27 febrero, 2012

Martha Mercader nació en La Plata, el 27 de febrero de 1926-2010)


Renacimientos 

Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.

El general renacía a cada rato, cada vez que las balas le erraban por escasos milímetros o cuando el acero lo hería sin matarlo. Todo ello está consignado en su pródiga foja de servicios.

Esa mujer al lado de la ventana renació varias veces en su larga vida. No obstante, sus renacimientos anteriores no deben haber sido registrados por crónica alguna. Quizá alguno de ellos tuvo lugar en la lectura de una carta o ante la expectativa de un baile, o en una mirada al cruce de dos carruajes, o durante las reiteradas esperas de las nueve lunas, con sus súbitas euforias y sus inexplicados decaimientos. ¿Acaso es posible, después de tanto, rescatarlos? ¿Acaso descubrirlos entre las páginas de un misal, como una flor? Empresa ilusoria, como querer apresar la débil luz de esta mañana que fenece entre los pliegues del cortinado de terciopelo.

Examinado de cerca –en el caso improbable de que a alguien se le ocurriera hacerlo– el cortinado revelaría el tupido broderie logrado por los arabescos de la polilla. Pero a nadie se le ocurriría, no; esa mañana de invierno, a la tibia luz del sol, desplegar las pesadas colgaduras que una vez fueron verde brillante y parejo y ahora verde sandía, con vetas desvaídas en el lomo de los pliegues, obra del polvo y del sol que merodeaba en el jardín y apenas se atrevía a pasar a la sala los mediodías de primavera, y entre la media mañana y la siesta en el verano. Jardín que fue jardín, yuyal, tierra agrietada, reino de una diosa amazona desmontada –copia en yeso– de pies carcomidos y carcaj roto, Diana que perdió sus flechas.

Muchas veces debe haber renacido esa mujer que ahora se va pasito a paso hacia el fondo, tantas como puede la esperanza, en esa mansión de la barranca, en la cima de una escalera que descendía en un principio a un embarcadero privado y ahora a un terreno baldío, y que a los ojos del vecindario habrá parecido versallesca, según la idea que de Versalles podrían columbrar los habitantes de esa zona vivificada por el Paraná, que orillaba los arrabales del pueblo, la Prefectura y algunas de las mejores quintas, desde cuya costa se contemplaba, como tal vez lo habría hecho en otras circunstancias esa mujer, el horizonte indiscriminado de los árboles, lianas y bejucos de las islas, más el desfile lento de los camalotes.

¿Cuántas veces renació esa mujer? Quizá, y más dramáticamente que nunca, en ocasión de la Gran Creciente, cuando los pobladores ribereños que no se habían puesto a buen recaudo (y ella en ese entonces apenas sabría caminar, o sería una niña de pecho a cargo de una nodriza poltrona) se salvaron subiéndose a los tejados o a algún árbol de madera menos blanduzca que la de los ceibos.

¿Cuántas? Muchas, la última duró alrededor de una hora (quizás un poco más), el tiempo de la visita del general la tarde de ese domingo.

El general venía bajando desde Rosario, camino de Zárate, llevado por un proyecto de dique flotante emprendido por unos silenciosos capitales ingleses. Los charcos atestiguaban que santa Rosa no había olvidado la fecha.

El general descreía de los santos, pero la meteorología del santoral no fallaba: la noche anterior se había descolgado el puntual diluvio. Ahora el combate entre el sol y las nubes continuaba indeciso, librado a los caprichitos del viento.

Un recodo del camino, a la entrada del pueblo, acercó la berlina a la ribera. Fue oler el río y asaltarle la imagen de Rosita, un pimpollo de exposición que había caído en su punto de mira cuando él, el general, entonces apenas tenientillo, pasó por allí al mando de un pelotón tras un caudillejo alzado que no viene a cuento. Pasó quedándose varios días para recabar información sobre los rebeldes y tuvo tiempo de frecuentar a las familias principales del pago, que celebraron sin disimulo sus promisorias virtudes.

Cuando el recuerdo de Rosita, su bello rostro entre jirones de decorados, le llegó de improviso como la luz de una estrella muerta, el general sintió que el camino que llevaba esta mañana de domingo había comenzado una tarde de su primera juventud, que no fue otra cosa que una pubertad urgente y desmedida, incendiada por los clarines posteriores a Caseros.

En uno de aquellos días de aquellas semanas ajetreadas, como todas las suyas, cargadas de presagios de muerte y de gloria, el general, entonces oficial bisoño en el uso de la espada y la pistola y el arte de lucir el uniforme y enamorar a las mujeres, había hecho el camino que ahora hacía. (Enamorar o voltear, según fueran niñas o chinitas). Y desde aquel momento, para él ese pueblo fue el pueblo de Rosa, así como Ayacucho era el pueblo de Mariana, Vera el de la linda viudita... Pero sería largo nombrar todos los pueblos que conocía el general.

Llegado al hotel, desempacada parte de su petaca de viaje, aseado y acicalado y almorzado, el general conversó con el hotelero hasta que la charla recayó en la casona de la barranca, donde una niña bonita había estado, hace añares (detalle que corno caballero bien se guardó de mencionar), pendiente de sus hazañas, de sus palabras y de sus gestos. ¿Todavía sería recordado como el Marte criollo, bello y terrible que alguna vez había sido? No era él hombre dado a la porfía, ridícula si se quiere, de intentar recuperar lo pasado, ya que para él el tiempo era un día de marcha o de batalla o de paga o una noche de juerga o de amor, o una tarde de trámites y cabildeos o una sobremesa tras la firma de un contrato.

El hotelero dijo que una tal Rosa vivía, suponía que vivía, en el caserón de la barranca; que él poco sabía de sus rarezas; que incluso se comentaba –cosa que él ni creía ni dejaba de creer– que en el lugar se veían luces malas.

–¿Y con quién vive doña Rosa? ¿Con su marido? ¿Sus hijos? ¿Sus hijas? –por lo visto el general despreciaba las fantasmagorías.

–No soy quién para andar husmeando en casa ajena –contestó el hotelero y para colmo agregó–: A mí no se me ha perdido nada por allí –que fue como decirle “a usted tampoco”.

Reacio por principio a recibir indicaciones y menos de un zafio, el general optó por no responder como se lo merecía y en el acto, en cambio, quedó decidida su excursión, o incursión, como más convenga denominarla. Iría a pie, para acortar la tarde, para no interrumpir la siesta ajena y para bajar la comida, un triplete a todas luces razonable. La barcaza para cruzar el río cumplía sus servicios en días de semana.

Salió erguido del hotel, cruzó la plaza, caminó varias cuadras y empezó a bordear la costa, dejando atrás las últimas casitas del pueblo, menos cambiado que él, por lo que observaba.

