31 enero, 2012

Elena Garro (México, 1920-1998)

LA CULPA ES DE LOS TLAXCALTECAS



Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blnaco quemado y sucio de tierra de sangre.
— ¡Señora!… —suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiese visto nunca.
— Nachita, dame un cafecito…Tengo frío.
— Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
— ¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha se puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
— ¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
— ¿No estás de acuerdo, Nacha?
— Sí, señora…
— Y soy como ellos, traidora… dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
— ¿ Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad de traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
— Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
— ¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los camiones vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el Lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones, convertidas con piedras irrevocables, como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió, convencida.
— Así eran, señora Laurita.
— Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
— La culpa es de los tlaxcaltecas— le dije.
Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“— ¿Qué te haces? — me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“— ¿Y los otros? — le pregunté.
“— Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la verguenza de mi traición.
“— Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…
— Ya lo sé— me contestó y agachó la cabeza. “Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía verguenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
“Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
— Hace ya tiempo que no me pega el sol —. Bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
“—¿Y mi casa? — le pregunté.
“— Vamos a verla. me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. “Lo perdió en la huida”, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
” — Ya no camino — le dije.
“— Ya llegamos — me contestó —. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos me arrancó mi vestido blanco.
“— Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas — me dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre. y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
“— Sienpre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho — me dijo—. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
” — Somos tú y yo — me dijo sin levantar la vista —. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“— Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo…por eso te andaba buscando. — Se me había olvidado, Nacha. que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor. .. soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
” — Éste es el final del hombre — dije.
“— Así es — contestó con su voz arriba de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me llevaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
“— A la noche vuelvo, espérame… — suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“— Nos falta poco para ser uno — agregó con su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“— ¿Qué pasa? ¿Estás herida? — me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra se había metido en mis cabellos. Desde el otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos,
“—!Estos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.
“Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran, Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!” La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del Presidente López Mateos.
“— Ya sabes lo que ese nombre no se le cae de la boca — había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor Presidente y de sus visitas oficiales.
— ¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esta noche! — comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
— Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.”
“— Tienes un marido turbio y confuso — me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando un café se levantó a poner un twist.
“— Para que se animen — nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
“Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a…” y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran el cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: “¿En qué piensas? Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! — dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
— Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme? ” Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina por su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo. “¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeran nuestros gritos por algo sería!” Pero, qué esperanzas. Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
“— Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
“—No oímos nada… — dijo el señor asombrado.
“—¡Es él…! gritó la tonta de la señora.
“— ¿Quién es él…? — preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
“— El indio… el indio que nos siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México…
Así supo Josefina lo del indio y se lo contó a Nachita.
“—¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! gritó el señor. Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
“— Está herido… — dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
“— Era un indio, señor — dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
“— ¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y oyó Josefina.
— Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota — dijo Laura con desdén.
— Muy cierto — afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el poso negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café caliente.
— Bébase su café, señora — dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
— Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!” ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos.
“— Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto. Dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.
— Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo tenía ganas de llorar? En ese momento me acordé cuando un hombre y una mujer se aman y no tiene hijos y están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primer marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿adónde?”. Más tarde, cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al café de Tacuba!” Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.
” — ¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! — le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
— En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero. “¿Qué le sirvo?”. Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”, mi primo y yo comíamos cocos desde chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y no habitaré la alcoba más preciosa de su pecho.” Así me decía mientras comí la cocada.
“— ¿Qué horas son? — le pregunté al camarero.
” — Las doce, señorita.
” A la una llega Pablo”, me dije, “si le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puede esperar todavía un rato.” Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un poco brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
” —¿Qué haces? — me preguntó con su voz profunda.
” — Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
” — No tenías miedo de estar aquí solita?
“Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
” — No mires — me dijo.
“Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
“— ¡Sácame de aquí! — le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
” — Éste es el final del hombre — le dije con los ojos bajo su mano.
” — ¡No lo veas!
“Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
“— Duerme conmigo… — me dijo en voz muy baja.
“— ¿Me viste anoche? — le pegunté.
“— Te vi…
“Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos se levantó y agarró su escudo.
“Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas… Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.
“Señorita ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.
“— ¡Insolente! ¡Déjame tranquila!
“Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué..
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
“— ¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
“¿Dónde anduvo, señora?
“— Fui al café de Tacuba.
— Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía “Últimas Noticias”. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que le siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los Estados Unidos de Michoacán y Guanajuato.”
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada.” Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
“— ¡Laura! — gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.
“— ¡Alma de mi alma! — sollozó el señor.
La señora Laurita pereció enternecida unos segundos.
“— ¡Señor! — gritó Josefina —. El vestido de la señora está bien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
“— Es verdad…también las suelas de sus zapatos están ardidas. — Mi amor, ¿qué pasó? ¿dónde estuviste?
“— En el café de Tacuba — contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
“— Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
“— Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
“—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?…¿Por qué traes el vestido quemado?
“— ¿Quemado? Si él lo apagó… — dejó escapar la señora Laura.
“— ¿Él…¿el indio asqueroso? — Pablo la volvió a zarandear con ira.
“Me lo encontré a la salida del café de Tacuba… — sollozó la señora muerta de miedo.
“— ¡Nunca pensé que fueras tan baja! — dijo el señor y la aventó sobre la cama.
” — Dinos quién es — preguntó la suegra suavizando la voz. — ¿Verdad, Nachita que no podía decirles que era mi marido? — preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama había opinado:
“— ¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
— Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana — anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
“— ¡Pobrecito!…¡pobrecito!… — dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
— Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? — preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
— Sí, señora… — Y Nachita, nerviosa escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara acongojada de su madre.
— Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
“— ¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlan — agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laura se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
“— ¡Se escapó la loca! — gritó con voz estentórea al entrar a la casa. — Fíjate Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona, Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió en el automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr el sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
“— ¿Qué te haces? — me dijo.
Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
“— Te estaba esperando — contesté.
“— Ya va a llegar el último día…
Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de verguenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.
“— Vamos a la salida de Tacuba…Hay muchas traiciones… gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas desplazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me miró a mí.
— Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
” — Son las criaturas… — me dijo.
” — Éste es el final del hombre — repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
“Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
“— Traidora te conocí y así te quise.
” — Naciste sin suerte — le dije. Me abracé a él —. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
” — El tiempo se está acabando… — suspiró mi marido.
“Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.
“Falta poco para que nos fuéramos juntos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó las ramas y me hizo una cuevita.
” — Aquí me esperas.
“Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a la gente que huía, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a cortar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se acababa el tiempo. Si mi primo no volvía ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. “Cuando llegue y me busque…” No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. “Margarita ya se debe de haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado”… Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita? , los periféricos eran los canales infestados de cadáveres… Por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido.”
Nachita se acomodó en los brazos sobre la falda lila.
— El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación — explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.
— La que está arriba es la señora Margarita — agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró los cristales de la ventana a las rosas borrada por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
— ¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! — dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
— Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde — dijo.
— Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino — comentó Nacha con miedo.
— Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? — preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
— Son más canijos que los tlaxcaltecas — le dijo en voz muy baja. Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro poquito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.
— ¡Señora!… ¡Ya llegó por usted… — le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en un siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con ojos viejísimos, para ver si estaba todo en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
— Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor — dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
— Ya no me hallo en la casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina. — Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.


