30 enero, 2007

Patricia Romana Bárcena (México,1952)

¨Es verdad que al narrar un cuento cada escritor revela partes dolorosas o felices de su vida. No sé si lo hace para remembrar sus vivencias y a través de la escritura sentir nuevamente correr la sangre por sus venas, o si lo hace para alertar de un peligro. En mi caso ambas razones manchan de tinta el papel.¨
Patricia Romana Bárcena, de: Sin Rumbo

Leyenda familiar

Ya tarde, con la poca luz que deja el sol sobre los cerros cuando se oculta, terminaba Lucio el último atillo de leña para echarlo en su espalda y llevárselo a Zenaida. En esos días el frío arreció y era necesario mantener el fogón encendido. Aunque Zenaida traía el frío por dentro, de algo le serviría un poco de calor en el cuarto cuando amamantara a su hijo. Su pena era grande, también la de Lucio. Quedaron viudos el mismo día. Él perdió a su esposa, pero Zenaida además del esposo perdió a la madre. En esos lugares tan apartados nadie se preocupa por investigar las muertes. Nomás los entierran y los bendicen. Allá Dios que averigüe pa dejarlos en el cielo o mandarlos al infierno. Uno tuvo que matar al otro y luego quitarse la vida. El cuchillo quedó en el suelo, justito en medio de los cuerpos ensangrentados. Lucio está siempre callado, no tiene palabras para consolar a su hija, nomás le dice que es buena y que por eso Dios le conserva la leche para alimentar al niño. Dicen que con las penas se secan los pechos, pero ella los tiene bien llenos. Cuando cruzan la mirada parecen decirse cosas pero no se dicen nada. Después del entierro se acabaron las palabras. Cada uno tiene su hipótesis. El temor a una coincidencia los mantiene mudos.
El niño está tranquilo, duerme toda la noche y sonríe cuando Zenaida lo acaricia o cuando el abuelo se acerca...Ya pasará el tiempo que todo lo cura. Cuando crezca el nieto les traerá alegrías. Dolores era una mujer difícil y de ideas arraigadas. No le cuadraba el yerno ni la vida que le daba a su hija. "Perro que ladra no muerde". Lola no acostumbraba los gritos, con la voz bajita metía buenos fregadazos. Ya le había dicho a Zenaida que el marido que había escogido no le iba a servir pa nada. Por eso se apartaron de la familia y se hicieron un cuarto lejos. Dolores no iba a dejar de ver a su hija y se hacía tiempo para visitarla. Con el pretexto del niño que venía en camino se le presentaba con comida y centavos, aprovechando cualquier ocasión para hacer sentir poca cosa a Genaro. Y el otro, de pocas pulgas, arremetía contra la suegra tras las faldas de Zenaida. Genaro sí era de gritos y manotazos, pero no frente a Dolores.
Así las cosas no tenían pa cuándo arreglarse. Lucio tampoco veía en Genaro un buen hombre para su hija; como estaba contenta se conformaba. Dolores sentía que, en el fondo, su hija no estaba a gusto y que se aguantaba pa no rajarse. Esa era su creencia y de ahí nadie la sacaba. Por eso pudo ser ella la que enterró el cuchillo en el pecho de Genaro, pa luego quitarse la vida que con semejante culpa se convertiría en infierno. Sólo Dios sabe quien de los dos murió primero, porque el miedo de Genaro al ver a su hijo en los brazos de Dolores lo pudo llevar a todo.
A fin de cuentas Zenaida no quedó sola, tiene la fortaleza para criar a su hijo y cuenta con su padre. De esos grandes amores que no supieron amarla, no guarda malos recuerdos. Cualquiera que haya iniciado la muerte tuvo el valor de quitarse la vida. Por eso Zenaida les lleva flores a sus tumbas, y le ha contado a su hijo que una tarde muy fría su padre y su abuela, que tanto lo querían, fueron juntos a cortar leña; cuando venían de regreso un hombre a caballo les arrebató la leña y la vida...Como el niño no recuerda ni a su padre ni a su abuela, no siente ninguna pena cuando escucha esa leyenda.

Nace en México en 1952. Maestra especialista en audición y lenguaje. Subdirectora de la revista literaria "Al margen", www.almargen.net, miembro activo del club "La pluma del ganso", colaboradora en las revistas: Navegaciones zur y Actualidades educativas. Creadora de artículos y ensayos sobre educación y cultura. Directora de cultura de la asociación de residentes de Las Arboledas.
Obras publicadas: Traición al diablo. De suerte, amor, honor y muerte. La noche del nucú. Los cuentos de la romana. Largas historias en textos breves. Moneda al aire( en proceso de Edición).

29 enero, 2007

Patricia Severín (Argentina, Sta Fe)

Letras en la madrugada

Estoy ahogada.
Cambio de un estado de ánimo a otro en menos de un segundo. Es como probarme vestidos: me saco la solera, me calzo el estampado, me mido el rojo. No sé qué hacer conmigo.
Dentro de unas horas vamos a encontrarnos y tengo miedo ( Le escribe Paloma a Federico en la madrugada de invierno) Ha pasado mucha letra en la pantalla. Desde hace ocho meses. Pero la letra y la pantalla son inasibles y además, buenos filtros. Hay verdad detrás de las palabras, pero también hay poca realidad. Será quizá por eso (Escribe Paloma a Federico Meiner) que necesito tomar el papel y garabatear esta carta: para que algo no desaparezca con el delete. Necesito escribir y leer para saber con certeza que en unas pocas horas más abriré la puerta del bar y allí te encontraré -camisa azul-pantalón oscuro- y no te disolverás en la penumbra.
Y sobre todo, necesito afirmarme en estas hojas para dejar de temblar. Te corporizarás en vos y tu sonrisa de pantalla y vidrio será de piel y labios; tus manos perderán su condición de estatua para arremolinarse en el gesto del saludo. Quizá, el sonido de tu voz no sea de campanas sino de celo. Y tus ojos tengan una aureola de cielo alrededor del iris. Muchas veces, durante estos meses, me he preguntado si hago bien en seguir adelante (Piensa Paloma y le escribe a Federico). Todas me han respondido que no, y sin embargo aquí estamos. Yo, que necesito diez horas de sueño, estoy devastada por el insomnio y la incertidumbre. He adelgazado esos kilos tenaces que el desgano y la edad te imponen. No hay nada más agónico que dar curso a una ilusión. Tampoco nada más bello. Son los contrarios los que excitan la mente y agigantan el alma. En la borrasca de este océano oscuro y transparente, es que me entrego al encuentro. Todo es caótico en mí. Voraz.
Soy este volcán en ebullición. Tacho cada una de las fantasías que diagramo para volverlas a pensar. ¿Nos gustaremos? ¿Habrá piel? ¿Podremos abarcarnos? Estamos aislados detrás del ordenador, sentados en el cobijo del escritorio, protegidos por la soledad. De pronto algo se ilumina, se prende un pábilo, una señal. Hay otro igual que uno en la inmensidad de todos los posibles, de ese incierto mar de afuera que entra por la línea del teléfono y se instala en el outlook. Y una quiere descartarlo porque esta cansada de virus y basura, pero un tenue signo rojo te detiene. Allí comienza el vértigo: cuando la palabra clikea sobre el corazón.
Te he dicho que era feliz y sin embargo duraba. Has dicho que estuviste enamorado pero me desespero por descubrir tus ojos. Me conocías apenas. Te acordás de la infancia, de los lugares comunes. Lo que sabés: me fui del pueblo después del accidente de mamá y papá. Hice una cruz y me olvidé de todos. Tapar el dolor nos ayuda a continuar el camino. Lo que no sabés: el rencor que me mantuvo viva. Del colectivo desbarrancándose en la noche. Del silencio de la ciudad que protegió a los culpables. Llegaste a remover mi cajita de cenizas. Te dejé hacer. También tengo mis costados oscuros: odio, envidio, acuso.
Tuve marido, tuve amante, tuve compañero. Pero una inquietud irrefrenable me arrastró siempre hacia la pérdida. Como un cóctel mal habido, mi alma que nunca pudo terminar de ligarse. Me quedé con los hijos y la sensación de que en la vida, nada he podido completar Ahora, ya grande, te apareces para un revival.
Las mujeres nos enamoramos de pequeñas cosas: una flor y la mano que la extiende; una palabra al oído en el momento justo; una mirada enloquecida detrás de una apariencia de calma; un secreto minúsculo Federico (Apunta Paloma y el papel se puebla de pequeños signos) Algo debió ser dicho entre nosotros que pulsó las cuerdas de este violín inseguro. No se nada de vos excepto lo que me has contado: que te casaste grande, que tus hijos son pequeños, que sos buena gente contador y deportista, y que necesitas imperiosamente volver a enamorarte.
Nos metemos en arenas movedizas ¿lo sabés? lo sé. Nada se puede construir sobre el dolor ajeno ¿Y nuestro propio dolor? preguntaste. Estamos en la franja de la zambullida, no de la largada. Palabra tras palabra se ha ido poblando el alma. Dos personas que han escrito ¿por qué te extraño si nunca te tuve? ¿por qué te quiero si jamás te he visto? están prendidas por hilos invisibles aunque aún no comprendan su significado.
Amanece.
Los años que vienen se juegan en unas horas.
Necesitaba escribirte una carta de verdad (Le dice esta mujer Paloma a este hombre Federico) un registro indeleble que tenga olor, tacto, profundidad y que solo el delete de tu mano -si lo desea- pueda estrujar.

Patricia Severín es argentina. Nació en la pampa gringa, -Rafaela- donde a comienzos del siglo XX se asentaron familias de inmigrantes italianos para trabajar la tierra. Es Profesora en Letras.
Desde 1979 vive en Reconquista - Chaco Santafesino- y el ampo, donde trabaja como productora agropecuaria. Poeta y narradora se ha ocupado tambien del ensayo, sobre todo en relación al estudio de género. Entre sus obras: Las líneas de la mano (cuentos) Faja de honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) 1998; Solo de Amor (cuentos) Primer Premio Publicación ASDE (Asociación Santafesina de Escritores) e Imprenta Lux 1999.

