30 diciembre, 2006

El silencio es un golpe seco en las terrazas del alma. A quienes no callaron. A quienes siguen luchando contra la desmemoria aprendida.

-La mano en la pared-
Márgara Averbach, Buenos Aires, 1957.

(fragmento)



En el lugar donde conocí a Ester, yo era sobre todo madre. Cuando volvió a llamarme, me dijo que quería una vendedora. Ahora, las dos somos madres de nuevo, pero la palabra tiene un sentido distinto, casi opuesto.La conocí en la puerta del colegio cuando esperábamos a los chicos todos los días a las cinco y cuarto.
A la entrada, ¨las madres¨(en el espacio de esa manzana de veredas maltratadas, éramos siempre ¨las madres¨) apenas si nos saludábamos. Tal vez porque a la entrada no había excusa para quedarse por ahí perdiendo el tiempo, tal vez porque sin excusas, suponíamos que con un poco más de esfuerzo, podríamos ganarle al trabajo y por eso volvíamos corriendo a las escobas y las clases y las compras. A mediodía, apenas había inclinaciones de cabeza, Chau, Hasta luego, ¿Qué tal? Hace frío. Cuatro palabras y las puertas del colegio quedaban vacías. (...)Ester tenía el reproche en los gestos. Sus hijos -tenía dos- venían peinados, limpios, perfectos y antes de entrar, ella los examinaba con cuidado, de arriba abajo, y a veces, se agachaba a limpiarles una mota de polvo del zapato o se inclinaba a arreglarles el cuello del delantal. Recuerdo sus manos, en el aire, arreglando un mechón rebelde de las tranzas de Cata. Sí, de Cata me acuerdo también.Cuando volví a ver a Ester, no había pensado en su hija en mucho tiempo pero descubrí que me acordaba de ella. No hubo tiempo suficiente para acumular recuerdos, pero me había quedado con una cara cansada de quince años, el aburrimiento en los ojos, ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde.(...)Después de la escuela, dejé de verla. Cuando las cosas se derrumbaron y empezaron a verse los espacios vacíos, los huecos oscuros, tuve miedo y les pedí a mis hijos que se fueran. En nuestra ceguera parcial de aquellos tiempos, pensamos que cualquier ciudad era mejor que la nuestra y que tal vez, bastaba con corrernos a un costado unos kilómetros para evitar el espanto. Así que tampoco los veía a ellos. Apenas había cartas de vez en cuando. Y después, de pronto, en el año de la guerra, con los comunicados y las noticias falsas sobre las islas en los oídos recibí un llamado.No la ubiqué enseguida. Ester, decía la voz, una voz más cascada y sin embargo, más llena de fuerza que la de la mujer de la casa perfecta. ¿Ester? ¿Ester qué? El apellido no me aclaró mucho, tal vez porque entonces, cuando éramos ¨las madres¨, los apellidos eran los nombres de los chicos: ¨lamamádecata¨, ¨lamamádealberto¨. Tuvo que decirme la dirección para que me acordara. Pero en ese año, con los hijos lejos, me alegré de oírla. Me preguntó si seguía vendiendo ollas a domicilio. Dije que sí. (...)El living estaba oscuro y tenía otro color, turquesa, tal vez celeste, con esa luz era difícil saberlo. Había carpetas de hojas manchadas, abiertas sobre la mesa. De pronto, recordé el desierto del mantel en otros tiempos, la mesada brillante que seguramente seguía allá, del otro lado de la puerta entreabierta, en la cocina.Ester hojeó mis folletos despacio. No les prestaba atención. Quería decirme algo y las ollas eran una excusa. No me resultó difícil darme cuenta pero no supe cómo hacérselo más fácil.Y entonces, porque sí, levanté la vista y la vi.La huella de la mano en la pared azul.Me quedé inmóvil, mirándola. Una mano grabada como un bajorrelieve en la pintura del living de la casa de Ester era algo tan inconcebible que pensé que me había dormido. Un olor agudo a pesadilla cayó sobre el mantel y los papeles y las carpetas. La penumbra nos tocó los pies.-¿Qué?- dijo Ester, de pronto, las dos manos apoyadas sobre mis folletos de colores absurdos, abandonados a su suerte sobre la falda-. ¿No sabés?Yo no sabía. ¿Quién hubiera podido contármelo? Mi Alberto se había ido lejos y por otra parte, nunca había sido muy amigo de Cata. Los otros eran más chicos y tampoco estaban. Ya no éramos ¨las madres¨. No estábamos envueltas en la humareda tibia de los chismes.Los ojos de Ester eran otros. Como su voz, tenían más fuerza y más años. Parecían partidos por grietas infinitas. Sé que ese día le di la dirección de Alberto y sé que se escribieron. Ella me mostró las cartas. Ahora que Cata la estaba armando a ella con su ausencia, ella quería armar a Cata con las palabras de otros. La vida de Ester era un movimiento hacia arriba, en picada, hacia la escena que yo no había olvidado, hacia ese ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde, sobre las veredas maltratadas del colegio.-Casi la mato cuando puso la mano sobre el enduído- me dijo. Había sido dos días antes de los golpes en la puerta, dos días antes de las sirenas y los hombres y el Falcon y la no-despedida. La voz de Ester se quebró en la segunda palabra. - Casi la mato.Apoyó los dedos demasiado grandes sobre la huella que siempre tendría dieciséis años. Ya no lloraba.
Márgara Averbach
nació en la ciudad de Buenos Aires, en 1957. Es Doctora en Letras y Traductora Literaria. Tradujo más de 50 novelas y se dedica al estudio de la literatura de las minorías étnicas estadounidenses. También escribe crítica literaria en diarios y suplementos culturales.

Como autora ganó el Primer Premio del Concurso de Cuentos para Niños de las Madres de Plaza de Mayo (1992) con el relato “Jirafa azul, rinoceronte verde” y el Primer Premio de Cuento en el Segundo Concurso “Identidad De las Huellas a la palabras”, Abuelas de Plaza de Mayo e H.I.J.O.S. (Córdoba, 2001) con “Rompecabezas de lunes”. Su libro El año de la Vaca fue distinguido con el premio “Destacados de ALIJA” 2004, en la categoría “Novela juvenil”.

28 diciembre, 2006

Monserrat Ordóñez (Barcelona 1941-Bogotá 2001)

Una niña mala
Her power is her own.
She will not give it away
Sandra Cisneros
Quiero ser una niña mala y no lavar nunca los platos y escaparme de la casa. No voy a explicarle las tareas a nadie, ni a tender la cama. No quiero esperar en el balcón, suspirando y aguantando lágrimas, la llegada de papá. Ni con mamá ni con nadie. Cuando sea una niña mala gritaré, lloraré dando alaridos hasta que la casa se caiga. Cuando sea una niña mala no voy a volver a marearme y a vomitar. Porque no voy a subir al auto que no quiero para dar las vueltas y los paseos que no quiero, ni a temer que alguien diga si vomitas te lo tragas, pero a papá no se lo hacen tragar. Yo voy a ser una niña mala y sólo voy a vomitar cuando me dé la gana, no cuando me obliguen a comer.
Llegaré con rastros de lápiz rojo en las camisas, oleré a sudor y a trago y me acostaré con la ropa sucia puesta y roncaré hasta despertar a toda la familia. Todos despiertos, cada uno callado en su rincón, respirando miedo. Quiero ser el ogro y comerme a todos los niños, especialmente a los que no duermen mientras yo ronco y me ahogo. Porque los niños cobardes me irritan. Quiero niños malos y quiero una niña mala que no se asusta por nada. No le importan ni la pintura ni la sangre, prefiere la piedra al pan para dejar su rastro y aúlla con las estrellas y baila con su gato junto a la hoguera. Esa es la niña que voy a ser. Una niña valiente que puede abrir y cerrar la puerta, abrir y cerrar la boca. Decir que sí y decir que no cuando le venga en gana, y saber cuándo le da la gana. Una niña mojada, los pies húmedos en un charco de lágrimas, los ojos de fuego.
La niña mala no tendrá que hacer visitas ni saludar, pie atrás y reverencia, ni sentarse con la falda extendida, las manos quietas, sin cruzar las piernas. Las cruzará, el tobillo sobre la rodilla, y las abrirá, el ángulo de más de noventa, la cabeza alta y la espalda ancha y larga, y se tocará donde le provoque. No volverá a hacer tareas, ni a llevar maleta, ni a dejarse hacer las trenzas, a tirones, cada madrugada, entre el huevo y el café. Nadie le pondrá lazos en la coronilla ni le tomará fotos aterradas. Tendrá pelo de loba y se sacudirá desde las orejas hasta la cola antes de enfrentarse al bosque.
No me paren bolas, gritará la niña mala que quiere estar sola. No me miren. No me toquen. Sola, solita, se subirá con el gato a sillas y armarios, destapará cajas, y bajará libros de estantes prohibidos. Cuando tenga su casa y cierre la puerta, no entrará el hambre del alma, ni los monos amaestrados, ni curas ni monjas. El aire de la tarde la envolverá en sol transparente. Las palomas y las mirlas saltarán en el techo y las terrazas, y las plumas la esperarán en los rincones más secretos y se confundirán con los lápies y las almohadas. Se colarán gatos y ladrones y tal vez alguna rata, por error, porque sí, porque van a lo suyo, de paso, y no saben de niñitas, ni buenas ni malas. Armará una cueva para aullar y para reir. Para jugar y bailar y enroscarse. Para relamerse.
Ahora el balcón ya está cerrado. El gato todavía recorre y revisa los alientos. Es tarde y la niña buena, sin una lágrima, se acurruca y se duerme.

Monserrat Ordóñez recibió como homenaje póstumo, el Premio Internacional de Literatura latinoamericana y del Caribe “Gabriela Mistral 2002”, por su dedicación a la poesía, a la difusión y estudio de la literatura latinoamericana y en especial a la escrita por mujeres. Su obra cuenta con numerosas análisis litararios, reseñas, antologías, entrevistas y dos poemarios: Ekdysis, 1989 y de Piel en piel, libro en el que recoge, además de poemas, prosas poéticas, cuentos, relatos, traducciones. En él la autora usa tantos géneros como le son necesarios para acomodar a los diferentes fragmentos del yo poético que es “como un camaleón de la palabra que cambia de color y tal vez no tiene uno propio”.
El universo simbólico de Ordóñez está lleno de fuerza e invade como una maldición, como un contagio que se pega a la piel y duele. Los textos son por lo general demasiado agudos para no ser dolorosos: tensiones, contradicciones, pulsaciones, desgarramientos, renacimientos, metamorfosis. La vida palpita en cada una de las páginas, pero es la vida cruda de sombras, despellejamientos, grietas, querellas. Como lo dice Clarice Lispector en una de las frases usada por Ordóñez como epígrafe: “Esto no es un lamento, es un grito de ave rapaz. Un alarido de vida para desatragantarse, para enfrentar el miedo, para soltar la carga y vivir.”

