28 junio, 2008

Jacinta Escudos (El Salvador,1961)



Costumbres pre-matrimoniales


Entre Claudio y su amante hay una relación corta, de un par de meses, que transcurre sobre todo en los cafés y las pensiones, en los cines y los parques. Un amor de la calle, como piensa él mismo.
Pero pasado un tiempo, Claudio siente el deseo de llevar a la joven a su casa, porque el amor tiene diversas facetas y ésta es otra de ellas: confrontar al amante frente al núcleo familiar. Ubicar al ser amado entre las paredes de la cotidianidad. A veces el shock del contraste es tan fuerte, que el amor se rompe.
Por eso, para que Claudio pueda saber si aquella relación tiene perspectivas de convertirse en algo largo y serio, debe llevarla a casa. Debe ver cómo se mira en medio de los muebles, en el centro de todas las habitaciones. Debe presentarla ante su madre, una anciana pequeña, disminuída por la osteoporosis, arrugadísima y siempre vestida de negro, que apenas parece comprender lo que pasa a su alrededor.
Cómo puede un ser humano llegar a ese estado de indefensión en el que se encuentra su madre, Claudio lo ignora. Y le ruega todos los días a algún Dios invisible en el que cree, que no le ocurra lo mismo. Antes muerto, piensa, que ser un ridículo monigote vestido de negro a merced de la voluntad ajena.
Claudio decide, pues, invitar a cenar a su nueva amante en casa, para que conozca a mamá.La chica se entusiasma pues cree que las cosas van en serio. Mientras se arregla para la cita, la muchacha deja volar la imaginación y hasta se sorprende visualizándose casada con Claudio. Éste jamás le ha hablado de matrimonio. Tampoco de su madre, a la que imagina alta y guapa, con el rostro similar al de su amado. La recibirá sonriente y serán buenas amigas, está segura. Claudio la recoge, la lleva a la calle donde vive, hace girar la llave frente a la puerta de la casa 312. El pasillo interior es un poco oscuro y hay que encender una luz. La joven descubre que la casa es pequeña y apretada. Claudio llama a su madre a voces y la joven escucha el murmullo de una mujer que responde desde el fondo de una habitación a su izquierda.
Es la sala y allí está la vieja. La joven se desilusiona un poco. O mejor dicho, se desilusiona bastante. Teme que tendrá una aburrida velada y que apenas podrá conversar con su amante, pero trata de ser lo más encantadora posible.
Como la vieja no puede cocinar, Claudio compra comida empacada y la dispone en la loza de la casa. La chica le ayuda y se sientan los tres, casi sin hablar, a comer. La vieja insiste en que enciendan el radio.-Hoy estamos de fiesta -dice-, no todos los días ceno con una chica tan linda como usted.
La muchacha ríe. Piensa que la vieja es llevadera y que podrá convivir con ella si fuera necesario que vivieran los tres juntos.
Después de comer, los tres se acomodan en el sofá de la sala a ver televisión. Claudio se sienta entre las dos mujeres y toma la mano de la chica. Ella espera que, en algún momento, él la invite a salir o que le haga una señal para despedirse, para indicarle que deben marcharse. Entonces, mientras él la lleve a casa, podrán tener unos minutos a solas y darse, por lo menos, un par de besos.Pero las horas transcurren y Claudio no dice nada. Y ella, que es un poco tímida, tampoco quiere ser descortés e irse impetuosamente. En realidad, ella no quiere separarse del tipo, pero a él se le mira muy cómodo en el sofá, viendo televisión entre su madre y su amante.
A las 11, la vieja dice que es hora de acostarse. Los tres se levantan y la chica cree que al fin podrá salir de allí. Pero mientras la vieja camina hacia la habitación, Claudio la sigue y lleva a su amante tomada de la mano. La joven piensa que debe ayudarlo a arroparla o algo por el estilo y se deja conducir con toda tranquilidad.La vieja se sienta en la cama, se quita los zapatos, y se acuesta sobre las sábanas, con el mismo vestido que lleva puesto. Entonces le explica a la joven:
-Claudio tiene la costumbre de acostarse a mi lado hasta que yo me quedo dormida. Supongo que no le molestará acompañarnos.
La muchacha mira a Claudio, incrédula, y él comienza a desamarrarse los zapatos.
-Anda, quítate los zapatos, será rápido -le dice él, sonriente.
Ella, un poco turbada, obedece. Entonces, Claudio procede a acostarse, siempre en medio de las mujeres. A su derecha tiene a la madre y a su izquierda a su amante.
Toma la mano de la madre y la mano de la amante y se las pone sobre el pecho. Los 3 están boca arriba. La vieja le pide a Claudio que le cuente algo, cualquier cosa, para que su voz la arrulle y la ayude a dormir.
La muchacha está fastidiada por completo y cambia de parecer: no, no podría vivir así su vida de casada.
De pronto, Claudio se voltea a verla y le susurra:
-Ya está dormida.
-¿Sí? Entonces vámonos.
Pero él sonríe y le susurra en el oído:
-Hagamos el amor aquí.
-¿A dónde?
-Aquí, en la cama, con mamá dormida. Ella no se dará cuenta.
-¡Estás loco!
Pero mientras hablan, él toca, besa, muerde, y las resistencias de la muchacha se ven revueltas con el deseo, la vergüenza y la morbosidad de tener a la vieja al lado, profundamente dormida y vestida de negro, como un cadáver.
Al fin, con la ropa medio puesta, el hombre logra penetrarla y se aman con mucha más pasión de la que sienten cuando están completamente solos. Por momentos, la joven se preocupa de que los movimientos y los gemidos de ambos puedan despertar a la vieja, pero cada vez que la espía, la mira dormida, en la misma posición.
Al final, los amantes también duermen.
Así los encuentra a los 3 el amanecer del día siguiente.
Cuando la muchacha se despierta, Claudio aún duerme pero la vieja ya no se encuentra. La muchacha intenta despertarlo, pero Claudio gruñe y se da la vuelta. Ella se levanta y va hacia la cocina, donde encuentra a la vieja preparando el café.
-Buenos días señora.
-Buenos días niña. ¿Cómo durmió?
-Bien, muy bien.
La vieja sonríe.
-Sí, todas dicen lo mismo. Claudio siempre trae a sus novias a comer y luego dormimos los 3 sobre la cama. Y yo los escucho mientras hacen el amor. Así me siento revivir, me hace recordar buenos y lejanos tiempos. O dígame, ¿acaso no me miro rejuvenecida esta mañana?

