28 julio, 2007

Tununa Mercado -Córdoba, Argentina, 1939 -

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Todas las tardes, entre las siete y las ocho de la noche y desde hace seis años, una muchacha llega a su departamento, en el Village de Nueva York. Desde el último edificio de una casa de departamentos del siglo diecinueve, en la Diez entre la Sexta y la Quinta –justo en la vereda de enfrente de la casa donde viviera Mark Twain- se puede asistir perfectamente a esa llegada y a ese final de jornada. Desde allí es tan propicio el ángulo de mira que podría llegar a suponerse que una y otra ventana, la del mirador y la de la muchacha, han sido encuadradas exactamente una frente a la otra ex profeso. La exhibición sucede tanto en invierno, en primavera como en otoño; nunca es la misma a pesar de que no cambian los elementos con que se constituye. El marco que rodea las ventanas varía; a veces el espectador mira desde una ventana cubierta de glicinas florecidas y la muchacha es observada con una marialuisa de rosetas blancas; otras, solamente unas ramas retorcidas y unas agujas de hielo enmarcan la luminosa limpidez de una y otra ventana.
Para verla es mejor estar desde las siete; si el observador se retrasa y se instala después que ella ha llegado, se pierde el sobresalto de su aparición en el vano de la puerta de su cuarto. Para mirarla con comodidad hay que apagar las luces un rato antes, situarse en el centro del espacio de observación, en este caso la sala de un departamento del siglo diecinueve. La penumbra es la única condición para mirar, pero debe saberse que es penumbra no debe ser interrumpida y que sólo se está en libertad de encender la luz y de reiniciar la vida ordinaria cuando ella se haya entregado al sueño.
Mirar a la muchacha es, pues, una decisión que hay que tomar por anticipado, aplicándose a ella como a un trabajo. Si una tarde, por ejemplo, el observador decidiera ocupar el tiempo de la observación en cualquier otra cosa, sólo tendría que correr los visillos, encender normalmente la luz y, mediante un esfuerzo de concentración, prescindir de la escena que tiene lugar calle de por medio.
Ella llega, se quita el sombrero, los guantes, los zapatos; se saca el suéter, la blusa. Sentada al borde de la cama, con el torso desnudo y con la falda puesta, trata de desprenderse infructuosamente el portaligas; finalmente decide quitarse la falda y, con la pericia de quien está acostumbrado a ese tipo de prenda, suelta las medias del portaligas y se las saca como si se quitara un velo. Nunca lleva calzones. Deja todo en desorden, prende un cigarrillo, sale de la habitación. Como de costumbre, no se instala definitivamente en el cuarto, sino que entra y sale cumpliendo diversos objetivos, como buscarse un vaso de algún alcohol, ir y venir en dos o tres momentos para verificar si la tina ya se llenó (estos trajines sólo pueden adivinarse, el ruido de la salida del agua no se puede oír, tampoco el tintinear del hielo contra las paredes del vaso, ni la música que escucha, que sólo puede suponerse por el ritmo con que ella la acompaña con sus caderas y sus hombros o por el compás que le marca la oscilación de sus pechos). Durante el tiempo que dura el baño, su desaparición de la escena crea una atmósfera de entreacto, de suspensión de la acción que obliga a detenerse en los objetos y reconocerlos: lámpara sobre una mesa de luz, cama pegada al muro blanco, cojines, una cómoda sobre la que ella suele depositar sus guantes, su sombrero o su bolsa al llegar de afuera. Salvo la ropa de cama, no hay en ese cuarto nada previsto para cubrirse, ni del frío, ni de las brisas o corrientes de aire, ni de las miradas; el cuadrado de vidrio de la ventana, con sus bordes nítidamente azules, es abierto o cerrado por razones de temperatura ambiente, pero nunca para protegerse de la luz del sol, ni de la noche, ni de ninguna otra circunstancia; incluso, muy pocas veces es abierto para ser aireado y no parece que la muchacha haya pensado nunca en ocupar su cabeza, su cuerpo o su recámara en tareas de índole doméstica.
Cuando regresa del baño ella viene ya desnuda y sólo con una toalla enroscada en su cabeza. En varios años ese cuerpo limpio que se muestra al mismo tiempo con desparpajo e inocencia no ha tenido muchas variaciones, y si alguna puede admitírsele es su belleza siempre en aumento, como si estuviera dotado de una misteriosa capacidad de ser cada vez más pleno, tanto por la armonía de sus contornos como por la seguridad de sus movimientos. La mata de pelo de su pubis s extiende casi hasta la mitad del vientre y pareciera ser rojiza, espesa, y llamar a la caricia. Ella se dedica a pasear sus dedos entre los bucles de su pubis, desafiando el sentido de su crecimiento, corrigiendo un remolino irredento o estirando en todo su largo los mechones, como quien juega con una cabellera.
La cama es el sitio de su cuerpo, podrá girar cien veces en redondo por su cuarto, mirarse en un espejo (ha de haberlo, en la pared junto a su ventana, la que no se ve, pues ella toma actitudes que se corresponden con su imagen repetida en alguna parte y crea figuras con sus brazos y piernas que solamente tienen sentido si se reflejan en algo) en ese tránsito preparatorio, pero terminará por tenderse en la cama. Sus desplazamientos –generosos para el espectador- parecen ser una suerte de evaluación: de la situación de soledad, del llamado que va a abrir ese espacio íntimo hacia el exterior, del interludio que va a prolongarse unas horas hasta que el sueño venga, del estado de ensoñación que va a envolver los últimos momentos del encuentro consigo misma, del instrumental imaginario que podrá, esta vez –y siempre hay un “esta vez” entendido como una estrategia de vida- prodigarle la máxima emoción.
En el departamento del último piso de enfrente el espectador no ha tomado ninguna medida especial correlativa a la aparición de esa muchacha desnuda que se despoja del último elemento que la ataba a la civilización, el circunstancial turbante de toalla, que ahora deja en descubierto sus cabellos mojados y rojizos, en libertad, pegados a la frente, enrulándose apenas sobre las orejas y el cuello. El está detenido en ese tiempo y en ese espacio a voluntad, como de ese pan no sólo porque es su alimento cotidiano, sino porque ese acto simple de ver a alguien que se deja mirar ha terminado por convertirse en una especie de operación que por sus extracciones y sus adiciones podría ser infinita, aunque su marco de contestación se reduzca al cuadrado de una habitación con una ventana a la calle Diez.
En los primeros años se había resistido a la contemplación diaria. Esa reiteración del acto a una hora precisa condicionaba toda su jornada. Solo esperaba llegar a su casa, instalarse y mirar. Convencido de que la imagen de la muchacha le había producido un daño irreparable, se obligaba a no verla creándose obligaciones justo a la hora en que la muchacha llegaba o, pero aún, reprimía su mirada sujetándola a un suplicio que podía ser, según la magnitud del deseo de ver que de él se apoderara, la lectura metódica de un libro, de ese tipo de lecturas que reclama tomar notas o hacer fichas, lecturas-cárcel para dominar la vocación de ver a través de la ventana hacia otra ventana.
No es que se hubiera entregado, de una vez y para siempre, a la ceremonia y al sortilegio de las tardes, y de una manera sumisa. Después del período de las prohibiciones, había terminado por darse cuenta de que ellas mismas eran una fuente de alimentación: si una tarde se había forzado en eludir la contemplación, la sola idea de que al día siguiente esa omisión iba a ser reparada, tenía en el un efecto de acumulación, como si la espera del otro día lo cargara aún más de ganas de ver, como si la agudeza de su mirada, su capacidad de observar, su estado de atención y la vibración de sus sentidos llegara, luego de la privación de la víspera a su punto más alto.
Sobre la pura sábana ella se extiende con las piernas separadas, enseñando su sexo. La luz no es demasiado fuerte, pero permite ver con nitidez. Si cabeza está mas abajo que el sexo, como si algún cojín hubiera levantado sus nalgas hasta el ángulo exacto de mira del observador. El sexo en el centro de la escena, así expuesto, entre dos columnas, como un hogar encendido por la horda o como un nido de pájaros, o como una zarza de fuego, o como un sagrario, lo obliga casi a cerrar los ojos, enceguecido por una llamarada que momentáneamente se hubiera abstraído de la carne y del cuerpo, de la muchacha y hasta de la condición femenina. Sos ojos exactamente a la altura del sexo abierto y dispuesto tarda en reacomodarse a la realidad. El deja aparecer, subrepticiamente, por su bragueta abierta, la cabeza de su pene. Palpa su estado de erección y verifica que tiene esa flexibilidad y textura óptimas, a mitad del crecimiento, a media expresión, estado indefinido, como la delicada sensación que comienza a invadirlo.
La sala está cada vez más a oscuras a medida que avanza la tarde y se acerca la noche. A la penumbra de su cuarto se corresponde la luminosidad del cuarto de enfrente. Ella levanta sus piernas, las cruza, las descruza. De pronto, él advierte que ha echado mano al teléfono y que, muy lejos de la conmoción que su sexo está produciendo en el centro de la escena, sobre la cama y entre las piernas, se reacomoda sobre un cojín, coloca otro más en su nuca, dejando aparecer, también entre las piernas abiertas, su cabeza y el par de pezones de su pecho. Ella habla por teléfono. Simplemente. Se ríe, con la mano derecha sostiene el tubo y, con la otra, empieza a tocarse las piernas, el vientre; gira hacia la derecha, hacia la izquierda; su sexo se pierde entre las piernas, pero aparece en cambio la comba del culo. Sus manos han sido siempre sobadoras, pero no en vano, sino con una clara noción de lo que quieren obtener. Puede parecer una caricia distraída la que ahora imprime su dedo en la profunda hendidura de sus nalgas, puede pensarse que ese tamborileo es sólo una forma de rascarse, pero no, aun cuando ella siga hablando por teléfono, esos movimientos de manos no son gratuitos y, cada uno, le provoca un breve, intenso éxtasis. Cuando la exaltación es demasiado fuerte, tapa la bocina, seguramente para que no se oiga su respiración, cada vez más agitada.
El sabe que esa llamada tampoco está separada de la escena. La vos, es de suponer, le está diciendo propósitos que se convienen perfectamente con la situación de desnudez y de soledad que muestra sus diferentes cantos y dispone sus figuras sobre una cama, entre las siete y las ocho, en la calle Diez. La llamada se ha producido regularmente todos estos años, desde que él observa y goza. Cuando falló. Ella pareció desesperarse, pero no hizo nada para subsanar la falta. Ella no llamó y, para paliar la frustración, su acto fue más solipsista que nunca y la devoción por sí misma llegó a un paroxismo tal que a él terminó por serle insoportable, como si su puesto de mira y su acción de mirar hubieran estallado, sobrepasados por los acontecimientos.
Ella deja el teléfono. Se trata de pausas, de la necesidad perentoria que la atraviesa de usar sus dos manos. Abre nuevamente las piernas, recupera el auricular, dice algo, sonríe, ríe a carcajadas, y se coloca la bocina en el sexo, casi se podría pensar que se la introduce en la vagina, pero no, no es eso, es tal vez solamente la idea de hacer oír a su interlocutor el ruido de sus labios que se cierran y se abren o para envaginar la voz de quien habla, o para acallarla entre la mata de pelo. Sus cabellos se han secado y son un resplandor en ese cuerpo que rueda en la disipación y que, si pudiera lamerse en su totalidad no estaría ahora lamiendo los bordes del tubo ni chupando pedazos de hielo, ni ensalivándose los dedos para acariciarse el sexo.
El pene ha pasado de la flexibilidad a la turgencia plena. Es como un arma que apunta directamente a las múltiples bocas de la muchacha. Su poder de fuego está concentrado y pugna por salir pero el ejercicio de autocontención a que ha sido sometido durante años y cuyo objeto ha sido disciplinar el estallido amoroso sincronizándolo perfectamente con el estallido, que calle de por medio, va a producirse, lo mantiene en su erección, como un animal a punto de dar el salto. Ella parece gritar algo, aullar así, su cuerpo se conmueve como si hubiera llegado a un sitio del que no pudiera retornar, y luego cae vencido. En ese momento, el pene, al otro lado de la calle, se derrama como una fuente, solo, sin que ninguna mano o estímulo le exija hacerlo: por la pura y estricta fuerza de la contemplación. Serenamente, el observador cierra los ojos y, antes de colgar el tubo de teléfono, oye una respiración armónica de alguien que acaba de dormirse, luego de apagar la luz.

