20 junio, 2007

ANNA KAZUMI STAHL -EEUU, Argentina-

HIROKO
(fragmento)

Hiroko Robbins eligió una mesa cerca de las grandes ventanas que daban al Eastman Boulevard. Apoyó la bandeja y la hizo girar para que el café quedara frente a ella mientras el plato de macarrones con queso se enfriaba en el otro extremo. Afuera, el tránsito corría a cada lado del boulevard. Eastman era la calle más extensa de Monroe, Texas. Le pusieron al nombre de su intendente más voluminoso: 1,90 metros de altura y 100 kilogramos de peso en 1958.

Hiroko disolvía la crema en su café y miraba por la ventana. Del otro lado del boulevard había una fila de casas, cada una con su respectivo cartel. Letras en relieve anunciaban los nombres de dentistas y médicos que atendían allí. Las casas eran tremendamente parecidas, Hiroko no podía recordar a cuál quería dirigirse. Se reclinó en el respaldo de la silla con un ligero suspiro. Las ventanas llegaban hasta el techo y el cielo texano le caía encima.

No fue el tamaño de las cosas lo que la sorprendió al llegar a América. Todo el mundo sabía que América era enorme. Lo que la asombró fue el espacio: había inconmensurable espacio entre una cosa y otra. Al principio tuvo una sensación desagradable similar al vértigo. Era tal el espacio a su alrededor que sus pulmones se expandían involuntariamente y sentía que no podía respirar. Esa primera sensación fue alarmante. Sabía de la grandeza americana y se había sentido gratificada al arribar a un país como ése. Sin embargo, fue perdiendo su asombro inicial. De hecho, después de sólo tres meses estaba decepcionada, especialmente del Sur.

No era la cultura decadente pero magnífica que esperaba encontrar. Hiroko había leído a Faulkner, se había sumergido en Tennessee Williams. Tennessee Williams era para ella un ángel del Sur, dulce y apasionado.

Pero este Sur americano no era ni dulce ni apasionado. Esperaba encontrar una cultura lánguida, fluida, deteriorada pero elegante. En cambio, se halló en medio de una sociedad vulgar, una sociedad nerviosa, preocupada por centros de mesa, listas de invitados y damas de honor.

El sabor del café aguachento no era placentero pero la sosegaba. Tomó la gruesa taza con ambas manos y aspiró el humo que tenía un leve olor a detergente. Un año atrás, en Kioto, Dean Edward Robbins había llegado a las clases de lengua japonesa que ella daba. Hiroko advirtió su presencia porque tenía una manera muy peculiar de bajar la vista, desviando los ojos en una forma delicada y elusiva. Era distinto de los demás americanos. Esas otras caras rosadas la fastidiaban. Le recordaban a los soldados que habían desfilado, jactanciosos por las calles de Kioto en los tiempos de la Ocupación.

Durante las lecciones los americanos quedaban en babia tratando de asimilar la gramática extranjera y de leer los complejos ideogramas. Confundidos, volvían sus ojos de cordero hacia ella, suplicantes, y le parecía que esperaban que la profesora transformara el aprendizaje de la lengua japonesa en algo tan sencillo como encender la TV.

A pesar de la conducta de ellos, Hiroko no tenía prejuicios contra los blancos. Eran para ella como los niños: intolerables pero necesarios. Entonces, les enseñaba con amabilidad. Y nunca pensaba en ellos fuera de la clase.

Dean Edward Robbins, sin embargo, era un enigma. Transmitía paz. Llegaba a clase con un saco liviano y de un tono cálido, que dejaba, doblado, en el respaldo de su silla. Sus movimientos no eran cuidadosos pero sí ligeramente meditados. Se sorprendió pensando en él por las tardes, muchas horas después de haber dejado el Instituto de Lengua Japonesa.

Cuando él habló por primera vez, Hiroko encontró que se aferraba a su voz como un animal acechante. De repente sintió el anhelo de estar cerca de su boca, dentro de su pecho. Quería incorporarse a su gramática llena de vacilaciones y compartir esa lánguida entonación.

A la tercera semana de clase, cuando estaban todos inclinados sobre sus hojas, inmersos en el palpable silencio del exámen, ella recordó su voz, recordó haberse enamorado de esa entonación tiempo atrás. Era la cadencia lenta y resbalosa de la obra Gato sobre el tejado de cinc caliente. Había tomado el tren hasta Osaka para ver la première con actores de Nueva Orleans, la obra en su idioma original. Esa manera de contar la propia historia del fracaso, esa lengua que transmitía humillación pero también dignidad y una cultura decorosamente derrotada: la cultura del “Viejo Sur”.

Se dio cuenta de que lo amaba. Mientras dibujaba caracteres del hiragana en la hoja del examen ella lo observaba, sabiendo que lo había amado durante mucho tiempo, incluso antes de haberlo conocido.

Cuando él la invitó a tomar una copa se alegró, pero no se sorprendió. Sentía que era una cuestión del destino. Iría al Viejo Sur, al Sur de él, un lugar detenido en un tiempo anterior a la guerra civil, y entonces podría iniciarse en esa lengua. Se transformaría en alguien distinto, empezaría a escribir con languidez y pasión, como Tennessee Williams.

Era el final de los años 50. Las cervecerías estaban de moda en Japón. Algo tan nuevo, tan occidental. De vez en cuando iban al Alemand, cerca del Takashima, en el centro. Se sentaban en un reservado, lejos de la música, y él fumaba. Su porte era sensual, casi femenino aunque no afeminado. No había hombres japoneses así. En el Alemand, enmarcado por las paredes revestidas de pana roja importada de Europa, él sonreía callado, escuchándola mientras ella le hablaba en el inglés que había aprendido en el colegio. El humo de su cigarrillo ascendía en espirales desde sus manos. Cuando inhalaba, el humo quedaba suspendido entre sus labios durante un instante, como si se dejara acariciar antes de incorporarlo. Tal era el impacto que él le causaba, que ella temía mirarlo mucho a los ojos.

Inclinando la cara como debe hacerlo una mujer japonesa, Hiroko lograba de todos modos una detallada observación. Atisbando desde el rabillo del ojo, tomaba nota mental de sus gestos, vacilaciones, movimientos. Notaba los cambios en su voz cuando llamaba al mozo o se disculpaba para irse un momento de la mesa o cuando buscaba disimuladamente encontrar su mirada.

Se daba cuenta de que él la deseaba porque percibía la tensión en sus pasos al caminar juntos. A fines de mayo, cinco meses después de haberse conocido, Robbins la llevó al Alemand y eligió los asientos más apartados.

—Ya estamos cerca de julio —le dijo, con la mirada perdida.

—Sí —contestó ella en su esforzado inglés—. Sí, cada vez hace más calor.

—Mm… —dijo él—. En julio voy a volver a ver los árboles de Louisiana.

Le dirigió una mirada furtiva. Volvió a fijar la vista en su vaso, la dorada cerveza helaba el vidrio.

—¿Ah, en serio? —contestó con indiferencia. Las sutilezas de las frases casuales se desvanecen en un idioma extranjero.

—Mm —dijo él—. ¿Qué te parecería venir conmigo?

Se volvió hacia Hiroko girando en el asiento y su pierna se detuvo en el muslo de ella. Sonreía.

Cuando ella le expuso el asunto a su padre para pedirle que la entregara a Dean Edward Robbins, el severo y encanecido hombre, delgado como el papel desde la guerra, se apoyó contra el respaldo y durante un rato frunció su boca en una expresión desaprobatoria. Observaba a su hija. Ella se quedó inmóvil, arrodillada y con el torso ligeramente agachado. Sus manos, cruzadas delante, estaban apoyadas sobre la alfombra tatami, su cuerpo mantenía la apropiada postura de respeto, esperando. Finalmente llegó la respuesta y con ella Hiroko casi se consumió de alegría. “Vendrá para una entrevista”, dijo su padre, una respuesta claramente positiva, y luego le dio la espalda.

Ella hizo una pronunciada reverencia. Aproximó la frente a la alfombra, las manos cruzadas una encima de la otra por delante de su cabeza gacha. En la forma más femenina y filial, le ofreció su agradecimiento. Estaba emocionada.

Su madrastra recibió a Robbins en la puerta y lo guió hacia un pequeño living. Él se arrodilló sin demasiada torpeza sobre un almohadón violeta colocado frente a un escritorio pulido y brillante, pero vacío. Robbins no aceptó bebidas y esperó al padre. Kitayama Isamu abrió la puerta corrediza shoji y entró. No medía más de 1 metro 60 y sin embargo su presencia era enorme. Llevaba un kimono formal, gris oscuro. Una cabeza grande se apoyaba sobre su cuerpo frágil. Su boca, fruncida, también parecía demasiado grande. Robbins lo miraba pero de a ratos desviaba la vista porque sentía lo difícil que era mirarlo sin incomodarse.

Kitayama Isamu había poseído una inmensa fortuna. Su familia había sido dueña de una docena de montañas que rodeaban la ciudad, de tres islas satelitales y cuatro bosques en el norte. Durante cuatro siglos la poderosa familia Kitayama se había dedicado al liderazgo local, y cuando llegó el siglo veinte compró los medios para suministrar el gas y la electricidad a la mayor parte de la región.

Pero en media docena de años habían sido derrotados. Todo Japón se había degradado. Cayó el gobierno, el Emperador perdió su autoridad y el implacable bombardeo transformó la vida de los Kitayama en un infierno. Tuvieron que huir como campesinos harapientos en medio de la noche hacia el refugio de los montes.