A ambos lados de los tres amplios descansos reconoció los jarrones, ahora rotos y vacíos, otrora coronados de penachos vivientes, ¿helechos?, ¿begonias? (la botánica no era su fuerte). Subía por la escalinata como si estuviera fuera del alcance de los dientes del tiempo, hincados en la argamasa y la piedra; subía como si esa ascensión hubiese empezado casi tres décadas atrás, como si desde aquella vez que le ofreciera su brazo a Rosita –permítame el honor, señorita– para que ella no se fatigara, y ella aceptara con tímido remilgo –le agradezco, teniente– no hubiese sucedido nada.

Tres décadas humanas son mucho decir en el siglo XIX. Pero el general no era tampoco dado a los retrocesos ni a las melancolías y esa cuenta no le inmutó el talante. Siguió ascendiendo, absorto en recuerdos agradables, ella apenas algo menor que él y sin embargo tan niña, aún con su talle movedizo e invitante, imán para la mirada del teniente que pocos minutos después revolotearía con fingida inocencia, luego de aquel paseo por la barranca, de un respaldo de silla a otra, de un bibelot a un florero, en la tertulia familiar, mientras denostaban al caudillejo.

Ni los informes del hotelero, ni mucho menos sus preceptos morales, podían hacer mella en el antojo del general, proviniendo como provenían de un catalán con poco roce, por no decir palurdo, ignorante de nuestras tradiciones, sin duda ávido de la fortuna a que podía aspirar todo inmigrante tozudo y calculador. El general marchaba al frente con el porte y el paso de quien ha conducido fieras tropas de infantería.

La casa apareció en lo alto, menos imponente que su evocación y más derrumbada que las conjeturas, haciéndolo vacilar. Pero lo resuelto por un general supera toda duda. Rosita era dos o tres años menor que él, y siendo él un hombre entrado en años, aunque todavía en la plenitud de su hombría y hasta apetecible –a las pruebas me remito, se dijo con el reflejo de una sonrisa–, ella estaría hecha una robusta matrona o un enjuto dechado de distinción, y se sorprendería tanto al verlo reaparecer, que al principio no sabría disimular su desconcierto, pero pronto recuperaría la compostura y mencionarían a los mayores muertos y a los viejos conocidos y recordarían quizás alguna amena anécdota, mientras los estratégicos silencios y las reticencias configurarían un movimiento tendiente a afianzar la sospecha de que en un tiempo cierto su nombre y su estampa habían arrebolado esa tez –de pálida rosa té a rosa rosa– con quién sabe qué inconfesables anhelos. Y si Rosa se hubiera casado –la más plausible hipótesis a pesar del despiste del ignorante o malintencionado catalán– tendría hijas o más bien nietas –pongamos los pies sobre la tierra– casaderas, regalo de los ojos, como era ella en aquella caminata por la ribera, y así transcurriría la tardecita de domingo (por suerte había escampado) apacible como las aguas del río que él debería cruzar el lunes.

Un fin de semana así de placentero, a falta de mejores distracciones, era un buen ejercicio para templar el ánimo, antes de lanzarse a la obtención de mejores términos ante los duchos agentes británicos.

Pero la casa parecía otra. Tan descascarada y encogida, tan al aire las raíces de las tres palmeras de la entrada, como si la tierra se estuviera agotando de puro vieja o castigada. Golpeó el aldabón. Una criada cansina lo hizo pasar. Los goznes del portal chirriaron. Fue el único sonido de recibimiento.

El general miraba y miraba, ya en el salón desierto, habitado por muebles moribundos que no reconoció. Por la puerta que daba al tras patio, el crochet de las cortinas dejaba entrever leves sombras en movimiento. De entre ellas surgió una viejecita con rebozo negro, como toda ella, salvo su cara de pergamino, y el general se puso militarmente de pie.

–Qué suerte que hayas venido a visitarme –dijo sin preámbulo la vieja.

Un obús en funciones no lo habría turbado como lo turbó esa figura y ese tuteo. Se sintió desnudo, sin medallas, sin rodela ni laureles.

–Señora –dijo al cabo del impacto, agachando la cabeza y mirando los botones de su levita. Ese domingo vestía de civil–, hace años que nadie se acuerda de mí. Siéntate –dijo ella, con alma ultraterrena, como si esa visita fuera una reparación que al mismo tiempo lo hacía sentir en falta. Obedeció. Él en el sofá, ella en una sillita, encorvada y rígida, a un metro y medio el uno del otro, a pesar de la penumbra podían verse bien las caras.

–No hablo con nadie; no salgo de esta casa, nadie me recuerda –dijo.

Él pensó: es una muerta en vida.

Ella dijo: –Soy una muerta en vida.

Hizo un ademán que la criada captó desde la pieza contigua, un evidente signo de que agasajara al visitante. Cuando aquélla se deslizó hacia el fondo, la dueña de casa explicó: –León se está muriendo. Hace tanto que se está muriendo.

–Caramba –dijo el general. No se atrevía a preguntar quién era ese personaje con nombre de persona o de perro.

–Es el único que queda –agregó la mujer con un suspiro– y yo sólo puedo ayudado a morir.

La criada trajo una bandeja que apoyó en una mesita de tres patas y se convirtió en sombra muda sincronizada, mate en mano, entre sofá y sillita. De a ratos se oía el agua de la pava al ser vertida y las chupadas finales. Las manos del general querían aferrarse a la calabaza, a cualquier cosa, con tal de no deslizarse hacia el desamparo. Él, que siempre se había sentido seguro de sus límites, que él mismo fijaba, era partícipe de una cosmogonía ajena. Todas sus campañas juntas no le servían de aprendizaje para tamaña intemperie.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –confesó la mujer.

–A mí también me alegra verte –mintió el general.

No alcanzaba a explicarse por qué lo decía –él, siempre galante, nunca condescendiente– ni por qué comía bizcochitos, cuando le repugnaba el anís, ni por qué sorbía de esa bombilla compartida por una boca desdentada.

–Cuidarlo a León –repitió la vieja–. Ya no tengo otro motivo para estar viva.

La señora hizo girar la charla sobre la incierta enfermedad de León, que se moría lentamente y sin remedio, sobre el invierno tan largo que no terminaba de pasar y, cuando volvieron a quedar solos, sobre las mañas de esa negra –dijo sacudiéndose las miguitas de su falda sobre la alfombra en franca erosión–, aumentadas con el avance de la sordera.

Una hora después –ya era oscuro y la criada acababa de encender una lámpara en un rincón– el general se despidió.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –y había convicción en estas palabras y un soplo de vida en la voz, como si una lejanía se levantara sobre sus propias ruinas para fundar sobre esa fugacidad un nuevo gusto por la vida.

–A mí también, créeme –aseguró el general, a pesar de lo que le incomodaba un tuteo tan insólito (él y Rosita jamás habían llegado a tutearse) y esas anacrónicas declaraciones.

–Te agradezco tanto.