27 enero, 2007

Lucía Scosceria - Paraguay -

Ella prefería la oscuridad
Un pasillo de dos metros llevaba al dormitorio. Ahí es donde me colocó él. ¿Qué quién es él? El dueño de la alcoba. Y de la casa, supongo. Al menos, es quien paga las cuentas. Yo no salgo nunca, por eso me entero de muchas cosas. Oí que siempre está leyendo o escribiendo algo. Aquí mira televisión antes de acostarse, lee algún libro y desfilan mujeres.
De todo tipo. En cinco años vi pasar a muchas. Al principio venía una muy seguido. Parecía que iba a quedarse. Claro que también venían otras. Creo que se enteró de ello y lo dejó. Sí, recuerdo la escena.
Él dijo que no le gustaba que le preguntasen cosas y que lo debía aceptar como era. Ella dijo que no podía. Lloró, pero él no dijo nada. Esperó que se calmara, se vistió y desaparecieron por la puerta. Nunca más la vi. Fue una lástima, porque me caía simpática. Todavía tengo en la mente la primera vez que vino.
Fue unos meses después del verano.
Entraron abrazados al cuarto y antes de llegar a la cama ya estaban desnudos. No me miraron, pero yo los veía, porque las luces estaban encendidas. Quedaban hasta el otro día, durmiendo y haciendo el amor. Hasta que lentamente se apagó la pasión. Y vinieron otras mujeres y ella reclamó. Y con el reclamo la ruptura.
A veces aparecían algunas que no quedaban ni una hora. O él no tenía humor o ellas querían otra cosa.
Por las mañanas entraba el sol por los ventanales. Cuando estaban abiertos de par en par yo me emborrachaba con sus rayos.
Hasta esa noche en que vino una nueva. No era muy joven. No era fea, pero tampoco linda. Podría decir que era atractiva.
Él dijo que verían televisión, ella parecía cortada, porque sillas no había, así que tuvo que sentarse a su lado, en la cama. Y ese era su terreno favorito. De él, desde luego. Al rato, de la película no vieron nada. El título, tal vez. Recuerdo que suspiraban y reían mucho. Ella parecía muy feliz. Cuando él iba al baño, que queda aquí mismo, a mi derecha, ella se miraba coqueta en mí y arreglaba sus largos cabellos con los dedos. A veces los ataba, otras, los dejaba sueltos formando una corona en la almohada.
Vino seguido. La reconocía por su perfume, antes que entrase furtivamente donde yo estaba y cruzase frente a mí. Reía en la oscuridad entre murmullos y susurros. Había ocasiones en que parecía triste. Me pregunté por qué tanta tristeza y melancolía. La llamé "La triste", no sabía bien por qué. Quizás porque yo en el fondo también lo fuese. Porque estaba cansado de reflejar lo que la gente ponía frente a mí. O renegaba de mi condición de ser inerte, de no poder mirar al sol o a la luna cuando magnánima en el cielo lo iluminaba todo, y debía conformarme con algún débil rayo que se filtraba por las rendijas de las persianas. No sé si fue la mirada que me regaló, algo salvaje y sensible al mismo tiempo, o el amor y el fuego que se desprendían de ella lo que me atrajo desde la primera vez que la vi.
Él no la amaba, como no amaba a ninguna de las muchas mujeres que venían aquí.. Para él, no eran nada. Objetos misteriosos que una vez conocidos pasaban al rincón de los recuerdos. El celular sonaba constantemente. Si la "nueva" era importante, lo apagaba, de lo contrario, lo dejaba prendido y lo atendía sin problemas frente a ella.
Algunas se hartaron, otras no. Él debía tener un encanto que nunca pude descubrir. Tal vez algo en su voz, o en sus gestos.
Ella prefería la oscuridad. Entonces me privaba del placer de mirarla. Yo la esperaba. Siempre llegaba en horas de la madrugada. Entonces no dormía mi sueño de ser sin alma. Me contentaba con saber que estaba ahí, a mi lado. Aunque no pudiera tocarla, aunque ella no me mirase hasta la aurora, en que la luz sería mi cómplice y posaría sobre mí sus grandes ojos rasgados.
Casi no hablaban. Ella lo besaba. Lo acariciaba, le susurraba frases a los oídos y murmuraba palabras ininteligibles llenas de pasión. Me encantaba oír su risa apagada, sus jadeos entrecortados pronunciando su nombre en la noche oscura. Yo soñaba, que ella me amaba y estaba con ellos en el lecho. Su sensualidad me alcanzaba y sentía empañarse de sudor todo mi ser. ¿Cuánto tiempo estaban así? No puedo decirlo. Una hora. Dos. Tal vez más. Cuando se calmaban, podía verla de espaldas, con la luz del televisor encendido, proyectando una absurda sombra sobre las sábanas mientras él daba una ojeada al noticiero nocturno. Después sólo había oscuridad. Ya no podía ver, sólo oír. Se iban al amanecer. Y yo la extrañaba.
Él trajo a otras mujeres, pero yo, fiel a "La triste" les devolvía una imagen distorsionada de lo que eran. A las delgadas, las engañaba y las mostraba más flacas de lo que eran, y a las gordas más obesas. Hasta que una noche ella volvió.
Había pasado más de una luna en volver. Sí, porque estaba llena, como entonces. Sentí palpitar mis moléculas y sólo deseaba que me mirase para estremecerme de placer con su mirada.
Ella lo besó y él la rechazó. El celular sonó y contestó con voz dulce a otra mujer. ¡Cómo lo odié! Sabía que "La triste" se pondría más melancólica ahora. Él dijo que era una amiga, o algo así. Ella no dijo nada, quedó silenciosa al lado de los cristales bañados por la luna, que dejaban sus rasgos y sus largos cabellos entre sombras.
Preguntó tímidamente:
-¿Ya no me quieres, verdad?
Él sólo rió por lo bajo y dijo que no se complicara la vida con preguntas.
-¿Me quisiste alguna vez?-
Una carcajada fue la respuesta.
Ella insistió. Él, con un tono lleno de cansancio y fastidio dijo que si seguía haciendo preguntas idiotas la llevaría a su casa.
Ella tomó su cartera y dijo:
-Vamos.
Se dirigió hacia el pasillo, pero inesperadamente giró sobre sus pies y se quedó mirándolo. Parecía abatida. Su tristeza penetró por ósmosis en mí. Con parsimonia, abrió su cartera y sacó un pequeño revólver. Casi sin apuntar, disparó sin pestañear.
Él cayó al suelo con un gemido ahogado.
Aterrado, fui testigo de todo. Estaban tan cerca de mí pero tan lejos al mismo tiempo. Lo abrazó con lágrimas en las mejillas. La sangre se pegó dramáticamente a su rostro y a su cuerpo. Le cerró los ojos y se los besó. Quedó quieta unos instantes. Los suficientes para que yo supiese lo que haría. No pude hacer nada para impedírselo. Oí el disparo y sentí roto mi cuerpo. La bala que se disparó en la cabeza también me había alcanzado.
Su gemido, casi inaudible, se perdió en el tintineo de mis pedazos rotos.
Los tres estaríamos de nuevo juntos. En un lugar oscuro. Muy oscuro. Por lo menos estaría contenta, porque ella prefería la oscuridad.


Lucía Scosceria, nació en Italia, pero desde pequeña vivió en Paraguay donde realizó sus estudios primarios, secundarios y universitarios. Es maestra, Licenciada en Pedagogía y Filosofía y Abogada. Creó la revista deportiva "Orión" en su ciudad, Encarnación, donde sigue residiendo.
En setiembre de 1993 publica su primer novela en Ediciones Von Bargen, Asunción, Paraguay; al año siguiente la novela Amelia, Editorial El Mercurio; en 1996 la colección de cuentos Para contar en días de lluvia. De ella dice el escritor y dramaturgo paraguayo Mario Halley Mora: "Este libro contiene relatos fluidos, que hacen de su lectura un placer, tanto por el manejo esquemáticamente agradable del relato, como por la logicidad del argumento de cada cuento -aunque rocen con lo sobrenatural- y la maestría de los diálogos". En 1998, la misma editorial publica Decisiones, colección de cuentos. Gabino Ruíz Díaz Torales, Rudy Torga, Director del departamento de Cultura Popular de Paraguay, dice: "El más firme testimonio de la literatura de Encarnación en nuestros días". Y en el año 2000 edita Sobredosis de cuentos.

26 enero, 2007

Cristina Rivera-Garza (México, Matamoros,1964)




El día en que murió Juan Rulfo

foto de Juan Rulfo


¿La ilusión? Eso cuesta caro.A mí me costó vivir más de lo debido.
Juan Rulfo, Pedro Páramo.




