16 octubre, 2007

Elvira Orphée

"Lo que ellos llaman tortura pertenece a un orden sobrenatural,
como el cielo o el infierno." 


CAPITULO 1: CEREMONIA

El petardo estalló en la Plaza de Mayo y nosotros encontramos a los culpables en menos que se dice Santo Pilato te ato la cola y no te desato. ¡Compadritos!
El sol en la Sección Especial es medio ciego. Pero en algunos puntos de la ciudad el crepúsculo estaba flameando como polvareda del Chacho en los Colorados. Y de ahí venían los del petardo, de ese atardecer a nuestras piezas ciegas. También venía de afuera el oficial Winkel, todavía bañado de poniente, con un río de luz derramándosele por el lomo largo y los cabellos rojizos. Nos habló así:
—Cumplir con su deber cualquiera cumple. A la gloria y al ascenso no hay sólo que buscarlos, hay que encontrarlos. Están permitidos todos los métodos para perfeccionar a la mejor del mundo. Semáforo verde a la imaginación. Inventen. A estos desperdicios hay que mostrarles que presentimiento de traidor se cumple siempre.
Varios fueron los jefes que tuve. Sólo Winkel dejaba las manos a los costados del pantalón, marciales. ¿Las de otros? Daba risa ver cómo arrugaban el aire. Si es que no lo recorrían con ademanes regordetes cargados de indecencia.
Yo conocí los métodos del gordo Tabañal y los cambiadizos de Sombira, tan revoloteador él. No conocía los de Winkel. Tampoco los conocí esa noche. Pero cuando me llegó el momento de entrar en el cuarto misterioso o cuarto amarillo como quiera llamársele, para mí, para cualquiera de los que estuvieron allí, será inolvidable la imagen del oficial Winkel, acunándose suavemente de los talones a las puntas de los pies, de la punta de los talones. Acunándose, hipnotizado. ¿Por qué si no por el cumplimiento de su misión? Limpio, limpísimo, reluciente. Su aire de voluntad, de deber, de presentido triunfo, qué sé yo, lo limpiaban más que el jabón y el agua. Y a propósito de limpieza, en cuanto vio los algodones manchados de granate señaló el suelo.
—Afuera esa porquería.
Cajoncito dijo:
—No tuvimos tiempo de sacarlos. Ni intención —hizo un guiño para que Winkel entendiera.
Y Winkel entendió.
—Yo no sé quién da esas órdenes cretinas. Los sentidos deben funcionar aquí, todos, menos la vista. ¿Entonces?
Cajoncito no se iba a quedar sin contestar.
—Entendido, mi oficial principal. Pero nos dicen que cuando los tipos entren mejor dejarlos ver.
—Ya deberían venir vendados. No deben ver los ojos aquí dentro. Ni dónde están exactamente ni quiénes somos. El trabajo tiene que ser perfecto. Engordar el miedo, sí, pero no en medio de la porquería.
Eso dijo y salió, blanco de desprecio. Cajoncito rezongaba mirando al piso:
—Andá a entender. ¿No te encargan acaso que dejés en el camino cualquier cosa que sirva para enloquecerlos de entrada?
La lamparita colgada del techo en medio de la pieza mandaba rayos oblicuos desde su visera verde. Nos pusimos en círculo, cada uno al final de un rayo luminoso. Detrás del círculo la oscuridad nos tanteaba las espaldas. Todavía no había asomado ninguno de los otros jefes. Pero en la mesa, justo bajo la bombita de luz, estaba artísticamente colocado el hombre. Ojos vendados como corresponde, ropa sacada en parte. La que le quedaba se la subimos por donde se la teníamos que subir, descubriendo pequeñeces que hicieron decir a Roque Abud:
—Un angelote.
Los muchachos se rieron en sordina. Lo estaqueamos que ni Tupac Amarú. El empezó a salir de su aturdimiento o desmayo.
—Yo digo que éste ha de ser enfermo del hígado. Mirá qué color tiene. Por algún golpecito que habrá recibido de propina.
El Kalisay le estaba examinando la panza un poco machucada. Cajoncito, con los bigotes que se le movían divertidos, se sentó a caballo sobre una silla y corcoveó para imitar lo que iba a hacer el estaqueado dentro de un rato. Disfrazando la voz dijo, chillón:
—Te hará acordar de otros corcoveos, pibe.
El de la camilla ya estaba consciente.
De repente la oscuridad ondeó como un tul detrás de nosotros. Era el aire que movía el gordo Tabañal al entrar. Él habló sin fingir la voz:
—Ah, otro estudiantito. Si no larga el rollo lo empalamos.
Lo deletreó bien para que nadie se confundiera sobre lo que le esperaba, y menos que nadie el interesado. Vino a colocarse junto a nosotros bajo la bombita, tormentosamente pálido. Tan gordo y tan pálido, color de grasa. En seguida dio la orden: diez. Las descargas cosquillearon el cuerpo con una testarudez un poco bromista, como la nuestra, haciéndole dar golpecitos telegráficos. Nos fuimos a los diez puntos. Empezaron los golpes de lastimar canguros. Cajoncito estaba para aguantarlo al preso, sentado sobre sus rodillas, no se fuera a hacer nana.
—Un verdadero Sacco y Vanzetto —dijo Roque Abud moviendo la cabeza, descorazonado por la terquedad del estudiante. Lo espiaba en su nuevo desmayo, sacada la venda de los ojos, le tocaba la sangre que le corría por la boca. Ni veinte minutos había aguantado, en seguida se derritió por todos lados y estaba blanqueando el ojo.
Tabañal se inclinó sobre la camilla, los pechos como zapallitos bajo la camisa. Después se enderezó y alargó un brazo hacia atrás. Alguien le alcanzó el saco.