–No tienes nada que agradecer –dijo él, con el tono de quien sabe que van a pedirle cuentas por crímenes impunes.
La ceremonia de la despedida se prolongó mientras caminaban a pasitos hacia el portón por el frío del crepúsculo.

Al bajar la escalinata, de cara al Paraná presentido, el general intuyó que su desasosiego nacía de la falta de intermediarios entre él y el silencio (de la casa o del paisaje, lo mismo da), de ese silencio que lo dejaba solo con sus propios fantasmas, de los que era responsable. Y su pecho, ese pecho tan valiente para desafiar las balas, acató con el trasfondo de un recóndito espanto el misterio que aletea en todo desenlace, en todo recomienzo. Y aunque a los pocos metros trató de aventar la imagen de esa desconocida a quien él jamás había visto y que no le había preguntado ni siquiera por qué la visitaba, no le resultó fácil, no le resultó nada fácil conseguirlo y serenarse, y por primera vez sintió la magnitud de su impotencia.




Martha Evelina Mercader nació en La Plata, el 27 de febrero de 1926, fallecida en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 17 de febrero de 2010) fue una escritora argentina, cuya obra abarcó diversos géneros (novela, cuento, cuento infantil, dramaturgia y ensayo), fue reconocida principalmente por sus obras de novela histórica. Además entre 1993 y 1997 fue diputada por la Unión Cívica Radica Maestra, egresada de la Escuela Normal Nacional Nº 1 Mary O. Graham, en 1948 se recibe de "Profesora de Enseñanza Media en Inglés" en la Universidad Nacional de La Plata, y en 1953 también en la misma universidad obtiene el título de "Traductora Pública Nacional en Inlés" En 1949 gana una beca del Consejo Británico que le permite conocer Europa, recorriendo Londres, París y Madrid. Es en Madrid donde conoce a Juan Benet y a los correligionarios políticos (anarquistas) de Nicolás Sánchez Albornoz (con quien se casó en 1952, tuvo dos hijos y terminara divorciándose en 1960).1 En 1975 realizó el guion de las películas "Solamente ella", y "La Raulito". Entre 1984 y 1989 se radicó en España, al ser nombrada directora del Colegio Mayor "Nuestra Señora de Luján de Madrid" (dependiente del Ministerio de Eduación de la Nación Argentina).1 Además de su carrera en las letras (que más allá de las novelas, cuentos y obras de teatro incluyen también ensayos, guiones para radio y televisión y periodismo), Mercader se desempeñó como funcionaria en el campo de la cultura (fue Directora de Cultura de la Provincia de Buenos Aires entre 1963 y 1966), y durante el período 1993 - 1997 fue Diputada de la Nación por la Unión Cívica Radical. Su obra más conocida es "Juanamanuela, mucha mujer" que vendió más de 100.000 ejemplares.

06 febrero, 2012

Anacristina Rossi (Costa Rica, 1952)

VERANO SIN BERTA

Para Gabriel Thibaud, “Emeraude”


No sabía cuál era el origen de su depresión, de la tristeza larvada. Eran las cinco y la angustia la había despertado. Ariana se sentó, procurando no hacer revuelo con las cobijas para no despertar a Enrique.


Enrique roncaba.


Ariana le dio un codazo para que cerrara la boca y respirara por la nariz. Después suspiró, qué putas tendré. A través de las persianas se insinúa la claridad. Me queda aproximadamente un ahora para autoexaminarme antes de que la casa se despierte, antes de que se despierten Enrique y la fratría. Antes de que empiece a hacer ruidos la empleada. Agarremos el asunto con método cartesiano. Uno: estoy mal. Podría tomarme medio miligramo de válium, dormir una hora más y no darle importancia. Salvo que entonces esta misma escena se trasladará a mañana. Uno: estoy pésimo. Dos: examinar las posibles causas. ¿El trabajo? El trabajo va maravillosamente, tres contratos nuevos, más en perspectiva. El trabajo no. ¿Los niños? Son lindos, sanos y además los primeros de la clase. Los niños no. ¿Mi familia? Hace años que ni siquiera me meto con ellos. La familia no. Aunque la familia talvez. Tanteemos más hondo.


Ariana se pasó en playback imágenes de su madre y de sus hermanos. Imágenes viejas, pues no tenía otras. No hubo reacción. Entonces no es la familia.


Un golpe metálico la sobresaltó. Automáticamente se crispó y se llevó las manos a los oídos. Yadira se acababa de levantar y había dejado caer una olla. Parece, se dijo Ariana con las mandíbulas completamente trabadas, que la causa de mi desazón, tristeza, vacío, es el servicio doméstico.


Yadira era la empleada número veinte de ese año. La primera había tenido que irse al mes porque la mamá ya no le quería ver los chiquitos. A la segunda la había llamado el compañero: “No quiero que trabajés más”. La tercera, que se había encariñado mucho con los hijos de Ariana y Enrique, estaba embarazada. La cuarta y la quinta habían sido excelentes pero muy ladronas. La sexta, ideal pero mujer de la vida. La sétima, espía de la contra. La octava había resuelto casarse. La novena había regresado de urgencia a El Salvador, la décima a Nicaragua y la undécima a Guatemala. A la decimosegunda, silenciosa y maternal –una india guaymí que no hablaba español- la barrera del idioma la afectó demasiado. La decimotercera había empezado a pedir, de pronto, un salario altísimo. La decimocuarta cantaba a voz en grito todo el día y no dejaba a Ariana concentrarse. La decimoquinta se fue cuanto no le pusieron en el cuarto tele a color. La decimosexta había sido maravillosa, afable, discreta, eficiente, pero se la quitaron a Ariana unos gringos que le pagaban en dólares. La decimosétima había decidido que no le gustaba dormir en el trabajo y que se iba a buscar un empleo por horas. La decimoctava fue un ser extraordinario pero sólo sabía cocinar cusucos. A la decimonovena se le declaró un problema circulatorio que ni el doctor de Ariana pudo solucionar.


Y ahora, a las cinco de la madrugada la empleada número veinte había empezado a lavar los trastos que había dejado sucios la noche anterior, con bombos y platillos y entrechocar de vasos y cucharas.


Ariana se deslizó silenciosa.


-Yadi, si no los puede lavar en la noche mejor espere que todos se levanten.


-Señora, imposible. Se me atrasa el oficio del día.


-Qué importa, Yadi.


-A usted no le importa porque usted no es la que tiene que hacer el oficio.


Ariana iba a ponerla en su lugar, la patrona soy yo, obedézcame, etc., pero recordó que Enrique le había dicho “Si esta empleada no dura por lo menos seis meses, me interno en el psiquiátrico.”


Se contuvo. Cerró cuidadosamente la puerta de la cocina y volvió a la cama. Le quedaban veinticinco minutos de relativa paz. Relativa, porque el cuarto vibraba poderosamente con los ronquidos de su esposo. Ariana lo golpeó. Enrique se movió a abrazarla. Estaba empapado.


