31 marzo, 2007

Silvia Schujer(Argentina)


De cómo sucumbió Villa Niloca

(entre las garras del mal tiempo)


Para los que nunca fueron de visita –cosa que dudo- les cuento que Villa Niloca es un pequeño poblado ubicado acá nomás. En él, en el poblado digo, los habitantes tienen la propiedad de hacer lo necesario sin ganas. Y lo demás….no hacerlo. ¿Cómo les explico? A ver: los nilocos saben de memoria que es imprescindible plantar árboles para que los pájaros puedan construir sus nidos. Entonces, sin ganas y protestando, los plantan. Ponen semillas en la tierra y esperan a que los árboles crezcan. Ahora bien: si uno les dice que después de un tiempo hay que podar las ramas y regarlos, ellos contestan: “¡Ah, no!” “¡Eso no!” “¡Ni locos!”. Y entonces las pobres plantas crecen tristes, sin fuerza y más de una vez se mueren resecas con el primer otoño.
- Hay que talar este árbol seco- dice entonces una niloca.
- Yo, ni loco- le contesta su marido.
Todo es así en Villa Niloca. A la hora de cenar, para poner la mesa los miembros de la familia se pelean. Y, como por supuesto, viviendo en esa villa son todos “nilocos”, terminan apoyando la comida en cualquier parte y (aunque no lo crean) comiendo con las manos.
Dicen que dicen que este pueblo fue fundado hace mucho por don José de la Pereza quien durante largo tiempo gobernó Villa Niloca protegido por un valeroso ejército. Eso es lo que se dice por ahí. Y que el lema de estos conquistadores fue: “¿Para qué hacer las cosas bien si se pueden hacer más o menos?”. Los nilocos, como es natural, acostumbrados desde chiquitos (desde niloquitos) a la educación impartida por los hombres de don José de la Pereza, son, tal vez sin quererlo, perezosos de ley.
Hace pocos días, sin embargo, algo sucedió que según parece, cambió los ánimos de los villanilocos y los hizo pensar. Fue el “bombardeo celeste a la hora de la siesta”. En realidad, solo una fuerte tormenta de granizo que causó verdaderos estragos en el pueblo niloco. Sobre todo porque, imprevistamente, les interrumpió la sagrada siesta.
No sé si les dije que en las casas de Villa Niloca no existen los techos. No. No existen. Porque cuando alguien sugirió una vez que los techos eran importantes para protegerse de los malos tiempos, los nilocos respondieron a coro: “¡Ah no!” “¡Ni locos vamos a construir techos!” “Bastante trabajo nos costó hacer las paredes…”. Y como Villa Niloca tiene un clima bueno y la gente se defiende de la lluvia tapándose con enormes bolsas de plástico, nunca se preocuparon por los techos. Hasta hace pocos días. Porque por primera vez cayó una enorme tormenta de granizo y las bolsas de plástico no sirvieron ni para ponerse a salvo de los truenos. ¡Pláfate! ¡Ploff! Los pedacitos de hielo cayeron sobre los nilocos dejando, en algunos casos, heridos de cierta importancia. Y esto no fue todo.
- ¡Vamos al hospital!- dijo una niloquita a su abuela cuando la vio lastimada.
- ¡Ni loca!- le respondió su abuela.
- ¿Cómo ni loca?
Y cuando a la fuerza logró arrastrarla, el médico de guardia las miró con mala cara y balbuceó:
- Ni loco voy a atenderlas a la hora de la siesta.
- ¿Cómo ni loco?
Uno encadenado al otro, los sucesos provocaron un verdadero desastre en Villa Niloca. Heridos, peleas, gritos. Casi la destrucción. Hasta que un joven niloco propuso calma. Y sin que nadie dijera “ni locos vamos a calmarnos”, toda la población se fue tranquilizando y se dispuso a meditar.
- Pensemos- se decían unos a los otros los nilocos- Pensemos.
Y desde ese entonces es eso lo que están haciendo: pensando.
Tal vez pase mucho tiempo hasta que en Villa Niloca los habitantes comprendan por qué son como son y de qué manera podrían cambiar. Lo importante es que, tanto en esa villa como en cualquier otra parecida, la gente se preocupe por vivir mejor. Aunque para eso haya que trabajar mucho. Aunque, al fin de cuentas, haya que enfrentar si es necesario, a don José de la Pereza cuyas ideas sobreviven entre sus fieles sucesores.




de Cuentos cortos, medianos y flacos.Editorial Colihue

27 marzo, 2007

Beatriz Guido (Argentina, 1922-1988)