de  Cuentistas Mexicanas- UNAM- México 


Cuentista, dramaturga y novelista mexicana. La calidad de su obra ha estado esombrecida por sus controvertidas posiciones políticas y su personalidad (fruto para algunos de algún tipo de enfermedad mental no diagnosticada). En su obra rompe con el realismo mexicano imperante y experimenta con el realismo mágico (nada de precursora del mismo como erróneamente indica la wikipedia). Fue esposa de Octavio Paz y esa relación la marcó profundamente.

27 enero, 2012

THIARA MONTESINOS (México, 1965)


POR ESA PUERTA HABRÁN DE VOLVER...

Aquella noche en que la luna brillaba con más esplendor que nunca, había algo mágico en el ambiente; se antojaba estar a solas con el pensamiento saboreando a sorbitos un delicioso café. De pronto, como si lo hubiese invocado, surgió a un costado mío el viejo "Café Poético", frente al cual pasaba yo todos los sábados a mi regreso de misa de siete. Ahí estuvo siempre, solo que yo lo veía sin ver. Estaba cerrado, seguramente para que no se colara el aire helado de diciembre, pero de una hoja de la gruesa puerta colgaba un letrero que decía: "abierto de tales a tales horas". No obstante que la empujé suavemente, ésta se abrió rechinando sus enmohecidas bisagras produciendo un especie de lamento que alteró la quietud del establecimiento. Quedé sorprendida por la decoración rústica que por cierto no me esperaba; sus viejas paredes de adobe sin enjarrar me remontaron a los primeros años de este siglo, o quizá más atrás. Pensé entonces que así debieron ser las hosterías y los mesones de pasados siglos, iluminados apenas por la luz ambarina de las bombillas; con pisos de piedra y paredes desnudas de pintura. Además, una serie de retratos de diversos personajes desconocidos para mí, cubrían los muros de este lugar tan acogedor en el que se rendía un merecido culto a los grandes de la poesía. Por ello su nombre: "Café Poético".

Me acomodé en una de las mesas cercanas a la chimenea donde agonizaba la llama de dos solitarios leños. Una vez que me sirvieron la ansiada taza de café, suspiré profundamente, y más que eso, aspiré el incomparable aroma de ayeres místicos vestidos de prosa y poesía. Y sin saber por qué, de pronto me sentí en mi medio, aunque yo de esas cosas no sabía ni jota. Luego de dar el primer sorbo cerré los ojos por unos segundos paladeando aquel saborcillo entre amargo y dulce cuando una voz pausada y suave me sacó de mi embeleso diciéndome muy quedo, casi como en un susurro:

—Hace tanto frío allá afuera —y se sentó. Así nomás, sin preguntar. El rostro se le iluminó con un tenue matiz de nácar, casi transparente. Aprisionaban sus manos una rosa blanca y vestía hábitos de largos y finos pliegues. Me pregunté qué estaría haciendo una religiosa en este lugar y concluí que seguramente buscaba algún donativo. Sus blancas manos se movieron con parsimoniosa elegancia, cual gaviotas al vuelo, en tanto que la rosa cautiva caía al piso como el alma cuando escapa del cuerpo. La religiosa abrió su boca para referirse a la rosa con estas palabras:



«El que da moral censura a una rosa,

y en ella a sus semejantes

rosa divina que gentil cultura

eres, con tu fragante sutileza,

magisterio purpúreo en la belleza,

enseñanza nevada a la hermosura.»



Yo, como idiotizada, le miraba sin acertar a decir nada, sin despegar mi vista de sus labios mientras ella seguía hablando.



«amago de la humana arquitectura,

ejemplo de la vana gentileza,

en cuyo ser unió la naturaleza

la cuna alegre y triste sepultura»



Continué escuchándola sin pensar en otra cosa, pues todo mi entendimiento se había centrado en ella. Mas de pronto, sus dulces palabras fueron interrumpidas por un caballero de gallarda apostura y caminar altivo. Llevaba en los ojos de penetrante mirar un destello de nostalgia, y el pelo ligeramente alborotado. De más está decir la impresión que me causaron sus ropas: cuello blanco y almidonado rematando en un moño, y sobre el jubón de raso, una chaquetilla negra. Fatigado, como quien ha recorrido en una noche todos los caminos, apartó una silla y se dejó caer pesadamente.

—¿Quién sois y de dónde venís? —preguntó la religiosa.



«Yo soy el rayo, la dulce brisa

lágrima ardiente fresca sonrisa,

flor peregrina, rama tronchada;

yo soy quien vibra, flecha acerada.

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero

de los senderos busca

las huellas de unos pies ensangrentados

sobre la roca dura;

los despojos de un alma hecha jirones

en las zarzas agudas,

te dirán el camino

que conduce a mi cuna. »





Al oirle hablar de ese modo, se apoderó de mí una profunda sensación de involuntaria tristeza, y pensé que lo mismo debió ocurrirle a los demás porque al volver la vista hacia la mesa adyacente, advertí que una mujer y dos hombres habían suspendido su charla, atentos a las apasionadas palabras del recién llegado. La mujer lucía, con discreta elegancia, un vestido negro; uno de los hombres era delgado y cubría su espalda con una capa de lana gris, el otro llevaba una boina. Luego de lanzarse entre ellos algunas miradas de entendimiento, abandonaron la mesa y se aproximaron a la nuestra.

—¿Hay lugar para tres? —preguntó gentilmente uno de ellos, al tiempo que hacía una inclinación de cabeza, buscando el consentimiento para hacer ronda. Mis recientes acompañantes asintieron y los otros tomaron asiento de inmediato; no así la mujer, que se inclinó para recoger la rosa y se la acercó a los labios diciendo:



«Te llamas rosa y yo esperanza;

pero tu nombre olvidarás,

porque seremos una danza

en la colina y nada más. »





Intervino entonces el hombre de la boina.



«Pequeña rosa, rosa pequeña

a veces,

diminuta y desnuda

parece

que en una mano mía

cabes,

que así voy a cerrarte y a llevarte a mi boca... »



Como si se tratase de una comedia, lo secundó la religiosa.



«¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,

soberbia, el riesgo de morir desdeñas,

y luego desmayada y encogida

de tu caduco ser das mustias señas,

con que con docta y necia vida,

viviendo engañas, y muriendo enseñas! »



—Permitidme la interrupción, señores, para hacer las debidas presentaciones —dijo solemnemente uno de los personajes.

—No hace falta —se apresuró a decir con vehemencia el apuesto joven de mirada taciturna.



«¡Yo no sé si ese mundo de visiones

vive fuera o va dentro de nosotros;

pero sé que conozco a muchas gentes

a quienes no conozco! »



—Cierto es, os conozco ya, como vosotros me conocéis a mí, pero hablemos de otras cosas, amigos míos —repuso el hombre de la boina—. Hablemos del amor, que esta noche es propicia para ello.



« Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque este sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo escribo.»



Bajó la cabeza muy emocionado, en tanto que la atmósfera envolvía en vaga oscuridad sus lánguidos suspiros.

—Mi pesar es diferente —exclamó la dama y continuó.



«Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;

miro crecer la niebla como el agonizante,

y no por enloquecer encuentro los instantes

porque la "noche larga" ahora tan solo empieza.»





Con cierta ternura, agregó el hombre de la boina, tomándole una mano.



«Ah, silenciosa,

he aquí la soledad de donde estás ausente,

llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.»





Ella prosiguió al punto, como si no le hubiese escuchado y sin reparar en la mano que oprimía la suya.



«Me han traído a países sin río,

tierras-agar, tierras sin agua.

Quiero volver a tierras niñas;

Llevadme a un blando país de aguas.»



¿A qué se referían? No lo sé, pero no me detuve a analizarlo, simplemente memoricé sus palabras y quedé atenta escuchando al hombre de la boina.



«Te recuerdo como eras en el último otoño,

eras la boina gris y el corazón en calma.

En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo

y las hojas caían en el agua de tu alma.»



—Triste es la vida en ocasiones. Padecemos unos por una cosa, y otros por otra —exclamó el joven.



«¡Ay! A veces me acuerdo suspirando

del antiguo sufrir...

Amargo es el dolor; pero siquiera

¡padecer es vivir! »



—Sabed, señores —continuó diciendo—, que el costal que traigo en hombros no es más ligero que el vuestro. Escuchadme.



«Una mujer me ha envenenado el alma;

otra mujer me ha envenenado el cuerpo;

ninguna de las dos vino a buscarme;

yo, de ninguna de las dos me quejo.

Como el mundo es redondo, el mundo rueda...

Si mañana, rodando este veneno

envenena a su vez ¿por qué acusarme?

¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron? »



—¿Y vos, querido amigo, no diréis nada esta noche? —preguntó la religiosa al personaje envuelto en la capa, quien permanecía mirando nostálgico hacia el viejo portón de madera.

Luego de sonreirle con ironía, inclinó la cabeza señalando —la conocí una risueña mañana de abril.



«Pasó con su madre, qué rara belleza,

qué rubios cabellos de trigo garzul;

qué ritmo en el paso, que innata realeza,

qué cuerpo, qué porte, bajo el fino tul.

¡Síguela! Gritaron cuerpo y alma a la par,

pero tuve miedo de amar con locura,

de abrir mis heridas que suelen sangrar... »



—Llevo siglos esperándole —agregó sin voltear a vernos mientras recargaba la cabeza entre las manos.



«Por esa puerta huyó, diciendo: ¡Nunca!

Por esa puerta ha de volver un día...

Al cerrar esa puerta, dejó trunca

La hebra de oro de la esperanza mía.»



Así, en lo más animado de la conversación, dejó en suspenso un nombre, quizá el de la mujer amada.

Sinceramente conmovida miré aquellos rostros cuyas expresiones denotaban profundos sentimientos impregnados de melancolía. Al parecer, mi presencia no se había hecho notar en ningún momento, pero estaba allí como fuera de mi propio mundo sin poder forjarme un juicio real del cuadro que se ofrecía a mis ojos; y lo que es peor, con enormes deseos de intervenir, ¿pero qué iba a decirles? Intenté abrir la boca pero mi garganta no logró emitir sonido alguno, por lo que opté por continuar enmudecida hasta que la agradable y extraña velada llegara a su fin. ¿Quiénes eran? Tenía solo una ligera idea respecto de la religiosa aunque me resultara increíble; pero los demás.... Si había escuchado algo sobre ellos no lo recordé en esos momentos porque mi cerebro se hallaba totalmente bloqueado. Sin embargo, todo lo que ahí se dijo no se me borraría jamás de la mente; lo llevaría por siempre como un recuerdo de aquella noche inolvidable.

Llegó un momento en que, a pesar del frío de la noche, sentí la necesidad de refrescar mi rostro que sudaba copiosamente, tal vez por la cercanía del fuego. Así que abandoné la mesa sin que ellos repararan en mis movimientos y me dirigí al sanitario. Una vez ahí, consulté mi reloj de pulso: ¡Imposible, —pensé— no pueden ser las ocho! Qué contrariedad, se había detenido de nuevo.

Sin darle mayor importancia, salí del sanitario dispuesta a pasar un rato más al lado de mis sorprendentes desconocidos, y lo primero que vi en la parte superior de la chimenea, fue un viejo reloj de madera empotrado en la pared. Pues sí, eran las ocho. Seguían siendo las ocho en aquel reloj en el que, minutos u horas antes, no reparé. Pero eso no era todo, mi inquietud comenzó cuando me di cuenta de que la mesa que compartí con esos personajes, o que ellos compartieron conmigo, estaba solitaria y sin indicios de haber sostenido su presencia fugaz. Interrogué a la chica que, según yo, hacía unas horas me había servido el café, quien esbozando una sonrisilla burlona que me molestó, me dijo cruzada de brazos.

—Se equivoca. Usted acaba de llegar hace unos minutos y hasta el momento, nadie más que usted ha ocupado esta mesa.

¡No puede ser! —me dije— ¿Era mi imaginación, o realmente se estaba burlando de mí? En ese instante no lo supe, como tampoco supe si tenía yo aspecto de imbécil cuando le hice la pregunta.

—Totalmente confundida, salí de ahí con dirección a mi casa. En mi cerebro bailaban desordenadamente todas y cada una de las frases pronunciadas por mis desconocidos acompañantes.



"...Puedo escribir los versos más tristes esta noche...

"...Pasó con su madre, qué rara belleza..."