-Estás empapado de sudor-, le dijo con asco, quitándose.


Enrique gruñó, cambió de posición y reanudó los ronquidos.


Ariana le mandó otro codazo con tan mala suerte que le arreó en la nariz.


Enrique se levantó con un humor de perros.


Ariana estaba harta. Después de todo, me voy a tomar el válium.


Yadira preparó el desayuno y las loncheras de la fratría y ella los ayudó a alistarse, “Apúrense, chiquillos, ay de ustedes si los deja el bus”.


Cuando se fueron, hizo sus ejercicios. Se bañó y arregló, distraída. Salió con movimientos retardados por el válium, dios mío, debe ser pésimo manejar así. Hoy le tocaba traducir en una conferencia. Para ponerse al ritmo de la conferencia bebió tanto café que a las seis tenía de nuevo los nervios de punta.


Mientras Yadi sirve la comida me tomo un whisky doble, pensó aliviada.


Al llegar, Enrique la estaba esperando con la noticia: “Yadi se fue”.


-Dios mío, ¡¡¿por qué?!! –gimió Ariana desplomándose en un sillón. La fratría daba gritos y Enrique no lograba imponer la paz.


-Volviera Rosa –suspiró Enrique-. Era la que mejor manejaba a estos niños. Lástima que fuera puta. Viéndolo bien, puta y todo, mejor se hubiera quedado. Total.


Ariana le iba a pegar con un foco que estaba a mano cuando uno de los miembros de la fratría le jaló la enagua:


-Mami, ¿qué es una puta?


Decidió no contestar. Se sirvió un whisky doble, recogió los regueros de los niños y sirvió la cena mientras Enrique leía el periódico. Cuando terminó, se sentó a su lado:


-Enrique, dame los detalles de la fuga de Yadira.


-La empleada número diecinueve, Flor, la llamó y la amenazó con matarla.


-¿Y por qué?


-Para vengarse. Acusó a Yadira de haberle quitado el trabajo.


-Pero no es verdad. Flor se fue por un problema circulatorio. No podía hacer oficio, sólo estar acostada...


-Yo sé, pero por lo visto Flor tenía también un problema mental. Ariana, debés tener más cuidado con las personas que introducís en la casa – remató Enrique mirándola de soslayo.


Ariana era la que había contratado a Flor, que se veía muy confiable y dispuesta.


-¡No me echés la culpa! –exclamó exasperada.


-¡No levantés la voz delante de los niños! –vociferó Enrique. En todo caso, Yadira se fue porque Flor aseguró que vendría a matarla mañana.


Todos comieron macarrones y Ariana tomó un miligramo de válium y otros dos whiskys para dormir sin que la molestaran los ronquidos y la sudoración excesiva de Enrique, el saber que ya no tenía empleada y su propia tristeza.


Debía estar a las ocho de la mañana en la conferencia y coordinar con su esposo que en la casa hubiese alguien a las tres cuando llegaban los buses de la escuela y el kinder. De no encontrar quién recibiera a los niños, Enrique saldría de su oficina.


Cuando regresó de la conferencia, a las siete, el desastre era absoluto. Enrique, sin anunciar, aprovechó que ella llegaba para zafarse.


“¡Cobarde!”, le gritó Ariana desde la puerta al verlo salir, pero era tanto el trabajo que le esperaba –lavar los uniformes de los niños, limpiar un poco la casa, hacerles la comida, revisar las tareas -seguramente no habrían hecho ni media con su padre- o hacerlas con ellos, luego ver que se bañaran y se acostaran –que no exteriorizó su furia ni un sentimiento de injusticia. A las once, agotada, se sentó frente al tocador a reconocerse.


Hola, me llamo Ariana. En realidad, Arianne, que es Ariadna en francés. Nací en Nantes porque mi padre cumplía allí un contrato. Estudié en París y fui una mujer liberada de los años ochenta hasta hace seis años. Hasta que me casé con Enrique y tuvimos dos niños. O hasta hace un año, cuando los empleadas domésticas montaron una conspiración contra mí. Me parece que también he sido bonita pero ahora con costos me miro al espejo. Lo único propio que he conservado es mi profesión.


A las cinco de la mañana abrió un ojo. Enrique no había vuelto. Se dispuso a disfrutar una hora más sin ronquidos. A las cinco y media Enrique la despertó. Apestaba a alcohol y Ariana ya no se pudo volver a dormir.


A las seis lo sacudió para que la ayudara con loncheras, desayuno y niños. Pero cuando Enrique dormía la mona le podían echar agua con una manguera de bomberos a plena presión, que no se despertaba.


A las siete y media había montado a la fratría en el bus y se acordó de que ese día estaba cancelada la conferencia. Nada más debía traducir dos páginas de actas, cosa que haría más tarde, en la computadora.


Pensó echarse en la cama pero se acordó de Enrique, cuando estaba de goma su transpiración excesiva tenía un olor ácido. Se fue a dormir al cuarto de la fratría. Pero no se permitió descansar ni cinco minutos. Se levantó a telefonear a la agencia y pidió que le mandaran otra empleada. Colgó. Me daré un baño lento en la tina.


Estaba empezando a disfrutar el baño cuando sonó el timbre. Se amarró la bata y salió.


-Soy la nueva empleada.


-Cuánto gusto, entre.


Ante ella estaba una mujer alta, gruesa, de unos cincuenta años. “Me llamo Berta”, dijo, y a Ariana la sedujo la serenidad en su voz. “Claro, Berta, acomódese, este será su cuarto”.


Conforme le iba enseñando las cosas, explicándole lo que se esperaba de ella, la casa se llenó de paz.


Berta se puso el delantal y en un segundo tenía los pisos brillantes. En media hora más, el almuerzo estaba dispuesto. La lista de compras del súper y el menú de la semana colgaban de la puerta de la nevera con un imán. “Doña Arianita, vaya descanse, usted no se ve bien”, ordenó suavemente la maravillosa.


Ariana se tomó medio miligramo de válium y le dijo: “Berta, por favor, despiérteme a las doce”. Pensaba acostarse en el cuarto de los niños pero decidió no hacerlo, para que Berta lo limpiara y ordenara. Se hizo un puño en la cama conyugal lo más lejos que pudo de su esposo.


Ariana soñó que estaba otra vez en Egipto. Corría apresurada hacia un café, en El Cairo. Iba a encontrarse con alguien en ese café. Era abril. Cuando corría, su pelo largo y lacio se bamboleaba. Se sentía muy joven y vital. Iba a encontrarse con un muchacho que tenía un inmenso anillo verde en el dedo meñique. Era un muchacho francés que daba clases en la universidad de Cairo, un escritor. Abrió la puerta y la envolvió la música de Om Kharthoum. Se sentó a esperarlo.