Encontré a Blanca en el café del centro, a las seis de la tarde, tal como habíamos quedado. Como siempre, ella ya me estaba esperando en una de las mesas de la esquina, lejos de las ventanas, los trajines de los meseros y los merolicos. Nos besamos ambas mejillas a manera de saludo y nos sonreímos. Un cigarrillo a medio consumir humeaba desde el cenicero y, a su derecha, su viejo cuaderno de tapas negras estaba abierto. Dijo que ya había ordenado mi café expreso.
-Dejé de tomar café hace exactamente cuatro meses, Blanca -le informé.
La noticia no la sorprendió. Estaba distraída, garabateando una última línea en las hojas cuadriculadas de su libreta. Cuando terminó, guardó a toda prisa su pluma fuente en una cajita de madera y, todavía sin verme, entrelazó las manos y se dedicó a tronarse los nudillos uno a uno, empezando por los del dedo meñique. El sonido me enervó, como siempre lo había hecho, pero me abstuve de hacer cualquier comentario para evitar ironías innecesarias o una riña a destiempo. Teníamos poco más de medio año sin vernos, y ya más de tres de no vivir juntos, pero por una razón o por otra nunca habíamos dejado de estar en contacto. Primero fue el arreglo sobre el carro con el que ella se quedó a final de cuentas, después los préstamos de libros y discos que habíamos comprado a la par sin nunca definir a ciencia cierta el propietario. Más tarde, nos empezamos a ver sólo para criticar a nuestros respectivos amantes de paso. Unos eran demasiado irresponsables, otros muy aburridos, la mayoría demasiado jóvenes y desprevenidos pero todos, sin lugar a dudas, bellísimos. No había afán alguno de coquetería o seducción en nuestros ácidos comentarios. Blanca y yo sabíamos que nunca volveríamos a compartir una casa y mucho menos una vida juntos.
-Estoy embarazada -me anunció con los ojos clavados en su tarro de café descolorido.
Sus cabellos lacios estaban resecos y sus uñas llenas de mordiscos. No supe si tenía que felicitarla u ofrecerle ayuda para contactar a un médico. Blanca siempre había sostenido que nunca tendría hijos pero, de la misma forma voraz y firme, yo había jurado en más de una ocasión que jamás dejaría de tomar mi café expreso. Cuando el mesero se aproximó a la mesa, pedí una botella de agua mineral con mucho hielo. Ella siguió fumando. Se sonrió sin ganas.
-¿Te imaginas? -dijo.
-No -le contesté de inmediato. Luego tomé sus manos. La piel del dorso estaba rugosa y las palmas llenas de sudor. Blanca no quería una felicitación.
-¿Qué vas a hacer?
-No lo sé todavía, pero el suicidio está descartado -mencionó en tono de broma. La sonrisa se le congeló en el rostro. A través de los labios abiertos, resecos, pude observar sus dientes despostillados. Era difícil creer que alguna vez la había amado; que alguna vez su algarabía y sus risotadas me habían mantenido pegado a sus faldas, manso como un cordero a la espera de sus delirantes dictados. Por dos años. Era difícil creer que, alguna vez, sólo la mención de su nombre, su nombre entero, Blanca Florencia Madrigal, me había hecho pensar que podía poseer el mundo sólo para tener la oportunidad de regalárselo.
-¿Y tú cómo estás? -preguntó.
Pensé en el ensayo que tenía a medio terminar, en la llanta ponchada de mi coche y en las piernas esculturales de una de las alumnas que se sentaba en las primeras filas del salón de clase, pero no me decidí a hablar de nada de eso. Iba a empezar a contarle de mi última aventura con una muchacha que tenía la costumbre de afeitarse el vello público pero no supe por dónde empezar la historia. Intenté esbozar algunas imágenes de los cambios más recientes que había hecho en mi apartamento pero todas me parecieron insulsas. Podía describirle en todo detalle las incontables horas que pasaba calificando exámenes incorregibles o descubriendo nuevas grietas en las paredes blancas de mi cubículo pero supe que se aburriría. Sin Blanca, mi vida se había vuelto pacífica y regular. Me levantaba temprano, asistía puntualmente a mi trabajo, me bañaba todos los días y hasta había dejado de fumar. Ya sin su tumultuosa presencia a mi lado, los miembros del departamento de filosofía habían empezado a tomarme en serio y, en menos de tres años, recibí dos ascensos. Tenía mucho tiempo de no pensar en suicidios.
-Bien -le dije-, pasándola.
Blanca no me estaba poniendo atención de cualquier manera pero yo, secretamente satisfecho, comparaba su rostro marchito y sus movimientos torpes con mi nueva seguridad y autonomía. Ya no le pertenecía.
Un hombre de cabellos largos y anteojos quevedianos se aproximó a nuestra mesa. Le rozó el hombro y luego la besó en los labios. Debía ser al menos 10 años más joven que Blanca y era, sin lugar a dudas, mucho más hermoso. Supuse que ése era "el padre" y no me equivoqué. Blanca nos presentó y él jaló una silla para estar cerca de ella. Después, plácido, pasó uno de sus brazos sobre los hombros de ella: su mano cubierta de anillos de plata y pulseras de cuero casi tocaba uno de sus senos. Viéndolo, no pude evitar pensar que Blanca todavía tenía que ser tan buena e inventiva en la cama, de otra manera era muy difícil dilucidar qué veía en ella un jovencito a todas luces bien educado y, tal vez, hasta codiciado en su círculo de amigos.
-Blanca me ha platicado mucho de ti -dijo con una voz modulada y sin dobleces. Puse cara de no saber a qué se refería y cambié de tema. Mencioné algunas huelgas derrotadas, la rampante crisis económica y el tipo de cosas con las que todo mundo está irremediablemente de acuerdo: este país está lleno de mierda. Con el paso de los años el que me asociaran con Blanca Florencia me iba incomodando cada vez más y más. Cuando aceptaba verla, lo hacía con la condición de que lo hiciéramos a solas y, cuando algún despistado me preguntaba por ella, mi respuesta usual consistía en alzarme de hombros. ¿Por qué tendría yo que saber algo de ella? Durante nuestros años juntos mi fidelidad y sus constantes adulterios se convirtieron casi en una leyenda. Bastaba que yo encontrara a un nuevo amigo para que Blanca se interesara en él y éste terminara pasando las mañanas en nuestra cama, ocupando un lugar que era el mío. Y lo mismo sucedía con las amigas. Yo, en cambio, no encontraba a nadie lo suficientemente interesante como para dejar de ponerle mi incondicional atención a Blanca. Sus locuras, sus intentos de suicidio, sus incomparables artes sexuales, consumían todo mi tiempo y mi energía. Al final, aduciendo que yo me estaba volviendo viejo y aburrido, Blanca me dejó por otro hombre, sin discreción alguna, casi con bombo y platillo. En menos de dos meses lo cambió por otro y a ése otro por otro, mientras yo opté por volver con renovados esfuerzos a mis estudios, menos por sincero interés y más para demostrarle que no me estaba volviendo viejo. Al inicio, recién acontecida la separación, mi devota dedicación a escribir ensayos y dar clases no tenía otra intención más que hacerla volver. Quería poseer el mundo, el mundo entero, sólo para tener la oportunidad de envolverlo en papel celofán y colocarlo luego sobre su regazo. A Blanca, sin embargo, nunca le interesó el mundo. Conforme ella se fue alejando sin posibilidad alguna de regresar, sólo me quedó el trabajo. Supuse que el jovencito estaba al tanto de todo eso y, compungido, avergonzado casi, evité seguir hablando. ¿Qué le había podido contar ella a fin de cuentas?
-Tu columna semanal es fantástica -dijo-, nunca me la pierdo.
Sus dedos ensortijados descansaban sobre la clavícula derecha de Blanca. Yo tenía mis manos alrededor del frío vaso de vidrio. Bajé la vista, quise sonreír con condescendencia o al menos ironía, pero no pude. Sus palabras, como las de mis estudiantes, no eran beligerantes sino inocentes. No tenía caso luchar. Los murmullos del café me distrajeron: el sonido de cucharas chocando contra platos o de tenedores cayendo sobre el piso tenían un ritmo sincopado, casi alegre. Volví a ver a Blanca y, una vez más, no pude creer que alguna vez la había amado. Con sus ropas desgastadas y sus rostros ajados por incontables noches de desvelo, los dos parecían ir con toda velocidad cuesta abajo. Cubiertos por el humo gris de los cigarrillos, tenían el aura saturnina de los perdedores y los viciosos.
Después de un incómodo silencio, Blanca y su amigo me invitaron a acompañarlos al cine.
-Conseguimos boletos gratis -me informaron con una expectante actitud de triunfo. Su inocencia me dio risa. Aduje compromisos inexistentes y la carga de trabajo para no ir. Pagué la cuenta y les estreché las manos antes de retirarme.
-Felicidades -les dije. Estaba seguro que Blanca no interrumpiría su embarazo.
Afuera, el vientecillo nocturno de enero me obligó a levantar el cuello de mi chamarra. Caminé sin rumbo pensando en Blanca Florencia. El recuerdo de nuestras apasionadas peleas seguidas por las horas de sexo olímpico me dejó impávido. Me fue imposible recordar las razones que alguna vez activaron los golpes y los gritos, los gemidos, la saliva y el semen blanquecino. El frío me forzó a apurar el paso y, conforme cruzaba calles y daba vueltas en las esquinas, noté que me faltaba el aire. La sensación de asfixio se hizo tan grande que tuve que detenerme. Me recargué bajo el portal de una vecindad oscura, sobándome las manos, tratando desesperadamente de recuperar la respiración. Intenté inhalar y exhalar con fuerza un par de veces pero sin resultado alguno. El aire se hacía cada vez más exiguo, cada vez más escaso. El aire pasaba a mi lado como si yo no existiera, negándose a introducir en mi nariz y en mis pulmones. Me senté sobre un escalón, resollando. Las rodillas me temblaban. Pensé que estaba a punto de morir, que nada ya tenía remedio ni salida y, en ese momento, como una daga bien afilada, la violenta imagen de Blanca rasgó por completo la pantalla de la realidad entera. Una luz mortecina se trasminaba a través de la hendidura desde el otro lado. Subyugado por el deseo de tenerla cerca una vez más, bajé los párpados, cerré los ojos.
-No se preocupe, todo está bien, sólo se le fue el aire -dijo un hombrecillo de largos cabellos enmarañados que sostenía una botellita de alcohol frente a mi nariz.
-Pasa mucho por aquí -añadió.
Todavía con la cabeza sobre las baldosas, sin poder moverme, supuse que me había desmayado, pero en realidad no tenía conciencia alguna de lo que había pasado. Me incorporé con lentitud, temiendo un nuevo ataque de asfixia. Abrí la boca de par en par y, después de contener el aire por un momento, lo expelí con gusto. Todo había vuelto a la normalidad.
El hombrecillo me ofreció un trago de licor con sus manos temblorosas y sucias. Lo acepté sin pensarlo dos veces. El latigazo del mezcal en la boca del estómago terminó de despertarme.
-Yo he visto a muchos caer así, pero usted tuvo suerte -murmuró. Se sentó a mi lado. Al hablar, de su boca salía un vaporcillo rancio y blancuzco que le cubría la cara por completo. Cuando calló, me di cuenta que era un enano. Tenía un lunar oscuro sobre el labio superior y profundas marcas de acné por toda la cara. Una barba rala, descuidada, le caía hasta la punta del esternón. A pesar de que no era tan tarde no había nadie caminando en la calle. Estábamos los dos solos, ahí, el enano y el filósofo bajo el portal de una vecindad derruida, a oscuras. El mezcal no sólo me protegió del frío sino también del miedo. Lo vi a los ojos. Él me miró sin expresión.
-¿Qué le trajeron los reyes? -me preguntó con voz gangosa.
Crucé los brazos alrededor de las rodillas tratando de encontrar algo de tibieza en mi propio cuerpo.
-Una mujer -le dije. El se arremolinó dentro de su suéter de lana, le dio otro trago a su botella, alzó los hombros.
-Y qué, ¿se la llevaron de regreso?
-Hace muchos años -le contesté.
El deseo de tener a Blanca cerca volvió a invadirme por completo. Un mudo dentro de mí alzaba los brazos, abría la boca, hacía gestos desesperados hacia el mundo y, después, derrotado, volvía a su inmovilidad de piedra.
-Hubiera dado la vida por ella -murmuré. El enano me pasó la botella.
-La diste -aseguró.
Blanca Florencia Madrigal, su nombre caía dentro de mi cabeza con la cadencia de las gotas que salen de un grifo descompuesto. Ahí estaba ella, en cada gota, correteando catarinas alrededor de los árboles, guiando mis manos temblorosas sobre sus senos, desnudándose frente a los espejos. Quería colgarme de sus hombros, esconderme bajo su falda, aspirar el olor de sus cabellos. El deseo creció; el deseo de abarcarla y de no dejarla ir; el deseo de besar sus muslos y de ser una vez más el adolescente enamorado, tonto, a la total merced de una mujer enloquecida; el deseo de caminar sin rumbo en las tardes lluviosas de verano y de hacer el amor tras los altares de iglesias concurridas; el deseo de verla seducir amigos comunes con los ademanes más artreros y de oír, después, el detallado recuento de los hechos; el deseo de caer de bruces y rogar y suplicar con todo el alma, Blanca. De repente me vino a la memoria la última escena de nuestra despedida. Estábamos recostados sobre el pasto oloroso de un parque y Blanca me acababa de decir que ya nada tenía caso.
-Pero si tú eres mi vida, Blanca, mi vida entera -le había dicho cuando ya no tenía nada más que decir. Blanca se incorporó, empezó a dar de vueltas sobre su propio eje, su falda de flores extendida como un paracaídas.
-Pero si la vida es muy poca cosa, corazón, ¿no te habías dado cuenta? -yo tenía el mundo ahí, en mi bolsillo, guardado como un regalo, y ahí se quedó.
Cuando volví a ver al enano nada me pareció extraño.
-Pero la vida es tan poca cosa -le dije, viéndolo a los ojos, sintiendo las palabras de Blanca como alfileres bajo las uñas.
-Eso es cierto -contestó con desenfado.
El enano arrojó la botella vacía al terreno baldío de al lado. El ruido del cristal chocando contra las piedras se extendió por la calle negra hasta que, rato después, desapareció por completo. En silencio, con dificultad, él se incorporó. Luego me tendió una de sus manos regordetas para ayudarme a hacer lo mismo. Me preguntó si me sentía bien y, sin esperar mi respuesta, dijo que lo mejor era que me fuera.
-Es peligroso caminar de noche por aquí -me advirtió-. Cuídese de la contaminación. Y guarde bien el aire -me aconsejó mientras juntaba las dos palmas de sus manos y las colocaba, cóncavas, sobre la boca, indicándome la manera en que se hacía.
No tenía la menor idea de dónde estaba. Caminé por horas tratando de leer los letreros de las calles o de toparme con algún edificio conocido, pero todo fue en vano. Tenía mucho tiempo de no venir al centro, el centro donde había vivido con Blanca, el centro que no era mío sino de ella. Eso, al menos, no lo había olvidado. Casi al amanecer me encontré frente al palacio de la Inquisición. Avancé rápido por la plaza de Santo Domingo tratando de sacarle la vuelta a los cuerpos de los perros callejeros y los borrachos tendidos sobre el suelo. El silencio era absoluto. Con el sol a sus espaldas, detenido todavía en algún lugar atrás del horizonte, el cielo adquirió una claridad desmesurada y violenta. Luego, casi sin transición, pasó a su acostumbrado azul plomizo. Iba caminando despacio, sin prisa, tratando de contrarrestar la cadencia del viento matutino. Mientras lo hacía, el mudo de piedra que vivía dentro de mí se desmoronó poco a poco frente a mis ojos estáticos hasta que no quedó sino un suspiro de polvo seco. Dentro de mi cabeza, Blanca Florencia también lo estaba viendo. Ella cayó de rodillas y jugó con los terrones entre sus dedos mientras alzaba la cara intentando verme. Sus ojos apagados, llenos de pesar, se incrustaron como alfileres dentro de mi cuerpo.
Sin nada dentro, liso y desolado como la explanada por la que iba caminando, comprendí con terror todas y cada una de las razones por las que la había amado. Luego, casi en el acto, las olvidé de nuevo. Ya en mi apartamento, tomé un baño a toda prisa y me lavé los dientes. Acomodé una serie de papeles dentro de mi portafolio y, con él en la mano, salí corriendo para llegar a tiempo a mi primera clase. No tenía la menor idea de lo que trataría en el salón ese día. Los alumnos me recibieron con la noticia de que Juan Rulfo había muerto. Era el 7 de enero de 1986 y yo, detenido tras el escritorio, inmóvil como una estatua, viendo hacia los ventanales, observé cómo la vida se iba corriendo despavorida por las calles, la vida entera; la vida que es siempre tan poca cosa, que nunca alcanza, Blanca.