Tununa Mercado (Córdoba, 1939), novelista, cuentista, ensayista, traductora y periodista argentina. Escritora de gran solidez, originalidad y calidad literarias, es un referente para la literatura argentina y latinoamericana actuales. En 1958 inicia sus estudios universitarios de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba. Tres años después contrae matrimonio con el crítico latinoamericanista, narrador y teórico Noé Jitrik quien fue su profesor de Literatura Argentina. En 1964 se traslada a Buenos Aires junto con la familia, pero abandona los estudios faltándole rendir sólo dos materias. Este hecho coincide con la dictadura de Onganía que interviene la Universidad de Buenos Aires (UBA) en la así llamada “noche de los bastones largos” y expulsa a lo más valioso del cuerpo docente entre los cuales recordamos al historiador Tulio Halperín Donghi. Siempre en 1966, y ante la mordaza que impone el “onganiato”, Tununa y Noé Jitrik, junto con sus dos pequeños hijos, deciden irse a Francia, gracias a una oferta que recibe Jitrik para enseñar en una universidad de ese país. Allí Tununa colabora en la universidad dictando cursos de historia y civilización latinoamericanas. Envía al prestigioso Premio Casa de las Américas (Cuba) su primer libro Celebrar a la mujer como a una pascua (cuentos) y obtiene la Mención Casa de las Américas en 1967. Vive y observa el 68 francés de cerca viajando todos los días a París. En 1970 Tununa y familia regresan a la Argentina. Un año después empieza a trabajar en el periódico La Opinión, referente progresista para los intelectuales de la época. En 1973, luego del golpe de estado chileno, participa en acciones y comités de solidaridad con el país del Sur. En 1974 Noé Jitrik es invitado a México para dar clases y Tununa, en Buenos Aires, empieza a recibir amenazas de muerte de parte de la banda terrorista de extrema derecha “Triple A”. Por este motivo, el exilio se adelanta a los acontecimientos del 76 y deciden refugiarse en México hasta el final de la dictadura argentina. En la capital azteca Tununa y Noé Jitrik forman una comisión de solidaridad con los exiliados argentinos. Tununa trabaja como periodista free-lance y luego es editora de una revista. Es en estos años que concibe Canon de alcoba, cuentos eróticos de refinada sensibilidad y escritura que serán publicados en 1988 y que tendrán 3 ediciones. En 1990 se edita En estado de memoria, obra “híbrida” que se mueve entre el relato, la confesión, el artículo y el ensayo. En 1994 la excelente editorial rosarina Beatriz Viterbo publica La letra de lo mínimo (ensayos). Dos años después, sale La madriguera (novela). En 2003, aparece Narrar después (ensayo). Un año más tarde, gana el Premio Konex en la sección “Cuento”. En 2005 sale Yo nunca te prometí la eternidad (novela) que suscita un gran interés de público y de crítica por la solidez de su escritura y de sus temas. Es una novela de desplazamientos entre Europa y las Américas en la cual el exilio y la memoria representan la indagación fundamental de lo humano que la consagró en Mexico en 2007 con el premio Sor Juana. Tununa Mercado escribe, dicta conferencias y traduce del francés.
Para ver entrevista de audio-video realizada a la autora, clikeá aquí.

25 julio, 2007

Sara Karlik - Paraguay 1935, Chile -

Preludio con fuga


Lo que pasa con Aurelia es que ella lo sabe todo, y lo cuenta con detalles, hasta aquello que no sabe, y las escalas de piano no parecen escalas sino inventos de sus dedos que suben y bajan casi como duendes del sonido mientras mi boca saliva abierta, desencajada, y ella sigue y sigue al ritmo de la cabeza de la profesora que juega verticalmente con el espacio, aprobándola. Luego, Aurelia se levanta recta, sin perder el aire condescendiente, casi sin pedir permiso, y deja el taburete aún tibio de ella.

Es mi turno.

Camino los dos pasos desde donde estoy sentada y con fortuna llego a acomodarme, pero ella se ha llevado el embrujo y queda la atmósfera simple, banal, monótona, que no puedo cambiar con mis dedos endurecidos.
Hasta la cara de la profesora cambia.

Ya no cierra los ojos en total abstracción como con Aurelia. Son dos focos que reprueban antes de que por fin me anime.

Pienso en lo que dice Aurelia: “cuando entro a un lugar, lo hago con todo el cuerpo”, pero no me sirve de gran ayuda. Siento que me encojo, que las paredes hacen lo mismo y estoy a punto de ser aplanada. “Será más fácil salir; no necesitaré que la puerta esté totalmente abierta”.

Transpiro la media hora de clase. Hago trizas a Czerny, a octavas y terceras, a la izquierda y la derecha están en distintos bandos con las teclas en una fuga imposible de aprehender.

La verdad es que me gustan más los preludios.

Pero, ¿Dónde se ha visto un preludio sin su correspondiente fuga?.

“La posición, cuida la posición. Parecen un tero a punto de volar con esos dedos tan tiesos”, dice la profesora.
Se me nubla el teclado, las negras ocupan el lugar de las blancas y yo estoy en el medio. Nunca tuve nada contra el color negro. “¡Dos por cuatro, dos por cuatro!”, insiste, marcando el compás con el taco del zapato, pero estoy tan confundida que pienso en la maestra de todos los días, la otra, y digo: “ocho”, pero ella no entiende y sigue ahora golpeando con las manos, “¡dos por cuatro, dos por cuatro!”, en medio del salón largo, eco también largo y yo indefensa, una culpable sin causa en un banquillo ajustable. “Un momento”, digo con un hilo de voz sin enhebrar, y me deslizo para subir el taburete que parece haber descendido, o el piano muy alto. La miro por un costado y veo más largos los pelos de su barbilla y más ojos detrás de los lentes, una profesora multiplicada, mientras yo estoy por padecer una transmutación ineludible para esperar la noche anónima bajo el piano y salir sin que las trenzas se me enreden en las piernas.

Pero no hay imaginación que funcione.

Siento los dedos pegajosos, la falda hecha una masa con los muslos acalorados. Alguien golpea la puerta, porque a todo esto la cosa es a puerta cerrada, como cualquier tortura. La secretaria entra con la taza de café. “Déjelo sobre el piano”, dice la torturadora. Se me va la lengua por un sorbo, y eso de que es mala educación comer o tomar sin ofrecer a quien está con uno que me enseñaron, es mentira. Me quedo con la boca seca como trapo estrujado. Está a punto de tomar el lápiz y calificarme (porque cada clase se califica). Ojalá tome el café antes y fume un cigarrillo para entonarse. “Seguirás estudiando la misma lección”, sentencia, sin caer en la cuenta que eso ya lo dijo la clase anterior, y la otra de antes, y la de más allá, que los mismos sonidos ya me producen náusea, pero muevo la cabeza afirmativamente, como siempre lo he hecho porque también me lo enseñaron y no es que hubiera aprendido, de lo contrario no estaría repitiendo esa lección que resulta tan cara porque está en un punto muerto irremediable.

Entonces empecé a decir en mi casa que la profesora no ponía interés al enseñar, que no quería cambiarme la lección, y eso de no cambiarme la lección era grave, más grave que si hubiera insinuado que no quería seguir con el estudio del piano, prueba fehaciente de su inclinación por Aurelia a quien cambiaba la lección cada semana.

Así fue como de un día para el otro, sin algún preludio de los que me gustaban ni fuga para escaparme, me encontré cara a cara, o mejor dicho, costado a costado con Carlos Aníbal, mi nuevo profesor. Del calor de la cara roja y la transpiración excesiva pasé al frío en pleno verano con 15 grados de edad, no, perdón, años, palpitaciones internas y externas y calambres en el corazón.

Queriendo vencer de entrada mi timidez, quise llamarlo el primer día por su nombre, pero ni bien dije Carlos, el resto quedó atorado. Me obligué a toser, pero no hubo caso.

La primera clase fue caótica y la vergüenza tiñó de rojo hasta las paredes.

Mi madre dijo que, evidentemente, la profesora no servía al observar mi dedicación en la casa que excedía la paciencia y bondad de los oídos del resto de la familia. También comento que, si seguía de ese modo, era probable que llegara al Teatro Municipal.

Pero no era eso lo que quería sino complacer a Carlos Aníbal, lograr que me viera, que dijera que era la mejor, que mi talento, único, mi posición, la más perfecta y, mis manos, herencia de alguna diosa musical. Pero él solo tenía ojos para Margarita, blanca, transparente, a punto del desmayo tocando igual que un cisne con el cuello apenas inclinado y los brazos batiendo el aire, redondeando arpegios sin esfuerzo, la espalda recta, sentada en la mitad del taburete como debía ser. Yo tenía quince años redondos de arriba, de abajo, de cintura, de piernas, con ganas de que me metieran en alguna máquina moldeadora para sacarme parecida a Margarita.

Cuando, al término de una clase, dijo que había hecho un gran progreso, levanté los ojos acostumbrados a estar bajos y me animé a mirarlo. No sé qué esperaba. Tal vez que me viera, no solamente de dedos y manos. “Hasta el próximo jueves”, sonrió, pero el jueves siguiente hice fuerza por enfermarme y lo logré. Después simulé un acceso de melancolía para luego agregar un desgano que fue tomado como “cosas de la edad”. Pero el asunto se alargó y todos estuvieron de acuerdo que me había enfermado de tanto estudiar, lo que registré para agregar más jueves de inasistencia.

Así fui fugándome de a poco, con un preludio compuesto para la ocasión.

Cuando hago memoria y recuerdo que Margarita lo dejó colgado de una corchea, no puedo menos que soltar la carcajada.

Éramos golondrinas buscando cada cual su propia primavera.

Carlos Aníbal lo sabía porque jugaba a ser golondrina sabiendo que ya le habían pesado muchos veranos.
Nosotras también lo sabíamos, pero en muchas partes estaba escrito lo del “atractivo hombre maduro”.

Ahora somos todas maduras pero nadie nos pone el adjetivo, y el tiempo no se detiene.

Sólo nos permite dar vuelta la cabeza y echar una mirada atrás por esas cosas tan necesarias del momento, y volver a enderezarla para seguir andando.


Sara Karlik, escritora paraguaya, nacida en Asunción en 1935, pero radicada hace años en Chile lleva ganados varios premios internacionales por sus trabajos literarios.
Es poseedora de un curriculum bastante rico, pues obtuvo títulos de Contadora, Profesora Superior de Piano y diploma de Idioma y Literatura Francesa otorgada por la Universidad de París.
Escribió cuentos, novelas y novelas cortas y tiene publicados seis libros de cuentos breves, La Oscuridad de Afuera; Entre ánimas y sueños; Demasiada Historia; Efectos Especiales; Preludio con fuga; Presentes Anteriores; La Mesa Larga.
La autora comentó que le llevó dos años trabajando mucho para la obra "Nocturno para errantes". "Hay días que te sientas ante la pantalla y no ocurre gran cosa, pero no quiere decir que tengas que levantarte y sentirte vencida. Cuando eso ocurre yo traigo algún texto o elemento motivador, entonces salta una palabra que te asocia a todo el resto. Definitivamente, con todas sus dificultades, alegrías y tristezas, una se siente privilegiada por haber sido elegida por la literatura".
Karlik se considera una persona sensible y seguidora de Proust, pues admira su personalidad y sensibilidad casi femenina. "El decía que para llegar verdadera y seriamente a un lector hay que escribir desde el corazón". Tiene influencia de Cortázar y de Borges.
Tiene publicadas las siguientes colecciones: la oscuridad de afuera (Santiago, Chile, 1987); Entre ánimas y sueños (Asunción, Paraguay, 1987); Demasiada historia (Buenos Aires, 1987); Efectos especiales (Asunción, 1988); Preludio con fuga (1992) y Presentes anteriores (1996).