...............................................................................Del libro "Cuentos Sucios"


JACINTA ESCUDOS Escritora salvadoreña (1961). Ha cultivado los géneros de novela, cuento, poesía, crónica y ensayo. También tiene experiencia como actriz y pintora. Ha sido traducida al inglés, alemán y francés.Escritora residente en la Heinrich Böll Haus, de Alemania y de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs, de Saint-Nazaire, Francia, ambas en el año 2000.Es ganadora del Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo (2003), con su novela A-B-Sudario, publicada por Alfaguara, siendo la primera escritora salvadoreña que publica bajo ese prestigioso sello internacional.
-Letter from El Salvador, (poemas, edición bilingüe inglés-español) publicación no autorizada bajo el pseudónimo de Rocío América, El Salvador Solidarity Campaign, London, England, Noviembre 1984.
-Apuntes de una historia de amor que no fue, (novela corta), UCA Editores, San Salvador, El Salvador, 1987.
-Contra-corriente, (cuentos), UCA Editores, San Salvador, El Salvador, 1993.
-Cuentos Sucios, (cuentos), Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, El Salvador, 1997.
-El Desencanto, (novela), Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, El Salvador, 2001.
-Felicidad doméstica y otras cosas aterradoras, (cuentos y crónicas), Editorial X, Guatemala, 2002.
-A-B-Sudario, (novela), Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” 2002, Alfaguara, Guatemala, 2003.

texto aparecido en http://www.bestiario.com.br/1_arquivos/costumbres.html
Algunos otros textos

15 junio, 2008

Ana María Shua-Buenos Aires, 1951

LOS DIAS DE PESCA
(fragmento)


Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar engancharse en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo “nos” pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: “por ahí es un mero, nomás”. Sabía también reconocer a los gatazos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas oscuras se llamaban “overos”. A los gatazos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía mi papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. “Tuvo que dormir en el suelo toda la noche”, me dijo mamá. “En la cama no podía ni darse vuelta”. A la noche volvió cansado pero menos dolorido. “Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro”, me dijo. Había ido al médico esa tarde. “Hernia de disco” le diagnosticaron. “Tómese unos calmantes.”
En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba el porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). El magrú tiene un olor fuerte y mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del coche. En ocasiones muy especiales papá compraba calameretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido mamá y jugaba a hacerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento (...)
En el Pozo de la Burriqueta teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, papá se murió. ¿No es increíble?.
(...)
Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?.
Tuvo que volver mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. “Si no se opera, pierde el pie”, le dijeron. Porque papá y mamá no querían. “Está pinzando el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?”, le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. “No hay alternativa”, le dijeron. “Hay que operarse”. Porque querían ver lo que tenía adentro.
Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue del día del cardumen. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. “Un cardumen en el muelle”, dice, y se va corriendo. El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña. La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada. Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás del otro lado de la cámara. Y sin embargo mi papá se murió, ¿No es increíble?.
El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que los filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto de a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.
A los pescados el anzuelo no siempre se les clava en la boca. A veces se lo tragan y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era “robado”. Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se cote la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche, les salía bastante sangre. Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera responder. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?.
“Me ahogo”, me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. “Hicimos todo lo que pudimos”, me dijo mamá llorando. “Fue una embolia. Los pulmones” Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?. Lo pescaron.