Cristina Rivera-Garza nació en México- Matamoros, Tamaulipas, 1964. Doctora en historia latinoamericana, profesora de historia en San Diego State University, Cristina Rivera (Matamoros, Tamaulipas, México 1964) es autora del libro de cuentos La guerra no importa (Joaquín Mortiz, 1991), premio nacional San Luis Potosí en 1987; del libro de poesía La más mía (Tierra Adentro, 1998); de la novela Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999 en colección Flauta Mágica, 2000 en colección Andanzas), premio nacional José Rubén Romero 1997 y premio IMPAC-CONARTE-ITESM 2000 a mejor novela publicada; y de la novela Cruzar el Atlántico con los ojos vendados (Tusquets, 2001). Beca Salvador Novo, 1984-1985, rama de cuento; beca FONCA Jóvenes Creadores 1994-1995, en la rama de novela; y beca FONCA Jóvenes Creadores 1999-2000 en poesía.

25 enero, 2007

Ana Maria Shua (Buenos Aires, 1951)


LA CONSTRUCCIÓN DEL UNIVERSO

Siete millones de eones tardó en construirse el universo verdadero. El nuestro es sólo un proyecto, la maqueta a escala que el gran arquitecto armó en una semana para presentar a los inversores.
Estuve allí.
El universo terminado es muchísimo más grande, por supuesto, y más prolijo. En lugar de esta representación torpe, hay una infinita perfección en el detalle.
Y sin embargo, como siempre, los inversores se sienten engañados. Como siempre, realizar el proyecto llevó más tiempo, más esfuerzo, más inversión de lo que se había calculado. Como siempre, recuerdan con nostalgia esa torpe gracia indefinible de la maqueta que usaron para engañarlos.
No deberíamos quejarnos.


Ana María Shua nació en Buenos Aires en 1951. Tenía quince años cuando ganó un concurso literario que le permitió editar sus primeros poemas en El sol y yo. Desde entonces ha publicado más de cuarenta libros.
Unos años después se reci bió de profesora en Letras por la UNBA, pero nunca se dedicó a la enseñanza. En cambio fue publi citaria, periodista y guionista de cine. Se casó en 1975 y tiene tres hijas.
En 1980 ganó con su novela Soy Paciente el pre mio Losada. Sus otras novelas son Los amores de Lauri ta, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Primer Premio Municipal). Entre sus libros de cuentos, hay tres que abordan el microrrelato, un género en el que Shua se destaca entre los principales autores de América Latina: La sueñera, Casa de Geishas y Botánica del caos
También ha escrito libros de cuentos, como Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre.
Es autora de varios títulos infantiles: Fábrica del Terror I y II, los poemas Las cosas que odio, El valiente y la bella, los Cuentos con fantas mas y demonios. Recibió el Premio Municipal por Miedo en el sur y muchos otros premios nacionales e internacionales por su producción infantil-juvenil.
Sus cuentos figuran en antologías editadas en varios países del mundo. Algunos de sus libros han sido publicadas en España, Italia, Alemania, Brasil y los Estados Unidos.

23 enero, 2007

Marina Colasanti: Etiopía 1937- Río de Janeiro

La moza tejedora

Del libro ¨ Doce reiz e a moça no labirinto do vento¨

Despertaba aún en lo oscuro, como si oyese al sol llegando detrás de las orillas de la noche. Y luego se sentaba en el telar.

Hebra clara para comenzar el día. Delicado trazo de luz, que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras allá afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.

Después lanas vivas, calientes lanas se iban tejiendo hora a hora, en largo tapiz que nunca acababa.

Si era fuerte por demás el sol y en el jardín colgaban los pétalos, la joven colocaba en la lanzadera gruesos hilos cenicientos del algodón más felpudo. En breve, en la penumbra traída por las nubes, escogía un hilo de plata, que en puntos largos rebordaba sobre el tejido. Leve, la lluvia acudía a saludarla en la ventana.

Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban a los pájaros, le bastaba a la joven tejer con sus bellos hilos dorados, para que el sol volviese a calmar la naturaleza.

Así, tirando la lanzadera de un lado para otro y batiendo los grandes dientes del telar para el frente y hacia atrás, la muchacha pasaba sus días.

Nada le faltaba. En la hora del hambre tejía un lindo pez, con cuidado de escamas. Y he aquí que el pez estaba en la mesa, listo para ser comido. Si la sed venía, suave era la lana color de leche que mezclaba en el tapiz. Y a la noche, después de lanzar su hilo de oscuridad, dormía tranquila.

Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.

Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por primera vez pensó qué bueno sería tener un marido al lado.

No esperó el día siguiente. Con el primor de quien intenta una cosa nunca conocida, comenzó a intercalar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Y poco a poco su dibujo fue apareciendo: sombrero emplumado, rostro barbado, cuerpo erguido, zapato pulido. Estaba justamente colocando el último hilo, cuando tocaron a la puerta.

Ni siquiera necesitó abrir. El hombre puso la mano en el pomo, se quitó el sombrero de plumas y fue entrando en su vida.

Aquella noche, recostada sobre el hombro de él, la joven pensó en los lindos hijos que tejería para aumentar todavía más su felicidad.

Y feliz fue por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, luego los olvidó. Descubierto el poder del telar, en nada más pensó, a no ser en las cosas todas que él podía darle.

-Una casa mejor es necesaria - le dijo a la mujer. Y parecía justo, ahora que eran dos. Exigió que escogiese las más bellas lanas de color de ladrillo, hilos verdes para los batientes y prisa para que la casa aconteciese. Pero lista la casa, ya no le pareció suficiente.

- ¿Por qué tener casa si podemos tener palacio? - preguntó.

Sin querer respuesta, inmediatamente ordenó que fuese la piedra con remates de plata.

Días y días, semanas y meses, la muchacha trabajó, tejiendo techos y puertas, y patios y escaleras, y salas y pozos. La nieve caía allá afuera y ella no tenía tiempo de llamar al sol. La noche llegaba y ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras, sin parar, batían los dientes acompañando el ritmo de la lanzadera.

Al final del palacio quedó concluido. Y entre tantos lugares, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto de la más alta torre.

- Es para que nadie sepa del tapiz dijo: Y antes de cerrar la puerta con llave advirtió: faltan las caballerizas y no olvides los caballos.

Sin descanso tejía la joven los caprichos del marido, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía, tejer era todo lo que quería hacer.

Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció mayor que el palacio con todos sus tesoros. Y por primera vez pensó qué bueno sería estar sola de nuevo.

Sólo esperó anochecer. Se levantó mientras el marido dormía soñando nuevas exigencias. Y descalza para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó en el telar.

Esta vez no necesitó escoger ningún hilo. Tomó la lanzadera al contrario y, lanzándola veloz de un lado al otro, comenzó a deshacer su tejido. Destejió los caballos, los carruajes, las caballerizas, los jardines. Después desbarató los criados y el palacio y todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su casa pequeña y sonrió hacia el jardín, más allá de la ventana.

La noche acababa cuando el marido, extrañando la cama dura, despertó y espantado miró en derredor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya deshacía el diseño oscuro de los zapatos y él vio sus pies desapareciendo, esfumándose las piernas. Rápida la nada se subió por el cuerpo, tomó el pecho erguido, el emplumado sombrero.

Entonces, como si oyese la llegada del sol, la moza escogió una hebra clara y fue pasándola lentamente entre los hilos, delicado trazo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.