23 julio, 2007

Angélica Aguilera (Ciudad de México, 1965)

Acuario (en tres tiempos)


1. El esturión viene noche a noche. Entra sigiloso, se desliza con cautela entre las peceras del acuario y me sorprende despierta, siguiendo con la mirada el vaivén multicolor de los peces que tampoco duermen. Mi vientre de agua me devuelve su imagen a la mirada, se une a su respiración, lo deja detenerse y empezar de nuevo a entrar en este cuerpo condenado a flotar eternamente. Tengo los mil nombres que el esturión me ha puesto, y ninguno es realmente el mío.

2. La manta llegó y su sombra, con ella. Esa inseparable oscuridad que la rodea, que domina el aire y se come al sol. Ella y su sombra no lo saben; ignoran que el agua de mi vientre baja y se disfraza de roca, de nube, de rama; no la han visto, vanidosa, vestirse en ondulantes formas que suben, todas, otra vez, retrocediendo a ratos para anunciarle al sol la humedad de mis piernas. La manta no sabe que el esturión llega y bebe, y me deshago en un murmullo para que él, ya exhausto, se tumbe a mi lado.

3. El esturión ha muerto. Flota inmóvil y una leve mancha roja le atraviesa el cuerpo. Mira necio hacia un punto fijo, a la cara de la muerte que lo sorprendió de pronto en el agua turbia de la pecera, y que se quedará en sus ojos vidriosos, indeterminados, para siempre ciegos.
En el espacio también acuoso de mi memoria recuerdo al esturión. Me visita su sombra cristalina, azul y dorada, su llamado imperceptible al arrullo del agua, su invitación a una danza de ola y sal. He visto la muerte asomada en los ojos del esturión. La he visto multiplicarse y permanecer, como en una fotografía, grabada en el tiempo infinito de la nada.


Es periodista cultural. Ha publicado poesía, cuento, reseña y crítica literaria en Horas extras, Cantera Verde, Revista X, Imprenta, Literalia, Correo del maestro, Alforja y Generación (primera época), así como en secciones culturales de diversos periódicos de circulación nacional. Algunos de sus poemas han sido seleccionados para los anuarios de poesía de Bellas Artes y su ensayo Hernán Rivera Letelier: Pampa y circunstancia, fue publicado en el diario chileno La Hora. Ha trabajado en la Dirección de Literatura del INBA; como coordinadora de cultura de la revista Intelectiva; fue coordinadora de producción de los programas culturales Abrapalabra, El espectáculo de la cultura y Gente de palabra en la XEW, y actualmente trabaja en la Dirección de Literatura de la UNAM, desde donde hace investigación y continúa escribiendo

19 julio, 2007

GIULIA MOON (San Pablo/Brasil)


LA ORQUÍDEA

Allí estaba ella, espléndida y delicada, en mi solapa. Surgió de pronto y eso, confieso, me pareció un poco extraño. Pero ¿por qué no usarla? Una cosa deliciosa como aquella... Todo el mundo notaba el nuevo adorno. "Silvia", decían, "qué bella orquídea, tan viva y fresca". "Combina con su piel, Silvia". "Es delicada y gentil como usted, Silvia". La orquídea de Silvia.

Así fueron pasando los días, la bella flor acompañando mis humores y amores de cada día. Tan acostumbrada estaba a su compañía que la habría olvidado. Pero ella no lo permitió. Yo sentía todo el tiempo una leve desazón, miraba la solapa todo el tiempo. Quería verificar a cada momento si la orquídea estaba torcida o mal acomodada. Comencé a prestar atención a las reacciones de la flor. Ella se marchitaba cada vez que un amigo me hacía un mimo, ante cada hombre que se aproximaba. Creo que fue por eso que pasé a evitar los cálidos gestos de afecto, antes tan bienvenidos.

Poco después comencé a oírla. Me costó creer que eso estuviera sucediendo, pero inmediatamente fue evidente que me hablaba, sí. Como un pensamiento inquieto dentro de mi mente, pasó a contarme, en voz baja, sus quejas. Reclamaba en murmullos sobre su infelicidad, del sufrimiento que le causaba la condición de apéndice en mi solapa. Declaraba, con disgusto, que me era completamente devota. Pero yo no retribuía ese inmenso amor como debería. Que yo la trataba con indiferencia. Que sólo tenía ojos para los otros. Cada vez más incómoda, yo pasaba el día intentando consolarla. Mientras más cariño le daba, ella pedía más. No me dejaba tiempo para otras tareas. Ya ni siquiera sabía si me gustaba, sólo sabía que no podía abandonarla. Me necesitaba, era tan frágil que en cualquier momento podría marchitarse... Morir.

Entonces la orquídea se desató por completo. Comenzó a hablar no sólo para mí, sino para todos. Repetía todo lo que le dije en algún momento. Mis pensamientos. Sueños. Visiones. Incluso mis miedos. ¿No es normal, verdad? Finalmente, ella me había ofrendado tanto amor... Era natural que me usara como modelo. Y todos la consideraron brillante. Talentosa. Reconquistó todo lo que yo había perdido. Los amigos que yo, ocupada con mi orquídea, permití que se alejaran. Y me sentía cada vez más exhausta. Ella creció, se expandió más allá de la solapa en la cual estaba posada. Adquirió un rostro. Se cortó los cabellos. Se pintó los labios. Ahora, todos la llaman Orquídea. Y a mí, Silvia, la Silvia de la Orquídea. Ustedes pueden verme, si prestan atención. Marchita, solitaria en la solapa que un día fue mía y ahora pertenece a Orquídea. Sí, me marchito... Cada vez más rápido. No entiendo cómo hace para sobrevivir sin problemas en mi solapa. Sólo sé que no logro hacer lo mismo... Esto no pasó inadvertido a Orquídea. Ella presiente el fin del ciclo, pues desde hace algún tiempo se está preparando para partir.

Creo que, inmediatamente, se irá a posar con suavidad en alguna otra solapa...

Título original: A orquídea
Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman
publicado en la revista AXXON n"171"




Giulia Moon es brasileña, paulista y directora de arte de una agencia de comunicación en São Paulo. En 2003 lanzó su primer libro de cuentos: Luar de Vampiros, que fue seguido por Vampiros no Espelho (2004), Outros Seres Obscuros (2004) y A Dama-Morcega (2006).

18 julio, 2007

Carla C. Pereira (Brasil)

XOCHIQUETZAL Y EL ESCUADRON DE LA VENGANZA



"Señor, el Samorim de Calcuta apresó a vuestros súbditos, mandó matar a vuestro Capitán Mayor y nos cubrió de escarnio por todas las Indias. Si no retornamos para vengar esta injuria, seguramente cometerá otras mucho peores, por lo que en mi corazón albergo una gran voluntad y deseo de destruir."
Carta de Vasco da Gama a Don Manuel, 1521


Después de meses y meses de cruzar el Mundo Océano, de varias paradas en tierras extrañas, por fin llegamos a la legendaria Calcuta.
Se despliega frente a mí una urbe sin murallas ni defensas, que circunda la playa de la ensenada circular que parece un anillo entrelazado con hilos de plata y cobre. Las viviendas poseen paredes blancas cubiertas con bellos relieves y techos construidos con hojas pardas de palmera. Las calles se extienden de babor a estribor y el caserío brilla con elegancia bajo el sol de las últimas horas de la mañana, a no más de trescientas brazas de la proa de nuestro brioso Lusitania.
Calcuta es una ciudad grande. Casi del tamaño de Lisboa la Blanca, o de la misteriosa Cuzco de las Alturas, desde donde el Inca gobierna su imperio, un reino más vasto que el de mi pueblo, según dicen los lusitanos. Aunque la metrópolis del Samorim asombra a los lusitanos por su tamaño y riquezas, es evidente que no le llegan ni a los talones a los tesoros y extensión de mi amada Tenochtitlán.
La suave brisa que sopla desde la tierra silba y susurra entre el velamen y las cuerdas, y hace que las plácidas aguas de la ensenada ondulen, crispadas y ligeras, formando olas diminutas que se chocan, ronroneando caricias, contra los costados de los navíos. No obstante, ni la brisa ni las olas son capaces de atemorizar a estas treinta y tres naves venidas del otro lado del mundo, a dos océanos de distancia, las únicas que quedan de las cuarenta que partieron de la Villa del Río de la Plata hace once meses.
Dos naves del Escuadrón se perdieron en la travesía del traicionero canal que separa el Mundo Océano del Océano del Rey, el estrecho que Don Vasco bautizó con el nombre de Magallanes, en homenaje a su amigo asesinado en Calcuta.
Por orden de mi señor, cinco naves se separaron del Escuadrón en el puerto de la factoría de Macao y se dirigieron al sur, rumbo a las Islas de las Especias, cuyo descubrimiento fue relatado por Gonzalo Coelho, Capitán superviviente de la masacre de los portugueses en Calcuta. Una vez llegado allí, el Comandante Francisco da Gama, primogénito de Don Vasco, debía fundar una nueva factoría para comerciar pimienta, canela, clavo de olor y jengibre directamente con los nativos.
Mi señor afirmó que treinta y tres navíos de buen porte, cada uno con doce cañones de bronce enviados desde Portugal, eran más que suficientes para hacer que el Samorim pagara caros sus crímenes.
—Treinta y tres —recuerdo haberle comentado—. La edad de Nuestro Señor Jesucristo.
—Así es. Como decís, un buen número.
Treinta y tres naves repletas de marineros y sus grumetes, y de gente de la tierra, entre ellos la soldadesca lusitana, los guerreros aztecas y los mercenarios navarros y aragoneses.
La brisa de la tierra trae consigo una dádiva benévola, un aroma intenso que sabe a canela y a las flores del clavo de olor, verdadero néctar oloroso para mis narices, antes sensibles y ahora acostumbradas al hedor del sudor y del vómito seco, a los restos de los excrementos depositados en los rincones de la bodega y arraigados en el maderamen de la cubierta principal después de tantos meses en alta mar.
Ah, los lusitanos y sus primos ibéricos, siempre enfundados en sus armaduras de cuero y metal reluciente... Si supieran cómo hieden... Casi todos a bordo despiden un olor terrible. Todos ellos, menos mi señor. Al igual que otros varios oficiales portugueses de alto rango que decidieron desposar a nuestras pipiltin, el equivalente náhuatl de las hijas de los hidalgos, Don Vasco descubrió, de la manera más agradable, las ventajas amorosas de mantener el cuerpo aseado como lo exigen los hábitos de higiene aztecas.
Mi señor, Don Vasco da Gama, Capitán Mayor de la Armada del Mundo Océano, pasea inquieto por la cubierta superior del Lusitania, la nave capitana de esta flota que, en las costas orientales de Cabralia del Sur, fue bautizada como el "Escuadrón de la Venganza", tanto por nuestros feudales portugueses como por nosotros, sus fieles vasallos mexicas.
Vuelvo a la costa de la ciudad. Deseo guardarla en mi memoria así: bella, rica e impoluta. No me agrada tener que presenciar el comienzo de su destrucción.
Permanezco callada y trémula al observar la estrecha boca de la ensenada. Más que notar, siento que mis nudillos se vuelven blancos por la fuerza con que mis manos morenas se aferran, impotentes, al borde de la baranda de popa. Estamos, mi señor y yo, en la cubierta superior, la alta cabina de popa, erigida encima del camarote de él, que a su vez separa al caballero del exiguo compartimiento del timonel, desde donde se conduce la nave.
El Lusitania y los demás navíos están por concluir las maniobras de fondeo. Bajo las órdenes de sus respectivos capitanes, los timoneles enfilan las proas de las naves para ofrecer a los artilleros de los cañones de estribor y de babor buenos blancos en el interior de la ciudad. Los marineros echan las anclas de proa y popa para reducir el movimiento de los navíos.
Si pudiera detener la lluvia de metal candente que está a punto de abatirse sobre esos techos tan bellos...
Ya he presenciado una matanza como esta. Fue hace cuatro años, en la ocasión en que mi señor Vasco da Gama ordenó que su escuadrón destruyese la villa y el depósito comercial de la isla de Cozumel, en represalia por el cobarde asesinato del Almirante Colón, llevado a cabo por mercaderes mayas en ese mismo sitio un año antes.
Por cierto, los mexicas no somos los mejores amigos de esos mayas decadentes. Sin embargo, ver sucumbir así a esa multitud no fue una bonita imagen... Muros de piedra y argamasa que se desmoronaban bajo los disparos de los famosos cañones de bronce y de las bombardas de Don Vasco. Hombres, mujeres y niños gritando y huyendo, presas del pánico. La sangre de los que no conseguían escapar a tiempo esparciéndose y mezclándose con el polvo blanco de las construcciones del villorrio, tiñendo la nube resultante con la tonalidad ocre del rojo sucio. Nada quedó del otrora próspero asentamiento de Cozumel.
Pero Cozumel era una aldea pequeña, mientras que Calcuta es la perla más preciosa de Malabar, una joya de belleza impar, exaltada en prosa y en verso en Timor, Macao e incluso en la lejana Cipango.