Los Insomnes
Historia de un secuestro de derecha o ejercicio para el para el arte de espiar
Hilarión Torrecillas sabía que sólo podía mantener a sus seis hijos gracias a dos cualidades específicas (la naturaleza había sido generosa con él); el insomnio y su estatura. “No terminaba de nacerlo; con los zancos puestos nació”, decían las comadronas. Sus dos metros tres milímetros le permitieron las más excepcionales y buen remuneradas ocupaciones nocturnas: vendedor de la librería Fausto hasta la medianoche y portero del Tabarís en su época y ahora del hotel Sheraton, hasta la madrugada. Todo esto ayudado por ese bendito don de la naturaleza, repito. Dos horas de sueño, en cualquier momento del día, le eran suficientes para devolverlo a la vigilia, nuevo y feliz por todas las bendiciones que el Señor había querido otorgarle.
Siempre vivió en pleno centro. No escuchó nunca los consejos de los abuelos sobre el inconveniente de criar cuatro varones y dos mujeres en pleno centro de la ciudad, sin sol ni aire, ni patios ni jardines, solamente playas de estacionamiento. “Que salgan a la calle, que se cuelguen por las ventanas y las cornisas; que patinen por las galerías sombrías del departamento, con débiles cenefas de metal; y, sobre todo, que aprendan a vivir de noche. Los hijos deben vivir la misma vida de los padres”, repetía, adelantándose a los sistemas más avanzados.
La mujer adoptó sus costumbres y para no ofenderlos, para no ser sorprendida en el sueño y no apenarlo, inventó bohardillas y leñeras donde, como un perro, se acurrucaba a descansar evitando así ser descubierta. No logró nunca disimular un interminable bostezo ni abrir del todo los ojos.
Existía, sí, entre ellos, una sola palabra prohibida: dormir. Sus hijos habían heredado la virtud –si así queremos llamarla- del padre. Al nacer sorprendían por la silenciosa y vacía mirada al infinito, sin que los párpados se entornaran jamás.
No, no importa. Dos o tres horas por día son suficientes para el hombre. “Mal acostumbrado está –repetía Torrecillas- con el rito banal de acostarse, desvestirse, levantarse”. ¿Acaso los animales no duermen de pie en cualquier momento? Sí, el desvelo es la única posibilidad de atisbar el alba. El insomnio, si así queremos llamarle, nos regala la noche y nos nubla el día. La luz arremete, hiere, nos muestra pustulancias y basurales. La noche, para los grandes. Y también para los niños Torrecillas.
Durante la noche cocinaban, limpiaban la casa, jugaban, reían, pasaban la aspiradora, enceraban los pisos y también, a veces, organizaban fiestas donde ellos eran los únicos invitados.
Hilarión Torrecillas llegaba del Sheraton a las cinco de la mañana o por muy temprano a las cuatro y media. Encontraba a sus hijos menores bebiendo anís y siempre lista la humeante cafetera italiana que su mujer colocaba en el centro de la mesa para que los chicos se sirvieran a gusto.
No sé si dije al principio de esta historia que los Torrecillas se habían mudado de la Avenida de Mayo a Corrientes frente al teatro, hoy Blanca Podestá. Pero no dije que habían pasado de pensión en pensión, hasta que la fortuna les fue tan solidaria que se fueron muriendo los pensionista y Madame Luisa Vigné (vaya a saber qué prostíbulo la había arrojado a la dignidad de propietaria de pensión) antes de morir, le traspasa el contrato de alquiler a Torrecillas. Olvidé decir que ella pasó sus últimos años insomne también junto a ellos, agradecidos por la compañía en su “Bendita enfermedad”, según los médicos.
Además, todo esto antes del ´55, cuando Perón congeló los alquileres. Quedaron así dueños de un departamento de seis habitaciones; sala, comedor y galería; ámbito y sombras propicios para los insomnios y el correr de la fantasía de los Torrecillas.
Pero la noche pertenece al reino de las cucarachas, las ratas, las hormigas, a veces los murciélagos en ciertos lugares del Barrio Norte; y qué decir de Corrientes al mil doscientos: verdaderas bandadas invaden claraboyas, bohardillas, torres y albergues. Los noctámbulos irremediablemente deben alternar con ellos –no digo convivir, desde la existencia o el advenimiento del DDT- pero sí frecuentarlos. Es la ley de las sombras: son los predilectos de la noche.
Digamos que también la familia Torrecillas, y sobre todo los chicos, se acostumbraron a convivir o alternar con ellos como todos los empleados de Corrientes al mil doscientos: la florista del Edelweis, los mozos de La Emiliana y de las parrilladas y las pizzerías de la calle Paraná.
Ventajas tenían: leer los diarios a las tres de la mañana, los noticieros; saber antes que despertara nadie si había movimiento en el Comando en Jefe o en Campo de Mayo. No fueron testigos presenciales de la revolución del 6 de septiembre de 1930, pero sí de la del 17 de octubre de 1945, de la del 16 de septiembre de 1955 y de todos los entredichos gatunos que acarician el país.
“¡Vivan los insomnes!”, repetía el padre, que hacía exagerado honor a su nombre y le parecía creer día a día en felicidad y prosperidad, capitalizando aquello que los demás llamarían defecto, tal vez tara o vicio.
Y estaba orgulloso de la educación de sus hijos. Los menores iban al turno de la tarde a la escuela Manuel Estrada, en la calle Reconquista, hasta que sin necesidad, en cuanto la edad se los permitió se pasaron a la nocturna de Sarmiento. Iban desde las ocho de la noche hasta las doce. Y no escucharon consejo de los maestros sobre la necesidad de apartarlos de los rezagados o los jóvenes que asistían a ese turno, sólo para poder trabajar durante el día. La noche se ha hecho para dormir, el día para trabajar y estudiar.
Los Torrecillas los miraban sorprendidos. Los mayores se llamaban María Constelación, Mario Venus, Mario Autillos, y la causa de sus nombre estelares es bien obvia e indudablemente conformaron el santoral con María o Mario. La chicas, las niñas se llamaban Ángeles, Pandora. Asistían la mitad del año a la escuela diurna y después las echaban porque se quedaban dormidas en los lugares y oportunidades más insólitos: los recreos, los baños, al izar la bandera, durante las visitas de la inspectora; no hablemos de los exámenes. La noticia de la expulsión era recibida con gran felicidad porque las devolvía a la noche más lúcidas y frescas. O tal vez lo aceptaban como algo lógico y fatal: los habitantes de la noche tienen sus reglas invariables y no se puede pretender que sean regidos por las leyes de los demás.
Constelación, la mayor de las chicas, crecía sin embargo con sabiduría y belleza. Mientras la madre, Isabel Torrecillas, practicaba el culto metodista –por el hecho que la iglesia Corrientes le quedaba cerca. Ella esperaba a su padre con chocolate caliente, entretenía a sus hermano y leía en el silencio de la noche mientras sus hermanos se dedicaban a responder por la radio las llamadas de “Una voz en el camino”.
Constelación y Othus dirigían a los demás. No había mucho que corregir para escribir la verdad, porque la noche los mantenía lúcidos, apacibles. Sus juegos eran bien específicos: cacerías de ratas, quema de cucarachas o escalar balcones y cornisas. Presentir intempestivos infartos o los partos en el alba. Y, ¿por qué no?, los coitos fortuitos. Porque ellos se habían especializado en el oficio de espías: el espión, el chivato, aquél que horada paredes, desvirga cerraduras, escala inodoros para vigilar por claraboyas y mamparas las letrinas vecinas: el hamacarse entre canefas de bronce hasta poder respirar entre contenidas risas las no placenteras defecaciones o las largas e infinitas evacuaciones de los viejos vecinos.
No sólo miraban las estrellas. Se asomaban a los techos vecinos de esa antigua casa de departamentos, con la inconciencia y la avidez de los niños por lo escatológico, donde el ángel se alimenta de excrementos.
Pero los Torrecillas debían pasar la noche, y la noche tiene sus leyes, sus gritos, sus aullidos y los ruidos adquieren el eco de las sepulturas.
Fue, o es, tal vez una noche de verano, y la historia la voy contando en pasado. Cuando relea esta historia de aquí a unos años y sea escritora me sorprenderá haber escrito mi primer cuento en pasado y tercera persona. Se asomaron por el montacarga, andamio de albañil en desuso, al patio de la luz del tercer piso. Ellos vivían en el cuarto piso. Descubrieron la luz del baño por un boquete de aire muy pequeño casi adivinado. No sólo servía de respiradero sino que era un agujero producido por la caída de una rejilla. Fue Autillos quién regresó del montacarga para anunciar a sus hermanos: “El que está cagando tiene los ojos y la boca vendados. Y es un pibe... bueno, un muchacho”. Y por pudor no contó que tenía calzoncillos desgarrados.
-¿Cómo, no es la vieja asquerosa de Cuevas?- interrogó Constelación.
Se turnaron Orión, Venus y Sagitario para comprobar lo que aseguraba su hermano. Y cada uno agregaba algo más: “que estaba herido”, “que sangraba una pierna, que tenía las manos atadas, que gemía, que vomitaba sangre”. No dudaron en guardar secreto y esa noche no los venció el sueño. Durante el día pretextaron a los mayores, por temor a ser vistos, que un gato había caído en el tragaluz y calcularon las necesidades del joven.
Esperaron la noche siguiente. Pero durante el día averiguaron: los viejos prestamistas, los Cuevas, habían alquilado el departamento desde hacía dos meses a unos desconocidos –contestaba la encargada-.
Constelación fue la primera, venciendo el pudor, en ofrecer denunciar su presencia.
-Estás loca- dijo su hermano-, se dará cuenta que lo hemos visto cagar.
-No importa- dijo ella- eso es natural. Lo olvidará. Lo tienen secuestrado.
-A lo mejor es un asesino y la policía alquila el departamento.
-Tal vez, pero yo le voy a demostrar que podemos ayudarlo.
-¿Y si nos descubren?
-No pueden hacerlo. Es un patio de luz con respiraderos y claraboyas. Y en el del muchacho cerraron la claraboya.
-A lo mejor sabe el secreto de dónde hay un tesoro.
-Eso, eso. No querrá decirlo y lo torturan todos los días.
-Mañana no despertamos temprano y vigilamos la hora que lo dejan en el baño.
Constelación aseguró que ella no descansaría hasta no saber quiénes eran los nuevos vecinos. Y, con la sabiduría de los espiones, hicieron sonar el timbre del departamento principal de la casa. Othus, el más pequeño, no se amedrentó ante la presencia del hombre desconocido y en camisa que le abrió la puerta.
-¿No vieron una perra salchicha que se nos ha perdido?
Vivimos arriba.
Respuesta: cerraron la puerta sin contestación.
Pero Constelación, Conste, como la llamaban, decidió esa noche descubrir sus presencias. Y en el momento en que el muchacho fue introducido en el baño, antes de que sus manos buscaran los objetos donde ubicarse, Constelación, amparada por las sombras de la noche y sostenida por el montacarga de pintores abandonado, susurró:
-¿Qué le pasa... señor? No grite. Lo estamos espiando desde arriba... un agujero... perdónenos.
El muchacho hizo girar su cuerpo y sólo atinó a agradecer con la cabeza en señal afirmativa.
-Mañana volverán mis hermanos. Nos llamamos Torrecillas. Y nos acostamos muy tarde... yo me llamo Constelación.
El joven vendado agradecía impotente hacia donde venía la voz.
-No se preocupe. Vendremos de noche y también de día. No lo vamos a olvidar señor. Y ahora me voy para dejarlo tranquilo, señor.
Les sorprendió a Papá Torrecillas y también a la madre el desvelo de sus hijos. Pero no confundir “desvelo”; para ellos era no dormir por la mañana y primeras horas de la tarde.
El día era silencioso y por la noche, la madre, ocupada en sus quehaceres y somnolienta, no podía adivinar (además acostumbrada a los escalamientos y sonidos de insectos) los descendimientos de sus hijos por el tragaluz.
Othus, el pequeño, preguntó al joven:
-¿Por qué estás herido? ¿robaste? ¿si te salvamos lo vas a decir? ¿no robaste? ¿cómo hacemos para salvarte?- Y acarició su frente.
El joven se encaramaba en el inodoro para acariciar la voz. Pero fue Constelación quien se atrevió a desvendarlo, con una sola mano. (Apenas pasaba por el agujero) Sus ojos eran oscuros y el odio cedió a las sombras y a su voz de niña. La mordaza era demasiado... pero había muchos días y horas por delante.
El movimiento de la cabeza junto al agujero y la mano de Constelación formaban el único y ya comprensible lenguaje.
-¿Qué edad tiene?- preguntaban sus hermanos.
-Un poco más que yo. Y es muy bello.
-¿Estás loca? Si sos una mocosa, una chica. Es un hombre.
-No, un muchacho.
Y fue esa tarde de febrero que Othus recibió al acariciar la oreja del misterioso amigo un pequeño papel que tal vez por olvido no llevaba nada escrito. Hasta que Constelación comprendió que ellos eran los únicos dueños de su vida y que él sólo deseaba dejarles un mensaje.
La noche siguiente ella volvió a acariciar su frente y desató la venda de sus ojos. Y también pasó la mano por los cabellos mientras a él le corrían dos lágrimas. Pero no se atrevió a correr la mordaza.
Él, descalzo, introdujo su pie en los excrementos del inodoro y escribió en el suelo: 90-2027. luego le rogó que lo vendara nuevamente y borró el número.
Cuando entraron a buscarlo, Constelación escuchó:
-Chancho de mierda, cagaste en el suelo.
A la mañana siguiente fueron a la telefónica de Corrientes y Maipú y cuidando de no llamar la atención por sus vestimentas diurnas, discó Othus 90-2027.
-¿Ese número es de la policía?- interroga Pandora.
-Estás loca. ¿No les viste la cara?. Ellos son de la policía. Llamaremos exactamente donde dijo él...
-Hablará mi hermana, no cuelgue...
-Tienen secuestrado a un amigo en Corrientes 1277, 5º piso departamento D. pide que lo salven... ahora cortaremos. No lo olviden. Está herido.
Y regresaron a esperar.
A las dos de la mañana se escuchó el primer tiro en el pasillo del ascensor. Pero los vecinos dormían. Además, en Corrientes a las dos de la mañana es habitual.
Los Torrecillas vieron escapar por el pasillos a seis hombres y también reconocieron al muchacho que intentó acariciarlos.
No espiaron otra vez por el agujero porque sabían que en la letrina había dos hombres maniatados ni tampoco los sorprendió que no salieran los conocidos y espectaculares titulares en los diarios de la tarde: “Operación comando libera a un terrorista”. Lo importante era ahora vigilar la casa durante la noche y también durante el día. “Dormir es para los tontos –dijo Othus- ¡Nos divertimos tanto!¨.
Me olvidé de escribir mi nombre: Constelación María Torrecillas.