Eran las ocho con treinta minutos cuando llegué a casa y yo seguía preguntándome dónde había escuchado esa especie de ritual versificado y qué había sido de las horas de la velada. ¿Adónde se habían ido? Estaba sola y lo único que tenía que hacer era investigar, pero ¿dónde? ¿cómo? ¡Ah, sí! Recordé la tía solterona que murió hace dos años, y mi madre aún guardaba su viejo baúl que seguramente debía contener libros de poesía, porque a ella eso le gustaba mucho. No lo pensé más, fui a buscarlo enseguida. Lo abrí con cierta prisa y mi búsqueda no fue en vano porque encontré varios volúmenes que se desgajaban en amarillentas páginas repletas de versos. Fatigada y somnolienta, localicé el primero: "Una mujer me ha envenenado el alma..." Bécquer. No podía ser otro que el joven de melena ensortijada. Al rato, "Puedo escribir los versos más tristes..." Neruda. Claro, se trataba del hombre de la boina. Sentí como se me iba erizando el pelo a medida que leía aquellos pensamientos.

Descubrí entonces, gracias a las ilustraciones, no sé si con temor o con incredulidad, que aquellos que tejieron animadas pláticas en mi presencia esa noche, y me refiero a ellos solamente porque yo no intervine para nada en su charla, eran nada menos que algunos de los gigantes de la poesía universal. Pablo Neruda, Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral, Amado Nervo, y por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz. ¡Distintas épocas reunidas en un solo momento!

Pasé de la sorpresa al miedo y de la alegría al llanto, y un ligero cosquilleo recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies; no podía creer que una neófita como yo, una inculta y todo lo demás, hubiese merecido la gloria de compartir aquellas maravillosas horas —porque estoy segura de que fueron horas, aunque el reloj tercamente indicara lo contrario— con seres de tan exquisita sensibilidad que descendieron de su majestuoso pedestal para regalarme el don de su presencia.

Tal vez algún día logre descubrir qué extraños lazos me unieron aquella noche a ese pasado tan lejano y esplendoroso donde quizás el alma se identificaba con la poesía, y la poesía misma transportaba a los más altos peldaños de la fantasía y el éxtasis; un ayer que navegó en las misteriosas aguas del sentir poético de otros seres que, ya desde que pisaron la tierra, debieron ser delicadamente etéreos.

Lo cierto es que desde entonces, todos los sábados al regresar de misa de siete, acudo al mismo lugar y pido una taza de café, una sola, en la misma mesa que cobijó la esencia de su espiritualidad, en espera de que una de tantas noches, cálidas o frías, con luna o sin ella, se produzca la esplendorosa visión de los que envolvieron de magia mi soledad y los vea aparecer por esa puerta; porque presiento que... "por esa puerta habrán de volver un día".



A mi querido maestro, Roberto Villa, por haberme guiado
hacia el rincón de las palabras...

Este relato forma parte de la novela inédita "Embrujo de Abril".

24 enero, 2012

CATE CAPRILES (Venezuela)

LA CASA INOLVIDABLE


Hace rato que comparto mi vida en un lugar que me brinda muchas satisfacciones. En este lugar cohabitamos varias personas: Un ciego maravilloso —que no siempre lo fue—. Un sordo inigualable, el cual tampoco nació sordo. Un mutilado apasionado que en un arranque de exacerbación emocional, se cortó una oreja y un aparente anoréxico que contaba con una poderosa voluntad capaz de movilizar un ejército completo.

Este lugar está dispuesto hacia el levante y nos brinda al amanecer, iniciativas diversas, las cuales nos permite disfrutar de largas conversaciones enriquecedoras. En las acogedoras butacas siempre se pueden observar las cálidas huellas de quienes, con el mejor de los ánimos, comparten conmigo sus conocimientos sin egoísmo.

Como dije antes, llevamos una vida en la que participamos de interesantes momentos. A mí, porque puedo encontrarlos en cualquier instante y siempre están. A ellos, por que les gusta ser encontrados y siempre ofrecen alguna sorpresa inesperada. Jamás pierdo la ilusión de compartir sus vidas, a la hora que se me antoje, siempre están dispuestos.

Cuando busco al compañero ciego, me hace reír con su humor preñado de ironía y su deseo de enredarme con sus conjeturas llenas de la más pura ficción. Como en aquel momento cuando lo acompañé en su aventura por Tlön. Me decía con una seguridad absoluta: "Los metafísicos de este país no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica." Que gran cuestionador es este compañero, dígame cuando trató de convencerme de que en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de los objetos perdidos era una cosa común y corriente, me decía con absoluta convicción que si dos personas perdían un lápiz, la primera que lo encontraba se quedaba callada pero la segunda no se inquietaba porque encontraba un segundo lápiz. Realmente me maravillaba que tal cosa pudiera ocurrir, cuando mi candidez estaba por aceptar tal cosa, descubría una sonrisa disimulada bajos sus párpados ligeramente entornados. Así es él y me encanta su estilo.

Mi otro amigo, sordo, me hace pasar ratos de verdadera expansión espiritual, a veces me cuenta como aún siendo joven, le tocó en suerte aparecer en un mundo político ajustado a lo que él siempre había entendido como debía ser, para desarrollar su actividad profesional. Fue el primero, me decía, que tuvo conciencia de su misión artística. Por ello, como espíritu creador que era, exigió que le tratasen como a un señor poderoso, su arte, me decía, así lo reclamaba. Ya habían pasado los días en que si no estaba protegido por un señor real, su misión más que difícil era imposible. Siempre le agradecía al gran Napoleón tal cosa. Esta convencido que un creador genial es un elegido. Sonaba a petulancia para oídos que no lo conocieran lo suficiente, pero tal cosa no es cierta, continuaba: "Seguí mi camino, sin preocuparme de tener un cargo y unos ingresos seguros como la mayoría de mis colegas. Me dediqué solamente a obtener lo que yo consideraba merecía mi profesión" En este aspecto era un revolucionario. Yo lo comprendía bien. La libertad o independencia con respecto a los otros congéneres es una bandera que me encanta ondear. Por esta razón, nos entendíamos siempre. Recuerdo el día que me comentó que llevaba un pesar escondido. Muy pronto comenzó a sentir molestias en los oídos, que para él era una verdadera tragedia, fue perdiendo paulatinamente la audición, desencadenando su mal humor que lo apartaba del mundo social, al guardar para sí tragedia tan inoportuna.

Me cuenta, que llegó a implementar un medio para oír su música: con un papel hacía una especie de embudo que acercaba al piano para percibir las vibraciones sonoras, hasta que llegó el momento, en que ni esto podía satisfacerlo. Entonces, decidió usar su memoria y es aquí cuando me regala una bella sinfonía, (él las llevaba numeradas) y ésta en particular, la sexta, estaba llena de sonidos de la naturaleza. Realmente, me dije, puedo vivir con su presencia siempre.