Cuando volvieron a la ciudad, siete meses después, la casa familiar había desaparecido. Las fuerzas de la Ocupación se habían apropiado de sus negocios, sus islas habían sido entregadas a la Unión Soviética. Pero por algún error en los registros gubernamentales, cinco montañas seguían a nombre de la familia. Durante los años de miseria posteriores a la guerra, mientras otros pedían limosna, morían de hambre o prostituían a sus hijas, Kitayama fue vendiendo las montañas, una por una. Así alimentó a su familia y la apartó lo más lejos posible del horror de la posguerra.

Kitayama Isamu se sentó en la esquina noroeste de la habitación. Con la espalda derecha, las manos apoyadas firmemente sobre los muslos, inspeccionó a su invitado, como americano aunque no como soldado, y como una posibilidad no deshonrosa de deshacerse de una hija que comía como un hijo pero producía menos. Robbins no era un hombre de gran tamaño y aspecto torpe como la mayoría de los americanos: sus manos estaban cruzadas sobre su falda y había entornado los ojos. Kitayama pensó por un momento que su hija había instruido al pretendiente en su comportamiento pero luego advirtió que se trataba de una humildad natural.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—Mi nombre es Robbins, Dean Edward —contestó con tono suave, pronunciando su nombre a la manera japonesa que invertía el orden de nombres y apellido.

—¿Y qué posee?

Fue la primera de una cantidad de preguntas que Dean no había previsto. Hiroko nunca mencionó la propiedad como algo imperativo. Miró en otra dirección, pensando, y finalmente respondió con honestidad: “Poseo una casa en Texas y también un automóvil.” Kitayama estuvo satisfecho.

—¿Cuál es su profesión y cuál es la suma de sus ingresos?

—Soy ingeniero civil. Gano veinticinco mil dólares al año —dijo.

Los ojos de Kitayama se oscurecieron por un instante. Dudaba. Veinticinco mil dólares era una cantidad enorme de dinero, una montaña entera se vendía por mucho menos.

—Muy bien —dijo Kitayama, sereno, y luego preguntó—. ¿Por qué quiere casarse con mi hija?

—¡Oh! —dijo Robbins elevando la mirada y sonriendo—. ¡La amo! —dijo y de inmediato leyó en la expresión de Kitayama el registro de un error—. Y —continuó, alzando la voz— estoy seguro de que será una buena y servicial esposa.

—Bien —respondió Kitayama. Se puso de pie, llevó hacia atrás las mangas de su kimono y dijo—: Queda acordado.

Luego, Dean reprodujo la escena para ella, la ansiedad aún visible en su rostro, y ella sintió un inesperado alivio. Tuvo un ataque de risa en medio del solemne restaurante Sakura y continuó riéndose hasta que le saltaron lágrimas de los ojos. Al día siguiente él le dio un anillo.

Recién en el trasatlántico que los llevó de Kobe hasta San Francisco pensó en las preguntas que su padre le había hecho a Robbins. No entendía por qué había accedido tan rápido, por qué no había establecido condiciones ni exigido nada. Quizá su padre había reconocido en Dean un carácter que no tenía nada que ver con el viejo Japón. Tal vez le había parecido que le podría ofrecer un nuevo horizonte. Quizás era por eso que le había gustado.

Hiroko apoyó su taza de café y levantó el tenedor. Se lo pasaba de una mano a la otra disfrutando del contacto del acero inoxidable frío. Empujó el plato de macarrones con queso hacia el borde de su bandeja. El queso, de un color amarillo brillante, estaba pegoteado entre los macarrones. Éste era su plato americano favorito. Con el tenedor tiró un poco de queso que se despegó de los macarrones. Lo pinchó y lo levantó del plato. Hiroko era experta en el uso del tenedor, aunque lo había aprendido de adulta. Le gustaban y siempre los había considerado instrumentos ingeniosos, con propiedades específicas: una parte chata para cavar y sostener, dientes para pinchar y distribuir y unos bordes lo bastante afilados como para cortar.

Mientras la luz se volcaba a través de la ventana de la cafetería Wyatt, ella masticaba el queso con deleite. Adoraba su sabor salado, casi como el de los pickles kombu. Y su consistencia gomosa, de manera que el gusto a sal se exprimía una y otra vez con cada mordida.(...)

Mientras Hiroko masticaba, luchó por retener el recuerdo del Dean Edward Robbins de Kioto. Le había parecido tan promisorio. Nunca podría haberse imaginado que le iba a dar una vida tan común ni que ella se convertiría, a su vez, en un ser indolente, peor que común. Hiroko había venido a este país para abandonar el Japón que la coartaba, reduciéndola a una figura bella y silenciosa. En los Estados Unidos se convirtió en una figura silenciosa pero sin belleza.

En su adolescencia Hiroko había escrito terribles historias de chicas que saltaban desde puentes o se cortaban hasta desangrarse. Su vestidora las encontró y se las llevó a su padre. “Una mujer no debería escribir”, le había informado Kitayama Isamu, la palma de su mano descansando chata y pesada sobre sus manuscritos. Un segundo después los quemaría hoja por hoja frente a ella. “Es un desperdicio de la lengua japonesa.” Ella había continuado escribiendo en secreto pero, desde entonces, cuando escribía, lo hacía como un hombre.

Y todavía hoy, viviendo en el país de las libertades individuales, seguía escribiendo así. Todos los días de 10 a 12 de la mañana y de 3 a 5 de la tarde, se sentaba en un cuarto pequeño al lado de la despensa y escribía. Usaba blocs tamaño oficio en sentido horizontal; los llenaba de columnas verticales de ideogramas complicados, kanji, muchos kanji en la retórica que les estaba reservada a los hombres. Y siempre que escribía, lo tuviera o no presente, estaba la imagen de Tennessee Williams, un hombre delicado, sufrido, elegantísimo.

Lo había visto en persona una sola vez; a los pocos meses de que ella llegara al país, había dado una conferencia en la Universidad de Tulane y Dean la había llevado en el auto hasta Nueva Orleans para que pudiera verlo. Tennessee Williams era hermoso. Lánguido como una flor. Bebía demasiado pero con la gracia de la necesidad. Suspiraba y a veces se quedaba callado, con la mirada perdida en medio de una frase. Ella lo encontraba exquisito. Quería ser como él.

Después de eso empezó a tomarse más en serio el hecho de escribir. Estaba ocupada tratando de hacer un relato sobre un homosexual y la mujer que éste iba a asesinar. Para escribir debía invocar el genio dulce y ebrio de Tennessee Williams. Así surgían los distintos kanji y sólo entonces se desligaba de su propia existencia. Sentía que estaba persiguiendo algo inmenso, capaz de aniquilar a la mujer que moraba dentro de ella.

Por lo general terminaba de escribir a las cinco porque Dean llegaba alrededor de las cinco y cuarto. A veces olvidaba la hora y Dean la encontraba, aprisionada entre la mesada de la cocina y los estantes de la despensa llenando las hojas amarillas de intrincados caracteres que, para él, eran ilegibles (pero de ningún modo carentes de importancia, porque para ella sí la tenían). Él se inclinaba y la besaba. Entonces ella percibía un vacío, su condición de mujer. Su mente se resistía pero su cuerpo no. Abandonaba las cavilaciones y veía los caracteres de la escritura masculina, que hacía instantes habían sido suyos, volverse ilegibles para ella también. El olor de Dean, sus murmullos y su aliento la embriagaban. Sus brazos le rodeaban la cadera, la sombra de su barba le rozaba la sien. Todo pensamiento y toda creación propia desaparecía. Quedaba mujer. Suave, entregada.

Pero si llegaba a pensar, en soledad, en esas situaciones, se asfixiaba de rabia. Despreciaba a Dean. Se despreciaba a sí misma. Le parecía una vida tan común, una condición inaguantable.

Una vez había perdido los estribos y gritando estuvo a punto de quemar su tarjeta de residencia frente a los ojos de Dean. De pronto se dio cuenta de que se había convertido en un demonio, como su padre. Rompió a llorar. Sin decir una palabra él la abrazó y la dejó llorar. Pero luego de eso sintió que ella había tomado distancia.

Dean adivinó que el estado de ánimo de Hiroko estaba relacionado con el proyecto que la afanaba día a día, trazando un kanji tras otro en esa diminuta caligrafía. Pensó que sería una buena idea que mostrara a alguien sus relatos, pero cuando lo sugirió ella le dijo “¡No!” de manera violenta, y agregó: “¿A quién le voy a mostrar esto?”. Dean no se atrevió a hacer nuevas sugerencias al respecto. Pero empezó a llevarle flores un par de veces a la semana. A Hiroko no le gustaban las flores ni la idea de que se las regalaran, pero como eran parte del matrimonio las aceptaba en silencio.

“Él regala flores”, pensaba despegando macarrones pegoteados de queso. Sabía que él la amaba al estilo americano, creyendo que el amor está hecho de flores, de besos de saludo y de despedida. “Y ahora, ¡bebés!”, pensó, pinchando los macarrones de a uno con los dientes del tenedor. “¡Bebés! ¡Quiere bebés!”

Dean Edward Robbins estaba compuesto de los deseos más elementales del hombre casado y ella no entendía cómo no lo había notado antes. (...)

Él había empezado a decir, hacía tres o cuatro meses, si no sería lindo tener un bebé. Había comenzado a fijarse en los bebés cuando iban por la calle y le hablaba de amigos de ellos que tenían bebés. Y cuando quería hacer el amor, decía: “Hagamos un bebé”. Cuando se apagaba la luz ella lo podía predecir, el rumor de las sábanas y el balanceo suave de la cama mientras él se daba vuelta y la envolvía. “Hagamos un bebé”.