Berta la despertó antes de que el muchacho llegara. Ariana tuvo cólera pero se contuvo y lo que le dijo fue: “Gracias por despertarme, Berta, usted es un ángel bajado del cielo.”


Berta fue un ángel bajado del cielo. Asumió las riendas del hogar. Cocinaba delicioso y los niños la querían. Ariana se sintió casi feliz. Berta le prometió quedarse mínimo seis meses, sin límite máximo. Ariana se dijo: voy a pedirle que sea mi mamá, también.


Pero un día Ariana volvió a amanecer triste. A lo mejor es el efecto depresivo del válium, no tomaré más.


Dejó de tomar válium y sin embargo la depresión continuó.


Tengo que hacer algo ya, pensó una madrugada. Se despertaba todos los días a esa hora, queriendo morirse.


Recordó el sueño.


En el sueño se había sentido dichosa. Entonces una Ariana dichosa existe en algún lado. Enrique trató de abrazarla como cada noche, empapado en sudor. Ariana se apartó para que la dejara en paz.


Quería tener paz y recordar el sueño. ¿Quién la estaba esperando en el café cairota? ¡Dios mío, “Emeraude”! Por eso el anillo verde. “Emeraude” era el nombre de guerra de Gabriel Thibaud, su compañero en aquella clase de análisis estructural del relato en la Universidad de París. Habían sido íntimos amigos. Recordaba sus poemas. La primera vez que le dijo cuál era su pseudónimo ella pensó M. Rod, en inglés pronunciado en francés. Pero era Esmeralda, y le gustó muchísimo. Tenía los ojos muy negros y a veces se los pintaba con un poco de kohol. Era divorciado y había solicitado un puesto como profesor en la Universidad de El Cairo. Entonces Gabriel Thibaud llegó a Egipto, por fin.


No sabía por qué, pensar que Gabriel Thibaud -“Emeraude”- estaba en Egipto, la llenaba de una extraña felicidad. Se imaginó conversando con él sobre la guerra y la vida. Ariana recordó cuánto había amado ella el oriente mediterráneo. Pensó desesperada que Enrique ni siquiera hablaba francés. Enrique nunca había olido los ramitos de jazmín en las tardes de Túnez. Enrique nunca había entrado a los baños en Marruecos. No había visto mujeres pintadas con alheña y no tenía en ninguna de sus papilas el recuerdo del sabor del rahat loukum. No había tomado, en Argelia, té de menta en vasitos floreados.


Todas las madrugadas Ariana dedicaba una hora a pensar en cosas como las miradas de los hombres bereberes, el calor en El Cairo, las clases de teoría literaria en París y los poemas firmados “Emeraude”.


Estaba terriblemente agradecida con Berta, que ni siquiera hacía ruido cuando se levantaba. “Berta, a usted la mandó dios”, le decía. Sí, Berta era una enviada divina sobre todo ahora que había empezado el verano y los niños no iban a la escuela.


Un día Ariana se percató de que estaba en la Embajada de Francia preguntándole al Agregado Cultural cómo obtener las señas de un francés profesor de literatura en El Cairo. Con eficiencia gálica la consiguieron.


Ariana le escribió. Gracias a Berta, ella podría hacer un viajecito. Se ausentaría un mes, nada más. Era más barato que reanudar el psicoanálisis y regresaría contenta, con baterías cargadas para varios años, talvez. No buscaba una aventura con su amigo, lo único que deseaba era sentirse otra vez como antes, poder hablar y pensarse en otro contexto. Comentar la tesis de Gabriel sobre los libertinos franceses o sobre el vestido en la obra de Restif de la Bretonne. Quería contarle que nunca había terminado su investigación sobre el universo poético de los celtas. Contarle que si encontraba material bibliográfico la reanudaría, por correo. Que sí había terminado aquel trabajo sobre el cristianismo en los tiempos del monarca germano Otón II.


Gabriel no la atraía para nada físicamente. Iba buscando salud para su alma y sólo quería hablar. Sentir que pertenecía a un mundo más vasto, un mundo con otras referencias culturales. Sentir cómo era su vida de antes, cuando Gabriel Thibaud le hablaba de Egipto escuchando a Om Kharthoum.


Organizó cuidadosamente su ausencia de un mes en la casa, sin decirle nada a Berta. Matriculó a la fratría en un curso intensivo de verano que los mantenía ocupados de seis a seis, con servicio de transporte.


Gabriel contestó. Maravillada, compró los billetes. Pensó que sin Berta el viaje sería imposible. Su padre estaba demasiado entrado en años para cuidar a los niños. Ariana no tenía hermanas y su madre y sus cuñadas eran de una frivolidad tan acojonante que jamás aceptarían. Ariana siempre había envidiado a las otras familias: los hermanos que invitaban por un mes de vacaciones a un sobrino, o la madre que estaba feliz de cuidar a los nietos para que la persona en cuestión entrara al hospital a operarse o tomara un merecido descanso.


Dos días antes del viaje le explicó todo a Berta: “Voy a Europa a trabajar en unas conferencias, aquí queda Enrique y sólo será un mes.”


A Enrique lo llamaría cinco minutos antes de abordar el avión, por si acaso intentaba impedírselo.


Ariana estaba feliz, relajada. Por primera vez en seis años dormía sin dificultad, tenía ilusiones y se le habían quitado todos los pesos de encima.


La víspera del viaje fue a una librería a buscar libros de poetas centroamericanos para “Emeraude”, que la estaría esperando en el aeropuerto internacional de El Cairo. Camino a su casa iba pensando en todo lo que le contaría y en que debía meter un abrigo de invierno por si le daban ganas, al regreso, de quedarse un ratito en París.


-¡Qué dicha que venís temprano!- le dijo Enrique que deambulaba por la casa con un delantal dándole órdenes a la fratría-. Berta se fue, dice que talvez regresa dentro de seis meses pero que no la esperemos. Que mejor busquemos otra empleada. Cancelé la inscripción de los niños en el curso intensivo para que podamos salir una que otra semana a acampar y así hacer más llevadero el verano sin Berta, ¿verdad? ¡la queríamos tantísimo!


de Situaciones conyugales (1997)




Anacristina Rossi es novelista y ensayista. También ha sido columnista, activista en asuntos ambientales y ha trabajado con mujeres indígenas y campesinas. 
Tiene un Diploma de Estado de la Escuela Superior de Intérpretes y Traductores de París (Universidad de París III Sorbona Nueva) en traducción y una 
Maestría en Mujer y Desarrollo del Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. 