Cuando no hablaba con mis compañeros anteriores, me encontraba con mi amigo el mutilado, quien con su emocionalidad de siempre, me llevaba a ver su último trabajo. Me contagiaba su entusiasmo por aquellos colores tan brillantes, donde un amarillo reverberante, permitía comprender su alegría al dar por terminado aquél trabajo. Pero, claro, esa alegría no le duraba mucho. Su intensa vida espiritual lo llevaba a cambios de humor constante. Su hermano, a quien le escribía infinitas cartas, era el único que lograba llevarle un poco de tranquilidad. A veces, se enfrascaba en discusiones con otros colegas que parecían no tener fin. ¿Cómo era posible que no le entendieran su perspectiva cuando la plasmaba? "Te apuesto una oreja que yo tengo razón", le decía a uno de sus confrontadores y el otro riéndose se marchaba dejándolo lleno de una ira incontrolable. Nunca le perdonó que se fuera a vivir a una isla del Pacífico. Para calmarlo en esos momentos de arrebato, le mostraba un libro donde aparecían sus más hermosos girasoles y una sonrisa le iluminaba el rostro, interesado nos quedábamos viendo otras reproducciones y así nos pasaban las horas de verdadero placer.

Cuando en ocasiones me siento impaciente, viene en mi auxilio ese ser tan especial, que casi se me parece al santo Job, pero de esta época. Su figura de aspecto anoréxico y de estatura pequeña no demostraba la fuerza interior de que era capaz. Con una voz suave, siempre logra calmar mi inquietud. Vivió muchos años con los ingleses, a quienes llegó a conocer muy bien. Condición que le serviría para sus propósitos cuando regresara a su país. Su misión siempre fue la de conciliar a los más arrebatados coterráneos, como abogado que era, utilizaba sus conocimientos sin apasionarse, elaboró su ejemplar doctrina de la acción no violenta, primero, para defender a sus compatriotas del racismo imperante y segundo, demostrarles que sí se podían obtener buenos resultados en cualquier contienda. Cuando le decía que siempre me había parecido mágico su lugar de origen, me respondía con una sonrisa llena de compresión, que de mágico no había nada, sólo recursos místicos para sobrellevar una vida muy compleja, pero agradecía que me sintiera atraída por su país. Al terminar nuestra conversación, me dejaba con mejor ánimo para continuar mi vida. Al fin había encontrado un hogar a mi medida. No me fallaban nunca mis compañeros y cuando nos visitan otros amigos, mi mundo se convertía en una casa inolvidable.

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20 enero, 2012

ROCÍO TAME( México, )


LA PÉRDIDA


Cuando me desvestí para bañarme, no lo podía creer. Algo me faltaba y mis nervios se tensaron en una inquietud intermitente que desde entonces supe no me dejaría en paz hasta descubrir la causa de tan súbita e incomprensible carencia.

En un arranque obsesivo y morboso comencé a recorrer con paciencia las partes de mi cuerpo: cinco dedos en cada mano y en cada pie, dos ojos, una nariz, piernas, brazos. Me miré ante el espejo: senos, pubis, todo en su lugar. Sin embargo, aún la sensación de pérdida me agobiaba. Entonces me fijé con más detalle, repasando meticulosamente cada centímetro de mi piel y... por fin lo descubrí, mi vientre estaba más liso que de costumbre. El hoyito reluciente y coqueto se había borrado sin dejar huella. ¿¡Qué pasaría con mi ombligo!? exclamé con trabajo, a media voz. ¡Mi ombligo! ¡Mi ombligo! ¡No puede ser! ¿cómo voy a vivir así?

Perdí el hambre, el sueño huyó de mi almohada. Mi querido ombligo había desaparecido lo cual significaba un insalvable problema pues llevaba dos meses trabajando como bailarina en un centro nocturno y, por supuesto, la danza del vientre era la principal atracción. ¡Qué iba a ser! No quise hablar del asunto con nadie. En el trabajo me reporté enferma de neumonía y conseguí, con escabrosas artimañas, una receta médica que una amiga doctora, a la cual no veía hace tiempo, después de pensarlo mucho se decidió a darme con algo de extrañeza y mucha desconfianza. Era desesperante, pero mi ombligo no debía andar lejos, de seguro en algún rincón de mi propia casa.

Busqué afanosamente, en los huequitos más recónditos, en los cajones más inaccesibles, en los resquicios olvidados, hasta que perdí la fe. Sólo faltaban dos días para que se venciera la incapacidad. Pronto debía idear algo y lo mejor que pensé fue pintarme uno, lo más parecido que se pudiera al original. Necesitaba un modelo y ahí empezó el obstáculo. Soslayando las miradas burlonas y llenas de sospechas de la voceadora, las cuales me colocaron por un instante en el centro de una desamparada intemporalidad que le brindaron la satisfacción de instalarse, un par de segundos, por encima de mí, compré varias revistas Play boy, y una Play girl, pero me decepcioné al comprobar que en todas ellas los ombligos eran lo que menos destacaban. No tenía otro remedio que realizar un viaje relámpago a la playa y, sin titubear, me fui a Acapulco en el primer vuelo que pude conseguir. Muchos ombligos pasaban a mi lado, pero tan fugaces que no alcanzaba a captar ninguno con detalle. Hasta que vislumbré a un grupo de muchachas que tomaban el sol con ese abandono hedonista propio de la ficticia despreocupación que otorga el contacto con el mar, donde el tiempo parece suspendido en un suave viento que descansa apaciblemente sobre las olas. Me acerqué con la mayor naturalidad posible y me tendí muy cerca de ellas, aparentando incontenibles deseos de que la mano del sol acariciara sin prisas los contornos de mi piel y, con el mayor disimulo, observé los ombligos mientras mi mano se deslizaba con suavidad sobre un trozo de cartulina. Hice varios bocetos y después escogí el mejor que perfeccioné con esa habilidad innata que desde niña mis padres me habían descubierto para el dibujo y que, por desgracia, por falta de voluntad y disciplina, nunca llegué a desarrollar.

Regresé de inmediato a la ciudad. No me fue difícil trasladar la figura a mi abdomen, pero... se veía tan artificial. Sin embargo, desde una distancia prudente nadie notaría la farsa, pues en lo que la gente menos se fija es precisamente en el ombligo. Me presenté a trabajar y, en apariencia, todo transcurrió dentro de los parámetros normales, hasta que un día advertí que Gladis, una de mis compañeras más punzantes y destructivas, poseedora de una implacable e insaciable envidia y un velado complejo de inferioridad que sin excepciones inyectaba su ponzoña al menor estímulo, se fijaba en mi vientre con insistencia. Yo me hacía la desentendida y empezaba a moverme con cualquier pretexto, para no darle ocasión de comprobar su sospecha, pero no podía estarme cuidando de ella a cada minuto y, de pronto, se desató el rumor: mi ombligo era postizo. Todas las chicas me empezaron a mirar con mezcla de burla y desconfianza. Perdí mi tranquilidad y lo incómodo de mi situación alentaba síntomas de abatimiento.