Ella lo recibía con indulgencia, pero se mantenía atenta y cuando su contacto se volvía más vigoroso, cuando estaba segura de que su necesidad de acabar dominaría su deseo de preñarla, entonces le deslizaba un preservativo entre sus dedos y le llamaba la atención.

Pero un día se despertó y vomitó. No podía entender cómo había pasado. A pesar de sus precauciones su período se había retrasado y vomitaba por las mañanas. Fue a ver a la doctora Yamada, que pertenecía a la comunidad japonesa—americana en Houston, la única médica con quien se había sentido cómoda en los Estados Unidos.

La doctota Yamada, japonesa de segunda generación, un ser alegre y rollizo, unió sus manos en un aplauso y felicitó a Hiroko: “¡Omedeto-ozaimasu!”. Pero las felicitaciones le sonaron como una sentencia vil. La sobrecogió el pánico, se sintió sofocada y sin fuerzas, aplastada por la ingenua alegría de las mejillas regordetas que imperaban en el rostro de Sharon Yamada. Hiroko ajustó su voz hasta convertirla en un susurro: “Arigato-gozaimasu…” (“Muchas gracias, estoy avergonzada, muchas gracias…”), e inclinándose, escondiendo su cara, dejó el consultorio.

Encendió el Oldsmobile 66 y deambuló sin rumbo por las calles. Su mente corría a toda velocidad. Nunca podría pedirle un aborto a Yamada. Yamada era una chismosa, todo el mundo se enteraría de que estaba embarazada, quizás esa misma noche. Ay, ¿por qué había ido a verla? Toda la comunidad sabía que Dean quería un bebé y pensaban que Hiroko deseaba lo mismo. Bebé, bebé… nadie entendía que este bebé significaba para Hiroko una vida maniatada. Ya la estaba carcomiendo, haciéndola vomitar y consumiendo sus fuerzas. No podía pensar con claridad. No era capaz de escribir. Hiroko se agarró con fuerza del volante y apretó el acelerador. El cielo parecía cubrirla, pensó: “Como una bóveda”, y un chillido se escapó de su garganta: “¿Na-ze? ¿Por qué? ¿Por qué nací mujer?”

Estacionó y quitó la llave del tablero. “El destino es superior al individuo”, recordó que les decían a los chicos japoneses cuando iban a la guerra. Entró a la casa y guardó su cartera y el saco. Tendría que decírselo a Dean hoy, entre las cinco y cuarto y las cinco y media, porque para entonces ya se sabría en la comunidad y alguien podría llamar para felicitarlos.

Cuando Dean llegó ella escuchaba a Vivaldi en el living. A él le pareció un buen signo. Entró y la encontró acurrucada en el sofá. Acomodó su cadera en la curva del cuerpo de ella, rozó su pelo con las yemas de los dedos y enmarcó su rostro con caricias. “Hola, Hiroko”, murmuró, y aunque ella mantenía los ojos cerrados para defenderse de él, percibió que cedía ante su voz. Él se inclinó sobre ella e Hiroko pudo sentir el calor de su cuerpo envolviéndola. “Hiroko, Hiroko”, decía, besándola en las sienes, besando sus orejas y sus mejillas. Después alejó su rostro un poco y la miró a los ojos. Sonreía. Ella pensó: “¿Cómo puede ser tan simple su felicidad? Es como un niño con golosinas. No piensa en las consecuencias”. Y de repente supo que Dean le iba a hacer la pregunta que temía: “¿Vamos a tener un bebé, Hiroko?”

Abrió los ojos y lo miró en silencio. Él no sabía que ella había visto a la doctora Yamada. Se preguntó si, en caso de que hubiese abortado ese mismo día, él también lo hubiera adivinado. La besó en los labios y la miró de nuevo esperando una respuesta. Estaba contento, sonreía, y esperaba con calma que ella contestara que sí, que iban a tener un bebé, e Hiroko suspiró y supo que se rendiría. Con los ojos cerrados, se aferraba a los brazos de él. La música estaba demasiado alta. Cerró los ojos con más fuerza.

Se había preparado para decírselo de manera cruel, haciéndolo sentir culpable por su semilla, pero en cambio dijo con voz muy débil.

—Sí, soy tu esposa embarazada.

—Te amo —susurró él. “Sí”, dijo ella, invadida de golpe por un sentimiento que provenía de él. Entonces ella misma percibió una gran emoción, grande como el mar o las montañas, sintió que estaba enamorada de él, estaba susurrando como él y ahora la música se había vuelto inaudible. “Sí”, decía ella, sujetándose con fuerza de las mangas de su camisa. “Tenemos un bebé en mi vientre.” Él sonreía pletórico de felicidad y ponía sus manos sobre el abdomen de ella tantas veces como podía. Dean estaba casi llorando y ella notó que él lloraba también, primero en forma controlada y después cada vez más, convulsivamente, hasta que se extenuó y él la llevó a la cama como a una niña.

Al día siguiente estaba desesperada. Dean llegó a la casa con madera para un corralito y ella sintió una especie de asfixia. No comió, contestó con irritación y se mantuvo en silencio por el resto de la noche. Él le preguntó si se sentía bien pero después la dejó tranquila. No se preocupó demasiado. “Los cambios de ánimo son comunes, las hormonas”, pensaba. “Ella es muy delicada”.

Hiroko deseaba no habérselo contado nunca. Pasaron los días, y mientras él trabajaba ella iba y venía por la casa ansiosa, torturándose para encontrar un modo de alterar su condición. Las horas pasaban y ella caminaba del living al comedor y vuelta, alrededor de las mesas, entrando y saliendo de la cocina, al living de vuelta, y de nuevo en círculos alrededor de las mesas. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía cambiar las cosas? Quizá si corría por los montes o subía y bajaba escaleras lo perdería. Pero estaba demasiado asustada como para probar. ¿Qué haría si quedaba tendida en las escaleras una vez que hubiera forzado la pérdida? Él le preguntaría por qué había estado subiendo y bajando las escaleras.

Empezó a pensar en ello también durante la noche, cuando Dean estaba ya dormido. Consideraba un millón de ideas impracticables, daba vueltas y vueltas. Pensaba con tanto ahínco que por primera vez sus sueños no la mostraban como a una mujer sino como a un hombre lánguido, enfermo por el alcohol, pálido, que estaba escribiendo y para quien nadie más existía. Los sueños eran tan vívidos que apenas se despertaba no pensaba en el embarazo sino en la trama de su cuento y en los ideogramas del kanji. Pero entonces empezaba a vomitar.

Así transcurrieron un par de semanas. Creía haberse vuelto loca hasta que una mañana, mientras preparaba umeboshi y sopa de arroz, de repente se le ocurrió. Recordó a ese doctor; ya había pasado un año de su única consulta con él, pero lo recordaba en detalle. Su suegra, Ann Rose, se lo había recomendado cuando la atacó un fuerte dolor de garganta apenas llegaba. Fue a verlo y sospechó de él desde un principio porque le pareció demasiado joven para ser un médico. Tenía la cara roja y agujereada, su cuerpo era muy grande en relación con la cabeza y sus movimientos poseían la peligrosa torpeza de los adolescentes. Pero de la pared colgaban títulos de la Texas A & M y de la Universidad de Rice. Pensó que debía ser confiable, su suegra parecía tener una alta opinión de él y conocía personalmente a su madre.

Mientras le examinaba la garganta con una pequeña linterna, la palma de su mano descansaba sobre su cuello. Hiroko se sintió rara, en peligro. Después el médico examinó su respiración con el estetoscopio, presionando la piel con sus dedos. Apenas comenzó a sospechar de sus verdaderas intenciones, él le sonrió y posó una gruesa mano sobre su rodilla, “Me gustan las chicas japonesas”, dijo, “y tú eres una belleza… Puedo hacerte otra clase de exámenes también.” Aquí había sonreído en forma obscena. Desde su cara hinchada de acné, enrojecida, percibió la expresión de shock de Hiroko. Agregó casi riendo: “Sería muy divertido. ¿Sabes a qué me refiero? ¿O no, princesa?” Ella había sentido asco y un sabor agrio en la garganta, y no pudo contestarle.(...)

Pondría el plan en marcha accediendo a tener un poco de sexo con ese asiófilo de rostro colorado. Si el tipo vacilaba o no recordaba la urgencia que había sentido un año atrás, intentaría incitarlo otra vez con historias sobre los “secretos” de las mujeres geisha. Sabía, a través de los relatos que la TV americana difundía sobre Japón, que un americano como él indefectiblemente quedaba atrapado por los “milenarios secretos sexuales de las geisha”. Después de todo, él quería conquistarse a una joven “china”, una “china” prohibida.

Con esto en mente abandonó la casa de inmediato. Olvidó su sopa de arroz y su té matinal. Condujo al minimercado para llamar a “Información” desde un teléfono público. No quería que Dean hallara llamados extraños en la cuenta y Hiroko había destruido los datos con el teléfono y la dirección del médico.

Era fácil conseguir los datos. La secretaria le dijo que el doctor Wilkins llegaría más tarde y le dio un turno de emergencia para ese mismo día: “A las cuatro y cuarto para registrarse y él la verá a las cuatro y media.” Inició de inmediato el recorrido de las cincuenta y pico de millas hasta Monroe. Atravesó el boulevard Eastman y se detuvo en la cafetería Wyatt, enfrente de Eastman 3245, el consultorio del Dr. R.W. Wilkins.

