22 octubre, 2008

Poldy Bird

TODO LO NOMBRA TU NOMBRE


Porque ella usaba zapatitos de charol con medias blancas, porque se tentaba de risa,
porque siempre se comía las uñas,
y nunca las tuvo largas ni pintadas de rojo, porque era mi chiquitita desde chiquitita,
pero nunca conocí una madre, tan madre para criar a su hijo, porque se teñía nuevamente de negro las remeras negras descoloridas,
porque era mi princesa,
pero no le pude hacer ningún regalo costoso en estos últimos años,
porque viajaba en colectivo, ella que nunca había salido sin viajar en auto,
porque tuvo que cuidarme un mes en terapia intensiva,
y se aterrorizó cuando me operaron del corazón,
porque creo que se murió por tanto miedo de que me muriera,
porque no tenía faltas de ortografía y era la mejor editora que conocí,
porque era ocurrente y sagaz
porque era tan linda
porque nunca dejó de luchar
porque es mi princesa
porque a nada quise mas que a ella,
porque no querré a nadie como la quiero,
porque no teníamos que hablar para decirnos las cosas,
porque quiero que vuelva,
porque quiero irme con ella,
porque todo el mundo y todo en el alma tiene su nombre
y es el único nombre que todo lo nombra
Verónica
Y es el misterio que mantiene las estrellas encendidas.

de "Tan amada".

18 octubre, 2008

Susana Szwarc(Argentina, 1954)


Sobre jazmines de Susana Szwarc


Que a muchos, a muchas, nos gusten los jazmines es cosa conocida. Sin embargo le regalé jazmines a la vecina de andén y una de sus hijas dijo: “qué olor asqueroso”. Desde ese día esa nena me cae horrible, de tanto hacer como que no la veo, no la veo. El clima con los vecinos quedó tenso, ni frío ni calor, nunca.

Te decía, intentaba no fumar, no queda otra, a veces, que adherirse a las modas. Mucha gente había dejado de fumar y encontrar colillas se estaba volviendo difícil. Me enteré de un curso gratuito y me anoté. Tuvimos que escribir por qué dejaríamos de fumar. Pensé, pensé, es decir di vueltas de un lado a otro de la vereda, bajé y subí las escaleras del subte montones de veces y no encontraba un motivo completamente válido. Hasta que encontré dos. Pero el que me pareció de verdadera importancia fue, y así lo dije en el curso: sería capaz de delatar por ausencia de colillas.

Creo que no captaron ni el médico ni los compañeros del curso la seriedad de mi frase porque se rieron como si hubiera contado, yo, un buen chiste. Me gustó que rieran. Cuando contaba un chiste no obtenía la risa de los demás pero la cuestión es que había llegado la época de los jazmines. Miraba los ramos, los olía –sin olvidar la frase de la vecinita –y después, despacio –sin que me vieran- sacaba un pedazo de pétalo y lo mascaba como a un chicle, lo tragaba como a un caramelo. Me entretenía de tal manera que me olvidaba de fumar. Sin embargo –era diciembre –y, eso pensé al comienzo, el calor, el intenso calor, comenzó a envolverme en una especie de sueño, de sopor, de bruma. Me dormía.

Le conté a una amiga:

-Me duermo en cualquier parte.

-¿Te parece que estás deprimida?

-No sé, ¿vos creés que estoy?

-Me preocupa, así empezaron los otros, las otras.

-¿Y?

-Se suicidaron.

Me imaginé una inmensa mesa. No, mejor un inmenso banco de plaza, sí, una especie de banco mundial donde los agotados, agobiados de guerras, secretos, despechos, sin techos, lastimaduras incurables, se quedaban quietos, sentados hasta el suicidio.

-Pero yo no pensé en suicidarme, sólo quiero dormir.

-¿Hacés algunas cosas raras? ¿Distintas?

No quise decirle que comía pétalos de jazmines.

-Creo que no.

-¿Soñás?

-Casi no, pero el otro día me desperté contando las sílabas de las palabras hambre,éxodo y adicciones mientras me reía.

-Me suena grave. Yo que vos llamo al número de ayuda al suicida.

Y ahí nomás me dio un número de teléfono.



Tener un número gratuito, un número para llamar sin preocuparse de los pulsos, es realmente uno de los tantos regalos del sistema. Esa palabra me gustaba y trataba de usarla en cuanta ocasión fuera posible. Ni bien estuve sola, busqué un teléfono público y marqué el 0, el 800 y los que seguían. Esperé. Una voz dijo, no recuerdo si “hola” o “buenas tardes”, no le di tiempo a preguntar algo porque dije mi frase reiterada tantas veces este último tiempo: quiero dormir.

Desde el otro lado quien escuchaba supuso que mis dos palabras hacían un desvío, creyó que yo hablaba del sueño eterno.