No podía estar a gusto y me volví insegura. Sudaba en los momentos preescénicos cuando las bailarinas esperábamos nuestro turno en los pasillos. Me tapaba el ombligo con cualquier excusa y no puedo explicar mi desolación, mi vergüenza, cuando mis compañeras me sujetaron, entre todas, cerca del camerino, y me metieron a empujones para observar de cerca mi vientre que ya me resultó imposible esconder. Gladis blandió una lámpara de mano que traía lista para sus malintencionados propósitos. Me vaciaron aceite de bebé, alcohol, hasta que mi ombligo se borró ante sus ojos primero atónitos y después sarcásticos. Me defendí alegando justificadamente que los senos de Olivia eran de silicón, las nalgas de Patricia y Emma viles y vulgares implantes, y que Gladis estaba reconstruida por completo y junto a tales horrores el pobre dibujo sobre mi cintura resultaba trivial. No se dieron por aludidas, como si sus postizas modificaciones corporales estuviesen dentro de lo normal, y mi carencia de ombligo fuera algo infrahumano.

Me deprimí tanto que otra vez tuve que reportarme enferma. Un llanto convulsivo me apresó por siete días y siete noches, después de los cuales me sentí recuperada y aquella pérdida empezaba a perder importancia. Abandoné ese trabajo, pues ahora me daba cuenta que no me satisfacía, y decidí buscar un empleo más acorde con mi personalidad.

Un día mi hermana me telefoneó; el sábado por la tarde habría reunión familiar y mi asistencia era importante. Fue un descanso reunirme con los que en verdad quiero y olvidarme de aquella mala experiencia que desde entonces ya no quise recordar. Al principio éramos una mezcla confusa que sin distinción intercambiaba impresiones y comentarios. Pero después de un par de horas, los grupos se disociaron conforme a intereses propios de cada sexo y edad. Las mujeres hablábamos de alimentación, cocina, hombres. Ellos chanceaban y bebían cervezas en el jardín, y los niños jugaban a las canicas.

Cuando salí por una cerveza observé a los niños. Echaban las bolitas en un hoyito bien hecho sobre un trozo de tierra despejada de césped. Los contemplé por un rato, tomando mi cerveza, mientras ese hoyito se me iba haciendo cada vez más familiar. Sí, ese agujerito era mi ombligo, ¡mi ombligo! ¿qué estaba haciendo ahí? Lo reclamé ante el azoro de todos, recriminando a mi sobrino Pepe, con verdadera alteración, que lo hubiera tomado sin mi permiso; pues de pronto recordé que él y su mamá me habían visitado la víspera de su desaparición. Me lo encontré en el baño, tía, me contestó mortificado y resentido, me pareció perfecto para jugar a las canicas. Nunca imaginé que... No le permití concluir. Recogí mi ombligo, lo eché a la bolsa, y me despedí de todos cuya expresión había virado hacia signos inequívocos de incredulidad y sorpresa. Una tía me acompañó a la puerta, celebraba mi sentido del humor. Abordé mi auto y, antes de arrancar, salió mi parentela para desearme buena suerte.

Nació en la ciudad de México. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y danza en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en escuelas particulares. Tomó talleres de creación poética con Óscar Wong, y de cuento con Edmundo Valadez y Beatriz Espejo.
Impartió clases de español y literatura. Trabajó como correctora de estilo y láser en el Readers Digest. Bailó en el grupo de danza contemporánea Andamio, con Palillo y en el circo Atayde. Colaboró un año en la Sección cultural del Sol de México. Ha publicado cuento en la revista Punto de partida, y poesía en las revistas Alforja, Cantera verde y Tropo a la uña. Recientemente publicó su poemario Plumaje del viento. Editorial La Tinta del Alcatraz. Tiene un sitio en internet de literatura y galería de arte: Cajón de letras. Hasta la fecha la mayoría de su obra permanece inédita.

Inés Legarreta(Argentina)




PRINCIPIANTES, INTERMEDIOS Y AVANZADOS

Cuando la mujer llegó al descanso se enfrentó con un muchacho que bajaba saltando los escalones de a dos, creyó que la iba a llevar por delante pero él la sorteó con un mínimo y preciso movimiento del cuerpo; desde atrás, la camisa que llevaba desprendida se inflaba ligeramente al tiempo que el cuerpo descendía recto: daba la impresión de perfecto equilibrio.
La mujer subió los escalones que faltaban para llegar al primer piso y una vez allí, buscó con la mirada a quién dirigirse. En un rincón del recibimiento, junto a una mesita, una joven hablaba con dos parejas de aspecto extranjero: tenían cámaras digitales y de filmación colgadas de los hombros, zapatos relucientes, y las mujeres, ropa ajustada con la que parecían estar muy cómodas. “¿Quince dólares?”. “No, quince pesos argentinos la clase de dos horas”. La chica cortó un par de tickets y se los extendió sonriendo. “El profesor ya viene, pueden ir pasando al salón”.
El salón era inmenso. Al fondo, había un bar de madera tallada y a los costados del bar, unos gruesos cortinados de terciopelo bordó tapaban la entrada del baño de damas y de caballeros. La pista de baile estaba rodeada por pequeñas mesas cubiertas con manteles de un amarillo desvaído que caían casi hasta el piso. Sobre las paredes laterales colgaban grandes espejos, con la luna manchada en partes, y con marcos dorados a la hoja pero sin brillo. Un mozo, de chaquetilla blanca y pantalón negro descansaba sobre una de las tantas columnas de mármol que se alineaban hasta el fondo del salón. En el techo, la exquisita figura de una mujer de los años veinte era todo lo que restaba de lo que habría sido una serie de vitraux originales ahora recubiertos con paneles de yeso cuyas junturas se superponían en forma irregular.
Una vez que hubo terminado con los turistas, la chica, se dirigió a la mujer. “¿Viene a la milonga o a tomar clases? Porque la milonga empieza más tarde”. “Me gustaría”, dijo la mujer, “aprender a bailar tango, pero nunca bailé, no sé si a mi edad...” “A cualquier edad se puede aprender; no se preocupe. Acá damos clases a principiantes, intermedios y avanzados; no hay problema”. “Pero me parece que hay gente que ya sabe bailar...” Aun sin música, las parejas de extranjeros hacían ochos y sentadas con una destreza admirable, nadie lo hubiera imaginado al verlos hacía instantes, gesticulando y con sombreros tejanos. “Separamos a los principiantes de los que ya están iniciados. Anímese, empezamos con ejercicios simples, todo es cuestión de ganas”, le dijo la chica y agregó “me llamo Fernanda y soy una de las profesoras, no se preocupe”. La mujer se mostró indecisa pero al fin dijo: “Está bien”, pagó la clase y esperó sentada a una de las mesas. Después llegaron dos mujeres de entre treinta y cuarenta años con ropa de gimnasia, una pareja de japoneses y tres chicas muy delgadas, con porte y andar de bailarinas, que empezaron a hacer movimientos de elongación mientras charlaban animadamente entre ellas. Hablaban en francés. Un hombre alto, enjuto, de tez pálida se acercó a saludar a la joven profesora; la chica fue al centro de la pista y golpeó las manos para llamar la atención. Antes, había puesto un CD con música de Di Sarli. La clase comenzaba. Todos la rodearon.

