres submarinos con seis medialunas. Una máquina de algo hace el mismo sonido que una locomotora a vapor. Tssss. Me gusta mirar cómo se va tiñendo la leche de rosa cuando se derrite la barrita de chocolate. Los tres hombres sentados en la barra leen en el diario la página de fútbol. En la mesa de al lado está sentada una chica, que parece más joven que yo, con un bombo de trillizos. Siento vergüenza cuando Lucio, que no la ve porque está de espaldas a ella, dice: una perra puede quedar embarazada de varios perros distintos al mismo tiempo.

Pato sonríe sin alegría y le contesta: dudo que Dios permita una cosa así.

Lucio, que justo acaba de tomar un trago de su submarino, se ríe tanto que la leche chocolatada le sale por los oídos. Se da vuelta medio bar -la chica embarazada desapareció- y yo, como una estúpida, me tiento y me río hasta las lágrimas. Pato se ofende en serio. Su familia ayuda en las villas miseria y edita una revista que es un embole, Cristianismo y sociedad, o algo por el estilo. Todo el camino de vuelta hasta la plaza, otra vez a la sombra del paredón naranja del cementerio, tratamos de amigarnos, pero es como si se hubiera roto un vidrio. Todo lo que le comentamos a Pato suena falso o chupamedias y encima él nos contesta de favor, así que dejamos de hablarle. Conversamos entre nosotros sin mirarlo siquiera, y en un momento en que se agacha para atarse los cordones, lo dejamos atrás.

Le pido fuego a la señora del puesto de flores, que tiene nada más que claveles, y nos tiramos a fumar en la barranca de abajo del paredón del asilo de ancianos, donde los rayos del mediodía caen como una lámpara de un millón de vatios. Nos sacamos los blazers y los suéters porque hace mucho calor. Yo me quedo en jumper y camisa de manga corta, y ayudo a Lucio a desanudarse la corbata y arremangarse la camisa de manga larga. Estamos tirados boca abajo uno al lado del otro con las caras tan cerca que casi no nos vemos. Sin decirnos nada nos miramos fijo, con la pupila de uno clavada en la pupila del otro, veinte minutos seguidos sin pestañear y sin movernos, hasta que de repente cierro los ojos y lo beso. El beso dura tres o cuatro besos, todos encadenados sin despegar los labios ni para respirar. Lucio me abre la boca con la punta de la lengua hasta que nos chocamos los dientes y siento que algo de la parte de adentro mío está adentro de la parte de adentro de él. No me animo a abrir los ojos para no cortar el hechizo. Nos besamos un rato largo, a pleno sol, muertos de calor en los uniformes de sarga gris, con todo el pelo del flequillo pegado en la frente y a medio metro de la cagada de un perro que había comido algo inmundo. Hasta que un señor nos chista en inglés get up!, y nos incorporamos de golpe, acalorados y somnolientos, acomodándonos la ropa y el pelo como si nos acabáramos de despertar después de un viaje.

Pato aparece de repente, como salido de la fuente que se apoya contra el muro. Le pega una piña en el bíceps a Lucio y le dice me fui a misa, man.

Los curas de la iglesia Del Pilar lo dejaron subirse al campanario, de donde se robó una pieza de bronce, una parte del engranaje del reloj que está roto hace años pero que si anduviera marcaría en este momento la una menos cuarto del mediodía, la hora en la que se me convierte la carroza en zapallo.

Cuando llego al palier de casa siento la tensión antes de abrir la puerta, flota en la oscuridad como un olor fuerte. Ruego que no tenga nada que ver conmigo pero tiene: llamaron del colegio para avisar que si mañana no me acompaña uno de mis padres no puedo entrar a clase. Me lo avisa la mucama en voz baja cuando entro por la cocina. Parái ché vení, me dice tironéandome de un codo hasta el lavadero.

Papá está de viaje por un seminario sobre la educación a distancia, tema en el que seguramente debe ser una eminencia porque en casa no está nunca. Mi hermano Javo sale de la nada y me dice sonriendo: la loca te va a matar. Hace con la boca un juic y se pasa los cuatro dedos por el cuello, derechos como una cuchilla. Nada lo hace más feliz que la desgracia ajena.

Una de las cosas que mamá más odia en el mundo -y qué podio difícil, porque se queja sin parar- es tener que ir al colegio. Por suerte es casi lo único en lo que nos parecemos. Siempre dice lo mismo: yo al colegio ya fui, y no es capaz de ir a un acto escolar ni muerta. Ni aunque actuemos alguno de sus seis talentosísimos hijos. No iba ni siquiera cuando era abanderada Mercedes, mi hermana mayor, su preferida, que es una traga a la que le encanta estudiar. Mucho menos cuando es algo que tenga que ver con los chicos o conmigo. Los chicos son mis cuatro hermanos varones, con los que me llevo mucho mejor que con mi hermana, que se hace la grande porque va a la facultad.

A mamá le cuesta levantarse temprano, se despierta de mal humor y maltrata a todo lo que se le cruza por el camino, sea una persona o un zapato. Toma pastillas para dormir y también para levantarse, pero la mucama nueva que tenemos, que es más buena que un canario, le prepara té de tilo porque dice que eso es lo que le va a curar los nervios. Una vez le hicieron una cura de sueño que la dejó bastante tranquila, pero mamá dijo que lo que la ayudaba a mantener los ojos cerrados era lo fea que era la clínica.

Todas las mañanas, un minuto antes de irme al colegio entro en la oscuridad de su cuarto y voy hasta el borde de la cama a pedirle en un susurro que me firme la libreta diaria: es que anoche me olvidé de pedírtelo mami, le digo con dulzura, yo que nunca le digo mami. Le acomodo la birome entre los dedos y le guío un poco el trazo porque tiene la mano pesada, pero agarra la birome con flojera y antes de llegar al final de la firma, las letras se desenredan de la palabra y se caen en una rúbrica larga de birome azul que se pierde en la sábana. Lo que queda en el casillero de la libreta es un garabato tan alevoso que nadie en el colegio se animaría a discutirme que no es de ella, habría que estar loca para falsificar una firma y hacer eso.

Desde que nos mudamos a Buenos Aires , hace dos años, mamá no se levanta casi nunca antes del mediodía, cuando la chica le lleva el desayuno y le corre la cortina con la persiana apenas levantada. El cuarto queda en penumbras, invadido por los rayos de luz que atraviesan las maderas horizontales de la cortina de enrollar, iluminando las partículas que flotan en el aire como polvo mágico. A la una, cuando llego del colegio, todavía tiene la cara como un globo y huele a jabón pero se hace la que está despierta hace horas.

Está recostada sobre la cama tendida recortando una receta de una revista. Tiene el velador encendido aunque está la persiana levantada, y sigue en camisón y bata pero con medias largas de nylon. Al borde de la mesa de luz en vez de sus chinelas azules están sus mocasines blancos. No está en la cama ni levantada. Se saca los anteojos y me mira, apuntándome con la tijera: ¿y ahora qué hiciste?

Deben haber descubierto que me hice la rata pero digo: no me quise confesar.

Silencio.

Ayer, cuando en la última hora una monja abrió la puerta del aula y avisó que el padre Miguel esperaba en la capilla a las chicas que quisieran ir a confesarse, yo me quedé atornillada en mi banco sin levantar la vista, lo mismo que las últimas seis veces que habían pasado con la misma invitación. No aproveché la media hora que tardás en ir a confesarte y volver para escaparme de la clase de matemáticas porque matemáticas ya no tiene arreglo, me la llevo a examen esté o no en clase. Pero a la hora de la salida, cuando estaba formada en el pasillo lista para irme a la calle, se me acercó la hermana Inés, la misma que en la intimidad de un campamento me había contado que las monjas también se depilaban las piernas, para avisarme que el padre Miguel quería hablar conmigo inmediatamente.

Me acomodé el rollito de billetes en el elástico de la media y corrí por los pasillos haciendo cuich cuich con la suela de goma de unos botines negros que heredé casi nuevos de Javo, que tiene tres años más que yo. La capilla del colegio está en la parte nueva del edificio, escondida al fondo y rodeada de silencio.Todo muy moderno, paredes blancas, manteles almidonados y en las paredes un Vía Crucis incomprensible. El confesionario es un cuartito al costado. Una mesa y dos sillas enfrentadas, en una de las cuales estaba sentado el cura con un Nuevo Testamento en las manos: adelante hija, toma asiento.

Por la ventana finita como una raja que estaba detrás del cura se recortaba un pedazo de cielo. A contraluz su cara casi no se veía, pero resaltaban sus pupilas dilatadas.

-Hace mucho que no vienes a confesarte.

-Es que no tengo nada para decirle, padre.

Me miró como un búho y bajé la vista. A veces cuando iba a confesarme le inventaba mentiras para tardar lo más posible en volver a clase. Que espiaba a mis hermanos cuando se desnudaban o que alguno me había manoseado.

-¿O es que hay algo que te cueste especialmente decir? Algo que quisieras contarme pero.

-No, para nada, le juro que nada que ver.

-Tú misma -porque el padre Miguel hablaba de tú y no de vos-, tú misma me dijiste que uno de tus pecados más frecuentes es la mentira. Dime la verdad.

-¿La verdad? La verdad es que siempre le miento, padre, porque cuando pienso en los pecados de los que me tengo que arrepentir nunca encuentro ninguno.

El búho pestañeó despacio.

-Hija mía, tu pecado es la soberbia.

Juro que en ese mismo instante una nube tapó la luz que entraba por la raja y quedamos a oscuras. Como acto de contrición teníamos que rezar juntos un pésame en voz alta. El padre Miguel tomó mis manos manchadas de tinta azul entre las suyas perfumadas con colonia de pino y recitó con los ojos cerrados: “Pésame dios mío me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí, pero mucho más me pesa porque pecando ofendí a un Dios tan bueno y tan grande como vos. Antes querría haber muerto que haberos ofendido y me propongo firmemente no pecar más y evitar todas las situaciones próximas al pecado, amén.”

Mientras él rezaba, solo, porque yo no abrí la boca, traté de zafar mis manos de entre las suyas un par de veces pero la presión de sus dedos no me dejaba. Cuando terminó me levanté y fui directamente al baño a lavármelas, pero así y todo siguieron oliendo a pino un rato largo.

