27 mayo, 2012

Guadalupe Nettel(México-D.F.,1973)

El cuerpo en que nací.(fragmento )

«Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho. No habría tenido ninguna relevancia de no haber sido porque la mácula en cuestión estaba en pleno centro del iris, es decir justo sobre la pupila por la que debe entrar la luz hasta el fondo del cerebro. En esa época, no se practicaban aún los trasplantes de córnea en niños recién nacidos: el lunar estaba condenado a permanecer ahí durante varios años…».


Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho. No habría tenido ninguna relevancia de no haber sido porque la mácula en cuestión estaba en pleno centro del iris, es decir justo sobre la pupila por la que debe entrar la luz hasta el fondo del cerebro. En esa época, no se practicaban aún los trasplantes de córnea en niños recién nacidos: el lunar estaba condenado a permanecer ahí durante varios años. La obstrucción de la pupila favoreció el desarrollo paulatino de una catarata, de la misma manera en que un túnel sin ventilación se va llenando de moho. El único consuelo que los médicos pudieron dar a mis padres en aquel momento fue la espera. Seguramente, cuando su hija terminara de crecer, la medicina habría avanzado lo suficiente para ofrecer la solución que entonces les faltaba. Mientras tanto, les aconsejaron someterme a una serie de ejercicios fastidiosos para que desarrollara, en la medida de lo posible, el ojo deficiente. Esto se hacía con movimientos oculares semejantes a los que propone Aldous Huxley en El arte de ver pero también –y es lo que más recuerdo– por medio de un parche que me tapaba el ojo izquierdo durante la mitad del día. Se trataba de un pedazo de tela con las orillas adhesivas semejantes a las de una calcomanía. El parche era color carne y ocultaba desde la parte superior del párpado hasta el principio del pómulo. A primera vista, daba la impresión de que en lugar de globo ocular sólo tenía una superficie lisa. Llevarlo me causaba una sensación opresiva y de injusticia. Era difícil aceptar que me lo pusieran cada mañana y que no había escondite o llanto que pudiera liberarme de aquel suplicio. Creo que no hubo un solo día en que no me resistiera. Habría sido tan fácil esperar a que me dejaran en la puerta de la escuela para quitármelo de un tirón, con el mismo gesto despreocupado con el que solía arrancarme las costras de las rodillas. Sin embargo, por una razón que aún no logro comprender, nunca intenté despegarlo.


Con ese parche yo debía ir a la escuela, reconocer a mi maestra y las formas de mis útiles escolares, volver a casa, comer y jugar durante una parte de la tarde. Alrededor de las cinco, alguien se acercaba a mí para avisarme que era hora de desprenderlo y, con esas palabras, me devolvía al mundo de la claridad y de las formas nítidas. Los objetos y la gente con los que me había relacionado hasta ese momento aparecían de una manera distinta. Podía ver a distancia y deslumbrarme con la copa de los árboles y su infinidad de hojas, el contorno de las nubes en el cielo, los matices de las flores, el trazado tan preciso de mis huellas digitales. Mi vida se dividía así entre dos clases de universo: el matinal, constituido sobre todo por sonidos y estímulos olfativos, pero también por colores nebulosos, y el vespertino, siempre liberador y a la vez de una precisión apabullante.


El colegio era, en tales circunstancias, un lugar aún más inhóspito de lo que suelen ser esas instituciones. Veía poco, pero lo suficiente para saber cómo manejarme dentro de aquel laberinto de pasillos, bardas y jardines. Me gustaba subir a los árboles. Mi sentido del tacto superdesarrollado me permitía distinguir con facilidad las ramas sólidas de las enclenques y saber en qué grietas del tronco se insertaba mejor el zapato. El problema no era el espacio, sino los demás niños. Ellos y yo sabíamos que entre nosotros había varias diferencias y nos segregábamos mutuamente. Mis compañeros de clase se preguntaban con suspicacia qué ocultaba detrás del parche –debía ser algo aterrador para tener que cubrirlo– y, en cuanto me distraía, acercaban sus manitas llenas de tierra intentando tocarlo. El ojo derecho, el que sí estaba a la vista, les causaba curiosidad y desconcierto. De adulta, en algunas ocasiones, ya sea en el consultorio del oculista o en la banca de algún parque, vuelvo a coincidir con uno de esos niños parchados y reconozco en ellos esa misma ansiedad tan característica de mi infancia que les impide estarse quietos. Para mí, se trata de una inconformidad ante el peligro y la prueba de que tienen un gran instinto de supervivencia. Son inquietos porque no soportan la idea de que ese mundo nebuloso se les escape de las manos. Deben explorar, encontrar la manera de apropiarse de él. No había otros niños así en mi colegio, pero tenía compañeros con otro tipo de anormalidades. Recuerdo a una nena muy dulce que era paralítica, un enano, una rubia de labio leporino, un niño con leucemia que nos abandonó antes de terminar la primaria. Todos nosotros compartíamos la certeza de que no éramos iguales a los demás y de que conocíamos mejor esta vida que aquella horda de inocentes que, en su corta existencia, aún no habían enfrentado ninguna desgracia.


Mis padres y yo visitamos oftalmólogos en las ciudades de Nueva York, Los Ángeles y Boston pero también Barcelona y Bogotá, donde oficiaban los célebres hermanos Barraquer. En cada uno de esos lugares, resonaba el mismo diagnóstico como un eco macabro que se repite a sí mismo, postergando la solución a un hipotético futuro. El médico que más frecuentamos oficiaba en el hospital oftalmológico de San Diego, justo detrás de la frontera, donde también vivía la hermana de mi padre. Se llamaba John Pentley y tenía el aspecto de un viejito bondadoso que prepara potingues y receta gotas para la felicidad. Administraba a mis padres una pomada espesa que ellos esparcían cada mañana dentro de mi ojo. También ponían unas gotas de atropina, sustancia que dilata la pupila a su máxima capacidad y que me hacía ver el mundo de manera deslumbrada, como si la realidad se hubiese convertido en la sala de un interrogatorio cósmico. Ese mismo médico aconsejaba la exposición de mis ojos a la luz negra. Para hacerlo, mis padres construyeron una caja de madera en la que cabía perfectamente mi pequeña cabeza, y la iluminaban con un foco de esas características. En el fondo, a manera de un cinemascopio primitivo, circulaban dibujos de animales: un venado, una tortuga, un pájaro, un pavorreal. La rutina tenía lugar por la tarde. Justo después, me quitaban el parche. Quizás, así contado, pueda parecer divertido, pero la verdad es que yo lo vivía como un auténtico tormento. Hay personas a las que obligan durante su infancia a estudiar un instrumento de música o a entrenarse para competiciones de gimnasia, a mí se me entrenaba a ver con la misma disciplina con que otros preparan su futuro como deportistas.


Pero la vista no era la única obsesión en mi familia. Mis padres parecían tomar la infancia como una etapa preparatoria en la que deben corregirse todos los defectos de fábrica con los que uno llega al mundo y se tomaban esa labor muy en serio. Recuerdo que una tarde, durante una consulta al ortopedista –quien carecía a todas luces de conocimientos de psicología infantil–, se le ocurrió asegurar que mis esquiotibiales eran demasiado cortos y que eso explicaba mi tendencia a encorvar la espalda como si intentara protegerme de algo. Cuando miro las fotos de aquella época, me parece que la curvatura en cuestión era apenas perceptible en las poses de perfil. Mucho más notoria resulta mi cara tensa y al mismo tiempo sonriente, como la que puede percibirse en algunas imágenes que tomó Diane Arbus de los niños en los suburbios neoyorquinos. Sin embargo, mi madre adoptó como un desafío personal la corrección de mi postura, a la que se refería con frecuencia con metáforas de animales. De modo que, a partir de entonces, además de los ejercicios para fortalecer el ojo derecho, incorporaron a mi rutina diaria una serie de estiramientos para las piernas. Tanto parecía llamarle la atención esa tendencia mía al enconchamiento que terminó encontrando un apodo o «nombre de cariño» que, según ella, correspondía perfectamente a mi manera de caminar.


–¡Cucaracha! –gritaba cada dos o tres horas–, ¡endereza la espalda!


–Cucarachita, es hora de ponerse la atropina.


Quiero que me diga sin tapujos, doctora Sazlavski, si un ser humano puede salir indemne de semejante régimen. Y si es así, ¿por qué no fue mi caso? Mirándolo bien, no es algo tan extraño. Muchas personas deben padecer durante su niñez ese trato correctivo que no responde sino a las obsesiones, más o menos arbitrarias, de los padres: «No se habla así sino de esta otra manera», «No se come de esa forma sino de esta otra», «No se hacen tales cosas sino tales otras», «No se piensa esto sino aquello». Quizás en eso radique la verdadera conservación de la especie, en perpetuar hasta la última generación de humanos las neurosis de nuestros antepasados, las heridas que nos vamos heredando como una segunda carga genética.