En ese momento se unió al grupo el joven que había esquivado con tanta gracia a la mujer en el rellano de la escalera. Las francesas lo besaron y las parejas que ya habían estado practicando en la pista lo saludaron con efusividad. “Para los que no me conocen, me llamo Marcos”, dijo, “y mi compañera, Fernanda”. Eran pareja de baile desde hacía diez años, daban espectáculos en ese mismo salón los días viernes, habían salido de gira con grandes orquestas, los dos habían estudiado danza pero Fernanda tenía formación clásica y él no. “Yo vengo de la milonga” y tomó la postura canyengue característica. Era simpático. De inmediato, el grupo se separó en dos. Fernanda les dijo al hombre alto y a la mujer que la siguieran, que con ella iban a hacer ejercicios y que Marcos se ocuparía de los intermedios y avanzados. “Vamos a caminar”, dijo, “porque en el tango se camina, los pies nunca se separan del piso”. La mujer se sintió incómoda, intimidada; trataba de imitar el paso pero perdía el equilibrio, el pie no se deslizaba con suavidad, las piernas le pesaban y hacían que se bamboleara como si nunca hubiera caminado en su vida; al hombre le pasaba algo parecido. Pero Fernanda también era simpática. Y paciente. A lo largo de las dos horas corrigió una y otra vez la postura, marcó los defectos, les enseñó el paso básico. Uno, dos abro, tres, cuatro y cinco, cruzo; seis, siete, ocho; vuelvo a cerrar. Dos por cuatro. La baldosa. En el tango la mujer sigue al hombre. En el tango el hombre marca; hay que saber reconocer la marca del hombre. Ella, al principio, se había puesto nerviosa pero ahora se reía, le parecía increíble ser tan torpe, tan pesada, tan sin gracia. Por momentos, no entendía lo que la profesora trataba de explicarle, era como si le hablaran en un idioma totalmente desconocido. No importa, decía Fernanda, hay que tener paciencia y practicar mucho. Cuando la mujer salió del local, estaba contenta. Sabía que había hecho el ridículo y que era probable que al día siguiente no se acordara lo que le habían enseñado pero se sentía bien. Y eso estaba bien. Muy bien, pensó.

El primer mes fue a clases sólo un día por semana y se reía de nervios todo el tiempo. No faltaba aunque el resultado era desalentador y frustrante. Decidió entonces aumentar la cantidad de horas de práctica para tratar de ponerse a tono con los demás. Fernanda la retaba, no era posible que no se acordara que en el cinco la mujer cruzaba. “La mujer cruza en el cinco, grabátelo en la cabeza”. Los hombres se quedaban esperando pero ella no cruzaba y había que empezar de nuevo. Se olvidaba. No aprendía. Estaba vieja. Gorda y vieja. Ahora más que nunca lo sentía en el cuerpo y lo veía en los espejos del salón: una mujer sin cintura, ancha de caderas, de abdomen y pechos prominentes y piernas cortas aunque usara tacos altos para disimular. Prefería no mirarse, hacía lo contrario de todos los bailarines que no dejaban de mirarse en los espejos ni cuando descansaban. El hombre alto y pálido que había empezado el mismo día que ella había abandonado pronto, era peor que ella, nunca pegaba un paso; ella, en cambio, tenía oído, le faltaba equilibrio, el físico no la ayudaba, no reconocía las marcas, no se acordaba de las secuencias, le faltaba entender el tango pero tenía oído, eso le había dicho Marcos, la vez que le había indicado un ejercicio de ritmo tomándola de la mano. “Al menos, tenés oído”. A ella le había sonado como una lisonja que Marcos le dijera eso. Y por eso seguía esforzándose aunque después del tercer mes de clases ya no le causaba gracia sino vergüenza su poca habilidad, entre otras cosas, porque ahora se daba cuenta de que la mayoría de las parejas bailaban desde hacía años y los enrosques, los adornos, los boleos eran demasiado complicados para quien no estuviera entrenado. Se sentía disminuida. En contadas ocasiones Marcos le había dedicado alguna observación o la había tomado de los hombros para corregirle la postura o decirle que se relajara; él casi siempre se dedicaba a los que venían a perfeccionarse, era increíble la agilidad y la elegancia que tenía para moverse y con Fernanda formaban una pareja que realmente daba placer mirar. Además, estaban las chicas jóvenes, con cuerpos esbeltos, de piernas duras, de cuellos largos y caras frescas que hacían los pasos y las secuencias como si estuvieran en un escenario. Y volvían a repetir la figura y les salía mejor. Y ella, desde la barra, haciendo interminables pivotes y ochos, ochos para atrás, ochos para adelante y pivotes. Sola. Hasta que Marcos o Fernanda, por lo general en los últimos minutos de la clase, se acordaban de ella y decían “cambio de pareja” y alguno, casi siempre, el último en incorporarse al grupo, le hacía el favor de sacarla a bailar.