—Salgo. Nadie lo reanime. Lo reanimaré yo cuando vuelva —y se acarició los hoyuelos de su puño de próspero lactante.
Y ahí nos quedamos aburridos. Según la orden no podíamos entretenernos en tocar al desmayado. ¿Qué íbamos a hacer? Quedarnos quietos, respirar el aire de segunda mano del cuarto, gorgotear aburrimiento. Cajoncito se puso a silbar Amores de estudiante y se cansó en seguida. El aludido no lo podía oír.
Nosotros soñábamos, y los ojos nos desaparecían, como los de las estatuas, mirando para adentro.
Yo adentro miraba La Rioja lejana que ardía de frío en la noche de junio. Bajo las estrellas heladas la tierra de La Rioja estaba presintiendo el temblor. Los de mi casa estarían tiritando sobre camas vencidas y, por los huecos que llaman ventanas, mirarían el cielo de seda, de plata. En La Rioja, las temibles estrellas frías con latidos de corazón estarían sembrando el cielo de señales de temblor. Un cielo muy puro, muy de seda, unas estrellas muy heladas, diría la gente y se callaría, sabiendo que son así las noches de temblor.
Mientras La Rioja lenta estaba ardiendo lujosamente de frío, Tabañal volvía a la desnuda Sección Especial, sin lujos. La grasa próspera de los hoyuelos se derritió alrededor de los huesos apenas cerró el puño, pero le quedó en las ancas inclinadas que se sacudían con los golpes. Los golpes caían fuertes sobre el estudiante que, desmayado o despierto, seguía moviendo la cabeza para decir no.
—No ¿qué? —preguntó Tabañal—. ¿No podés? ¿No querés? ¿No sabés?
Y se le puso la cara como jamón cocido, con el mismo color y las mismas vetas pálidas. Lo enardecía, seguro, un fuego de sol interno que desde sus tripas grasientas hasta los puños lo volvía un mediodía de candente ferocidad. En esas ocasiones era cuando Roque Abud secreteaba:
—Che, ¿a éste le gusta, o qué?
Al fin hubo un largo suspiro y quedó como cansado. Retiró su bolsa de intestinos del borde de la mesa y mostró un semblante vuelto a la palidez y al apaciguamiento.
—Llévenlo.
La lamparita chorreaba sobre los miembros despatarrados del estudiante. Lo agarramos de brazos y piernas y lo llevamos por corredores de luz macilenta que hería lo mismo nuestros ojos ardidos de humo y de insomnio. ¡Y la noche sólo empezaba! Pasamos por puertas metálicas que conducían a las piezas secretas y en una depositamos el fardo, con el suelo de colchón y los zapatos de almohada.
—Buen provecho —le dijo Cajoncito y se palmeó los ojos delicadamente para consolarlos por el poquito de tiempo que tendrían que esperar todavía antes de poder cerrarse.
Mientras Cajoncito mimaba a sus ojos, prometiéndoles que el trabajo se acabaría pronto, entró Sombira de golpe, hasta con el sobretodo trastornado. Traía a un hombre en son de amistad, no de otra cosa. La cara del hombre me golpeó adentro, me dio como ansiedad. ¿No la había visto en algún sitio borroso? Parecía como la palabra que ya sale y no sale, yo parecía estar callado, en la pista de esa identidad, no fuera a ser que por hablar perdiera del todo el rastro. Los muchachos, al contrario, hartos de sueño y de cansancio se despertaron de golpe a los chistes y la alegría. Se veía que a ellos el tipo no les hacía acordar de nada.
El hombre llegado en esa estela de intranquilidad que dejaba Sombira por donde pasaba, nos miró. Miraba por oleadas -lo poco que podía ver en esas tinieblas alumbradas apenas por la lucecita del corredor- ; en seguida bajó la cabeza y vio lo que había en el suelo. Le sentí la carne de gallina como si me hubiera dado a mí. Yo tengo esa facilidad, me puedo asustar de lo que se asusta otro. Hasta que me doy cuenta de que soy yo y no tengo por qué usar miedos que no son míos. No faltaría más. Este Aquiénmehacéacordar estaba aterrado. Y con asco. En una celda de dos por dos se sienten esas cosas, y más alguien como yo que de repente se va de su cuerpo y se instala con toda facilidad en otro. Ese otro estaba diciendo tan claramente como si hablara: Vienen de la locura, de la desesperación, de la enfermedad sanguinaria. Esos éramos nosotros, los que veníamos de todas esas cosas. Y yo me tenía asco y miedo, como él, y al mismo tiempo no. Deliraba de rabia contra ese tipo que quería vomitarnos como a comida podrida sólo porque era incapaz de entendernos.
De repente se puso de rodillas en el suelo. El instantáneo relámpago de la linterna de Sombira lo hizo brincar. Se calmó y trató de separarle los párpados al fardo, pero no pudo de tan machucados que estaban. Los muchachos alrededor hacían semicírculo. La cara verde del visitante, el color cadáver del fardo, los muchachos rodeándolos, me recordaban algo. El recuerdo estaba por estallar. ¡Ya! Ese retrato viejo que a veces sale en las revistas: Lección de anatomía.
El visitante consiguió abrir los ojos difíciles del tipo tirado, y se vieron unas pupilas que se movían como bolitas sin manija. Siempre mirándonos por ráfagas y quitándonos la mirada, murmuró:
—Conmoción cerebral. La sangre en la boca hace pensar en un derrame tuberculoso.
La carcajada de Sombira mostró una vez más que la sesera le picaba pero no sabía cómo rascársela. Se vendió:
—¿Tuberculosis? Usted me lo pone de pie porque a la picana se resiste bien. La resistió dos horas. Quiero en buen estado a este sujeto. Hay que insistirle —se abalanzó sobre la boca lastimada del estudiante para demostrar que todavía había allí una cantera de sangre que se podía explotar—. Y en caso de que no sea de aquí —volvió a sus maneras corteses y al ademán elegante de las manos que rozaron suavemente los labios manchados— hay otro sitios que se prestan muy bien. Los exploraremos, no vaya a creer.
Se reía, se reía, asentaba los dedos con un movimiento de delicado aleteo sobre la herida ya herrumbrada de la boca.
—¿Sabe usted, querido, que la agujita le anduvo por aquí y de eso es la sangre?
Su linterna se apagaba y se prendía, igual que la sonrisa con interruptor de esa María Schell del cine.
Un pedido despuntó, modoso, en la boca del doctor: agua para el preso, una cama, medicamentos.
—Roque —dijo Sombira—, una botella de la mejor agua mineral para el muchacho... ¡En seguida! —Roque Abud intentó decir pero.— En seguida, querido. Y usted viene conmigo, doctor, a tomar un cafecito. Así elige las inyecciones. Estamos bien provistos aquí.
La noche se puso de nuevo lenta después de que Sombira, pasándole un brazo por la espalda, se llevó al médico a su oficina. Roque salió a buscar la botella de la mejor agua. Nosotros nos fuimos para la luz. Cajoncito se enfriaba los ojos con los dedos pasmados de sueño. La noche para dormir andaba por otra parte. La noche de Cajoncito, la de todos nosotros, flor de la Sección Especial, se nos arqueaba alrededor para lanzarnos como flechas al corazón del deber.
—¿Dónde querés que vaya el pobre tipo a buscar agua a esta hora? —dijo alguien.
—¿Qué, te creés que es sonso? —contestó Cajoncito—. A la canilla.
Volvió Roque. Cajoncito se restregó las manos preparándose para la acción. En cuanto volviera Sombira vendría el calor a la celda, las camisas solas bastarían, si no sobraban. En seguida llegó Sombira con el médico, que traía la cara empañada por una preocupación. Se la alumbré bien con la linterna. Sombira pidió:
—Roque, la botella.
Desplegaba una cortesía vistosa. Arrodillado en el suelo sobre una sola rodilla, abrió la boca rota del estudiante y echó el agua delicadamente adentro. La garganta rumoreó, el agua gorjeante volvió a salir, dejando regueritos en la quijada, los hombros, el pecho, teñida ahora del rosa del naciente que tiene la nieve en el Famatina.
—¿Ve, querido? —preguntó Sombira al médico—. No puede. No podrá ingerir. —Y echó el agua de golpe, cambiados sus ademanes elegantes en una convulsión. —¿Ve? Nosotros también somos hombres de ciencia. Sabemos que tienen que venir unas cuantas horas de luz y unas cuantas de oscuridad antes de que a éste se le afloje el tubo de la tragada, todo íntegro, y pueda meterse algo dentro. Le pusimos el tubo duro como piedra. ¿No está convencido? Muchachos, vamos a convencer al doctor de que éste devuelve cualquier agua que se le meta. Traigan la lavativa.
Qué risa. Había que ver la cara del médico. Movió una mano: le bastaba, le bastaba la demostración, decía la mano. Sí, Sombira tenía más ciencia que él, admitía la mano.
—¿Ha visto, querido? —le preguntó, traspasado de dulzura.
Los muchachos sonreían. Cada sonrisa prolongaba la del vecino, era una sola soga para tender distintas diversiones. Sombira le aconsejó finalmente al médico:
—Tendría que aprender los efectos de la agujita eléctrica. El conocimiento no ocupa lugar y no se sabe nunca qué cosas le reserva a uno la vida.
El médico dijo entre dientes algo de una cama para el muchacho, las inyecciones, hielo en la cabeza.
—Pierda cuidado, querido.
Ya la noche nos llegaba desde una distancia inalcanzable. La orden de irnos era todo lo que esperaba nuestra sed de sueño. Y nadie la dio. Vino en cambio la de pasar al preso a una celda con todos los adelantos del confort moderno, ponerle inyecciones y tratarlo como a un cajetilla delicado de salud. Pero no vino de Sombira esa orden, vino de Winkel. Y cuando la cumplimos, dijo por fin que podíamos retirarnos. Cuando ya salía de la pieza se volvió a mirar y, sin mover las manos, amenazó al preso:
—Pobres de ustedes, traidores sin corazón de la patria.
Y tenía un aire fenómeno de antigüedad y justicia, como si fuera todos los jueces juntos desde el principio del mundo.
—Somos nosotros el chivo emisario, el blanco del odio de todas las cuevas del país. No comprenden el deber. Bastará con que lo comprendamos nosotros y lo llevemos adelante como una deformidad, si es necesario... La noche ha terminado, muchachos. Pueden irse. Terminó la ceremonia.
Quedó frente al escritorio, mirado por el gobernante desde su fotografía dedicada. El deber le marcaba las vértebras como con plomada, derechas, derechas. Era un termómetro con la temperatura del deber a cuarenta grados. Ya podía Tabañal derramarse sobre la camilla, y Sombira con sus caprichitos embeberse tanto de rabia como de diversión, el único jefe era Winkel, envoltura del hielo seco que le ardía adentro.
Entonces pudimos salir a la noche blanquecina y centelleante en nuestros ojos cansados. Yo me puse a andar por esta ciudad casi con miedo. Tan al borde del agua que algún día va a terminar por caerse.