Los portugueses fueron los primeros cristianos en posar sus ojos en las ricas tierras de la Costa Malabar. Recalaron en Calcuta por primera vez hace menos de tres años, en el año mil quinientos veinte de Nuestro Señor Jesucristo.
Al principio, el Samorim recibió orgulloso al comandante de la flotilla lusitana, el gran Capitán Mayor Hernando de Magallanes. Sin embargo, algo salió mal durante las negociaciones con el potentado de Calcuta. Como resultado, Magallanes y varios de sus hombres fueron apresados y torturados hasta morir.
Comandada por el Capitán Gonzalo Coelho, la otra nave consiguió escapar de la emboscada naval preparada por el Samorim y regresó primero al Mundo Océano y, meses más tarde, a las costas de Cabralia. Cuando se difundió la noticia de tan desdichada afrenta, la ola de indignación que se elevó en Lisboa llegó a ambas márgenes del Océano del Rey, que los viejos marineros aún insisten en llamar el Mar Océano. Todos nosotros, súbditos y vasallos de Don Manuel, tanto en Portugal y en Algarve como en las grandes islas de Cuba y Lusitania, en las fortalezas de Yucatán, en las factorías litoraleñas de Cabralia del Sur y hasta en las alturas de la Augusta Tenochtitlán, ansiamos que ese ultraje fuese vengado sin demora.
De Lisboa la Blanca vino la esperada orden, expedida de puño y letra por el furioso Rey de Reyes: el Almirante Vasco da Gama, mi muy amado esposo y señor, debía supervisar la inmediata construcción del Escuadrón del Mundo Océano en los nuevos astilleros de la Villa del Río de la Plata, cuyas naves serían financiadas por el oro mexicano y la plata del Inca, y construidas con troncos de alcornoque y roble traídos del Reino y con el bravo angelim de las tierras de Cabralia.
Don Vasco asumió el comando del escuadrón recién creado y partimos hacia el Mundo Océano rumbo a las Indias, para vengar la vil ofensa del asesino del gran héroe lusitano, el eximio navegante que circunnavegó todo el continente de Cabralia del Sur, descubrió el pasaje hacia el Mundo Océano, llevó a cabo los primeros contactos con el Imperio Quechua, estableció el Camino Marítimo hacia las Indias y descubrió las legendarias Islas de las Especias.

—¿Por qué no ofrecéis la otra mejilla al Samorim, mi señor? ¿Acaso no fue esa la enseñanza más sabia de Nuestro Señor Jesucristo?
Don Vasco interrumpe sus órdenes de comando, gritadas y oídas por toda la cubierta, y se vuelve para mirarme con ojos estupefactos ante mi actitud inocente y casi exenta de burla.
Estamos solos en la cabina de popa. Comprobando que los marineros, ocupados en la faena de colocar municiones en las bocas de fuego a ambos lados de la cubierta delantera, no han escuchado mi pregunta, las duras facciones del Capitán Mayor y Almirante del Escuadrón se suavizan y se convierten, una vez más, en las de mi amado esposo.
—Bueno, Doña Xochiquetzal —sonríe Don Vasco—. Con gran placer vuelvo a descubrir cuán sincera ha sido vuestra conversión.
—Tanto como la del Huey Tlatoani Montezuma II, mi padre. —Retribuyo la sonrisa maliciosa de mi señor.
Irrumpe en una carcajada. Un instante de alegría y espontaneidad que traspasa una máscara de seriedad que ha durado meses.
Ambos sabemos que la conversión de Montezuma II y de la nobleza azteca al cristianismo fue, en la mayoría de los casos, una maniobra política de suma conveniencia para todas las partes involucradas. Los portugueses comenzaron a recibir de sus nuevos vasallos copiosos cargamentos de oro de las minas y tesoros, al igual que grandes cantidades de las apreciadas especias de México y Cabralia del Norte, como el xocolatl, el tabaco, el atolli y el tomatl. Los aztecas tuvieron acceso a las milagrosas armas de los lusitanos. Don Alfonso de Albuquerque el Grande autorizó que los nuevos aliados aztecas fuesen armados con mosquetes y espadas de hierro, para que pudiesen enfrentar mejor a los reinos y tribus rivales y así auxiliar al Virrey en la imposición de la severa ley colonial. Más tarde, cuando aprendimos las técnicas para fabricar pólvora y armas de fuego, pudimos repeler prácticamente solos las tentativas de invasión de los castellanos, franceses y ingleses.
Buena parte de lo más granado de la juventud azteca fue llevada a Portugal, bajo el pretexto de que allí aprenderían mejor los modales cristianos, pero en realidad como rehenes. Yo misma fui una de las muchas pipiltin educadas en una calmecac, una escuela para hijos de hidalgos, en Lisboa, y hoy considero que hablo en portugués tan fluidamente como en náhuatl.
Pero por debajo de este delgado barniz impuesto por la Cristiandad y que tanto agradó al Clero de Lisboa y Roma, todavía laten las creencias de nuestros antepasados. Don Alfonso, Don Vasco y algunos otros administradores lusitanos de alto rango jamás ignoraron que los sacrificios rituales oficialmente abolidos continuaban realizándose a escondidas, no lejos de nuestras grandes ciudades, y también, según he oído, en la cima de la Pirámide del Sol de Teotihuacán.
—¡Solo vos sois capaz de inundar mi corazón de alegría en una hora tan aciaga!
—Ahora, hablando en serio, señor y esposo mío. ¿No habrá alguna otra manera de doblegar al Samorim que no sea bombardear Calcuta? El propio Magallanes, en las tierras occidentales de Cabralia del Sur...
—Ah, mi querida señora, el Inca Huayna Capac es un monarca honrado y un hombre muy civilizado. Pronto percibió la ventaja mutua de convertir su imperio en reino vasallo de la corona de Portugal. ¡Muy por el contrario, este Samorim es un pirata y un bandido!
—Lo sé, mi señor. ¿Pero no será posible obligarlo a jurar vasallaje al Rey de Reyes sin que debamos arrasar Calcuta?
—Obligarlo a jurar es una cosa; hacer que cumpla la palabra empeñada es otra muy distinta. Además, está el deseo del Rey de que el Samorim reciba un castigo ejemplar por el martirio infligido a Don Hernando de Magallanes y sus hombres. —Don Vasco se alisa la larga barba, casi enteramente blanca—. Por pedido mío, Don Manuel me ha ordenado ser el instrumento de esa venganza, pues él sabe bien que su voluntad y la mía son una sola. No rechazaría este privilegio real por ninguna cosa de este vasto mundo del Rey.
Mi señor está lejos de ser un hombre joven. No lo era cuando me tomó por esposa en Tenochtitlán, ante mi padre y la corte, hace cinco años. No sé a ciencia cierta por qué no deja de lado esa costumbre de rogarle al Rey de Reyes que le atribuya el comando de las peores misiones de destrucción y matanza...
Hace mucho que le ha llegado la hora de sentar cabeza y de usufructuar sus merecidas riquezas y glorias en alguna granja tranquila de las cercanías de Tenochtitlán, en las aldeas costeras del Yucatán, en las Grandes Islas, en el apacible villorrio de Cabo Frío o en cualquier otro sitio de México o de las Tres Cabralias, siempre y cuando esté lejos, bien lejos, de la villa de Vidigueira, en Portugal, donde reside Doña Catarina de Ataíde, la esposa lusitana de mi señor.
Suspiro, resignada. Comprendo bien que podría ser peor. Mucho peor. Al menos acompaño a mi esposo en sus comisiones de tierra y mar, mientras que la fría Doña Catarina es, desde hace años, un mero recuerdo lejano en Portugal.
Desde nuestro casamiento, los Capitanes y Oficiales de todas las flotas y escuadrones comandados por Don Vasco tienen permiso para embarcarse con sus esposas, concubinas o esclavas en los viajes largos. Este es el principal motivo por el que jamás escasean los oficiales calificados dispuestos y ávidos de ponerse a las órdenes de mi señor.
A lo largo de los últimos años, en los prolongados períodos en que nuestras naves permanecen atracadas para que los carpinteros, calafateadores y tejedores reparen los cascos y velámenes, las matronas y muchachas de las ciudades y aldeas vasallas esparcidas por el litoral de México, las Islas o las Cabralias, han indagado si no es peligroso para la virtud de las jóvenes y hermosas señoras viajar a bordo de una nave llena de marineros y soldados. Siempre respondo que, de hecho, lo es para las que no son damas pipiltin. Pues las actuales naves lusitanas surcan los Siete Mares del Rey de Reyes repletas de guerreros aztecas del mejor linaje, y me estremezco al pensar en lo que mis compatriotas le harían a un marinero lusitano o soldado aragonés si osase molestar a una pilli que ellos han jurado defender con sus propias vidas...

El Artillero Mayor sopla el silbato tres veces para anunciar que las bocas de fuego están cargadas y listas. Don Vasco ordena que se icen las antorchas de señalización en el mástil del Lusitania. Muy pronto, otras llamas similares comienzan a arder trémulamente en los mástiles de los demás navíos.
Sin aviso ni ultimátum a la ciudad, Don Vasco ordena el inicio del bombardeo. En ambos costados, en la mitad del navío y también en la popa, debajo de la cabina, los cañones de bronce, orgullo de la Armada del Mundo Océano, comienzan a disparar una salva de bolas de hierro macizo, en medio de bramidos horrorosos y densas nubes de humo de olor acre. Con cada disparo, los cañones reculan un gran trecho, y muy pronto son cercados por artilleros lusitanos y teutones bien entrenados, que vuelven a cargar la munición por la culata con una rapidez increíble, de modo que en menos de un cuarto de hora la mayoría de las bocas de fuego del Lusitania ya han efectuado cinco o seis disparos. Los densos humos de la pólvora quemada y el hedor áspero del salitre invaden toda la nave. En la proa de algunos barcos, las bombardas rugen, lanzando sobre la urbe indefensa proyectiles de piedra que salen zumbando de sus cortos caños.
En la ciudad, adultos y niños corren a ciegas, sumidos en un pavor loco al ver explotar, con mirada espantada, sus viviendas y calles. Los techos de hojas de palmera son arrasados por las llamas, que luego se esparcen por varias construcciones de madera. El bello palacio del Samorim es bombardeado muchas veces. Cada vez que le aciertan, los marineros de las diversas naves del Escuadrón lanzan gritos de júbilo.
El bombardeo continúa hasta entrada la noche. Los ricos súbditos del Samorim deben de estar pensando que esto es el Fin del Mundo. Y, en cierta manera, tienen razón. En los breves intervalos entre un disparo y otro, oigo gemidos y lamentos llorosos y afligidos de las madres que buscan a sus hijos perdidos en medio de la destrucción... Imagino cómo me sentiría si fuese una de esas infelices madres, buscando en vano a mi pequeño Alfonso, o a Fernandito, que todavía tengo conmigo, mamando de mi pecho... Mis hijos y Don Vasco tragados por la lluvia de hierro ululante, vomitada por los cañones en medio del estruendo... Como madre, no puedo evitar apiadarme de esas pobres desdichadas.