Mamá me mira incrédula. Deja la tijera sobre la cama.

-¿Levantarme a las ocho de la mañana porque no te quisiste ir a confesar? Ni loca. Los llamo por teléfono. Y después cuando vuelva tu padre que vaya él, que es al que le interesa la formación religiosa.

Tiene razón, pero encontrarlo a papá en casa es más difícil que parar un sachet de leche. Trabaja como un esclavo nubio para la Universidad de Buenos Aires. Es titular de una cátedra en la facultad pero además forma parte del Consejo Superior y también da conferencias sobre educación, va a cosas con nombres como coloquio y forma parte de organismos que nunca entendés bien a qué se dedican porque se escriben con siglas. Mamá dice que tenemos que estar orgullosos de él porque papá está haciendo cosas por la sociedad, cosas mucho más elevadas que ser un raso padre de familia. Igual cuando llega tarde a cenar lo insulta como si viniera de un burdel.

Papá trabaja para escaparse de su casa como todos los padres, pero además está preocupado de verdad por el bien común y el hombre con mayúsculas, y tiene ocupaciones muchísimo más importantes que su familia. Sobre todo con la familia que tiene, mis cinco hermanos y yo que nos vivimos matando por cualquier cosa y una esposa maníaco-depresiva que está medio loca. A todas sus secretarias alguna vez les tocó atender por teléfono a mamá llorando, o gritando o pidiendo auxilio porque Mercedes la quería estrangular. Todas alguna vez tuvieron que tomar el recado de que se fuera a la puta que lo parió y de que si no venía esa noche a comer a casa no volviera nunca más.

La revista sobre su regazo está abierta en una de esas recetas que después nos obliga a comer bajo amenazas: una torre de panqueques y espinacas recubierta con un baño de caramelo. Mamá da vuelta las hojas mojándose la punta del dedo con la lengua, cosa que papá considera muy vulgar, pero sin mirar nada; pasa las páginas cada vez más rápido, con una fuerza que parece que las va a arrancar. Al levantar el tono la voz se le aflauta y la piel se le pone roja como un fruto venenoso.

-De todas maneras estás castigada, ¿me entendés?, basta de vivir de vaga por ahí toda la tarde atorranteando, ¡te quedás en casa y no salís hasta que yo te diga! Ordená tu cuarto, leé un libro, conversá con tus hermanos pero de acá no te movés y me vas a tener que obedecer aunque no quie.

Se queda sin aire y tose como si se fuera a morir ahí mismo pero no atino a hacer nada, ni a acercarle el medio vaso de agua que está sobre la mesa de luz ni a palmearle la espalda. Miro impávida cómo se le llenan los ojos de lágrimas y toda la cara se le convulsiona hasta que toma aire muy profundo y para, con un jadeo y un suspiro, se suena la nariz con un pañuelo y se limpia las mejillas con el dorso de los dedos.

No me recrimina por haberla dejado morir, vuelve a la carga con el colegio.

-¿No tenés nada que estudiar? ¡Vos nunca tenés deberes pero después traés unas notas que dan vergüenza!

Cierra la revista con violencia y la revolea por el aire. Me mira con furia. Destella en sus ojos grises como una estrella formada por las puntas de muchos cuchillos. Resopla y toma aire con un temblor.

-¿Sabés lo que sos vos? Una mentirosa.

Es cierto. Y esa misma tarde, cuando se mete en la cama a dormir la siesta tres horas después de haberse levantado, me escapo de nuevo a la calle.


de Rumble(Editorial Lumen, España, 2011)

Maitena Burundarena nació en Buenos Aires (Argentina) en mayo de 1962. Es la sexta de siete hermanos. Es autodidacta. Desde hace o ocho años tiene una página semanal de humor en la revista Para Ti de Buenos Aires. En 1998 comenzó a publicar todos los días en la página de humor del diario La Nación. Desde 1999 los trabajos que publica en Para Ti aparecen (traducidos del "argentino" al español), en El País Semanal, la revista dominical del diario El País, de Madrid, donde sustituyó a Quino (creador de Mafalda). En el mismo año la página comenzó a ser publicada por la revista Paula, del diario El País, de Montevideo, Uruguay. Y desde junio del 2000, con el título de Donne a fior di nervi, aparece todos los sábados en el diario italiano La Stampa. En enero de 2001 la página de Maitena cruza la cordillera de los Andes y salta de Argentina a Chile, donde comienza a publicarla el suplemento Ya, del diario El Mercurio. Y en junio se agrega a la fiesta el diario El Nacional, de Caracas, Venezuela, a través de su revista Todo en Domingo.
En la década del 80 Maitena publicó historietas eróticas en distintos medios de Francia, España e Italia y, en la Argentina, en la Sex Humor, Fierro, Humor y Cerdos y Peces. En sus inicios, trabajó como ilustradora gráfica para diarios y revistas de Argentina y para diversas editoriales de textos escolares. Fue, también, guionista de televisión, tuvo un quiosco 24 horas, un restaurante y un bar. A su primer libro de historietas, Flo (de Ediciones de La Flor), le siguieron los grandes éxitos, Mujeres Alteradas 1,2,3 y 4.
Rum,ble es su primera novela.
















Noemí Ulla (Argentina, 1940)


Memoria y olvido


Terminaban de florecer los últimos palos borrachos de la Avenida 9 de Julio cuando Marcial Basilika me pidió que lo acompañara en sus largas caminatas para recorrer la ciudad. Hacía tiempo que me había olvidado de algunas calles, por trazarme recorridos distintos, por no necesitarlas en la dirección en que iba, por el automatismo que me obligaba a frecuentar otras. Marcial Basilika sentía avidez del aire, de los árboles, de los rincones que había olvidado en los treinta años de vivir en el extranjero. Nos habíamos hecho amigos a través de mensajes electrónicos. Él me había conocido de niña y tenía cierto apremio por renovar un pasado en que su vida había transcurrido nada plácida, sino en medio de una peligrosidad cotidiana. Marcial Basilika debió exiliarse por motivos políticos y mis padres desaparecidos habían sido sus compañeros de ruta. Aunque Marcial era en ese tiempo adolescente, mis padres ya estaban juntos y tenían a sus dos hijos, a Rodolfo, mi hermano y a mí, de manera que entre las edades de Marcial Basilika y la mía no había demasiada diferencia.

–Lo más lejos posible –dijo–, lo más lejos posible dije cuando me fui del país.

Y recordó el día en que regresó por primera vez después de treinta años.

–¿Por qué tantos años? No recordaba –le pregunté.

–Porque no me quedaba nadie, casi nadie para ver y me sometí, voluntariamente, a una prueba de resistencia. Además, mientras mis hijos crecían, nacían y crecían en culturas tan alejadas de mi país, preferí que el tiempo pasara, cosa que hoy ellos me reprochan, sobre todo los mayores.

–¿Qué edades tienen? –pregunté.

–Los mayores veintitrés y veinte, los más chicos quince, trece y siete.

–¡Cuántos hijos! No lo recordaba.

–Claro, siempre nos hemos escrito de manera muy simple y breve. Al estilo de los mensajes electrónicos.

–¿Con quién los dejaste?

–Mi última mujer, ex mujer, está a cargo de los menores.

No quise indagar más. Habíamos dejado atrás las copas rosadas de los palos borrachos y empezaron a verse las azules de los jacarandaes. Marcial Basilika observaba todo con la precisión de un paisajista y al pasar por el tramo de Diagonal Norte que unen las calles Cerrito y Libertad, decidimos disfrutar de la tranquilidad de ese espacio haciendo un alto para tomar café.

Mientras Marcial Basilika encargaba nuestro pedido observé sus gestos, escuché sus palabras, advertí su educación. Nada había en él de apresurado. Parecía el dueño del tiempo y yo me había desacostumbrado, después de vivir un año en Londres, de esa manera que muchos creen distante del decir y sentir las cosas, siendo que sólo responde al hecho de vivir sin el apuro a que nos han habituado los norteamericanos hace ya bastante tiempo, con su cine, su televisión, y el estilo de sus avisos publicitarios.

Marcial Basilika me contó un poco de su vida en Tokio, ciudad no precisamente serena, en Roma y en Milán. Trabajaba en una empresa de diseño de autos y daba la impresión de ser alguien muy eficiente, aunque su modestia no aludiera a viajes de negocios frecuentes y a compromisos internacionales que sólo una vez mencionó. Dijo como al pasar que su madre, y para esto no dio rodeos, era una especie de bruja sin ninguna voluntad de aprobar a las que fueron sus mujeres, ni a las que podrían llegar a serlo en el futuro. Esto me causó bastante gracia, en medio de una conversación nada íntima y bajo un sol que pronto nos obligó a buscar el amparo de las coquetas sombrillas de otras mesas en la misma calle del bar. Como estuve a punto de caerme, gracias a la piedra que sobresalía del cerco de un jacarandá, tuvimos que reírnos, y pude así descargar mi sorpresa por el episodio fugaz de la alusión "a la bruja" de su madre. Después reiniciamos nuestra caminata, él descubriendo a la gente que dormía en alguna recova, en los bancos de la Plaza Lavalle, en los umbrales de las puertas del Senado de la Nación.

–¡Cómo ha cambiado esta ciudad! ¡Y este país! –dijo mirando a su alrededor.

–¿En qué?–

–Sería largo de explicar, y tal vez muy parcial lo que por ahora observo.

Después recordó su barrio natal, Once, donde su padre había tenido una modesta industria de calzado. Zapatillas, precisó, y donde había comenzado a colaborar como empleado junto a un hermano del que se había alejado totalmente por no compartir sus ideas conservadoras.

–¿No lo viste más?

–No, no quise. Si corto, es definitivo. Mi bisabuelo, que vino al país y se instaló en Once a fines del siglo XVIII, cuando comenzaban a existir allí los corrales de Miserere, se enojó con su padre, por eso vino de Alemania, y juró que nunca más lo volvería a ver. Y así lo hizo.