Tomó unos traguitos de café frío. Ahora realmente le dolía la garganta. Eran las cuatro y diez en su reloj. Hora de irse. Pero no se quería levantar. Le dolía la garganta. Si al verlo le causaba demasiada repulsión, podía decirle que había ido porque le dolía muchísimo la garganta. Era sencillo, tan sólo le diría que tenía anginas. No sería del todo una mentira; desde la guerra, cuando escaparon en medio de la noche en ropa de cama y descalzos hacia las montañas, algo terrible se había adueñado de su garganta, un dolor agudísimo. No había podido hablar durante semanas, y aún hoy cada tanto lo padecía, aunque tal vez sólo por el recuerdo.

Sin embargo, sabía que no iba a decir nada acerca del dolor en la garganta. Necesitaba “otro tipo de exámenes”. Con el poder de su mente ordenó a su cuerpo que se levantara y saliera. Se dio cuenta de que estaba tomando una decisión y en ese instante se le abrió un horizonte, a pesar de que todavía no tomara plena conciencia de él, un nuevo horizonte bajo ese cielo pesado de Monroe, Texas.

Cando el semáforo le indicó que podía hacerlo, cruzó el boulevard y luego, tiesa, atravesó la puerta con el cartel “Dr. R.W. Wilkins, Práctica General”.

Anna Kazumi Stahl, escritora estadounidense, nació en Lousiana y se crió en Nueva Orleans en una familia signada por la pluralidad cultural. De ascendencia materna japonesa y paterna alemana, también la influencia cultural de su niñez sureña está presente en su obra.Por si no alcanzara con la mistura genética, desde joven fue incorporando distintas vivencias que acentuarían esta fragmentación. De adolescente estudió en Boston y luego en Alemania.Luego de viajar por Europa, se doctoró en Literatura Comparada en California y visitó fortuitamente Buenos Aires en 1988 (su destino académico era México), quedando fuertemente impresionada por la ciudad: ...algo en la ciudad me llamaba la atención (...) me recordaba a mi ciudad natal... Investigar más aquella sensación me motivó a volver a vivir aquí, cuando y por cuanto pudiera.Estudió español y se radicó definitivamente en Argentina en 1995.
Catástrofes Naturales (1997)es un magnífico volumen de cuentos con buena respuesta en el medio literario. En ese lenguaje que trasunta el entramado cultural, se advierte una pureza simple, una sensación de estar escuchando a un extranjero que habla muy bien y con el alma. A diferencia del modernismo que proclama la integración de culturas, Anna Kazumi Stahl se afana en sintetizar una entre muchas identidades, una necesidad vital que desdeña la pose intelectual.
En Flores de un día parece lograrlo. Sin ser un relato autobiográfico intenta reunir datos de su vida y nuclearlos en torno a una historia donde la diversidad cultural va en busca de la identidad. Actualmente reside en Buenos Aires donde continúa escribiendo y ejerciendo como profesora de letras y traductora.

14 junio, 2007

Rita Perdomo - Montevideo, Uruguay, 1946-

Desviación en la conducta de los espejos

Como todas las mañanas, apenas se despertó, Gutiérrez fue al baño: orinó, se duchó y se lavó los dientes. Desde que lo habían ascendido a subjefe de la sección se había dejado crecer la barba, lo que lo eximía del trámite de mirarse en el espejo antes de ajustarse el nudo de la corbata, acción que emprendía con suma dedicación después del desayuno. Entonces, como todas las mañanas se detenía un momento a mirarse complacido en el espejo: sus compañeros de oficina opinaban que esas masculinas pilosidades en el rostro le daban un aspecto muy intelectual y progresista. Este era el momento en que Gutiérrez solía pensar que, desde que había subido de categoría, todos lo trataban con mayor respeto (aunque hubo quien manifestó que más bien, el tono de voz con que ahora se dirigían a él exhalaba un sospechoso tufo de adulonería). De todos modos, y a renglón seguido –mientras se acomodaba las solapas del saco- Gutiérrez, que era un tipo canchero, recordaba el día siguiente al que lo llamaron del directorio para darle la noticia: se había aparecido en la sección con una bandeja de un kilo de masas comprado en una confitería de renombre. Todos se habían abalanzado sobre el paquete al mismo tiempo, disputándose las bombas de chocolate y los cañones de dulce de leche, mientras él los contemplaba desde arriba (era el único que permanecía parado, los demás estaban inclinados sobre la bandeja) meditando acerca de la conveniencia de comprar precisamente, sólo bombas de chocolate y cañones de dulce de leche; pero las buenas costumbres imponían que las masitas fueran surtidas: una de esas, para darle más emoción a este tipo de evento. A boca y manos llenas, lo habían sacado de sus cavilaciones al grito de : “¡Dale Gutiérrez, servite vos también que se acaban!”. Entonces él había condescendido como sin ganas, tomando una cualquiera de las pocas que le quedaban. A esta altura de sus trascendentales recuerdos y mientras se repasaba con el cepillo la peinada, Gutiérrez –que tenía un corte de pelo muy prolijo- percibía en el espejo que se le fruncía levemente el ceño: aquél gesto de desprendimiento y la botella de whisky que había comprado para festejar, le habían tragado su primer aumento de sueldo. De todas formas, aunque su cambio de situación no se tradujera en una diferencia sustancial en metálico (vale decir: guita contante y sonante), tenía sus ventajas: le habían dado un escritorio para él solo, la inevitable montaña de expedientes se había reducido... y por sobre todas las cosas, lo trataban con otro respeto. Entonces Gutiérrez –que retomaba el hilo anterior de su pensamiento- giraba satisfecho sobre los talones, se ponía el sobretodo y la bufanda, le daba sin darse cuenta un beso aburrido a su mujer –que todavía estaba desgreñada y en camisón-, agarraba de la mano al pibe y salía a la calle. En la esquina se despedía del nene recordándole que se portara bien y obedeciera a la maestra. Caminaba apurado hasta la parada del ómnibus: hacía años que tomaba la misma destartalada unidad del transporte colectivo, respondiendo apenas al “buenos días” desteñido del mismo guarda de chaquetón gris-raído. Al llegar a la oficina, religiosamente marcaba la tarjeta cinco minutos antes de la hora de entrada.
Esa mañana, sin embargo, su hijo –que abandonaba el baño con matemática precisión justo en el momento en que él terminaba de desayunar-, no salió como de costumbre. Gutiérrez empezó a impacientarse. Primero le golpeó la puerta, pero como el botija no daba señales de vida, la abrió y entró. Se quedó como petrificado: el chiquilín se entretenía en toda clase de morisquetas y gesticulaciones frente al espejo.
Apenas vio la imagen de su padre proyectándose desencajada sobre la suya, se dio vuelta como si no pasara nada.
-¿Viste?- le dijo con la mayor inocencia- los espejos tienen un error: si vos de este lado levantás la mano derecha, lo que levantás enfrente es la izquierda.
A Gutiérrez le pasó un vendaval indignado por la cabeza: pensó en gritarle que no fuera boludo que le iban a poner falta en la escuela por llegar tarde y que a él el reloj de la oficina iba a encajarle un manchón insufrible en la tarjeta... pensó en gritarle que no fuera tarado, que cualquiera sabe que los espejos dan vuelta todo: la pata de las eles, las curvas de las eses, la panza de los seis, que los tres se convierten en la E de la ESSO... pensó en gritarle que no fuera mongólico, que no perdiera el tiempo en estupideces. Pensó... pero lo único que le salió fue un desconcertado
-¿¡Qué?!
- Que si vos levantás de este lado la mano derecha, en el espejo levantás la izquierda- le contestó su hijo con toda naturalidad.
-¡Haceme el favor!... andá a ponerte la moña, andá, que me vas a hacer perder el ómnibus.
Mientras se ajustaba la corbata sin embargo, Gutiérrez no pudo evitar mirar furtivamente su imagen: realmente no parecía estar al revés. Entonces se detuvo a observarla con atención, en lugar de dejarse llevar por sus vacilaciones habituales: en efecto, mientras se repasaba el nudo con la diestra, en el espejo él mismo (no su imagen invertida) lo hacía con la izquierda. “No tiene gollete que un guacho que no tiene nada mejor que hacer, me haga perderme en divagues” pensó girando sobre los talones, visiblemente fastidiado.
A media mañana, cuando la auxiliar última pasó con los bizcochos y los termos de té y café, Gutiérrez se sirvió un cafecito. Notó que la mano con que lo sostenía le temblaba un poco: se acordó de aquélla noche con Susana, haría unos doce o trece años. El recuerdo era tan nítido, que casi podía verse en la silla de enfrente como en un espejo, agarrando el pocillo con la otra mano que se le zarandeaba apenas, como ahora. Susana era una de las gurisas más lindas del barrio. Era estudiante de abogacía como él, pero estaba más adelantada porque era flor de balero. Él le había llevado la carga un montón de veces, sin suerte... pero esa noche le dio una pelota bárbara, a tal punto que había llegado a la convicción de que por fin terminarían pasando la noche juntos en una amueblada. Para preparar el ambiente, Gutiérrez la había llevado primero a un boliche. Susana parecía preocupada: cada tanto miraba hacia atrás como si tuviese miedo de que la viera una amiga o la siguiera un novio celoso. Él tampoco estaba demasiado tranquilo: se había dado cuenta cuando el mozo le trajo el café, por la forma en que le temblaba la mano al sostenerlo. De los nervios le vinieron ganas de mear; se disculpó y se levantó de la mesa. Al salir del baño, vio cómo cuatro tipos de lentes negros y bufandas subidas hasta los ojos la arrastraban, mientras ella resistía y le gritaba que avisara a su madre... que llamaran a un abogado... vio cómo la metían (todavía forcejeando) en un auto, aunque nunca pudo precisar cómo era, porque afuera estaba muy oscuro y él se había quedado adentro, paralizado. Al tiempo empezó a circular por la Facultad el bolazo de que se la habían llevado a un cuartel, que la habían colgado de las muñecas, que le hundían la cabeza encapuchada en la arena hasta que casi se ahogaba –una y otra vez- y que como era una tipa muy dura, hasta le habían largado un doberman entrenado para violar mujeres. Durante meses, él había discutido que tantas barbaridades no podían ser. Pero las vueltas de la vida, después otra piba del barrio había estado presa con ella unos cuantos años. Cuando salió le contó que no sólo todo era cierto, sino que además ahora Susana estaba completamente rayada y tenía cáncer de pulmón.
La cara de Bermúdez amaneció por atrás de la montaña de papeles del escritorio de enfrente. Esa mañana estaba solo: no por mérito propio como él –reflexionó Gutiérrez, sin dejar de pensar al mismo tiempo en Susana- sino porque Sarñachaga había dado el parte de enfermo. En fija que al levantarse había visto la helada sobre el pastito de la vereda y se había vuelto a meter en la cama, ya le conocía las mañas.
-¡Che Gutiérrez, qué te pasa! Estás en blanco como un papel...- le gritó la cara de Bermúdez.
-Nada, la gastritis de mierda que me trae mal... – le contestó con voz apagada, encendiendo un cigarro con la colilla de otro.
-¡Por lo menos aflojále al pucho, loco! Un día de estos vas a reventar de una úlcera.
-Dejá vivir, haceme el favor- le contestó con fastidio.
El rostro de Bermúdez se ocultó de nuevo atrás de los expedientes.
A la salida de la oficina, mientras iba de la parada del ómnibus a su casa, Gutiérrez tuvo una idea descabellada: en una de esas si caminaba de espaldas al espejo de la farmacia y se daba vuelta de golpe, descubría su imagen paralela a si mismo moviéndose igual que él. Cuando lo intentó, la vio huyendo en sentido contrario, mientras lo espiaba con el otro ojo. “Me estoy reblandeciendo” se dijo a sí mismo. Pero esa furtiva visión era como verse durante aquéllos días en que –para no ser menos que los demás- se había lanzado a la calle a manifestar la bronca: siempre terminaba rajando de la caballada. Apenas le empezaron a zumbar los chumbos al oído, lo alcanzaron los primeros palos y le quedaron los ojos a la miseria de los gases lacrimógenos, se había dado cuenta que estudiar era mucho más arriesgado que conseguirse un empleo público y que para eso tenía que apurarse antes de que lo ficharan. Ahí fue que empezó a laburar en la oficina.
Cuando Gutiérrez entró a su casa, no pateó al perro ni le pisó la cola al gato, simplemente porque no tenía perro ni gato. En compensación, le dio bruta biaba al pibe por una bobada y lo mandó a dormir antes de la cena ... comió sin mirar a la mujer, le pegó unos cuantos gritos porque sí y cuando ella se le arrimó mansita en la cama, se puso de espaldas y le desenchufó el televisor.
Esa noche Gutiérrez soñó con los hijos de Stern que vendían caramelos en los ómnibus y con la esposa de Silvera que pedía limosna en la escalinata de la catedral con un bebito en brazos.
Se despertó sentándose en la cama de un salto. Nunca había visto a los botijas de Stern, ni sabía que Silvera se hubiese casado y tuviera un pibe, hacía mucho que los había borrado. Entonces Gutiérrez se vio a sí mismo solo como un pichicho, frente a aquel escritorio enorme que había compartido con ellos. Sentado en la cama grande, volvía a sentirse como en ese momento... el día antes los milicos habían entrado a la oficina a punta de metralleta, reventando las puertas a patadas después de un montón de días de huelga general con ocupación. Sus dos compañeros se habían negado a volver a la casa para empezar a firmar tarjeta otra vez, al día siguiente. Él, en cambio, había aceptado. Vio cómo se los llevaban al cuartel de bomberos. Nunca tuvieron oportunidad de reintegrarse, porque los destituyeron. Gutiérrez no volvió a pegar un ojo en toda la noche.
A la mañana siguiente decidió que era preferible no mirarse al espejo: podía armarse el nudo de la corbata de memoria. Despachó al pibe sólo para la escuela, un poco más temprano que todos los días. Se puso el sobretodo, los guantes y la bufanda enroscada hasta la nariz... al pasar por la puerta del baño miró para adentro de puro acostumbrado que estaba, nomás. El espejo se le puso enfrente. Entonces decidió que después de todo, una bichadita no le iba a hacer ningún daño.. pero el Gutiérrez que lo miraba ahora no era el de siempre: tenía ojeras y parecía más viejo. Tuvo la impresión de que lo miraba lleno de reproches. A falta de otro proyectil, Gutiérrez se quitó un zapato y se lo tiró a su imagen.