Entrevista a la autora realizada en julio de 1966

22 marzo, 2007

Liliana V. Blum (Durango,1974)

Réquiem por un querubín o lo nociva que puede ser la publicidad

Su madre solía llamarlo "querubín", darle besos en las rosadas y regordetas mejillas, y obsequiarlo con todo tipo de dulces. Su padre le decía "pinche chamaco" y le brindaba fuertes insultos y bien colocados zapes. Cuando esto sucedía, Juanito, aunque ya con once primaveras en su haber, podía provocar en sí mismo una regresión y convertirse -por lo menos ante los ojos de su progenitora- en un bebé de escasos meses, que lloraba desamparado. La madre se convertía entonces en una loba herida y atacaba fieramente a su cónyuge. El angelito sonreía para sus adentros, pero el llanto iba en aumento y su piel morena se tornaba al color de las granadas. Aquella mañana, ése había sido precisamente el caso. La señora dijo: "Ahora lo llevas al zoológico, Juan, por hacerlo llorar. Míralo, pobre muñeco, ¿no te parte el alma verlo así? Ándale, además hace mucho que no sales con él". Cáscara de macho, corazón de palmito y mandilón, el hombre tuvo que aceptar. En realidad, imaginar a su pareja empuñando una sartén, el cuerpo enfundado en una bata con florecitas y la cabeza teñida y coronada de tubos azul pastel, le resultaba tan aterradora, que sólo le quedó musitar un resignado sí-mi-vida-como-no-ahorita-mismo-lo-llevo.
*
El dulce pequeñuelo corría entre la gente -sus cabellos negros y tiesos, diríase de su cabeza un cactus oscuro y sin flor-, ignorando al padre que le gritaba "¡Espérate Juanito, más despacio, no te me vayas a perder!". El aludido no se detuvo hasta que tropezó con una mazorca roída y fue a caer de bruces sobre un charco de color rosáceo. ¿Vómito o helado? El infante permaneció boca abajo, incierto si debía llorar, reír, o levantarse como si nada hubiera pasado. No sentía ningún dolor, pero practicaba con tal entusiasmo la costumbre de entregarse a las lágrimas por cualquier cosa, que se le antojaba extraño no hacerlo. Además, su algodón de azúcar se había estropeado. Con trabajo, giró la cabeza para buscar a su papá entre aquella multitud de pantorrillas desconocidas. Unos cincuenta metros más allá lo vio venir, sus piernas largas y delgadas sosteniendo su cuerpo voluminoso, como un mosquito que se hubiese atragantado con un garbanzo. La misma silueta se adivinaba ya en el cuerpo del niño, como prueba irrefutable de la paternidad e hijalidad respectiva.
Ándale, chamaco cabrón, por no hacerme caso: te lo tienes bien merecido.
Al niño, eso le ayudó a decidir que, en efecto, sí iba a llorar, pero recordó que su padre no se ablandaba con aquellas lágrimas reptilianas, a diferencia de su mamacita santa. ¿Acaso no tenía corazón aquel hombre vil? Aun así, valía la pena intentar el siempre mal ponderado recurso lacrimero. Don Juan permaneció de pie junto al caído, incólume. Los dos vestían ropa deportiva y zapatos casuales y era domingo. El padre de familia siguió con los ojos a una fémina de minúscula falda, pero los sollozos del fruto de su amor aumentaban en forma exponencial, quebrantando su estoico intento por ignorarlos. No le rompían el alma; los tímpanos, sí. En ese momento, la imagen de su esposa con tubos y sartén regresó a su mente. Decidió, pues, dar su brazo y su dignidad a torcer una vez más.
Juanelo, párate ya, al cabo que no te pasó nada. Vamos, mijo, upa upa.
Por toda respuesta, su hijo emitió un agudo llanto similar al de un mono capuchino azuzado con un racimo de plátanos. El padre se sintió próximo a perder la paciencia; entonces, optó por intentar el soborno, el plan B de todo buen padre.
Si te levantas, te compro un helado doble. Es más, ¿no quieres que te lleve a ver al oso polar, Juanito? Ya casi llegamos a donde están los animales salvajes, falta poco, pero el oso no te puede ver así de chilletas, así que cállate, ¿no?
El churumbel dejó de llorar al instante y se incorporó sin dificultad. Sus ojos estaban más secos que las pezuñas de un camello. Puso los adiposos bracitos en la cintura -la viva imagen de la jarrita animada de Kool Aid- y dijo:
Pero mejor me compras una banana-split. ¿Por dónde dices que está el osito?
*
"Los hombres son una broma de los dioses para mortificar a los animales", meditaba el oso polar, extendiendo su cuerpo sobre la plancha de cemento pintada de un blanco azuláceo -una burda imitación de iceberg-, los ojos a medio cerrar por la suave resolana. Boca abajo, con el trasero blanco respingado como un pequeño volcán níveo, el animal intentaba descansar. Pretendía relegar de sus finos oídos el barullo de los visitantes del zoológico, que se apiñonaban frente a su jaula indolentes a su discomfort, pero todo era en vano. El comportamiento de la gente le parecía más molesto que un enjambre de abejas enfurecidas, más difícil que soportar que las tenazas de un ejército de cangrejos hambrientos, más intolerable que una invasión de garrapatas en los lugares más inaccesibles y tiernos de su pálido cuerpo, más... El tren de pensamiento del gran polar se detuvo de improviso, cuando una piedrecilla golpeó su frente. Con la modorra del medio día, pero francamente molesto, intentó fijar la vista en el monstruo de las mil cabezas para localizar a su agresor. ¿No era suficiente soportar el calor, la mala alimentación y el cautiverio, como para ahora sumarle la monserga de ser apedreado? Entre una gran variedad de cuerpos, escuálidos unos, más rellenos otros, camisetas en todos los colores posibles, rostros de bronce -algunos denotando más estupidez que otros-, y en sí entre un gran bullicio y un terrible hedor a humanidad poco aséptica (el plantígrado en cuestión era especialmente sensible en el olfato), pudo localizar al enemigo. Era un cachorro humano, uno bastante feo por cierto, con un olor muy desagradable, como una especie de mezcla de compota de frutas en descomposición, pescado rancio y manteca quemada. El pequeño pendenciero festejaba con risas la hazaña de haberle atinado con la piedra. El progenitor de su atacante -según juzgó el animal por la fealdad obligadamente genética que compartían los dos- se acercó al crío y le susurró algo al oído, cosa que provocó la sonrisa del mismo.
El oso polar, fingiendo indiferencia, se levantó con pesadumbre de su sitio para beber agua fresca; después se dejó caer cerca de los barrotes de la celda y permaneció sentado; la blancura de su pelaje en todo su esplendor simulaba una nube hecha de cubitos de azúcar. Las grandes garras de sus patas se escondían bajo el sedoso y albino pelaje. El cuadro era verdaderamente encantador. Incluso, el animal podría haber sido el modelo para la campaña navideña de cierta multinacional refresquera. Con inusual agilidad, Juanito trepó por la pequeña verja sobre el seto que separaba a la multitud de la inmediatez de los barrotes y aterrizó en el pequeño espacio junto al letrero que rezaba "Por su seguridad, prohibido cruzar". Ciudadano ejemplar, Don Juan se había alejado para buscar un bote de basura para depositar los restos del helado, mientras que los vigilantes del zoológico bebían refrescos en bolsa bajo la sombra de un tupido árbol, así que nadie reparó en el chiquitín que con una ramita de eucalipto intentaba aguijonear al residente de aquel cubículo enrejado.
Las cosas sucedieron con aquella insólita rapidez en la que nadie puede hacer nada, pero que se recuerda nítidamente en cámara lenta: con una sola garra el oso polar arrebató de su lugar al robusto prepúber que lo picoteaba en las costillas y, ahora sí, con la ayuda de su otra pata y del hocico, lo hizo pasar por entre los barrotes, hasta tenerlo junto a él. Desde luego, en el proceso el infeliz querube perdió la vida, pues se entiende que por sus dimensiones no pudo haber atravesado aquel augusto umbral en una sola pieza. Pero el álbeo animal no se lo comió -lo suyo eran los pescados, aquella criatura de torvo olor le provocaba náuseas-; sólo jugó a convertirlo en pequeños trozos de humano. El oso polar, ahora semejante a un caramelo de menta por las manchas de sangre, tuvo tiempo de zambullirse y tomar un revigorizante baño en el agua fría antes de que llegaran los guardias y de que alguien llamara a la ambulancia. Pero era demasiado tarde: ni siquiera la ropa quedó en condiciones de ser reciclada. Los fotógrafos de los diarios amarillistas, sin embargo, se deleitaron con éxtasis ante lo sórdido de las imágenes.
*
Después de realizar los trámites de rigor, exhausto, don Juan pudo marcharse por fin a su casa. En la puerta del zoológico se topó con su mujer que, enterada por los noticieros de la televisión, llegaba frenética, aunque no tenía muy claro qué hacer. Con el maquillaje corrido por las lágrimas y con la ambivalencia de no saber si golpear o abrazar a su marido, le preguntó cómo había sucedido.
Yo sólo le dije que ése era el osito de Coca-cola, el que regala refrescos en el desfile de navidad. Creo que el niño tenía sed...