Pero una tarde, quizás porque había pocos alumnos, Marcos, después de mostrar una secuencia, giró hacia la mujer tendiéndole la mano y le dijo: “Bueno, hoy voy a saber si me tengo que jubilar como profesor”. Ella no supo si se estaba burlando o era su manera de animarla a bailar. Lo cierto es que, aunque nerviosa la mujer enlazó su mano con la de Marcos y caminaron hasta el centro de la pista. En esos escasos segundos sintieron algo extraño: las manos encajaban perfectas una dentro de la otra, y la piel parecía continuarse, no había en el contacto nada que lo interrumpiera, nada que no fuera una misma suavidad. Él la rodeó con el abrazo. Casi no fue necesario que susurrara: “vamos”. Bailaron un tango completo. Marcos, no se molestaba por la inseguridad en los pasos y las continuas equivocaciones; cuando ella se perdía, detenía el movimiento, dejaba que el tango los envolviera, bailaba sin moverse del lugar, le marcaba los compases mientras la mantenía abrazada, firme, y después, con un ligero envión le indicaba qué hacer, “soy yo el que te llevo, caminá conmigo” y a ella no le importó verse en los espejos que los reflejaban, “ahora la pierna más larga, no te apurés, despacio, despacio que no estoy marcando nada, bien, muy bien, escuchá la música, seguí la música, seguime a mí”, y así, a medida que la música fluía y ella reconocía la presión de las manos y la intención del cuerpo él dejó de darle indicaciones y la condujo hasta el final sin que el abrazo se deshiciera: eran una pareja sin estridencias recorriendo en círculos la pista como en la milonga. Cuando sonó el último compás se miraron a los ojos. Con ella de la mano Marcos se acercó a una pareja de alemanes para corregirles el salto que ensayaban; el hombre debía ayudar con el muslo a la mujer para que el salto tomara altura y fuerza. “Así está mejor, pero falta esto”, mostró una secuencia y sin que ella pudiera adivinar lo que haría la impulsó y la hizo volar por el aire para retenerla después, con seguridad, frente a él. El aplauso surgió espontáneo del grupo y el alemán dijo “maestro” pronunciando con énfasis y dificultad la palabra. Fernanda, que los había mirado como una espectadora más, se apresuró a felicitarla, “viste que podés”, “sí”, le contestó la mujer, “con Marcos cualquiera puede, hasta yo puedo”, pero se le notaba la alegría hasta en la manera de mover las manos para abanicarse y exponer el cuello bañado de una leve transpiración. Entonces Fernanda ordenó “cambio de pareja” e indicó que bailaran libres los últimos minutos de la clase. ”Necesito saber cómo te llamás”, le dijo Marcos asomándose por detrás del cuerpo de Fernanda. “Noemí”, le respondió ella. “Noemí”, repitió él, y agregó en voz baja y sonriéndole: “te espero el miércoles, Noemí”.

Marcos todavía sonreía mientras se preparaba para dar una clase especial, un seminario sobre “giros, enrosques y adornos para el hombre”, que le habían solicitado un grupo de profesores europeos. Fernanda lo acompañó como siempre, a la técnica casi perfecta de ella, Marcos le añadía cierta vulgaridad de barrio, de suburbio, con lo cual la pareja transmitía una verdad que llegaba directa a los espectadores y los mantenía en vilo en cada actuación. Además, Fernanda se manejaba con soltura en inglés y francés; Marcos, en cambio, apenas había aprendido unas pocas palabras básicas de manera que las explicaciones las daba ella.
Ese día, después de la agotadora jornada y para celebrar el éxito del seminario, Fernanda invitó a Marcos a cenar a su casa. Era una costumbre establecida desde los comienzos de su actividad artística. Reunirse a tomar algo, a cenar o simplemente a tomar un café para charlar un rato de otros temas que no fueran los laborales, les había servido para conocerse mejor e integrar sus mundos. Pero Marcos contestó que estaba muy cansado y prefería irse a su departamento. La acompañó a tomar un taxi y se fue caminando despacio, “para disfrutar algo de la noche porteña antes de ir al sobre”, le dijo. “No querés que te alcance con el taxi”, le gritó Fernanda bajando la ventanilla, “gracias, pero no” y la saludó de refilón con la mano, alejándose.


En medio del grupo, Noemí bailaba con un español: ahora no la dejaban de lado a la hora de buscar pareja pero ella sabía que aunque se esforzase ya no tenía edad para convertirse en una profesional ni tampoco tendría la actitud convincente, la soltura de las mujeres que se habían criado bailando tangos. Las milongas estaban llenas de mujeres más grandes que ella que al igual que los tangueros de toda la vida miraban a los bailarines jóvenes por encima del hombro, casi despectivamente. Ella no era ni una cosa ni la otra. Pero Marcos le dedicaba tiempo como si no fuera capaz de darse cuenta de esto o como si no le importara. “Por lo menos, tenés oído” le repetía cuando bailaban y los dos se reían. A Fernanda le molestaba cada día más esa actitud de Marcos y buscaba la manera de separarlos, no necesitaba hacer nada demasiado evidente ya que los alumnos avanzados le pedían continuamente correcciones y entonces Marcos debía mostrar los ejercicios con ella. Noemí se quedaba mirando.

Fue un alumno italiano que llevaba un año y medio instalado en Buenos Aires el que se lo dijo. Lo comentó a la salida de una clase, en la puerta de la confitería, entre el ir y venir de la gente, el ruido de los colectivos, las bocinas de los autos. “Anoche los vi a Noemí y a Marcos en la milonga.” Fernanda pensó que había oído mal. “¿Cómo?, ¿qué dijiste?”. “No sé si me vieron, había mucha gente”, siguió el italiano sin contestarle, “pero a Marcos”, hizo un movimiento ampuloso con los brazos y las manos, “¡le hicieron ronda p’a verlo bailar!”, y se esforzó por darle entonación a la frase. Fernanda creyó que se desmayaba. No pudo despedirse del italiano, se apoyó contra la vidriera y cerró los ojos. En ese momento, Marcos, que se había retrasado en el interior del local, la tomó de un brazo y le dijo eufórico: “¿A qué no sabés quién nos llamó para contratarnos?”. A Fernanda la indignación no la dejaba hablar. Marcos empezó a comentarle algo pero le vio la mirada y se calló. Se hizo un silencio denso, palpable entre ellos. La puerta vaivén de la confitería volvió a abrirse y salió Noemí. “Hasta luego”, dijo y enfiló sin apuro hacia Corrientes. A esa hora de la tarde el microcentro era un caos.




Inés Legarreta nació y reside en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. De escritura fresca y sugerente, publicó 
En el bosque y otros cuentos, 1990, Su segundo deseo, 1997
, yLa dama habló y otras páginas, Sigmur, 2004.
Ha merecido numerosos premios y distinciones entre los cuales se destacan: Primer Premio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación; Faja de Honor de la S.A.D.E (Sociedad Argentina de Escritores) 1990; Faja de Honor de la A.D.E.S (Asociación de Escritores Argentinos) 1993; becaria del Fondo Nacional de las Artes, 1993; Mujer Destacada Bonaerense 2000 con Medalla de Plata; Tercer Premio Nacional otorgado por el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, 2001, género cuento, obra édita, bienio 1996-1997; Primer Premio Certamen Internacional Los cuentos de La Granja, Segovia, España, 1989 y 1993. Mención de Honor en el Primer Concurso Interamericano de Literatura Avon con la mujer y las letras, 1999; Primer Premio Certamen Nacional de Cuento Histórico otorgado por la S.A.D.E. y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, 2000.
Sus textos han sido incluidos en diversas antologías de cuento, ha sido disertante y panelista en numerosos congresos nacionales e internacionales, y coordinadora de talleres literarios.

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