El forense certificó infarto de miocardio como motivo del fallecimiento. Al caer, Gutiérrez se había dado la cabeza contra el espejo, destrozándolo. Para consolar a la flamante viuda –que ensayaba discretos hipos, todavía desgreñada y en camisón-, no se le ocurrió nada mejor que decirle que por lo menos no se había lastimado la frente, con lo que iba a lucir muy bien de cajón abierto. Pese a sus buenas intenciones, lo único que logró fue que la pobre mujer redoblara los decibelios y el caudal de su llanto.
... lo que nadie pudo explicarse jamás, fue por qué Gutiérrez –tan rigurosamente vestido- no se había puesto todavía un zapato, ni por qué cuando levantaron el cuerpo del piso, por adentro le hacía un ruido como si tuviera algo suelto... como si estuviera lleno de vidrios rotos.


Rita Perdomo es licenciada en Psicología por la Universidad de la República Oriental del Uruguay, en 1971 ingresó en dicha institución como docente. Destituida en 1973 por el gobierno militar, recuperó su puesto en 1985, con el retorno de las instituciones democráticas. Actualmente es profesora de Psicología Evolutiva en la Escuela Universitaria de Psicología. Casada, tiene dos hijos y una hija, “una casa pequeña, con un espacioso jardín... una perra, también gallinas y gatos”. Inició su actividad literaria en 1984 y algunos de sus cuentos han sido premiados y publicados en su país.

Libertad Demitrópulos(Argentina, 1922-1998)

La flor de hierro
(Fragmento)


Aristóbulo es el que periódicamente da cuerda al reloj de la plaza y después de podar los escuálidos rosales se dedica a esperar que pase el tiempo, para adelante, para atrás, un pasito del péndulo caminando para después del transcurrir, otro pasito deteniéndose en el recuerdo de las cosas que sucedieron cuando Medinas era un pueblo jovial, dado a las risotadas de chicos y grandes, acostumbrado a celebrar fiestas y saraos en salones brillantes y con un servicio de lunch contratado en la ciudad de San Miguel, que incluía una caterva de mozos y camareros que llevaban las bandejas con increíble destreza, causando la admiración de los mosqueteadores que desde afuera disfrutábamos de la fiesta más que los de adentro.
Al dar las doce el reloj de la plaza, la gente va desprendiéndose de la pereza proveniente del sol que cae castigando con su látigo a los indefensos faltos de sucedidos y esas otras cosas que a veces son necesarias para no aburrirse, y quién sabe si hasta la muerte no tendrá que jugar su papel de despertadora de letargos, mayormente si como sucede a veces hay que llamarla para que dé testimonio de la vida. Porque Medinas vive gracias a la muerte que viene en los coches fúnebres de la municipalidad del pueblo vecino, adornada con las flores amarillas del verano o con las estrellas federales arrancadas de las tapias ladrillosas. Llega levantando polvareda en los callejones cruzados de lagartijas que, en las siestas, revuelven la arena para un costado, para el otro, un estremecimiento que se hunde, otro que se levanta, y son las que llegan primero al cementerio para perderse entre el pasto que siempre por ahí está verde y crecido y no se sabe de qué, si aquí no hay agua más que la que mandan los del pueblo vecino a cambio de que los dejemos enterrar a sus muertos en nuestro cementerio.
En la plaza hace una hora larga que el opa Mafaldo está siguiendo el vuelo de las moscas de panza verde que le corretean por la oreja y deben decirle cosas que solamente él entiende porque mueve los labios como asintiendo y gustoso. Cómo será de gozador el opa que deja la sonrisa en la boca y ahí se le queda, babeando en hilitos que tienen burbujas que se inflan y revientan como los fuegos artificiales que tiran para la fiesta de la Merced.
Aristóbulo ya ha dejado la plaza a estas horas, sin terminar de limpiar los canteros, porque no soporta al opa que se sorbe las babas. Y si bien se priva de dejarlo estaqueado en el suelo debido a que es opa infradotado, no por eso deja de mostrarle un desprecio mayúsculo, para que quede bien sentado que en Medinas somos cuatro gatos pero no de la misma ralea. Y es claro, cómo van a ser iguales los descendientes del capitán encomendero de Acapayanta, don Gaspar de Medina, y un descosido cualquiera, uno de los que estaría adentro de los salones que otro que mosqueteaba entre la chamusquina. Eso es lo que no entienden muchos, cuando salen a dar la vuelta del perro por la plaza y se figuran que cualquier época del año es la fiesta de la Virgen que es cuando vienen tantos forasteros y corre el vino, y bailamos todos mezclados el tango y el chamamé, el gato y el bugui-bugui, la pachanga y el malambo y hasta se puede dar el caso de que venga contratado Palito Ortega y esté en carne y hueso acá en Medinas. Pero hay que saber distinguir que una cosa es que para la fiesta de la Merced nos olvidemos de nuestros malestares y diferencias y otra muy distinta cuando quedamos sólo los que estamos, es decir, los cuatro gatos de siempre.
Cuando era la encomienda de Acapayanta o Acapianta, había mucha gente en Medinas entre los indios encomendados, los hijos, las nueras y los nietos del capitán, más los vecinos que iban formando el pueblo. Tanta gente hubo que era una delicia vivir aquí, según me contaba mi abuelo a quien le supo contar el suyo. Hicieron un gran cementerio pensando que albergaría a muchísimos muertos. Pero se han muerto casi todos y nos sobra lugar. Imaginaron que Medinas se volvería como un gran hormiguero o mejor habrán pensado que sería un mariposero y ¿adónde habrían de irse a consumir esas multitudes sino a un gran cementerio? En cambio el del pueblo vecino ya se ha llenado de bote en bote y precisan la tierra para sembrar caña. Y nos los traen aquí:
—Mañana habrá agua. Preparen las tinajas y lugares.
—¿Quién murió, señor intendente?
—Esta vez es un ricacho. A prepararse, pues.
—¡Albricias! Muerto tenemos. Requiescat in pace...
Y nos preparamos alegremente para escuchar también el canto del agua corriendo por las acequias.
Así es Medinas. Un lujo triste. Un rescoldo ceniciento. Un orgullo entumecido.