Más o menos a la mitad de todo este entrenamiento, un hecho importante tuvo lugar en nuestra estructurada vida de familia: una tarde, muy poco antes de las vacaciones de verano, mi madre trajo al mundo a Lucas, un niño rubio y rollizo que la entretuvo bastante y que logró distraer su actividad correctiva al menos por unos meses. No hablaré demasiado de mi hermano pues no es mi intención contar o interpretar su historia como tampoco me interesa contar ni interpretar la de nadie, excepto la mía. Sin embargo, para desgracia de mi hermano y de mis padres, buena parte de su vida se entrelaza con la mía. Aun así, quisiera aclarar que el origen de este relato radica en la necesidad de entender ciertos hechos y ciertas dinámicas que forjaron esta amalgama compleja, este mosaico de imágenes, recuerdos y emociones que conmigo respira, recuerda, se relaciona con los otros y se refugia en el lápiz como otros se refugian en el alcohol o en el juego.


Un verano, finalmente el doctor Pentley anunció que podíamos dejar atrás el uso cotidiano del parche. Según él, mi nervio óptico se había desarrollado hasta el máximo de su capacidad. Sólo quedaba esperar a que terminara de crecer para poder operarme. Aunque han pasado ya casi treinta años desde entonces, no he olvidado ese momento. Era una mañana fresca iluminada por el sol. Mis padres, mi hermano y yo salimos de la clínica tomados de la mano. Muy cerca de allí había un parque al que fuimos a pasear en busca de un helado, como la familia normal que seríamos –o al menos eso soñábamos– a partir de ese momento. Podíamos felicitarnos: habíamos ganado la batalla por resistencia.


Entre los buenos momentos que tuve con mi familia, recuerdo en particular los fines de semana que pasamos juntos en nuestra casa de campo, situada en el estado de Morelos, a una hora de la Ciudad de México. Mi padre había adquirido aquel terreno justo después del nacimiento de mi hermano y construyó una casa diseñada por mi madre con ayuda de un prestigioso arquitecto. Llevados por no sé qué sueños románticos, levantaron un establo y una caballeriza. Sin embargo, los únicos animales que llegamos a tener fueron un pastor alemán y una buena cantidad de gallinas muy aplicadas en la producción de huevos. Por más que insistí, nunca logré que compraran borregos ni ponis. La relación que teníamos con la Betty, nuestra perra de fin de semana, era amorosa y distante a la vez. Nunca sentimos la responsabilidad de educarla, sacarla a pasear o alimentarla y por lo tanto, aunque nos trataba muy cariñosamente, su fidelidad canina le pertenecía al jardinero. Detrás de la granja había un arroyo transparente donde solíamos bañarnos con bolsas de plástico para cazar renacuajos y ajolotes, esos animales misteriosos que Cortázar habría de mitificar en un cuento. Mi hermano y yo pasábamos más de cinco horas al día metidos en el agua con las botas de plástico y el traje de baño puestos. Ahora, treinta años más tarde, resulta impensable bañarse en ese río lleno de excrementos y residuos tóxicos. Una de las maravillas de esa casa era la abundancia de sus árboles frutales, sobre todo mangos, limones y aguacates. Muchas veces, al volver a la ciudad, llevábamos en el coche cajas de esta última fruta para vender en los departamentos vecinos. Mi hermano y yo nos encargábamos de esa tarea y así juntábamos unos buenos ahorros que despilfarrar durante las vacaciones.




Por esas fechas –yo debía estar comenzando la primaria– empecé a adquirir el hábito de la lectura. Había empezado a leer un par de años atrás, pero, dado que ahora tenía un acceso continuo al universo nítido al que pertenecen las letras y los dibujos de los libros infantiles, decidí aprovecharlo. Leía cuentos principalmente, algunos más o menos largos como los de Wilde y los de Stevenson. Prefería las historias de suspenso o de miedo como El retrato de Dorian Gray o El diablo en una botella. También leía con frecuencia un volumen de leyendas bíblicas que tenía mi padre –igual o más aterradoras–, como aquella en la que la princesa Salomé decide decapitar al hombre que tanto deseaba o aquella en la que arrojan a Daniel a la fosa de los leones. El paso a la escritura se dio naturalmente. En mis cuadernos a rayas, de forma francesa, apuntaba historias en las que los protagonistas eran mis compañeros de clase que paseaban por países remotos donde les sucedían toda clase de calamidades. Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no podía desperdiciarla. La maestra no tardó en darse cuenta y, movida por una extraña solidaridad, decidió organizar una tertulia literaria para que pudiera expresarme. No acepté leer en público sin antes asegurarme de que algún adulto se quedaría a mi lado esa tarde hasta que mis padres vinieran a buscarme, pues era probable que a más de uno de mis compañeros le diera por ajustar cuentas a la salida de clases. Sin embargo, las cosas ocurrieron de forma distinta a como yo esperaba: al terminar la lectura de un relato en el que seis compañeritos morían trágicamente mientras intentaban escapar de una pirámide egipcia, los niños de mi salón aplaudieron emocionados. Quienes habían protagonizado la historia se aproximaron satisfechos a felicitarme, y quienes no, me suplicaron que los hiciera partícipes del siguiente cuento. Así fue como poco a poco adquirí un lugar particular dentro de la escuela. No había dejado de ser marginal, pero esa marginalidad ya no era opresiva.




Eran los años setenta y mi familia había abrazado algunas de las ideas progresistas que imperaban en ese momento. Mi escuela, por ejemplo, era uno de los pocos colegios Montessori de la Ciudad de México (ahora hay uno en cada esquina). Sé que en esa época había instituciones donde los niños podían hacer literalmente lo que les diera la gana. Podían, para no ir más lejos, incendiar las aulas de clase sin por ello ir a la cárcel ni sufrir castigos contundentes. En mi escuela, en cambio, no teníamos ni una libertad absoluta ni una asfixiante disciplina. No había pizarrón ni pupitres dispuestos frente a la maestra, que, por cierto, no respondía a ese mote sino al de «guía». Los niños contábamos con una mesa verdadera, un escritorio que nos pertenecía, al menos durante ese año, y sobre el cual era lícito dejar marcas distintivas, dibujos o calcomanías, siempre y cuando no dañáramos el mobiliario irreparablemente. Junto a las paredes, había libreros y repisas en los que se guardaba el material de trabajo: mapas de madera a modo de rompecabezas con todos los países y las banderas del mundo; tablas de multiplicar semejantes al Scrabble, letras con texturas, campanas de diferentes tamaños, figuras geométricas de metal, láminas plastificadas con las diversas partes de la anatomía humana y sus nombres, por mencionar algunos. Antes de utilizarlos, cada niño debía pedir instrucciones a la guía. Poco importaba lo que uno hiciera durante la mañana con tal de que trabajara en algo o por lo menos lo fingiera. Varias veces al año, se celebraban reuniones de todas las familias y era entonces cuando uno conseguía medir los estragos que aquella década desatada había causado en cada una. A esas fiestas acudían por ejemplo niños cuyos padres vivían en trío o en otras situaciones de poligamia y, en vez de sentirse avergonzados, se jactaban de ello. Los nombres de mis contemporáneos constituyen otro vestigio elocuente de esa época. Algunos respondían a las tendencias ideológicas de la familia como «Krouchevna», «Lenin», incluso «Soviet Supremo», a quien apodamos «el Viet». Otros a creencias religiosas como «Uma» o «Lini», cuyo nombre completo hacía honor a la serpiente energética de la India, y otros a cultos más personales como «Clítoris». Éste era el nombre de una niña hermosa e inocente –hija de un escritor infrarrealista– que no comprendía aún el agravio que le habían hecho sus padres y que, para su desgracia, no contaba con ningún apodo.


Por fortuna, mi familia no era tan estrafalaria. Tenían ideas bizarras acerca de nuestra educación, pero nada que pudiera afectarnos de forma irremediable. Entre las consignas particulares que se habían impuesto, estaba la de no mentirnos. Decisión absurda –desde mi punto de vista– que lograron respetar, durante algunos años, en cosas no tan fundamentales, como la inutilidad de la religión, la existencia de Santa Claus, en quien nunca nos permitieron creer, o la forma en que los niños vienen al mundo. Vivir bajo esas condiciones también nos situaba al margen de la mayoría: si a alguna edad es posible disfrutar la época ominosa que sobreviene al final de cada año: los villancicos en el supermercado, los pinos decorados en las ventanas, y todo lo que constituye a la así llamada «magia de la Navidad», a nosotros se nos privó de ello. Cada vez que un hombre gordo con barba postiza y el característico traje rojo aparecía en los pasillos de los centros comerciales a los que acudíamos, mis padres se acuclillaban para susurrarnos al oído que se trataba de un impostor, «un señor disfrazado sin otra manera de ganarse la vida». Con esas pocas palabras, convertían al fabuloso Santa en un ser lastimero, por no decir patético. Nuestros compañeros de escuela, en cambio, sí creían en toda esa parafernalia y por supuesto la disfrutaban. Con toda inocencia, escribían sus cartas de fin de año, pidiendo tal o cual regalo, cartas a veces exageradas que sus padres procuraban cumplir al pie de la letra. Varios de esos papás se acercaron a nosotros a la salida de clase para suplicarnos que no reveláramos el secreto. Mi hermano y yo debíamos mordernos la lengua, resistir a la enorme tentación de desengañarlos. He de reconocer que también sentía cierta nostalgia de aquella ilusión. Me parecía una injusticia no poder creer en los cuentos navideños como todos los demás. El día 25 nosotros encontrábamos, debajo del pino, regalos que nuestros padres habían dejado sobre aviso durante la noche. Están, entre los más memorables, un triciclo rojo que usé hasta los cinco años y también un par de binoculares que inauguraron toda una vocación de vida: nuestro departamento estaba situado en un conjunto de edificios y las ventanas de los vecinos constituían un menú casi ilimitado. El aumento de esos gemelos no era muy poderoso pero permitía ver de forma aproximada lo que sucedía en los alrededores. No sé si al elegir este obsequio mis padres fueron conscientes de ello, pero para mí se trató de una pequeña compensación por los años en que habían limitado mi vista con el parche. Gracias a esta maravillosa herramienta, yo pude entrar durante años en las viviendas ajenas y observar cosas a las que los demás no tenían acceso.