Como respetuoso de la tradición familiar, pensé que había cumplido, pero no dejó de sorprenderme tal actitud. Supuse que algo más habría entre Marcial Basilika y su hermano, algo así como una delación en tiempos de la última dictadura militar, una mala voluntad y peor comportamiento lo que habría llevado a este rencoroso de más de cincuenta años y de treinta pasados fuera del país, a cortar por lo sano.

–Me gustaría recorrer algunas calles de Flores y de Caballito. ¿Te gustaría que fuéramos juntos? ¿Un domingo por la mañana, tal vez?

–No tengo inconveniente. Cuando camino es por necesidad y descubrir y redescubrir la ciudad como lo estás haciendo, me da mucho gusto y curiosidad. Contá conmigo.

Entre detenernos a observar la arquitectura, los nuevos edificios, las calles transformadas por infinidad de negocios, la invasión de locutorios, quioscos, quiosquitos, y ¡la basura! llegamos hasta Pueyrredón y Corrientes, donde yo vivía.

En los días que siguieron Marcial Basilika fue recuperando nuestra manera de hablar, antes escondida tras una pronunciación indescifrable, mucho más mezcla de inglés e italiano que del español que había conocido en otro tiempo. Unas veces divertido, otras irritado, reaccionaba al ver escritos los anglicismos que nos habían invadido, "delivery" en lugar de "envíos", "sale" por "saldos", y tantos otros. También encontraba que las palabras que designaban algo en el tiempo de su juventud en el país, habían desaparecido y se las había reemplazado por otras no necesariamente inglesas. Alguna vez presencié escenas de incomodidad con gente muy joven a la que él solía responder con malevolencia o con pedantería. Una vez se deslumbró ante la vidriera donde vimos el chaleco de mujer que buscaba para su hija adolescente. Preguntó por el talle del chaleco. La vendedora, al mirar la prenda que lucía el maniquí, lo corrigió con soberbia: ¡Ah! eso se llama bolero. Con una réplica inmediata, Marcial Basilika volvió a corregirla con malignidad: Tal vez usted no sepa que esa prenda francesa se llama "cache-coeur", dijo ante la mirada bovina de la arrogante joven. En otra ocasión, tras el pedido de una novela que buscaba con ansiedad, le dijeron: Todavía no la hemos "recepcionado". Tuvo que contenerse para evitar la explosión de risa y de burla.

Unas veces estas cosas le causaban gracia y otras una mezcla de malestar e indignación. Le comenté que hacía años un escritor argentino había escrito un libro sobre las palabras tontas que se usan por error.

–¡Pero claro! –dijo enseguida–, es un libro de Bioy Casares, el Diccionario del argentino exquisito. ¡Si lo habré leído! ¡Y releído! Me preocupaba, a medida que pasaban los años, saber cosas sobre un idioma que yo hablaba en rarísimas oportunidades. Y me topé con ese libro, afortunadamente. Es una crítica despiadada a la ramplonería, al estilo de "recepcionar" que oímos en boca del empleado los otros días.

Este fue el preludio de mi conocimiento de Marcial Basilika en los dos meses que se quedaría en el país. A partir de entonces, nos hicimos verdaderos amigos y en más de una ocasión, fuimos a ver algún filme o alguna obra de teatro nacional, ansioso como estaba de ponerse en mayor contacto con nuestra cultura y nuestros hábitos.

Un día Marcial Basilika apareció vestido como jamás lo habría imaginado, con total descuido, grandes anteojos oscuros que nunca llevaba y una boina con visera que le escondía prácticamente el rostro. Me preguntó si lo reconocía y le confesé que de no haber sabido que se trataba de él, lo habría tomado por un... más que forastero. Eso quería, dijo, el espejo no me engañó. Para internarse en el barrio de su origen, prefirió disimular su apariencia. Pero quién iba a reconocerlo me pregunté, sospechando que buscaba encontrar a su hermano. Más tarde me lo dijo; por supuesto que quería rastrearlo.

–¿Tenés un motivo especial?

–Mirá, voy a ser muy franco. Volví al país también para reclamar a mi hermano algunas cosas que supe por mi madre que me correspondían. Yo llevé a mi madre a vivir conmigo. Más exactamente, le envié el pasaje para que tuviera mejor vida cuando murió mi padre. Ahora quiero arreglar cuentas con mi hermano.

Al observar mi cara de asombro y de inquietud Marcial bromeó unos segundos y no volvió sobre el tema. ¿Qué buscaba entonces por esas calles del viejo negocio de su padre? Observar, me dijo, nada más que el movimiento de un barrio que había cambiado muchísimo. Y los movimientos de su hermano, pensé.

Por dos semanas traté de no encontrarme con Marcial, tanta fue la impresión que me habían causado sus palabras y su extraña voluntad de disfrazarse. Tuve miedo de que intentara matar al hermano, de no poder hacer nada para evitarlo. ¿Había vuelto al país realmente para vengarse ?

Marcial Basilika comprendió mis reticencias. Al cabo de esas semanas yo me había fortalecido pensando que en el fondo era un loco a quien no inquietaba demasiado la vida del hermano y que tal vez había buscado impresionarme. Así las cosas, volvimos a nuestras caminatas, ahora por el barrio de Belgrano. Redescubrió con intenso placer las barrancas y nos sentamos bajo la glorieta, donde evocó los paseos de su familia los domingos de mañana. No mencionó más el rencor hacia el hermano. Sin embargo, entre los recuerdos familiares, no trató de borrarlo o disimularlo ante mí. Le pregunté si había sido feliz en su infancia y esto lo deprimió muchísimo.

–No sé si fui feliz– comenzó a decir y a narrar episodios terribles de castigos corporales, de peleas entre sus padres, que habían llegado a extremos de violencia inimaginable para él. Entonces –prosiguió– cuando conocí a tus padres, encontré toda la comprensión y el amor que buscaba en una edad tan difícil.

Desde entonces nuestras conversaciones tomaron otro giro sin que yo lo hubiera buscado y fueron cada vez más necesarias y ¿cómo diré? ilustrativas, en el sentido de que mi familia, los tíos que habían criado a mi hermano Rodolfo y a mí, casi ignoraban a mis padres. No les perdonaban que hubieran vivido, como Marcial Basilika, en la marginalidad, que se hubieran enfrentado a la herencia del peronismo, a Isabel y a López Rega. Sin quererlo, habíamos llegado al tema de los viejos rencores, y también al de la falta de civilidad.

–Algo por lo que mis padres y vos Marcial, luchaban, supongo, entonces. Por tu concepción del mundo, por tu ideología, estarías a favor de todo lo que fuera solidario y en contra de creerte el dueño de la verdad, como se creía el siniestro López Rega, bien llamado "el brujo".

Ese día seguimos nuestra conversación poniendo sobre el tapete las contradicciones más flagrantes, reprochándonos cosas, mostrando nuestros desacuerdos. La historia del país pasó por nuestra memoria y no fue una charla tranquila.

Unos días más tarde Marcial Basilika me llamó para despedirse. Había equivocado el día de vuelo y no hubo tiempo para vernos. Yo debía asistir al ensayo general para el concierto de nuestra filarmónica, donde era el primer violín, y no tuvimos tiempo ni siquiera para un café.

–Hablemos –dijo–. Hablemos aunque sea por teléfono todo lo que podamos.

–Sí, sí, hablemos.

–Me llevo sólo tu voz por esta vez.

–No es mucho –dije– ni poco. ¿Cuál es el balance de tu viaje?

–Espléndido. Tengo mucho que agradecerte. Tu compañía, tu afecto. Y con respecto a mi hermano, todo fue mejor de lo que hubiera pensado. Disculpé sus errores, su obsecuencia cerril... a los servicios. Después de la partida de mi madre, hace como veinte años, renunció a su cargo de soplón. Hablamos mucho. Tuve que perdonarlo, o mejor, "entender su falta de entendimiento".

Marcial Basilika volvería al país en tres meses con todos sus hijos. ¿A vivir? Pregunté. No, de visita. Es el último deseo de mi madre: ver su tierra, ver también a mi hermano.

–Hasta siempre o hasta pronto. Te repito que fue muy grato reencontrarte –dijo–. Espero que sigan nuestros encuentros y nuestras conversaciones. Quiero volver a entender la historia de este país, que alguna vez fue mi país.

–Hasta siempre –dije–, aunque sigamos sin entenderlo demasiado.


de En el agua del río, Rosario, Argentina, Fundación Ross, 2007

11 septiembre, 2011

Dorothy Parker (EE.UU. , 1893 –1967)

"Hazel Morse era una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra "rubia", a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba en zapatos de punta roma y tacón alto, del número más pequeño posible. Lo más curioso en ella eran las manos, extrañas terminaciones de los brazos fofos y blancos, salpicados de manchas de color canela claro, unas manos largas y temblorosas, de grandes uñas convexas. No debería haberlas desfigurado con pequeñas joyas.

No era una mujer dada a los recuerdos. A sus treinta y cinco años, su primera juventud era una secuencia borrosa y fluctuante, una película imperfecta que mostraba las acciones de unas personas desconocidas. Su madre viuda murió tras una enfermedad muy larga, que la sumió en un letargo mental, cuando Hazel tenía veintitantos años, y poco después la joven consiguió empleo como modelo en un establecimiento mayorista de vestidos femeninos. Aún era la época de la mujer imponente, y por entonces ella tenía un color bonito, el cuerpo erguido y los pechos altos. Su trabajo no era fatigoso, conocía a muchos hombres y les decía cuánto les gustaba sus corbatas. Gustaba a los hombres, y ella daba por sentado que gustar a muchos hombres era algo deseable. La popularidad parecía valer el esfuerzo que era preciso hacer para lograrlo. Una gustaba a los hombres porque era divertida, y si les gustabas te invitaban a salir. Así pues, era divertida y tenía éxito. Era una mujer alegre y despreocupada, y a los hombres les gusta esa clase de mujer.

Ninguna otra clase de diversión, más sencilla o más complicada, le llamaba la atención. Nunca se preguntaba si no sería una ocupación mejor hacer alguna otra cosa. Sus ideas, o mejor dicho, sus aceptaciones, eran exactamente las mismas que las otras rubias imponentes de las que era amiga."