27 diciembre, 2006

Amalia Jamilis (Argentina, 1936 -1999)

Hay momentos en que los narradores se adelantan a su época, es el caso de Amalia Jamilis en el presente relato. Escrito poco antes de la dictadura militar del ’76, “Después del cine”, puede leerse hoy como una aterradora parábola sobre los niños nacidos en cautiverio o los que fueron sustraidos a sus padres.



DESPUÉS DEL CINE

El hombre muerto tomaba café vestido con un pantalón brillante y un saco de alamares. La mujer se levantó de la cama y con un dedo enguantado le señaló algo que había adentro de la taza. El hombre miró sonriendo; mientras sonreía la mujer abrió su cartera, sacó un revólver y lo mató. El hombre se desplomó hacia atrás con mucho ruido y estaba muerto, ya no volvería a tomar café nunca más. La mujer se puso un tapado de piel, como hacía Olimpia en invierno y un sombrero altísimo, le dio al muerto un beso en la boca y salió a la calle.

Misa terminó de comer el pop choclo y se dio cuenta de que Victoria no estaba; a lo mejor había ido hasta el baño, porque siempre que iba al cine con Victoria, ella se levantaba una o dos veces para ir al baño.

Algunos asientos más allá, un hombre y una mujer viejos abrían paquetes de caramelos. A su lado una rubia bajita miraba la película y se comía las uñas.

Ahora un vigilante con una estrella de plata arrastraba a la mujer del tapado de piel, ella se retorcía y echaba espuma por la boca. Sonaban los silbatos y se encendían linternas, la mujer conseguía escaparse y llegaba hasta una estación blanca de nieve en el momento en que avanzaba un tren. La mujer se arrojaba a las vías, había luces, sombras y más nieve y el tren la partía en mil pedazos.

A su lado la rubia se sonó fuertemente la nariz. La gente empezaba a levantarse y a ponerse los abrigos. Misa salió última y fue al baño, pero Victoria no estaba; tampoco estaba en el vestíbulo.

Al llegar a la esquina se dio cuenta de que era una noche muy oscura. A mitad de cuadra habían quedado las luces del cine y las voces; de pronto se encontraba caminando pegada a la pared, siguiendo a un hombre y a una mujer que ahora, detenidos y dados vuelta hacia ella, eran el hombre y la mujer viejos del cine que comían caramelos.

—Hola —dijo el hombre—. Una nena sola.

—Los chicos no deben andar solos de noche —dictaminó la mujer.

Recién entonces Misa reparó en que eran realmente muy viejos, más de lo que ella había visto nunca. Se apretó contra la pared y se cubrió la cara con las manos.

—No te asustes, nena —dijo el hombre, acariciándole la cabeza—. Sólo queremos que vuelvas a casa, es muy tarde para una chica sola.

—Además hace frío. Augusto, esta nena va desabrigada.

—Y no sólo por el frío —siguió diciendo el hombre—. De noche nunca se sabe con qué cosa va a encontrarse una chica por las esquinas, sin contar a los murciélagos. Me acuerdo que cuando muchacho los murciélagos me asustaban horriblemente. Y eso que nunca fui lo que se dice un cobarde, Magdalena. Pero esta chica está asustada. Sacate las manos de la cara, hijita, y decinos cómo te llamas.

—Augusto, basta de decir tonterías. Lo único que has conseguido es impresionar más todavía a esta pobre criatura.

—Sabés muy bien que los chicos pequeños me intimidan, Magdalena.

—Bueno, criatura, a ver, ¿dónde vivís?

—No sé —dijo Misa, sin sacar sus manos de la cara, mirando a la mujer por entre los dedos abiertos.

—Pero cómo es que llegaste hasta aquí; ¿estabas viendo el cine?

—Sí —dijo Misa.

—Pobrecita, mandar a una nena tan chica sola al cine —reflexionó el hombre, como hablando consigo mismo—. Hay gente desalmada. Cuando todavía ejercía, conocí a una mujer que mató a su hija porque le había contado al padre que ella la dejaba todas las tardes en un cine, para verse con su amante. Magdalena, si hubieses visto a aquella mujer no lo creerías. Parecía toda delicadeza.

—Augusto, no se puede decir que seas oportuno. Veamos, nena. ¿Quién te trajo al cine?

—Victoria —dijo Misa, retirando por fin sus manos de la cara.

—Pero, mirá, Augusto, qué linda es. Me hace acordar a Teté. Los mismos rulitos castaños, la misma forma de la boca. Si Teté viviera tendría ahora... dejame contar.

—Magdalena, no empecemos otra vez.

—Siempre sostuve, Augusto, que en el fondo eras un hombre sin corazón. Cómo puede ser que no me permitas recordar a mi propia hija.

—Te hace mal, Magdalena. Después te dan jaquecas. Acordate las que tuviste el año pasado. Te dieron seguido durante seis meses, por lo menos.

—Teté tendría treinta y dos años —dijo la mujer, tomando de la mano a Misa—. Me acuerdo de ella como si fuera hoy.

—No quiero contradecirte, Magdalena —dijo el hombre—, pero no es sano lo que hiciste. Conservar sus cosas, su cuarto, todos estos años.

—Era una manera de que Teté siguiera entre nosotros. Y ahora esta chica.

—Magdalena.

—Podría ser, bueno, no recuerdo la palabra, una reencarnación. Eso.

—Magdalena, basta.

—No, Augusto, no voy a permitir que me grites en la calle. Cualquiera puede pasar, y entonces, ¿qué pensará de nosotros?

—Tenés razón, Magdalena, disculpame.

—Bueno, hijita, ¿quién es Victoria?

—No sé —dijo Misa con un súbito escalofrío.

—No sabe —repitió el hombre—. Mi Dios, cuánta maldad hay en el mundo.

—Está helada y muerta de miedo —dijo la mujer—. Los dientes le castañetean; quién sabe desde cuándo no come. Es bastante flaca. Los vestiditos de Teté le quedarían justos.

—Magdalena, no hables así.

—Tendrías que alegrarte, Augusto. Siempre dijiste que debía desprenderme de todas las cosas de Teté. De sus vestidos, de sus muebles, de sus fotografías.

—Sí dije eso lo dije por tu bien, Magdalena. A veces me pareció que te estabas por volver loca.

—Qué podés saber, Augusto. Si vamos a hablar claro, nunca te destacaste por tu sensibilidad.

—Mentira. Sabés muy bien que soy fanático por la música.

—Estamos hablando de cosas distintas, Augusto. Además no podemos dejar a este pobre ángel aquí, sola y desamparada en mitad de la calle.

—Cierto. Hay que hacer algo. Podríamos buscar la seccional de este barrio y dejarla allí.

—Pero, qué estás diciendo. No puedo creerlo, esto es demasiado. Y si nadie la va a buscar. ¿Qué querés que hagan con ella en la comisaría? ¿Creés que la van a alimentar, que le van a dar ropa de abrigo? Además, sabés muy bien lo que le espera a esta criatura.

—Sí, el asilo.

—Sí, el asilo, sí, el asilo —se burló la mujer. Misa, en tanto, los miraba alternativamente, y su mirada fijaba detalles: el brillo dorado de los anteojos del hombre, el zorro de piel que la mujer llevaba arrollado al cuello.

—Augusto —dijo la mujer—. Si te oponés no tendré otro remedio que llevármela a lo de Clotilde. Ella me la dejará tener con gusto.

—Hablás como una chiquilina, Magdalena. Como si tuvieras dieciocho años y estuvieras por fugarte de tu casa. Quiere decir que te quedarías con la chica en lo de Clotilde, en lo de esa chiflada.

—Augusto, no te permito. Es mi hermana.

—Tenés razón, Magdalena, disculpame.

—Ahora yo me pregunto, Augusto, ¿podríamos adoptar a una chica a nuestra edad?

—No intentarás decir que pensás en serio adoptar a la chica.

—¿Y por qué no? Después de todo sería cuestión de imaginar que Teté se ha casado y que esta criatura es su hija. Algo tan fácil con sus rulos, con la forma de la boca.

—Es ridículo, Magdalena, a nuestra edad.

—Si se trata de gastos, no te preocupes, Augusto. Emplearé en ella mi propia renta. La mandaré a un buen colegio. Los sábados a la tarde la llevaré a tomar el té a Gath & Chaves. Cuando sea grande haremos fiestas para que se destaque. Todo lo que no pude darle a la pobre Teté.

—No se trata de gastos, Magdalena.

—Entonces vamos yendo —dijo la mujer. Se inclinó sobre Misa y de pronto pareció recordar algo.

—Pero, ¿y tu nombre? Todavía no te hemos preguntado el nombre. ¿Cómo te llamás?

Se llamaba María Luisa, pero nadie la había llamado jamás así, de modo que permaneció callada. El zorro de piel la miró con su único ojo gris que lanzaba destellos. Primero se retrajo, asustada ante aquel ojo luminoso; después percibió el perfume de la mujer vieja, levantó la cara y la miró y la cara de esa mujer le devolvió su mirada, y estaba llena de arrugas de risa. Entonces se atrevió; lentamente acarició la piel del zorro y dijo:

—Misa.

El hombre y la mujer la tomaron de las manos y empezaron a caminar con ella en el medio. Algunos nombres le subieron a los labios mientras caminaba. Sin voz dijo Victoria y dijo Cela, dijo Rogelio y dijo Pampa, dijo Nana y dijo Feroso; dijo algunos nombres más. Cada paso que daba correspondía a un nombre.

Se detuvieron junto a un auto; el hombre y la mujer la ayudaron a subir y la sentaron entre los dos; después el auto se puso en marcha. Para cuando llegaran a destino ya ella se habría olvidado de todo.

Escribió: Detrás de las columnas (1967, Premio PEN Club Internacional, Losada), Los días de suerte (1968, Premio Emecé), Los trabajos nocturnos (1971, Centro Editor de América Latina), Madan (1984, Premio de la Secretaría de Cultura de la Nación, Región Ciudad de Buenos Aires, Celtia), Ciudad sobre el Támesis (1988, Premio Fondo Nacional de las Artes).

Clarice Lispector

25 diciembre, 2006

Griselda Gambaro(Bs As, 1928)

Fue estrenada el 22 de setiembre de 1998 en el Teatro General San Martín de Buenos Aires dentro del marco del Festival Inter­nacional de Teatro. Formaba parte de un espectáculo integrado por obras argentinas y europeas de cinco minutos de duración cada una y cuyo título genérico era "La confesión".





Entra Marta, una mujer madura, con un vestido semejante a un uniforme gris.