Otra de las ideas dominantes en mi familia era la de otorgarnos una educación sexual libre de tabúes y represiones de cualquier índole. Ésta se llevaba a cabo a través de un diálogo abierto y en ocasiones excesivamente franco sobre el tema, pero también por medio de relatos alegóricos. Durante muchas noches –aunque también podía ocurrir a mitad de la tarde si lo consideraba oportuno– mi madre me contaba una historia de su propia y sorprendente inspiración, aclarando, eso sí, que se trataba de un relato ficticio con propósitos educativos. Recuerdo por ejemplo su versión muy peculiar de «La bella durmiente» más o menos así:


Una tarde fría, de invierno, la reina llamó alarmada al doctor de la corte para explicarle que hacía más de dos meses que no menstruaba. El médico, asombrado de la ingenuidad de su soberana, le respondió: «Su majestad debería saber a estas alturas que si una mujer –noble o plebeya– no sangra durante más de treinta días seguidos, lo más probable es que se encuentre preñada.» Esa tarde el rey y la reina anunciaron la noticia a los súbditos: muy pronto habría un heredero al trono. Y fue así como, en menos de nueve meses, nació una bella princesita a la que llamaron Aurora.


Lo que sucedía después: la rueca envenenada, el sueño de la princesa y todo lo demás, dejaba de tener importancia después de un inicio como ése. Sin embargo, el cuento no explicaba del todo el asunto. Al poco tiempo, esa información empezó a resultarme incompleta y por lo mismo inquietante. ¿Cuál era exactamente la naturaleza de la regla? ¿Por qué razón podía una reina quedar encinta? ¿Qué relación tenía el sangrado femenino con la fabricación de un bebé? La historia no aclaraba todo eso. Mis padres no querían mentirnos al respecto, pero tampoco les resultaba fácil luchar, como pretendían, contra la tradición de misterio en la que ellos mismos habían sido educados. Para facilitarse la empresa, nos regalaron una colección de libros que explicaban la anatomía detallada de los hombres y las mujeres, así como las relaciones sexuales y su consecuencia. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de asimilar el tema de la reproducción, mis padres se apresuraron a explicarnos que el uso de los genitales no estaba únicamente destinado a ese fin, sino a otros recreativos como el sexo. Si bien los hijos eran producto del coito, el objetivo de un encuentro como ése no era el de engendrar nuevas vidas, al menos no en la mayoría de los casos.


En vez de adquirir claridad, las cosas se volvían cada vez más confusas y desesperantes.


–Entonces –preguntaba yo camino a la escuela, desde el asiento trasero del coche, intentando recapitular–, ¿para qué tiene la gente relaciones sexuales?


–Para sentir placer –respondían al unísono los dos adultos sentados en la parte de delante.


Mientras mi hermano se entregaba absorto a la contemplación de los coches que circulaban por la calle, yo volvía al ataque:


–¿Pero qué quiere decir eso?


–Algo que nos gusta mucho, como bailar o comer chocolates.


¡Comer chocolates! Con una respuesta así, lo más probable es que a una niña se le antojara encerrarse esa misma mañana en el baño del colegio con el primer varón que encontrara en su camino. ¿Por qué a nadie se le ocurrió responder, doctora Sazlavski, que las relaciones sexuales se tienen por amor y que son una forma alternativa de demostrarlo? Quizás habría sido un poco más preciso y menos inquietante, ¿no le parece? Es de suponer que al contarnos todas esas cosas se sentían más responsables y evolucionados que sus propias familias y esa satisfacción les impedía ver el desasosiego que generaban en mi mente. No les quito razón, pero siento que, al menos en lo que a mí respecta, esa «educación» fue demasiado precoz (yo tenía seis años) y también un poco agobiante. En cambio mi hermano, quien tenía apenas tres, pasó por encima de todo esto como quien sube a una barca veinte minutos antes de que estalle un tsunami y permite con tranquilidad inocente que la ola le pase por debajo.


A diferencia del secreto navideño que mi hermano y yo sí respetábamos, decidí que nadie a mi alrededor quedaría desinformado de la cuestión reproductora. Al punto que inventé un periódico mural, cuya primera edición estuvo enteramente dedicada a ese tema. El equipo de redacción lo conformaban tres hermanas de apellido Rinaldi cuyos padres eran aún más liberales que los míos. La dueña de la escuela, una mujer muy amable y en cierta medida indulgente, nos permitió colgarlo durante varios días. Sin embargo, muy pronto se vio inhibida por las quejas de los padres más conservadores, quienes llegaron a amenazarla con sacar a sus hijos de la escuela. Otras familias salieron en nuestra defensa. Por primera vez escuché hablar de la libertad de expresión, una quimera tan obsoleta en mi país como la de Quetzlcoatl, la serpiente emplumada.


Las hermanas Rinaldi habían estado siempre en el colegio pero nunca habíamos coincidido en un salón de clases. Entablamos amistad durante una de esas comidas de Fin de Año que se llevaban a cabo en una casa de campo. Nuestros padres respectivos simpatizaron de inmediato y decidieron reunirse un par de fines de semana. Viajamos juntos a Cuernavaca y a Valle de Bravo. Las Rinaldi eran rubias, pecosas y dotadas de un sorprendente sentido del humor. La mayor se llamaba Irene y cursaba el mismo grado que yo, pero en un grupo distinto. Pasaba los recreos de manera clandestina en la azotea de la escuela, lejos del bullicio del patio y absorta en sus propios juegos. Como yo, tampoco le tenía miedo a las alturas. No tardamos en hacernos muy buenas amigas. Su familia vivía en la subida al cerro del Ajusco que en ese tiempo se consideraba todavía las afueras de las ciudad. La casa, aún en construcción, constaba de una estancia con cocina americana, un taller de escultura en el que trabajaba su madre, una sala comedor y dos grandes tapancos, situados frente a frente, que fungían como dormitorios sin cortinas ni puertas. Como si esto no bastara, los padres de Irene tenían la costumbre de ceder a sus impulsos sexuales delante de sus hijas y sin importar el lugar de la casa en el que estuvieran. En una ocasión, a mí también me tocó verlos en pleno aquelarre mientras las niñas mirábamos las caricaturas en la sala de estar. Las tres hermanas siguieron absortas delante de la tele, actuando como si nada ocurriera a nuestro alrededor. Yo, en cambio, me quedé de piedra, mirando fijamente el espectáculo. Se trataba de la demostración práctica de una teoría que había estado escuchando varios meses. Y, sin embargo, era difícil relacionar lo que ocurría frente a mis ojos con los libros sobre anatomía y reproducción. Me pregunté si en ese momento los padres de Irene estaban haciendo a una cuarta hermanita o si sólo era una forma de pasársela bien. Pero ¿cómo podía alguien «pasársela bien» de esa manera tan extraña? Sus movimientos se parecían más a los de una lucha cuerpo a cuerpo como las que mi hermano y yo teníamos con frecuencia para determinar la propiedad de un juguete. Pujidos, gritos, mordidas, llaves de judo. ¿Qué relación podía tener esto con comer chocolates? El espectáculo era tan violento que Max, el perro de la casa, un pekinés malencarado, con colmillos muy filosos, se acercó para intentar detenerlo, tirando de la camiseta del Gonzalo Rinaldi que montaba alegremente la grupa de su esposa. Al sentir el mordisco en la espalda, el papá de Irene se volvió con expresión de dolor y de una patada lanzó al animal al suelo. Entonces Andrea, la hermana de en medio, soltó la carcajada y yo no pude sino hacer lo mismo. Las otras dos se unieron después a esa risa nerviosa que no lográbamos detener. ¿Dónde estarán estas chicas ahora? ¿Habrán sobrevivido honrosamente a la década de los setenta? Eso espero de todo corazón. Sin embargo, no me extrañaría descubrir que alguna de ellas se encuentra ahora internada en un psiquiátrico y tampoco que alguna se haya transformado en una mojigata. Se dice que el giro tan conservador que dio la generación a la que pertenezco se debe en gran medida a la aparición del sida, yo estoy segura de que nuestra actitud es en buena parte una reacción a la forma tan experimental en que nuestros padres encararon la vida adulta.


© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2011




Guadalupe Nettel nació en ciudad de México en 1973. Es autora de tres libros de cuentos: Juegos de artificioLes jours fossiles y Pétalos. En 1992 obtuvo el Prix de la Meilleure nouvelle en Langue Française para países no francófonos deRadio France Internationale. Colabora, desde hace varios años, con distintas revistas y suplementos literarios francófonos e hispanoparlantes comoLateralLetras LibresParéntesisLa Jornada SemanalL’atelier du roman yL’inconvénient. Doctorada en literatura en la Universidad de París, su obra El huesped, publicada simultáneamente en castellano y francés (Actes Sud), ha recibido el prestigioso premio  Anna Seghers. Petalos, libro de relatos, fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en México y el Premio Antonin Artaud.

26 mayo, 2012

Alice Sebold (EE.UU.,1963)


"Sabía de las limitaciones de mi madre porque también yo las llevaba... Entonces me di cuenta de algo que intuía desde hacía años pero no había sido capaz de nombrar: que yo había nacido para ser su representante en el mundo y llevar ese mundo a casa, ya fuera con manualidades de papel pinocho hechas en los primeros años de escuela o enfrentándome a un grupo de hombres enfurecidos en nuestro jardín. Lo haría todo por ella. Aquel era nuestro acuerdo tácito particular, la forma en que esta niña servía a su madre. (...) No me planteaba qué me estaba sucediendo. Había empezado a perseguir a mi marido como alguna vez había perseguido a mi madre, intentando estar a su altura, una niña sombra que se esforzaba por ser lo que creía que ellos querían que fuera."


Casi la luna, Mondadori,2008.

16 mayo, 2012

Liliana Heer (Sta Fe.Argentina,1943)


Dejarse LlevarRelatos, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1980





Esa tarde, después de regar las plantas y recoger algunas prendas del patio, Alba comenzó a hojear el diario deteniéndose como de costumbre en dos secciones: Espectáculos y Avisos Clasificados. Su madre había ido a misa y esos momentos de soledad no dejaban de tener un singular atractivo.


Empezó por la crítica extensa de una película española. Un hombre sometía a máximas mutilaciones a su hermanastra convirtiéndose luego en víctima, debido a un accidente que lo obligó a permanecer el resto de sus días al cuidado de ella.
Los cuidados de su madre eran tan esmerados que por un instante deseó verla inmóvil o con alguna imposibilidad que no le permitiera circular más allá de los habituales registros de la feria. Cuando niña exigía su presencia constante para salvar la sensación de ser diferente a los demás. Después, una serie de hechos como la muerte del padre y el traslado del hermano mayor fueron cristalizando su reducido entorno. Ignoraba si los obstáculos provenían de su persona, o si la falta de acceso a los lugares que su edad requería era la causa del aislamiento.


Una fotografía llamó su atención. Mostraba a un hombre en una toma de medio cuerpo, con un brazo extendido hacia arriba y el otro hacia el costado, en postura de abrazar los barrotes de una celda. El sweater a rayas, la boca entreabierta y el cabello hasta la altura de las cejas. Bajo la foto estaba escrito el siguiente texto: “El Sena arrastra un cuerpo humano; en tales circunstancias el río adquiere un contenido solemne...”
Alba miró el reloj y comprobó que aún faltaba tiempo para que su madre volviera. Extrajo del ropero un cuaderno y se dispuso a tomar nota de algunos avisos de empleo. Varias páginas se encontraban cubiertas con direcciones a las cuales ya había mandado cartas, sin obtener respuesta en algunos casos, y en otros no pudiéndose presentar por haber obviado ciertos detalles. Registró primero el pedido de una maestra para enseñar dos idiomas (francés y alemán) a siamesas de nueve años, con el beneficio de una doble remuneración aunque la tarea fuese realizada al unísono. El segundo aviso consistía en el pedido de alguien cuya exclusiva actividad sería permanecer en un domicilio esperando la llegada de mercaderías que a la vez debería reenviar a otra dirección. Al tercero demoró en copiarlo. Lo leyó varias veces. Se trataba de la búsqueda de una secretaria para la Nueva Agencia de Relaciones Matrimoniales entre Personas Impedidas.


Alba desconocía por completo la existencia y por lo tanto el funcionamiento de este tipo de institución. Una sonrisa alteró su rostro, con rápidos movimientos comenzó a revisar los diarios de días anteriores con el objeto de encontrar mayor información sobre el tema, pero lo único que figuraba era el número de una Casilla de Correos: 3457. Ante lo infructuoso del intento resolvió escribir solicitando el cargo. De ese modo, en el caso de ser aceptada, podría conocer el sitio al cual dirigirse como solicitante del servicio. Para despertar el interés de los directores de la agencia, acompañó la solicitud con una fotografía de cuerpo entero de una mujer de 23 años, rubia, de aspecto extranjero y vestimenta acorde con los anteriores caracteres, y aclaró en la posdata: “La toma fue procesada en la ciudad de Munich el quince de marzo de 19. Cuando fui elegida Miss Secretaria. Espero que en este país el parámetro de observación sea equivalente”.


Su ocurrencia logró calmar la inicial inquietud. Alba dio por sentado que mediaban cortos días entre su ostracismo y el promisorio ingreso a un nuevo status familiar. Múltiples fueron las ideas que se fue planteando: estaría frente a personas cuya tarea consistía en detectar defectos para su mejor agrupación, por ende, no sería necesario ocultar los suyos. Esto en principio le resultaba inimaginable. Todos sus esfuerzos desde aquella fiesta de comunión, en que la diferencia se hizo indisimulable, habían estado centrados en concebir estrategias de engaño o revertir la situación de tal manera que el descolocado fuese el otro. Ahora presentaría sus síntomas con parsimonia. Después de todo, entre los incapacitados, su invalidez no era de las peores. Muchas veces se había detenido a observar la ceguera de una empleada de correos cuya función era hacer encomiendas. También, movida por la curiosidad, había seguido los juegos del conjunto mogólico constituido por los hijos menores del sacristán.


Un entusiasmo creciente se apoderó de Alba. Su desacostumbrada solicitud despertó en la madre una simétrica violencia. La señora entendía cualquier cambio como el producto de una desubicación. El peso de su cruz estaba tan calibrado que cualquier alteración la hacía sentir invadida por un malestar evidenciado mediante reproches. Alba, aunque consciente de la función de los reproches, mezcla de descarga y toma de poder, no podía evitar el enmudecimiento acompañado de dolor a la altura de las cuerdas vocales y lagrimeo. Esa noche conservó el estilo, pero sin lágrimas y se recluyó en su habitación a pensar en el encuentro que tendría con los candidatos.
Si bien le resultaba difícil mantener una postura realista por su tendencia al fantaseo, consideró de suma importancia hacerlo. De su padre hubiera querido heredar ese sutil respeto hacia la óptica clara en momentos complejos. El la hubiera ayudado con un papel y un lápiz haciendo cuadros de los posibles injertos. Su recuerdo la llevó a la aplicación del método. Comenzó por enumerar las malformaciones con puntajes decrecientes, acordes a la gravedad. Por ejemplo, mientras a un paralítico le adjudicaba un punto, a un hemipléjico dos y a un rengo nueve. Su predilección por los rengos la conmovió; la conmovió el contraste de dos figuras opuestas ligadas por un balanceo. “Incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia”. De frente, firme, armado y al paso siguiente, incluso en el intervalo, un soslayo imprevisto y: a todo servicio, siempre que quiera, de rodillas, tengo sed. Nada más que gestos: entretelones de duda.


Alba juzgó que su puntaje no alcanzaba la altura del signo anhelado; los ejercicios tempranamente iniciados habían sido incompletos y carecía de fluidez para entablar una comunicación franca con sus elegidos. Sin embargo, escalonó en abanico las diferentes clases que la categoría rengos incluía. Supuso que las variedades a tener en cuenta podrían estar determinadas por nacimiento versus adquisición y accidente versus enfermedad. El factor entrenamiento podía llegar a alterar los cruces, no obstante, era un considerando que por el momento excedía su análisis. Optó por dejar de lado “pie cobo”, concentrándose durante varias horas en diferentes tipos de prótesis; luego tomó la decisión de acostarse por sumatoria de cabeceos.


Los días anteriores al recibo de la carta fueron ricos en conjeturas. El giro se dio después. Frente a la carta de aceptación, con una amable cita, sus manos empezaron a temblar en contrapunto con un dolor agudo en las cuerdas vocales.