Nació en Buenos Aires, Argentina el 22 de abril de 1951. Es escritora y Profesora en Letras egresada de la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Desde sus primeros poemas, reunidos en El sol y yo, ha publicado más de cuarenta libros. En 1980 ganó con su novela Soy Paciente el premio de la editorial Losada. Sus otras novelas son Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Ciudad de Buenos Aires en novela). Cuatro de sus libros abordan el microrrelato: La sueñera, Casa de Geishas,Botánica del caos y Temporada de fantasmas.

También ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Con Miedo en el sur obtuvo el Premio Ciudad de Buenos Aires en el género cuento.

Recibió varios premios nacionales e internacionales por su producción infantil-juvenil. Sus cuentos figuran en antologías editadas en diversos países del mundo. Algunas de sus novelas han sido publicadas en Brasil, España, Italia, Alemania y los Estados Unidos.

09 junio, 2008

María Teresa Andruetto(Argentina,1954)


Todo movimiento es cacería

Diana había redactado el aviso cuatro noches atrás, mientras Galia decoraba la casa y Verena diseñaba los detalles del menú. Desde el comienzo fue así: Verena se ocupaba de los asuntos de cocina y de la maceración de las carnes con adobos y pesadumbres que había aprendido a preparar en las Misiones Africanas. También Galia colaboraba a veces en la preparación de los platos, aunque no del plato fuerte; con ése sólo se animaba Verena, que había estado en Boca do Acre y a orillas del río Das Mortes y llegó una vez hasta Niamey para aprender entre salvajes -casi muerta bajo el sol- a condimentar carnes de caza.
Galia había vivido algunas temporadas en Matadi, Katanga y Port Etienne. Diana, en cambio, sólo había realizado en una ocasión un crucero por Molucas y -ya embarcada en el proyecto- recorrió Tricomalee y Calamianes con el propósito de perfeccionarse en modos de acceso a la presa; pero ninguna aprendió a cocinar como Verena. Eso, la habilidad que Verena desplegaba en la cocina, llevó a Diana a ocuparse de las relaciones públicas y las cuestiones de la caza - intensa, febril- e hizo que Galia, que tenía un gusto refinado y estaba emparentada con lo más granado de Buenos Aires, se encargara de la decoración de las salas, así como de la atención personalizada a las clientas, que era el sello distintivo del club.
Las tres habían anhelado ser otras. Lo habían deseado intensamente pero, como en el poema que Diana más amaba, el laberinto múltiple de pasos que sus días tejieron desde un día de la niñez, acabó por llevarlas a esa decisión. Siempre habían sido mujeres enérgicas, ávidas de conocer tradiciones insólitas, costumbres que alguna vez acabarían por serles de provecho; pero fue Galia la de la idea, la que convocó a sus amigas de la niñez, a comienzos de los ochenta, para fundar el club. Antes de eso, las tres habían militado en movimientos de mujeres y era esto, más que ninguna otra cosa, lo que dotaba de sustento al proyecto.
Juntas decidieron, desde los inicios, enmascarar las actividades bajo la forma de un servicio de acompañantes gordas, y ese encuadre, lo comprobaron enseguida, resultó inmejorable; pero no era un servicio de acompañantes, en realidad se trataba de un club, con socias, pago riguroso de cuotas, ritos de iniciación y ceremonias de pasaje, que tenía, entre otras comodidades, sauna, salón de belleza, sala de masajes y, como razón de ser, un restaurante exclusivo. Si alguien llamaba buscando una gorda o si, aunque más no fuera solapadamente, dejaba traslucir su deseo de encontrarla, ellas ponían en acción la maquinaria. Así funcionaron durante meses, de un modo privado, secreto, para satisfacer la demanda de amigas o conocidas, hasta que la materia prima resultó insuficiente y se vieron obligadas a publicar avisos.
El aviso decía: Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a todo. A Diana le pareció que sonaba bien y que muchos se iban a interesar en la oferta. Las tres habían descubierto mucho tiempo atrás la existencia de hombres a los que les gustan las mujeres gordas y que se colocan frente a esto a medio camino entre un fetichista y un voyeur. Pero al cumplir cuarenta, descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Subir de peso, subir tal cantidad, no fue -como lo creyeron en un comienzo- tarea fácil. Cada una a su manera se había pasado veinte años haciendo dieta, a la pesca de amores perdurables; hasta que les nació la conciencia y decidieron dar un vuelco en sus vidas, mudar todo eso por las almendras, los chocolates, los licuados de banana con leche y los especiales de jamón crudo con manteca. Una vez libradas del rigor de la balanza, abiertas las compuertas para engordar sin límites, subieron rápidamente entre veinte y treinta kilos y se estancaron ahí, sin encontrar el modo de subir las cuentas a sesenta, setenta kilos, que era lo que necesitaban para ponerse en forma, iniciar el servicio de acompañantes y abrir el club a la clientela.
Probaron con pasta de avellanas y miel durante el desayuno. Se acostumbraron a interrumpir la noche con entremeses. Ponían los despertadores a las tres, a las cinco y a las siete, y manoteaban a oscuras los bombones de licor, las trufas, el chocolate en rama que habían dejado sobre las mesitas de noche. Devoraban en las mañanas aceitunas negras, provolone, panes untados con pasta de anchoas, con paté, con roquefort, con manteca, y se atiborraban de chicharrón que la mucama les traía del campo.