Marta: Al principio me costó acostumbrarme. Los ho­rarios rígidos, la oscuridad a hora temprana. El maltrato. No de las otras, que están para eso, sino de las que estaban como yo, ence­rradas allí. Se burlaron cuando les dije que no me parecía a ellas, que siempre había sido honesta. Empezaron a llamarme la incorrup­tible, la señora honesta. Pero una noche, a os­curas, cada una contó un poco de su vida. Y de pronto, en una pausa, oí mi propia voz. ¿O no era la mía? Era una voz más, ¿cómo de­cirlo?, desnuda, frágil. Y conté cómo, ya con hijos grandes me había enamorado de... Un ratero, eso era. Me enseñó a tropezar con transeúntes, a darles conversación mientras él, con dedos hábiles, les limpiaba los bolsi­llos. Nunca sacaba mucho. Robaba a viejas, a hombres cansados. Un día no fue bastante rápido. Cayó y caí con él. Entonces, desde que conté esto, me dejaron en paz. O mejor dicho, me quisieron. Extra­ño ser querida por algo así. Me protegieron, me enseñaron cómo... arreglarme con la os­curidad a hora temprana.

Empecé a cambiar. ¿Por qué me mira? Así fueron las cosas. Le conté el final, pero todo

final tiene un antes, ¿no es cierto? No sé por qué usted accedió a sentarse ahí, para escu­charme. Hay una compulsión en este rito. Lo acepto porque ahora... acepto todo. Lo que importa es el antes.

La vida fue siempre un asunto complicado para mí. Si hubiera nacido... no sé... rica, pe­ro nací pobre. Fue una equivocación. Porque no estaba preparada. Ya en la cuna sentía que

esa cuna no me correspondía: ningún enca­je, ningún lazo de seda, una sábana rasposa y una manta. Lloraba mucho. (Ríe) ¡Me pasé la infancia llorando por lo que no tenía!

De pronto me vi grande, con senos, con el ve­llo oscuro del pubis. Puesta en un lugar que creía no merecer, siempre pobre, una prince­sa condenada a un tugurio. ¿Era una princesa o era como usted me ve?: una mujer como tantas, sin ningún atributo especial, con esta cara que se olvida pronto.

Me casé y tuve hijos. Los hijos me entretuvie­ron un rato, pero debería haber sido ciega para no darme cuenta de que tampoco ellos eran, no sé, niños extraordinarios como yo los hubiera deseado. No, eran niños vulgares, con orejas carnosas, ojos pequeños que no expresaban nada. Y mi marido... Pobre cosa. ¿Ve esto? (Le muestra un botón de su rapa) Así era, un objeto sin brillo. Se deslomaba traba­jando y yo no comprendía por qué termina­ba trayendo una miseria. Compró una casa y me la presentó como si fuera una mansión. Recuerdo su necia sonrisa de alegría: esta es nuestra casa y quería decir nuestro palacio, y yo sólo veía una ruina. Cuando murió, me sen­tí libre, sobre todo de su amor que me agravia­ba. Mis hijos crecieron y se marcharon para re­petir la misma historia del padre. Siento alivio de no verlos, con sus orejas carnosas. Yo recibí la vida como una camisa demasiado estrecha para mis deseos. Y ahora, que estoy aquí, me pregunto cómo no me di cuenta de que ésa era la vida. No mi sueño de una cuna con la­zos y moños, sábanas finas, sino esa cuna sobre la que debió inclinarse mi madre. Debió ha­cerla muchas veces, pero nunca la vi porque sentía vergüenza de su rostro ancho, sus ma­nos toscas. No supe tragarme las lágrimas de desilusión para mirarla. A partir de ahí, lo per­dí todo, me quedé ciega para la vida, ajena. ¿Piensa que es tarde? La casa, a fuer de verla fea, es fea. Los hijos, a fuer de verlos tontos, lo son. ¿Es tarde? Empecé a cambiar. ¿Es tarde? Usted está ahí para alguna respuesta. Para de­cirme que aún puedo salvarme de la soberbia, esa asesina que mató la belleza del tiempo concedido. Ahora, cuando salga, trataré de ver el día como es. ¿Por qué pretendí tanto? Los deseos de una amazona cuando sólo soy una mujer cuyo rostro se olvida fácilmente. Creí que la vida me debía todo cuando no me debía nada. Llega tan desnuda como un árbol en invierno cuya primavera decidimos. (Se levanta) ¿Qué dice? ¿Que es invierno? ¿Que seguirá el invierno?


Entre sus libros figuran El desatino (1965), Una felicidad con menos pena (1965), Dios no nos quiere contentos (1979), Después del día de fiesta (1994), Lo mejor que se tiene (1998), Escritos inocentes (1999), Lo impenetrable (2000) y El mar que nos trajo (2001).

24 diciembre, 2006

Esther Cross (Buenos Aires, 1961)


LA DIVINA PROPORCIÓN
Bajo el retrato que Owen exponía en su comedor, el rótulo decía: La menina de Manhattan, tal el nombre con que el pintor había decidido bautizar su obra. Posterioridad exótica; retrospectiva, retromoda. No se trataba de un cuadro que imitase con fidelidad de plagio el trazo y los colores de Velázquez. Pero el pintor había decidido - y no es difícil adivinar por qué- tomar la estructura de Las Meninas para dibujarla. El escenario no era ya la sala de un palacio sino el mismísimo Battery Parck de Manhattan. Claro que a sus espaldas había infinitud de espejos: las ventanas de los rascacielos que un famoso arquitecto argentino construyó para beneplácito de los norteamericanos. El pintor, por su parte, prefirió retratarse como una simple sombra, de frente a la moderna menina. No había reyes asomándose en la furtividad de la tarde, ni siquiera una dama de compañía. Sí un perro, que parecía exageradamente grande junto a ella. Ella. Su pelo, igual que en el cuadro del pintor español, era mimbre y rubicundo y le llegaba a los hombros. No poseía la dignidad de una princesa ni la inocente crueldad de la infanta del cuento de Oscar Wilde. Para ser quien era -llamativa, cabal, encantadora- le bastaba con ser ella misma. Nada de títulos ni apodos exuberantes ni uñas largas sosteniendo una boquilla de nácar blanco. La enana de Manhattan. Las cosas por su nombre. Era enana y bien podría haber descendido del autobús circense de Fellini en la película Ginger y Fred.
- ¿Por qué?- le pregunté a mi hermano Owen cuando, hace tiempo, comenzaron la insólita relación.
Owen me miró como si poseyera una respuesta que las personas simples, las complicadas, las inteligentes y las bestias no podían entender. Él poseía un secreto, una clave que no merecía arrimarse a mis convencionales oídos de persona poco convencional. Pensé que no confiaba en mí. Me tranquilizó. Dijo:
- Mariana, si tuviera que explicárselo a alguien, te lo explicaría solamente a vos. Serías la única persona capaz de comprenderlo. Pero estoy decepcionado. - Tomó un sorbo de mate con su bombilla de plata. Pensé que su comportamiento era el paradigma de los hombres de campo que, súbitamente, descubren las delicias de la civilización. Porque en la otra mano tenía un cigarro Partagás y había dejado sus impecables bombachas de lino blanco por un traje de medida de color gris elefante.
- Muy decepcionado -insistió mientras atendía el teléfono. No le pregunté por qué. Cuando terminó su conversación, me lo explicó: - Si realmente lo entendieras, Mariana, ni me lo preguntarías.
Owen parecía extraño, no era el mismo. El rencor y la incertidumbre no bastan para definir lo que sentí en ese momento. Y, en verdad, no estaba equivocado. El amor no requiere explicaciones. Es así de fácil. Y yo no supe comprenderlo. Entonces, contumaz, insistí:
- Pero, ¿por qué ella? Tantos años de soltero empedernido para enamorarte justamente de ella.
Con gesto benévolo, me señaló una de las vitrinas de su casa. Miniaturas chinas, inglesas, calaveritas de marfil, mates para liliputienses.
- Me gustan las cosas proporcionadas- dijo, cuando yo estaba esperando que dijera ¨me gustan las miniaturas¨. No me salí con la mía, porque su respuesta fue tajante: ¨me gustan las cosas proporcionadas¨, había dicho. Argumenté que la proporción no debe guardar su virtud sólo con respecto a sí misma, sino que se define por su relación con el exterior. Quise ser didáctica, así es que ejemplifiqué:
- La hoja de una enciclopedia en un libro de bolsillo no es proporcionada. -Festejó el sarcasmo, la ocurrencia, no mi actitud. En silencio, su cerebro agudo y falaz debe de haber hecho algún periplo insospechable porque dijo:
- La conocí en Manhattan.
No tuve que preguntarle ¨¿y con eso, qué?¨. Owen siguió hablando:
- Mariana -me explicó-, ella, en medio de aquellos tan altos rascacielos y trepada a las veloces y empinadas escaleras mecánicas, no estaba nada mal. Al lado de aquellos gigantescos edificios, cualquiera es indistintamente un gigante o un cretino.
-¿Ella es cretina?- pregunté, malintencionada. Sabía que el cretinismo era una enfermedad homonal, pero me incliné por otra aceptación, menos médica y más peyorativa de la palabara.
- Bueno - Owen no me prestó atención. Parecía inalcanzable. Ninguno de sus dardos venenosos daría en su blanco. -No es cretina, exactamente. Es enana. Sí, ¿No hay enanos en todos lados? Bueno, ella es enanita. No, enanita no - se corrigió-. Entonces sería demasiado pequeña -rió descaradamente-. Es, simplemente, una enana. Nunca averigué la causa de su exótica constitución.
Me comí un alfajor y guardé silencio. Seguía deshaciéndome la lengua con maizena y dulce de leche cuando cerré la puerta. ¨Mariana¨, me dije, ¨Owen está encandilado con esa mujer fatal. Si no puedo con la palabra¨, me aseguré, ¨podré con la espada, con la pluma, o con cualquier otra táctica¨. Advertí que ¨palabra¨ y ¨pluma¨ venían a ser, para mí, casi exactamente lo mismo. Así es que cambié ¨pluma¨ por ¨guerra fría¨ y crucé la plaza en dirección a la avenida, pasando por la iglesia circular y pisando las flores lilas de los jacarandáes con deliberada fruición...

Esther Cross (1961) nació en Buenos Aires. Licenciada en Psicología, abandonó esa profesión para dedicarse a la actividad literaria.
En 1988 publicó Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el autor escrito en colaboración con Félix Della Paolera.
El despliegue imaginativo de su narración y la fluidez de su prosa le valieron el Primer Premio en el concurso Héctor A. Murena de la SADE, en el género cuento, los premios de las revistas First, Puro cuento y Plural (México), así como menciones en los concursos Juan Rulfo Internacional y Manuel Mujica Láinez. En 1992 publicó su primer novela Crónica de alados y aprendices. Ese mismo año obtuvo el Primer Premio para novela inédita de la Fundación Fortabat con La inundación, publicada en 1993.

para terminar de leer el cuento y ver más sobre la autora visitá :

22 diciembre, 2006

Alicia Steimberg (Argentina,1933)

La conversación de los Santos


-¿No vio un peine grande color violeta? -le pregunté a Juanita.
-¿Un peine grande color violeta?- repitió ella, que con seguridad lo tenía en su poder desde el día anterior-. No, señora, no lo he visto.
Busqué y busqué, mientras Juanita también buscaba o fingía buscar conmigo. Finalmente se me hizo tarde y salí sin el peine.
-Cuando se pierde algo en la casa hay que pedirles que lo encuentren a San Cosme y San Damián -dijo Juanita desde la puerta mientras yo esperaba el ascensor -. Si está en la casa va a aparecer.