Novela 
-María la Noche, 1985, Editorial Lumen, Barcelona, España. Reeditada en 2003 y 2006 por Editorial Costa Rica. Fue traducida al francés y publicada en Francia por la editorial Actes Sud. 
-La Loca de Gandoca, 1992, EDUCA, San José, Costa Rica. Fue reeditada varias veces por EDUCA y desde 2001 la publica Editorial Legado, San José, Costa Rica. Ha tenido unas veinte reimpresiones más y más de doscientos mil ejemplares vendidos. Se lee en universidades y colegios en Costa Rica y Estados Unidos y figura en antologías como texto ecofeminista. Traducida al inglés. 
-Limón Blues, 2002, Alfaguara, Costa Rica. Esta novela ha tenido varias reediciones en Alfaguara. 
Ganó el Premio Nacional de Novela Aquileo J. Echeverría en 2002 y el premio Áncora de Literatura 2001-2002. Obtuvo también el Premio Latinoamericano de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas, Cuba en 2004, y se hizo una edición cubana de la novela que se presentó en enero 2005 en la Habana y en Cienfuegos. 
-Limón Reggae, 2007, Editorial Legado, San José, Costa Rica y Alcalá editores, 2008, España. Esta ovela ha tenido varias reimpresiones en Costa Rica y fue traducida al italiano y publicada en Italia por la editorial Aracné de Roma en mayo del 2010. 

Cuento 
-Situaciones Conyugales, 1993, volumen de cuentos publicado por Editorial REI.
El cuento “Marea Alta” obtuvo el Primer premio de narrativa de los Juegos Florales Centroamericanos de 1993. 
El cuento “Pasión Vial” fue traducido al inglés bajo el título de “Highway passion” y publicado en el Vol. 13 No.2 2000 de la revista Organization and Environment, Sage Publications, California, 
Estados Unidos junto con una entrevista a Anacristina Rossi. 
El cuento “Verano sin Berta” fue traducido al francés y publicado en la Antología Deluge de Soleil, UNESCO, París, 1997 y ha sido publicado en revistas y periódicos. 
El cuento “Una historia corriente” está incluido en la Antología del Cuento Centroamericano 
Cicatrices, 2005, y este cuento y el cuento “Eros” está en las antologías de narrativa centroamericana publicadas en 2003 y 2009 por el profesor norteamericano Willy O. Muñoz. El cuento 
“Conversación entre amigas” fue publicado en la Antología Cuentos del paraíso desconocido, Algaida, Cádiz, 2008. 

01 febrero, 2012

Cristina Feijóo(Argentina, 1944)


SI NO SANA HOY SANARÁ MAÑANA




Estocolmo, 30 de julio de 1982.


Querida mamá:


Sofía me dijo anoche que estás muerta. Yo hubiera debido sospechar algo raro porque la voz de Raúl sonó apurada y rehuyó mis ojos cuando me dijo "es Sofía, desde Buenos Aires".


No hubo un telegrama que fuera abriendo un camino en mi conciencia, una prueba tangible de que las palabras que escuché de boca de Sofía fueran dichas por Sofía. Una evidencia de que el llamado existió en verdad y no dentro de la pesadilla a la que dio comienzo, de la que no despierto, y desde donde tal vez sueñe que estoy escribiéndote esta carta.


Hace quince años me llamaste en medio de la noche para decirme que Fabián había muerto. Te contesté entonces lo mismo que a Sofía anoche, "no es cierto". -¿Cómo te voy a mentir? -dijiste- era mi hijo. Y yo pensé: era mi hermano. Así fue siempre. Siempre hemos creído que la pena de una invalida la pena de la otra.


Lo que trato de explicarte es que estaba con el auricular en la mano y ese silencio en la línea, ese túnel que se extendía por espacio de veinte mil kilómetros, que olía a conchillas, a caracolas de mar, un hueco que demandaba de mí palabras cuando mi memoria trataba de recuperar las líneas de tu cara y a la vez encontrar algo que decirle a Sofía, algo que prolongara la conversación para no colgar. Para no quedarme mirando el teléfono (como sabía que me quedaría) sin entender el hecho de estar parada allí sin desear volverme y enfrentar la carpeta que dejé abierta sobre la mesa y que desmentiría que ese llamado hubiera existido.


Después llegó María de la calle. Tenía puesta la campera roja de gamuza y los flecos de sus mangas ondeaban con sus pasos cancheros, despreocupados. Me enfureció que después de muerta tuvieras que herirla y que yo te sirviera de instrumento. Vos sabés cómo es María. Palideció apretando los labios después de un pequeño grito, sin llorar. Estuvo sentada con la cara entre las manos y con el largo pelo castaño flanqueándole las mejillas. Yo no veía más que sus dedos y sin embargo la espalda rígida de María me dejaba afuera de eso que sentía y que era, lo sé, su forma de preservarte. Después se fue con Carlos a caminar por el bosque, dijo. Tenía, al volver, los ojos hinchados pero secos. A veces es más fácil llorar con un amigo.


Nos quedamos toda la noche hablando, María y yo. De vos, claro, de cómo eras, de cómo habías sido para ella y para mí. ¿Qué otra manera teníamos de entender tu muerte? Hablamos con cautela, eligiendo frases, buscando coincidencias para pensar en vos.


Hoy me despertó el sol a las seis de la mañana. Por el ventilete abierto entra un cono de luz que toca el borde de mi cama. Dentro de él se mueven infinitas partículas de polvo y yo, con la vista clavada en ese delicado movimiento que sólo la luz vuelve perceptible pienso "ya no tengo madre". Lo pienso y comprendo que es sólo un pensamiento. Un pensamiento y un hueco en la conciencia. Porque la verdad de tu muerte es palpable entre tus cosas, para la gente que hoy no te verá. Yo, en cambio, puedo levantarme o quedarme acostada, puedo ir o no ir al lavadero, regar las plantas o no regarlas.


Y ya ves: me levanté. Me levanté y pasé un plumero a mis muebles y miré el parque desde la ventana. Raúl se ha ido a trabajar, María duerme y vos seguís tan ausente como has estado en estos años.


Entonces decidí escribirte sobre las cosas que debía haberte dicho si vivieras y que jamás te diría (si vivieras). Si vivieras te diría que aprobaron mi ingreso a la Universidad de Estocolmo para el año que viene. Eso te alegraría. (Siempre quisiste que tu hija fuera "alguien"). No te diría que no soy feliz. Ya ves que empleo tus palabras. No podría usar con otra persona la palabra felicidad. Las radionovelas que solíamos escuchar cuando yo era chica estaban saturadas ¿recordás? de felicidades e infelicidades. Me sentaba en una silla; vos planchabas o cosías y en silencio escuchábamos el devenir de esos de amores imposibles, descarriados, no correspondidos. Años después, en el cine, compartíamos una mansa y renovada pena por las pasiones de los otros, los héroes del celuloide. Recuerdo que, protegida por la oscuridad anónima de la sala, te sonabas con el pañuelo que previsoramente llevabas en la cartera y yo, que siempre olvidaba el mío, me limpiaba los mocos con la mano. De esas complicidades nuestras aprendí dos cosas: a llorar por las desgracias ajenas y a creer en los valores absolutos.