de La última conquista del Angel”, 1977.

14 octubre, 2007

Noemí Ulla/Argentina, 1940)



Tarde de ensayo


a Flavia Lamborghini

Una de las últimas tardes de junio de 1998, Edna Rosenwald debía encontrarse con un viejo amigo en la puerta del teatro San Martín. Con los deseos de llegar a tiempo, después de muchos años de no verlo, Edna se adelantó, y al entrar por la calle Sarmiento, se puso a mirar una muestra de fotografías en blanco y negro, de esas que siempre se exponen en la galería del teatro. Disponía sólo de quince minutos. Echó una mirada sobre las fotos, eran todas de ciudades: Madrid, Santiago de Chile, La Paz, Lima, Londres y París. De pronto oyó las notas de un piano e intuyó que ese día había ensayo del ballet juvenil, de modo que se dirigió al vestíbulo central.

Un mundo de gente a los costados y al frente del bajo escenario donde ensayaban los bailarines apenas le permitió hacerse un espacio. Los reflectores molestaban su visión y la enceguecían. Trató de correrse de lugar entre el público de niños y de mayores; unos niños querían volver a casa, otros no querían irse de allí, fascinados por el movimiento de los bailarines. Cuando encontró un hueco desde donde mirar, observó la escena con tanta fascinación como los niños. De pronto sintió unos golpes suaves en uno de los hombros. También su viejo amigo, Mauricio Jaquetías, había acudido allí atraído por el encanto de la música y el baile. Se abrazaron. Hacía con exactitud once años que no se veían.

Después de los primeros asombros, al querer contarse todo atropelladamente, salieron de allí exaltados hasta encontrar la confitería "Premier", donde consiguieron una mesa desocupada como por milagro. Tanta era la gente que había en esa tarde de domingo. Se sentaron, copa de por medio, dispuestos a resarcirse de tantos años de distancia. Mauricio había vivido en el exterior y explicó a Edna cómo a su regreso al país, debió acostumbrase muy lentamente a un tipo de vida que había quedado en el olvido.

–Estás igual que siempre –dijo Mauricio.

–¿De veras?

–Sí, de veras.

–Ha de ser cierto. Todos me lo dicen. Mi mal, o mi secreto, es no haber crecido.

–¡Qué bromista! –dijo Mauricio.

Edna sintió de inmediato que su amigo había perdido la capacidad de réplica de otro tiempo. Había perdido el sentido de la ironía, quizá hasta el humor, pero, se dijo, es demasiado pronto para dar el pronóstico de su cambio.

Mauricio contó que el tiempo pasado fuera del país lo había alejado también del idioma, el que no había hablado sino con su mujer.

–Es casi cómico –dijo--. Cuando sabía que alguien llegaba de la Argentina a Estocolmo, corría a encontrarme, a deleitarme oyendo otra vez la lengua madre, esperaba con ansiedad que me contaran cosas de aquí, aunque los sucesos no fueran nada alentadores.

A Mauricio se le llenaron los ojos de lágrimas. Había perdido un hijo durante la última dictadura militar y sólo después de unos años decidió vivir en el extranjero, siguiendo a su mujer, que era una famosa médica dedicada a la cirugía plástica.

–¿Qué hacías en Estocolmo? ¿Qué hacías una tarde como ésta? –preguntó Edna.