¿Cómo podía una simple respuesta alterar su festiva actitud de entrega, siendo previsible el contenido de la carta y coincidente con el entusiasmo que había sentido al enviar la fotografía? Se miró en el único espejo que había en la casa; como era pequeño recortaba sus cuatro extremidades. Miró la imagen revertida con la promesa de recurrir a un espejo mayor. Miró con ojos que intentaron borrar anteriores miradas de rutina. Atravesó el caparazón de su rostro mudo y con suavidad entreabrió los labios. Entreabrió los labios como para pronunciar su nombre, olvidada de las muecas, y todos los dientes le sonrieron. El nombre aún resonaba mientras ella con la mano en el mentón, índice de una espera, emprendió un diálogo que incluía sus ojos. Ya no miraban mirar, húmedos en caleidoscópico brillo vieron abrirse el íntimo acuerdo conquistado. La gracia de esa reversión persistió en otros espejos en los que con similar efervescencia, superando las costras, Alba observó los músculos y las turgencias que la conformaban. Cuello, hombros, dos brazos que no podían dejar de tocarse, el pecho con senos sedientos, la cintura velada por la vestimenta, pero intuida por los roces, más en las caderas y los muslos firmes. Poco conocía de su espalda. A sus piernas entreabiertas también las sintió desconocidas. Ella sola no podía hacerlo todo. Sería bueno ir, así, dejarse llevar al igual que el cuerpo arrastrado por las aguas del Sena.

recopilado en Cuentos de escritoras argentinas, antología, selección y prólogo de Guillermo Saavedra, Alfaguara, Buenos Aires, 2002. 
*Texto publicado en "abanico", revista de letras de la Biblioteca Nacional de la República Argentina

15 mayo, 2012

Amanda Davis(EE.UU.,1970-2003)


"Me estoy dejando algo. Verán, ese algo era mi risa. Tengo una risa espantosa, toda mi vida he tenido una risa horripilante. Cuando río los sonidos que salen de mi garganta perturban a los que se encuentran a mi alrededor. Mi risa daña, hace que la gente sienta náuseas o se irrite. Deja de hacer ese ruido tan espantoso, gritan mientras se alejan corriendo con las manos en los oídos. Es tan terrorífica que no se me permite entrar al cine para ver una película. Ésto viola mis derechos, les decía, hasta que implantaron las proyecciones privadas. El proyeccionista abandonaba el edificio y se sentaba en la acera. Yo salía a buscarlo cada vez que se acababa un rollo.
Así que ya podrán imaginar lo que significaba conocer a un hombre al que no le importara. La primera vez que me reí junto a él –estábamos sentados en mi hall de la entrada cuando se me escapó una risa tonta, nerviosa y frenética y traté de frenarla con brusquedad con la mano, meterla de nuevo garganta abajo-, él se limitó a recogerme un mechón de pelo detrás de la oreja y susurró: Sos muy hermosa."


fragmento de McSweeney's (relatos breves)



Amanda Davis se crió en Durham, Carolina del Norte, y vivió en Nueva York y Oakland, California, donde  enseñó en el programa de la AM en el Mills College. Davis es el autor de Circling the Drain  , una colección de historias cortas. Recibió becas de ficción de la Pan Pan Escritores Conferencia y la Conferencia de Escritores de Wesleyan, y becas de residencia del  Centro de Blue Mountain, del Programa Djerassi Resident artista, del Centro de Tyrone Guthrie, The MacDowell Colony  y la Corporación de Yaddo.
Su ficción, no ficción, y las revisiones han sido publicados en Esquire , Bookforum , Libro Negro, McSweeney , Poetas y Escritores , Historia , Seventeen y Mejores Nuevas Voces de América 2001. WONDER WHEN YOU’LL MISS ME es su primera novela. Fue galardonada con el New York Public Library Young Lions Premio de Honor. Falleció en un accidente el 14 de marzode 2003.


su pagina http://wonderwhenyoullmissme.com/index.html
se puede leer sobre ella aquí

10 mayo, 2012

Rosa Beltrán( México, 1960)

La máquina del tiempo

El profesor Sigma, científico eminente, logró por fin construir la máquina que devolvía las cosas perdidas. En cuanto se dio la noticia, todos en el pueblo acudieron. No había quien no quisiera usarla, pues cada uno había perdido algo en su vida que estaba ansioso por recuperar. El señor Gastón,el hombre más rico del lugar, acudió en medio del acto. Estaba desesperado por saber cuánto tenía en el banco. Había perdido la cuenta de los ceros en su libreta de ahorros. La máquina se accionó y enseguida apareció la cantidad de 100000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000 pesos, que dejó boquiabierto a todo el mundo,más aún cuando se supo que la cifra era precisa. Ante el asombro de la multitud, el señor Gastón decidió comprar la máquina, invirtiendo pesosobre peso lo que tenía. Su idea era cobrar por cada objeto que la gente quisiera recuperar. El profesor Sigma, científico humanista, no tuvo ob- jeción; pensó que de esa forma, todos podrían tener algo de lo perdido yque con la suma adquirida, la ciencia se beneficiaría al recibir un gran estímulo para sus investigaciones. Así pues, vendió la máquina, previafirma del contrato, y donó la cantidad completa a la Sociedad Científica de Inventores de Máquinas y Artilugios Relacionados con el Tiempo.
Pero los precios del señor Gastón resultaron altísimos. Quería recobrar su inversión y, de ser posible, centuplicarla cuando menos. Mas, como la gente no tenía el dinero necesario, el dueño acordó recibir lo que cada uno tuviera e irle devolviendo lo perdido en abonos. Para ello, accionaría la máquina en orma parcial, sin bajar la palanca del todo.
La primera en llegar fue la cocinera del pueblo, que algo de dinero tenía dada su abundante clientela, pues para comer y gastar todo es cosade empezar. Asentó una gran bolsa con billetes, se paró frente al artefacto aquél y pidió que volviera su amor. Por un orificio salió un gordo majadero que enseguida le pegó porque se le había salado la sopa. Luego, se acercó un viejo que junto con los años había perdido la alegría. Pagó lasuma reunida, accionó la palanca hasta la mitad y esperó. Volvieron los años, pero no la alegría. Un par de nietas acudió a buscar a su abuelo. Lo único que regresó fue el bastón y el sombrero. La gente se empezó a de-cepcionar. Comenzó a preguntarse sobre la utilidad del invento. Pero laesperanza muere al último, así que llegó por fin un niño que había per-dido a su perro. Agitó su alcancía y se la dio al señor Gastón, quien no tuvo más remedio que recibirla y jalar un centímetro la palanca, torcien-do la boca. Sólo regresaron el olor y las pulgas. Junto con el chasco, el niñose ganó el mal humor de su madre, pues por más que se bañara y tallara con bastante jabón, no dejó de seguirlo un olor a perro y un comité de pulgas que lo hacía rascarse todo el tiempo.
Decepcionado, el profesor Sigma, científico honorable, se presentó frente al comprador. Su invento no había sido destinado para ese uso, explicó. Lo perdido debía regresar completo. De no ser así, se haría mala fama a la ciencia, la máquina se descompondría, su nombre de científico seríapisoteado… En fin, que si no se daba el uso correcto al aparato, estaba decidido a devolver la inversión. El señor Gastón acordó buscar a personas pudientes, de preferencia extranjeros, y bajar la palanca hasta el tope a señora Pírrica (una mujer muy, muy rica) pidió que le fuera de- vuelto un collar de esmeraldas que le habían robado, ya no se acordaba en cuál revolución. Pagó una barbaridad, el señor Gastón hizo una caravana y jaló la palanca hasta el piso. El collar volvió íntegro, pero la Señora no se conformó. Dijo, con gran decepción, que en su recuerdo el collarera mucho más bello. El Duque de No Sé Cuántos —pues no sabía cuántos reinos tuvo y perdió— exigió que se los devolvieran uno a uno. La máquina funcionó, pero los reinos regresaron poblados con gente que ni siquiera sabía hablar su lengua y entre la que había muchos pobres queel Duque antes no vio.
Ante tal desastre, el pueblo se amotinó, incluido el señor Gastón, fren-te a la Sociedad Científica de Inventores, para que le devolvieran su dine-ro. Como ésta lo había gastado ya en otro invento donde era posible pensar el día menos pensado, no pudo devolver la suma, con lo cual la gente fue a armarse con picos y palos para destruir la máquina. Y fue destruida,
a la vista de todos, en la plaza. El profesor Sigma, científico intachable,dio la media vuelta y volvió a su labor. Según declaró, el experimento había sido un éxito. El problema estaba en la gente, que había perdido el sentido de lo que podría hacerse con tan prodigioso invento

Sara Gallardo (Buenos Aires,1931-1988)

La rosa en el viento de Sara Gallardo


Italia y Francia unidas, marrones, desiertas. Y viento, huracán.

A ojo de estrellas, mesetas escalonadas desde el océano hasta los Andes, peldaños que pueden contar dos mil metros.

A ojo de hombre, arena voladora, treinta grados bajo cero.

El mayor índice de suicidios, el mayor índice de locura del mundo.