Se habían propuesto subir no menos de tres kilos por semana para que los preparativos de apertura no se demoraran, de modo que en meses -a lo sumo un año- estuvieran en condiciones de abrir un comedor que se convirtiera en el atractivo fundamental, el non plus ultra del club. Pero lo que en un comienzo pareció de extrema facilidad, terminó siendo una empresa que les llevaba mucho más tiempo y esfuerzo de lo previsto.
Sólo cuando decidieron comer aquellas carnes de caza, engordaron lo necesario, obtuvieron el peso que indicaban los manuales y alcanzaron un grado extraño de belleza -de tersura en la piel y en los ojos- y esa mirada salvaje que promueven los avisos publicitarios y que se convirtió en el atractivo más conspicuo del club.
Acordaron en llamar al plato el manjar prohibido, aunque en la carta figuraba como Carnes rojas de caza a las finas hierbas. Verena lo había probado por primera vez en el Congo Belga y más tarde conoció otras versiones en Guinea Konacry y en Niger; desde entonces hizo infinitas combinaciones de ingredientes y condimentos hasta dar con el sabor que lo caracterizaba, un sabor contundente pero a la vez delicado que las socias sabrían apreciar. Consiguieron cierta tarde una pieza de carne, ensayaron una versión con canela y decidieron enseguida que ese ingrediente solo no quedaba bien, pero que el plato necesitaba una pizca, y que el limón no debía ser demasiado porque su acidez opacaba el elemento base. Cada ingrediente –se tratara de salvia, estragón o marsala– necesitaba sucesivas degustaciones que fueron llevándolas, casi sin que ellas se dieran cuenta, al peso necesario. El estragón, lo supieron enseguida, no era condimento para un plato como éste: se trataba de una hierba para preparados suaves, verduras, pescados tal vez, nunca le iría bien a una comida fuerte como la que estaban buscando. La primera en advertirlo fue Galia, quien descubrió que el romero era la aromática adecuada porque su sabor definido competía bien con la carne, y que la páprika y el jengibre le aportaban una nota exótica y, por sobre todo, exaltaban y volvían inconfundibles los elementos. Fue también Galia quien advirtió que los acompañamientos mejores eran los chutneys -en especial el de peras- y la salsa de ciruelas, que tanto le iba bien a esta carne como al cerdo; y ella la primera en descubrir que degustando las numerosas pruebas de cocina habían engordado más que con los bombones, el chocolate en rama y la nuttela que hacían traer en cantidades desde Milán.
Estaban dispuestas a tomarse todo el tiempo que hiciera falta antes de abrir ese restaurante exclusivo, para mujeres cuidadosamente seleccionadas, pero luego de aquel descubrimiento, no fue necesario esperar demasiado porque los hechos se deslizaron con absoluta naturalidad. Al cabo de meses, cada una engordó más de ochenta kilos y entonces, alcanzados los requisitos que fijaba el reglamento, trataron de favorecer, poco a poco, una costumbre, un modo de encauzar los impulsos, de llevar a los hombres hacia ellas que estaban ávidas y querían comenzar a darse algunos gustos.
Esa mañana hubo desde temprano algunos llamados -casi todos de proveedores- que nada tenían que ver con el asunto, hasta que la secretaria dijo que hablaban por el aviso y le pasó el teléfono a Diana. Cuando alguien pedía una gorda, o ellas sospechaban que tras una conversación cualquiera había algún interés de ese tipo, comenzaba a tejerse la urdimbre. Se trataba siempre de un procedimiento minucioso, porque había que pasar el cedazo, acometer un proceso delicado de selección hasta depurar la demanda y quedarse sólo con los hombres de necesidades más ancestrales. Lo primero era una larga conversación telefónica para aclarar dudas y averiguar de qué naturaleza era el deseo, porque si de algo se jactaban era de satisfacer plenamente a la clientela. Una vez hechos los arreglos telefónicos, venía una primera aproximación, que a veces era la definitiva, con un cuestionario que incluía ciertos tópicos, recaudos como averiguar si estaban casados o si tenían viva a la madre (ésa era la pregunta más viscosa); averiguaciones que parecían sin sentido y que sin embargo eran de una importancia medular. Después todo derivaba en una especie de calentamiento y, si el cliente respondía bien, si tenía -como ellas esperaban- un deseo fuera de control, entonces Diana acordaba un encuentro íntimo. Había mucho de gratuidad en esos hechos (aunque un poco de dinero siempre fue necesario para la recuperación de lo invertido) y las cosas funcionaban entre ellas como en una cofradía, con una convicción similar a la de los poetas más extravagantes o a la de los miembros de una comunidad religiosa. Para decirlo de otro modo, ellas comprendieron pronto que la belleza es siempre horrorosa. No por casualidad, el lema del club era un apotegma de Nietzsche escrito en letras góticas sobre la puerta de ingreso al restaurante: Que todo te acontezca, lo bello y lo terrible. Ellas habían llevado el respeto por esa frase hasta lo absoluto, se la habían hecho sentir vivamente a cada uno de los ejemplares seducidos. Que