–Puedo decir que tenía todo el tiempo para mí y la casa. La depresión que llevaba encima no me daba para otra cosa. Bebi debía trabajar muchas horas, con un sueldo excelente. A medida que fui sintiéndome mejor, pude organizar todo lo que fueran compras, provisiones, limpieza. Después formé un coro de voces jóvenes con el que ensayaba regularmente. ¿Qué hacía en una tarde como esta dijiste...? Iba al cine como ni te imaginás. No me quedó nada por ver de cuanto ciclo de cine había: cine francés, alemán, italiano, latinoamericano, ruso, inglés. Vi todo. Quería olvidar ¿sabés? y claro, trataba de hacerlo de una manera placentera.

–Me hago cargo. Para Bebi fue más fácil, tenía obligaciones fijas.

–¿Y las mías? Hacía el papel de un ama de casa... que nunca había hecho. ¿Te parece poco?

–Bueno, pero aquí es más duro ser ama de casa. En primer lugar tenían dinero, en segundo lugar, podías contratar empleadas domésticas, comprar electrodomésticos, comida hecha... qué sé yo.

–Nada de eso. Nos volvimos naturistas, y eso lleva su esfuerzo para la preparación de las comidas. Bebi también pasó las suyas, no creas que el trabajo la separaba de su pena. Además del dolor nuestro, los suecos no olvidaron nunca la muerte de la joven Dagmar Hagelin en los años del "proceso". Hay allí un Frente Latinoamericano contra la Impunidad, y ese clima de indignación por la política argentina de derechos humanos, crecía y crecía. Recordábamos a nuestro hijo desaparecido. Mucho más en ese entorno donde la gente te pregunta, te exige, te pide explicaciones. Al menos, en el medio en que nosotros estábamos, eso era como te cuento. Así que empecé a trabajar por el esclarecimiento de los desaparecidos. Y continúo, cada vez más entregado.

–Sí, aquí no nos damos cuenta de la indiferencia con que se vive aquella matanza.

–Exactamente, Edna. No se dan cuenta. No nos damos cuenta tengo que decir, porque ahora sí, vivo aquí.

–Es terrible –dijo Edna contenida.

Después Mauricio pensó que una buena comida haría olvidar esa conversación tan triste y caminaron unas cuadras hasta un restaurante que él recordaba de otros años. Se sentaron, encargaron los platos de comida después de mucho dudar sobre el menú ofrecido, y empezaron a hablar de la música coral. Edna escuchaba con mucha atención todo aquello que le era desconocido. Mauricio se había entusiasmado con el tema y contó a Edna cómo en esos largos años pasados en Suecia se había despertado en él de nuevo una pasión tan antigua. De niño había estudiado música y en la juventud era ya un buen ejecutante de violín, pero amores contrariados lo llevaron a abandonar ese instrumento. Ahora fue al revés, dijo Mauricio, el dolor me acercó entrañablemente a la música y al canto.

–¿Y vos, cómo has vivido estos años? –preguntó Mauricio.

La paella a la valenciana dejó en suspenso la respuesta de Edna, y de pronto, después de mirar a su alrededor como perdida, respondió:

–No sé por dónde empezar. Me pasaron tantas cosas... Murió mi padre, tuve dos hijos, me casé, me separé, fui amada y también engañada. A veces estuve aburrida, sobre todo de mi trabajo.

Edna advirtió que sin querer había hecho un rápido balance de su vida que no iba dirigido especialmente a Mauricio, o tal vez sí, sin embargo había estado dando algunos datos que él ya conocía.

–¿Seguís con la ebanistería? –preguntó Mauricio.

–Sí, pero con menor exigencia. Al morir mi padre, mis hermanos y mis chicos se hicieron cargo de las responsabilidades que yo había llevado sola durante quince años. Entre ellos se repartieron los asuntos y por fin pude dedicarme a otras cosas.

El maître pasó cerca de la mesa para saber si todo estaba en orden. Mauricio preguntó a Edna si se animaba a tomar otro tipo de vino. Él la estaba agasajando y hacía de ese encuentro un verdadero homenaje, diferente de los lejanos encuentros de otro tiempo.

–Te casaste demasiado joven... Recuerdo que te gustaban los idiomas extraños... –dijo él, pensativo.

–Me gustan, sí. Estoy aprendiendo chino y me perfeccioné en lo que sabía de inglés y de alemán. Quería leer a los poetas en su propio idioma.

–¡Ah, Edna, cómo hemos cambiado! A pesar de que te encuentro igual físicamente, no sé... veo que estás más intelectual, por decirlo así. Puede que mi manera de hablar sea la de otro tiempo. A veces me faltan palabras, mezclo en mi memoria el sueco, el inglés. Y el español, digo el argentino... lo voy recuperando de a poco.

Edna lo miró a los ojos y agregó:

–A mí también me parece que hemos cambiado, se me ocurre que vos sos el intelectual, no yo. Recién dijiste algo sobre las reuniones con el coro, la música, tu vida en Estocolmo, las maneras de amar de las mujeres y los hombres, los vínculos con otra gente, las costumbres, tan diferentes. Antes, no habrías observado así las cosas.