-¿Cómo te dormirías? –preguntó, neutro, serio.

No era muy cómodo hablar desde este teléfono ahora que había comenzado a llover.

-¿Creés que me dejarán hablar desde un locutorio?

-Claro. Decí que llamás a ayuda al suicida.

Pero no llamé. Me fui encontrando con un montón de conocidos que, como yo, querían protegerse de tanta lluvia.



Llamé al día siguiente. No era la misma voz, entonces corté.

Durante días, en distintas horas, probaba en ese número gratuito hasta que reapareció la voz.

-Soy yo –dije- la que quiere dormir.

-No sos la única.

Nos causó gracia. De todos modos el recuperó su tono neutro- serio e insistió:

-¿Cómo te dormirías? –recalcó el “te”.

Él seguía creyendo que era yo la que causaría la acción del dormir. Le quise dar el gusto.

-Así-dije. Y ya cerraba mis ojos.

-Esperá, no lo hagas. Llamás para hablar, no para dormirte.

¿Tendría razón? ¿Buscaba esa voz para hablar o para que escuchara mi sueño?

Bajé los ojos y en el espacio del locutorio, en ese pequeñito espacio donde se prohibía fumar, encontré medio cigarrillo. Lo escondí debajo de mi pie.

El silencio se hizo largo.

-¿Estás ahí?

¿Por qué habremos dicho la frase juntos? Yo estaba en este espacio sin jazmines. ¿Habría paisaje en el lugar del ayuda?

-¿Hay ventanas donde trabajás?-

-Sí, se ve un trozo de cielo. Parece que no hay nubes.

Me dio tristeza que alguien estuviera así, solo, viendo durante horas una parte de cielo sin ninguna certeza de lluvia o de sol. Era lógico que el ayuda también quisiera dormir.

Tenía que inventarle un paisaje.

-Desde aquí se ve un árbol muy verde, si se sigue con la mirada muy lejos se alcanza a un jacarandá todo violeta. Había un pájaro, una calandria, creo. Cantó durante días sobre el árbol verde, un fresno, hasta que otro pájaro se le acercó. Hicieron su juego amoroso. Y el que cantaba, dejó de cantar. Silencioso se quedaba allí como esperando, y el otro pájaro llegaba, las alas de los dos en despliegue. Aunque desde esa lluvia grande se fueron del árbol. Se fueron así, sin avisar.

En ese momento me di cuenta de que había empezado con las mejores intenciones, inventarle al ayuda un paisaje de película y ahora le estaba contando algo triste. Pero él no se amedrentó.

-Los pájaros no hablan –dijo.

-Claro, pero podrían haberme avisado de alguna forma. Algún ruido, algún movimiento para mí.

-No sabían que vos los mirabas.

Su razonamiento me estaba irritando. El del locutorio me miraba, abusivo, usar una cabina en forma gratuita.

-Tengo que irme-dije.

-Entonces, hasta mañana.



La voz neutra-seria me seguía como el sopor. Me había olvidado el medio cigarrillo en el locutorio. No me animaba a volver. Decidí no buscar colillas por un rato. Fui hasta lo de Silvia, tal vez tendría algo para comer. En ese camino de umbral en umbral, una risa grande me nació, me gustó escucharme reír. Hubiese querido llamar al ayuda para darle un poco de ese sonido. Pero prefería demorarme, tener algo para extrañar. Y tal vez él había comenzado a extrañarme.

Me dio risa pensar que no nos moriríamos de exceso de humo. De unos cuantos dirían: muertos de hambre. No, nadie diría nada. No se hablaría, no hablarían. Sin despedidas, como los pájaros.

Se me ocurrió entrar al macdonald. Era el baño que quedaba más cerca del lugar de Silvia. Ahí nos podíamos refrescar, estar tranquilas. No había ese horrible cartel “baño para uso exclusivo de los clientes”. Pero, las personas que entran a un bar y toman un café, ¿son clientes?, ¿acaso no son-por un rato- habitantes de ese lugar? Conversan, leen, escriben en servilletitas de papel, miran por las ventanas, algunos hasta llevan un ramo de jazmines.

En el recorrido por el macdonald hasta el baño, encontré un globo suelto, perdido. Busqué al dueño del globo. Nadie parecía buscarlo. Lo fui llevando con el pie.