Liliana Blum es mexicana y nació en 1974, en Durango। Estudió Literatura Comparada en la University of Kansas, y una Maestría en Educación con especialidad en Humanidades, por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey। Ha publicado cuentos en las revistas El Cuento (1996, 1997), FEM (1996), El Aleph (Penn State University, 1997), Reflexiones: revista virtual del sistema ITESM (2000), en la revista virtual Letralia, en el libro La cabalgata y otros dos (Plaza y Valdés, 1992), en las antologías de los concursos de Creación Literaria del Sistema ITESM (1991, 1992, 1999 y 2001), así como ensayos en el libro Oleajes (Universidad del Noreste-Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Tamaulipas, 1998). Recientemente se publicó una colección suya de cuentos (realizados con el apoyo de la beca de Jóvenes Creadores otorgada por el FONECAT en 2001), con el título La maldición de Eva, en la nueva editorial Voces de Barlovento (Tampico, 2002). Recibió una mención honorífica en el segundo concurso de "El crimen como una de las bellas artes", convocado por el Estado de Coahuila, y está incluida en la antología El crimen como una de las bellas artes II. Durante cinco años Liliana se dedicó a dar clases de redacción y literatura en el campus Tampico del Tec de Monterrey, y luego asistió a la dra. Ana Elena Díaz Alejo en las ediciones críticas de la obra del escritor Manuel Gutiérrez Nájera, en la colección Nueva Biblioteca Mexicana (UNAM).

15 marzo, 2007

Àngela Hernández Núñez -República Dominicana, 1954-

Ojos Aguados

Filomena se negaba a irse, tal vez porque le faltaban sus cabellos. No era como otros difuntos, que meten miedo o revelan lugares en los que están enterradas piezas de oro. Deambulaba por ahí, sobre todo al atardecer, tal como fue en la vida, sin ofender ni admirar, únicamente molestando con su pura existencia. Las hermanas intentaban averiguar dónde había escondido la madre la cabellera que le cortó, ya colocada en el ataúd, por disconformidad con Dios; pero la madre estaba demasiado vieja, no recordaba que hubiese sepultado los cabellos, ni que la hija hubiera fallecido, ni tampoco se acordaba de aquello que sentenció con encono: no se irá entera, el tiempo que luchaba con las tijeras botas encima del cadáver. Había que entenderla, también estaba muy acabada en ese momento.
Filomena nació con el color de un limón maduro. La madre le prometió a Jesucristo que nunca le cortaría el cabello, a cambio de que mudara de aspecto. Como a los catorce, se volvió rosadita, pero entonces, ya se sabía que lo de la niña no era sólo de color. No se parecía a nada ni a nadie. El padre vivía sospechando de la veracidad de su filiación. Aunque, a decir verdad, el único rasgo familiar de la niña lo había heredado de él: lentitud, pesadez, resistencia al desplazamiento. Pero incluso esta cualidad le negaba el padre, razonando que la lentitud no le era natural, le había venido con el azúcar en sangre, con el sobrepeso y la vejez. El, igualmente, tenía demasiados años al concebir a Filomena, diez más que la esposa.
Como rechazando las edades de los padres, ella parecía carecer de edad. Al momento de su muerte debía estar cerca de los treinta años, y se veía del mismo modo que en la adolescencia: sonreída, queriendo a las personas, de las que sabía el nombre.
Sin embargo, no había que engañarse con este aspecto inocente y pacífico. A la menor contrariedad destrozaba lo que tuviera delante: lozas, sillas, vestidos. En una ocasión dio un puntapié a una lámpara, provocando el incendio de colchones, sábanas y mosquiteros. Cuando el fuego estuvo aplacado, quedaron los bastidores humeantes, trozos de espaldares y vidrios de las imágenes de los santos. En castigo la mantuvieron atada hasta que repararon todos los daños.
Nadie estaba preparado par atenderla ni entenderla. Por períodos se mostraba diligente: acarreaba agua, pilaba arroz y fregaba los trastos de la cocina. No le permitían cocinar, a fin de que no se acercara al fuego. Ya se sabía que éste atraía su curiosidad. A la mínima distracción, sacaba un tizón y se mantenía por ratos desprendiéndole con los dedos las películas de ceniza; cualquiera creería que deseaba pasarle la lengua. Por tiempo se convertía en una quicio, dando trabajo hasta para bañarse. Esto era de esa manera antes de que cumpliera los veinte años.
En el hogar no quedaba ninguna de las hermanas. La vivienda de la mayor estaba cerca; ella venía diariamente a ayudar a los padres. Sin embargo, el aumento del número de hijos disminuyó la frecuencia de sus visitas justo cuando más la necesitaban: Filomena andaba tras los animales, fijándose en cómo copulaban, más de una vez la sorprendieron desprendiendo a los cerdos enlazados o revisando el gallo al momento en que se encaramaba sobre la gallina.
Las personas del lugar bromeaban con ella, le profesaban afecto: Filomena, ¿tienes novio nuevo? Dízque Enrique está enamorado de ti. Anda pronto, que te quedas jamona. ¿Te dejaste quitar a Pedro? Anoche se llevó a Elvira. Filomena, te traje tu caramelo de estrellita. Se hincaba ante los mayores, a pedir bendición, pero no permitía que nadie la tocara, salvo los padres y la hermana mayor. Una equivocación en un saludo, alguien que por distracción le pusiera una mano sobre un brazo o la espalda la desquiciaba, al punto que la persona tenía que salir huyendo ante su arranque de frenesí.
La madre la quería de forma especial. Más, pasaba tanto trabajo, que a veces deseaba que muriera. Especialmente en los días en que empezó a desnudarse dondequiera. La recluyeron en el hogar, y así pasaba horas, caminando y cantando, en cueros, sin agotarse nunca. Las hermanas tuvieron que turnarse para ayudar a asistirla. Sin embargo, continuaba tan afectuosa como siempre, preguntando por cada conocido, enviando saludos y mensajes pidiendo pasaran a verla, ya que estaba quebrantada.
La situación llenaba de bochorno a la madre, quien de su parte jamás se había dejado ver desnuda, ni siquiera del marido con el que procreó diez hijos.
Filomena se fijaba en los hombres, demasiado, a juicio de los parientes, tranquilizándoles la idea de que no se dejaría poner las manos de ninguno encima, para volver a inquietarse profundamente al notarla manipular su sexo, sin la menor previsión. La madre en una oportunidad armó gran alboroto: la había visto apretar rígidamente las piernas, ponerse tiesa, voltear los ojos, el cuerpo endurecido de repente. Pensó que se le iba a morir, pero cuando llegaron la hija mayor y el marido, Filomena estaba relajada y contenta.
Con las dificultades en el trato de la hija crecieron las desavenencias entre los dos viejos. El, sugiriendo a cada rato que no podía ser suya: esa nariz afilada ¿a quién salió? Tan larga, ¿a quién salió? Tonta ¿a quién se parece? Era su manera de insinuar sospecha. No se atrevía a enfrentar directamente a la mujer, ni aceptaba que la rareza de la hija se debía a que era anormal. Por su parte, la esposa lo culpaba de los problemas de Filomena, debidos, según ella, a que se la hizo en trance de sonambulismo, mientras ella dormía. ni uno ni otro se acordaban bien como la engendraron.
Viejos los dos, apenas podían con la muchacha. La hija mayor intentó hacerse cargo, pero el marido la amenazó con abandonar la casa, debido al mal ejemplo de esa mujer en cueros, manoseándose delante de los niños. Filomena también opuso resistencia a la mudanza: había que amarrarla para evitar que huyera a su hogar original.
Con la ayuda del médico del pueblo vecino y la intervención de distintos allegados, consiguieron internarla en el Manicomio. Al cabo de un mes la devolvieron porque estaba muriéndose de tristeza. Además era mansa, y en el hospital tenían otras prioridades. Los hermanos se la rifaron resignados, siendo imposible sostenerla por muchos días en sus hogares particulares. En el caso de los hombres; las esposas no estaban dispuestas a cargar con semejante responsabilidad; en el de las mujeres; Filomena, obscena y provocadora a su pesar, constituía una peligrosa atracción para sus respectivos maridos.
Le construyeron un cuarto sin ventanas, con una única puerta que daba a la habitación de los viejos. Allí la mantenían encerrada. En los períodos de luna nueva Filomena se alteraba, gritando y arrastrando sus manos contra los setos de tablas de palma hasta que le quedaban en carne viva. Entonces los padres tomaron la previsión de atarla de pies y manos en esos períodos. A veces la hermana mayor venía a vestirla y pasearla por los alrededores. Iba tomando nuevamente el color del limón maduro, probablemente por la falta de luz solar.
Padre y madre, temblorosos ya, olvidaban las diferencias uniéndose en la aceptación del destino. Entre ambos la bañaban con agua tibia y zumo de romero. Ella la enjabonaba: él le peinaba los cabellos, cuyos flecos alcanzaban hasta los pies. Aunque la pérdida de visión le impedía advertir el regreso del color enfermo, la madre notaba que la hija se resumía, sufriendo hondamente por ello.
Cuando parecía que los tres morían al mismo ritmo, Filomena salió embarazada. Otra vez se le modificó el color, adquiriendo un rosa muy pálido. La madre lloraba ante los desvanecimientos y vómitos, sin saber bien qué sucedía. Ningún extraño tenía acceso al cuartito, el padre estaba tan viejo que resultaba absurdo atribuir lujuria al cuerpo que con escasa voluntad arrastraba. Consultado por los hermanos de Filomena, el médico del pueblo vecino les dijo que podría tratarse de un embarazo psicológico. La condujeron a su dispensario a fin de examinarla y confirmar el tranquilizante pronóstico. Ella se dejó guiar, recostándose en la cama a una indicación del doctor. Pero cuando éste trató de abrirle las piernas, fue sorprendido con una potente patada en pleno rostro. No pudieron someterla, así que la recluyeron de nuevo en el cuartito, esperanzados en que el médico tuviera razón y no fuera a nacer otra Filomena para mortificación de todos.
El vientre le fue creciendo, como sucede a una mujer preñada. Sin embargo, la notable hinchazón que le iba copando el resto del cuerpo proporcionaba mayores ilusiones sobre la falsedad del embarazo. A los siete meses era incapaz de levantarse del suelo, las piernas del grosor de un árbol joven, el cuello abotagado uniéndole el rostro al tronco en lisa configuración. Allí le echaban agua y alimentos. Dejaba que su hermana mayor le cambiara las ropas y le pusiera cayenas rojas en el pelo, dándole a veces secretos y cómplices mimos.
Muerta, el vientre sobresalía en la caja; se lo aplanaron mediante un trozo de madera amarrado a la espalda con cáñamos. La madre desvariaba: él, sonámbulo ¿qué hace?, no sabe lo que hace, sonámbulo. Cortándole el cabello para que no se fuera entera, temblándole en las manos las tijeras melladas. Los hijos la alejaban de las personas para que, oyéndola, no fueran a pensar mal sobre su padre.
Poetisa, narradora, crítica literaria, investigadora. Nació en Jarabacoa, el 6 de mayo de 1954. Estudió Ingeniería Química en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, habiéndose graduado con honores. Junto a la militancia política y la investigación de los problemas de la mujer dominicana, ha desarrollado también una prolífica labor en el campo de la poesía y el cuento. Con su novela Mudanza de los sentidos obtuvo el Premio Cole de Novela Corta, año 2001.
Obras publicadas:
Desafío (1985), Las mariposas no le temen a los cactus (1985), Emergencia del silencio. La mujer dominicana en la educación formal (1986), Tizne y cristal (1987), De críticos y creadoras (1988), Alótropos (1989), Libertad, creación e identidad, selección de ponencias Encuentro Mujer y Escritura (editora, 1991), Masticar una rosa (1993), Arca espejada (1994), Telar de rebeldía (1998), Piedra de
sacrificio (2000), Premio Anual de Cuento.