Tomé a Juanita porque no se presentó ninguna otra candidata, y a pesar de su aspecto de trotacalles. Era un poco regordeta, de piel oscura y pelo teñido de rubio, boca pintada de rojo bermellón, los ojos invisibles tras los anteojos oscuros, oblicuos, con cristales como espejos. Cuando se sentó frente a mí se alzó los anteojos y los dejó apoyados en lo alto de la cabeza. Tenía ojos pardos, muy brillantes y curiosos. Era de la provincia de Corrientes, de un lugar cerca de Goya. No sabía quién era su padre, y dijo que su madre le pegaba con una escoba. No sabía cuantos hermanos tenía. Sus abundantes pechos casi le hacían estallar la remera blanca que decía KANSAS CITY.
-Si me hubiera visto cuando llegué a Buenos Aires, señora. Flaca como un palo y con las zapatillas rotas, y la valija de cartón atada con un piolín. Pero tuve la suerte de encontrarme con el Tuerto, que tenía una agencia. Me dijo que me iba a conseguir trabajo enseguida, y me llevó a su casa.
-¿Una agencia? -pregunté con inquietud.
-Cuando una acaba de llegar -replicó Juanita -, ¿quién la va a tomar sin referencias?
-¿Las referencias las daba el Tuerto?
-No, las daba una amiga del Tuerto que sabía hablar como una señora. El Tuerto le pagaba para que diera las referencias, no mucho, pero ella igual sacaba bastante con las propinas que le daban en el baño de damas del cine Metropolitan.
Yo estaba cada vez más inquieta, porque ni siquiera le había pedido referencias a Juanita, pero sí a muchas otras que vinieron antes, y quien sabe cuántas veces me las habrían dado las amigas del Tuerto.
El día de su llegada a Buenos Aires, cuando Juanita se encontró con el Tuerto, él la llevó a tomar un licuado de banana con leche en un barcito cerca de la estación.
-Me quedé una semana en la casa del Tuerto, y el sábado me llevó al baile. Allí oí decir que el Tuerto explotaba a las mujeres, pero no es cierto, señora. A mí nunca me mandó con un hombre. Me daba bien de comer, me regaló ropa. No quería que fuera a pedir trabajo así, flaca y mal vestida como había venido de Corrientes.
Juanita levantó la tapa de la pulida cacerola donde se cocinaba el guiso, dejando salir una nube de vapor con un aroma delicioso, pinchó algo adentro con un tenedor y volvió a taparla. Sonrió, descubriendo su perfecta dentadura. ¿Era verosímil que el Tuerto la hubiera tenido una semana en su casa, engordándola, vistiéndola, pintándola, nada más que para ponerla a trabajar de sirvienta?
Francisco y yo nos sentamos a la mesa impecablemente tendida. El había sacado un Cabernet muy bueno, demasiado para el guiso que íbamos a comer.
-Es que no pude encontrar otro que teníamos -explicó-. Juanita, ¿usted no vio una botella...?
Absurdo preguntarle a Juanita si no había visto una botella que jamás pudo haber salido sola del barcito a dar un paseo por la casa, puesto que el único que abría el barcito era Francisco. Yo no bebo otra cosa que agua.

-Hoy se le perdió la billetera -le dijo San Cosme a San Damián.
-También el cepillo de pelo con mango de plata -dijo San Damián.
-Ayer no encontraba la lapicera de oro -dijo San Cosme.
-Y hoy buscaba una prenda interior de encaje -prosiguió San Damián.
-¿Dónde estará el segundo tomo de su Diccionario de la Mitología Griega? -preguntó San Cosme.
- Está en el cuarto de Juanita -respondió San Damián.
-¿Quién es Juanita?
-La joven correntina que trabaja para ella.
-Tal vez se lo escondió por puro gusto.
-No. Lo estaba leyendo Francisco cuando Juanita apareció en ropa interior en la puerta del living, y él la siguió a su cuarto.
-No me digas que viste eso, Damián.
-Si no viera lo que pasa en los hogares, ¿cómo podría encontrar los objetos perdidos?
-No está bien que un santo vea ciertas cosas.
-Para ti es fácil hablar así por la forma en que nos hemos dividido el trabajo: tú tomas los pedidos y yo me dedico a buscar.
-¿Y encuentras algo de lo que pierde la señora?
-A veces sí. Un reloj pulsera en el cajón de los cubiertos, un perfume francés en la heladera. Juanita los deja unos días en esos lugares, y si la señora no los reclama los roba definitivamente. La señora cree que es ella misma la que pone las cosas en lugares insólitos porque sufre de stress.
-¿No habría que hacer una denuncia?
-Eso no nos corresponde a nosotros, Cosme. Sólo tenemos que encontrar lo perdido. Ahora debo ocuparme de esa vieja señora de Temperley que perdió otra vez los anteojos.

Los sábados a la noche, mientras Juanita bailaba con un hombre, siempre había otro que le mostraba un cuchillo. Me lo contó Juanita en la cocina mientras revolvía el guiso. Y agregó:
-Usted también habrá sido joven, señora. A usted también le habrá gustado ir a bailar.
Entonces yo tenía treinta y cinco años, y nunca había oído hablar de mi juventud en pasado, y mucho menos como dudando de que esa juventud hubiera existido alguna vez. Fingiendo indiferencia le contesté:
-Por supuesto, mija, cómo no me voy a acordar.
Unos días después de la desaparición del peine volví a casa más temprano que de costumbre y Juanita no estaba en la cocina. La encontré en su cuarto, con la puerta abierta y en ropa interior, sentada en la cama deshecha y con la respiración anhelante. Estaba tratando de recuperar el habla cuando se abrió la puerta del placard, y tuve miedo de ver salir de allí al hombre del cuchillo, o al que bailaba con Juanita y también tendría un cuchillo, pero el que salió trabajosamente del placard fue Francisco.

A Juanita la eché esa misma tarde, pero el incidente no precipitó el divorcio. Al contrario, reavivó fugazmente las llamas de la pasión entre Francisco y yo. Tiempo después nos separamos, en buenos términos. Sin embargo, nunca puedo evocar a Francisco sin verlo salir de ese placard, triste y ofendido, como si yo tuviera que pedirle disculpas a él.




de "Vidas y vueltas", Edit. Adriana Hidalgo, 1999.

18 diciembre, 2006

Patricia Suárez (Rosario, Argentina, 1969)

Bernardet (fragmento)
1
Yo tenía nueve años la vez que mi papá engañó a mi mamá con otra mujer. En aquellos días yo estaba preparándome para cantar Feliz de ti María, hija santa de Israel en el certamen mariano que organizaba la parroquia para las niñas cantoras del coro, y no hacía yo más que cantar por toda la casa como una peregrina marchando a Roma. Tenía cansados a todos, en especial a mi hermana Lucía (bautizada así por Lucía Dos Santos, la pastorcita que vio a la Virgen en Fátima) que me lleva dos años y se tapaba las orejas con las manos cada vez que me veía venir. Yo creo que ella estaba celosa por que le estaba cambiando la voz y no podía competir. Cada vez que me acostaba y le rezaba a Dios yo le pedía que no me hiciera cambiar nunca la voz. El año pasado había estado a un tris de sacarme el primer premio con Venid y vamos todos con flores a María, solo que se lo había llevado Noelí Souza porque hizo trampa participando siendo la sobrina del Padre Juano: las parientas del cura no deberían participar. Este año yo esperaba ser todo un éxito. Mamá me había prometido hablarle a la Madre Superiora para impedir cantar a la sobrina del padre Juano esta vez y que guardaran las normas. Pero mamá no se quería mover de su dormitorio y se la pasaba llorando el día entero; yo no acababa de entender por qué y suponía que era porque papá no era un buen católico y no iba jamás a Misa ni tomaba los Sacramentos. De modo que le pregunté a mi hermana Lucía, que es la mayor ya que mis otros hermanitos eran chiquitos todavía: Carlitos tenía cinco años y recién había empezado el preescolar y Yoel tenía un año y medio y era un bebé todavía -¿a qué edad los bebés se dejan de ser bebés?-; lo que le pregunté a Lucía fue si mi mamá lloraba por culpa de mi papá, y ella me respondió: ¨Sí, Bernardet¨.

2
(Me llamo Brnardet por Bernardette de Soubirous, la aldeanita que vio a la Virgen en Lourdes. Pero el señor del Registro Civil no supo bien escribir mi nombre, porque es un nombre francés y nosotros vivimos en Argentina, y lo anotó mal, lo anotó como suena. En castellano el nombre sería Bernardita, el diminutivo de Bernarda. La virgen se apareció con su hermana Antoinette, que rea más chica que ella, a buscar leña para calentar el hogar: era un día de inmenso frío. Era febrero. Antoinette y la amiga se descalzaron y cruzaron un arrollo (…) En ese momento se le apareció la Señora de Blanco; ella no distinguió de inmediato que fuera la Virgen María; sino que se quedó atontada pero llena de júbilo, y cruzó de un solo empellónelñ arroyo. Dicen que dijo: las aguas heladas me parecieron en ese momento cálidas).
3
La que me explicó que mi papá tenía amores con otra señora fue Mariko, nuestra nana.
Nosotros le decíamos Mariko a secas, y cuando nos preguntaban quién era explicábamos que era la señora que trabajaba en casa. (…) Cuando contaba ocho años se vino sola de Bulgaria a vivir con un tío que le pegaba y la maltrataba; mi abuela le tuvo pena y la recogió. Mamá era chiquita y mucho no la quería a Mariko porque Mariko era cristiana a su manera (…) la abuela creía que cada uno tiene derecho a creer en Dios su modo, y Mariko decía que éste es un pensamiento propio de las personas buenas. Cuando la abuela se murió fue Mariko la que lloró más fuerte.
4
Dice Mariko que un proverbio de su país dice: La esposa lleva a su marido en el rostro; el marido lleva a la esposa en los calzones. Esto quiere decir que a una señora enseguida se le nota que está casada, pero a un señor no s ele nota hasta que se quita toda la ropa. Mariko había dicho que papá se entrevistaba con la señora Barbarita que es la esposa del farmacéutico y que tenía amores con ella.(…)
7
La señora Barbarita era dueña de una farmacia y sabía curar el mal de ojo y, según Mariko, también causarlo. La señora Barbarita no iba a la iglesia jamás y el farmacéutico, su marido, era cojo y cuando andaba parecía un buitre que correteaba antes de alzar el vuelo; por eso se entiende que la señora Barbarita se haya ido con mi papá que era hermoso como un clavel y cuando andaba parecía que llegaba un señor beduino muy ceñudo por caminar sobre las arenas heladas en las noche del desierto.
8
Mi hermano Carlitos no quiso ir más al colegio y Yoel el bebé no quería comerse la manzana rallada de la pena que tenía por la ausencia de mi papá. Mi mamá lloraba el día entero y durante la noche ahogaba los lloros contra la almohada. Y yo quise consolarla diciéndole que me haría monja, así ella y yo vivíamos siempre en el claustro, bordando con hilo de seda y rezando y ya no nos acordaríamos de mi papá. Porque el amor de Dios quita todas las angustias y por eso las mujeres se hacen monjas, para estar casadas con Dios que es el colmo de las dichas. Mariko dice que Dios es el esposo de la Virgen María, pero esto no puede ser. Porque los hombres desengañados de las mujeres se hacen curas para casarse con la Virgen María y ella los consuela de sus penas. Sería una gran traición que los tristes se hicieran religiosos para estar casados con alguien que resulta ya está casado: la bigamia es un pecado grande también para la Virgen y Dios.
Todo esto quise decir a mi mamá, pero de mi boca no salió consuelo.