no pensaban aceptar peleles, que buscaban hombres hechos y derechos, fue algo que acordaron desde el primer momento; los débiles, los pusilánimes, no eran destinatarios dignos de sus esfuerzos. La misión que llevaban a cabo -lo pensaron alguna vez- se asemejaba más bien a un deporte, a la pesca de la trucha por ejemplo, donde la habilidad de la presa, su resistencia, acrecienta el placer del pescador. Y por paradójico que parezca, era eso lo que los hacía caer en la red: nadie deseaba ser menos, todos se vanagloriaban de la cantidad de mujeres que habían tenido, algunos llegaron a decir que en la colección sólo les faltaba una gorda, y se regodeaban con detalles de mal gusto sobre el estado en que habían quedado las mujeres seducidas, o contaban mentiras que a ellas las sacaban de quicio, como eso de que nadie los comprendía y menos aun las madres de sus hijos.
El servicio de acompañantes estaba compuesto, en principio, sólo por las dueñas, aunque en algunas ocasiones -si era necesario- se agregaban las socias del club, mujeres de gordura incipiente o ya considerablemente gordas, destinatarias genuinas del proyecto reclutadas desde hacía tiempo para la causa.
El hombre le dijo a Diana que quería contratar a una gorda. Cuando ella preguntó medidas que le interesaban, modos de acceso carnal preferidos, datos de su historia con gordas, experiencias previas con bulímicas, anoréxicas y mujeres con otras alteraciones de la conducta alimentaria, él trastabilló, dijo que nunca había pensado que tendría que dar tantas explicaciones. Ella le aclaró que todas las preguntas se formulaban con el propósito de ofrecer un servicio mejor, lo más ajustado posible a las necesidades de cada cliente, y entonces él se despachó con la primera confesión: está casado con una mujer que come sólo pomelo y queso senda y hace seis horas diarias de bicicleta fija. Después carraspeó nerviosamente y dijo que siempre había querido ver cómo come una gorda; dijo también otras cosas, las que dicen todos, ella ya está acostumbrada.
Diana percibió enseguida que ese hombre era un puerco, como casi todos los que llamaban buscando gordas. Él pronunció frases que ella registró cuidadosamente en su memoria, aunque después no tuvo ganas de reproducirlas ante sus socias; dijo también que estaba buscando esto desde hacía meses y finalmente le preguntó cuánto cobraban por el servicio; entonces ella supo que él había caído en la red. No le extraña que le pregunte cuánto pesa, porque él no conoce los contratos, pero el cumplimiento de las reglas es estricto: ella jamás, de ninguna manera, dirá los kilos; sabe muy bien que esa negativa estimula el deseo. Él hizo un silencio extremo del otro lado de la línea, hasta que ella mencionó las ofertas especiales para hombres vinculados con anoréxicas, y fue eso lo que lo decidió.
Diana lo citó en la Confitería del Molino; dijo que iba a estar allí a las siete y que pediría un té. Cuando él cuelga, ella va a su dormitorio y busca la ropa interior hecha a medida, de calidad especial, con encaje de trama abierta. Se fija si están bien los breteles del corpiño, si son lo suficientemente fuertes, porque algunos hacen gala de torpeza. Elige con cuidado lo que va a ponerse; se prueba el bahiano malva, el palazzo y el spolverino color lila, pero se decide por el solero turquesa porque sabe que a esos hombres les gustan las emociones fuertes, los colores subidos, los escotes sobre la carne blanca.
Hay tres mesas ocupadas a esa hora de la tarde, en la Confitería del Molino; desde una de ellas un hombre delgado, insignificante, la mira. El hombre le manda a Diana, con el mozo, un papelito; el papelito dice que pida algo, lo que quiera. A Diana le encantan las tartas, sobre todo la de castañas, y pide una porción. La come voluptuosamente. El hombre escribe que coma más, que siga comiendo. A ella le gustan las tortas que hay en la vitrina: una isla flotante, una de crema moka, una selva negra, una tarta de coco. El mozo sugiere la de coco, le recuerda que es la especialidad de la casa; pero Diana contesta que la de coco no, una mil hojas será mejor, porque puede lamerle el dulce de leche.
Ella sabe que debe continuar con ese juego hasta el final, que tiene que seguir excitándolo, introducir en él la falta de ella hasta el extremo de llevárselo al club. Él le pide que coma con las manos y se chupe los dedos, y que cuando se chupe los dedos lo mire a él. Ella dice que para chuparse los dedos es otro precio, que eso tiene una sobretasa; pero hace sin embargo lo que él le pide, lo deja ganar.
Más tarde el hombre ordena que vaya al baño y se suelte la faja, porque a él no le gustan las gordas atadas. Ella va al baño, se quita la faja y respira con libertad: no está mal que alguien la quiera así. Por un momento algo la cruza, un muchacho que conoció cuando iba a segundo año del bachiller; pero se sacude pronto ese sentimiento, nada debe sacarla de la causa que abrazó, de los propósitos que se han trazado en el club. Se mira en el espejo y se pasa la lengua por los labios; luego se apoya contra la pared, baja lentamente la mano por las carnes sueltas, y sigue hacia abajo, hasta la raja húmeda –es roja como una flor de carne – pensando en aquel muchacho que se llamaba Pablo y en la tarde en que le hizo el amor, tras un tejido donde trepaban esas flores blancas que se llaman Damas de la Noche. Sabe que allá afuera, sentado en el salón, está el hombre que la contrató y le paga para que ella llegue a esto y se lo diga. Es lo que hace, sale del baño, va hasta la mesa y se sienta, anota en un papel lo que ha hecho, escribe que lo hizo por él, pensando en él, y que por favor la lleve a algún sitio donde puedan estar solos.