El bombardeo cesa en las primeras horas de la madrugada, de modo que las guarniciones y las bocas de fuego puedan reposar unas horas. Aún así, tres veces a lo largo de la noche estrellada, los centinelas de otras naves del Escuadrón ordenan que se abra fuego contra embarcaciones enemigas, reales o imaginadas, que estarían intentando un ataque furtivo contra el Escuadrón.
Incomodada por los disparos esporádicos y por los llantos y gemidos distantes de los súbditos del Samorim, no me es posible conciliar el sueño. Abrigo a Fernando en mi seno, al son de una vieja canción náhuatl, pero, a diferencia del pequeño, no encuentro bienestar en el movimiento suave del Lusitania ni en la cantilena infantil que entono con desconsuelo.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, poco después del pequeño almuerzo de pescado ahumado, bizcochos secos y un poco de vino de Oporto mezclado con xocolatl, una embarcación indígena se aproxima a nuestro Escuadrón. Es una canoa pequeña, repleta de remeros con las cabezas cubiertas con unos extraños paños enrollados. Un hombre alto y delgado, vestido de negro, está de pie en la proa de la canoa.
El Artillero Mayor le pregunta a Don Vasco si debe ordenar que se abra fuego contra la embarcación. Mi esposo dice que no. Quiere oír lo que los emisarios del Samorim tienen para decir.
Don Vasco convoca al marinero Martín Afonso para que esté a su lado. Por haber vivido en el Congo, el viejo hombre de mar es versado en lengua árabe. La decisión demuestra ser acertada, pues es en esta lengua que el portavoz del Samorim se expresa a los gritos desde la proa del canoa, a diez brazas del costado del Lusitania.
—En nombre del Samudri-Raj de Calcuta, solicito una tregua en vuestro ataque.
—Os concedo la merced de una tregua temporal, pero sed breve —decreta Don Vasco.
—Mi Augusto Señor de Calcuta desea saber quiénes sois vosotros que llegáis sin aviso a lanzar la destrucción por los aires sobre la bella capital de su reino. —El emisario, vestido con una túnica negra como la de un sacerdote, grita desde el canoa, y el intérprete nos traduce lo que dice, no sin cierta dificultad.
Mi señor y los cuatro capitanes que pronto abordaron la nave capitana están paralizados por un odio frío que no comprendo. Pálido como un cadáver exánime, el joven capitán Vaz de Sampaio masculla entre dientes:
—¡Mirad, Don Vasco! ¡El infiel viste el hábito de uno de los frailes franciscanos que estaban a bordo de la nave mercante de Don Hernando de Magallanes!
—¡Pues sí, mi buen Lopo! Ya lo he notado. —Mi esposo se acaricia la barba blanca y lanza una mirada severa hacia el enviado del Samorim. Luego mira la cubierta que está bajo la cabina de popa y ordena con su voz más grave—: ¡Contramaestre, que bajen tres botes armados! Traed a ese perro moro a mi presencia.
Entonces es cierto que lo que el emisario lleva puesto es una túnica de sacerdote... ¿Cómo osa cubrirse con la vestimenta de un fraile franciscano, un mártir, torturado y muerto por orden del monarca de un reino de bárbaros?
En poco tiempo, con la canoa hundida y mientras la mayoría de los remeros regresa a nado a la playa, el emisario, ya despojado de la túnica franciscana, y otros cinco súbditos del Samorim, están de rodillas a los pies de Don Vasco. Los súbditos se mantienen taciturnos, sus ricas y coloridas ropas rasgadas y sus rostros marcados de sangre y manchas rojas causadas por los recios golpes de los marineros.
—¡Qué es esto! —La voz potente de Don Vasco rompe el silencio sepulcral que se había apoderado de la cabina—. ¡Vuestro señor ni siquiera ha respetado el atavío de un sacerdote! ¡Habéis de pagar muy cara tamaña injuria, vos y él!
Mi señor se vuelve hacia mí y me murmura al oído:
—Señora Doña Xochiquetzal, tal vez es más conveniente que me aguardéis en las cubiertas de abajo, junto a nuestro hijo y Doña Tonantzin, vuestra aya.
Con la intención cierta de someter a los súbditos del Samorim a suplicios innombrables y temiendo que el presenciar esos tormentos hiera la sensibilidad de una señora, Don Vasco pretende que me retire, actitud que, en esta hora crucial, mi honra y orgullo no me permiten asumir. La sangre y la consciencia de mi condición se me suben a la cabeza y le respondo, sin poder contener mi tono áspero:
—Oh, Señor y Esposo Mío, ¿acaso habéis olvidado cuál es la sangre que corre por mis venas? ¿Que además de hija de hidalgo de la corte de Don Manuel, soy también una pilli de la casa imperial de Montezuma?
Don Vasco abre la boca, tan sorprendido por mi osadía como yo misma. Pero no responde de inmediato. Los cuatro capitanes y los soldados presentes tienen la vista fija en las tablas del suelo de la cabina, fingiendo que no han escuchado nada. Finalmente, mi señor suspira y me concede su gracia:
—Muy bien. Quedáos pues, mi señora.
Los otros capitanes, los soldados y los cautivos miran a su señor, a la espera de su decisión final. Ésta no se hace esperar.
—Ahorquen a los moros en el mástil principal. En cuanto al falso fraile, que sea colgado de los testículos y de la lengua en el mástil de popa. Cuando bajen los cuerpos de los mástiles, cortadles las manos y los pies. Estas partes deberán ser enviadas al Samorim, como regalo especial de Don Manuel, junto con una carta que dictaré a continuación.
—¿Y qué hacemos con lo que reste de los cuerpos, mi señor? —indaga un alférez con aire severo, ya empuñando la espada desenvainada.
—Lanzadlos al mar —decide Don Vasco, después de pensar un poco—. Que los peces saquen provecho de esas cáscaras inútiles.
—¡Mi Señor Almirante! —grita un grumete desde lo alto del cesto del vigía—. ¡El Escuadrón está siendo atacado!
—¡Bastardo traicionero! —grita Don Vasco a todo pulmón—. ¡Atacarnos durante un armisticio que él mismo solicitó! ¡Icen las antorchas de batalla! ¡Que suenen los silbatos! ¡Artilleros, a las armas!
Los acontecimientos se precipitan.
Cerca de setenta chalupas, canoas y balandras, lideradas por tres galeras armadas con bombardas de hierro, se habían aproximado al Escuadrón mientras dedicábamos nuestra atención a los cautivos, y ahora están casi encima de nosotros.
Los silbatos frenéticos de los Artilleros Mayores resuenan por todo el Escuadrón. Las antorchas de comando del Lusitania ordenan incontenibles: "¡Al ataque!".
Las naves más distantes inician sus disparos devastadores sobre la flota enemiga. Después de la primera salva, una de las galeras queda severamente dañada, comienza a hacer agua y pronto es abandonada por los marineros indígenas. Otra galera y varias canoas cierran filas contra el Lusitania. Los barcos enemigos están tan cerca de nuestro costado que ya no es posible acertarles con los cañones. El abordaje es inminente.
—¡Lusitanos, a las barandas! —exclama el Capitán Lopo Vaz de Sampaio por sobre el fragor de los cañones de las naves más próximas.
—¡Náhuatl, a mis órdenes! —ordena con voz firme el capitán del contingente de guerreros aztecas a bordo de la nave capitana.
Comandados por el pulso firme de Vaz de Sampaio, los soldados lusitanos se acumulan junto a la baranda de estribor, por donde ya comienzan a subir los marineros enemigos más osados. Los tripulantes de la galera sueltan los remos, toman los carcaj y tensan los arcos. Una lluvia de flechas cae sobre nuestra guarnición. Los soldados se agachan detrás de la baranda. Cubiertos de corazas metálicas, ninguno de ellos sufre heridas graves en esta primera salva. Enseguida, se levantan como un solo hombre, encajan los mosquetes en las horquillas clavadas en la baranda y disparan, en medio de una sucesión de estampidos y remolinos de humo claro. Muchos marineros de la galera caen inertes al fondo del barco; otros aúllan de dolor o se retuercen en su agonía. Los que todavía son capaces de hacerlo, sujetan los remos como pueden e inician una lenta maniobra de retirada.
Los soldados lusitanos, mientras tanto, no los atacan, pues de momento tienen preocupaciones más serias. Algunos marineros enemigos consiguen treparse por unas sogas que han fijado al costado de la nave con unos ganchos lanzados desde un canoa. Los soldados recurren al combate cuerpo a cuerpo, empuñando sus espadas de acero y sus diabólicas dagas en la mano izquierda. En este tipo de lucha, los portugueses son invencibles. Se cuenta que cierto día, antes de que nos convirtiéramos en vasallos de Don Manuel, cinco lusitanos portando tales armas enfrentaron y vencieron a un centenar de guerreros aztecas de elite. En la ensenada de Calcuta, el resultado no es diferente. En pocos instantes, hay una pila ensangrentada de cadáveres de indígenas amontonados sobre la cubierta de la nave. Algunos soldados y marineros lusitanos también están heridos, pero no hay muertos en nuestras filas.
En el costado opuesto, una multitud de piratas moros escala la baranda con sus sables curvos entre los dientes y se traban en una lucha encarnizada con un pequeño ejército de guerreros aztecas armados con espadas de acero y mazas de bronce. Los lusitanos han sido buenos profesores y los guerreros de mi pueblo son los mejores discípulos de todo México y de las Tres Cabralias. No nos toma mucho tiempo exterminar a la mayor parte de los invasores y arrojar por la borda a los escasos y desmoralizados supervivientes.
Apartado el peligro inmediato de la nave capitana, Don Vasco ordena:
—¡Abrid fuego contra el enemigo! ¡Fuego por todas las bocas!
Una hora más tarde, casi toda la flota del Samorim se ha ido a pique o se ha incendiado a causa de los cañones de nuestros navíos. Ningún barco del Escuadrón ha sufrido reveses importantes. Todas las tentativas de abordaje han sido rechazadas, con enorme pérdida de vidas del lado enemigo.
Terminado el combate, los cuatro capitanes presentes durante la refriega reciben el permiso de Don Vasco para regresar a bordo de sus naves.
El Almirante ofrece un agradecimiento especial al valiente Capitán Vaz de Sampaio y lo abraza como a un hijo.
Apenas parten los capitanes, mi esposo comienza a caminar inquieto de un lado al otro de la cabina de popa. Enfurecido, maldice al Samorim de Calcuta.
—Hombre vil, mandásteis a un perro infiel para que hablara conmigo en vuestro nombre, y yo acudí a vuestro llamado. Hicisteis cuando pudisteis, y si hubierais podido, habríais hecho mucho más. Tendréis el castigo que os merecéis. Cuando pose mis botas en vuestras tierras, os retribuiré el doble de lo que nos disteis, pero no en dinero.

El bombardeo de Calcuta se reanuda con todas sus fuerzas al comienzo de la tarde.
Se lanzan balas de hierro, en medio de explosiones y del humo de la pólvora quemada. Son arietes voladores, vomitados por las bocas de fuego del Escuadrón, que descienden, emitiendo unos zumbidos impiadosos, para martillar los frágiles techos y las paredes encaladas de la ciudad hasta deshacerlos en medio de nubes de polvo. Varios focos de incendio se expanden por el caserío y por los edificios oficiales, cubiertos de bellos azulejos de colores.
Por la noche, se designan once naves para continuar con el bombardeo, mientras que las demás retroceden hasta la entrada de la ensenada, con el doble objetivo de permitir que sus tripulantes reposen y de bloquear la llegada de cualquier auxilio que venga desde el mar. A la mañana siguiente, las naves apartadas se reúnen con aquellas que no han cesado de infligirle a la ciudad ese martirio nocturno.
Pasa la mañana y viene la tarde. Llega la noche estrellada y el bombardeo no atenúa su ritmo constante. A la hora de dormir, dos tercios de las naves se retiran para un merecido descanso durante la madrugada y otras once, diferentes de las escogidas la noche anterior, permanecen en el mismo lugar, disparando contra la ciudad.
La rutina cruel del tercer día transcurre en todo idéntica a la del segundo.
Al promediar el cuarto día contando desde nuestra llegada, ni siquiera yo, una princesa náhuatl de sangre real, puedo seguir soportando el inmenso suplicio de la ciudad enemiga. Después de amamantar a mi hijo al comienzo de la tarde, me aproximo a Don Vasco, que está en su puesto favorito, en la cabina de popa, y le pregunto en voz baja:
—Mi señor, ¿no alcanza ya con tanto castigo? Don Manuel, por cierto, quedará satisfecho con esto y además podrá disponer de una ciudad más o menos incólume para avasallar.
Él me mira con aire malhumorado. Pero sus facciones pronto se suavizan. Se mesa la barba, pensativo, y por fin responde en un tono jovial que me sorprende:
—Pues, tenéis razón, señora. Creo que hemos ablandado a Calcuta y al Samorim lo suficiente como para que acepten el destino que les reservamos.
Don Vasco ordena que se icen antorchas para determinar el cese del bombardeo. Convoca a los demás capitanes a bordo del Lusitania. Llegan los botes, trayendo a los comandantes de las otras naves en sus sentinas.
La cubierta superior es pequeña para tantos hombres, pero es aquí donde se hace la reunión de comando. Don Vasco les explica sus intenciones.