Nació en Jujuy, en 1922 y murió en Buenos Aires en 1998. Se recibió de maestra y, aunque de salud muy frágil (tuvo fiebre reumática y varias operaciones del corazón), a los 18 años comenzó a ejercer la docencia. A fines de los años 40, llegó a Buenos Aires, trabajó en el hogar escuela Eva Perón y conoció a Evita, sobre quien más tarde escribió una biografía. Estuvo casada con el poeta Joaquín Giannuzzi, con quien tuvo dos hijas.Publicó Muerte, animal y perfume (Poemas. Agrupación Cultural Renacimiento, 1951/Ediciones del Dock, 2008), Los comensales (Novela. Testimonios, 1967), Poesía tradicional argentina (Huemul, 1972), La flor de hierro (Novela. Castañeda, 1978, Ediciones del Dock, 2004), Río de las congojas (Novela. Sudamericana, 1981/ River of Sorrows, White Pine Press, 1999/ Ediciones del Dock, 1996, varias reediciones), Eva Perón (Ceal, Buenos Aires, 1984), Sabotaje en el álbum familiar (Novela. Fundación Ross, 1984), Quién pudiera llegar a Ma-Noa (Crónica. Plus Ultra, 1986), Un piano en Bahía Desolación (Novela. Braga, 1994). Recibió el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires 1981 y el Boris Vian 1997, ambos por Río de las congojas, considerada una novela clave de la literatura argentina. Organizó el Primer Congreso de Escritoras (Buenos Aires, 1988) e integró el jurado del Premio José Hernández, que entrega la Secretaría de Cultura de la Nación a autores nacidos en América latina, España, Brasil y Portugal.
http://www.audiovideotecaba.gov.ar/areas/com_social/audiovideoteca/literatura/demitropulos_bio_es.php

10 junio, 2007

Liliana Bodoc(Argentina, 1958)


Los días del Venado

( Textos extraídos por Imaginaria , con autorización de sus editores, del libro Los días del Venado, de Liliana Bodoc .Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2001; colección Otros Mundos)


"Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del eco del recuerdo. Ningún vestigio sobre estos sucesos ha conseguido permanecer. Y aun cuando pudieran adentrarse en cuevas sepultadas bajo nuevas civilizaciones, nada encontrarían.
Lo que voy a relatar sucedió en un tiempo lejanísimo; cuando los continentes tenían otra forma y los ríos tenían otro curso. Entonces, las horas de las Criaturas pasaban lentas, los Brujos de la Tierra recorrían las montañas Maduinas buscando hierbas salutíferas, y todavía resultaba sencillo ver a los lulus, en las largas noches de las islas del sur, bailando alrededor de sus colas.
He venido a dejar memoria de una grande y terrible batalla. Acaso una de las más grandes y terribles que se libraron contra las fuerzas del Odio Eterno. Y fue cuando una Edad terminaba y otra, funesta, se extendía hasta los últimos refugios.
El Odio Eterno rondaba fuera de los límites de la Realidad buscando una forma, una sustancia tangible que le permitiera existir en el mundo de las Criaturas. Andaba al acecho de una herida por donde introducirse, pero ninguna imperfección de las Criaturas era grieta suficiente para darle paso.
Sin embargo, como en las eternidades todo sucede, hubo una desobediencia que fue herida, imperfección y grieta suficiente.
Todo comenzó cuando la Muerte, desobedeciendo el mandato de no engendrar jamás otros seres, hizo una criatura de su propia sustancia. Y fue su hijo, y lo amó. En ese vástago feroz, nacido contra las Grandes Leyes, el Odio Eterno encontró voz y sombra en este mundo.
Sigilosa, en la cima de un monte olvidado de las Tierras Antiguas, la Muerte brotó en un hijo al que llamó Misáianes. Primero fue una emanación que su madre incubó entre los dientes, después fue un latido viscoso. Después graznó y aulló. Después rió, y hasta la propia Muerte tuvo miedo. Después se emplumó para volar contra la luz.
Los vasallos de Misáianes fueron innumerables. Seres de todas las especies se doblegaron ante su solo aliento y acataron su voz. Pero también seres de todas las especies lo combatieron. Así, la guerra se arrastró hasta cada bosque, cada río y cada aldea.
Cuando las fuerzas de Misáianes atravesaron el mar que las separaba de las Tierras Fértiles, la Magia y las Criaturas se unieron para enfrentarlas. Estos son los hechos que ahora narraré, en lenguas humanas, detalladamente." *(Leer mas ...)


Los días de la sombra
(fragmento)

" El tiempo no tiene una sino sus muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día. Digo esto porque habrá quienes quieran saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza con que Wilkilén desgranaba el maíz. Si me preguntan esto deberé responder que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña trascurrió apenas un instante. "

Escritora, profesora de literatura y poetisa argentina nacida en Santa Fe, aunque vive en Mendoza desde los cinco años. Ex actriz, alejada de los territorios del canon y la farándula literaria, cursó la licenciatura de Literatura Moderna en la Universidad Nacional de Cuyo, ejerciendo la docencia en ésta ciudad. Bodoc nunca ha experimentado la escritura como una obligación, más bien, la escritura se le encapricha, la envuelve y le reclama tiempo, obsesivamente, desde el año 1993.
Con su primera novela Los días del venado (2000), primera entrega de la trilogía La Saga de los Confines, obtuvo entre otros premios, la Mención especial de The White Ravens.
Los días de la sombra(2002) y Los días del fuego (2004) segunda y tercera entrega de esta saga,
-culminaron lo que podría ser considerada como una trilogía épica mágica, inspirada en las leyendas aborígenes deLatinoamérica, al mejor estilo de J.R.R. Tolkien o de Ursula Leguin. Sus textos ponen en órbita una galería de personajes inolvidables, como Misáianes, el hijo de la muerte; la vieja Kush, Dulkancellin, un guerrero soberbio que se ha ganado el odio de muchos lectores; el jorobado Drimus o Molitzmós, entre otros. Ha publicado también el libro de cuentos infantiles :
Diciembre ,super album(2003), Sucedió en colores (2004),"Puente de Arena"( en antología "Cuentos por la Paz", Alfaguara, 2003),"Aventuras del mundo animal" (antolog./cuentos junto a otros autores, de Serie Iguales pero diferentes, Edit.Sudamericana, 2004). La mejor luna y Reyes y pajaros (2007) .
Obras Teatrales: Adiós a las Puntillas, Doña Cata y la gitana y Por tantos.
Y una novela de reciente publicacion Memorias impuras ( Edit Planeta,2007).

07 junio, 2007

Ana Lidia Vega Serova (Leningrado/CUBA,1968)


Billetes falsos

Ella caminaba sin prisa, como quien no tiene a dónde ir. Alguien a quien nadie ya espera. Podía estar pensando lo mismo en el dibujo formado por las rayas de la acera craquelada, que en la relación que acababa de perder. Relación convulsa y extraña, rota antes de haber empezado realmente. Un hombre le pasó por el lado. Dos o tres metros adelante ella vio cómo algo se le caía. Lo llamó, pero él no la escuchó, seguía avanzando. Entonces ella se inclinó y examinó el hallazgo. Se trataba de un estuche plástico con dinero. Mucho dinero. En billetes de a cien. ¡Dólares! "¡Oiga!", gritó con fuerzas y corrió hacia él. El hombre se detuvo y la miró confundido. Parecía enfermo. "¿Esto es suyo?", ella mostró el estuche. El hombre comenzó a temblar. "Gracias", murmuraba, "me has salvado la vida. Tú no sabes lo que hashecho..." "Por nada", se encogió de hombros la mujer. "Guárdalo bien para que no lo vuelvas a perder." Siguió su camino. Pensaba en lo que hubiera pasado si no lo llama. En todas las cosas que pudo haber comprado con tanto dinero. También pensaba en que el hombre era raro. Se veía sucio, ¿quién se puede imaginar que un tipo con esa facha tenga tanto billete? En la esquina él la alcanzó. "Mira, tú me salvaste la vida, quiero regalarte veinte dólares." "No te preocupes, chico, eso lo hace cualquiera..." "Veinte dólares", pensaba con tristeza, "yo podría resolver un montón de problemas con veinte dólares..."