04 septiembre, 2011

NORMA ALEANDRO (Argentina,1936)


A VECES VOY ALLÍ
(fragmento de “Puertos Lejanos”,Bs. As, Temas Grupo Editorial, 2000)

Cuando quiero escribir la verdad, un gigante se asusta y me interrumpe. Me paso todo la tarde explicándole que a mi edad es conveniente decidir qué va a hacer uno, qué va a escribir. Que divagar en el pensamiento automático es agradable y leve, pero que alguna vez debo decidirme a contar la verdad de mis pensamientos, por malos que parezcan, y que lo bueno es no dejar de vivir aunque esté tan restringida la acción, pues hay calles, cornamusas, efímeros vientos que destronan lo que ayer estaba y hoy no y escarpados riscos que asoman sobre cosas que no esperaba encontrar allí.
Pero, en la sombra de un pensamiento, siempre adivino el lugar por el que puedo escabullirme hacia adentro y toparme con el camino de bajada a mí misma.
Allí estoy, lo sé, pero no siempre decido emprender el viaje. Cuando lo hago, canto bajito para ilusionar que no tiene nada de malo la oscuridad allá escondida. Finalmente, siempre acabo bajando.
Me apoyo apenas en la puerta, más para sostenerme que para abrirla, pero se abre inevitablemente pues nunca he logrado cerrarla con llave. Sería un acto de cobardía bastante cómodo que no sé por qué no me permito. Sé por qué. Dejaría de apreciarme y eso me mataría.
Una vez que se entreabre, entro y confío en que no me defraude. ¿Qué? Supongo que el viaje a mí misma, el tramo nuevo a recorrer, el conocimiento doloroso pero bien ganado.
No sé, realmente no puedo precisar qué es lo que espero que no me defraude ya que estoy pagando el precio de la aventura de no saber. El precio es siempre el mismo: miedo a no soportar saber lo que estoy por saber si me aventuro a bajar.
Es una calamidad cuando lo explico así.
Suena a catástrofe mental. Tal vez lo sea.
El caso es que bajo y me adentro en la oscuridad mojada de un largo camino con pensamientos y deshechos de pensamientos, con sentimientos perversos o torpes y perezosos; voy atravesando la zona donde aparto lo más bellos telones con que cubro la ira, el desdén, la avaricia, el orgullo y el pánico de morir lisa y llanamente.
Una vez allí, se serena el espíritu y entro en mi alma, que es bastante blanca, y no piensa, flota, y no tiene peso ni lo tendrá. Me pertenece pero no es mía, le pertenezco, pero no somos dos cosas diferentes ni iguales ni nada que se parezca a algo. Por lo tanto, lo único que la define es que yo crea que está.
Una vez allí, me sereno y entro en el otro lado.
Ni bien ni mal. Ni luz, ni sombra, ni estupor.
Allí me quedo cuando puedo ser únicamente yo.
Cuando no pienso ni razono lo enseñado.
Cuando olvido lo aprendido.
No llegan allí los sonidos que soy capaz de producir, que puedo discutir.
Allí no llega la lluvia ni el horror.
No hay poesía que ayude a respirar o ausencias que acongojen.
Allí estoy yo.
Tan sola como un plazo. Tan simple como la luz, tan tranquila.
No existe la contradicción.
Hay lo que hay.
Estamos todos juntos, allí en yo.

de Puertos lejanos(Temas Grupo Editorial, Bs. As., 2000).


Poemas y cuentos de Atenázor(Editorial Sudamericana,Bs. As., 1985).
Diario secreto (Emecé Editores,Bs. As., 1991).

01 septiembre, 2011

ALINA GADEA VALDEZ (Lima, 1966)