Las naves se aproximan a la playa de Calcuta, tanto como lo permite la profundidad del sitio. De cada navío parten varios botes repletos de soldados lusitanos y guerreros aztecas, protegidos con corazas de metal y armados con mosquetes, espadas, lanzas, mazas y dagas. Remeros vigorosos impulsan las menudas embarcaciones hasta que encallan en la fina arena dorada de la playa.
Los soldados y guerreros desembarcan en grupos. Avanzan desde la playa hacia la ciudad. La población y los guardias del Samorim intentan ofrecer alguna resistencia. Pero es inútil. En pocas horas, Calcuta es una presa segura, en manos de unos pocos miles de hombres traídos del otro lado del mundo por Don Vasco.
El trémulo Samorim es ahorcado en la plaza más hermosa de la ciudad, exactamente frente a su antiguo palacio, ante la población apesadumbrada y sumisa. Después del Samorim, llega el turno de sus principales consejeros.
Hechas las ejecuciones, Don Vasco le pide a Don Esteban, Capellán del Escuadrón, que rece una misa en agradecimiento a la victoria portuguesa y la concreción de la venganza del Rey Don Manuel, Señor de los Siete Mares.

Partimos de Calcuta una semana más tarde. Al final, no hemos fundado ninguna factoría allí. Don Vasco considera que la ciudad, desprovista de líderes y semi-arrasada, poco tiene que ofrecer al Reino de Portugal en términos comerciales.
Descendemos a la Costa Malabar, para navegar rumbo al sur, al reino de Cochim.
Las naves avanzan con calma, sin la mínima prisa, pues Don Vasco pretende que las noticias de la caída de Calcuta precedan a nuestra llegada.
Mi señor quiere saber si el sultán de Cochim se mantendrá fiel a la alianza con el difunto Samorim de Calcuta, o si preferirá convertirse en vasallo del Rey. De cualquier manera, está decidido a fundar una factoría en Cochim.
Los rubíes, esmeraldas y diversas pedrerías, las piezas de oro y plata del tesoro del Samorim, tanto como muchos quintales de pimienta confiscados en los mercados de Calcuta y que ahora abarrotan las bodegas del Lusitania y de los demás navíos, confirmarán sin duda la bien merecida fama de Don Manuel como el monarca más rico de la Cristiandad, hecho que hará crecer aún más la envidia que corroe a su pariente real, el Rey Carlos de Aragón y Castilla, siempre pendiente de las contiendas internas entre sus dos reinos...
Espero que, con su enorme generosidad, Don Manuel conceda a Don Vasco mercedes tan grandes como las que le fueron otorgadas al Almirante Colón por el descubrimiento de las Cabralias o a Don Alfonso el Grande, el primer Virrey de México.
A pesar de todo, según mi señor, el tesoro más importante, hallado junto a las preciadas pertenencias del difundo Samorim, es un mapa extraño, escrito en árabe y que, según el intérprete Martín Afonso, parece indicar la existencia de una conexión marítima ubicada al sur de África, entre el Océano de las Indias y el Océano del Rey.
—Si se confirma este hecho —me explica Don Vasco en una de nuestras muchas conversaciones en la cabina de popa de la nave capitana, después de verificar junto a Tonantzin que Fernandito se encuentra bien—, debemos concluir que el anciano Rey Don Juan II tuvo razón al enviar a Bartolomé Dias para que intentase doblar el Cabo de las Tormentas y buscar el camino marítimo a las Indias por el rumbo del naciente.
—Pero Bartolomé Dias no logró doblar ese cabo... Tal vez no sea posible hacerlo.
—Oh, mi querida princesa. Ahora que sabemos que ese camino verdaderamente existe, es una simple cuestión de tiempo que un navegante lusitano logre superar el Cabo de las Tormentas. Aunque tengamos que inventar otra vuelta al mar para vencer al monstruo...

Título original: "Xochiquetzal e a Esquadra da Vingança"
Traducido del portugués por Claudia De Bella © 2005 publicado por revista AXXON

Carla Cristina Pereira es una escritora brasilera en constante ascenso. El cuento que aquí presentamos fue publicado en la antología Pecar a Sete (Simetria, 1999) y nominado para el prestigioso Premio Sidewise de Historias Alternativas. Carla ganó el concurso auspiciado por Na Toca do Hobbit, un sitio dedicado a Tolkien y una obra suya quedó finalista del premio Argos 2003 al mejor cuento escrito en Brasil ese año..

07 julio, 2007

Griselda Gambaro -Buenos Aires, 1928-

Es difícil organizar la pasión

Inconfesable. Un hombre viejo, de manos ásperas y nudosas , con malos dientes que mostraba con frecuencia en sonrisas cargadas de aparente necedad.
Leía los diarios mientras su mujer le hablaba. Asentía sin oírla. Hasta asentía lo que debía negar y ella se encolerizaba. Su mujer lo sufría con desprecio, sin confesarle que él había vivido demasiado. Todavía era hermosa, todavía era capaz de entusiasmos y alegrías. Cuando llegaban los hijos y los nietos se abalanzaba y como si él estuviera ausente, comenzaba el recuento ofensas, de aquellas insoportables que produce la vejez. Debían terminar juntos lo que habían empezado, pero la convivencia se les hacía pesada, no disfrutaba siquiera cuando él salía porque se inquietaba de su andar vacilante, sus distracciones de viejo.
Él tomó la costumbre de prolongar sus salidas, apoyado en su bastón con contera de goma, y de irse a la plaza donde no incomodaba. A veces hacía demasiado frío, demasiado calor. Quería estar en otro lado, pero no sabía cuál.
Cuando la chica de piel oscura se acercó, solitaria, él se encogió en el banco, empequeñeciéndose por un hábito de años; era muy viejo y había aprendido a hundir la cabeza entre los hombros, contrayendo el pecho como alguien que espera ser golpeado. Pero nadie lo había golpeado jamás. Ella se detuvo frente a él y le pidió dinero.
Él negó con un movimiento apenas perceptible y abrazó el bastón entre sus piernas. La chica miró el bastón con curiosidad. –Ah-dijo, y él vio la piel áspera y castigada de sus pies en el espacio que dejaban libre las roturas de las zapatillas. Ella jugó presionando contra la grava una de las suelas desprendidas e insistió con su tono monocorde. Y él escarbó en sus bolsillos, dudó un momento y depositó en la pequeña mano lo que su mujer le concedía parsimoniosamente para cigarrillos. La chica se alejó de inmediato y él casi la había olvidado, arrepentido ya de su gesto de generosidad, cuando ella volvió. Masticaba un sándwich. Cortó un pedazo y se lo alcanzó, con la seguridad de alguien que sabe por experiencia que lo común es el hambre sobre la tierra. Intuía que un viejo que necesitaba un bastón para andar, sentado en un banco de plaza con pantalones gastados y terrible fragilidad a pesar de su dinero, debía de tener hambre. –Comé- dijo.
Tímidamente, él aceptó el pan con su contenido seco, y masticó, mirándola de reojo, como si emprendiera una aventura.
-¿Qué hacés con el viejo?- preguntó un muchacho, apenas adolescente, hablando con la misma prescindencia de su mujer en su casa. Existía, pero no para ser considerado. Como si la edad le fragmentara zonas de percepción, los otros no creían que las palabras podían lastimarlo, se referían a él con descuido e incluso impunidad.
Ella miró al viejo con repentina adhesión y dijo:-No es tan viejo: y él enrojeció experimentando una oleada de agradecimiento y hasta de orgullo. Asintió vehemente con la cabeza, mientras intentaba erguirse, y aferró el bastón porque temblaba.
-Vamos- dijo el muchacho. Ella ajustó una de sus zapatillas y obedeció con una sonrisa dispuesta que mostró sus dientes parejos e intactos.
Vio como se alejaban y que el muchacho, rotoso y de cabellos grasientos, le pasaba familiarmente la mano sobre los hombros y se apretaba contra ella. Lo asaltó una súbita sensación de abandono, creyó merecer un saludo, un ademán de despedida; se quedó con la mente en blanco y la opresión de un encono indefinible.
Más tarde, cuando su memoria funcionó nuevamente, recordó a la chica y solo rescató su gesto de complicidad. Vagó por la casa; un sentimiento cálido lo invadía, no es tan viejo, había dicho ella, ¿era posible? El monedero de su mujer estaba sobre la cómoda, lo llevó a la mesa y revisó el contenido.
-¿Qué buscás?- oyó la voz recelosa de su mujer; sonó a sus espaldas, cortante como un cuchillo y lo sobresaltó.
-Nada- dijo el sumisamente.
Ella cerró el monedero y le dirigió una mirada de sospecha. Marchó a sus compras y lo dejó solo. Más libre deambuló por la casa, calzado con zapatillas sin talón, y en un momento, se sentó y descubrió un pie, la piel amarillenta, afinada sobre los huesos, las uñas córneas.
Escondió el pie, con un suspiro, dentro de las zapatillas holgadas que perdía a cada paso. Se levantó agitando las manos para ahuyentar no sabía qué. Miró los adornos que su mujer amontonaba sobre los muebles, todos voluminosos, salvo una cajita construida con pequeños listones de madera que había comprado hacía años en un pueblito de playa. Parpadeó nervioso tratando de recordar. El viento sobre su piel, y la plenitud y la fuerza. Corría en la playa, nadaba mar adentro, peligrosamente, sin temor de esto que era ahora, náufrago de su cuerpo. Él había comprado la cajita porque le gustaba y aún le pertenecía. Pero cuando su mujer acomodó las frutas y verduras, quejándose exactamente de las preocupaciones y los gastos con un malhumor que lo incluía, él se sintió expuesto. Percibió como una presencia delatadora la cajita en el bolsillo y se desesperó porque qué explicación habría, salvo la vejez, salvo la penosa chochera de la vejez.
La chica no estaba en la plaza y la esperó en vano hasta el mediodía. Regresó a su casa y se apresuró a dejar la cajita en su lugar. Sólo entonces respiró, sólo entonces se recuperó libre y sin culpas.
Suprimió su siesta con el pretexto del sol, el día templado. La chica corrió hacia él: -¿Me das una moneda?
Pero él no tenía nada. Ella se encogió de hombros y repitió el pedido frente a un transeúnte que siguió de largo. Continuó de pie, inmóvil, ni desilusionada ni a la expectativa, sólo persistente.
Al fin, una mujer abrió su bolso y ella asió el dinero sin el menor ademán o sonrisa de reconocimiento, y atravesó la plaza en dirección a la calle. Apareció con un paquete de galletitas, a medias consumido, y se sentó junto al viejo. Le acercó el paquete con naturalidad, invitándolo mediante un empujón del codo. Él se sirvió una y ella lo advirtió y dijo, como fastidiada: -¡Agarrá más!
Ella comía vorazmente, con la boca abierta. Se pasó la lengua por los dientes y se levantó. Salió al encuentro de un muchacho, que también le apoyó la mano familiarmente sobre los hombros y se apretó contra ella. ¿Hacía dónde se alejaban, qué harían?, se preguntó él con un asomo de angustia.
Al día siguiente, con decisión, hurgó en el monedero y sacó un billete. Silbó balbuceante y feliz, y tendió la mano hacia la cajita, cuya belleza siempre lo había conmovido. ¿Por qué no?, se dijo con un arresto de coraje, y se la guardó en el bolsillo. Pero una vez guardada, el coraje desapareció, el riesgo le pareció inmenso, e intentando disminuirlo restituyó el billete.
Cuando la chica se acercó con su pregunta habitual, él mostró la cajita con un gesto victorioso y esperó su reacción.-¿Qué es?- dijo ella- ¿Para qué sirve?
Él permaneció en silencio, desconcertado. Ella la abrió y colocó el índice. –Ni un dedo cabe- precisó.-¿Qué guardo?
Él experimentó una decepción profunda. Había gozado de antemano con ideas de sorpresa y gratitud. Cuando acudieron a buscarla dos muchachos, demasiado crecidos para ella, robustos y con claras señales de bigote sobre las bocas ávidas, se precipitó al encuentro y olvidó la cajita abandonada en el banco. Él se quedó en la plaza hasta el anochecer. Se movió entumecido. Recogió dos piedritas que ella había pisado y las apretó en su mano.
De regreso, pasó junto a una magnolia enorme, con flores blancas, altísimas entre las hojas oscuras, y descubrió a la chica y a uno de los muchachos al reparo del tronco. El otro espiaba, un poco más lejos, y sonreía, la mano próxima a la ingle.
Si, si, dijo él, y el camino hacia su casa le resultó fatigoso y sin término. Pensó en la piel oscura y sintió el deseo de tocarla.