08 marzo, 2007

Andrea Blanqué - Montevideo, 1959 -

Inmensamente Eunice

Eunice tenía veintisiete años y pesaba ciento catorce kilos. Apenas un siglo atrás un pintor la hubiese contratado como modelo y podría haberse ganado la vida de ese modo. Ella en cambio había estado buscando trabajo durante largos e inútiles meses, en los cuales sin duda había abierto la vieja heladera con más frecuencia.
Es habitual creer que un gordo ve un promedio de once horas televisión por la tarde. A las gordas se les atribuye también la lectura copiosa de revistas del corazón, pero Eunice jamás las hojeaba siquiera. Rara vez probaba las famosas papas chips, y menos aún con los ojos fijos en una brillosa pantalla.
En los tiempos en los que buscó trabajo ningún comercio de comestibles quiso contratarla por temor a que comiese clandestinamente todo aquello que estuviera en unos metros a la redonda. Finalmente Eunice había conseguido un puesto en una tienda de plantas. Sin duda nadie podía imaginarla probando los helechos o los geranios, ni saboreando las rosas amarillas. En cambio, ella conocía sobradamente los nombres de las flores y el redondo rostro de Eunice respiraba un aura de candor. El dueño de la tienda conjeturó que su enorme presencia en el lugar podría resultar adecuada.
Pasaba entonces Eunice allí las horas, sentada en un taburete de madera. En el grabador sonaba una y otra vez el mismo cassette de música new age. A veces Eunice extendía su hinchada mano y acariciaba las hojas de una cretona, suavemente, sintiendo las rugosidades de su superficie en la punta de los dedos. El tiempo se deslizaba, inmenso.
La casa de Eunice era un viejo apartamento interior de la calle San José. Los fines de semana Eunice se echaba en la cama con todas sus carnes distribuidas al costado, a la derecha y a la izquierda, y en compacta relación con el colchón se dejaba llevar por los sonidos que provenían del gris pozo del aire. Eran sonidos como surgidos de una gran b0ca de dios cartaginés: llantos de niños, mujeres acuciadas por la hora del almuerzo, disparos de serial norteamericana, radios mal sintonizadas, hombres protestando.
Pese a sus ciento catorce kilos Eunice nunca cocinaba. Cada sábado, luego de cerrar la tienda, se dirigía a una populosa feria que hormigueaba en el costado del barrio. Allí se detenía, provista de grandes bolsas, básicamente frente a dos puestos clásicos. Uno era el camión de chacinados, que se elevaba con su conglomerado de productos sobre las cabezas de los que esperaban. Colgaban delante de los ojos expectantes de la gente racimos sonrosados de chorizos, rondas infinitas de morcillas con color de un africano, salamines de piel añeja, butifarras de grasa translúcida, el costillar de algún animal perdido para siempre y, a veces, el rostro adormecido de un lechón de orejas tristísimas.
Eunice aguardaba su turno y recorría con la mirada la gran acumulación de carne porcina cuyo destino era convertirse en carne humana. Compraba luego un buen surtido de mortadela, bondiola, cabeza de cerdo, paleta y longaniza, y habitualmente –cuando lo había- un espléndido y aromático paté.
Luego, con una de las bolsas ya completa, Eunice se dirigía al puesto de quesos y allí, mientras los números transcurrían, quedaba ensimismada en los agujeros del laberinto gruyére, en el aspecto lúdico del putrefacto roquefort, en las tonalidades que iban del amarillo al naranja de la sucesión de quesos colonia, que evocaban con sus nombres un campo verde con una familia de un granjero levantado al alba. Eunice pedía un kilo de manteca, un kilo de dulce de leche, un kilo de mermelada de ciruelas. Observaba cómo los contenidos de los grandes tarros se iban vaciando de sus sustancia pegajosa, cómo os dulces restos pugnaban por adherirse a todo.
Después de la visita de estos puestos Eunice sólo le restaba la rutina de la panadería. Allí compraba varias piezas de pan casero y humeante aún, con forma de cierno mitológico, y unas cuantas bolsas de leche.
Formidablemente cargada, Eunice retornaba a su casa despaciosamente. Delante de ella se alzaban las altas figuras del sábado a la tarde y del domingo.
En su mesa de luz, junto a la maciza cama, siempre se hallaba reposando alguna biografía, de un mártir o de un héroe, de un músico o un viajante, a medio leer.
Había dos clases de clientes en la tienda: los que amaban las plantas y los que amaban a otro. Entre estos últimos la gama era grande y nunca perdían tiempo: novios, amantes, amigas íntimas, hijos de madres solas. Los que venían en busca de su propia planta, en cambio eran morosos. Observaban con sagacidad científica el verdor de las hojas, la humedad de la tierra, el olor.
Entre ellos se destacaba un ciego. Llevaba un par de lentes oscuros que jamás se quitaba, por lo que Eunice presentía que había algo tremendo e improfanable detrás de esos cristales. Era un gran conocedor del reino vegetal, y antes de llevar una planta sopesaba cuidadosamente las cuestiones de la luz, el regado, la maceta, la poda. No hablaba demasiado pero Eunice lo veía hacer, recorrer sin preguntar la tienda identificando con los dedos cada hoja, o con la palma de la mano extendida la altura del arbusto.
Eunice se debatía interiormente entre su deseo de preguntarle al ciego si lograba suponer además el color de las plantas –imaginarlo o recordarlo de otros tiempos, antes de que la noche lo hubiera inundado todo- y su silencio respetuoso de gorda que prefería respirar despacio a hablar solícita con los clientes.
El ciego siempre olía las flores que se hallaban en exposición y aventuraba su nombre. Jamás fallaba.
Eunice sonreía ante los aciertos del ciego sin dejar nunca escapar una risa por temor a que éste percibiera el jadeo característico de la gordura. Cada vez que atisbaba al ciego a través del cristal de la vidriera, a punto de entrar a la tienda, Eunice inmediatamente sacaba del cajón un frasco de colonia y se refrescaba el cuello y los brazos. Un hombre con olfato tan acuciante podía entrever a pesar de la pulcritud el dejo aromático de ciento catorce kilos.
Un día el ciego le propuso a Eunice un trabajo a realizar un domingo. Se trataba de podar las trepadoras de las paredes de su jardín, que amenazaban irrumpir en las ventanas de la casa del vecino. El ciego prometió a Eunice una escalera para subirse allí. El amaba los trabajos de jardinería pero aquello estaba fuera de sus posibilidades.
Eunice accedió, aunque aterrorizada: temió sentir su propio cuerpo desplomándose haciendo astillas la escalera ante el ciego alelado intentando levantar del suelo aquella inmensa mole malherida.
El domingo entonces se encaminó llena de desasosiego hacia la casa del ciego: era ésta una bella y pequeña construcción de Bello y Reboratti contigua al Parque Rodó. Adentro, al costado de la entrada, había una hermosa y retorcida escalera de madera que llevaba a la segunda planta. Eunice suspiró de alivio cuando el ciego le propuso ir al jardín por el costado contrario. Felizmente la vieja escalera de roble no crujiría con Eunice.
En el jardín el diligente ciego lo había preparado todo: allí se encontraban las podadoras, los guantes de trabajo, las mangueras y demás implementos de jardinería. Reposaban junto a una moderna escalerilla de metal, fuerte y resistente, de las que venden en ferreterías y bazares. Aquello llenó de alegría a Eunice, que se puso a trabajar con ahínco.
Hasta el atardecer Eunice y el ciego organizaron las enormes enredaderas y los racimos de Santa Ritas era agosto, pero casualmente ese año se vivía n tibio veranillo y Eunice acabó la jornada llena de tierra y polvo estampados en el sudor. Ya llegaba el crepúsculo.
El ciego propuso a la acalorada Eunice que se duchara en el baño de la planta baja, contiguo a la cocina. Trajo, presto y comedido, grandes toallas blancas bordadas con unas cursivas iniciales. Eunice estaba agotada aunque se sentía liviana y contenta, y sin pensarlo demasiado, accedió. Cerró la puerta con la tranca, se quitó la ropa de trabajo, y luego de observarse un tiempo en el espejo, abrió la humeante ducha y se metió.