LA CASA MUERTA



En ese tiempo me interesaban las casas que habían muerto porque, a diferencia de las personas, uno las podía revivir. Eso es lo que buscaba una mañana brumosa frente al mar de Mira flores. Una casa para resucitar. Una casa donde hubiera habido vida a raudales que se hubiese ido extinguiendo poco a poco hasta quedar reducida a telas de araña y a fantasmas.
Un domingo de invierno en la mañana, después de haber trabajado toda la noche frente a mi tablero, me alisté para salir a caminar por el Malecón de la Reserva. Fui serpenteando por el camino sinuoso de calles olvidadas y entré por una que se abría en tres, con una quinta como estrella. Me detuve en el centro. No pasaban carros, así que observé el lugar por un buen rato sintiendo cómo me mojaba una garúa tonta. Las esquinas de las calles eran curiosamente curvas, con casas estilo Tudor. Yo sabía que habían sido construidas cien años atrás por un arquitecto inglés que luchaba contra la nostalgia de estar lejos. Como si hubiera querido reproducir algo de su niñez aquí.
Me llamó la atención una casa enorme y antigua, de techos a dos y a cuatro aguas. Algunos más agudos y altos que otros. Una buganvilla gobernaba la punta del sombrero de bruja de uno de los tejados como un inmenso animal colorido desparramado por el techo. Entre la explosión de flores asomaban tímidamente las ventanas polvorientas de la buhardilla, entreabiertas como ojos con sueño. ¿Quién sabe qué o quién se ocultaría detrás de ellas? Miré las persianas de madera; parecían separar la casa del mundo y aislarla del tiempo. ¿Qué habría dentro de ella? Me sentí tentada de tocar la aldaba pesada. No tenía que seguir buscando. Esa casa era la que había visto en sueños, y para mi suerte tenía un letrero colgado tristemente como un collar al cuello que decía: “Se vende”. Me contuve por unos segundos antes de decidirme a tocar la puerta. Traté de mirar por una rendija y sólo vi. Hojas secas, algunas macetas vacías y unos gatos que actuaban como dueños de casa. Un olor a humedad que venía dentro se adivinaba desde la ranura. En el suelo había innumerables volantes de comidas ordinarias y rápidas, así como ofrecimientos inútiles de reparaciones en general. También vi. Una madreselva enlazada con un jazmín que subía retorciéndose por la reja de una ventana. Sentí una oleada de fragancia luchando con toda su frescura contra el olor a encierro.
Finalmente puse la mano en la aldaba y la sostuve por largos instantes, como adelantándome a mi viaje hacia el interior de la casa. Un viejo afilador de cuchillos pasó en ese momento con su extraña rueca cuyo sonido inconfundible me hizo volver en mí. Parecía un gnomo sacado de un cuento que sonaba como el flautista de Hamelin.
Golpeé la aldaba y no puedo negar que sentí algo parecido al miedo. Esperé sin saber por qué esa inquietud. Dejaría los planos de los edificios modernos que no me decían nada. El diseño de espacios funcionales y pequeños de techos bajos y de materiales nobles me ayudaba a comer, pero no alimentaba mi espíritu. Yo quería algo más que pan.
Era seguro que el se acercara a esa vieja casa querría, como lo habían hacho ya muchos arquitectos con otras casas de esa zona, tumbarla y construir uno de esos edificios como los que yo diseñaba. Esto era algo distinto. Era algo así como una ilusión, un juego que iba más allá del trabajo y del dinero
Oí pasos detrás de la puerta y finalmente la voz de un hombre joven:
¿Quién es?
Buenos días. Soy arquitecta y vengo por el cartel que dice “Se vende”.
Abrió la pequeña ventana del postigo en la puerta grande. Vi su cara como salida de la nada, o del pasado, o del encierro. Del gris del cielo, tenía unos ojos cansados y algo tristes.
Tiene que llamar por teléfono y hablar con la señora para sacar una cita. Ella sólo recibe por las tardes, es decir, algunas tardes. Voy a buscar el número.
Luego de unos momentos me extendió por entre los fierros forjados de la pequeña ventana de madera un papel marron arrugado con el teléfono escrito en números grandes e infantiles.
Gracias – le dije, y me retiré unos metros, sin dejar de mirar la casa, y me situé nuevamente en el centro de la estrella para observar. Me pareció ver algo o alguien en la ventana central de los altos de la casa. Me fijé bien. Debía de ser un reflejo del cristal, pero sin duda había muchos muebles en el interior que parecían un tumulto. Pensé en soldados sobrevivientes de una batalla. En personas inertes custodiando la casa y sus recuerdos. En testigos mudos de vidas anteriores, de amores, de riñas de novios, de peleas de niños con trajes de marineros, de juegos de trompos, de grandes almuerzos, de mujeres embarazadas, de llanto de recién nacidos, de risas de niñas con uniformes de falda escocesa hasta la rodilla llegando del colegio; de hombres jóvenes y maduros, de viejos y de muertos. Me pareció oír los ecos de las voces de unos chicos jugando a la ronda, pero me di cuenta de que sólo era el rumor del mar a lo lejos.
Llamé inmediatamente al teléfono que me proporcionó el hombre y sentí el mismo sobresalto que antes de tocar la puerta. Se hizo un silencio y oí una voz como salida de un armario:
¿Quién llama?
Algo turbada, titubeé por unos instantes y le dije:
Eh, eh, acabo de hablar con una persona… creo que es su empleado, me dio su teléfono. Usted no me conoce, yo llamo por el letrero de “Se vende”.
Ah …. Usted es otra corredora de casas.
Su voz parecía cansada de la vida.
No señora, no precisamente. No soy corredora; soy arquitecta y estoy interesada en conversar con usted sobre su casa.
Si, claro, usted piensa tumbar la casa así como han hecho con las casas vecinas. Piensa construir un inmenso edificio de cemento. Puede pasar a verme la próxima semana, pero no le aseguro nada. Sucede que tengo varios postores y el precio es lo que menos me preocupa.
En realidad, señora, mi idea es distinta. Quisiera la casa, pero no sé exactamente si pueda comprarla; y aun si la comprara, de ninguna manera construiría un edificio. Tengo otra propuesta que hacerle
En ese caso, venga esta tarde. La espero. Nada me gustaría más. A propósito, ¿con quién tengo el gusto? Usted habla con Isabel Estenós
Encantada, señora, yo soy Mariela Ramos. ¿Le bien a las cinco?
Sí, está muy bien para mí. Hasta luego
Colgué y volví a mirar la casa dando la vuelta por el malecón. Observé que había sido modificada más de una vez. Alcancé a ver una ampliación que habían llevado a cabo probablemente en los años setenta, por los materiales que habían usado. Vi. también que habían cementado el jardín y que algunos árboles tenían alambres de púas enrollados alrededor de sus troncos secos, como cinturones oprimentes. Pensé en coronas de espinas. Tenían savia rojiza chorreando bajo las púas hirientes. Yacían de pie, solitarios. Árboles muriendo de pie, con los pájaros todavía en sus nidos y saltando de rama en rama. Eran de un verde grisáceo, de ramas desnudas, con hojas que más que hojas parecían pelos lacios y ralos. Me pareció ver un niño jugando, pero no había ninguno. Eran sólo juguetes viejos. Un carrito rojo de lata, un caballo de madera.
Regresé a mi departamento paso a paso. Un frío intenso parecía haber traspasado mi piel, desconozco hasta ahora por qué. Pasé la mañana revisando la edición especial de una revista de casas antiguas. Me imaginaba el interior de la casa y por momento me venía a la mente la idea de cómo sería la señora Isabel. Su voz penetrante me había quedado resonando en los oídos. Pensé que las casas, como la gente, pueden ser nuevas o pueden venir de muy lejos y de muy atrás. Pueden contar con ninguna o con muchas experiencias. Pueden atraer o repelar. Pueden dar energía o alegría o miedo o gusto o pena. O una mezcla de todo. Pueden contagiarse de las virtudes y defectos de las personas.
Almorcé un sándwich y me quedé dormida viendo una película absurda. Y soñé nuevamente con la casa y con la señora también.
Una hora después estaba tocando otra vez la aldaba de fierro pesado. Alguien me abrió; no lo llegué a ver, y los goznes chirriaron con un ruido ácido. Pasé y, al cerrar, la puerta se tiró con todo su peso. Me estremeció el sonido que hizo. Caminé por la arboleda lánguida de casuarinas. Los gatos ronroneaban y se enroscaban, algunos se estiraban. La puerta redonda de ingreso a la casa estaba abierta.
Entré y la vi. sentada en medio de la sala vacía en un sillón color rojo estilo Luís XV. Tenía una bata blanca que le llegaba hasta el suelo y un pañuelo en la cabeza. Sus ojos hundidos y ojerosos eran la huella de algo que había sido bello en otro tiempo. Su mano venosa con uñas largas pintadas de rojo sostenía la cabeza plateada de un bastón. Me hizo una especie de saludo con un gesto, mientras golpeaba el bastón contra el piso de pino. No pude evitar que mi mente vagara hasta el barco a vapor que debió transportar los troncos desde Estados Unidos hasta el puerto del Callao, y en el bosque de gigantescos pinos talados para elaborar esos largos listones cien años atrás. Se trataba de una enorme sala vacía. Le habían retirado, ignoraba yo con qué objetos, los enchapes de madera de las paredes y sus zócalos altos, dejando al descubierto alambres de antiguas conexiones en tubos ya inservibles. Como arterias a la vista. Levanté la cabeza y vi que tampoco le habían dejado las molduras de yeso del techo. La casa era como una mujer elegante desprovista de sus alhajas y de sus atuendos. ¿Por qué tanto maltrato?. Tal vez alguien con el afán de terminar de desnudarla, para después matarla con picos y palas en un dos por tres. Las paredes de adobe se demuelen con extremada facilidad. Tal vez había sido un intento fallido. Tal vez doña Isabel se había arrepentido a último momento de venderla. Tome por cierta esa suposición y caminé hasta donde ella estaba. Más tarde pensaría que doña Isabel había depredado la casa como una mujer que se inflige un castigo así misma, cortando su preciosa melena al ras del cráneo o pintándose toda la cara con lápiz de labio frente a un espejo para humillarse cruelmente.
Me miró fijamente. Sus ojos parecían los de una paloma: distantes y con un contorno lila alrededor del iris.
Tome asiento, como pueda. Como verá, no hay muchos muebles en esta parte de la casa. Todos los he ido haciendo llevar arriba, donde tengo mis recuerdos y paso todas las horas del día. Pero usted podrá acomodarse en el piso; es muy joven, por lo que veo.
Sonreí para darle gusto y para darme un poco de confianza y me senté con las piernas cruzadas lo suficientemente cerca de ella como para que me oyera pero lo suficientemente lejos del alcance de su puntiagudo bastón. Algo en elle me intimidó y me subyugó al mismo tiempo.
¿Cómo me dijo usted que se llamaba? Ah sí, Mariela. Es un gusto conocerla, Mariela. Como habrá notado, tengo dificultad para movilizarme, así que le ruego que acerque esta mesita de ruedas que está junto a la ventana.
Me levanté y atraje hacia nosotras la mesita rodante y le serví una taza de té. La tetera humeaba sobre un azafate de plata cincelada con un pequeño mantel de encaje.
Sírvase usted una taza.
Así lo hice y me volví a acomodar en el suelo, mientras observé las huellas de puertas que habían sido clausuradas con cemento. ¿Qué habría detrás de ellas y por qué las habría cerrado? Con la mirada vagando aún por la sala, su voz cascada interrumpió mis conjeturas.
Sí. Ya sé está pensando. He cerrado las puertas y también algunas de las ventanas. No me gusta la luz, al menos no la luz hiriente; prefiero la penumbra. Eso sirve también para que nadie se anime a visitarme. Salvo algunos gatos y gente como usted. Una casa tan elegante no se debe convertir en un cuchitril con montones de familias de medio pelo hacinadas dentro. Viene gente foránea a usurpar nuestro barrio. Advenedizos sociales.
Así es, si me permite decidirle, doña Isabel. Yo la entiendo perfectamente. A mí me gustan mucho las casas antiguas. Pienso que tienen qué decir, que son testigos de la vida. Me gustan sus chimeneas grandes de piedra, sus techos altos que en vez de oprimirnos nos liberan y sus paredes anchas de adobe que guardan dentro tantas emociones. Tanta vida.
Bah, habladurías. Va usted a decirme de una vez por todas qué es lo que pretende y sólo después de oírlo haré que Eddie le enseñe mi casa.
Doña Isabel, sé que su casa vale mucho dinero, por su tamaño y su ubicación. Por lo general estas casas han sufrido modificaciones necesarias en su momento, pero que después de un tiempo pierden su razón de ser. Yo quisiera devolverle su diseño primigenio. Entiendo que usted preferiría no demolerla y que no tiene demasiado apuro por dinero. Comparto con usted que es una pena asistir a la destrucción de una casa tan especial como la suya y verla convertida en una serie de departamentos término medio. No tengo la suma que la casa vale, pero sí dispongo de los materiales adecuados y de mano de obra de primera para rehacer la casa.
Sí. Todo eso suena muy bien, señora o señorita Ramos.
Señorita por ahora, pero dígame sólo Mariela.
Bien, Mariela, pero… ¿a cambio de qué tanta maravilla?
Querría proponerle, en segundo termino, que por el monto de lo invertido me conceda en alquiler el primer piso de su casa para poner mi taller de arquitectura. Las sumas y los tiempos tendríamos que sentarnos a discutir una vez que yo sepa a ciencia cierta cuánto es lo que tendría que invertir
Bien, bien, bien. Su propuesta es algo inusual, pero debo reconocer que resulta más simpática que las que suelo recibir, y además usted no me cae del todo mal. Déjeme pensarlo, mi estimada. Un asunto así tengo que considerarlo por lo menos unos días. Espere mi llamada. Eddie tomará sus datos. ¡Eddie! Acompaña a la señorita hasta la puerta.
Hasta luego, doña Isabel.