Él se acerca a la mesa, se sienta frente a ella, y dice sonriendo que ha pagado para mirarla comer -eso es lo convenido- pero que aceptaría ver cómo se desviste, cómo queda en ropa interior. Ella entiende rápidamente que las cosas están llegando al punto buscado, un punto sin retorno. Por el camino él intenta tocarla, pero ella no se deja; después el hombre pregunta cosas, lo que preguntan todos. A Diana, la gente de esa calaña, con sus averiguaciones y zalamerías, la agota; no siempre contesta, pero esta vez dice algo parecido a la verdad: las dueñas del negocio son tres, las demás son socias y se trata de un sitio exclusivo para mujeres. Lo dijo porque el hombre le inspiraba cierta confianza; después, como al pasar, agregó que incursionaban en formas de placer poco usadas, algunas –creía ella- exclusivas de la casa, ya que no figuraban ni en el Kama Sutra.
Diana lo vio acomodarse en el asiento, acaso satisfecho; luego él le tomó la mano y empezó a babeársela. Quedaba tan ridículo, ahí, hundido casi contra su costado, como si se tratara de un muñeco. Se lo imaginó encima: un monigote sobre su cuerpo enorme, intentando satisfacerla. Después él empezó a hablar, no paró de decir que su mujer estaba internada, que siempre había sido selectiva con la comida, que cocinaba sin aceite en sartenes de teflón y que cuando se salía de la dieta se castigaba con cien flexiones para compensar, pero que hasta el día en que la llevaron de urgencia al hospital, ni él ni nadie se habían dado cuenta de que hacía seis horas de bicicleta diaria y estaba terminada de flaca. Dijo también que no sospechaba siquiera cómo iban a acabar las cosas, pero que se le dieron las reverendas ganas de acostarse con una gorda bien gorda porque se merecía una revancha, y eufórico descargó una mano sobre la pierna de Diana. Ella corrió delicadamente la mano hasta el muslo de él y ahí la dejó, entonces contestó que también para ella iba a ser un gusto.
El salón era un lugar aséptico que recordaba vagamente a un hospital; tenía un gran sofá blanco, una chaise longue, algunos almohadones en el suelo y grandes ventanales que daban a patios interiores y estaban cubiertos por gruesas cortinas también blancas. Sólo una alfombra de ratán y algunas artesanías orientales daban cuenta de los viajes y de la rica experiencia de sus dueñas.
Diana empujó delicadamente al hombre hacia el sofá, le sirvió una copa y puso música. El amor brujo era lo apropiado. Tenían infinitas grabaciones, pero esta vez puso un trío de mujeres, una versión poco ortodoxa que tenía por fondo un delicioso diálogo de flautas. Se desabrochó el solero y lo puso sobre la chaise longue; después se quitó el corpiño y asomaron, libres al fin, las tetas, los pezones claros de las que nunca dieron de mamar, y la bombacha de encaje rojo hundida bajo una sobrefalda de carnes lechosas. Entonces bailó para él y dejó que la mirara: se supo hermosa, como una modelo de Botero. Había aprendido a bailar en los carnavales de Río, cuando pasaba el verano en las playas en busca de pique, porque en aquel tiempo le interesaba la pesca, no como ahora que se dedica a la caza.
Cuando se acercó más de la cuenta, Diana percibió el paso del miedo por los ojos de él, pero anuló toda resistencia mirándolo con intensidad y pidiéndole que tuviera coraje porque lo que venía era, realmente, el plato fuerte. Él intentó sobreponerse al contacto de una lengua extrañamente dulce sobre su sexo, aunque se podía ver a todas luces el esfuerzo que hacía para mantener la dignidad, hasta que ella avanzó tanto que él no pudo más que entregarse.
Diana le sacó lo que le quedaba de ropa -una camisa a rayas – y se le subió encima. Él apenas pudo balbucear que le hacía daño. Poco después, sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire; y apenas más tarde, le rogó, con la voz entrecortada, que se bajara porque lo asfixiaba, pero ella siguió sobre él, cada vez más fuerte y, cuando estaba a punto de gozar, le tapó la boca para no oír los gemidos. Así fue como los dos coincidieron en sus estremecimientos.
Sólo cuando supo que el hombre estaba inerte, ella se bajó e hizo sonar el timbre. Galia abrió tímidamente la puerta y preguntó con su vocecita de niña, apenas audible: ¿Ya está? Todavía desnuda, extenuada, Diana dijo que sí con la cabeza y entonces Galia le dejó paso a Verena.
Con los ojos vidriosos, Verena caminó hacia el sofá donde estaba el cuerpo caliente del hombre. Se arrodilló a sus pies y abrió el maletín de badana gris. Desenvainó los cuchillos de acero damasquino comprados en Toledo y los limpió minuciosamente, uno por uno, con una gasa. Después, comenzó el trabajo. No había tiempo que perder, porque estaban sin mercadería desde la semana anterior. Era necesario faenar pronto, dejar orear el cuerpo al sereno durante toda la noche, y preparar la comida para la cena del sábado, que es siempre la de mayor demanda.