Eunice se hallaba en alguna medida colmada de una tibia dicha, y bajo el estruendo de la gruesa ducha comenzó a tararear una canción. Pronto cerró los ojos bajo el agua que caía a chorros sobre su ancha nunca. La fuerza de la ducha caía con ímpetu sobre la vieja bañera de porcelana, produciendo cierto estruendo.
Súbitamente el tarareo se convirtió en alarido. Dos maños extrañas, tenaces, voluntariosas se hallaban palpando intrusas el enorme cuerpo de Eunice bajo el agua. Eunice temblando comprendió en un instante confuso: el baño, según la arquitectura de las viejas casas, tenía dos puertas. Una de ellas había quedado sin su correspondiente tranca.
El terror de Eunice la inmovilizó. Aquel hombre ciego que se empapaba las ropas bajo la ducha y que estaba recorriendo con ambas manos la extensión del cuerpo de Eunice compuesta por sus muslos, su vientre prominente, sus rollos bajo las axilas, sus senos sobrenaturales, estaba descubriendo asombrado que ella era poseedora de una inmensa gordura.
El agua chorreaba por los lentes oscuros del ciego, pero éste no interrumpió su sagrada labor: sabio, realizó un reconocimiento minucioso del cuerpo de Eunice, mientras afuera la noche se ganaba definitivamente el crepúsculo.
Durante seis meses Eunice concurrió cada domingo a realizar trabajos de jardinería a la casa del ciego. Llegó el verano y los jazmines explotaron de aromas, los rosales trepados a la pared estaban más rojos que nunca y el viejo magnolio del centro del jardín parecía dominar el aire de toda la ciudad.
Eunice ya no temía el crujido de la vieja escalera de roble. Luego de llenar la casa de perfumados ramos, el ciego y Eunice se dirigían al gran dormitorio de la planta superior que tenía en su centro una cama con una cabecera compacta de oscuro cedro, sobre la cual se apoyaban los simétricos rollos de la espalda de Eunice cuando el ciego reposaba con el rostro casi escondido entre los gigantescos senos.
A las cinco de la tarde sonaba el timbre y llegaba el pedido de la confitería Esmeralda que ahora el ciego realizaba cada domingo. Traía el cadete un surtido de sándwiches olímpicos, saladitos de palmita con roquefort y nuez, bocaditos de queso y guinda, cestitas de palmitos con salsa golf, canastas de mayonesa de aceituna, rollitos de jamón con cabellos de ángel, pequeñas croquetas aún calientes de jamón y queso, empanadillas de hojaldre rellenas de atún y, luego, una magnífica bandeja de masitas compuestas por bombitas de chocolate, de sabañón y de crema, tartas de frutilla, de ananá y de kiwi, trufas, milhojas, cañones de dulce de leche y gelatinas.
Eunice comía y acariciaba la frente del ciego que ya no usaba sus oscuros lentes y dejaba al aire libre la imagen de sus pupilas desvaídas y simétricas. No hablaban demasiado.
Un domingo al atardecer, cuando Eunice ya estaba dispuesta a movilizar su enorme cuerpo de la cama para vestirse, el ciego le comunicó que en quince días partiría para Cuba. El grueso pecho de Eunice quedó petrificado sin emitir palabra. El ciego llenó el silencio explicando a Eunice que allí sería sometido a un tratamiento y sucesivas operaciones durante cuatro meses, que posiblemente hicieran que recuperara la vista. Existía un sesenta por ciento de posibilidades de que ello fuera así y, lleno de esperanzas, el ciego hablaba a la vez que sonreía.
Eunice alabó el proyecto, llenó de elogios el entusiasmo del ciego, lo alentó y rodeó con sus espléndidos brazos, pero adentro de su cuerpo, bajo las diversas capas de grasa, su corazón se encogió como el de un pollito.
Al despedirse de Eunice en el morisco zaguán de la casa Bello y Reboratti, el ciego no logró percibir las lágrimas que por el rostro de ella bajaban. Cuando se cerró la puerta con un grave chirrido Eunice odió al destino que estaba siéndole, una vez más, tan cruel. Se encaminó a su casa por el costado del lago del Parque Rodó, lenta como una centenaria tortuga.
En unos pocos meses, pensaba apesadumbrada, el hombre que acababa de abrazarla podría verla, tal como era, grotescamente gorda. Aquel cuerpo deforme y gigantesco abarcaría el espectro de sus redivivos ojos.
Al día siguiente de marchar el ciego hacia Cuba acompañado por una anciana tía, los ciento catorce kilos de Eunice se dirigieron a una clínica para adelgazar. Todos los ahorros que había cumulado en una cuenta desde que trabajaba en la tienda de plantas se fueron en pagar el tratamiento. Allí le aseguraron que no tardaría en bajar diez kilos por mes. Además de los rigores de una dieta inenarrable, Eunice debía pasar el día bebiendo sorbos de agua y caminar varios kilómetros desde la madrugada hasta el momento de abrir la tienda. Por las noches debía concurrir a un gimnasio donde se erigían aglomerados de aparatos que seres ensimismados y sudorosos se empecinaban en mover y mover. Tenía además que envolver a sus grandes muslos, caderas y vientre en unos nylons debajo del equipo de lycra, para transpirar aún más sin alivio alguno.
La clínica de adelgazamiento le enviaba dos veces por día las viandas empaquetadas con las calorías cuidadosamente calculadas: habían eliminado de las comidas todo rastro de sal, de aceite, de harina.
Un médico con rostro de hámster inspeccionaba a Eunice cada emana, la auscultaba, le miraba los ojos y le hacía unas preguntas rutinarias. Aunque todos los clientes de la tienda le preguntaban atemorizados si no se sentía bien, el médico con cara de hamster le aseguraba que los resultados del tratamiento estaban desarrollándose en forma excelente.
Los sábados y domingos Eunice hacía gimnasia frente a la luna del ropero. Cada media hora descansaba quince minutos echada en su vieja cama. En bombacha y soutien se atisbaba el cuerpo, se lo palpaba, abría las palmas de las manos en toda su extensión sobre las nalgas y abdomen y percibía, silenciosamente, secretamente, la metamorfosis, el devenir, la huida de su cuerpo hacia regiones del pasado perdido.
A los tres meses y medio Eunice se acostaba en la cama, de costado, y podía divisar ya el hueso de la cadera, allí, prominente, luego de tantos años de haberlo perdido de vista entre capas soterradas de grasa.
De pronto descubrió que por la calle ya nadie la miraba con asombro. Un día fue a una boutique y se compró un par de pantalones de una talla normal. Al correr el ómnibus, consiguió detenerlo, llegar a tiempo antes de que arrancara. Los pasajeros podían sentarse al lado de ella sin que se hallaran perturbadoramente incómodos.
Un atardecer sonó el teléfono de la tienda y al atender Eunice reconoció la voz del ciego diciéndole que ya no era ciego. Hecha una solo temblor, Eunice combinó con él una vista a la casa Bello y Reboratti, como antes. El le dijo que en todos esos meses las hierbas del jardín habían crecido desmesuradamente y que era necesario fertilizar las flores y quitar las malezas.
Era otoño y aquel domingo Eunice no llevó ropa de trabajo sino un ligero vestido de algodón blanco que apenas le tapaba las rodillas. Cuando alzó la mano menuda para apretar el timbre de bronce, cruzó como alada por su memoria la imagen de sus dedos rollizos realizando ese mismo gesto apenas un año atrás.
El abrió la puerta y en su rostro lucían unas pupilas castañas fijas y penetrantes. Durante un tiempo nada dijo, esperando que fuera aquella mujer la que se diera a conocer.
Ella sonrió, temblorosa y pálida: tardó algunos instantes en explicar que era Eunice, que era la mismísima Eunice, que había aprovechado la ausencia y la espera para decidirse a adelgazar. Su voz había perdido el característico jadeo de la presión de las capas de grasa y ahora fluía, contra el sonido de los pájaros del Parque Rodó. En el rostro escrutador de aquel hombre que durante dieciséis años había sido ciego, se perfiló la sombra de desánimo. Rígido, parecía no decidirse a invitarla a pasar. Finalmente lo hizo, pero aquello no fue más que una fórmula de simple cortesía.