El hombre había salido como de la nada y me acompañó. Saqué rápidamente una tarjeta, él estiró su mano lánguida y se la entregué mientras caminábamos por la arboleda. A penas ella lo llamo apareció como una sombra, andando como si sus pies no tocaran el suelo. Cerró suavemente la puerta tras de mí. Esta vez la bisagra chirrió levemente.
Pasé la semana entre el tablero y la computadora. Hacía un trabajo solitario, pero no era eso lo que me molestaba. Lo que no me gustaba era lo que diseñaba en sí, las distribuciones forzadas en espacios pequeños, y los materiales. Trabajaba sin mayor esfuerzo y sin soñar tampoco. Mi mente vagaba, pensaba en la mediocridad de lo que hacía y sin que yo lo quisiera mis pensamientos regresaban a la casa del malecón y a sus tejados, a sus vigas y a sus muros anchos de adobe. Así pasó poco más de un mes en que creí que ella no me llamaría y yo me resistía a insistir, pero una tarde sonó el teléfono. Era Eddie. ¿Aceptaría ella m propuesta?
Oí su voz como ausente:
De parte de la señora, que se acerque esta tarde por su casa
Allí estaré.
Y así fue. Esta vez la señora hizo que Eddie me llevara hasta los altos por una escalera oxidada de servicio. Se encontraba recostada en un chaise longue
Pasa – me dijo y me hizo sentar a prudente distancia de ella. Tenía puesta una túnica. No alcancé a distinguir los colores por la penumbra del cuarto, pero ella y su cuarto parecían sacados de otra época y de otro mundo, un tanto teatrales. Infinidad de libros de tafilete alrededor de su cama. Observé que los muebles no correspondían a los que usualmente componen un dormitorio. Eran más propios de una sala muy ostentosa. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver el moiret celeste de su sofá y sus muebles, unos de carey con bronce, algunos de pandeoro y otros enconchados. No había mesas de noche, ni armarios. Sólo tazas sobre papeles y papeles sobre agendas y agendas sobre discos antiguos.
¿Me observas? Es que puedo ser tu abuela, sabes. Creo que Pronto me voy a morir. No duermo bien por la noche; en realidad, no duermo. Paso la noche pensando. Las preocupaciones en general
Algunos recuerdos que se apoderan de mí. Me siento sola. A veces me parece que las paredes me van hablar o que me van a oprimir, juntándose unas con otras. Por eso pensé en vender la casa. Pero tú has dado en el clavo. En realidad no quiero hacerlo. Venderla sería como venderme a mí misma, o como sepultarme en vida. Prefiero morir en la casa. Además, qué haría con el dinero. A mí no me falta dinero, me falta vida. Esta vez el motivo de mi desvelo fue tu ofrecimiento. Puede que sea una buena idea que remoces esta casa y conservarla. Tal vez estaría dispuesta a aceptar tu propuesta, pero con algunas condiciones. Por favor, ahora retírate. Necesito descansar.
Me quedé aun más inquieta que durante los días anteriores. Cuáles serían asas condiciones, qué iría a proponerme. Llegué a obsesionarme a tal punto con la casa que a manera de consuelo fui al registro y busqué los planos para estudiarlos. Me dediqué a hacer dibujos de la fachada y bosquejos de algunos ambientes. Hasta que varias semanas después volvió a sonar el teléfono. Era Eddie: la señora quería volver a verme.
Hice el mismo recorrido que la vez anterior, y al llegar al ático, mientras le hacía una especie de venia. Doña Isabel, sin siquiera saludarme, me encaró:
Mis condiciones son así: en primer lugar, Eddie te habilitará desde hoy su cuarto independiente en el primer piso de la casa, donde podrás trabajar y vivir. No deseo que tus obreros beodos entren a robar por las noches o, peor aun, que hagan juergas con el dinero de su semana, aprovechando que estoy sola. Sé cómo es esa gentuza. Me imagino que contigo de por medio tendrán más respeto que solos con una vieja y un muchacho inútil. En segundo lugar, me importa un bledo el monto que vayas a invertir. La casa seguirá siendo mía y una vez que yo muera pasará a tu propiedad. No tengo ningún heredero y, por otro lado, me gusta la idea de que aprecies esta casa.
Acepté. Estaba perpleja. Su ofrecimiento me pareció descabellado, pero no podía decirle que no. Era más de lo que yo quería
Pe-pe-pero, doña Isabel, ¿está usted segura de lo que me está diciendo?
Claro que lo estoy, tonta. Y anda de una vez antes de que me arrepienta. Hablaré con e doctor Collantes para que haga los trámites que corresponden
Mientras bajaba a toda velocidad las escaleras corroídas por la brisa del mar iban cayéndose los trozos de fierros oxidados e imaginaba la casa viva, limpia, aireada. En su forma original, haces de luz atravesándola por las ventanas abiertas el aire puro circulando entre calidos muros de adobe. Los tabiques y las trancas abajo. Los candados afuera y la energía colándose por los ángulos de las pirámides de los techos. Las maderas y los bronces relucientes. Las macetas llenas de flores, la hierba creciendo en el jardín. La casa resucitada. No había tiempo para perder.
Esa misma noche llegaría para quedarme en la ansiada casa del malecón y dormiría e el cuarto preparado por Eddie. No conocía sino un pequeño tramo, el que lleva al segundo piso por la escalera trasera, la que en otros tiempos usaba el servicio. Desconocía todo acerca de la casa. Tomé sólo lo indispensable para pasar la noche. Al día siguiente iría a recoger mi tablero y el resto de cosas que eran pocas, y entregaría el departamento. Llevé unos útiles se aseo y algo de ropa. Me recibió el muchacho con un manojo de llaves en la mano.
De parte de la señora – me dijo en tono solemne
Las tomé y los seguí. Me hizo entrar por la puerta redonda por donde pasé la primera vez. Después del salón venía el escritorio. En medio de una atmósfera densa, el aire se sentía espeso y el tiempo estancado. Serían las paredes plagadas de salitre o el piso crujiente. Pude ver que las ventanas interiores inútilmente enrejadas daban a unas especies de catacumbas llenas de desmonte. Me había instalado una cama de bronce son dosel y cubrecama de flores pequeñas en tonos lilas. Me dejó sola. Lo vi partir como flotando. Sentí que alguien se acercaba, pero no llegué a ver a nadie debía de ser un gato detrás de alguna pared. Me senté sobre la cama, dejé mi maletín a un lado y me quedé no sé cuánto tiempo en silencio, supongo que observando o tratando de adivinar por dónde comenzaría. Un sonido permanente se oía desde el fondo de algún lado, como un quejido. Sería alguna fea luz neón instalada arbitrariamente sabe dios dónde y con qué objeto. Me levanté y emprendí mi viaje por el interior de la casa. Oscurecía y, como no había focos, la casa se iba sumiendo en tinieblas. Apreté interruptores hundidos en las paredes, algunos sobresalientes y torcidos, hasta que encontré por fin uno que encendió
La luz mortecina del sospechado tubo de neón que me alumbró débilmente hasta llegar lo que había sido la cocina, donde rebusqué encontré unas velas ya usadas y rotas. Las acomodé en unas botellas de vino vacías y seguí andando con una extraña sensación. Me tropecé con un bulto y luché un buen rato con el llavero en la puerta de fierro que separaba la cocina del patio. Estaba trabada como casi todas las demás puertas, como si escondieran secretos del otro lado. Logré salir del patio donde estaban los cuartos que debían haber sido de los mayordomos y las empleadas en otros tiempos. Había un olor a trapos húmedos guardados, una atmósfera irrespirable a hongos. Las ventanas de esa parte daban al escritorio. Estaban separadas por rejas de fierro tapiadas por detrás con ladrillos. Una espesa capa de polvo alfombrada el piso del patio donde colgaban, olvidados, algunos harapos, y dormían infinidad de cajas, cachivaches, botellas vacías, periódicos y muebles viejos. Un vericueto me condujo por otra ruta al que habría de ser mi cuarto en el escritorio. Casi no supe en que momento dormida sobre la cama hasta el día siguiente. Debía de haber amanecido, pero la luz no llegaba hasta esa parte de la casa. Me volví a quedar dormida y tuve sueños raros. Una angustia me secaba los labios la lengua. Soñaba con puertas cerradas imposibles de abrir, con ventanas de vidrios rotos y polvorientos, con gente triste a la que le hablaba y no me contestaba en la casa vacía. Me desperté asustada; una nube parecía haberse instalado sobre mi cabeza. Todavía adormecida, llené la tina de mármol con patas de león y caños de bronce. Había agua caliente y Eddie se había encargado de limpiarla muy bien. Me sentí mejor después. Me vestí y encontré al muchacho en el comedor vacío. Traía una taza de café. Nunca entendí de dónde salía cada vez que veía ni de dónde sacaba las tazas de porcelana y la tetera humeante. Desapareció antes de que le pudiera preguntar nada. Descubrí el comienzo de la escalera principal interrumpida por una pared. Una escalera a ninguna parte. ¿Qué habría del otro lado? ¿Por qué estaría cerrada? Los libros de la biblioteca donde yo dormía habían sido sacados, y sus estanterías, arrancadas. Sin lectores eran como niños huérfanos y sin estantes no tenían casa. Los cuadros descolgados y volteados contra la pared eran como personas castigadas. El comedor vacío con la araña de cristal torcida me hablaba de mejores épocas.
Empezaría por el primer piso donde podría trabajar con mayor comodidad y libertad dado que Eddie permanecía arriba con la señora. Lo primero sería destrabar una por una las puertas para que pudieran entrar la luz y el aire. Pasé el dia programado cada una de las obras y saqué el letrero que decía “Se vende”. Al día siguiente muy temprano ya tenía la cuadrilla de obreros trabajando. Cada noche un extraño sopor me invadía y caía agotada, y cada noche volvían los sueños. Me despertaba por momentos muy asustada. Al despertarme pensaba en la señora y en la soledad era contagiosa. Sí a mí también me terminarían hablando las paredes. Me sorprendía la cara gris de Eddie. ¿Estaría así porque permanecía todo el tiempo al interior de una casa sin luz? ¿Me pondría yo también así?. Afortunadamente esos temores desaparecían al empezar a trabajar. Pero volvían ineludiblemente al caer la tarde. Pensaba en que las casas son como las personas, que hay que conocerlas poco a poco y entenderlas. En este caso había que conocer cada rincón de su intrincado laberinto y cada uno de sus ruidos. Algunas noches oía risas, pero no podía determinar de dónde venían. ¿Sería Eddie? Empujaban y jalaban algo. Los golpes. ¿Serian del bastón de doña Isabel contra el suelo? Por momentos parecía que alguien rebuscaba algo, alguien que a veces reía y otras lloraba en las noches.
Comencé a subir al ático a visitar a la señora. Mientras más lo hacía más angustiada me sentía, más me perturbada su presencia, pero, extrañamente, más me empeñaba en ir.