Ella preguntó:-¿Y la cajita?
Él no encontró su voz, cuando se emocionaba huían las palabras que antes habían acudido a él tan fácilmente.
-Era linda- dijo ella.
-¿Sí?- balbuceó, como un ahogado que recibe aire.
-Traémela- dijo ella, usando el mismo tono indiferente, casi impúdico, con el que pedía-. Me la regalaste, ¿no?.
Entonces, le llevó la cajita y un poco de dinero, imprudentemente un billete más de lo que costaba una paquete de cigarrillos. Y ella dejó que los dedos de él le rozaran la mejilla, y él sintió que su corazón se le estremecía porque la piel era de increíble calidez y suavidad.
El rostro de su mujer mostraba una irritación perpleja, y él negó y luego se embrolló ante el interrogatorio tenaz. Aún conservaba la cabeza lúcida sobre los hombros, decía su mujer, sin estar consciente de infligirle una humillación por gracia del parentesco y la convivencia. Terminó confesando que había fumado de más, y el resto del dinero quizá lo había perdido. Ella pensó si la vejez no lo haría desvariar. Ni olor a tabaco tenía. Lo miró sin amor, ¿cómo había envejecido tanto? No hay derecho a envejecer tanto, se exasperó, y se marchó a la cocina, donde las cacerolas envejecían de una manera que no agraviaba.
La ausencia de la cajita no la advirtió hasta dos días más tarde, tiempo que él vivió en zozobra hasta que comprendió que ahora debía aferrarse a la mentira, como antes a la verdad. Acusó a los nietos, se lamentó en un rezongo interminable de que le escamotearan, por travesura o descomedimiento, la cajita que él mismo había comprado en unas vacaciones junto a la playa. No vaciló esta vez, seguro y quejumbroso. Y mientras simulaba leer, con ganas de fumar y la extenuante fatiga de sostener el engaño, pensaba qué podría regalarle a la chica de la plaza, que siempre esperaba alguna dádiva con una codicia implacable que, al mismo tiempo, parecía no pertenecerle. Ella se conformaba con poco, pero poco o menos que poco, era lo que él podía ofrecer. Y en este punto no por ambición de trueque, un regalo a cambio del roce de la piel; también por eso, pero no por eso. Quería dar, entregar lo que tenía y soñaba, su mísera riqueza y la vastedad de sus impulsos, porque amaba. Quería desnudarse de toda posesión y poseerse en la alegría ajena, tan simple y ardua es la materia del amor cuando nace.
Con una duplicidad que nunca había tenido, pero que se manifestaba en él de manera casi natural, como si toda su vida de hombre íntegro hubiera sido una preparación para el disimulo, maquinaba incesamentemente, urdía patéticas artimañas, planes descabellados, grandiosas empresas de raptos y huidas, sabiendo que no sería capaz de poner en práctica ni siquiera el comienzo de un sueño.
Revisaba los cajones mientras su mujer lo empujaba impaciente, sin entender qué buscaba. –No busco nada- se disculpó-. Miro.
-¿Qué?- grito ella. Y después se ablandó porque, no obstante, todavía había algo en él que la conmovía por ráfagas, fugazmente.
Se forzó a leer el diario mientras la ansiedad y el desasosiego lo consumían, hipócritamente fingió rezongar por las mimas cosas que ya no le interesaban, con escrupulosidad imitó al que era antes.
Cuando oyó cerrarse la puerta de calle, emprendió una búsqueda metódica y frenética, y renegó de la incertidumbre de sus gestos. Revisó cajones con mayor detención, movió la ropa apilada, pasó la mano por el fondo, y sólo entonces se dio cuenta qué desposeído estaba.
-Mañana cumplo años- dijo la chica.
Y él recibió la noticia como un golpe.
-¿Qué me vas a regalar?- preguntó con su impertinencia indiferente.
-No tengo nada.
Ella lo observó maliciosamente. Rió sordamente. -¿Cómo no vas a tener nada?
Y él pensó que era justo, que sólo ella y los que eran como ella, el grupo de muchachos cuya vida ignoraba y que la manoseaban detrás de los árboles, eran desposeídos. No él.
Vagó por la casa hasta crispar a su mujer porque eso, vagar, lo había echo siempre para evadirse de su propio letargo, aunque ahora era producto de una determinación oculta y escrutadora. ¿Es que este hombre no podía quedarse quieto?, decía su mujer, apartándolo de su camino. La oyó quejarse amargamente ante sus hijos y nueras, con odio porque lo había amado y ahora se enfurecía ante el vacío que él le provocaba en los sentimientos. Él acentuó los gestos de su chochera porque, ¿Qué entenderían? Miró a los niños bien cuidados que tenían su sangre, y el amor que sentía hacia ellos era tranquilo, no esta convulsión apasionada donde se mezclaba la impostura y lo subrepticio, donde debía estrangular sus deseos de tocar esa niña desconocida, sucia y procaz la imaginaba y, al mismo tiempo, limpia para toda experiencia exaltada e inocente. Quería caminar junto a ella, tomados de la mano, alegremente, con la fantasía insensata de hacerlo a la vista de todos porque su amor, como todos los amores, sufría con el ocultamiento. Quería cambiar sus zapatillas rotas por zapatos nuevos, otro vestido, comprarle un helado o sorberlo juntos, y regocijarse con su deslumbramiento. Pero sobre todo, deseaba tocarla, palpar sus muslos, respirar su sexo.
Examinó los adornos de los muebles, con aquella determinación oculta y escrutadora, y no había nada que sirviera, flores artificiales, cerosas, jarrones pesados. Si hubiera un jardín y flores. Pero ella no quería flores, que no se comen, que se marchitan.
Bajo uno de los jarrones había una carpetita bordada y él la rozó con sus dedos, considerando la textura de la tela y si podría servir. Estaba sucia. Movió el jarrón con cuidado y levantó la carpetita, la lavó con sus manos ásperas y nudosas.
-¿Qué hacés?- preguntó su mujer sorprendiéndolo.
-Estaba sucia- se disculpó con una cobardía abyecta.
-¿Y desde cuando...?- replicó ella, y dejó la frase inconclusa que presionó con su propia perplejidad.
Y él supo que no podría hurtarla porque había sido descubierto y señalado. La carpetita se secó al sol, blanca, con sus minúsculas flores rojas. Su mujer la planchó al mediodía y la colocó bajo el florero, como diciendo, impremeditada y certeramente, de aquí no se mueve.
Y él rondó como un ladrón bajo la sospecha de dos ojos inclementes que lo acechaban. No era él lo que su mujer veía, un viejo con mala dentadura, palabras trastabillantes, sonrisas cargadas de necedad. Era alguien que podía dar, que de nuevo imaginaba en su deseo. No otra piel junto a la suya, entera, pero sí el viaje de sus dedos, recorriendo, hurgando, sacando a la luz sentimientos que creía muertos. Le latieron las sienes y enrojeció, y después se puso blanco como el papel. Su mujer lo observó atenta y lo obligó a sentarse. Corrió y le acercó un vaso de agua a los labios, que él rechazó.-¿Qué te pasa?- y él de pronto hubiera querido abrazarla y confesar ese sentimiento imposible que llenaba su corazón. Si ella que lo había amado, no lo comprendía, ¿quién entonces?. Si ella no lo explicaba, amparaba en la devastación de su pasión, si no lo asumía, ¿quién entonces? Pero le bastó mirarla para saber que la corrupción y la desmesura de los sentimientos jamás la alcanzarían. Le brotó una pena irresistible y se echó a llorar. Se inclinó sacudido de sollozos roncos que le rompían el pecho.
-Ah, ah- dijo su mujer, sin asustarse. La senilidad también abarca los accesos de llanto, el fastidiar sin cuento, el ocio eterno. Pensó que la decrepitud de él se aceleraba y eso la turbó como una inminencia de muerte. Lo forzó a beber el agua y le proporcionó un pañuelo.-Ya pasó- dijo tranquilizadoramente, palmeándole el hombro con un afecto distante, y él secó las lágrimas y se quedó inmóvil, entre el sofoco y la vergüenza.
Cuando volvió al atardecer, su mujer lo esperaba en la puerta. La chica había recibido el regalo sin excesiva alegría. -¿Qué hago con esto?- dijo, con su carpetita sobre las rodillas. Su mujer le abrió la puerta y él caminó dócilmente detrás, la cabeza gacha. Ella se sentó junto a la mesa, las manos unidas en el regazo. El lugar desnudo bajo el florero lo acusaba.
Ella mostraba un aire reticente y cansado. Tardó en hablar.-¿Dónde la escondiste?- preguntó, con un acento que era más de hartura que de enojo, y él sabía que no podría explicar nada, menos la nostalgia por esa piel cálida y oscura que había tocado.
Sus hijos llegaron hacia la noche, convocados por la costumbre o por un llamado. –Papá, es mejor que no salgas solo.
Él sonrió con su sonrisa boba y movió la cabeza, asintiendo. Todavía lo intentó una vez más. Corrió a la plaza al día siguiente, y en su prisa la contera del bastón se enredó entre las piedras de la grava. Cayó de bruces y dos mujeres lo ayudaron a levantarse. Sentía las piernas temblorosas, la vista nublada. No entendía como el suelo se había alzado hasta él para aturdirlo, castigarlo. Se había hecho una herida cortante en la frente y la sangre lo asustó. La chica, que había aparecido a lo lejos, se quedó contemplando, hasta verlo de pie, con las mujeres que se afanaban a su alrededor. Él las apartó de malos modos, apelando a un resto de orgullo. Se secó torpemente la sangre y luego la saliva que se le desparramaba desde la boca al mentón. La chica avanzó unos pasos, meneó la cabeza, alzó la mano en un vago saludo y sonrió, antes de volverse y alejarse.
Su mujer le lavó la herida sin pronunciar reproches. Durmió con un sueño perturbado que, en un momento, cayó en una zona de felicidad, se vio joven y libre, y al despertar recordó el sueño, aquella luminosidad inalcanzable del sueño, y la presencia de su cuerpo dolorido aumentó su pesadumbre. Es así, se dijo, y se encaminó hacia la puerta de calle. La encontró con el cerrojo puesto, unos pasos atrás su mujer se limitó a negar con la cabeza. Buscó infructuosamente la llave y luego se encerró en el baño. Se apoyó en los azulejos y permaneció en un sopor aletargado hasta que se quebró en él. Sentado en el borde de la bañera, lloró silenciosamente la pérdida definitiva del amor. Qué soledad, se dijo, con las espaldas encorvadas, qué soledad. De esta manera se iba la vida, de esta manera secreta y miserable.
Su mujer le preguntó qué le ocurría, la voz inquieta. –Ya salgo- dijo. Se incorporó con trabajo y se lavó la cara. Se esforzó por no perder el hilo de sus pensamientos que lo sepultaba en un territorio nebuloso donde nada lastimaba demasiado. Quería pensar aún, y recordar, y supo que no debía compadecerse, a pesar del dolor y la nostalgia por la piel oscura y cálida. Antes de morir había conocido la pasión y la pasión, cualquiera sea la tierra que elija, adolescente o próxima a la muerte, siempre es espléndida en sí misma. Un destello no toca impunemente, ilumina y destroza. Está bien, repitió, y se sonrió acongojado frente al espejo, con sus dientes arruinados, con su sonrisa que parecía cargada de necedad.
-Ya salgo- dijo, y abrió la puerta.
Griselda Gambaro
nació el 28 de julio de 1928 en Buenos Aires. Es dramaturga y novelista. Estuvo exiliada en Barcelona (España) entre 1976 y 1983. Es autora de las obras de teatro "Real envido", "Antígona furiosa", "Morgan" y "La señora Macbeth", entre otras. Publicó también las novelas "Después del día de fiesta", "Promesas y desvaríos" y "El mar que nos trajo" y el libro de cuentos "Lo mejor que se tiene". Recibió los Premios Kónex, Argentores, Fundación Di Tella y Academia Argentina de Letras. En 1982 se le otorgó la Beca Guggenheim.