Andrea Blanqué ha publicado tres libros de cuentos, entre los que se destaca La piel dura (Planeta, 1999), tres libros de poesía, y dos novelas: La Sudestada (Planeta, 2001) y recientemente La Pasajera (Alfaguara, 2003) que fue finalista en el único y último premio Juan Carlos Onetti de la Embajada de España.
Escribe habitualmente artículos sobre literatura escrita por mujeres y literatura para niños en El País Cultural desde hace diez años.
Uno de los monólogos del reciente espectáculo teatral El Pozo de Aire (“Basura”), es de su autoría.
En 1981 obtuvo una beca para estudiar Literatura en España , donde residió hasta 1987, fecha en que regresó a Uruguay.

04 marzo, 2007

Ana María Shua - Argentina, 1951-

La despedida


Con tres vocales, una ere y una ese, era imposible que no tuviera scrábel, por fuerza tenía que encontrar una palabra de siete letras, había que pensar un poco, nada más, tomarse unos minutos y unos sorbos más de café con leche, cambiar las letras de lugar en el soporte y listo, hecho: “totoras”, siete letras, scrábel, cincuenta puntos de premio, sesenta y cuatro puntos en total.
-¿Ya empezás con los scrábeles vos?- le dijo Ricardo-.
Mejor para mi, ¿no ves que me abrís el triplique zonza?
-¿Qué triplique, qué vas a poner ahí? ¿Totorase del verbo totoral? ¿Totoraza aumentativo de totora?.
Y mientras él pensaba, retorciéndose las pintas del bigote su próxima jugada, ella miró fijamente el tablero para no mirarlo a él y sobre el tablero, sin embargo, volvió a ver su cara y supo cuánto le iba a doler no verlo más, como iba a extrañar el peso de su cuerpo. Tres años perdidos, diría su abuelita: ese mal hombre te hizo perder tres años.
-No se me ocurre nada- dijo Ricardo después de un rato largo-.¡Ah, sí! Pongo “da”. Tres puntos.
-Vos tenés otra de. Te conviene así: “dad” y “vid”, agarrás el duplique y tenés diez, catorce, diecisiete puntos.
-Ya me estuviste mirando las letras.
-Bueno... para ayudarte, ¿no? Si no se hace muy aburrido- dijo Paula. Y aunque sabía que así se terminaba el juego, dijo también en un impulso-: Vos estás con otra.
-Sí- dijo Ricardo, sobresaltado y con alivio-. ¿Cómo sabías?
-“Truncara”, otra vez hago scrábel- y se sentía orgullosa, Paulita, de haber logrado colocar las siete letras teniendo sólo una u y una a, y usando otra vocal del tablero. Orgullosa. Destrozada. Pensaba en una jugada imaginaria, primero hacer scrábel con trozada, agarrando un duplique con los diez puntos de la zeta y tener suerte, después, de conseguir antes que su contrincante las letras necesarias para formar el prefijo des. Poner destrozada triplicando toda la palabra, lo suficiente como para ganarle un partido a un jugador mucho mejor que Ricardo. Pero, aunque anotó los puntos “truncara” ya no tenía sentido seguir jugando.
-Qué se yo. Sabía. Se te nota. Ayer a la noche la viste- dijo al azar-. Pero todavía no te acostaste con ella.
-Qué hija de puta que sos. Sabés todo- dijo Ricardo con admiración-.
Paula no sabía todo, pero se iba enterando. Sentía todos los músculos de su cuerpo repentinamente flojos, débiles, se preguntaba si podría pararse. Prendió un cigarrillo. Sus movimientos le parecían muy lentos, como si estuviera dentro de agua, muy adentro, en el fondo, con todo el peso del océano sobre ella. Tenía frío también. Para escaparse del dolor trató de ubicarse mentalmente en el futuro, un año después; desde la distancia, desde otro hombre, recordaría esta escena con indiferencia.
Pensó en el amor como en un hipopótamo, el trote torpe y destructor de un hipopótamo desbastando sectores de la selva a su paso, indiferente a todo lo que no fuera procurarse alimento, zambullirse en el agua, imbécil y torpe amor.
-Entonces, no vas a querer verme más, ahora. Y ya se terminó todo.
-Sí. Se terminó. – Y aunque no tenía ganas de mirarla, estaba contento, Ricardo, de que la perspicacia de Paula le ahorrara tantas difíciles explicaciones la miró, entonces, con ternura, le acarició la cara.
-Te quiero mucho. Sabés eso, también, ¿no es cierto?
Y eso sí que colmaba, excedía la medida de lo soportable, el afecto de Ricardo, su estimación, su aprecio. Paula pensó en todo lo que él mucho le quitaba al te quiero y supo que no podría vivir con ese cariño a cuestas, que no era así, con una tenue ternura, como deseaba ser recordada.
-Y como igual ya se terminó todo, ahora podemos decirnos la verdad, ¿no?. Ahora me podés contar con quién estabas ese fin de semana en que te fuiste a Mendoza. Siempre tuve esa curiosidad.
-Nada, no pasó nada, me fui a Mendoza, al congreso, como te dije.
-Para qué vas a macanear, si ya no tiene importancia. Si yo sé que estabas con alguien, te pisaste.
-Bueno, estaba en Córdoba, no en Mendoza. Con una de mis primas de Córdoba, ¿te acordás?.
-Y yo estaba con Pancho. Ese fin de semana me acosté con Panchito.
-¿Por qué hiciste eso?- dijo Ricardo, todavía sin creer en lo que estaba escuchando pero ya angustiado, dolorido, con la palidez de quien acaba de recibir un fuerte golpe en la cabeza. Porque a Paula, que lo quería, nunca le habían molestado las infidelidades de Ricardo, todo lo que la preocupaba era que volviera con ella y en cambio a Ricardo, que no la quería, las infidelidades de Paula lo volvían loco de dolor y de celos.
-Bueno, no me iba a quedar en casa chupándome el dedo mientras vos andabas por ahí desflorando primitas.
La alusión, esta vez no era azarosa, apuntaba concretamente a una de las infidelidades de Ricardo que, siempre inseguro de su capacidad de seducción, se inclinaba para superar desafíos, prefería las tareas difíciles, con obstáculos, las mujeres vírgenes. Cierta vez una de sus alumnas, agradecida, le había regalado un ejemplar del Martín Fierro encuadernado en piel que Ricardo le había mostrado a Paula, un poco avergonzado.
-pero yo no te pregunté nada- dijo ahora Ricardo-. Yo no quería saber nada. ¿Por qué me tuviste que contar eso?. Y Paula no sabía bien por qué, buscaba algo que pudiera lastimarlo, hacerle compartir una parte del dolor, hubiera querido clavarle un instrumento largo y delgado en el pecho, una aguja de tejer, por ejemplo, con la punta doblada como un anzuelo y arrancarla después de un tirón, untarle la herida con mostaza.
-La pasamos bien con Panchito. Hacía tiempo que le tenía ganas.
En los últimos tres años había tenido tiempo de conocerlo bien a Ricardo, Paulita, y sabía que, aunque el instrumento del amor estaba roto, todavía podía hacerlo bailar con el del odio. Iba a ser una despedida fuerte, con ganas, una buena despedida.
-¿Y qué hicieron?- dijo Ricardo, con voz indiferente.
-Y qué íbamos a hacer. Cojimos.
-¿Cuántas veces?
-Qué te importa.
-Te pregunté cuántas veces- y la voz de Ricardo sonaba sibilante ahora, contenida, aunque todavía impersonal, distante.
-Tres veces.
-¿Y después? ¿Volviste a acostarte con él, después?
-No, después vos volviste de Mendoza. O de Córdoba, mejor dicho. Después no lo vi más.
-¿Y qué tal coje Panchito? ¿Mejor que yo?
-No se, distinto. No me voy a poner a contarte los detalles, ¿no?
Entonces Ricardo dejó caer toda la apariencia de tranquilidad de fría curiosidad científica, y avanzó pesadamente hacia ella, jadeando, con los ojos enrojecidos, temblando de odio y de celos. Paulita retrocedió, apoyándose contra el respaldo del sillón. Ricardo le agarró el brazo, apretándole la muñeca con fuerza.
-Sí, justamente, putita, puta reventada, vas a contarme todos los detalles. ¿Se la chupaste? Quiero saber todos los detalles. Contestame. Ahora me vas a decir si se la chupaste.
-Sí se la chupé, soltame! (Paulita trataba de liberar su brazo, se retorcía de dolor.)