–Bueno, entonces ahora resulta que estamos dados vuelta. ¿Quién de los dos es el intelectual? – dijo él, con fingido enojo.

Desde la mesa que ocupaban junto a una amplia ventana podían ver la calle y a las personas que pasaban, divididas por la cortina. De los altos, veían progresar sus cabezas, de los bajos, sólo la coronilla. Edna sonrió.

–¿Qué estas pensando? –preguntó Mauricio.

Edna comentó la impresión que le causaban esas cabezas cortadas y él se rió también. Junto con ella se puso a observar las divisiones de los cuerpos que pasaban.

–Contáme qué es lo que más te gusta de los idiomas –dijo Mauricio.

–El sonido. Sin ninguna duda.

–¿Y cuál te gusta más?

–Todos. Cada uno de ellos suena de manera tan diversa que cómo podría decirte elijo éste o aquél. A veces prendo el televisor nada más que para oír hablar en otro idioma y estoy un largo rato escuchando cómo suena el francés, el italiano, el inglés, el español de los chilenos...

–Querida Edna, lo que te gusta tiene que ver con la música. Eso es lo que yo siento con la música y el canto.

–Claro, sí, es algo parecido –dijo ella asombrada. –Ahora, cuando leo de nuevo en inglés, siento cómo "The air rises with Shakespeare’s poetry". Cada uno de sus sonetos es una aventura con las palabras. Altas, bajas, llenan el aire de misterio juntándose como él quiso juntarlas o separarlas...

–Como todos los poetas de su tiempo, Shakespeare había estudiado música.

–Cierto, Mauricio, se adivina la música en la distribución de los sonidos. Además, me parece que lo sorprendente está en la manera de burlarse de todas las convenciones, de la moda de su tiempo, de los modelos de la poesía. Bueno, de los lugares comunes.

–Esto es lo que yo llamo eso de intelectual que hay ahora en vos.

–Debiste decir "en ti", Mauricio Jaquetías –dijo Edna bromeando.

Mauricio rió divertido. No pidieron postre. Sólo café y una copa de cognac. Ya estaban más a gusto. Los primeros momentos de desacuerdo o de vacilaciones interiores habían provocado en ella como un temblor de frío, pero ya habían cesado. Iban recuperando momentos de otro tiempo que se sumaban a éste, si es que el recuerdo compone también musicalmente, como cada uno de ellos a su modo, iba componiendo distintas vibraciones.

–¿ Me invitarás a comer a tu casa, con Bebi?

Él hizo un silencio que prefirió llenar de cognac.

–¿Pensás que todavía siente celos? –insistió Edna, y agregó persuasiva –Todo aquello quedó muy atrás.

–¿Lo creés de veras? –contestó Mauricio después de una pausa.

La respuesta de Edna fue el silencio, pero en la mirada de ambos el pasado ensayó el dibujo de una sonrisa.


de Juego de prendas y los dos corales, Buenos Aires, Simurg, 2003.


Noemí Ulla nació en 1940, en la ciudad de Santa Fe. Es autora de las novelas "Los que esperan el alba" y "Urdimbre"; y de los libros de cuentos "Ciudades", "El cerco del deseo" y "El ramito y otros cuentos". Publicó también los ensayos "Tango, rebelión y nostalgia", "Identidad rioplatense 1930: la escritura coloquial (Borges, Arlt, Hernández, Onetti)" e "Invenciones a dos voces: ficción y poesía en Silvina Ocampo", entre otros. Recibió el Premio de Novela de la Dirección de Cultura de la Provincia de Santa Fe (1967) y el Premio de Ensayo de la Subsecretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (1990).

12 octubre, 2007

Julieta Pinto (San José,1922 )

"Tres nombres para la ausencia"

El avión se eleva encogiendo prados, ríos, ciudades, hasta dejarlas reducidas a un recuerdo o un sueño. Rolando trata de leer el periódico, pero yo sé que su mente vaga por los sitios abandonados con la figura dorada en todas las imágenes.

Liana apareció al comienzo de la mañana. Su piel traslúcida permitía adivinar la red invisible que sostenía el porte de la cabeza y el gesto voluntario de la boca. En ella estaban sumidas las generaciones que la antecedieron, ritos y creencias de una raza aún fijada en el el Arca de la Alianza, las palabras de Moisés y la exigencia de su alcurnia.

Llegó a nuestra casa en busca de una pintura de mi marido. La había visto en la sala de exposiciones del Museo y quería comprarla. No preguntó precio, ni la posibilidad de adquirirla, tenía la certeza de cumplir con su deseo. Sorprendida escuché la aceptación de Rolando con voz alegre. Me había acostumbrado a las palabras de los últimos meses, duras e inflexibles como latigazos y había olvidado las pronunciadas en un tiempo antiguo, casi perdido en el laberinto de la memoria. La mujer comenzó a hablar y si antes me había parecido la encarnación de alguna diosa, ahora fue la certeza. Nos tenía hechizados con sus movimientos cadenciosos, gestos rituales antiguos unidos a la belleza de la juventud, y palabras pronunciadas en un tono algo gutural que aumentaba el encanto. Hablaba bien el español, no cabía la menor duda, pero la particularidad del acento le concedía una dimensión diferente al alargar las sílabas o quebrar voces.