03 julio, 2007

Clara Obligado - Buenos Aires, 1950-

Adiós, amor
No te creas, que Alberto tenía muchas cosas a su favor, eso también es cierto. No cualquiera es tan varonil y seguro, hoy en día. No cualquiera es capaz de mantener un ritual de vida con tanta elegancia. Fíjate que incluso en pijama, esa ropa un poco absurda y desaliñada que hace que los hombres parezcan chicos, incluso en pijama, no llegaba a despertarte ese sentimiento de ternura maternal medio estúpido y tan típico de las mujeres. Y él mismo decoró la casa, y mirá que es inmensa, claro que una casa antigua como esta te da mil posibilidades, cualquier cosa le va bien. Pero hay que tener mucho ojo para animarse a combinar la simplicidad de Bauhaus, los almohadones y las maderas claras y pulidas, la extrema funcionalidad, con los muebles antiguos. ¿Qué si me gusta? Qué querés que te diga. A esta altura, después de diez años juntos, resulta muy difícil separar sus opiniones y las mías. Está todo como mezclado, ¿me entendes? Al principio, me ponía un poco nerviosa tanto orden. Los colores de las revistas que están sobre la mesita ratona, por ejemplo, tenían que ser oscuros para que no chocaran con los pisapapeles de colores. Todo es armónico, ¿viste?, las flores de ahí abajo, claro, tienen que ser amarillas o blancas. En fin. Ahora ya estoy acostumbrada, y elijo las cosas que a él le entusiasman casi sin darme cuenta. Como programada. Y esa capacidad para simplificar los trabajos de la casa. Mirá qué cantidad de electrodomésticos. Si, hay de todo. Hasta algunas cosas que trajo de Alemania, fijáte vos, qué lío de embalajes y de aduanas. Aquí estamos muy atrasados con lo de los electrodomésticos. Nos encajan toda la chatarra de los países desarrollados, eso dice Alberto. Fijáte en el retrotransmiso. Ni se conoce en nuestro país. Va grabando las cosas que tenés en tu memoria. Es bárbaro. Imagináte que ponés, por ejemplo, el canal 832, y sale esa noche absolutamente fantástica que pasamos en México en las últimas vacaciones. Vos lo recordás, concentrándote mucho, así, te ponés estos aparatitos pegados a las sienes. El retrotransmisor acumula energías, o no se qué, porque nadie consigue hacerme entender cómo funcionan las máquinas, para mí que es pura magia, y va grabando las imágenes que tenés en tu cerebro. Es muy útil. Pongamos por caso el tema de los aniversarios. Uno no recuerda muy bien una fecha íntima, y el retrotransmisor lo tiene todo, todo acumulado. Marcás la tecla adecuada –el funcionamiento viene anotado en este folleto, es facilísimo-, y sale el día, la hora, el regalo que le hiciste, el vestido y el maquillaje, cómo hiciste el amor esa noche, en fin, todos los detalles que después te permiten ser esa persona que nunca se repite, algo siempre diferente. Porque a los hombres parece que no, pero les importa muchísimo eso, que sea siempre original, que no se aburran de vos, porque sos a la vez todos los amores del mundo; claro, como decían antes, y vos perdoná la grosería: una señora en la casa, y una cualquiera en la cama; pero variadito.
Qué querés que te diga; en el fondo, me parece mal que se lo quisiera llevar. Al fin y al cabo, me lo había regalado, y por ahí ahora que él ya no está me hubiera servido, no para recordar, que yo siempre he tenido una memoria de elefante, sino para prenderlo cuando termina la tele. De noche duermo poco, ¿sabés?, y me siento bastante sola. Yo recuerdo muy bien todas las cosas. Imagináte, hasta de cuando las madres hacían trenzas, de los vestidos de encaje colgados en la araña del dormitorio, recién planchados, o de los trajes de primera comunión con alforcitas. No cualquiera. Alberto decía que por eso tengo los ojos tan fijos, de tanto mirar hacia atrás. Pero, ¿qué otra cosa querés que haga, todo el día metida en casa? Si, los ojos los tengo un poco duros, pero si me maquillo suavecito, con tonos de marrón, no se me nota. A él le parecían demasiado oscuros. Aunque eso es de nacimiento, y no se puede cambiar. Creo que Alberto se ponía nervioso cuando lo miraba así, sin pestañear, mientras él leía el diario. Qué querés que le haga. Tampoco tenía demasiadas cosas para contarle. Si le hablaba de mis salidas o de mis amigas, empezaba con eso de vos siempre con lo mismo, que no es para seducir a nadie... Enseguida se me iban las ganas de charlar. ¿Que si no hacía algo durante el día? Mirá, la casa te deja apenas tiempo. Y vos sabés, otras inquietudes no tengo. Yo soy como las chicas que no pudieron terminar la secundaria porque se casaron jóvenes, y hasta creo que a Alberto le entusiasmaba encontrarme a la vuelta del trabajo bien arreglada, todo prolijito, perfecta. Al principio, por lo menos, lo estimulaba mucho. Nunca me dijo nada, pero yo sé que no le hubiera gustado que me pusiese a estudiar. Es como lo de los muebles. Sin necesidad de hablarnos, con un gesto apenas, yo ya entendía, y trataba de complacerlo. Al final, para eso estamos. Como con lo de las flores, que ya me salía solito comprar las blancas o amarillas, aunque a mi lo que me gusta son las flores rosadas, pero ya sabía que desentonaban con la casa y que a él le parecían un poco cursis. Y además, si empezás a tener horarios diferentes, todo se complica, mirá lo de Claudia. Así le fue por no poder dedicarse de lleno a su matrimonio. Y pensá que está tan bien mi problema con las uñas. Yo tengo que hacerme cada mañana la manicura para que me las lime un poco. Las tengo demasiado duras y me crecen mucho. Y no se pueden combinar tantas cosas juntas.
De todas formas, lo del retrotransmisor lo pudo llegar a entender. Era el único aquí, y tal vez hasta fuera un detalle un poco sentimental de Alberto, al principio, el querer tenerme presente, no dejarme ir del todo. Claro que por ahí lo hizo para vengarse, para que no me quede con nada suyo, para borrarme hasta de los recuerdos. Pero no contó con mi buena memoria. Lo que no veo demasiado normal es lo de las ventanas. ¿qué necesidad tenía de cambiarlas de lugar? Quedan ridículas en la mitad del salón. Él, siempre tan cuidadoso con la casa, siempre identificándose a fondo con los objetos, la verdad es que no lo entiendo. Una ventana adentro no sirve para nada. Siempre han sido para mirar hacia fuera, hacia la calle, sobre todo por las tardes, cuando ya no te queda nada que hacer en la casa, y te divertís solita viendo a la gente que pasa. Por ejemplo, la señora de enfrente es casi como un reloj. Todos los días a las seis en punto sale y vuelve a las siete y media. A las ocho ves cómo cierra los negocios, a las ocho y media, cómo se encienden las luces del bar de la esquina. Es divertidísimo. Pero las metió con balcones y todo. Así que, ahora que las plantas estaban tan lindas, crecen como despistadas. Fijáte en lo geranios: tienen flores en las raíces y las hojas vueltas hacia la tierra. Será la falta de luz, digo yo. Además, la tierra se cae de las macetas y mancha la moquette qué, para colmo, es de color clarito. Si, los tonos beige me encantan. También los eligió Alberto. Le gustaba que todo fuera armónico, que nada resaltara demasiado. Un poquitín neutro, te diré. Me pregunto, si era así, ¿para qué demonios se casó conmigo?. Ya se que no soy una belleza, pero eso sí, resaltar, resalto mucho. Todo el mundo me mira. Es como lo de las flores rosadas contra el cuadro naranja. Nada que ver.
A veces si que se ponía pesado. Mirá que cuando estaba contenta y cantaba, aunque fuera bajito, ya estaba cerrando las puertas y pidiendo tan alto no, por favor, que estoy descansando. La voz la tengo un poco chillona, pero no es para tanto. Y al rato ya estaba con eso de sos una histérica, que ya se que es la cantinela típica de los hombres, pero que no resulta demasiado estimulante que digamos. Al final, cada uno tiene la voz Dios le dio, y no se puede estar disimulando todo el día. Sobre todo en mi caso. Él quería una casa todavía más grande. Pero para perderme de vista, me parece. Por ahí fue por eso que cuando se quiso ir, añadió dos o tres habitaciones nuevas. No pegan ni con cola, y me confunden. Por ejemplo, si salgo al pasillo, la primera puerta no es más la del dormitorio, sino la de un cuarto de vestir lleno de espejos. Y no me imagino por nada del mundo a Alberto decorando las paredes con espejos. El era de mirarse mucho, pero con disimulo. Algo narciso, pero discreto. Esto es casi obsceno. Y la salita de música se ha convertido en un cuarto con una sola cama, como el cuarto de una monja, mas o menos. La verdad es que me cuesta ubicarme. A los roperos le sobran perchas y lugar, y voy a tener que descolgar su ropa, porque me deprime. Ando como perdida, ¿sabés? Durante todos estos años la casa se había mantenido más o menos igual. Un florero algo más grande en la esquina de un mueble, para que se viera el efecto desde la entrada, algún idolillo nuevo en la vitrina, nada de consideración. Y la cocina, eso si que es un auténtico desastre. Todo patas arriba. Por suerte quedaron la percha y la latita. Aunque también hay cosas rescatables. Ahora, por ejemplo, puedo comer la carne como a mi me gusta. Esa era otra de las manías de Alberto. ¿por qué la comés así? –me decía-. ¿no podrías pasarla un poquito más por el grill?. Y yo me pregunto qué pitos le importaba, si al final era mi menú, y la suya se la preparaba bien cocida y condimentada. Creo que es la maldita manía de los hombres de controlarlo todo. Hasta tu estómago. Al final, lo que nunca llegan a comprender es tu verdadera personalidad. Maquillarte los ojos, cortarte las uñas, comprar flores amarillas o blancas, comer la carne quemada, hablar bajito. Lo que no quieren es que una sea como es. Les gustás siempre que representes un papel, el de la mujer ideal. Y a mí qué corno me importa ahora el ideal de Alberto. Mirá, al final, estoy contenta de que todo haya terminado. Me importan un pepino el retrotransmisor, los cambios en la casa, las manchas de tierra en las alfombras, las flores creciendo hacia abajo. Lo que no quieren los hombres es que tengas ningún tipo de vuelo personal. Porque también con las alas me tenía como loca. -¿No te las podrías disimular un poco?- Y dale con que fuera a otra modista, con que me recortara un poco las plumas timoneras, al menos. Claro, como sabía que las plumas también eran importantes para mí, a él no se le podía ocurrir una idea mejor que la de hacérmelas recortar. Como las uñas, que me son indispensables cuando trepo. Además, por suerte, todavía tengo el pico bien fuerte. Eso sí que no me lo pudo quitar. Las alas y las uñas ya crecerán de nuevo.
Y ahora, perdóname, me tengo que ir a almorzar. No, no necesito que me ayudes a treparme a la percha, puedo sola. Ahí lo tengo, esperándome. Bien crudo, tierno, palpitando casi, como a mi me gusta. Sangrando un poco. Es mi latita de la comida. El último recuerdo de Alberto.



Clara Obligado (Buenos Aires, Argentina, 1950), licenciada en filología por la universidad de Buenos Aires, reside en Madrid desde 1976. Fecha en que tuvo que exiliarse de su país y donde luego ha continuado por elección propia. Además de otros trabajos ligados con la literatura, se dedica desde hace diez años a la organización y coordinación de talleres de creación literaria. Procedente de una familia con tradición literaria, señala su esfuerzo por buscar ¨una expresión femenina y propia en contra de la tradición masculina que me rodeaba¨
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