"Olvídalo", dijo, "es tu dinero, seguro que lo necesitas..." El tipo seguía insistiendo. La tentación era insoportable. "Bueno", aceptó al fin, "si crees que te vas a sentir mejor dándomelo, te lo agradeceré." "El problema es que habrá que cambiarlo. Sólo tengo billetes de a cien", explicó el hombre. "Okey, podemos cambiar en aquella cafetería." Caminaron. "Es un dinero que me mandó mi hermano del Norte." "¿Lo guardaste bien?" "Sí, ahora sí." "Mira,que si se te vuelve a perder..." La cafetería estaba vacía. "Espérame aquí", dijo él y entró. Volvió enseguida moviendo la cabeza. "No tienen cambio." "Sabes", decidió ella, "no te preocupes, parece que no está para mí..." "No, chica, yo quiero regalarte ese dinero. Vamos hasta la tienda." "Es lejos", comentó ella y lo miró. Tenía una cara agradable y un poco triste. "Vamos", dijo. Anduvieron un rato en silencio. "Escúchame", comenzó él vacilante, "yo quiero hacerte una pregunta." "Dime." Ella puso expresión de niña franca. "No, mejor olvídalo..." "No, chico, dime, no tengas pena..." "Es que tú no eres de esas muchachas... " "No te entiendo", disminuyó el paso, "pregunta lo que quieras. Yo no sé si soy de ésas o de las otras, pero trataré de responderte la verdad." "Es que no sé cómo pedírtelo. Te daré cuarenta dólares. Te prometo que no te voy a tocar, ni tú tendrás que tocarme. Me lo haré todo solo. Yo iba para la playa a buscar una muchacha para eso. Cualquiera lo hace por cinco dólares. Pero como tú me ayudaste, te daré cuarenta." Ella lo observaba comprendiendo lentamente. Cuarenta dólares es bastante dinero. Además de comprar lo más necesario para la casa, podría hacerse de un vestido nuevo. No le costaría nada y le resolvería un problema al infeliz ése. "¿Lo que tú quieres es sólo mirarme?", preguntó para estar segura. "Sí", contestó. "Pobre hombre, debe estar tan solo, tan falta de afecto, tanabandonado..." –"Está bien", aceptó al fin. "¡Gracias!", casi gritó él, "otra vez me salvas la vida." "No cojas lucha", suspiró ella, "yo puedo comprenderte." Doblaron la esquina pensando cada uno en lo suyo. "¿No estás casado?", preguntó la mujer. "Estoy separado. Hace años..." "¿Y no tienes novia ni nada?" Él movió la cabeza negando. "¿Dónde podríamos hacerlo? Yo no soy de aquí." "No sé... Por ahí hay bastantes hierbazales, esto es casi un monte..." Ella quería saber más sobre él. Aunque sea el nombre. No se atrevió, temiendo traspasar el límite que de simples desconocidos intercambiando favores, los convertiría en alguna otra cosa. "Mira", dijo él, "ahí hay un trillo, unas matas, podríamos intentarlo." Ella dudó. Faltaban sólo dos cuadras para la tienda. "Vamos a la tienda primero", propuso. "¿Desconfías de mí?", preguntó él con cara de perro apaleado. "No", dijo ella mirando hacia el trillo, "vamos." "¡Gracias, por Dios! Es que estoy desesperado, tú no sabes lo que es eso, ustedes las mujeres... Toma." Le dio el paquete que traía. –¿Qué es eso? –ella se sorprendió. "Un champú. Lo compré para hacerle un regalo a una persona. Pero mejor quédate tú con él." "No, viejo, deja eso", protestó la mujer. "Sí, sí. Me quitarás un peso de arriba, detesto llevar cosas en las manos..." "Bueno, si es por eso..." Guardó el bulto en el bolso. El lugar era perfecto. El trillo se bifurcaba al pie de un grandísimo framboyán. Detrás del árbol había unas losas de cemento que formaban una especie de reservado. No se podía soñar nada mejor. "Déjame orinar primero." El hombre le dio la espalda. "¿Dónde quieres que me pare?", preguntó ella. "Quédate donde estás –le respondió, se sacudió y se viró–. ¡Qué bonita eres!" "Gracias. " "Estoy nervioso." Él amasaba el pene con la mano. "Cuesta pararla." "No te pongas nervioso", dijo ella con dulzura, "no tienes por qué estar nervioso. Todo está bien." "Eres muy comprensiva, sabes. Eres tremenda mujer." Ella rió. Pensó en que casi nunca le gustas a quien quieres gustar. "Ayúdame", pidió el hombre forcejeando inútilmente con su pene, "sólo un poquito. Verás que termino enseguida y nos vamos para la tienda." "¿Qué quieres que haga?" "Sólo cógela, con la mano completa. " Ella obedeció. Sintió cómo se le hacía la mano pequeña para algo tan crecido. "¿Ya?", preguntó. "Mueve un poco la mano. Un poquito. Por favor. " La movió. No sentía nada agradable ni desagradable. Nada de nada. "Ya, sigue tú", se apartó. "Sí", dijo él, "sí." Dejó caer el short que vestía. No traía calzoncillos. "Tengo miedo embarrarlo", explicó, "seguro que voy a soltar cantidad. Hace días que no... ¿La tengo muy chiquita?" "¿Qué?", ella no entendió. "Mi mujer me dejó porque decía que tengo la pinga muy chiquita." "No sé", ella miró el pene del hombre con más atención, "creo que es un buen tamaño. No debes preocuparte." "¿Estás segura?", él movió la mano desesperado. "Sí, viejo, no está nada chiquita, está muy bien." "Vírate de espaldas", pidió el hombre. "¿Para qué?", ella se viró. "¿Por qué no te bajas el short? Sólo un momentico, para ver tu blúmer." "No", dijo ella, "eso no." "Por favor", rogó él, "¿qué te cuesta? Un momentico nada más." Ella se bajó el short. Él gemía a sus espaldas. "Métete el blúmer entre las nalgas." Ella lo hizo. "Abre las piernas." Las abrió. "Súbete una esquinita del blúmer." Ella dio la vuelta. Miró a ese hombre luchando con su pene. Ese hombre solo, abandonado, posiblemente enfermo. Se quitó el blúmer y le dijo: "Mira." Se mostró por delante y por detrás. Se inclinó para que la viera toda abierta. Luego se vistió lentamente pese a los ruegos del hombre por continuar el espectáculo. "No", respondía muy suavemente, "olvídalo." Comenzó a alejarse por el trillo. "¡Espera!", gritó él. "¡No te vayas! ¿Y el dinero?" "No quiero tu dinero", contestó sin volverse. "Cómprate una puta." Salió a la avenida. Anduvo un rato estudiando el dibujo que formaban las rayas de la acera craquelada. Recordó el champú y lo sacó para olerlo. No olía a nada. Mojó un poco el dedo con el líquido, luego frotó el dedo contra otro. No hacía espuma. Echó un chorrito sobre la palma de la mano y comprendió que era agua. Un pomo lleno de agua. Se rió. Estuvo riendo mucho tiempo.


Anna Lidia Vega Serova(Leningra­do,1968) es una de nuestras más pro­lijas escritoras. Con su primer libro de cuentos, Bad painting, obtuvo en 1997 el Premio David. Dos años más tarde aparece por Letras Cubanas su Catálogo de mascotas. En el 2000, gracias a Ediciones Unión, pudimos disfrutar de su tercer volumen de narraciones, Limpiando ventanas y espejos, y gana el Premio Dador por el proyecto de su cuarto libro, Imperio doméstico, que ya íntegramente quedara finalista y obtuviera Mención en el Concurso de cuentos Alejo Carpentier de 2003. Su prime­ra novela, Noche de ronda, fue publicada en Islas Canarias y también en Cuba, y ha sido reseñada en revistas nacionales. Asimismo, varios de sus cuentos aparecen en numerosas antologías cu­banas y de otros países (Alemania, Argentina, Francia, España, Noruega). Sin abandonar su condición de narradora infatigable, Anna Lidia incursiona en la pintura, en la poesía, y tiene a su cargo actividades literarias en Alamar, espacio vital donde sortea la cotidianidad junto a la presencia entrañable de su hijo Cristian.

06 junio, 2007

Andrea Maturana(Chile,1969)


Cita

Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente llenando el vagón, y sin embargo, la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de los carros o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitía pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.

No tenía espacio para darse vuelta, pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir las piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrarla a ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flectar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos). Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.

Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano: suave, persistente, sumiéndola en un placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajara del carro.

Lo hizo demasiado rápido, sin darle siquiera aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a su puerta observándola desde el andén. Sólo quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del carro entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e invadida por un repentino temor, a ese y a todos los abandonos que preveía de ahí en adelante.

Pronto comenzaron a esfumarse la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en la espalda. Y como un reflejo, como un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero el resto del viaje lo sostuvo con fuerza por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.

Sentía miedo; tanto de no ver nunca más al hombre, como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que viera. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.

Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el metro, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho aún no lo había visto, y ella solía abstraerse en el metro. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.

Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.

En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores en el alero de la puerta, pensó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la única oportunidad de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se dijo.