Atrapado en una atmósfera mágica, donde se conjugaban signos y recuerdos largamente olvidados, con otros de reciente formación, entre en un tiempo sin relojes y la mañana se convirtió en celaje, llegó la noche y su carga de misterio; nos encontramos en una casa desconocida, donde todo desde el umbral con una vid arrollada en los horcones, hasta la puertecilla que comunicaba al jardín, tenían el aire de lo esperado. La comida de platillos ajenos al sabor cotidiano, combinó muy bien con el aire impregnado por el incienso que humeaba en cuencos de metal labrado.

En la madrugada, gotas de luz disiparon la noche; no pude desprender mis ojos de los gestos lentos de mi interlocutora y los torné a mi marido. La posición alerta de su cuerpo, la cara tensa, los ojos brillantes y la boca entreabierta, me hicieron recordar el tiempo ido para siempre en la estela de los días. Mi corazón saltó y escuché con asombro el ritmo que nunca creí renaciera del acervo de escombros acumulados.Una mano leve en mi hombro, mano de hada o de diosa, volvió mi cabeza hacia ella y me invitó a descansar.“Hay una cama tendida en el cuarto de huéspedes, te gustará el lugar”.Caminé en la dirección indicada y caí dormida encima de la cama, sin tiempo de desvestirme. Sueños extraños poblaron mi mente, luchas heroicas entre diosesgriegos. Liana participaba en ellas convertida en walkiria, diosa, bruja, descendiente del desierto o arcángel vengador.Yo en la sombra, en la observación de encuentros dirigidos por un destino ajeno a mi voluntad durmiente.

Me desperté buscando a mi lado la figura de mi marido, pero no había nadie en la cama ni en el cuarto. Salí y escuché risas alegres al otro extremo de la casa. Los encontré desayunando en una pequeña mesa cubierta por un mantel parecido al que mi abuela usaba en los día del almuerzo familiar.(Es del extranjero, nos decía siempre, me lo trajo Juan en uno de sus viajes) .No tuve tiempo de detenerme en el pensamiento que podía solucionar un montón de incógnitassobre aquel país extranjero, porque Liana acercándose a mí me besó efusivamente.“¿Dormiste bien, cariño?”, mientras su brazo en mi cintura me dirigía al lado de Rolando, quien delante de una taza de café y diversa clases de panecillos, comía vorazmente.Continuó sonriendo: “desde que murió mi marido no me acuerdo de haber sido tan feliz”. Su cara irradiaba luz y me sentí contagiada. Lejos habían quedado los despertares angustiantes con la cotidianidad de los días, el mal genio de Rolando, el hastío del desamor y los papeles del divorcio. “Quisiera pintarlas; las dos juntas ofrecen un contraste interesantísimo“, expresó mi marido. Miré el color de mi piel morena del cruce de razas, imaginélos ojos negros tan oscuros que al comienzo del matrimonio Rolando se sumergía en ellos diciéndome que algún día descubriría su misterio. Últimamente habían tomado un color borroso, como de ropa demasiado gastada o enmohecida por falta de uso. Los ojos de Liana eran dorados como su piel y su mano reposaba sobre la mía con la confianza que concede la amistad de muchos años. No intenté retirarla, era natural que así fuera y que su otra mano ciñera la de mi marido.

Tomado de : Relatos de mujeres: antología de narradoras de Costa Rica. San José: Editorial Mujeres, 1996.

Nació en la ciudad de San José en 1922. Cursó estudios primarios en el Colegio Superior de Señoritas, luego ingresó a la Universidad de Costa Rica donde obtuvo la licenciatura en Filología. Viajó a Francia y allí realizó estudios de Sociología de la Literatura.
Fue directora de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Nacional de Heredia. Asimismo, sirvió en algunos cargos de la administración pública, movida solamente por sus inquietudes sociales, la cual ha incrementado sus experiencias en tal sentido, permitiéndole conocer mucho más a fondo muchas de las angustias y necesidades de los sectores campesinos y urbanos relegados siempre por los grupos detentadores de los poderes políticos y económicos.
Pero a esos intereses por los problemas de orden social, se aúna su preocupación por asimilar a las nuevas técnicas formales de la narrativa actual, cuyo proceso de ruptura con las formas tradicionales es evidente su obra.
Ha colaborado publicando poesía, cuento, ensayo, en gran cantidad de revistas y diarios tanto nacionales como del extranjeros, entre los más destacados "La Nación"; "La República", suplemento "Áncora"; "La Prensa Libre"; "Revista de Cultura"; "Contrapunto"; "Kañina", y muchas otras más. Su prosa se ha integrado ha diferentes antologías tanto dentro como fuera del país.
Cuentos de la tierra, 1963, Si se oyera el silencio, 1967, La estación que sigue al verano, 1969, Los marginados, 1970, A la vuelta de la esquina, 1975, El sermón de lo cotidiano, 1977, David, 1979, El eco de los pasos, 1979, Abrir los ojos, 1982, La lagartija de la panza color musgo, 1986, Entre el sol y la neblina, 1987, Historias de Navidad, 1988, Tierra de espejismo, 1993, El despertar de Lázaro, 1994, El lenguaje de la lluvia, 2001, El niño que vivía en dos casas, 2002.