10
El domingo del certamen en la mañana apenas salido el sol e puse a practicar el canto. Me senté bajo el níspero que está junto a la vereda y comencé: me sentía un gallito veleta a esa hora temprana. (…) Un sonido penetró el aire, y yo seguí cantando sin inmutarme, entonces vi una figura de señora acercarse que me pareció era la señora Barbarita, solo que no puede distinguirla bien porque yo estaba frente al sol y ella parecía que resplandecía por la piel y por el vestido. Había resplandor. Tenía los ojos muy negros y la tez muy blanca; cuando habló y alabó mi canto lo hizo con nada más que tres o cuatro palabras y fue como si nunca hubiera abierto la boca. Después dijo: No te asustes porque vamos a volver, tranquiliza a tus hermanos; nos vamos hasta que aquí llegue un poco la paz y entonces regresaremos. La señora se marchó por donde hubo venido y yo me quedé atontada. Quise llamarla, mas, ¿cómo nombrarla? Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo y no pude saber si sus cabellos eran rubios o negros. ¿Quién había sido? ¿Quién me hablaba así a mí en medio de mi aflicción? Me senté bajo el níspero y me puse a llorar con toda mi alma.
12
Durante mucho tiempo pensé que aquella visión que tuve la mañana del certamen fue una aparición de la Virgen María. ¡Yo la había adorado tanto que bien me merecía una de sus piadosas miradas! Solo que si hubiera sido la Virgen en persona quien me visitó: ¿no habría ganado yo ese certamen que tanta ilusión me hacía en vez de Noelí Souza? ¿Cuántas oportunidades tendría yo de ganar? Quizá pronto cambiaría la voz y entonces ya no sería una niña: la Virgen tendría que haber tenido en cuenta aquellas cosas. O quizá sí las tuvo en cuenta, pero a su propia manera: hasta el día de hoy mi voz sigue siendo la que tenía a los ocho años. Claro que quizá no fuera la Virgen aquella figura luminosa: como mi papá dejó el pueblo en esos días con la señora Barbarita, deduje que habría sido la señora Barbarita quien vino a consolarme esa mañana y a despedirse. Mi papá estuvo un año fuera, y al cabo de ese año volvió al pueblo y se instaló con su madre, mi abuela Tina. De esa manera lo veíamos más o menos una vez por semana; meses después se reconcilió con mi mamá y ya se instaló en casa con todos nosotros. La señora Barbarita no regresó nunca al pueblo y hasta el día de hoy no he vuelto a saber de ella.

Patricia Suárez nació en Rosario, 1969. Es narradora, escritora y dramaturga. Estudió psicología y antropología. Asistió al taller de narrativa de la escritora Hebe Uhart y estudió dramaturgia junto a Mauricio Kartún. Ha trabajado en periodismo cultural en diarios (El País de Montevideo, La Capital de Rosario, La Prensa de Buenos Aires) y revistas.
A partir de 1997 comenzó a publicar sus obras y hoy cuenta con una extensa bibliografía editada y varios premios en su haber.
Recibió la beca de la Fundación Antorchas para residir en el Banff Centre for the Arts, en Banff, Alberta, Canadá, para la elaboración de una novela. Entre sus obras encontramos cuentos, novelas, ensayos, poesías Actualmente, dicta talleres de lectura y de narrativa para niños y adultos.
Más sobre la autora:

13 diciembre, 2006

En la punta de la palabra está la palabra: CLarice Listector(Hunngría/Brasil,1920-1977)

Ella había nacido con malos precedentes y ahora parecía una hija de no-sé-quécon aire de pedir disculpas por no ocupar un espacio.
En el espejo, distraída, examinó de cerca las manchas de su cara. En Alagoas se llamaban panos, decían que venían del hígado. Ocultaba las manchas con una capa espesa de polvo blanco y, si se veía medio revocada, era mejor que verse pardusca.
Toda ella estaba un poco sucia, porque raro era que se lavase. De día llevaba la falda y blusa y de noche dormìa con la enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo advertirle que olía a mugre. Y como no sabía, se quedó con eso, porque tenía miedo de ofenderla.
Nada en ella era irridiscente, aún cuando la piel de su
cara tuviese entre las manchas un ligero brillo de ópalo.
Pero no importaba. Nadie la miraba en la calle, ella era café frío.
de La hora de la estrella (fragmento)

11 diciembre, 2006

Bertalicia Peralta (Panamá, 1939)

E N C O R E

¡Júbilo, júbilo!Todo es júbilo, Vida. ..
–Stella Sierra


Se trata de hacer las cosas bien, mani, de echarlo todo hacia
adentro, hacia donde ya no más, hacia donde no te alcancen, porque en este mundo toda la gente anda viendo como joderte y si tú jodes primero jodes mejor ese es el lema, cabrón, pero es el lema, yo hace ratote que lo estoy sabiendo, mani, lo que pasa es que a veces todo sale a pedir de boca y a veces no, como ahora, mani, que no sé qué va a pasar tú ves, ando loco, loco, locote, no sé que hacer, primero me destapé, me desgañité, me aloqué, me desorbité, luego lo cogí suave, suavecito, haciéndome el que nada, tú ves, que disque ya no, pero qué va, a mi me pasa que no puedo ocultar las cosas, soy como el país, mani, deslumbrante, desbordado, no me puedo guardar nada para mi solito, y caí, caí, resbalé a más no poder como si me hubieran puesto justo delante de los pies una cáscara bien resbalosa de plátano maduro y me volví un flan, una gelatina, y fue una vez y otra vez y me fue agarrando la cosa, la Olga con su caminao que es un bembe, mani, ay, que no me deja ni dormir porque si estoy dormido la sueño y si estoy despierto la miro y como dice la canción su recuerdo va conmigo, y resultó mucha hembra, mani, más de lo que te imaginas, más de lo que yo te pueda contar porque esas cosas no hay cómo contarlas, y empecé a preocuparme, en serio, yo, que me las traigo como quien dice, y caí en la tentación, en las mil tentaciones y comencé a buscar como un desenfrenado. Opovitam, pa¹ revitalizar el vigor perdido y nada, mani, luego fue Testivitam y tampoco, y ella tan fresquita, tan fresca, tan guapachosa, tan mírame como si nada, y recordé mani, la vez que fuimos a bailar allá en una boite, todos pegaditos y sudadotes pero qué importaba, nos abrazábamos a más no poder limpiando hebilla, ella pidiéndome con todo su cuerpo que la apretara mucho y yo gozando el momento divino, recordé, mani, a Solinka, cantando como siempre, como nunca, como sólo ella sabe hacerlo, aquello de todas las mujeres tienen/ en el ombligo una pasa/ y más abajito tienen/ con lo que pagan la casa y cuando decía Solinka con su voz que es como una lengua que se te mete dentro, ponme la mano Caridad, era el suin todo chévere, era cuando ya empezaba uno a llegar a la gloria y a querer meter candela en el cuerpo de Olga porque ella te ponía a bufar de deseo, mani, porque en mi vida he visto hembra más cabrona y lo digo en el buen sentido de la palabra, no vayas a creer, mani, mira que si hay alguien que la respete ese soy yo, y Olga tan estirada, al día siguiente temprano, tempranito se levantaba y se tomaba su café con leche, y se iba pa¹l trabajo y yo quedaba en la lipidia, mani, en la pura lipidia, y Olga se reía y con su aire de suficiencia me miraba por encima del cuello todo terso y adorado, allí mismo donde yo había besado y mordido y bajado hasta sus senos, Olga se reía y decía algo así como qué te pasa, tan pronto se te acabó la gasolina?, y yo por su causa ya había perdido dos trabajos y ella seguía en el suyo tan como si tal cosa, y luego vino lo del chino de la tienda, que nunca falta un hijo¹e puta que venga a fregar la vida, y el chino no le quitaba el ojo de encima a Olga y ella feliz, mientras más la miraban queriéndosela comer, más feliz, reía de felicidad, chillaba de felicidad, brincaba de felicidad, me jodía de felicidad, todo lo hacía de felicidad, para dársela de muy, tú ves, y yo tenía que empujar, mani, tenía que responder, no era verdad que me iba a quedar así no más como si toda la cosa, y sacaba fuerzas no sé de dónde y haciendo de tripas corazón me levantaba y empezaba a buscar algo que hacer, dónde levantar la lana, mani, porque la cosa está muy dura, tú ves, y cuando pierdes un trabajo dónde vas a conseguirte otro, y empecé a vender rifas y boletos de la Cruz Roja pa¹ ganarme mi comisión tú ves, traté de conseguirme un trabajo de díler en los Casinos, pero qué va, mani, resultó que allí querían tipos apuestos, gallardos, una especie de Warren Beatty panemenses, inconseguibles en una tierra donde todos somos paticortos, zambos, barrigudos, y la curiosidad me picó y fui a verlos al Hotel Lux y no había ninguno así como Warren Beatty, así que seguí vendiendo y esta vez entré en Seguros de Vida, pero tampoco duró, no pude aprenderme el lavado cerebral que había que decirle a la posible víctima porque yo no creía en eso, mani, tú ves, y a todo esto, mientras yo sudaba y pateaba calles y perdía trabajos Olga parecía revivir, renacer de entre las cenizas, pródiga, radiante, risueña, alegre, con su caminao de yegua en celo, brillante de piel, de ojos, de dientes, y se me tiraba encima y olía no a Chanel número cinco del que anunciaban en la televisión, sino a calle, a bahía a las cinco de la tarde, a culantro en el amanecer, olía a mariscos frescos, a desnúdate y desnúdame, a caída aplastante, profunda, sin frenos, pedaleando, mani, pedaleanado furiosamente, rápido, jadeante, lento, lento, a caída sin término y Olga volvía a renacer, como una diosa con poder para renacer mil veces, y mil veces magnífica, y a mi el aire me faltaba, la respiración me ahogaba y ya no pude y grité, y quedé patitieso, y déjame por-fa-vor-que-ya-no-a-guan-to y a pesar de los no sé cuántos frascos que había terminado de Opovitam y Testivitam no cogí ningún vigor, no reaccioné mani, tú ves, y no pude, no pude repetir, no pude.


de “Puros Cuentos” ( Ediciones “Hamaca”, 1988)



Nació en Panamá en 1939. Realizó estudios de Pedagogía, Periodismo y Relaciones Públicas en la Universidad de Panamá; de Educación Musical en el Instituto Nacional de Música.
Ejerció la docencia a nivel secundario por dos años. Ha ejercido el periodismo cultural: la divulgación e información en entidades del Estado; ha ejercido crítica literaria, musical y teatral. Ha escrito también guiones para Televisión y libretos especiales para Radio. Fundadora y Co-directora de “El Pez Original” (1968-1970), Revista de la Nueva Literatura Panameña. Dirigió la página literaria “Letras de Critica”, en el periodismo nacional.