Marina Colasanti nació en Asmara (Etiopía) en 1937. A los dos años su familia se traslada a Italia; pero la segunda guerra mundial hizo que su familia emigrara a Sudamérica. En Brasil, Marina Colasanti estudió artes plásticas (ella misma hace las ilustraciones de sus libros) y después se vinculó a los medios de difusión masiva como periodista, editora de la revista femenina Nova y guionista. Publica, desde 1961, relatos destinados a los niños y crónicas para adultos.
Entre sus obras: Eu Sozinha (crónicas, 1961), Nada na Manga (crónicas, 1974), Zoilógico (cuentos, 1975), A morada do Ser (cuentos, 1978), Uma Idéia Toda Azul (cuento infantil, 1979), A Nova Mulher (crónicas, 1980), Mulher daqui pra frente (crónicas, 1981) y Doze reis e a Moça no laberinto do vento (relato para jóvenes, 1982).

21 enero, 2007

Mary Flannery O'connor ( Savannah 1925 - Georgia 1964 . Estados Unidos).


La gente buena del campo

Incluido en "Un hombre bueno no es fácil de encontrar"

Aparte de la expresión neutral que tenía cuando estaba sola, la señora Freeman tenía otras dos, una ansiosa y, la otra, contrariada, que usaba en todas sus relaciones humanas. Su expresión ansiosa era firme y fuerte como la lenta marcha de un camión pesado. Sus ojos jamás se desviaban bruscamente a la derecha o a la izquierda, sino que giraban como un ciclo, como si siguieran una franja amarilla en su mismo centro. Raras veces usaba las otras expresiones porque no le era necesario retractarse a menudo de algo que había dicho; pero cuando lo hacía, su rostro se detenía en seco, había un movimiento casi imperceptible en sus negros ojos, durante el cual parecían retroceder, y entonces, un observador podía ver que la señora Freeman, aun cuando estaba allí tan real como varias bolsas de granos apiladas, estaba ausente en espíritu. En cuanto a hacerle comprender algo cuando sucedía esto, la señora Hopewell ya había desistido de intentarlo. Podría hablarle hasta morirse. Era imposible conseguir que la señora Freeman admitiera que se había equivocado en algo. Y, si se la podía hacer hablar, entonces, era algo como:
—Bueno, no podría decir que fue así y no podría decir que no fue así.
O dejaba que su mirada se posase en el último estante de la cocina donde había un montón de botellas polvorientas y decía:
—Ya veo que no ha comido muchos de los higos que recogió el verano pasado.
Llevaban a cabo los negocios de mayor importancia en la cocina en el transcurso del desayuno. Todas las mañanas, la señora Hopewell se levantaba a las siete, encendía su calentador de gas y el de Joy. Joy era su hija, una muchacha rubia y enorme que tenía una pierna artificial. La señora Hopewell la consideraba una niñita, aun cuando ya tenía treinta y dos años y era muy educada. Joy se levantaba cuando su madre estaba comiendo, avanzaba hacia el lavabo y daba un portazo; al poco tiempo, llegaba la señora Freeman por la puerta trasera. Joy oía a su madre que decía:
—Entre.
Y luego conversaban un rato en voz baja. Era imposible, desde el lavabo, entender lo que decían. Cuando Joy se acercaba, por lo general ya habían terminado con las noticias meteorológicas y empezaban con una de las dos hijas de la señora Freeman, Glynese o Carramae. Joy las llamaba Glycerin y Caramel. Glynese, una pelirroja, tenía dieciocho años y muchos admiradores; Carramae, una rubia, tenía sólo quince, pero ya estaba casada y embarazada. Su estómago no soportaba nada. Todas las mañanas, la señora Freeman le contaba detenidamente a la señora Hopewell las veces que su hija Carramae había vomitado desde su último informe.

A la señora Hopewell le gustaba decirle a la gente que Glynese y Carramae eran las mejores chicas que conocía y que la señora Freeman era una dama y que a ella nunca la avergonzaba llevarla a cualquier parte o presentarla a cualquiera que encontraran por el camino. Luego, contaba cómo había llegado a tomar a los Freeman a su servicio en primer lugar, y hasta qué punto eran un regalo del cielo para ella y cómo los había tenido cuatro años. La razón por la cual hacía tanto tiempo que estaban con ella era porque no las consideraba basura. Era buena gente del campo.
(...)
Nada es perfecto. Este era uno de los dichos preferidos de la señora Hopewell. Otro era: ¡así es la vida! Y uno más, el más importante era: bueno, los demás también tienen su opinión. Pronunciaba estas declaraciones generalmente en la mesa, con un tono de insistencia gentil como si ella fuera la única que las decía, y la enorme y pesada Joy, de cuya cara el permanente furor había forrado toda expresión, miraba un poco de lado, con sus ojos de un azul helado, y la mirada de alguien que ha conseguido la ceguera por tener la voluntad y los medios de poseerla.
Cuando la señora Hopewell le decía a la señora Freeman que la vida era así, la señora Freeman decía:
—Yo siempre lo he dicho.
Nadie podía llegar a alguna conclusión sin que ella no lo hubiera hecho con anterioridad. Pero la señora Hopewell era más lista que ella. Cuando la señora Hopewell le dijo después de cierto tiempo de permanencia allí: ¨Sabe, usted es la rueda detrás de la rueda¨, y le había guiñado un ojo, la señora Freeman había contestado:
—Ya lo sé. Siempre he sido lista. Es que unos son más listos que otros.
—Todo el mundo es diferente —dijo la señora Hopewell.
—Sí, pero ya sé cómo es la mayoría —dijo la señora Freeman.
—Toda clase de gente es necesaria en este mundo.
—Siempre lo he dicho.
La muchacha estaba acostumbrada a este tipo de diálogo en el desayuno que continuaba en el almuerzo; a veces, también lo sostenían en la cena. Cuando no había visitas, comían en la cocina porque resultaba más fácil. La señora Freeman siempre se las arreglaba para llegar en algún momento de la comida y observarlas hasta que terminaban. Se quedaba de pie contra la puerta si era verano, pero en invierno ponía un codo encima de la nevera y las miraba desde lo alto, o se ponía al lado del calentador a gas, levantando apenas la parte posterior de su falda. De tanto en tanto se recostaba contra la pared y movía la cabeza de un lado a otro. Todo era muy difícil de soportar para la señora Hopewell, pero ella era una mujer de una gran paciencia. Pensó que nada era perfecto y que con los Freeman podía contar con gente buena del campo y que si, en estos tiempos, uno tenía gente buena del campo, lo mejor era mantenerlos a su lado.

Había tenido mucha experiencia con basura. Antes de los Freeman, tuvo un promedio de una familia residente al año. Las mujeres de esos granjeros no eran de la clase que uno quisiera tener alrededor por mucho tiempo. La señora Hopewell, que se había divorciado de su marido hacía mucho tiempo, necesitaba alguien que caminase con ella por el campo, y cuando tenía que presionar a Joy para que lo hiciera, los comentarios de ésta eran por lo general tan desagradables y su rostro tan hosco que la señora Hopewell le decía:
—Si no vienes de buen grado, no quiero que lo hagas.
Ante lo cual la muchacha, robusta y de hombros rígidos, con el cogote dispuesto un poco hacia delante, replicaba:
—Si quieres que lo haga, aquí estoy: COMO SOY.
La señora Hopewell excusaba esta actitud debido a la cojera (Joy había recibido un disparo en un accidente de caza cuando tenía diez años). Le resultaba duro a la señora Hopewell darse cuenta de que su niña ahora tenía treinta y dos años y que hacía más de veinte que tenía una sola pierna. Todavía la consideraba una niñita porque le hacía pedazos el corazón pensar en la pobre muchacha corpulenta que nunca había dado un paso de baile o tenido una diversión normal. Su nombre verdadero era Joy pero tan pronto como cumplió los veintiún años y se fue de casa, se lo hizo cambiar legalmente. La señora Hopewell estaba segura de que había pensado y pensado hasta encontrar el nombre más feo en cualquier idioma. Se hizo cambiar el hermoso nombre de Joy. Lo había cambiado sin decirle una palabra a su madre. Su nombre legal era Hulga.
Cuando la señora Hopewell pensó en ese nombre, Hulga, se imaginó el ancho casco vacío de un barco de guerra. No lo usaría. Siguió llamándola Joy y su hija le contestaba de una manera puramente mecánica.

Hulga había aprendido a tolerar a la señora Freeman, quien le evitaba caminar con su madre. Hasta Glynese y Carramae eran de alguna utilidad, pues ocupaban una atención que, de otra manera, habría estado dirigida a ella. Al principio, había creído que no podría tolerar a la señora Freeman porque había descubierto que no era posible tratarla con rudeza. La señora Freeman se recargaba de extraños resentimientos y luego durante días enteros permanecía malhumorada, pero la fuente de su descontento era siempre oscura; un ataque directo, una mirada malintencionada, una maldad dicha en su cara, estas cosas nunca le hacían mella. Y un día sin previo aviso, comenzó a llamarla Hulga.

No la llamaba de esa manera delante de la señora Hopewell que se hubiera enfurecido; pero, cuando ella y la muchacha se encontraban juntas por casualidad fuera de la casa, ella decía algo y agregaba el nombre de Hulga al final, y la corpulenta y miope Joy Hulga fruncía el ceño y se sonrojaba como si le hubieran violado su intimidad. Ella consideraba el nombre como algo personal. Había dado con él, al principio basándose puramente en su feo sonido, y después le había impresionado lo apropiado que quedaba para el caso. Tenía la visión de un nombre que trabajaba como el feo y sudoroso Vulcano que permaneció en el horno y a cuya llamada, presumiblemente, la diosa debía acudir siempre que él así lo deseara. Lo vio como el nombre de su mayor acto creativo. Uno de sus mayores triunfos era el de que su madre no había podido borrar la primacía de Joy, pero lo más importante de todo fue que se había podido transformar en Hulga.
(...)

Siempre que miraba a Joy de esta forma, no podía dejar de sentir que hubiera sido mejor que la niña no hubiese hecho el doctorado. Ciertamente no la había cambiado y ahora que lo poseía, ya no tenía más la excusa para volver al colegio. Los médicos le habían dicho que Joy, con muchos cuidados, podía llegar a los cuarenta y cinco. Tenía un corazón débil. Joy había afirmado bien a las claras que de no ser por su estado, estaría lejos de estas colinas rojas de la gente buena del campo. Estaría en una universidad dictando cursos a gente que sabría de qué estaba hablando. (...) Era brillante, pero no tenía ni una pizca de sentido común. A la señora Hopewell le parecía que cada año se volvía menos parecida a la demás gente y acentuaba su propia imagen: abotargada, ruda y bizca. ¡Y decía cosas tan extrañas! Le había dicho a su propia madre —sin advertencia previa, sin excusas, poniéndose de pie en medio de una comida con el rostro púrpura y la boca medio llena:
—¡Mujer! ¿Miras alguna vez en tu interior? ¿Alguna vez miras en tu interior y ves lo que no eres? ¡Dios mío! —había chillado dejándose caer nuevamente y mirando su plato—, Malebranche tenía razón ¡No somos nuestra propia luz!
Hasta el día de hoy, la señora Hopewell no tenía la menor idea sobre qué era lo que había desatado ese exabrupto. Ella sólo había dicho, con la esperanza que Joy la escuchara, que una sonrisa nunca hacía mal a nadie.