del libro de cuentos Todo movimiento es cacería



María Teresa Andruetto nació en 1954 en Arroyo Cabral. En los años setenta estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura contribuye a formar un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes, ejerce la docencia, y coordina talleres de escritura, todo ello en la ciudad de Córdoba. En 1992 su novela Tama obtiene el Premio Municipal Luis de Tejeda y a partir de esa circunstancia comienza a publicar la escritura que tiene acumulada. Así, se suceden las ediciones de Tama, Palabras al Rescoldo, El Anillo Encantado y Misterio en la Patagonia, todas ellas en 1993, principio de una serie de publicaciones que no ha cesado y que incluye, entre otros libros, las novelas La mujer en cuestión, Stefano, Veladuras y Lengua Madre , el libro de cuentos Todo movimiento es cacería , los poemarios Kodak, Pavese y otros poemas y Beatriz , y los libros para jóvenes lectores, Huellas en la arena, El árbol de lilas, Benjamino, Dale Campeón, La mujer Vampiro, El país de Juan, El caballo de Chuang Tzu, Trenes, Agua Cero, La Durmiente y El Incendio. Su obra ha sido reconocida con numerosos premios y distinciones, entre otros: Premio Novela del Fondo Nacional de las Artes, Premio Novela Luis de Tejeda, Premio Internacional de Cuento Tierra Ignota, Lista de Honor de IBBY, Finalista del Premio Sent Sovi/Ediciones Destino, Finalista Premio Clarín de Novela y, en varias ocasiones, White Ravens de la Internationale Jugendbibliothek, Mejores Libros del Banco del Libro de Caracas y Destacados de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina.