Fue casi inevitable que mi absoluto fuera hacer la revolución y que las desgracias ajenas fueran gritadas por mí (y tantos otros) en las manifestaciones.


La imagen gráfica que tengo de nosotras en la época de mi secundaria, es la de dos perros que giran uno alrededor del otro, olfateándose y gruñendo. Yo esperaba que aplaudieras mi intento de vengarnos a vos y a mí, mujeres solas en un mundo sin justicia. Ansiaba que me pusieras una simbólica medalla en el pecho y me mandaras, como Antígona, al combate. No podía entender que eliminaras la posibilidad del heroísmo con un simple click, antes de irte a dormir. Que encerraras en una pantalla lo digno de ser vivido y me dejaras la alternativa de una realidad innoble. Después de todo, si yo abrí la puerta de la utopía vos me enseñaste dónde estaba el picaporte.


En fin, ya sabés cómo son estas cuestiones de la mística. "El que no está conmigo está contra mí". Y vos no estabas conmigo. De ahí en más todo lo que hice fueron intentos para acabar con la resignación que vos encarnabas. Para suprimir el estúpido mandato de ser "infeliz" por haber nacido en el lugar y el momento equivocados.


El tiempo pareció confirmar tu creencia porque nos aplastaron hasta el deseo de rebeldía. Cuando ibas a visitarme a la cárcel, tu mirada me repetía sin descanso "¿Viste?" Yo te decía." Te devolvía una mirada dura aunque en el fondo me alegraba que no fueras capaz de repudiarme. Estabas hecha para la resignación y ¿qué hubiéramos hecho María y yo, sin tu terca y convencida resignación?


Lo que no pude decirte entonces fue que nunca me arrepentí. Creo que vos también usaste alguna vez las palabritas en boga: idiotas útiles. No quisiste creer que la historia de la humanidad está hecha por idiotas útiles. Que siempre hubo gente que prefirió aferrarse a una utopía de justicia (porque dentro de ellas todo se ilumina) o simplemente dejó de aguantar y se jugó el alma y el cuerpo y la memoria para seguir creyendo en sí misma. Después, o tal vez durante, llegan los gusanos que se alimentan de sangre y verdor y pulpa de la fruta fresca para venderla luego en el mercado.


Que la historia carezca de pureza les sirve a muchos (cuántos, qué multitud necesaria) para cruzarse de brazos y dejar que sean otros los que invoquen al impulso fraterno que se supone nos habita. Mamá, yo nunca dejé de creer en los finales felices y no te perdono que no le concedieras a mi optimismo (ese, que semana tras semana te consolaba en una pantalla) el margen de la duda.


Ya sé que hay otras maneras de vivir. Lo he reconocido a regañadientes y tarde. Vos hubieras querido que fuera contadora (siempre me pareció tan ridículo ese deseo) o concertista de violín, que estaba más cerca de tu ideal romántico. Deseabas que llegara a recogerte en mi coche y vos subieras, saludando envanecida a los vecinos. Hubieras, por lo menos, querido evitar que yo sufriera y que te hiciera sufrir. Yo, que era tu única esperanza.


Recién ahora que María se hace grande y que actúa a veces de un modo que me cuesta entender, puedo pensar en nosotras de un modo diferente. Presenciar una obra conocida en la que repentinamente el villano tiene algo de héroe y el héroe algo de villano. Pero algo, madre. (Porque ya no es época de blanco o negro en mi vida, y aún sigo creyendo en el poder irreflexivo de la sangre).


En la cárcel, y esto es lo que quiero decirte, me atrincheraba en nuestras diferencias para poder mirarte. Te parabas en la puerta y girabas el cuello casi incrustado en los hombros, buscándome con los ojos miopes. Yo te veía estar parada en medio del remolino de mujeres bravías y ansiosas que aturdían el aire a tu alrededor, mujeres que te abandonaban en un círculo invisible, impecable de soledad, y me erizaba la piel el deseo de devolverte con un golpe de magia a una butaca de la sala oscura, sacarte de mi vista, no verte avanzar, vacilante y torpe, sobre la modesta coquetería de tus tacos.


Nunca nos abrazamos en aquellas visitas. Me alcanzabas el paquete y bajabas la vista para controlar lo que ya habías empezado a enumerar: "aquí te traje la lavandina que me pediste, y jabón en pan, azúcar y la yerba", mientras yo seguía el movimiento de tu dedo en la bolsa de red para no mirarte la cara, atenta a tu voz que se iba recomponiendo hasta que asomaba la sonrisa temblona con que me mirabas al fin, sabiendo como sabías que tus lágrimas me sacarían de quicio y que iba a defenderme de ellas como una leona.


Pocas veces lloramos una en presencia de la otra. Ni siquiera cuando murió Fabián. Recuerdo sí la desgarradura de tu llanto cuando me viste después de la tortura y te abrazaste a mi cuerpo. No sé qué sentí. Creo que no podía sentir. Podía sí darme cuenta de que en esos momentos algo se quebraba en vos. Lo comprendí porque yo también era madre.


Ahora ya no estoy segura si eran tus lágrimas las que me irritaban o el provocarlas sin remedio.


Siempre odié tu fragilidad, tu aire de desconcierto, tu indefensión; esas mismas cosas que me acongojaban porque ¿qué podía hacer yo con tu congoja? Me condenaste desde niña a ser parte de ella. Toda tu alegría, eso decías, se fue con mi padre. Mi padre que te traicionó. A Fabián y a mí, que no te habíamos traicionado aún, nos quedó tu infelicidad. No teníamos más destino que perpetuarla. Él, muriéndose. Yo, repudiando hasta el deseo de hacerte feliz.


Pero en los pocos momentos en que tus ojos brillaron de orgullo por mí (y siempre sospeché que imitaban el orgullo de los otros) algo me crecía en algún lugar, una punta de acero fulguraba en mi costado y me convertía en el Príncipe Valiente.


Recuerdo también que en otros tiempos, era un consuelo llegar a tu casa, destrozada por algún amor en guerra y esperar tu invariable pregunta "¿Te preparo un tecito?" Entonces sucede esto: me siento y lloro entre sorbos y palabras y te cuento más mentiras que verdades, esperando tus consejos que sólo importan por el hecho de que en estas cosas, siempre estás de mi lado. Oigo el tono suave de tu voz, el que usabas cuando me caía y corría a agarrarme de tu pollera para que me frotaras la rodilla machucada y dijeras las mágicas palabras "sana, sana colita de rana..." Una mujer consolando a otra mujer. ¿Una niña consolando a una niña? ¿Una niña consolando a una mujer?


He jugado con estas preguntas, casi desde siempre. Más precisamente desde la noche que saliste de casa, poco antes de que papá se fuera. Esa noche el instinto me impulsó a seguirte, a tomarte de la mano y caminar casi corriendo para emparejarme a tu paso alucinado y hablarte; pedirte que no nos dejaras solos a Fabián y a mí, sin saber siquiera qué era la muerte.