La muchacha había hecho su doctorado en filosofía y esto había dejado en total desventaja a la señora Hopewell. Uno podía decir:”Mi hija es enfermera”, o “Mi hija es maestra” o incluso “Mi hija es ingeniero químico”. Uno no podía decir “Mi hija es filósofo”. Eso era algo que había terminado con los griegos y los romanos.
Joy se pasaba el día sentada en un profundo sillón, leyendo. De vez en cuando, se iba a caminar, pero no le gustaban los perros ni los gatos ni los pájaros ni las flores ni la naturaleza o los jóvenes. Miraba a los jóvenes como si estuviera oliendo su estupidez.
Un día la señora Hopewell había cogido uno de los libros que la muchacha acababa de dejar y, abriéndolo al azar, leyó:
“La ciencia, por otro lado, tiene que afirmar nuevamente su sobriedad y seriedad y declarar que sólo le preocupa lo-que-es. La nada ¿qué otra cosa puede ser para la ciencia, sino horror y fantasmagorías? Si la ciencia tiene razón, entonces hay algo que permanece firme: la ciencia no desea saber nada acerca de la nada. Eso es, después de todo, la actitud estrictamente científica frente a la Nada. Lo sabemos al no desear saber nada acerca de la Nada”.
Estas palabras habían sido subrayadas con un lápiz azul y tuvieron para la señora Hopewell el efecto de alguna encarnación diabólica en forma de parloteo. Cerró el libro rápidamente y salió del cuarto como si estuviera a punto de ser presa de terribles convulsiones.

Esa mañana cuando la muchacha hizo su aparición, la señora Freeman se estaba ocupando de Carramae.
—Devolvió cuatro veces después de la cena —dijo— y se levantó dos veces durante la noche después de las tres de la mañana. Ayer no hizo otra cosa que revisar el cajón de la cómoda. Eso es todo lo que hizo. De pie allí, delante de la cómoda, viendo lo que podía encontrar.
—Tiene que comer — musitó la señora Hopewell, sorbiendo su café, mientras observaba la espalda de Joy frente a la cocina.

Se preguntaba lo que la niña había dicho al vendedor de biblias. No se podía imaginar qué tipo de conversación podrían haber sostenido.
El era una joven sin sombrero, alto y demacrado, que vino ayer a venderles una biblia. Había aparecido en la puerta, llevando una enorme maleta negra, que pesaba tanto que había tenido que apoyarse contra el dintel. Parecía estar al borde del colapso, pero dijo con voz alegre:
—¡Buenos días, señora Cedars!
Y había colocado la maleta sobre el felpudo. Era un joven bastante apuesto a pesar de que tenía puesto un traje azul brillante y unos calcetines amarillos que le quedaban cortos. Tenía un rostro huesudo y un mechón de pelo castaño y pegajoso caído sobre la frente.
—Soy la señora Hopewell —dijo ella.
—¡Oh! —dijo simulando sorpresa y con los ojos brillantes— , vi que decía “The Cedars” en su buzón y por eso pensé que usted era la señora Cedars.
Y lanzó una carcajada agradable. Levantó el maletín y con un ataque de risa entró rápidamente en el recibidor. Parecía más bien como si la maleta se hubiese movido primero, arrastrándolo:
—¡Señora Hopewell! —dijo y la cogió de la mano—. ¡Espero que se encuentre bien!
Y se rió de nuevo. Luego, de golpe. Su rostro se volvió totalmente grave. Hizo una pausa, le echó una mirada directa y decidida y dijo:
—Señora, he venido a hablar de cosas serias.
—Pues bien, entre usted —murmuró ella, poco entusiasmada porque tenía la comida casi lista. El entró en el recibidor, se sentó en el borde de una silla, colocó la maleta entre sus pies y observó la habitación como si con eso la estuviera midiendo a ella. La platería brillaba en los dos aparadores; ella pensó que él nunca había estado en una habitación tan elegante como esta.
—Señora Hopewell —comenzó, usando su nombre de una manera que parecía casi íntima—, sé que usted cree en los servicios cristianos.
—Pues, sí —murmuró ella.
—Sé —dijo, e hizo una pausa, pareciendo muy sabio con su cabeza inclinada a un costado— que usted es una mujer buena. Me lo han dicho sus amigos.
A la señora Hopewell no le gustaba que la tomaran por una idiota.
—¿Qué vende usted? — preguntó.
—Biblias —dijo el joven y su ojo recorrió la habitación antes de agregar—, no veo ninguna biblia en su recibidor, ¡ya veo que eso es lo que falta!
La señora Hopewell no podía decir: “Mi hija es una atea y no me permite tener una biblia en el recibidor”. Dijo, poniéndose un poco dura:
—Tengo mi biblia al lado de la cama.
Esto no era verdad. Estaba en algún lugar, tal vez en el ático.
—Señora —dijo él—, la palabra de Dios debe estar en el recibidor.
—Bueno, pienso que es una cuestión de gustos —comenzó ella—. Pienso que...
—Señora —dijo él—, para un cristiano, la palabra de Dios debe estar en todas las habitaciones de la casa aparte de residir en su corazón. Sé que usted es cristiana porque lo puedo ver en cada línea de su cara.
Ella se puso de pie y dijo:
—Bueno, joven, no quiero comprar una biblia y huelo que mi comida se está quemando.
El no se levantó. Empezó a retorcerse las manos y bajando la vista dijo en voz baja:
—Bueno, señora, le diré la verdad, hoy día no hay mucha gente que quiera comprar biblias y, además, sé que soy un simplón. No sé cómo decir algo, lo digo sencillamente. Soy sólo un muchacho de campo.
Levantó la vista hacia su rostro hostil.
—¡La gente como usted no quiere meterse con gente del campo como yo!
—¡Vaya! —gritó ella—, ¡la gente buena del campo es la sal de la tierra! Además, todos tenemos diferentes maneras de ser, todos somos necesarios para que el mundo camine. ¡Así es la vida!
—Usted dice mucho —dijo él.
—Pues sí, pienso que no hay suficiente gente buena de campo en el mundo —dijo agitada—. ¡Pienso que ése es el problema!
A él le había comenzado a resplandecer el rostro.
—No me he presentado —dijo—, soy Manley Pointer, de cerca de Willohobie, ni siquiera de un lugar, sólo de cerca de un lugar.
—Espere un momento —dijo ella—. Tengo que ir a ver la comida.

Fue a la cocina y encontró a Joy parada cerca de la puerta, desde donde había estado escuchando.
—Sácate de encima la sal de la tierra —dijo— y comamos.
La señora Hopewell la miró con pena y disminuyó el fuego de las verduras.
—Yo no puedo ser grosera con nadie —murmuró, y volvió a la sala.
El había abierto la maleta y estaba sentado con sendas biblias en las rodillas.
—Será mejor que las ponga en su sitio —le dijo ella—, no las quiero.
—Aprecio su honestidad —dijo él—, uno ya no encuentra gente honesta, a menos que se vaya al campo.
—Ya lo sé —dijo ella—. ¡Gente del auténtico campo!
Por la rendija de la puerta oyó un quejido.
—Me imagino que muchos tíos vienen y le dicen que se están pagando los estudios —dijo—, pero yo no le diré eso. En verdad —continuó—, no quiero ir al colegio. Quiero dedicar mi vida al cristianismo. ¿Ve? —dijo bajando la voz—, tengo este problema del corazón. Puede ser que no viva mucho tiempo. Cuando uno sabe que tiene un problema de este tipo, bueno, entonces, señora...
Hizo una pausa, la boca abierta, y la miró fijamente.
¡El y Joy tenían el mismo problema! La señora Hopewell se dio cuenta de que sus ojos se estaban llenando de lágrimas, pero hizo un esfuerzo, se repuso rápidamente y murmuró:
—¿No querría quedarse a comer? ¡Nos encantaría que aceptara! —y se arrepintió al instante de haberlo dicho.
—Sí, señora —dijo él con voz avergonzada—; por supuesto que me encantaría.

Joy lo había mirado una vez cuando la presentación y luego durante toda la comida no volvió a dirigirle la vista. El le habló varias veces, pero ella simuló no escucharle. La señora Hopewell no podía comprender esa descortesía deliberada, a pesar de que a su vez convivía con ella, y se dio cuenta de que siempre tendría que exagerar su hospitalidad para contrarrestar la falta de cortesía de Joy. Le instó a que hablara de sí mismo y él lo hizo. Dijo que era el séptimo hijo de un total de doce y que su padre había sido aplastado por un árbol cuando él tenía ocho años. Le recogieron casi partido en dos y quedó prácticamente irreconocible. Su madre se las había arreglado de la mejor forma posible, trabajando duro y preocupándose de que sus hijos fueran a la escuela dominical y leyeran la Biblia todas las tardes. El tenía ahora diecinueve años y hacía cuatro meses que vendía biblias. En ese lapso, había hecho setenta y dos ventas y tenía la promesa de dos más. Quería, ser misionero porque pensaba que ésa era la manera por la que podía hacer más por la gente.
(...)
Después de comer, Joy quitó la mesa y desapareció, y la señora Hopewell se quedó a solas a conversar con él. El repitió la historia de su infancia, el accidente de su padre y varias otras cosas que le habían sucedido. Cada cinco minutos, más o menos, ella ahogaba un bostezo. El se quedó sentado durante dos horas hasta que finalmente ella le dijo que debía retirarse porque tenía una cita en el pueblo. El empaquetó sus biblias, le dio las gracias y se dispuso a partir, pero en la puerta se detuvo, le dio la mano y dijo que en ninguno de sus viajes había conocido una dama tan bondadosa como ella, y le preguntó si podía volver. Ella le dijo que siempre le alegraría verle.
Joy había permanecido en el camino, mirando aparentemente algo en la distancia; cuando él bajó la escalinata y se dirigió hacia ella, doblado por la pesada maleta, se detuvo donde estaba ella y la miró de frente. La señora Hopewell no pudo escuchar lo que dijo pero tembló al pensar lo que Joy le podría replicar. Pudo ver que Joy, un momento después, le dijo algo y que el muchacho entonces empezó a hablar de nuevo, haciendo un gesto excitado con la mano libre. Luego, Joy dijo algo más y el muchacho empezó a hablar otra vez. Entonces, con sorpresa, la señora Hopewell vio que los dos caminaban juntos hasta el portón. Joy había caminado hasta el portón con él, y la señora Hopewell no podía imaginarse lo que se habían dicho, y hasta ahora no se había animado a preguntarle.
(...)
Hulga se puso de pie y se dirigió, haciendo mucho más ruido que el necesario, hacia su cuarto, cerrando la puerta. Iba a encontrarse con el vendedor de biblias a las diez de la mañana en el portón. Había pensado en ello la mitad de la noche. Había empezado a imaginarlo como una gran broma y luego había atisbado sus profundas implicaciones. Tirada en la cama, había imaginado diálogos que eran delirantes en la superficie pero que, en el fondo, llegaban a profundidades de las que no sería consciente ningún vendedor de biblias. Ayer, la conversación que habían mantenido había sido de esta clase.