Estaba Silvia. Y estaba la rumana con su hijo. El globo resultó perfecto. La rumana usaba unos vestidos preciosos que había traído de allá, a veces nos prestaba su ropa y vestíamos de lo mejor. Sabíamos poco de ella. Fue maestra en su país. No nos contaba nada más. A veces nos leía poemas, los leía primero en rumano. Para que escuchen la música, decía. Después, con una tonada especial, cambiaba el idioma. Yo tenía mi preferido, me lo había aprendido de memoria: “El sueño y el despertar” de Nichita Stanescu. Al día siguiente se lo dije al ayuda:

“Nos hemos confesado uno frente al otro/el más oculto secreto: que existimos…/Pero era de noche y, ay, por la mañana, terrible descubrimiento,/ me había despertado con la sien sobre ti,/amarilla, gavilla, trigo. // Y he pensado: Dios mío,/¿qué clase de pan estaré siendo/yo/y para quién?//

Creo que le gustó tanto como a mí.

SUSANA SZWARC nació en Quitilipi, Chaco. Publicó El artista del sueño y otros cuentos (Tres tiempos, 1981); En lo separado (poesía, Ultimo Reino, 1988); Trenzas (novela, Legasa, 1991); Bailen las estepas (poesía, De la Flor, 1999); Bárbara dice (poesía, Alción Editora, 2004).El azar cruje (Catálogos, 2006). Ha escrito también teatro y literatura infantil. Recibió, entre otros, el Premio UNESCO, el Premio Antorchas a la creación artística y el Premio Concurso Intrnacional de Cuentos Julio Cortázar. Algunos de sus textos han sido traducidos al alemán, inglés, chino mandarín y catalán. Coordina talleres literarios.

10 octubre, 2008

El teatro ejemplar de la tristeza, por María Negroni

Un vampiro es un ser enamorado de su propio desconsuelo. Se aferra a lo perdido como a un escudo. En los laberintos del castillo abandonado del afecto, se lo ve deambular, cabizbajo y mudo y voluptuoso, sediento de una sed implacable, atormentado por la memoria de algo que acaso nunca ocurrió. Tanto Carmilla, la vampira de Sheridan Le Fanu, como el esquivo de Nosfe­ratu, lo saben bien: hay grandeza en medirse con las intemperies de lo anómalo. En la noche eterna, sufrir puede ser una patria.

Julia Kristeva (Soleil Noir: Dépression et mélancolie, 1987) atribuyó a la actividad de poetizar las mismas poses sombrías. Vio en ella una empresa hecha de enconos y gestos desesperados, reacia al duelo, que altera la pulsión de muerte y la vuelve mímesis de resurrección. ¿No viajan los grandes poemas siempre hacia lo indecible? ¿No nacen de rimar los lutos del lenguaje?

Como Nosferatu o Carmilla, los poetas son seres del abismo del tiempo (que es también el abismo de la falta de identidad), criaturas absortas, aferradas al castillo en ruinas de sus proyecciones, exasperadas por ver vivir eternamente lo que no cesa de morir. Por eso, tal vez, apenas hablan y, cuando lo hacen, balbucean interjecciones, ritmos, cosas olvidadas como si así pudieran acercar el sentido del cuerpo que los desterró y conjurar por una vez la noche inmóvil. En cada ataque amoroso vuelven a la pena como a un salvoconducto infalible, y renuevan un pacto que evoca servidumbres secretas: su parafernalia de crueldad conduce a cierta belleza oscura de imágenes fugaces. Toda contaminación supone estremecimientos y sombras vertiginosas. (Es preciso sobrevivir a la noche). El deseo es que las palabras, como decía Holderlin, se abran como flores. En el umbral de la nominación, el poema elige, in extremis, una desgracia edificante: se yergue, desafiante y vencido, como un viudo identificado con la muerte.

La poesía, hubiera dicho Benjamin, es un teatro ejemplar de la tristeza. Una inercia que persevera, ensimismada y sorda a toda revelación, atenta sólo al mundo de los objetos y a las lentas revoluciones de Saturno. En ella, si se mira bien, lo único activo es el ataque camuflado contra el otro instalado en el yo (o viceversa), con tal de suprimir una escisión intolerable. El juego, entre impremeditado y alevoso, da sus frutos. El poema no interrumpe su ciego deambular pero es posible que algo pueda recibir, aunque más no sea un instante, de la luz residual de esa violencia.

Duelo imposible, balbuceo, efervescencia amorosa y criminal, una saga lírica regida por un voluntarioso desamparo: la melancolía también es una estética, y la sensibilidad gótica finisecular (la nuestra) acaso sea uno de sus nombres. Detrás, como antecedente, habría que enumerar lo que otros llamaron el Bizancio anglofrancés del siglo XIX, la literatura charrogne y ese culto de la belleza manchada, emparentada con la desdicha, que popularizó Baudelaire en El pintor de la vida moderna.