Tomado de http://www.panamapoesia.com/pt22.htm

10 diciembre, 2006

Paula Jiménez (Argentina,1969)

La calle de las Alegrías

Una mujer fue a la calle de las Alegrías y se rió a carcajadas pensando que era lo correcto,
hasta que un hombre grandote de pómulos inflados le preguntó qué hacía ahí. Vengo a la
calle de las Alegrías, dijo ella sin parar de reírse, porque quiero curarme de una enorme
tristeza. Qué hermoso que hayas venido a la Calle de las Alegrías, le dijo él, pero debo
informarte que este no es tu lugar. Para pasear por la calle de las Alegrías, primero tenés
que estar alegre. Entonces, a dónde tengo que ir ahora? Preguntó la mujer, cortando una
carcajada por la mitad. Tenés que ir, dijo el hombre, a la Calle de la Tristeza. Y donde
queda la Calle de la Tristeza? Preguntó la mujer. La Calle de la Tristeza es una calle infinita,
contestó, cuando terminés de caminarla podrás elegir otra. Primero, le reclamó la mujer,
nunca voy a terminar de caminar una calle infinita. Segundo: qué puedo encontrar en esa
calle, sino más tristeza?. Acá encontraste alegría? Le preguntó el hombre. No. Entonces
cómo podés saber lo que vas encontrar en otra parte?. Es cierto, se dijo a sí misma. Y entre
pensamiento y pensamiento uno más triste que otro, la mujer retrocedió una cuadra desde
donde estaba hasta salir de la Calle de las Alegrías. Como nada había cambiado y sentía
fracasar una vez más decidió ir a beber un par de copas a un bar cercano y que tenía un
cartel gigante, decía “Bar”. Entró con la cabeza gacha y sin siquiera mirar a su alrededor.
Se sentó en una banqueta alta y apoyó los codos sobre la barra, luego los dejó caer y sobre
ellos la frente. Y comenzó a llorar. Lloró, lloró y lloró sin parar hasta que de tanto llorar
sintió sed. Levantó la vista por primera vez y no vio nada ni nadie, salvo un espejo detrás
de la barra que la reflejaba y ni siquiera muy bien, porque estaba roto y sucio. Tengo sed
pensó. Quiero agua. Entiendo, se dijo, aquí no me darán nada para tomar. Se fue de allí.
Pasó al lado de una viejita que estaba sentada sobre el pasto y le preguntó, señora, donde
podré conseguir agua para mí? En ningún lado, respondió la anciana. Cómo que en ningún
lado? Entonces, voy a morir de sed? Preguntó alarmada. Si pensás que el agua es para vos,
sí. No, dijo la mujer, pienso que el agua es para todos, pero ahora la quiero para mí. En
ningún lado, afirmó la viejita. Señora, por el amor de dios, tengo sed. Ah, dijo la viejita, el
agua es para tu sed? Sí. Tomá de aquí. Gracias dijo la mujer, y llevó a su boca un vaso del
que por más que bebía y bebía nunca se vaciaba. Cuando sació su sed le devolvió el vaso
que se encontraba tan lleno como al momento de recibirlo. Esto es muy extraño señora, le
dijo la mujer. Qué es tan extraño, respondió. Es extraño que esta agua no se agote nunca.
Ah! A eso te referís!, exclamó la viejita. Sí, a eso. Bien, entiendo, vos sabés dónde estás?
Preguntó la ancianita. No, contestó la mujer. Estás en el Jardín de la Vida, todo lo que hay
aquí no se agota nunca, querés quedarte?. No, respondió, debo ir a la Calle de la Tristeza
porque quiero curarme de una enorme que me aqueja y luego decidiré a donde ir. Muy
bien, dijo la viejita, la Calle de la Tristeza es aquí mismo. Dónde? Y le señaló una silla que
estaba a menos de un metro de distancia sobre el cemento. Sentate. Pero, señora, no estará
usted equivocada? Me han dicho que la Calle de la Tristeza es una calle infinita. Sentate,
repitió la viejita y luego hablaremos. Entonces la mujer hizo caso del consejo y se sentó en
esa silla tan cómoda, viendo brotar de su mano un pañuelo gris. Con él podés consolar tus
lágrimas, dijo la viejita. Yo me voy ahora y vos te vas a quedar ahí, si me necesitás llamame.
Gracias, dijo la mujer, y pensó: “qué amable es la gente en el Jardín de la vida, pero yo sigo
teniendo motivos para estar triste”. Entonces su corazón se sintió peor que nunca y una
pesadumbre aún más grande la aquejó, se tapó el rostro con las manos y pensó que era lo
mismo ver o no ver, porque ya nada le interesaba. Llegó la noche y la encontró llorando y
también el día y luego volvió el crepúsculo descolorido y el alba sin lucero y la encontró
llorando. Cuando ya habían pasado varias semanas sintió desesperación y se quiso levantar
de su asiento pero no pudo, su cuerpo estaba pegado a la silla y la silla al piso. Entonces
pidió ayuda a los gritos. Señora, señora del Jardín de la Vida! Ayúdeme a salir de aquí!. No
grités, dijo la anciana, estoy a tu lado. No la veía, dijo la mujer. Es que la gente que va a la
Calle de la Tristeza solo se ve a sí misma, respondió la viejita. Pero ahora me estás viendo y
querés salir, verdad? Sí, señora, ayúdeme, se lo ruego. Esta no es la Calle de los Ruegos,
señorita, aquí con solo pedir ayuda alcanza, deme la mano. Entonces la viejita le tomó la
mano y la mujer se incorporó sin hacer la más mínima fuerza. Esto es un milagro dijo, al
ver que podía caminar. Estoy tan contenta, creí que iba a tener que quedarme allí
infinitamente! Te quedaste ahí infinitamente pero es hora de salir, dijo la señora del Jardín
de la Vida. Entonces apareció el hombre grandote de pomulos inflados y la invitó a bailar
con él. Claro, contestó la mujer. Y bailaron juntos en una calle ancha y clara. Dónde
estamos preguntó? En la Calle de las Alegrías contestó el hombre. Qué curioso dijo la
mujer, yo no recuerdo este hermoso cielo y esta música, no recuerdo que eras tan buen
mozo y lo bien que bailabas, no recuerdo nada de lo que ahora veo. Porque antes no lo
veías, dijo el hombre, y estamos aquí para festejar que recuperaste tus ojos y ahora que te
veo con ojos, qué linda sos!. Gracias dijo la mujer y se sintió felíz, felíz, felíz.
 Y a punto de llamar a la señora del Jardín de la Vida para que venga a bailar con ellos,
 miró la calle para ver de donde provenía la música. Mirando, vio venir un grupo de personas
vestidas de muchísimos colores que cantaban y tocaban bombos, panderetas y silbatos.
Entonces la mujercita con el corazón lleno de regocijo se incorporó a la banda tomada de la
mano del señor mofletudo, con gran asombro descubrió que la ancianita también estaba ahí,
marcando los pasos de la murga.

*Edic. Serena, 2005.


Escritora y piscóloga. Publicó los libros de poesía Ser feliz en Baltimore (Nusud, 2001), Formas (Terraza, 2002), la casa en la avenida (Terraza, 2004), la mala vida (Bajo la luna, 2007) y Ni jota (Abeja reina, 2008). sus cuentos Aventuras de eva en el planetaLa calle de las alegrías y Mariquita Sánchez fueron publicados en España (serena ediciones, 2005, 2006 y 2007). 
Forma parte de la editorial Abeja reina. sus textos integran antologías nacionales y extranjeras. En 2003 obtuvo una mención del Fondo Nacional de las Artes en Poesía. En 2006 recibió el 1º Premio Nacional de Literatura 3 de Febrero y el Hernández de Plata en poesía. 
Por Mariquita Sánchez recibió en 2007 el 2º Premio de relato corto LGBT de Hegoak (País Vasco). En 2008 obtuvo el 2º Premio Nacional de Literatura 3 de febrero, y en 2009 el 1er. Premio Fondo Nacional de las Artes en poesía. Escribió para las revistas Hablar de poesía (Argentina) y La estafeta del viento (España). 
Colabora con SOY,de Página/12, con la revista Ventizca, y durante 2008 lo hizo también con el Festival de Cine GLTTB Diversa. Su libro Espacios naturales está próximo a publicarse por Bajo la luna. 

Diamela Eltit. Lumpérica (fragmento)

Diamela Eltit nació en Santiago de Chile en 1949.
Estudió Letras en la Universidad de Chile y Católica. Ejerció la docencia en diversas instituciones y dictó conferencias en Inglaterra, Alemania y los EE.UU. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, alemán y búlgaro.
Ha escrito guiones de cine. Ha publicado Lumpérica (1983, traducida al francés), Por la patria (1986), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1991, traducida al inglés), Los vigilantes (1994), El infarto del alma (1994, en colaboración con Paz Errázuriz), Emergencias. Escritos sobre arte, literatura y política (2000), Los trabajadores de la muerte (2001, Norma), y Mano de obra (2002). El cuarto mundo que fue traducido al inglés y al francés.

Coloquio Internacional de escritores y críticos en Homenaje a Diamela Eltit,Octubre de 2006

Diamela Eltit. Lumpérica (fragmento/novela ,1983)

Me preguntó:—¿cuál es la utilidad de la plaza pública?

Yo miré extrañado a ese hombre que me hacía una pregunta tan rara y le dije un tanto molesto: —Para que jueguen los niños.

Pero su mirada siguió pegada a la mía y me dijo: ¿Sólo para eso?

Bueno —le respondí— es un área verde, trae oxígeno al ambiente.