A medida que pasaban los días la atmósfera de la casa se iba aclarando y haciendo menos densa. Abrí vanos donde habían sido clausuradas las puertas. Entraban ráfagas de aire puro; la casa parecía respirar. Raspé el antiguo piso de pino oregón y comenzaron a aparecer los matices caramelo y cognac de sus hermosas vetas. Derrumbé los muros improvisados; taladré, tarrajeé, frotaché, enlucí, enyesé, lijé, pinté sin descanso. Entubé los cables, volví a instalar los enchapes de madera, los zócalos y las molduras, levanté el cemento del jardín soterrado y planté de nuevo el grass. Podé los árboles y planté flores por todos lados. De un momento a otro aparecían mariposas blancas.
Faltaban todavía muchos espacios por trabajar; entre ellos, y en particular, el ático de doña Isabel y toda la zona que ella, sus muebles y Eddie ocupaban. Los ruidos venían de allí
Hasta que llegó el día en que tenía que traerme abajo la pared que interrumpía de manera siniestra la escalera. Al primer combazo oí un grito y luego sentí un alboroto. Subí. Era la señora.
Comprendí que ella luchaba por aislarse del mundo cerrando el paso, clausurando entradas. Esa vez me apuntó con el bastón desafiante, así que salí inmediatamente del ático. Luchaba por separarme del presente y de la realidad en su bruma particular, en la penumbra obligada de su cuarto. Me causo pena y a la vez miedo. Sin embargo, había algo que me seguía fascinando de ella. Dejé de ir varios días después de ese incidente. Pero todo el tiempo pensaba en ella hasta que no pude resistir y volví a la semana siguiente y seguí yendo todos los días.
Cuando estaba de humor recitaba versos de Shakespeare. Me maravillaban su prodigiosa memoria y su perfecta dicción, pero también me horrorizaban algunos, como los de Lady. Macbeth que a ella le encantaban. Escucha, joven amiga, y aprende: “La vida no es sino una breve llama, una sombra que camina, un pobre actor que no volverá a ser oído, es un cuanto contado por un idiota, lleno de sonido y de furia que no significa nada” – y se regodeaba en su perfecto ingles- : “It’ s a tail told by an idiot full of sound and fury signifiying nothing”.
Muchas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos
Algunas veces lloraba mientras recitaba y terminaba muy alterada, por lo que me ordenaba que me fuera. Yo me retiraba discretamente y sus palabras quedaban resonando en mis oídos
Algunas veces se mostraba extremadamente cariñosa y se empeñaba en pedirme que eligiera una de sus joyas para regalarme.
Dime querida cuál de estas joyas quisieras para dártela
Ninguna, doña Isabel; por favor, no se preocupe.
¡Qué desaire! ¡Qué malagradecida eres! No entiendes lo mucho que significan para mí. ¿No sabes acaso que las joyas son como el alma de una mujer?
Alguna vez estuve tentada de tomar una, pero me resistía.
Entre otras razones, pensaba que al hacerlo ella terminaría molesta y exaltada. Además, no tenía mayor interés en tenerlas. Por eso no le hacía caso, me despedía de ella y volvía al dia siguiente.
- Eddie, sé útil y trae los dulces que le gustan a la señorita Mariela. Date prisa, ¿o crees que ella tiene todo el día para esperarte?
Era hermoso escuchar los relatos de su niñez contados con tanto humor. Otras veces a duras penas hablaba. Yo la contemplaba y más de una vez las lágrimas le corrieron manchándole la cara de maquillaje
Una tarde me mandó llamar con Eddie, quien lucía muy asustado, y no hacía sino repetirme: “La, la….señora doña Isabel la llama. Suba por favor”.
Había una súplica en su cara de tramboyo despavorido. Cuando entré en el ático la encontré de pie, colgándose de las gruesas cortinas que lo oscurecían.
- A ti te estaba buscando, por qué te demoraste tanto en subir, qué malvada eres. Se han robado mis joyas – se lamentó a gritos-. Deben de ser tus obreros, así que tú harás que aparezcan, ¡hoy mismo!
Tenía un tono cada vez más imperioso.
Me preocupó su estado pero sospeché que ninguno de mis obreros ni el mismo Eddie habían tomado las joyas que ella tenía escondidas. Pensé que trataba de llamar mi atención y así lo confirmé unos días después de que me ausenté. Cuando volví a visitarla, por fortuna estaba totalmente serena y parecía haber olvidado el desagradable incidente. Eddie estaba más tranquilo y supe por él que la señora había perdido la idea del robo.
- Mariela – me dijo con voz trémula esa tarde-, si tú te fueras, estoy segura de que moriría. Tú eres la única compañía que me queda. Me siento muy triste cuando no te veo. Me gusta estar contigo porque me haces acordar a mí misma cuando era joven. Siempre adoré esta casa, igual que tú. En realidad, lo único que quiero es que estés todo el tiempo conmigo. No quiero la compañía de nadie más.
Sus comentarios me incomodaban muchísimo y hasta me indignaban; quizá me sentía manipulada entre su exigencia y su suavidad extremas. Luchaba conmigo misma para no reaccionar de manera ruda contra ella, contra la lástima y la irritación que me causaba al mismo tiempo. Sin embargo, tampoco podía prestarle demasiada atención, porque si lo hacía sabía que ella se irritaría más y se comportaría como una niña caprichosa, engreída y tirana.
-Hasta que al fin llegaste. ¿No te da vergüenza haberte demorado tanto en venir a visitarme? Cualquiera de estos días me muero y nadie se entera. Si no fuera por Eddie…él es el único que se preocupa por mí.
Pero doña Isabel, usted sabe que estoy trabajando, estoy cerca; además, nunca dejo de venir a visitarla, y lo hago con mucho gusto.
Y esos diálogos se repetían constantemente mientras Eddie entraba y salía con el azafate cincelado, las servilletas bordadas y las tazas de Limoges.
Emprendí los trabajos del segundo piso por la escalera trasera. Así pude continuar sin que ella viera a los obreros y evité que le dijera una impertinencia o que ellos se burlaran de alguna de sus extravagancias.
Piqué los falsos techos y dejé al descubierto las esplendorosas vigas de madera que poco a poco recobraron su color caramelo. Las ventanas de las buhardillas dejaron su aspecto de ojos soñolientos y volvieron a mirar el mar después de muchos años.
Era evidente que doña Isabel no dormía bien; lucía cansada
-Dime qué es lo que están haciendo esos obreros a la casa. No quiero ni pensarlo. Deben de estar arruinando los cristales biselados de las puertas. No quiero ni enterarme de que hayan roto la araña del comedor o desportillado las chapas de porcelana francesa.
Hablaba como si tratara de una persona a la que la estuvieran ultrajando.
- Baje y véalo usted misma; le va a gustar mucho cómo está quedando.
Yo a mi vez le hablaba como si estuvieran peinando y acicalando a una bella mujer para ir a un baile.
Y tratando de cambiar el tema le pedía que me recitara algún verso y le seguía el amén en medio de la penumbra, las telarañas y el moho. Y por momentos notaba que lograba desviar su atención hacia temas que la tranquilizaban. Pero me daba cuenta de que nunca dejaría que los obreros entraran a trabajar en su dormitorio.
Mientras tanto la casa iba cobrando vida, recuperando su antiguo espíritu y forma. Su perfume de maravilla, mezcla de madera, madreselva y mar. La luz entraba hasta mi tablero por una inmensa ventana clara.
Una noche sentí ruidos aun más fuertes que otras veces. Como de costumbre, comenzaron cuando ya me había acostado. Decidí subir y escabullirme hasta su cuarto para ver de qué se trataba. Todo estaba oscuro. El tropel de muebles en la sala. El piso apolillado de madera crujiente. Me asomé y vi. por la puerta entreabierta un desorden mayor que el de costumbre y a Eddie en extraña actitud como un espectador impávido ente un espectáculo sobrecogedor. La señora Isabel abría y cerraba cajones con él por testigo, de los que extraía joyas que se ponía y se quitaba, vestida de los años cincuenta, con la falda de tafetán de vuelo grande y duro. Tenía un maquillaje de ojos mal delineados y un moño alto con horquilla despeinado. Se reía y bailaba, trastabillando y cantando como Edith Piaf:
Non, rien de rien
Non je ne regrette rien
Eddie iba acomodando los muebles amontonados por donde ella pasaba hasta que caía extenuada y llorosa en su cama
Me retiré con la melodía en mis oídos, con esa letra y con esa imagen. Quién sabe qué misterios habría habido en su larga y extraña vida. Quién sabe qué era a aquello de lo cual no se arrepentiría.
Me tranquilicé por las noches y los ruidos se volvieron familiares; ya no me molestaban. Veía a Eddie pasar como un alma en pena cada tanto. Era una presencia permanente, un enviado de ella. Yo trabajaba cada vez más y mejor en la amplia sala de la ventana luminosa y perfumada por el aliento salino del mar. Llegué a conocer la casa como se puede conocer a una persona: en todos los vericuetos de su arquitectura. Ninguna persona era igual a otra, ninguna era como ésta, ninguna era tan bella.
Una tarde oí un alarido. Esta vez era Eddie. Subí de cuatro en cuatro las escaleras. Lo encontré como un espectro.
- ¿Qué pasa? – le pregunté. Pero no me contestó. Lo hice a un lado. Crucé la sala. Entré en la habitación. La señora Isabel yacía entre la pila de libros, con las joyas en la mano. La cara sin vida, los ojos desorbitados, el alma se le había volado y un hilo de saliva colgada de su boca endurecida. Vi el abismo de la muerte y sentí su oscuridad insondable y su inescrutable silencio.
Dispuse todo para su entierro, al que solo asistimos Eddie y yo
No volvería a oír por las noches, ni los versos, ni aquella canción, y extrañaría tomar el té con doña Isabel. Eddie continuó apareciendo los días que siguieron. Parecían escurrirse. Yo juntaba fuerzas para ordenar y disponer las obras en el ático de doña Isabel. Y volví a sentir durante esas noches la soledad de la casa. Tal vez más que nunca. Tal vez me había contagiado. Apenas me acosté comenzaron las risas y los llantos y el golpe del bastón de doña Isabel. Los jalones y trastabilleos, y esa melodía. Esa noche en especial me desperté varias veces sobresaltada y no sabía si soñaba o escuchaba realmente los ruidos. ¿Seria ese muchacho un fantasma viviente? ¿Sería la señora con los espectros del ático muerto? ¿O sería sólo sueños?
Al día siguiente en la mañana oí el sonido seco de la aldaba. Me asomé y vi. cruzar a Eddie como una sombra, como salido de entre los muros. Fui hasta la sala. Un señor con aspecto muy serio se presentó. Resultó ser el doctor Collantes, abogado de la señora Isabel. Me dijo que tenía un documento de ella. Lo hice pasar a la biblioteca, donde los libros de tafilete estaban perfectamente ordenados en sus estantes de caoba. Ya no lucían como niños huérfanos. Eddie entró y su cara lució más alelada que nunca.
- He venido a leer las disposiciones de la señora Estenós, a fin de tomar algunas medidas de acuerdo a su testamento.
Y leyó textualmente la que había sido su última voluntad:
“Yo, Isabel Estenós, declaro en pleno uso de mis facultades, que doy en herencia la totalidad de mis bienes muebles así como la casa situada en Mira flores, con las mejores efectuadas últimamente, sus aires, su suelo y su subsuelo, sin ninguna restricción al señor Eddie Villa fuertes”.
Lo miré. Tenía la impresión impávida de siempre. Esa misma tarde tomé mis pocas pertenencias, le devolví el llavero y salí a alquilar un departamento. El tablero lo pasaría a buscar después, o tal vez lo dejaría ahí para siempre.
Pasó el tiempo y nunca lo fui a recoger. No tenía fuerzas para hacerlo. Me parecía que el cielo gris estaba muy bajo, casi aplastándome, y que la garúa traspasaba mi piel produciéndome un frío inexplicable. El mundo me parecía una cáscara silenciosa. Hasta un día en que recibí la llamada de Eddie:
- Señorita Mariela, acá están todavía sus cosas, con su tablero más.
- Iré cuando pueda, Eddie.
Unos días después decidí ir y enfrentar la realidad. Caminaba sin querer llegar. Traté de no mirar la casa, pero no lo puedo evitar y lo hice. Al entrar por la arboleda volví a sentir el olor a moho que venía de dentro. El encierro salió a mi alcance. Encontré, en vez de la silla Luís XV de doña Isabel, un cordel con harapos colgados que atravesaba de punta a punta el lugar, con mi tablero arrimado a un lado y cosas encima. Eran trapos y envases de plástico. Vi unos camastros y unas cocinillas con fritangas. Unos niñitos sucios jugando en el piso con unos juguetes viejos. La familia de Eddie me recibió con indiferencia y yo sentí a la señora Isabel en su casa muerta. Los espectros del ático desperdigados por todos lados.
Dejé mi tablero donde estaba y al salir me detuve como el primer día en el centro de la estrella, la que daba a las tres calles y la quinta, y la miré por última vez. Levanté la vista y vi. por la ventana de los altos de la casa de arriba nuevamente abarrotada de muebles como guardianes de nada. Y vi una vez más un letrero colgado tristemente como un collar al cuello.
Esta vez no decía “Se vende”; decía:
“Provivienda hace realidad tu casa propia. 68 amplios departamentos de dos y tres dormitorios, finos acabados. Financia Banco Popular”.
Creí que nunca más volvería por esas calles olvidadas de Mira flores ni a soñar con esa casa.
Pero volví. Había pasado un tiempo en el que me sentí como un planeta desierto, como un barco varado en el fondo del mar. El frío del invierno entraba en mi alma y parecía congelar mi cuerpo. Se me hacía difícil vivir. Tenía la sensación de haber sido desconectada del mundo o de la vida o de mi propio ser. ¿Dónde habría quedado mi tablero? En todo caso ya de nada me servía; había abandonado por completo todo lo que tuviera que ver con él. Pero algunas noches no podía evitar soñar con la casa del acantilado, aunque de día la alejaba de mis pensamientos como fuera. Me prohibía a mí misma pasar delante de la casa; huía de ella. Un día no pude más y caminé hacia allá. Temía en el fondo ya no encontrarla como se teme no encontrar a un amigo muy viejo después de un tiempo de no verlo. ¿La habría matado con sus picos y palas? ¿Habrían terminado con todo lo que había dentro de ella? Esos muebles arrumados, que eran como sus vísceras, habrían sido extraídos de sus entrañas y puestos a merced de algún buitre anticuario. La habrían desbaratado dejándola como un cascaron vacío y roto. No. Ahí estaba todavía muerta pero de pie como los árboles.
Me detuve en el centro de la estrella y con miedo miré de soslayo la ventana de los altos, a ver si tenía algo que decirme todavía. Lo único que me dijo el letrero fue:
“Entidad financiera remata
Precio base US$ 100,000”
¿Qué habría pasado? ¿Por qué la subastan? ¿Por qué no construían de una vez esos departamentos pequeños y utilitarios que prometían en el letrero anterior?
Súbitamente se encendió una flama en mí y decidí buscar al doctor Collantes. Me recibió en una oficina tugurizada del centro de Lima que quedaba cerca de la Iglesia de San Pedro. Lo esperé sentada en un sofá tipo Chesterton, de acuerdo rojo y con capitoné.
-Lo que sucede es que a un tiempo de la lectura del testamento, la compra de la casa por parte de la entidad financiera no se llegó a perfeccionar, dado que la búsqueda en el registro arrojó que no estaba debidamente saneada. Pendía de ella una hipoteca. Ese es el motivo por el que se ha procedido al remate. El señor Villafuertes solo recibió de doña Isabel un presente griego.
Gracias doctor Collantes por la información, le aseguro que me va ser de gran utilidad –le contesté balbuceante.
Esa noche no dormí pensando en que podría recuperarla, y a la mañana siguiente salí temprano rumbo a la entidad del remate para comprar las bases. Pondría todos mis ahorros y adquiriría una deuda para pagarla.
Me adjudicaron la casa. Era como si ella se resistiera a alejarse de mí. Durante unos días viví en un marasmo. Me gobernaba una inquietud similar a la de volver a ver a un amor después de un tiempo y me detenía para retener la ilusión como un regalo sin abrir.
Finalmente tomé las llaves y volví a oír el chirrido ácido de los goznes. Ya sin Eddie la casa se había librado de una especie de yugo como un matrimonio disuelto. Me sentí más dueña de mí misma sin la amenaza latente de verlo. Sin embargo, comprobé que la casa conservaba para mí ese misterio y me producía el mismo miedo de la primera vez. Caminé por la arboleda que había sido nuevamente maltratada. El mismo olor a encierro de antes, los gatos, las macetas vacías, los volantes de comida rápida en el suelo. Las hojas de los árboles como pelos lacios y ralos. La alfombra de polvo en el piso. Todavía quedaban algunos muebles como soldados inertes sobrevivientes de una batalla inexistente esperándome arriba.
Volvería a nacer, sin duda, pero cómo había envejecido tanto, tan de repente. Cómo la habían maltratado hasta hacer que volviera a enfermar, cómo habían matado una vez más mi casa resucitada. Haría que volviera a respirar, y puse manos a la obra.
Comencé por limpiar y ordenar el caos que la familia de Eddie había ocasionado en pocos mese. Ventilar, pintar y plantar una vez más. Nuevamente el perfume de maravillas invadía el ambiente, y había que pasar por fin al ático de doña Isabel.
Sin embargo, desde la primera noche comenzó a sonar la melodía, los jalones y los llantos, las risas y las quejas. Sería que me perseguía el recuerdo de doña Isabel. Alguna vez pensé, cuando ella murió, que era Eddie quien se entretenía en asustarme o que la hacía a pesar de él mismo, como un loco. No. No era él definitivamente.
El ático tenebroso sin doña Isabel dentro era algo insólito para mí. Removí las sábanas blancas que cubrían los muebles como espectros. Extrañas bolsas negras desparramadas por el piso como hongos en una cueva; los cajones de los muebles enconchados habían sido vaciados. Ya no estaban las joyas que doña Isabel se ponía y se quitaba por las noches. Un gato salió por debajo de la cama y se paseó desafiante delante de mí. Retiré las cortinas gruesas que tapaban las ventanas del ático. La luz del sol entró tímidamente. Un haz de luz iluminó con sus diminutas partículas de polvo inquieto un ángulo de la habitación. Había un interruptor de luz colgado. Me acerqué a enderezarlo y encontré que era un escondrijo, la tapa de un hueco. Iba a meter mi mano pero algo tembló detrás de la pared. Me retiré unos pasos. Tomé una linterna y vi que en el fondo del vericueto había un objeto que brillaba. Estiré el brazo lo más que pude. Era un collar de enormes brillantes. Lo devolví y acomodé el interruptor. Los obreros estaban por llegar. Mientras tanto tomé fotos del ático, como era mi costumbre antes de empezar las obras. La cuadrilla de hombres llegó y comenzaron a trabajar. El sonido del cepillo no paró en todo el día, las voces de los obreros sonaban como ecos de martillazos dentro de una bruma. En la tarde esperé que terminaran de lavarse en el patio y salí a revelar las fotos. Regresé a la casa y las saqué para verlas. En la primera me pareció ver unas manchas; sería el salitre. En otra observé una luz fulgurante; debía de ser el reflejo de la ventana que abrí. Otras habían salido sumamente oscuras, como si las sombras no se hubieran ido en absoluto.
Esa tarde, como todas las demás, algo infinitamente triste y viejo pareció apoderarse del lugar y entrar en mí. No sé si era yo o era el ático. Tal vez habíamos comenzado hacer la misma cosa. Tanto que no me atrevía a esa hora a acercarme al enorme espejo manchado de azogue. Más de una vez me había figurado encontrar la cara de doña Isabel con su moño despeinado sostenido con horquilla, sus ojos mal delineados mirándome con su iris lila
Decidí encerrarme en el ático dándole varias vueltas a la llave antigua y terminar de ver lo que había detrás del interruptor. Con un desarmador lo desprendí completamente y fui sacando una a una las alhajas antiguas e infinidad de libros y papeles. Desde esa noche no volví a dormir en mi habitación. Después de mucho cavilar me adormecía y la canción volvía a sonar. Non, rien de rien, non je ne regrette rien…Cada vez me fue más difícil salir del ático. Revisando un álbum de fotos sepia, encontré una de doña Isabel joven. Por unos instantes hasta me pareció que era igual a mí. Oí su voz cascada diciéndome que la vida no es si no una breve llama un cuento contado por un idiota. Abrí el armario el que salió un perfume penetrante de mujer. Vi el vestido negro de encaje de la foto. Lo saqué inmediatamente y me lo puse, lo mismo que al collar de diamantes que extraje del escondite. En la penumbra del ático me acerqué con miedo al espejo y me miré. Vi a través de él, detrás de mí, las manchas en la pared y, entre las sombras, una luz y un espectro. ¿Me habría contagiado? ¿La soledad me habría tomado inadvertida? La casa vacía conmigo dentro, presa en el ático oscuro y lleno de joyas, libros y telas de araña. Igual que doña Isabel? ¿Las paredes comenzarían ahora a hablarme como a ella, el ático me devoraría también a mí? Ella sin duda no se arrepentiría de haberme dado y quitado la casa. Me recogí el pelo sin dejar de mirarme al espejo manchado de azogue y canté la canción mientras la casa entera lloraba.


ALINA GADEA VALDEZ (Lima, 1966) siguió el curso de Lengua y Civilización Francesa en la Universidad Sorbona de París. Posteriormente estudió Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y en la pontificada Universidad Católica del Perú, donde se licenció con un estudio romanístico sobre la separación de hecho como causal de divorcio. Ha estudiado en la Escuela de Escritura Creativa de la Pontificada Universidad Católica del Perú y publicado en la antología Primeras historias. Sigue actualmente diversos talleres de narrativa y lectura.

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