Y claro, no te mataste entonces, pero tu dolor excluyó la vida. Desde que quedamos solas con el pobre Fabián, estuve vacilando entre la bronca, el miedo y la ternura. Tu sonrisa, sobre todo tu sonrisa, penosa, de niña asustada, me hacía verte como eras. Una criatura ansiosa de cuidados. Bueno, yo no sabía cómo cuidarte. No sé si lo intenté siquiera, era muy chica. Recuerdo sí esa sensación de lejanía que te rodeaba; un cerco invisible que no podía atravesar ni con mi pena ni con el pánico que me producía. Yo no sé si fue ese cerco en vos o esa especie de indefinido terror en mí lo que alimentó el odio como un rojo ardiendo en el estómago.


Tampoco sé si tenía alternativa. Si realmente te odiaba. Sólo podía respirar en la vereda de enfrente de tu asfixiante dolor.


Al fin creo que no éramos muy distintas. Las dos estábamos solas, las dos necesitábamos consuelo. Vaya a saber por qué razón no pudimos darnos ese consuelo.


Hubiera querido que ésta, mi carta de despedida, fuera una carta de amor. Que "mamá" sonara por última vez como debió sonar la primera vez. Desempolvar las resonancias de la niñez, de la prehistoria de los desencuentros. Lo que te ofrezco en cambio es esta desolación que tu muerte ha sellado para siempre.


Una vez vi llorar a un hombre que conocías. Un hombre duro. Lloraba como un niño agarrado al borde de un cajón. Dijo mamá una sola vez. Lo dijo casi para adentro pero yo que estaba a su lado escuché y toqué de una vez y para siempre la entraña de ese dolor. Era un dolor primitivo, ligado al primer grito, a la primera bocanada de aire. Comprendí que lloraba a la única persona incondicional que es posible tener en este mundo.


Yo no sé mamá, si este desgarramiento mío se parece a aquel que presencié. Creo que no, que es más bien la culminación casi fatal de una serie interminable de muertes que le fueron quitando sentido a la noción de la vida. Como si todo se fuera muriendo alrededor y ni siquiera quedara un lugar para llorar, o para entender por qué lloro.


Levanto la vista de esta carta y miro por la ventana. Veo una plaza con juegos infantiles, hamacas, caballitos mecedores, un tobogán y arena rodeados por una inmensa cerca. Cruzando la callecita hay una hilera de canteros con tulipanes. Más allá el bosque. Hace tres años que miro por esta ventana, veo este paisaje y no encuentro nada. Nada. Sólo este lugar donde se me permite vivir hasta que mi mundo retorne del olvido. Entonces, cuando regrese a la memoria, entenderé quizá qué nos ha pasado.


Te he descrito la plaza de mi barrio como un último regalo. Mis cartas estaban llenas de descripciones porque sé que te gustaban y yo quería premiarte con la ficción de mi felicidad. Te describía la inusitada belleza de la nieve sobre las copas de los árboles, las navidades blancas, las casitas que veía desde las ventanillas húmedas de los buses -idénticas a las de los cuentos de Andersen- la azul serenidad de los lagos, la luz extraña que ilumina los bosques por dentro y que invoca en mí la presencia de gnomos y hadas madrinas; esa luz que tanto se asemeja a la embriaguez de verme por dentro en los raros momentos en que mi visión me contenta. Te nombraba todo aquello que te hubiera hecho feliz, como si a mí me hiciera feliz.


Era una doble ficción. La tuya, por creer que la felicidad proviene de las cosas y la mía, por alimentar tu esperanza de que un lugar, o una situación, podía otorgarme ese don inexistente.


Fue ese doble engaño el que nos puso de acuerdo por primera vez. El que te devolvió a la hija descarriada que se permitió -al fin- ser feliz, y te brindó el falso consuelo de que tan mal no habías hecho las cosas.


Y ¿sabés? me parece sensato haber auspiciado ese juego. Hace tiempo que creo que la ficción es la materia misma de la vida. Luego están las verdades que cada uno se inventa; esos pequeños absolutos que no podemos traicionar sin traicionarnos. Desde esa perspectiva, y porque hoy no es tiempo de ficciones, te cuento por qué no soy feliz.


No lo soy porque tengo memoria y la alternativa a la memoria es una especie de zambullida en un túnel aséptico por donde vagar desterrada y ajena, ausente de la conciencia de mí; ausente de la improbable y necesaria certeza de ver (de volver a ver) la luz en la densidad del bosque; eso sería otra forma de morir. Mamá, no se sobrevive al espanto para olvidarlo sino para servirlo.


Pero debés saber que pasado el cataclismo hay algo que persiste y que yo llamo alegría; una forma de andar a ciegas y desnuda siguiendo erráticos mandatos interiores, impulsada por una inercia casi inhumana que de a ratos salta hacia adelante y hacia adentro y me obliga a indagar acerca de cosas que no tienen respuesta o cuya respuesta sirve sólo hoy y para mí. Esta es mi ficción definitiva.


Hoy, en esta mañana de desolado sol, tuve la necesidad de buscarte a través de la maraña de blancos y negros y rojos y grises con que hemos empastado el amor. De hallarte en los imprevistos laberintos de la memoria que hoy ha perdido para siempre la certeza de la infancia. No para decirte adiós (el adiós es una ficción más peligrosa que la muerte): para colarme por el intersticio que comunica ese lugar donde estás con la cárcel que habito. Seguramente allí habrá más luz. Seguramente ya sabrás.




Cristina Feijóo,nació en el barrio porteño de La paternal.Es narradora y traductora.Y debido a su militancia política permaneció presa en los períodos de 1971 a 1973 y de 1976 a 1979, año en que salió de la cárcel directo al exilio que transcurrió en Suecia. Regresó al país a fines de 1983 cuando retornó el estado democrático en Argentina donde reside hasta hoy.
Se le conoce principalmente en los medios literarios por su obra ganadora del Premio Clarín 2001, “Memorias de río inmóvil.Pero en 1992, con auspicio del Consejo sueco para la Cultura, publicó "En celdas diferentes"(relatos). En 1995 participa de la Antología del cuentos latinoamericano en Suecia, compilado por Victor Montoya.
En 2000, con prólogo de Jorge Boccanera, participa de la antología REDES DE MEMORIA, con el cuento "Las cosas en orden".
En 2002 participa de la antología Qué son las asambleas populares. 
 Ha escrito numerosos artículos de opinión en revistas nacionales y del exterior.
En 2005 prologa el libro Memorias de una presa política en La lopre.
En 2006, Microscopios eróticos (2006, Salamanca).
En 2008, Huellas, memorias de resistencia, 1974-1983 .
En 2011, Los puntos ciegos de Emilia(2011, Edit.Tusquets)
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