Todas las variantes del vampirismo, las voluptuosidades fúnebres, las alianzas entre el placer y la tumba, la flagelación, el amor lesbiano, la atracción de lo exótico y los cuentos de terror y necrofilia que conoció el fin de siglo pasado, provienen de esta concepción de la belleza, y su physique de l’amour, saturada de ruinas, caos y estatuaria, remite al mismo universo sublunar aludido por Kristeva. La poesía, en este sentido, pertenece por derecho propio a la Biblioteca del infierno.

Vincular acedia y lírica permite, por fin, algo más: redefinir el papel que le cabe a esta última en nuestro fin de milenio. Si, vista desde la tecnología y la democracia voraz de nuestro mundo de imágenes, la poesía es un género anacrónico, no lo es desde una teoría de la tristeza, en la medida en que su gesto instaura y garantiza una distancia infranqueable con una fuente que representa el origen y/o la verdad. Al obedecer a un ritmo hecho de súbitos detenimientos, cambios de dirección y nuevas inmovilizaciones, el poema actúa precisamente una imposibilidad: la de condensar significado y significante. Una y otra vez, la isla heroica de la melancolía, como la llamó Marsilio Ficino en el siglo XV, insiste en la experiencia material y fracasa. Este fracaso es espléndido y debe celebrarse porque, con él, se pone de manifiesto lo construido (lo falso) de la verdad simbólica, dando lugar a un mundo donde la jerarquía de una visión coherente de lo real no se sostiene.

Quiebre de la noción de totalidad y añoranza incurable de algo que, acaso, nunca se tuvo, son, desde siempre, marcas de lo que se sabe en estado de extinción. La poesía, acicateada por el deseo, realiza un movimiento afín: como intrigante que, en un misterio medieval, multiplicara significaciones, arma una coreografía escrituraria y, en ese decorado, escenifica una catástrofe (una epifanía mínima y fugaz), reubicándose como un arte imprescindible de la época.

Villiers de IIsle-Adam, Théophile Gautier, Mary Shelley o Renée Vivien, supieron ya a fines del siglo pasado (en su propia sociedad moribunda, transida de progreso) que la respiración asmática, como toda ostentación, tiene que ver con la carencia. Por eso, la belleza decadente de su producción, llena de emblemas, martirios, intrigas y lamentos, como la luz que ilumina en los cuadros barrocos el dibujo oscuro de la alegoría, es un efecto de opuestos. Reducido a un estado de ruina, el lenguaje ya no sirve para la comunicación pero está tanto más cerca de lo incognoscible. A la casa de la significación, por fin, se le ha volado el tejado.

Hay una vida afectiva del verbo donde éste se decanta, pasando del sonido natural al puro sonido del sentimiento. Para este verbo, el lenguaje no es más que un estado intermedio en el ciclo de su transformación, describe el trayecto que va del sonido a la música, descomponiéndose con la lentitud de los cortejos. En este verbo, hablan la melancolía y los poemas. A la manera de una enfermedad fatal, corrompen la lengua para amplificar lo eterno de lo efímero, lo ilusorio de lo verdadero. La estética es errática. No se buscan esencias, sino monogramas que cifren misterios, alguna traición, una voluptuosidad inútil, un gabinete fantástico donde un niño pueda perderse bajo la mirada de Novalis. En este verbo, el torpor se trastoca en audacia, lo banal en contemplación de lo banal, la proclamación en cosa rota. En este verbo, la tristeza se fragua a sí misma para salvarse.


María Negroni, poetisa, ensayista y escritora argentina, nació en Rosario, Provincia de Santa Fe. Tiene un doctorado en Literatura Latinoamericana otorgado por la Universidad de Columbia, Nueva York.En poesía ha publicado: De tanto desolar (1985); La jaula bajo el trapo (1991); Islandia (1994); El viaje de la noche (1994); Diario Extranjero (2000); Camera delle Meraviglie (2002), La ineptitud (2002). Night journey (2002) y Arte y fuga (2004).Ensayos: Ciudad Gótica (1994), Museo Negro (1999), El testigo lúcido: La obra de sombra de Alejandra Pizarnik (2003). También publicó la novela El sueño de Ursula (Seix-Barral, Biblioteca Breve, 1998) y un libro en colaboración con el artista plástico argentino Jorge Macchi, Buenos Aires Tour (2004). Tradujo, entre otros, a Louise Labé, Valentine Penrose, Georges Bataille, H.D. y Charles Simic. Obtuvo la beca Guggenheim en poesía (1994), la beca Fundación Rockefeller (1998) y la beca de la Fundación Octavio Paz (2002) y New York Foundation for the Arts (2005).Obtuvo el premio del PEN American Center al mejor libro de poesía en traducción del año (Nueva York, 2001) con Islandia. Dirige, junto al crítico Jorge Monteleone, la revista de poesía y poética Abyssinia. Actualmente enseña Literatura Latinoamericana en Sarah Lawrence College, Nueva York.
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