El se había detenido frente a ella y simplemente había permanecido allí. Tenía la cara huesuda, sudorosa y brillante, con una pequeña nariz respingona en medio. Su aspecto era diferente del que había tenido durante la comida. La estaba mirando con abierta curiosidad, con fascinación, como un chico que mira un nuevo animal fantástico en el zoológico, y respiraba como si hubiera corrido una gran distancia para alcanzarla. Su mirada le resultó familiar pero no pudo recordar dónde la habían mirado de esa manera. Por un buen rato, él no dijo nada. Luego, en lo que pareció una aspiración de aire, susurró:
—¿Alguna vez has comido un pollo de dos días?
La muchacha lo miró atónita . El podría haber estado presentando la pregunta para su consideración en la reunión de una asociación filosófica.
—Sí —replicó al rato la muchacha, como si lo hubiera considerado desde todos los ángulos posibles.
—¡Debe haber sido enormemente pequeñín! —dijo él con aire de triunfo y se estremeció todo por cortas risitas nerviosas, poniéndose muy colorado. Se calmó sumergiéndose en una mirada de completa admiración, mientras que la expresión de la muchacha seguía siendo la misma.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó él suavemente.
Ella esperó un poco antes de contestar. Luego, con voz fuera de tono, dijo:
—Diecisiete.
Las sonrisas de él llegaban unas tras otra como olas rompiendo en la superficie de un pequeño lago:
—Veo que tienes una pierna de palo —dijo—. Creo que eres muy valiente. Creo que eres muy dulce.
La muchacha permaneció vacía, rígida y silenciosa.
—Camina hasta el portón conmigo —dijo él—. Eres una cosita valiente y dulce y me gustaste en el momento en que te vi pasar la puerta.

Hulga comenzó a moverse lentamente hacia adelante.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él, con su sonrisa por encima de la cabeza de ella.
—Hulga —dijo ella.
—Hulga —murmuró él—. Hulga, Hulga. Nunca supe de nadie que se llamara Hulga. Eres tímida, ¿no es así, Hulga? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza, observando la gran mano enrojecida en la agarradera de la maleta gigante.
—Me gustan las chicas que usan gafas —dijo—. Pienso mucho. No soy como esa gente en cuyas cabezas jamás entra un pensamiento serio. Es porque tal vez puedo morir en cualquier momento.
—Yo también puedo morir —dijo ella de sopetón y lo miró. Ahora tenía los ojos muy pequeños y marrones, con un brillo afiebrado.
—Escucha —dijo él—, ¿no crees que están hechos para conocerse los que tienen todo en común? ¿Cuando los dos tienen pensamientos profundos y todo eso?
Cambio de mano la maleta y ahora la más próxima era su mano libre. La cogió del codo y se lo sacudió un poco:
—Los sábados no trabajo —dijo—. Me gusta caminar por el bosque y ver cómo está vestida la Madre Naturaleza. En las colinas y bien lejos. Picnics y esas cosas. ¿No podríamos ir de picnic mañana? Di que sí, Hulga —dijo y le echó una mirada agónica como si sintiera que se le estaban por caer las entrañas. Hasta parecía haberse acercado a ella.

Esa noche Hulga se había imaginado que lo seducía. Imaginó que los dos caminaban por el campo hasta que llegaban al granero más allá de los dos campos de atrás, y allí las cosas llegaban a tal punto que ella lo seducía con facilidad, y luego, por supuesto, tenía que vérselas con el remordimiento de él. Un genio verdadero podía llegar a hacerse entender hasta por un cerebro inferior. Imaginó que ella transformaba su remordimiento en una comprensión más profunda de la vida. Ella ponía de lado toda la vergüenza de él y la transformaba en algo útil.
Fue al portón a las diez en punto, escapándose sin atraer la atención de la señora Hopewell. No llevaba nada para comer, pues había olvidado que, por lo general, a un picnic se llevan alimentos. Vestía un par de pantalones y una camisa blanca, pero sucia; en el último momento, había rociado el cuello con un poco de Vapex, ya que no tenía ningún perfume. Cuando llegó al portón, nadie estaba allí.
Miró la carretera desierta en ambas direcciones y experimentó la curiosa sensación de haber sido engañada, de que él sólo había pretendido con su propuesta hacerla caminar hasta el portón. Entonces, de improviso, él se puso de pie, muy alto, detrás de unas malezas en el terraplén del otro lado del camino. Sonriente, se sacó el sombrero que era nuevo y de ala ancha. Ayer no lo tenía y ella se preguntó si no lo habría comprado para la ocasión. Era de color tostado con una cinta blanca y roja a su alrededor, un poco grande para él. Salió de las malezas todavía llevando la maleta negra. Tenía puesto el mismo traje y los mismos calcetines amarillos metidos dentro de los zapatos. Cruzó el sendero y dijo:
—¡Sabía que vendrías!
La muchacha se preguntó agriamente cómo se había dado cuenta. Señaló la valija y dijo:
—¿Por qué has traído tus biblias?
La cogió del codo, sonriéndole desde su altura como si le fuera imposible dejar de hacerlo.
—Nunca puedes saber cuándo necesitarás de la palabra de Dios, Hulga —dijo.

Por un momento ella dudó de que esto estuviera sucediendo realmente y entonces empezaron a subir el terraplén. Luego bajaron hasta el campo abierto camino del bosque. El muchacho caminaba ágilmente, saltando. La maleta no parecía ser hoy tan pesada, la movía fácilmente entre las manos. Cruzaron la mitad del campo sin decir palabra y entonces él le puso la mano sobre la espalda y le preguntó:
—¿Dónde está la juntura de tu pierna de palo?
Ella se puso colorada y lo miró furiosa, y por un instante el muchacho pareció avergonzado.
—Lo dije sin ninguna mala intención —dijo—. Sólo quise decirte que eras tan valiente y todo eso. Me imagino que Dios cuida de ti.
—No —dijo ella, mirando hacia delante y caminando rápido—, ni siquiera creo en Dios.
—¿No? —exclamó, como si estuviera demasiado sorprendido para agregar algo más.

Ella continuó caminando y en un segundo él estaba a su lado, abanicándose con el sombrero.
—Eso es muy poco común en una chica —dijo, mirándola de reojo. Cuando llegaron al borde del bosque, le puso de nuevo la mano en la espalda y la apretó contra sí sin decir una palabra y la besó fuertemente.
El beso, más presión que sentimiento, produjo en la muchacha esa carga extra de adrenalina que permite a una persona sacar un pesado baúl de una casa en llamas, pero en ella, toda esa fuerza subió a la cabeza. Aun antes de que él la soltara, su mente, clara, indiferente e irónica, ya lo observaba desde una gran distancia con curiosidad, pero también con lástima. Nunca la habían besado antes y le alegró descubrir que no se trataba de una experiencia excepcional y que todo estaba sujeto al control de la mente (...)
El se mantuvo jadeante a su lado, tratando de ayudarla cuando veía una raíz en la que ella podía tropezar. Cogía los largos y oscilantes tallos espinosos y abría una brecha hasta que ella pasaba. Ella mostraba el camino y él iba atrás respirando agitado. Luego salieron a una ladera luminosa, que se ondulaba suavemente, hasta otra un poco más pequeña. Más allá, pudieron ver el techo herrumbrado del granero donde estaba depositado el heno de reserva.
La colina estaba punteada de pequeñas hierbas rojas.
—Entonces, ¿no estás salvada? —preguntó él de improviso y se detuvo.
La muchacha sonrió. Era la primera vez que le sonreía.
—En mi economía —dijo—, yo estoy salvada y tú estás condenado, pero ya te dije que no creía en Dios.
Nada parecía poder destruir la mirada admirativa del muchacho. Ahora la miró como si el animal fantástico del zoológico hubiera pasado su garra por las rejas y le hubiera dado una palmada amorosa. Ella pensó que parecía querer besarla de vuelta y siguió caminando antes de que él encontrara una oportunidad.
—¿No hay ningún sitio en donde nos podamos sentar? —murmuró él—, bajando su voz al final de la oración.
—En ese granero —dijo ella.
Se apresuraron como si pudiera deslizarse y desaparecer como un tren. Era un granero grande, de dos pisos, frío y oscuro en el interior. El muchacho señaló la escalerilla que conducía al henal y dijo:
—Lástima que no podamos ir allí.
—¿Por qué no podemos ir allí?
—Tu pierna —dijo él, reverente.
La muchacha le lanzó una mirada despreciativa y agarrándose con las dos manos a la escalerilla, trepó por ella mientras él permanecía abajo, aparentemente pasmado. Ella pasó con habilidad por la abertura y luego lo miró desde arriba y dijo:
—Bueno, ven, si es que vas a venir.
El comenzó a subir la escalerilla, llevando torpemente la valija.
—No necesitamos la biblia —comentó ella.
—Nunca se sabe —dijo él, jadeante.

Una vez que estuvo en el henil, trató de recuperar el aliento por unos segundos. Ella se había sentado sobre un montón de paja. Una ancha envoltura de luz de sol; llena de partículas de polvo, se volcaba sobre ella. Se quedó tirada, apoyada contra un fardo, con la cara vuelta hacia la abertura del frente del granero, por donde debía arrojarse el heno desde un camión hasta el henil. Las dos laderas punteadas de rojo se alejaban hacia una oscura arboleda. El cielo estaba despejado y de un azul límpido. El muchacho se dejó caer a su lado, puso un brazo debajo de ella y el otro encima y comenzó a besarle metódicamente el rostro, haciendo ruiditos como un pez. No se quitó el sombrero, pero éste no interfería. Cuando le molestaron los anteojos de ella, se los desprendió y los deslizó en el bolsillo.