02 octubre, 2007

Silvia Molina(México,1946)


La casa nueva
...............................................A Elena Poniatowska


Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de usted—. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está. Nada de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no es ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en todo: "Te voy a traer la camita", y de tanto esperar, pues se van olvidando. Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo y uno se niega a olvidar ciertas promesas; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la casa nueva de la colonia Anzures.


El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me pareció diferente, mamá. Como si fuera otro... Me iba fijando en los árboles —se llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores anaranjadas y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.


Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y la limpieza de las calles me gustaba cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja: "No está sucia, son los años", repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco quería pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.


Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:
— ¿Que te parece? Un sueño, ¿verdad?
Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de ella vi por primera vez la casa nueva...

La cuidaba un hombre uniformado. Se me hizo tan... igual que cuando usted compra una tela: olor a nuevo, a fresco, a ganas de sentirla.


Abrí bien los ojos, mamá. Él me llevaba de aquí para allá de la mano. Cuando subimos me dijo:


—Ésta va a ser tu recámara.

Había inflado el pecho y hasta parecía que se le cortaba la voz de la emoción. Para mí solita, pensé. Ya no tendría que dormir con mis hermanos. Apenas abrí una puerta, él se apresuró:


—Para que guardes la ropa.

Y la verdad, la puse allí, muy acomodadita en las tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros en aquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la cama del gusto, pero él me detuvo y abrió la otra puerta:


—Mira, murmuró, un baño.

Y yo me tendí con el pensamiento en aquella tina inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo arrullara.

Luego me enseñó su recámara, su baño, su vestidor. Se enrollaba el bigote como cuando estaba ansioso. Y yo, mamá, la sospeche enlazada a él en esa camota —no se parecía en nada a la suya—, en la que harían sus cosas sin que sus hijos escucháramos. Después, salió usted recién bañada, olorosa a durazno, a manzana, a limpio. Contenta, mamá, muy contenta de haberlo abrazado a solas, sin la perturbación ni los lloridos de mis hermanos.

Pasamos por el cuarto de las niñas, rosa como sus mejillas y las camitas gemelas; y luego, mamá, por el cuarto de los niños que "ya verás, acá van a poner los cochecitos y los soldados". Anduvimos por la sala, porque tenía sala; y por el comedor y por la cocina y por el cuarto de lavar y planchar. Me subió hasta la azotea y me bajó de prisa porque "tienes que ver el cuarto para mi restirador". Y lo encerré ahí para que hiciera sus dibujos sin gritos ni peleas, sin niños cállense que su papá está trabajando, que se quema las pestañas de dibujante para darnos de comer.


No quería irme de allí nunca, mamá. Aun encerrada viviría feliz. Esperaría a que llegaran ustedes, miraría las paredes lisitas, me sentaría en los pisos de mosaico, en las alfombras, en la sala acojinada; me bañaría en cada uno de los baños; subiría y bajaría cientos, miles de veces la escalera de piedra y la de caracol; hornearía muchos panes para saborearlos despacito en el comedor. Allí esperaría la llegada de usted, mamá, la de Anita, de Rebe, de Gonza, del bebé, y mientras, también escribiría una composición para la escuela: La casa nueva.

En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mamá no se volverá a quejar de la mugre en que vivimos. Mi papá no irá a la cantina; llegará temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito, mío, para mí solita; y mis hermanos...

No sé qué me dio por soltarme de su mano, mamá. Corrí escaleras arriba, a mi recámara, a verla otra vez, a mirar bien los muebles y su gran ventanal; y toqué la cama para estar segura de que no era una de tantas promesas de mi papá, que allí estaba todo tan real como yo misma, cuando el hombre uniformado me ordenó:


—Bájate, vamos a cerrar.

Casi ruedo las escaleras, el corazón se me salía por la boca:


—¿Cómo que van a cerrar, papá? ¿No es mi recámara?

Ni con el tiempo he podido olvidar: ¡Qué iba a ser nuestra cuando se hiciera la rifa!



Silvia Molina:Narradora, ensayista y editora. Realizó estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México.
En 1977 fue acreedora del Premio Xavier Villaurrutia 1977, por su novela La mañana debe seguir gris. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, 1979 -1980 y del International Writing Program de la Universidad de Iowa. Estados Unidos, 1991.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al alemán. Entres sus textos destacan las novelas: Ascensión Tun (1981), La familia vino del norte (1988), Imagen de Héctor (1990), El amor me juraste (1998); los libros de cuentos: Lides de estaño (1984), Dicen que me case yo (1989) y Un hombre cerca (1992). También ha escrito ensayo y literatura infantil.
Una Nota a Silvia Molina
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