Y Ricardo le preguntó también cómo se la había chupado, si se la había metido toda en la boca, Panchito, si lo había acariciado con la lengua, si se había tomado la leche y como Paula se negaba a contestar acompañó Ricardo, cada una de sus preguntas con una bofetada seca, dura, impersonal, hasta hacerle sentir en la boca el gusto de la sangre, hasta que Paulita, en un estallido de rabia, de dolor y de deseo, inventando a partir del confuso recuerdo de una breve historia de amor que había sucedido hacía casi un año, una historia cuyo único sentido había sido precisamente éste: la posibilidad de atesorarla, de convertirla en recuerdo y en relato, porque, aunque era cierto que le tenía ganas, por Ricardo y para Ricardo se había acostado Paula con Panchito, le contó con placer-Paula- cómo lo había acariciado con la lengua, lentamente, primero las pelotas, y había subido después, desde la raíz a la cabeza, lentamente con la lengua, antes de ponérselo todo en la boca y comenzar con el movimiento acompasado, sin dejar de trabajar entretanto, con la lengua, hasta hacerlo acabar, a Panchito, hasta sentir en la boca el sabor tibio, picante y sabroso de su semen, hasta tragárselo todo y era mentira, claro, porque la leche no le gustaba a Paulita, le daba arcadas y Ricardo debería saberlo, recordarlo, si sólo se encontrase en condiciones de saber o recordar alguna cosa.
-¿Y cómo tiene el palo, Panchito? ¿Lo tiene grande? ¿Más grande que el mío?
-No tiene palo, Panchito, ¡Tiene sable! Porque lo tiene más largo que el tuyo y más finito, y un poco curvado hacia abajo y entonces no le dice palo, Panchito; palo le decís vos, él le dice su sable. ¡El sable corvo de San Martín!.
Y ya francamente disfrutando la situación, Paulita, ya si necesidad de bofetadas, golpeando ella, con sus palabras, se enfrascó en una detallada descripción y clasificación de los hombres que había conocido o imaginado y cómo solía suceder que dieran ellos un nombre particular a su propio sexo, un nombre inventado o elegido entre los muchos nombres conocidos, y cómo ese nombre generalmente en relación con ciertas características físicas que cada uno de ellos consideraba universales y eran en realidad personales y privadas y así había conocido, Paulita, a la Chancha y al Cabezón, a la Varita mágica y a Perico de los Palotes y al Bastón Vigilante y pasó después, Paulita a relatar con delectación los diversos placeres, ya decididamente imaginarios, que cada instrumento, de acuerdo con su forma o su tamaño, era capaz de provocar en una mujer.
Hasta que la hizo callar, Ricardo, enroscándole la mano en el pelo y tirando hacia abajo, retorciéndole el brazo al mismo tiempo hasta obligarla a ponerse de rodillas con la cabeza echada para atrás, mientras se desabrochaba los pantalones, y se la hizo chupar, Ricardo, como en su historia se la había chupado Paula a Panchito.
Y después la hizo retroceder, Ricardo a Paulita, y le ordenó que se sacara la camisa y se acariciara os pechos, y la miró, mordisqueándose las puntas del bigote, mientras ella se acariciaba y la ayudó después a sacarse los pantalones y le ordenó caminar así, semidesnuda, en cuatro patas por la habitación, y obedeció Paulita, a sus órdenes corriendo como un perro, a su llamado, y la besó en el cuello Ricardo a Paulita, y jugó a acercar y alejar su boca de sus pezones, tocándolos con los labios, el bigote, y puso la boca sobre uno de ellos rozándolo apneas, hábilmente, con los dientes, mientras si abrazo le rodeaba la cintura acariciándole las nalgas, las caderas, y la otra mano subía despacito desde la rodilla hacia arriba, por la cara interna del muslo hacia su centro, hasta mojar los dedos en su sexo húmedo para lubricar la caricia aterradoramente suave.
Y sitió, Paulita, las ondas de deseo que partían desde su centro en convulsivos espasmos y el deseo era también placer, placer y deseo al mismo tiempo en un solo nudo, hasta sentir toda su piel erizada, dispuesta, hasta sentir pinchazos como los que podría causar una aguja increíblemente fina en la pinta de los dedos, hasta que no pudo resisitirlo más, Paulita, y de su boca entreabierta comenzaron a escaparse quejidos, el sonido del goce, y ese sonido, el de su propia respiración hecha voz, elevó más todavía la ola del deseo.
Entonces entró en ella, Ricardo, y su lengua entró en la boca de Paula, recorriendo los dientes, las encías, mientras ella mantenía los dientes apretados, obligándola a separarlos, violándole la boca mientras se movía dentro de su cuerpo. Y la llamó mi yegua, Ricardo, a Paula, mi puta, mi hembra, mientras se estremecían juntos en un instante final, interminable.
Pero después todo seguía igual y le acarició el pelo con ternura, a Paulita, Ricardo, con tristeza mientras se vestían, recordaron entonces, que se estaban despidiendo, y se puso a llorar, Paulita, y Ricardo también lloró un poco y se abrazaron muy fuerte y Ricardo le pidió perdón a Paulita porque ya no la quería y Paula se preguntó en silencio por qué miércoles no la querría más, los misterios de eso hipopótamo, el torpe amor.
Y Ricardo se fue y esta vez se fue para siempre y la miró con afecto a Paulita en el palier, mientras esperaban el ascensor, sos una buena chica, le dijo, te voy a extrañar mucho.
Entonces Paulita se puso en puntas de pie y lo hizo inclinarse hacia ella porque estaban en el palier y quería decirle algo más y decírselo, además en el oído. Y abrazándolo, en el oído, le dijo muy bajito susurrando, a Ricardo, Paulita:
-Te olvidaste preguntarme. También me la dio por el culo, Panchito.
Y después entró a su casa y cerró la puerta.
Como un boxeador cansado, derrotado, que vuelve a los vestuarios escuchando todavía los gritos del público que festejaban al triunfador, se arrastró Paulita hasta el baño. Como un boxeador cansado, derrotado, tenía la cara, Paulita, pero todavía manchada de sangre y semen y mocos y sudor, y negras lágrimas cargadas de pintura. Y mientras se enjabonaba debajo de la ducha, Paulita, mientras dejaba que el agua le empapase el pelo, corriera por s cuerpo, Paulita pensó que Ricardo podía golpearla y humillarla, podía hacerla gozar, podía darle placer y dolor y tristeza, podía abandonarla, pero nunca, nunca jamás, ni aunque viviese un millón de años, iba a poder ganarle a un partido de scrábel, Ricardo a Paulita.

Ana María Shua nació en Buenos Aires en 1951. Su primer libro, El sol y yo, fue publicado cuando tenía dieciseis años. Por ese libro de poemas recibió dos premios. Desde entonces ha publicado diecisiete libros. Ha trabajado en publicidad, periodismo y como guionista de peliculas. Estudió en la Universidad de Buenos Aires, donde recibió su Maestría en Artes y Literatura. En 1976, con el advenimiento de la dictadura militar, su su familia se vio dividida por el exilio: su hermana y dos primos se vieron forzados a dejar el país, y Ana María decidió radicarse por algún tiempo en Francia con su esposo. En París trabajó para una revista española publicada por Cambio16. De vuelta en la Argentina, su primera novela, Soy Paciente, recibió el Primer premio del concurso internacional de narrativa de Editorial Losada. Un año más tarde publica Los días de pesca (historias cortas) y en 1984 la novela Los Amores de Laurita. Sus dos primeras novelas fueron llevadas al cine, en lo que marcó el comienzo de su trabajo como guionista de cine. Las mismas novelas fueron además traducidas al italiano y al alemán La sueñera (1984) es un libro difícil de clasificar: "historias brevísimas", sea quizás la mejor definición. Este libro, que fue el menos vendido de sus libros, fue uno de los más elogiados por la crítica. En 1988 escribió una nueva colección de historias cortas (Viajando se conoce gente), y comenzó su carrera en la literatura infantil con los libros La batalla entre los elefantes y los cocodrilos y Expedición al Amazonas, a los que seguirían otros como La fábrica del Terror (1990) y La puerta para salir del mundo (1992). Sus libros infantiles han sido reconocidos y premiados en Argentina, Estados Unidos, Venezuela y Alemania. En 1992 publicó un nuevo libro de historias brevísimas: Casa de Geishas. Entre 1993 y 1995 publicó varios libros relacionados a la cultura y a las tradiciones judías: Risas y emociones de la cocina judía, Cuentos judíos con fantasmas y demonios y El pueblo de los tontos. En 1993 recibió la becaGuggenheim para trabajar en su novela El libro de los recuerdos.

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