03 junio, 2008

Minnie Bruce Pratt(EE UU,1946-)


DESNUDADO

La noticia del Times no es más que unos centímetros de palabras ocultos en las últimas páginas del diario que extendí sobre la mesa de nuestra cocina. Sólo reparé en ella por el título, por el repentino temor de que casi podríamos ser tú y yo: “Encuentran asesinada a una mujer que se hacía pasar por hombre y a otras dos personas.” El día de Año Nuevo, Brandon Teena, que había nacido hembra y vivía como un hombre en una pequeña ciudad de Nebraska, fue acribillado en una granja junto con la amiga blanca con la que se alojaba y un hombre afro-estadounidense. Brandon fue el único al que mutilaron con un cuchillo. La semana anterior lo habían violado los dos hombres a los que finalmente se detuvo por el asesinato. Pero antes, decididos a demostrar que “en realidad” él era una mujer, lo habían desnudado en una fiesta frente a una mujer con la que había salido. Unos días antes la policía había decidido que su vida era una impostura amenazadora. Cuando lo detuvieron por una infracción menor y su identificación no coincidió, la policía se aseguró de que la ciudad supiera que él mentía respecto de quién era. Pero él era claro con sus amig*s. Se sentía un hombre; no se sentía una mujer ni una lesbiana. No tenía dinero para operarse, todavía. En cuestión de un mes, estaba muerto.
Cuando era chica tenía una pesadilla que aún reaparece en ocasiones: Estoy parada desnuda en el centro de un círculo de gente. Se ríen de mí, me señalan, gritan palabras soeces o me observan en silencio. Ell*s están vestidos. Yo estoy desnuda, reducida a mi cuerpo femenino, y siento vergüenza. Hay algo en mí que está mal. Antes pensaba que sólo las mujeres tenían esa pesadilla. Ahora pienso que todo el mundo sueña que lo desnudan, pero los dedos que señalan nos acusan de diferentes delitos. La gente estira la mano para demostrar que sabe mejor que nosotr*s mism*s cuál es la verdad sobre nosotr*s. Nos despojan de nuestra ropa, nuestras palabras, nuestra piel, nuestra carne, hasta que no somos más que una pila de huesos de carnicería, y luego señalan y dicen que eso es lo que somos.
Me siento en nuestra cocina y leo un artículo del Village Voice sobre los asesinatos. La redactora, una lesbiana, chismea alegremente con ex novias de Brandon y repite detalles lascivos: cómo “ella” las engañó con un dildo, cómo “ella” no permitía que le tocaran el pecho, los muslos, los genitales. La redactora admite que Brandon vivía como un hombre, pero lo desnuda para demostrar que no lo era. Para ella, todo tiene que coincidir –genitales, ropa, pronombres-. Por otra parte, no podía ser tan buen amante de mujeres a menos que fuera una mujer. Ella decide que él es una lesbiana confundida; su tipo de lesbiana, escribe, una mujer butch que la atrae, que la calienta. El comisario, que se había negado a detener a los violadores cuando Brandon los denunció, dijo: “Por lo que a mí concierne, pueden decirle eso.” A lo largo de todo el artículo, la redactora lo llama ella: “La acribillaron.” La redactora nunca menciona que murió cuando insistió en que él iba a elegir sus propios pronombres

*Traducción de Joaquín Ibarburu
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Minnie Bruce Pratt, Activista, poeta y ensayista, nació en Alabama en 1946. Entre sus textos se encuentran The Sound of One Fork (poemas, 1981), We Say We Love Each Other (poemas, 1985), Rebellion: Essays 1980-1991 (Ensayos, 1991), Walking Back Up Depot Street . (poemas, 1999), The Dirt She Ate (poemas, 2003). “Desnudado” (“Stripped”) pertenece a su libro de textos breves en prosa S/he (1995).
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