Árboles en cualquier parte copudos aquí son arbustos.

Raíces en meandros buscan, retorcidas.

Si esto pasa a los árboles qué pasará a las almas.

Broches de zafiro y diamante en una momia, hay manchones de geografía que centellean en aquel territorio: lagos, araucarias, nieves.

Ni un pájaro canta en ellos.

Al pie del planeta está el estrecho de Magallanes. Una grafía cruel, de rúbricas marcadas por el espanto.

Si es la firma del autor, el vendaval la acompaña con un sarcasmo eterno.

También hay seres felices, que se zambullen en el tumulto de espuma protegidos por masas de sebo.

Ballenas, lobos marinos.

Removiendo con lentitud de pesadilla tentáculos de cuerno, las centollas dejan la profundidad glacial amontonadas en las redes.


En los precipicios el hielo es negro a causa de milenios de polvo congelado.

Ríos arrastran hebras de oro.

Troncos gigantes caídos, Olimpo de catástrofe, un bosque se ha hecho piedra y la vitalidad del pleistoceno, larvas o insectos, es piedra también sobre ellos.

El arrayán que en otras latitudes es un seto aquí es un bosque, y rojo.

Almejas grandes como caras de niño, arrugadas como papeles en el cesto, hablan de que hubo mar, y es el desierto.

Cada río es como diez.

Patagonia.


de La rosa en el viento(frag.)