Pero cuando ya creía que se iba a ir a otro tema, me dijo: ¿De veras que es sólo para eso?, piensa un poco más. Entonces empecé realmente a esforzarme por recordar las escasas veces que yo había permanecido allí, lo que había visto y le contesté: —En verdad es un sitio de recreación, aunque también llegan muchos enamorados, ahora que lo pienso, está también llena de enamorados.

—¿Y qué hacen los enamorados en la plaza pública? —Se besan y se abrazan, le dije.

—¿Y qué más hacen allí?, continuó.

—A veces he visto que tocan sus cuerpos, contesté.

—¿Qué quieres decir con que tocan sus cuerpos?, insistió el otro.

—Se acarician, dijo el que interrogaban.

—¿Y en qué lugar exactamente ocurre eso?, dijo el interrogador.

—Generalmente están sentados en los bancos de la plaza, aunque a veces están apoyados en los árboles pero esto pasa menos. Ellos se tocan acariciándose sentados sobre los bancos.

Así lo hacen.

El interrogatorio pareció detenerse, o al menos, el silencio lo indicaba así. Por eso, cuando la voz del otro se levantó de nuevo el interrogado se sobresaltó.

—¿Y qué más has visto en la plaza?, preguntó con energía .

El interrogado se demoró unos instantes en contestar: —He visto viejos que también se sientan en los bancos, especialmente con sol hay muchos viejos, dijo.

—¿Y qué hacen los viejos sentados en los bancos? ¿cuánto tiempo se quedan?, preguntó el interrogador.

—No hacen nada, piensan, pero si alguien se sienta a su lado ellos intentan conversar, por eso tal vez siempre están solos o bien se sientan de a dos o tres, pero nunca conversan entre ellos, sólo hablan cuando su vecino de banco no es un anciano, respondió el interrogado.

—Pero no contestaste toda la pregunta, dijo el otro, ¿cuánto tiempo se quedan allí?

—Por muchas horas, contestó.

—¿Quiénes más acuden a la plaza?, insistió el que lo interrogaba.

Se agotaban sus respuestas. Tuvo que concentrarse una vez más en su magra observación de la plaza hasta que una imagen llegó a su mente. Por eso le dijo con tono seguro:

—Mendigos, se ven algunos mendigos. Eso dijo.

—¿Mendigos?, ¿y qué hacen ésos?

—Se tienden en el pasto y he visto algunos que lo hacen sobre los bancos. Duermen de cara al sol cuando lo hay, o bien si es Invierno y hace frío se tapan con trapos o con diarios, dijo el que interrogaban.

—Y los demás ¿se molestan por sus presencias?

—Nadie se acerca a ellos y si hay niños cerca, éstos son llamados por sus madres. Donde ellos están se produce un vacío. Creo haber oído alguna vez que está prohibido dormir en las plazas, dijo el interrogado con un dejo de entusiasmo en la voz.

—¿Quiénes más, preguntó el que lo interrogaba, aparecen por allí?

El creyó que ya no tendría respuesta. Qué más podría haber en la plaza fuera de unos cuantos que mataban allí su ocio. Dios mío, quiénes más acudían a ese lugar. Sabía sin embargo que debía responder, más le valía al menos, por eso dijo:

—Algunos desquiciados, llegan algunos locos que están muchas horas igual que los demás, pero éstos, a diferencia de los otros, hablan solos e incluso hacen discursos incoherentes —se expresaba ahora más sueltamente—, pero la gente, si bien también se aleja de ellos, no tiene la misma actitud que hacia los mendigos como si supieran que ninguno les va a hacer daño. No es frecuente que aparezcan, pero tampoco es tan extraño verlos allí.

—¿Y cómo sabes tú que son locos?, dijo el que lo interrogaba.

—Bueno, contestó, es fácil; por sus gestos, por lo que dicen, no sé, hay algo en sus miradas que hace imposible confundirlos. Se ve de inmediato que son enfermos, que algo anda desajustado en ellos, están en otra parte, su mente está en otra parte.

—¿Recuerdas a alguno en especial?, inquirió el interrogador.

—No, a ninguno en particular. Me parecen tipificados, como si se constituyeran por suma, dijo, o tal vez es siempre el mismo que se presenta más desgastado cada vez.

No sabía que más podría venir si seguían en eso. Ya el haber incluido a los dementes en la plaza le parecía asombroso, pues en realidad, casi no había reparado en ellos. Siempre su permanencia en la plaza era más bien un intermedio entre una cosa y otra y como tal, ese lugar no llamaba su atención. Por eso le parecía ahora que era una especie de observación inconsciente lo que afloraba y que vio mucho más allá de lo que había imaginado. Así estaban las cosas. Pero estaba seguro que las preguntas se habían agotado.

Pero no. Se alzó la voz para decir:

—Está bien, revisemos todo de nuevo, ahora en forma ordenada y coherente. Describe la plaza, sólo eso, descríbela en forma objetiva.

Era absurdo, definitivamente lo era. No iba a proseguir con ese juego, por eso dijo:

—No, no lo haré, es algo estúpido.

El interrogador lo miró y le respondió:

—Hazlo. Simplemente eso dijo.

—Es un cuadrado —contestó el que interrogaban— su piso es de cemento, más específicamente baldosas grises con un diseño en el mismo color. Hay árboles muy altos y antiguos y césped. A su alrededor se disponen los bancos; algunos de piedra y otros de madera. Los bancos de madera están pintados de verde y entra en concordancia con el color del pasto y de las ramas de los árboles. Algunos de estos bancos están deteriorados por el uso, faltan tablones en los respaldos de los asientos, o bien listones en los asientos mismos. Los que se encuentran en buen estado son los bancos de piedra, de seguro por su material.

—¿Y los cables de luz eléctrica y los faroles?, dijo el interrogador, ¿acaso no los has visto?

—Sí, es verdad, respondió el otro, hay cables y faroles. Se divisan los cables por entre las ramas de los árboles y los faroles se disponen alrededor de la plaza. También están pintados de verde. Pero no se prestan para una mayor observación. Su función se evidencia en la noche cuando se enciende la luz.

—¿Y qué efectos dan cuando la luz está encendida?, dijo el que lo interrogaba.

—Se ve fantasmagórica la plaza, como algo irreal, dijo. Para ejemplificar parece un sitio de opereta o un espacio para la representación. Todo eso está muy desolado entonces.

—¿Has estado allí en la noche?, preguntó, quiero decir: ¿has permanecido?

—No, dijo, nunca he permanecido allí en la noche, sólo he pasado cuando he ido en camino a otra parte, pero quedarme, jamás.

—Está bien, dijo el interrogador. Dejaremos este punto por el momento, pero dime entonces, en el día: ¿quiénes llegan a la plaza?

Tenía que seguir el juego. En esa situación el comportamiento adecuado era no dejarse vencer por la ira ni por el cansancio.

La obediencia era lo que correspondía. Por eso calmadamente contestó:

—He visto niños que juegan allí acompañados por sus madres o una empleada que los vigila sentadas en los bancos de la plaza. Conversan entre ellas mirando de rato en rato a los niños que no se alejan mayormente. Algunos pequeños de corta edad se caen y se golpean en el cemento, entonces, las madres o la persona encargada se levanta y los consuela hasta que los llantos cesan. A veces pelean entre ellos lo que obliga al adulto que está a su cargo a levantarse de su asiento interrumpiendo la conversación para separarlos.

A los niños les gusta extraordinariamente el césped, ruedan sobre él, lo arrancan y de esa manera no sólo ensucian sus manos, sino que además sus ropas. Las madres a veces no los ven hasta que los niños se acercan y entonces les dirigen palabras de reconvención. Algunas madres tejen e incluso otras bordan y llevan en sus bolsos alimentos para los pequeños. Al atardecer se levantan despidiéndose y se alejan con los niños en los brazos o de la mano. La hora exacta va a depender del clima, pero salvo en caso de lluvia siempre hay niños en la plaza.

Lo dijo de un tirón, como una lección bien aprendida, en tono suave como se recitaría una buena pieza literaria, así lo dijo.

—Pero también llegan viejos a la plaza, continuó, están siempre abrigados, sea Invierno o Verano. Están solos y buscan sentarse al lado de alguien para iniciar una conversación. El pretexto siempre son los niños, pero generalmente la otra persona se cambia de asiento y por ello es frecuente ver dos o tres ancianos compartiendo el mismo banco en silencio. Prefieren los bancos de madera evitando los de piedra. Se quedan por varias horas ahí con la mirada que va de un lado a otro. Las mujeres también tejen y los hombres leen el diario a medias, pues sus miradas se distraen ante el panorama general de la plaza. A menudo se retiran dejando el diario sobre el asiento cuidadosamente doblado.

Pensó que debía agregar mucho más sobre ellos, podría hacerlo, pero no lo hizo.

—También llegan enamorados, dijo. Parejas que se sientan en los bancos tomados de la mano. Hablan muy despacio y de cuando en cuando se besan. A veces están sentados en el mismo banco que algún anciano, el que visiblemente molesto mira hacia otro lado. Las parejas ríen y la mujer acaricia a algún niño cuando jugando se acerca.

También la plaza es a veces escenario del fin de alguna historia. Conversan largamente y alguna vez la mujer llora sin disimulo. El hombre entonces se siente visiblemente avergonzado a causa de los otros que miran la escena y abraza a la mujer, no por gesto amoroso, sino para cubrirla ante la mirada de extraños, como si temiese que los demás lo culpasen. En esos instantes la mujer olvida el entorno, pero el hombre está pendiente de lo que los demás pudieran pensar de él. Generalmente el hombre convence a la mujer de irse con rapidez y ella abandona la plaza llorando.

Se puede observar también a otras parejas que se juntan clandestinamente. Se sientan en los bancos apartados, miran la hora a menudo y la impaciencia condiciona cada uno de sus gestos. Esos siempre parecieran que están al borde del fin. Uno de los dos está a la fuerza, como requiriendo un lugar más íntimo, pero paradójicamente abundan en la plaza, como preámbulo para algo. Ellos no se quedan mucho tiempo, pero siempre tienen un ritmo distinto al resto de la plaza. No se percatan de los demás, por un presunto terror a ser descubiertos en su clandestinidad. Bajan el rostro cuando una mirada se cruza con la de ellos. En resumen, están allí a su pesar como una manera de diluirse jugando con el azar.

Pero algunos jóvenes se acarician sin disimulo. Se dejan llevar en el umbral de sus sexualidades. También éstos se apartan en los bancos más alejados, o se tienden sobre el pasto y sus cuerpos se frotan. Evaden la mirada de los otros y sus manos se deslizan con sutileza. Pero sus caras los denuncian. Uno podría darse cuenta de que la posesión es inminente, que el deseo se tiende en la plaza.

Se interrumpió. Con los ojos bajos dijo —tengo sed—. El que lo interrogaba le respondió:

—Más adelante, concluye primero.

—Pero no sólo los jóvenes tienden su deseo en la plaza, siempre están presentes las diferentes edades a través de las distintas intensidades con que exteriorizan su procacidad.