Al principio, la muchacha no le devolvió ningún beso, pero al rato empezó a hacerlo y después que lo besó varias veces en la mejilla, se acercó a sus labios y permaneció allí, besándolo una y otra vez como si tratara de dejarlo sin aliento. Su aliento era claro y dulce como el de un niño y también los besos eran pegajosos como los de un niño. El murmuró que la amaba y que la primera vez que la vio supo que la amaba, pero el murmullo era como las quejas soñolientas de un niño al que su madre duerme. La mente de Joy, mientras tanto, nunca se detuvo ni se perdió por un segundo a causa de las sensaciones.
—No me has dicho que me amas —susurró él finalmente, separándose de ella—. Tienes que decirlo.
Ella apartó la mirada y la dirigió al cielo ahuecado y luego hacia abajo, al cerro oscuro, y después más allá, a lo que parecían dos lagos verdes e hinchados. No se había dado cuenta de que él le había sacado las gafas pero este paisaje no podía parecerle excepcional ya que raras veces prestaba alguna atención a su entorno.
—Tienes que decirlo —repitió él—, tienes que decir que me amas.
Ella siempre procuraba no comprometerse.
—En cierto sentido —comenzó a decir—, si utilizas esa palabra sin pretender exactitud, la puedes decir. Pero no es una palabra que yo use. No tengo ilusiones. Soy una de esas personas que miran a través de todo a la nada.
El muchacho frunció el ceño.
—Tienes que decirlo. Yo lo dije y tú debes decirlo también.
La muchacha lo miró casi con ternura.
—Pobrecillo —murmuró—. Da lo mismo que no entiendas.
Lo acercó, tomándolo por el cuello, el rostro inclinado hacia sí.
—Estamos todos condenados —dijo—, pero algunos nos hemos arrancado las vendas de los ojos y vemos que no hay nada para ver. Es una especie de salvación.
Los ojos atónitos del muchacho estaban sin expresión a través de los cabellos de ella.
—Muy bien —casi gimoteó—,pero ¿me amas o no me amas?
—Sí —dijo ella y agregó—:en un sentido. Pero debo decirte algo. No tiene que haber nada deshonesto entre nosotros.
Levantó su cabeza y lo miró a los ojos.
—Tengo treinta años —dijo—, tengo varios títulos.
El muchacho pareció irritado pero obstinado.
—No me importa —dijo—, no me importa nada todo lo que hayas hecho. Sólo quiero saber si me amas o no.
La acercó y la besó salvajemente hasta que ella dijo:
—Sí, sí.
—Muy bien, entonces —dijo él, dejándola—. Pruébalo.
Ella sonrió, mirando ensoñada el paisaje del cielo. Lo había seducido sin que ni siquiera se hubiera decidido a hacerlo.
—¿Cómo? —preguntó, sintiendo que debía retrasarlo un poco.
El se inclinó y acercó los labios a su oído.
—Muéstrame la juntura de la pierna de palo —susurró.

La muchacha dio un pequeño grito y su rostro perdió instantáneamente todo color. La obscenidad de la sugerencia no era lo que la sorprendía. Cuando fue niña a veces había sido presa de sentimientos de vergüenza pero la educación había removido las últimas huellas de eso como lo hace un buen cirujano con un cáncer. No era mayor su sensibilidad a lo que él le pedía que su fe en sus biblias. Pero era tan sensible respecto de su pierna artificial como un pavo real respecto de su cola. Cuidaba de ella como otros cuidaban de sus almas, en privado y casi con los ojos vueltos hacia otro lado.
—No —dijo.
—Ya lo sabía —musitó él—. Sólo me tomas por un imbécil y juegas conmigo.
—¡Oh, no, no! —exclamó—. Llega a la rodilla. Sólo a la rodilla. ¿Por qué la quieres ver?
El muchacho la miró prolongada y penetrantemente.
—Porque —dijo—, es lo que te hace diferente. Eres como ninguna otra.
Ella se quedó mirándolo. No había nada en su rostro o en sus redondos ojos azules y fríos que indicase que esto la había emocionado; pero ella sintió como si se le hubiera parado el corazón y dejó que su menta succionara la sangre. El muchacho, con un instinto que provenía más allá de la experiencia, había puesto el dedo en la llaga y en su verdad. Cuando después de un momento, ella dijo en voz alta y ronce: ¨Muy bien¨, fue como rendirse a él completamente. Fue como perder su propia vida y encontrarla de nuevo, de manera milagrosa, en la de él.
Poco a poco, el empezó a subir el pantalón. La pierna artificial, con una media blanca y un zapato bajo marrón, terminaba en un material pesado como lona y en una juntura desagradable que estaba atada al muñón. La voz y el rostro del muchacho se volvieron totalmente reverentes cuando lo descubrió y dijo:
—Ahora muéstrame cómo sacarla y ponerla.
Ella se la sacó y se la puso nuevamente y luego él mismo la sacó, manejándola con tanta ternura como si fuera una pierna de verdad.
—¡Mirá! —dijo con la expresión de deleite de un niño—. ¡Ahora lo puedo hacer yo mismo!
—Colócala de nuevo —dijo ella.
Pensaba que se escaparía con él y que esa misma noche él le sacaría la pierna y que todas las mañanas se la pondría nuevamente.
—Ponla de nuevo —dijo.
—Todavía no —murmuró él, deteniéndola a la altura del pie y lejos de su alcance—. Déjala un poco. Me tienes a mí a cambio.
Ella dio un corto grito de alarma pero él la empujo y comenzó a besarla una vez más. Sin la pierna, se sentía completamente dependiente de él. Parecía que su mente había dejado de funcionar y que se estaba ocupando de algo que no comprendía muy bien. Expresiones diferentes recorrían su rostro. De tanto en tanto, el muchacho, sus ojos como dos pernos de acero, doblaba la cabeza hacia donde había quedado la pierna. Finalmente, ella se lo sacó de encima y dijo:
—Ahora colócala de nuevo.
—Espera —dijo él.

Se inclinó hacia el otro lado y empujó la maleta hacia sí y la abrió. Tenía un forro azul pálido y manchado y sólo contenía dos biblias. Sacó una y abrió la portada. Era hueca y allí había un frasco de whisky, un juego de naipes, y una pequeña caja azul con algo impreso. El dispuso estas cosas frente a ella una por una en una hilera regular, como alguien que estuviera presentando ofrendas en el templo de una diosa. Le puso la caja en la mano. ESTE PRODUCTO ES PARA SER USADO SOLAMENTE COMO PRESERVATIVO DE ENFERMEDADES, leyó y la dejó caer. El muchacho estaba abriendo la botella. Dejó de hacerlo y señaló, con una sonrisa, los naipes. No eran naipes comunes sino que había una foto obscena en la parte de atrás de cada baraja.
—Echa un trago —dijo él.
Le ofreció la botella primero a ella. Se la puso delante, pero, como hipnotizada, ella no se movió.
En su voz, cuando habló, había un tono de ruego.
—¿No eres —murmuró—, no eres de la buena gente de campo?
El muchacho ladeó la cabeza. Parecía como si comenzara ahora a darse cuenta de que ella podría estar tratando de insultarlo.
—Sí —dijo, doblando un poco los labios—, pero eso no me ha dejado atrás. Valgo tanto como tú en cualquier momento.
—Dame mi pierna —dijo ella.
El la empujó aún más lejos con el pie.
—Vamos, hora, empecemos a divertirnos —dijo de manera insinuante—. Todavía no nos conocemos bien.
—¡Dame, mi pierna! —gritó y trató de abalanzarse sobre ella, pero él la empujó hacia atrás con facilidad.
—¿Qué te pasa ahora, de pronto? —pregunto él, ceñudo, mientras cerraba la botella y la ponía rápidamente dentro de la biblia —. Hace muy poco dijiste que no creías en nada. ¡Yo creí que eras toda una mujer!
El rostro de Joy estaba casi púrpura.
—¡Eres un cristiano! —susurró—. ¡Eres un buen cristiano! Eres como todos ellos; dices una cosa y haces otra. Eres un perfecto cristiano, eres un...
La boca del muchacho se transformó en un gesto de enojo.
—¡Espero que no pienses —dijo con un tono indignado y altivo— que yo creo en esa mierda! Puede ser que venda biblias pero sé cómo son las cosas, ¡y no nací ayer, y sé adónde voy!
—¡Dame mi pierna! —gritó ella.
El pegó un salto tan rápido que apenas le vio arrojar los naipes y la caja en la biblia y tirar la biblia en la valija. Le vio coger la pierna y luego colocarla en diagonal y desamparada dentro de la valija con una biblia a cada lado. El dio un golpe y cerró la tapa y cogió la maleta y la tiró abajo por el agujero y luego se metió él y empezó a bajar.
Cuando todo su cuerpo, salvo la cabeza, había pasado, se dio la vuelta y la observó con una mirada que ya no tenía ninguna admiración.
—He conseguido un montón de cosas interesantes —dijo—. Una vez conseguí un ojo de mujer de esta manera. Y no pienses que me vas a atrapar, porque en realidad no me llamo Pointer. Uso un nombre distinto en cada casa donde voy y nunca me quedo en un sitio por mucho tiempo. Y te diré algo más, Hulga —dijo usando el nombre como si no le tuviera ninguna consideración—, no eres tan inteligente. ¡Desde el día en que nací no creo absolutamente en nada!
Luego desapareció el sombrero tostado por el agujero y la muchacha se quedó sentada en la paja bajo la luz polvorienta. Cuando giró el rostro agitado y miró por la abertura, vio su figura azul batallando con éxito sobre el lago salpicado de verde.

La señora Hopewell y la señora Freeman, que estaban en el campo de atrás, desenterrando cebollas, lo vieron emerger un poco más tarde del bosque y encaminarse por la pradera hacia la carretera.
—Pero si parece ese buen joven aburrido que trató de venderme una biblia ayer —dijo la señora Hopewell achicando los ojos—. Debe haber estado vendiéndolas a los negros allá atrás. Era tan simple —dijo—, pero creo que el mundo sería mucho mejor si todos nosotros fuéramos tan simples.
La mirada de la señora Freeman lo alcanzó justo antes de que desapareciese detrás de la colina. Luego, volvió su atención a un bulbo de cebolla de olor diabólico que estaba levantando el suelo.
—Algunos no pueden ser tan simples —dijo—. Yo sé que nunca podría.


La primera novela de Flannery O'Connor, Sangre sabia, publicada en 1952, alcanzó solamente una recepción modesta. Sin embargo, ella recibió la aclamación crítica y el éxito popular con la publicación 1955 de Un buen hombre es duro de encontrar, una colección de 10 historias cortas, la primera historia que lleva el mismo nombre. Una segunda novela, el oso violento lejos, fue publicado en 1960. Ella procuró una tercera novela en 1962, Por qué hacer la rabia pagana, pero podía acabar solamente el primer capítulo debido a la enfermedad, dejándonos con una historia corta del mismo nombre.




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