En la montaña


"si dejo de mirarlo." y dejaba de mirarlo vaya a saber por cuánto rato. estaban mis heridas. estaba el sol, también. a esa altura el sol es otro, no imaginable. correspondiendo, la sombra también es otra. buscar reparo es meterse en el hielo; buscar abrigo, ir a la hoguera. así se muere, de dos zarpazos, en la indi­ferencia de la montaña. sin cordillera, sin cóndores, sin sol, sin sombra, las heridas hubieran seguido, estando: mi pierna rota, mi bra­zo roto, mis costillas rotas, algo en el costado de la cara. y estaba la sed. la sed valía por todo. alrededor, picos nevados, cortes de carne cruda, pampas de oro falso como la muerte. ¿por qué estaba solo? una herradura cerca de mi pie, un cañón, eran mi compañía. ni un cadáver, ni una voz, ni un arma. y el cóndor esperando. pensé: estoy muerto. el dolor me desmintió. comprendí que me había desbarrancado, a no du­dar por culpa de la mula. siempre nos odiamos. habrá caído, de pura maldad, arrastrando pedruscos, arras­trándome, el cañón saltaría de su lomo. podía jurarlo: siguió de largo —la herradura era su tarjeta de despedi­da—, y estaba más abajo según insinuaba el atareo de los cóndores sobre algo cercano. si podía alegrarme me alegré. sirvieron de señal, supongo, los cóndores. abrí los ojos —la luz había cambiado—, una mordaza me ahogaba, era mi lengua. un hongo se deslizaba a mi lado, o tortuga (volví a pensar que estaba muerto), o más bien figura humana bajo un cuero, furtiva, encor­vada, armada. luchaba con los cóndores por la mula. dije: —por dios... no me salió la voz. grité: —hermano, por el amor de dios. el recuerdo siguiente es la oscuridad, sin sed, atado como un salame. hay un ruidito: chac-chac. es mi yes­quero. una pequeña llama surge, veo al ser, veo un brillo en su frente calva. se inclina a hacer fuego. el fuego se levanta. él solloza inclinado ante la llama. es de día. el lugar resulta ser una cueva. sigo atado —medicinalmente— con tiras de cuero peludas. unas ro­cas cierran la entrada. a cierta hora las oigo remover, cierro los ojos, espío. el personaje envuelto en cueros de pelambre pálida vuelve a clausurar la entrada; antes de mirarme se concentra en el rescoldo, que le interesa mu­cho más que yo. ¿por qué me cuesta decir el hombre? su emoción an­te el fuego, su cuidado por mí son bien humanos. su calvicie habla de sangre blanca. algo me lo vuelve temi­ble.ante todo, su negativa a hablar. frente a él cambio. yo, espontáneo, me vuelvo astuto. corajudo, le temo. agradecido, me obliga al rencor. dos recuerdos más: días en que ahumó los pedazos de mula arrancados a los cóndores, la papilla con que me alimentó. al restablecerme descubrí que era carne de la mula masticada por él. pasaron meses. ceñudo, gigante, ojos celestes pegados a la nariz de pico rojo, agazapado ante el fuego. y yo que­riendo hacerlo hablar cuento historias, canto, hasta recito décimas, para nada. sordomudo, ni pensarlo. cuántas ve­ces no le hablé sobresaltándolo con el sonido, haciéndole volver la espalda furioso. mi batalla era hablarle. la de él, callar. como no pudo convencerme, una vez me tiró una piedra. pequeña, pero de efecto suficiente sobre mis heri­das. acepté el silencio. era renunciar a la amistad. español, decidí. vasco, montañés. desertor. a co­mo yo, un desecho. ¿qué me lo decía? lo de vasco, su físico. lo demás, sensaciones. llegué a pensar que mi uniforme le impedía hablar­me. gusano que roía el imperio. pero allá arriba, ¿qué era esto? sonaba a nada. la verdad para mí era que se negaba a lo humano. a pesar de que me había salvado a costa de muchos trabajos éramos enemigos. por eso, por el silencio. pero ¿por qué quería callar? para dormir desaparecía en un rincón, supuse que la cueva hacía un codo, después lo comprobé. el miedo —como si la montaña con toda su maldad se hubiera concentrado en su persona— hizo que al me­jorar me fingiera más débil de lo que estaba. cuando sa­lía y todo ruido se extinguía —menos el viento y los ru­mores de la altura— me atrevía a sentarme. después me arrastré, gimiendo, comprendiendo que mi salud estaba lejos, que debía entregarme al tiempo y a mi anfitrión si quería vivir. entregarme, qué palabra. Entregarse es hablar, decir su nombre, ponerse al tanto. cuando pude dar unos pasos vi su yacija, sus teso­ros: el cañón, correajes, restos de uniformes, de armas patriotas y españolas, el arnés de la mula, herramientas de piedra. pasaba horas y horas solo. él salía de caza. com­prendí que en previsión del invierno. ¡el invierno! fui herido en primavera, y ya el frío no se aguantaba en el vivac, qué decir en las marchas. el invierno. me aferra­ba a la cueva como al vientre de mi madre. morir no es cosa rara. pero en la montaña... vamos a la primera nevada. el frío en la cueva era de solemnidad. me incorporé como cada vez que él salía. qué mareos, me apoyé en la roca. flexioné como siempre las piernas y los brazos. una pierna y un brazo. los otros eran un par de estacas. había jurado poder más que ellos y me pasaba las horas friccionándolos, obligándolos a ceder. resistían pero había progreso. y ese progre­so era mi idea fija, el sentido de mis días. la luz distinta me hizo espiar el exterior. vi la neva­da reciente. vi las huellas. casi redondas. un codo de diámetro. con un pul­gar aparte y el resto indeciso. bípedas, descalzas. a juz­gar por el hundimiento de la nieve el peso del dueño iba en proporción. me puse a temblar como una liebre. Imaginé el olfa­to del monstruo, mi debilidad. Imaginé a mi salvador afuera, a su merced. estaba por arrastrarme en busca del sable cuando las piedras de la entrada se movieron. retrocedí hacia el fuego dispuesto a incendiar la manta co­mo primera defensa; pero apenas vislumbré la mano envuelta en tiras de lana que ya conocía volvió a primar la astucia, me eché al suelo bajo la manta, fingí dormir. esta vez me estudió antes que al fuego. es verdad, yo no estaba en el sitio de siempre, pero era natural bus­car calor con ese clima. quería asegurarse de algo a mi respecto. su respiración era contenida, no agitada. él, que venía de ver las huellas, quería cerciorarse de mi sueño. sabía del monstruo. sólo le preocupaba saber si yo sabía. me sacudió.fingí despertar aunque mi pulso brin­caba. señaló mi rincón. señalé las brasas. enseguida, para no contagiarme su habla por señas: —desde hoy pienso dormir cerca del fuego. hizo que no, las mechas grises que bordeaban su calva le barrían los hombros. arrancó la manta, la tiró a mi rincón. sigue un período en el que hubo algunos cambios. mis piernas empezaron a funcionar mejor, mi brazo res­pondía. era algo que él parecía estar esperando. inició un trabajo de herrería que al principio no entendí. caños de fusil por pinzas, piedras por yunques. y el fuego, na­turalmente. y un fuelle que había cosido con cueros an­te mis ojos sin que me percatara de su uso. empecé a admirarlo. como esclavista en primer término. yo había nota­do que las gentes de montañas, las gentes de europa, trabajaban como seres sin corazón, todo el tiempo. me tu­vo con ese fuelle durante un millar de horas. se trataba de convertir mi cañón en otra cosa. y lo logró. lo logra­mos. en un par de palas, de especies de palas. si habremos paleado nieve. a veces pensaba en las huellas como en una alucina­ción. a veces oía un ruido y saltaba a defenderme. y veía como si ocurriera la escena de mi sable quebrado como paja entre las manos de un oso, de un mastodonte que se abalanza sobre mí, veía sus colmillos. un día era peludo, otro cubierto de escamas, otro un gigante que agarraba en cada mano a un hombre y de un mordisco les rebanaba la cabeza. el fuego era mi idea: brasas a los ojos para empezar, una antorcha en seguida al ho­cico, al pecho, a la panza. oía su alarido. lo veía, retro­cediendo, encogido, las garras retraídas. y nunca hablé de él. solo, sobando cueros, sacando tientos, cosiendo, ahumando carnes (mi actividad era doméstica; no esta­ba bien visto que saliera), pensaba. Imaginaba muchas cosas. la luz del día, cómo nos equilibra. yo vivía en pe­numbras. imaginé que mi hombre había domesticado al monstruo y lo hacía cazar para nosotros. Imaginé dema­siado. pretextando el viento rodeé mi cama de piedras, quería tener proyectiles a mano. cómo salté hacia ellos esa noche. horrible, una voz me despertó. clamaba con mil ecos. el monstruo. no. un resplandor sereno echaba el rescoldo bajo las bóve­das oscuras. todo tranquilo. salvo esa voz, esos ecos, salvo el idioma no de gente, en que flotaban vocablos conocidos: maría luisa, cayetano. mi compañero soñaba en vascuence. me acostumbré a tantas cosas en aquel tiempo que ­acostumbrarme a sus sueños no fue un esfuerzo del otro mundo. del otro mundo eran su voz, su idioma, el re­sonar. y el frío. En una de mis inspecciones descubrí un hueco ta­pado con pedrisca, y muy sobado, el documento mili­tar de miguel cayetano echeverrigoitía, nacido en hornachuelos, vizcaya, soldado del 4 de Infantería ca­zadores del rey. qué inteligente me sentí. hasta llegué a reírme. yo, a su merced, me sentí por un instante su dueño. eso me despertó la locuacidad, caída hasta el mono­sílabo, y en forma inesperada: conté chistes subidos. nunca me divirtieron; en los vivacs se oyen demasiados. los repetí uno por uno. mi intención era despertar algo en él, no sabía bien qué. risa. eso, la risa; después de la palabra, es lo más humano (si se exceptúa la traición). Sentí que una risa, una sonrisa, pueden ser aurora de una palabra. una palabra, y el murallón de su locura podía caer. lo estoy viendo esa noche, en la luz rojiza, un hueso metido en la boca como una flauta mientras sorbe la médula. los chistes, no le hacen gracia. su respiración se agita. lamento la posibilidad de haber removido su lu­juria. callo, tristísimo. me fijé fecha para hablarle del monstruo. “mañana ape­nas amanezca.” el amanecer es la mentira más cruel de la montaña. hasta parece inocente; hasta bello. no hubo amanecer. desperté sin luz. la nieve nos bloqueaba. ni pensar en las palas. sepultados. él parecía tranquilo. decidí estarlo también. si ha­bía que morir que fuera dignamente. mi objeción: ya que era mi sino morir en la montaña, por qué no antes, en el desfiladero, entre el cañón y la herradura; por qué esta relación en la caverna, esta curación para llegar a lo mismo. bien. no había cóndores, y ya es algo. había... me sabía de memoria qué había. provisiones, ahu­madas; yuyos, colgados; combustible, apilado. mi vasco era hacendoso como un marino. siempre confié en salir de allí antes de que fuera ne­cesario consumir ciertas provisiones que ahumé durante el verano y el otoño. serpientes, por ejemplo, arranca­das por mi compañero a los cóndores con pedradas co­mo rayos. las encaré con filosofía, considerando el ali­mento a que debía mis fuerzas. empezó la convivencia que lleva al asesinato, la de dos tapiados. envueltos en pieles, pegados al fuego conservado en un pozo, vivíamos. las cabezas empaquetadas en ti­ras de uniformes de todos los regimientos, escarchadas, sin mostrar los ojos; las piernas y los pies en mandiles rellenos de paja y pelo de cabra. afuera el viento era, no sé, la montaña vuelta aire, dando tumbos. nosotros en su vientre éramos amebas listas a ser evacuadas ha­cia la nada. gusano del imperio, gusano de la libertad, retorciéndonos todavía un momento, ¿por cuánto? ¿para qué? y sin hablar. él mandaba. era dueño de casa. nada que objetar. qué se come, qué se bebe, qué se fabrica, cuándo se ha­ce ejercicio, todo, todo, mudo. ¿qué se bebe? ah, sí. cada comida se completaba con una tisana. la mía, descubrí, era para mí solo. amarga, de las raíces de un vegetal negruzco. tardé en notar que era narcótica. Empecé a dormir mucho. despertaba pesado, soñaba, andaba todo el día adormilado. mejor así, pensé. hasta los clamores de "¡maría luisa, cayetano!" pasaban sin despertarme. dormido estaría la noche que el monstruo entró en la cueva. dormido las horas que tardó en cavar la nieve exterior, los días que le llevó llegar a la entrada, dormido cuando se abrió paso removiendo las rocas. el viento no apagó el fuego. no nos mató de frío. porque una mano estaba lista para rodear el rescoldo con piedras, para ce­rrar la abertura desde dentro, para dejar salir y cerrar otra vez. la mano de un cómplice del monstruo. noté los cambios al otro día, luz por los resquicios, el parapeto que rodeaba el fuego, las piedras de la entra­da puestas de otro modo. y cierto olor. mi despertar era vigilado con tal atención que com­prendí: vida o muerte. decidí ser imbécil. exulté: —¡ah! ¡se derritió la nieve afuera! la alianza de don miguel cayetano echeverrigoitía con un monstruo de especie desconocida era bastante para borrar los efectos de su narcótico. encaucé mi exal­tación. Inclinado sobre las piedras que entrechocaba desde semanas atrás para lograr algo parecido a un ha­cha, obligué a mi sistema nervioso a entrar en la regula­ridad de los golpes. la percepción de mi compañero podía notar el cambio. supe, como si lo viera escrito con letras sobre el mu­ro, que mi muerte había sido decretada, que dependía de mi capacidad de disimulo. que mi hacha, los cueros que sobé y cosí, las carnes que ahumé, mis propias car­nes, ahumadas, servirían para la supervivencia del que me había salvado, porque el despotismo del invierno estaba a punto de descubrirme su secreto. de ese descubrimiento dependía mi vida. decidí demorarlo. sería el más idiota de los idiotas. pero como la curiosidad es común a los idiotas y a los otros, no quise beber la tisana. conté para ello con el pudor de mi compañero, que apenas uno iba hacia el pozo preparado junto a un correspondiente montón de arenisca, volvía la espalda. allí fue a parar el té, y su hu­mo no difirió de otros habituales al sitio. fingí la mayor somnolencia. me eché a dormir. y dormí, como todas las noches siguientes. porque del monstruo no hubo más noticias. hasta hacer olvidar que existía. hasta hacer pensar en otra alucinación. olvidar, no del todo. la excavación que lo condujo hasta nuestra puerta fue mantenida a pala viva por los dos. era para morirse de cansancio. y la inmensidad blanca era para morirse de pesar. y no preguntar qué milagro había abierto esa brecha era casi, casi, suicidio. hice un comentario sobre la buena suerte que nos había deparado ese "derretimiento". desperté la más fe­roz, atenta de las miradas. inclinado sobre mi pala pare­cía inocente. mi despreciable condición de hombre de llanura podía explicar esa falla y otras. ¿dije que la curiosidad es común a muchos? sí. también a los monstruos. mi hombre se había fabricado algo parecido a ra­quetas para los pies. se las arreglaba para salir sin ale­jarse, cosa que una gran nevada no lo cortara de la cue­va. es decir que yo volvía a pasar mis horas solo. con qué alivio. solo estaba pues puliendo mi hacha, cuando me sentí observado. los pelos se me pusieron lentamente de punta. seguí en mi tarea. pensé que el vasco, en un giro de su locura, había resuelto matarme. o bien... como para agregar combustible a la brasa hice un ademán y espié. algo, fuera de las piedras, pispeaba ha­cia el interior. algo que cubría más resquicios de luz que los que cubriría un hombre, aun con pieles, aun con turbante. una gran sombra. traje las antorchas. traje un fusil con bayoneta que había junto a la cama del vasco. traje la pala y la llené de brasas. me rodeé de piedras. desapareció. la triste luz de afuera volvió a entrar por las junturas. secidí: terminemos esa vida de rata; a pelear; a pelear. y pensé. el pensamiento, como a muchos, me vol­vió escéptico. así matara al monstruo, y matara a mi bienhechor, ¿qué podría hacer en el invierno en aquel sitio? había que esperar al deshielo antes de intentar cualquier partida. bien. esperaría. ahora llega la noche en que entró el monstruo. en que la ráfaga de frío me despertó. en que vi su silueta encaminarse al rincón del vasco. me incorporé, el grito de alarma sofocado por el sonido de una voz, la de mi compañero, en una orden bre­ve. después... que dios me perdone, aquellos gruñidos, qué puedo decir de ellos. qué puedo decir de la luna cuando iluminó al gigantesco ser en su retirada, las ma­mas colgando sobre el vientre, sí, preñado. era una hembra. de la vida a partir de esa noche diré: armas en mano, es­paldas al muro, comíamos sin hablar, sin un gesto. el secreto era más fuerte que toda alianza. y cobré simpatía por aquel que no quería volver al mundo de la pala­bra, el gran desterrado, que había cedido a la compasión por un semejante para su vergüenza. así la cosa. así la cosa hasta el deshielo. así hasta el sonido de la caballería, de un clarín, en un desfiladero, abajo. salté, frenético, moví los brazos. después vi la ban dera, roja y oro. la bandera del rey. algo me agarró por los hombros. no el monstruo, aunque lo parecía por la fuerza. mi compañero, los oji­llos como vidrios al sol, me pone un papel en la mano, su matrícula. me empuja, desbarrancándome, igual que mi mula. así caí inconsciente entre las tropas del rey, gusanos de la libertad, yo, gusano del imperio. así se rompió otra vez mi pierna. así me transformé en miguel caye­tano echeverrigoitía, natural de vizcaya, vestido de pieles, mudo por razones de prudencia, no sordo según notaron y comentaron mis compañeros. atado sobre una mula, entablillado exhausto supe que los precipicios, barrancos, cavernas, paredones, em­pezaban a quedar atrás. sólo eso pedía. entonces fue el alarido. el más extraño, el más terrible. resonó allá arriba. golpeó en los abismos, botó, rebotó. mis compañeros andaluces se miraron temblando. un artillero aragonés murmuró: —el irrintzi... había oído mencionar aquello: el grito de los vascos. las sospechas empezaron después. por el momento quedaron mudos. —¿qué celebra? —preguntó un joven a mi lado. y yo, para mí, mudo: —celebra una raza nueva. me reí, con carcajada espantosa. pero todos me te­nían por loco