Pensó que todavía podía nuevamente agregar mucho más, pero decidió guardar algunas reservas. Además todavía le quedaba mucho que decir de las personas de la plaza y su sed iba en aumento.

Al revés, debía ser más sintético, ahorrar el máximo de palabras siendo certero en lo que quería expresar.

—Los mendigos, dijo, llegan a la plaza y permanecen a intervalos en ella. A veces, incluso llegan grupos de ellos. La gente les teme y evita que sus hijos se les acerquen. Son presencias amenazantes, no sólo por el peligro de agresión, sino que por un posible contagio de alguna enfermedad que se pudiera extender por roce o cercanía. No piden limosna. Incluso duermen allí tapados con trapos o simplemente con diarios que cubren sus cuerpos en los días helados. No les importa el banco, que puede ser de madera o de piedra. Duermen con la boca abierta y muy profundamente. Otros vuelven al lugar varias veces al día, como si tuvieran algo que hacer y retornaran a la plaza a descansar. Es posible que vayan a algún bar que hubiese cerca. Eso es muy posible, ya que casi todos ellos están alcoholizados. Se ven demacrados y envejecidos. Las mujeres apartan a sus hijos y ellos mismos ni siquiera intentan conversar con nadie. Se saben alejados del resto. Pero, sin embargo, están con la propiedad que les otorga el lugar público. También es notoria su indiferencia para con el resto y su enorme capacidad de desconexión con el entorno. Es frecuente también que empiecen a arreglar la bolsa con cosas que portan e incluso, saquen algunas tiras y venden sus piernas que yo he visto ulceradas y heridas. Si están en eso y un niño se les acerca, su madre o la persona encargada se los lleva rápidamente, reprendiéndoles y explicando en voz alta que nunca, pero nunca deben acercarse a ellos, que son peligrosos, que están enfermos. Sus edades son indeterminadas, en fin, siempre están yendo y viniendo.

Debería agregar a los otros que también rodeaban la plaza, los estudiantes, las personas de paso, pero sería interminable. A no ser que fuera imprescindible no lo haría.

La mirada del otro lo incitó a continuar, la impaciencia se asomaba a sus ojos, por eso le dijo:

—Algunos locos también aparecen y frente a ellos las personas mantienen una actitud distinta que frente a los mendigos. No porque se les acerquen, sino más bien se nota en ellos la conmiseración mezclada con la ironía y el asombro. Ellos, por su parte, se caracterizan por sus discursos incoherentes que dejan oír en distintos tonos. Algunos, incluso con virulencia. Están vestidos de modo similar al de los mendigos, pero con toques mayores de extravagancia. Tampoco miran al resto. Aunque sus discursos están cruzados por insultos a un público que nunca conforma el que los escucha. La vida de la plaza no se altera por su llegada. Después de algún tiempo se van y el ruido de sus voces continúa después de sus figuras.

—Eso es lo que sé de la plaza, nada más podría agregar. El interrogador se levantó de su asiento y lo miró desde lo alto, obligándolo a levantar su cabeza y le dijo:

—Estás cansado.

—Sí, dijo el interrogado.

—Ya descansarás, más tarde, todavía debes responder algunas preguntas. Y subiendo el timbre de su voz le preguntó:

—¿Quiénes llegan hasta la plaza pública?

—Los niños, los que los acompañan, los enamorados, los ancianos, algunos mendigos, ocasionalmente algún desquiciado, contestó el que interrogaban.

—Describe la plaza, dijo el interrogador.

—Árboles y bancos, baldosas de cemento, césped, cables de luz, faroles, respondió el otro.

—¿Hasta qué hora permanece la gente ahí?

—Hasta la caída de la luz natural, hasta que se encienden los faroles.

—¿En qué ocasión la plaza está vacía?

—En días de lluvia, en la noche, en esas situaciones nadie se queda en la plaza, respondió.

—Vamos, di la verdad; ¿son tan distintos los mendigos de los locos?

—En realidad no son absolutamente distintos entre sí, pero los locos siempre están hablando, parecen enardecidos, pero hay algo en común que pasa por sus facciones, por el abandono de sí que presentan, contestó el interrogado con voz cansada.

El interrogador guardó silencio algunos instantes y su voz se elevó de nuevo:

—¿A qué hora se enciende la luz eléctrica?

—No sé exactamente, pero su encendido corresponde al de toda la ciudad. Cuando se ilumina la plaza están también iluminándose todas las calles de Santiago.

Algo en definitiva se había roto. Las preguntas se trivializaban cada vez más. Pero no era cosa de ponerse a discutir. Hasta donde pudiera iba a responder cualquier asunto que le preguntaran. Porque algo dependía de eso, si no por qué el otro ocuparía ese tono; la impavidez de su mirada, la falta de gestos faciales, la profesionalización de esa situación. Tal vez era humillarlo o el preámbulo para llegar a algo significativo y entonces él estaría tan cansado que diría, suplicaría y pediría agua, porque su sed sería entonces insoportable. Por eso volvió la vista con prontitud cuando el que lo interrogaba dijo:

—Yo también he estado allí y sólo por eso sabrás todo lo que esto podría alargarse para llegar de todas maneras a la inevitable conclusión. Así es que no dilatemos el asunto. Dime:

—¿Qué has visto cuando se enciende la luz? —No he visto nada.

—¿Nada? Yo vi las tomas y es más, las desmonté hasta el momento de desarticularlas, cuadro a cuadro. Fue un tiempo excesivo en que el rayo de luz me daba en la cabeza, pero aún así estuve hasta que terminé con ese trabajo.

Eso era, pensó el interrogado, de ahí su actitud. Todo se simplificaba si el tipo ése había visto las tomas. Eso le permitió decir:

—Sí, yo te vi y te reconocí desde el primer momento. Cuando la cámara te tomó tal vez tu actitud era distinta, pero sin duda era un gesto muy tuyo el copar ese ángulo completo:

cuando ella estuvo a punto de caer y se tendió el brazo del hombre que lo impidió. Así estuvieron hasta que él, que se inclinaba sobre ella, le dijo algunas palabras con el rostro mojado por las lágrimas y fue una confesión lo que L. Iluminada le lanzó en medio de la plaza a ése que la escuchaba, envuelta en su traje gris, con la pelada baja y su boca casi en el oído del hombre que sí estaba preparado para ese acontecimiento.

Se extendían entonces los cables para constituir la escena. Fundidos en uno paisaje y personaje, escritura y medio, error también para alabarla.

Qué diría:

Nada de lo que pudiera decir haría tambalear lo sostenido y, sin embargo, el mero gesto familiar de acercar su boca al oído de un desconocido podría generar en otros la pasión —de ella la desesperanza—. Imagínate decirle algo así a un perfecto extraño.

Exponer ante otro su preferencia.

Fue un equívoco constante porque su voz estaba baja y los automóviles que seguían pasando tapaban las palabras. Él escuchó a medias y completó con sus pensamientos y con sus deseos lo que quería oír.

Cambió palabras, suprimió frases enteras, obvió parlamentos importantes por creerlos secundarios. No pudo extenderse a totalidades. Ni siquiera reparó en sus gestos, ansioso como estaba por consumirse en los contenidos.

Pero olvidemos lo superfluo, se constituye la cuarta escena:

Pongámoslo de esta manera.

La proyección de dos escenas simultáneas.

1. Interrogador e interrogado.

2. La caída de L. Iluminada.

Pero tal vez una podría fundirse en la otra y así es el hombre (cualquiera) el que estuviera a punto de caer en la plaza y otro hombre (cualquiera) se levantara prontamente de su asiento y lo sostuviese para prevenir el golpe en el cemento y después de eso, quizás, el accidentado le confesara el motivo de su distracción; que se hubiera debido a unos tragos de más y el otro pudiera pensar que cómo ayudó a un simple borracho.

Pero si tampoco fuese así y el hombre ése hubiese estado enfermo, realmente enfermo, buscando un lugar donde descansar y, sin embargo, no alcanzó a llegar hasta el banco de la plaza y ahora, gracias a la mano salvadora, lo consiguiera y reposara un rato hasta que todo el malestar desapareciera.

Aunque pudiera ser el cansancio el que lo hizo trastabillar y, por lo engorroso de la situación ni siquiera agradeciera la ayuda y se sentara sin mirar al otro para reponer sus energías.

Si eso ocurriera, entonces se subvertiría la caída en la plaza y sería a ella tal vez a la que interrogaban y de su boca no habría salido palabra, porque interrogatorio aquí es vocablo sagrado y por cámara se habría valorado solamente su expresión.

Si ella interrogara en cambio, de confusos asuntos habría tratado. Por todo esto sería del todo imposible la suplantación de la escena.

Aunque se insertará como telón de fondo, escena sobre escena: interrogador e interrogado. De esas palabras secretas se dispondrá. Ya están catalogadas en cintas magnéticas para ser repasadas como posibilidad de diálogo, como elementos subrepticios.

Es verdad, alguien a esa hora estaba siendo interrogado. Quizás hayan tocado someramente el asunto ése de la plaza. Hasta pudo haber dicho todo lo que vio ahí: sus manifestaciones, los desfiles, el fervor de esas personas. Identificará algunos rostros por los retratos. Habrán cambiado. Estarán envejecidos con la palidez que los caracteriza y hasta él mismo se reconocerá en esas fotografías o en las tomas de esos aficionados.

Pudiera ser así, más bien así es. Porque en esos casos cada documento es un índice o una prueba, pero es imposible no dejar señales. Es sabido el amor por la fotografía. Alguien ya no estará allí, unos cuantos nombres serán borrados del kardex y el kardex destruido y la plaza dejará de ser importante. Vuelve a ser la decoración de la ciudad.

Aunque se filma.

Con otra técnica se imprime el rostro en celuloide. Siguen llegando los fotógrafos y toman a los niños, a sus madres y hasta a algún mendigo como telón de fondo.

Pero en la noche, en la noche es algo distinto y ya se ha dicho que el frío no los deja permanecer en los bancos ni apoyados contra los árboles y por eso, en movimiento, levantan sus ojos hasta el luminoso y creen ilusamente que les da calor.


Estudió Letras en la Universidad de Chile y Católica. Ejerció la docencia en diversas instituciones y dictó conferencias en Inglaterra, Alemania y los EE.UU. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, alemán y búlgaro.
Ha escrito guiones de cine. Ha publicado Lumpérica (1 ...983, traducida al francés), Por la patria (1986), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1991, traducida al inglés), Los vigilantes (1994), El infarto del alma (1994, en colaboración con Paz Errázuriz), Emergencias. Escritos sobre arte, literatura y política (2000), Los trabajadores de la muerte (2001, Norma), y Mano de obra (2002). Puño y letra (2005) Jamás el fuego nunca (2007).Colonizadas (2009)
El cuarto mundo que fue traducido al inglés y al francés.
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