03 mayo, 2012

Beatriz Espejo (Veracruz, México, 1939).

Consuelo y la muñeca de cera



Para Martha Bárcenas Coqui


Cada vez que su mamá anunciaba el viaje a Puebla, Consuelo sentía que le daba un vuelco el corazón de puro gusto. Apenas subía al autobús con su mochila roja en los hombros, y antes de colocarla bajo su asiento, pedíala ventanilla para mirar el panorama que cambiaba en el camino. Aunqueencendían el televisor y pasaban películas, prefería observar el recorrido.
Dejaba atrás las huertas de mangos y naranjas, los platanales, y de esa vegetación tropical llegaba a otras menos generosas, pero hasta en pasa- jes áridos todas las casas pobladas tenían flores dentro de latas, macetaso desde el trecho de la entrada bugambilias esponjosas como árboles con sus colores deslumbrantes. ¡Son tan diversos los paisajes de México que van de la costa al altiplano! ¡Y los climas! Así que cerca del Pico de Ori-zaba rodeado de nubes, rozando el cielo con la punta blanca, Consuelo abrió su mochila buscando un suéter que evitara cualquier resfrío. Queríamantenerse en buenas condiciones y aprovechar la oportunidad. Sólo unmes al año se le presentaba cuando las tías llamaban invitándolas a huirdel sudoroso agosto para disfrutar su mansión colonial de grandes patiosy recámaras con vigas en el techo, donde en la sala había un cuadro de la bisabuela sobre la que nadie debía averiguar cómo fue el tiempo de su vida rodeado de susurros.
—¿Verdad que es una obra maestra? Los encargados de Museo Bello han querido comprárnoslo, pero les hemos contestado que no se vende decían y se miraban nostálgicas las manos en que brillaban menos anillos.
Por esa ruta, los pasajeros a la capital encontrarían, además del Pico, otros dos volcanes, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl lanzando endurecido hacia el espacio abierto fumarolas que asustan al más valiente. En realidad se trataba de dos guardianes cargando una leyenda amorosa a cuestas. ¿Quién habrá inventado que ella con su silueta ondulante era una mujer dormida y él tan altivo y enojón se encargaba de cuidar su sueño?La realidad se conunde con la poesía. Permanece alrededor de nosotrossi sabemos escucharla; pero únicamente los grandes poetas llegan al corazón de los hombres; sin embargo Consuelo todavía no acababa de entender tales cuestiones. En cambio, su mirada oscura traspasaba el airecomo si todo lo que veía pudiera enriquecerla.
En la estación, las tías movían los brazos para ser descubiertas entre la gente. Habían envejecido desde el último encuentro, una arruga por acá, una cana por allá. Estaban más gordas, cosa que no cambiaba su ánimo ni sus deseos de atenderlas. Se proponían divertirlas y conversar con su hermana menor paseando por calles llenas de hoteles, conventos, capillas e iglesias donde había santos milagrosos. Y claro irían a la catedral.
Contemplarían nuevamente la reja de ángeles y elmagnífico órgano, con sus fuelles, su teclado de varios registros ordena-dos para que durante las misas solemnes los coros y la música treparanhasta las bóvedas, franquearan los portones y retumbaran contra aquellos muros centenarios. Irían también al mercado y al Parián donde laniña encontraría toda clase de baratijas y tableros de ajedrez que traje-ron a cuento recordando que participaba en torneos de su escuela y a lomejor representaría al país en un campeonato internacional. Las propuestas no resultaban novedosas pero a Consuelo le encantaba volver.
Ni su mamá ni sus tías trabajaban de adivinas y jamás mencionaron una dulcería que la embelesaba por su espejo de marco dorado, hecho para un palacio, abarcando la pared entera. Un par de viejitas guardaban polvos de mole rojo y verde sazonados por ellas mismas. Los vendían a clientas favoritas capaces de apreciarlos. La mamá de la niña se contaba entre las agraciadas y siempre llegaban allí antes de regresar al puerto; pero Consuelo propuso que fueran enseguida. Así se encontró ante el mostrador. Sólo el fleco y una parte de su Frente alcanzaban a reflejarse sobre la enorme luna. Sus ojos recorrían cajas con camotes de varios sabores envueltos en papel encerado, galletas de nuez, almendras y manteca con sabor a limón acomodadas en montecitos, diminutos muebles de palo, jarros miniatura que ya nadie compraba convertidos en reliquias y ¡claro, las muñecas con cabeza de cera y cuerpo de trapo! Por algún motivo, Consuelo dejaba a un lado su nintendo tan de moda planeando ves-tir una de esas muñecas que se empolvaban bajo el vidrio y escogía la del peinado con rizos en la coronilla.Las tías guardaban en su caserón cosas viejas. Les costaba desprenderse de los triques. Tenían costales de ropa.
Y Consuelo escogía tercio-pelos, brocados, rasos plateados para coser un vestido dándose vuelo,después de la comida y mientras sus parientes descansaban por tanto caminar. Reproduciría lo mejor posible aquel atuendo de la señora retra-tada entre cojines apoyando su cabeza en una mano y sosteniendo con la otra un libro a medio leer. Su expresión aburrida decía que mataban lashoras; esas horas que a su mamá no le alcanzaban pues el ocio se había fugado sin remedio y las mujeres actuales andaban corriendo de un lado a otro.
Los días volaron y llegaron las despedidas. Luego de besos, abrazos y planes para la próxima reunión. Consuelo guardó en su mochila roja la muñeca vestida como duquesa. El trajecito fue muy celebrado y hasta oyó decir en voz baja que había sacado el buen gusto familiar y parecía niña de otra época. Nunca supieron que cuando pensaba en el futuro imaginaba pasarelas con desfiles de modelos presentando sus diseños. Acababa de terminar unaprimera creación. Pero el destino suele ser cruel y sangriento. Tan pronto legaron a Veracruz la muñeca sudaba, había perdido la nariz y el cabello se derretía enhilos negros escurriéndole sobre lacara con el calor indomable. Sobrevino la tragedia. Ningún poder en el mundo era suficiente para consolar a Consuelo que subía y bajaba las escale-ras, recorría pasillos y cuartos en medio de lágrimas y gritos destemplados. Su madre asustada prometía comprarle otra muñeca,mandarla buscar. Nada. Seguía llorando con- vencida de que la sustituta sufriría la misma desgracia y como si una ilusión se le escapara rum-bo al mar abierto. Pero de pronto, sin causa aparente, su llanto fue iluminado por una idea. Inventaría unantifaz igual a los que usan en los carnavales, se fundiríacon la cera y nunca lograrían despegarlo. Le pondría una plumita que se trajo de un sombrero y a la bisabuela le agregaría otro misterio.




Muros de azogue (1979), El cantar del pecador (1993) y Alta costura (1996, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí), obras indispensables para la comprensión de la narrativa mexicana del siglo XX.
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