Quiso llegar antes, para reconocer el sitio y no sentirse incómoda; para encontrarse con él ya tranquila, preparada, vencida la inquietud inicial, y con el tiempo a su favor para aventajarlo en ganas. La vereda estaba limpia y la puerta no tenía ningún aviso llamativo. Al lado había un estacionamiento con una cortina que no dejaba ver los autos ni sus patentes. Eso, inexplicablemente, le inspiró confianza y, aunque nunca antes había estado en un lugar así, no le resultó del todo ajeno. Prefirió entrar, pa¬ra no llamar la atención de nadie, antes de arrepentirse. Pero una vez adentro comprendió que era extraño estar ahí sola y, cuando se le acercó la mujer encargada de los cuartos pensó decir que esperaba a un amigo, dar su nombre, que lo hicieran pasar cuando llegara, que le indicaran donde lo aguardaba. Entonces, él entraría en cualquier momento, sin golpear, pensó, y ella tendría que ostentar ante sus ojos una seguridad que todavía no se sentía capaz de fingir; tendría que invitarlo a pasar como a su propia casa. Improvisó cualquier cosa, le dijo a la mujer que ella misma subiera apenas llegara un hombre sin compañía que dijera llamarse Esteban, y que golpeara, para luego esperar un momento antes de hacerlo pasar. Temió que le preguntaran por su aspecto, para poder reconocerlo, pero no fue así. La empleada simplemente asintió y la condujo a la puerta del fondo del pasillo. Tal vez le bastara saber su nombre, pensó, o tal vez lo conociera por otras veces, por innumerables otras veces. Prefirió no pensar en eso.

A medida que se internaba en el pasillo tuvo la impresión de que los colores se hacían más oscuros, adquiriendo una viscosa profundidad. Le pareció oír respiraciones entrecortadas, murmullos; le pareció ver cierta humedad en los muros y ser alcanzada, cada vez que pasaba junto a una puerta, por un aire tibio que se escapaba por las rendijas. Apuró el paso para ir a resguardarse tras la mujer. Por un momento pensó pedirle que entrara con ella, contárselo todo, que la aconsejara, pero logró controlarse y musitó un débil agradecimiento cuando ella la dejó de pie en el umbral, con la puerta abierta. Le indicó, con un gesto, que se fuera. No quería que nadie la viera descubriendo ese espacio, nadie debía constatar sus reacciones. Y sobre to¬do, deseaba poder irse si se arrepentía.

Permaneció inmóvil un momento. Luego buscó a tientas un interruptor en la pared y, al pulsarlo, todo se iluminó de rojo, envolviéndola en un calor nuevo, en una intimidad que la golpeaba desde todos los rincones de la habitación y se multiplicaba en cada uno de los espejos, ubicados estratégicamente alrededor de la cama. Cerró la puerta a sus espaldas, temiendo que alguien pudiera escuchar sus latidos, que golpeaban a un ritmo que le pareció estridente. Se quedó un momento así, de pie observando cada detalle. Fijó la vista en la cama y creyó distinguirlo ahí, desgarbado, desnudo, las piernas abiertas y el rostro lascivo, en un gesto grotesco. Quiso irse, pero comprendió que no era otra cosa que su miedo, la ignorancia, cualquier excusa para eternizar esa condición que la protegía de todos los peligros, pero que ya no servía para nada.

Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez mas intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos. Tocó la cama, la alfombra, los muebles, y en sus texturas sintió vida, humedad, sintió carne, latidos, calor. Cerró los ojos y pudo percibir cómo se le erizaba cada centímetro de la piel, cómo se le abrían los poros, dispuestos a recibir todo lo que él pudiera darle esa noche. Se detuvo, inquieta por la intensidad de esa sensación, y para conservarla intacta se sentó en una esquina de la cama, presionando más de lo necesario y sintiendo el escalofrío, teniéndolo a él antes de su llegada, imaginándolo adentro, incorporando sus vaivenes, el ancho que suponía a sus caderas, el contacto húmedo de su vientre, el ritmo progresivo de la respiración en su cuello, en su frente, en su boca. Con urgencia empezó a musitar todo aquello que había pensado decirle, transmitirle, sudándole las palabras, empapándolo con años de deseo acumulado. Cientos de espejos le devolvían su propia imagen, que le pareció distinta. Le gustó ver su rostro así, las pupilas más dilatadas y los labios engrosados y oscuros, humedecidos por su aliento. Lentamente abrió las piernas para ver, por primera vez, el camino real hacia su sexo, una profundidad oscura e in¬vitante; invitante incluso para ella. Se tendió de espaldas sobre el cubrecamas satinado, intentando controlar sus latidos y sin dejar de sorprenderse por todo el aire que consumía al respirar. Sin pensarlo, deslizó su mano hasta los muslos, buscando mas allá de las ligas que la presionaban desvergonzadamente. Encontró una piel suave y húmeda, tal como lo había imaginado a él, durante esos días, y ese contacto la alteró tanto como las veces que intentó reconstruirlo, revivir sus caricias, la tibieza del aire sobre su cuello, las dimensiones exactas de su mano. Todo resultaba un diálogo, como con el espejo: la sensación de piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, mas allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con las yemas de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus mus¬los y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que continúa, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere.

Los latidos volvieron a calmarse y de pronto ella oyó bocinas sordas desde la calle. Una gota de sudor se deslizaba por la ranura del escote; los pechos se erguían como queriendo traspasar la tela. Miró a su alrededor creyendo, por un momento, que lo encontraría al otro lado de la cama, desnudo y agotado. Estaba sola. Lentamente se sentó, sintiendo que su fuerza había quedado suspendida en el aire y ahora se le filtraba por la piel, de regreso.

No lo pensó demasiado. Tomó el mismo mensaje con que él la había citado y, bajo su escritura firme, anotó "Gracias" con letras grandes y redondas. Dejó el papel en un lugar visible, justo en el centro del enorme colchón, y arreglándose la falda apuró el paso para salir sin que nadie lo notara y alcanzar el último bus de la noche.


*Cuento perteneciente al libro (Des) encuentros (des) esperados, Santiago de Chile, Ed. Alfaguara, Santiago de Chile, 2000.


Andrea Maturana (1969, Santiago de Chile). Fue colaboradora en Zona de Contacto, Revista Ya, Diario El Mercurio. Dirigió varios talleres literarios entre 1992 y 1998. Realizó traducciones. Escribió guiones para la serie documental "Disfrute Chile" (Nueva Imagen Producciones) y para el programa "Cinevideo", sección "Historias de cine", entre otros. Publicaciones individuales: (Des) Encuentros (Des) Esperados (Los Andes, Chile, 1992), El daño (novela, Alfaguara, Chile, 1997), La Isla de las langostas (CIDCLI, México, 1997). Publicaciones en antologías: Cuentos de mi país (Antártica, 1986), 26 Cuentos Ilustrados "Ensacados" (ERGO SUM, 1987), 25 Cuentos (ERGO SUM, 1988), El cuento feminista latinoamericano (ILET, 1988), Machismo se escribe con M de mamá ( ERGO SUM, 1989), Cuando no se puede vivir del cuento (ERGO SUM, 1989), Brevísima Relación del cuento Breve en ChileNuevos Cuentos Eróticos (Grijalbo, 1991), Los pecados capitales( Grijalbo, 1993), Disco duro, Zona de Contacto (Planeta Biblioteca del Sur, 1995), 17 Narradoras Latinoamericanas (Grupo Coedición Latinoamericana, 1996), Líneas Aéreas (Lengua de Trapo, España, 1999). (LAR, 1989),
Licenciada en Biología, realizó también estudios de Arte y Teatro.

01 junio, 2007

SILVINA OCAMPO(Argentina,1903-1994)


El pecado mortal


Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o los cuentos pornográficos, por eso ¡oh sacrílega! los días próximos a tu primera comunión, con la promesa del vestido blanco, lleno de entredoses, de los guantes de hilo y del rosario de perlitas, fueron tal vez los verdaderamente impuros de tu vida. Dios me lo perdone, pues fui en cierto modo tu cómplice y tu esclava.

Con una flor roja llamada plumerito, que traías del campo los domingos, con el libro de misa de tapas blancas (un cáliz estampado en el centro de la primera página y listas de pecados en otra), conociste en aquel tiempo el placer –diré- del amor, por no mencionarlo con su nombre técnico; tampoco tú podrías darle un nombre técnico, pues ni siquiera sabías dónde colocarlo en la lista de pecados que tan aplicadamente estudiabas. Ni siquiera en el catecismo estaba todo previsto y aclarado.

Al ver tu rostro inocente y melancólico, nadie sospechaba que la perversidad o más bien el vicio te apresaba ya en su tela pegajosa y compleja.

Cuando alguna amiga llegaba para jugar contigo, le relatabas primero, le demostrabas después, la secreta relación que existía entre la flor del plumerito, el libro de misa y tu goce inexplicable. Ninguna amiga lo comprendía, ni intentaba participar de él, pero todas fingían lo contrario, para contentarte, y sembraban en tu corazón esa pánica soledad (mayor que tú) de saberte engañada por el prójimo.


En la enorme casa donde vivías (de cuyas ventanas se divisaba más de una iglesia, más de un almacén, el río con barcos, a veces procesiones de tranvías o de victorias de plaza y el reloj de los ingleses), el último piso estaba destinado a la pureza y a la esclavitud: a la infancia y a la servidumbre. (A ti te parecía que la esclavitud existía también en los otros pisos y la pureza en ninguno.)

Oíste decir en un sermón: “Más grande es el lujo, más grande es la corrupción”; quisiste andar descalza, como el niño Jesús, dormir en un lecho rodeada de animales, comer miguitas de pan, recogidas del suelo, como los pájaros, pero no te fue dada esa dicha: para consolarte de no andar descalza, te pusieron un vestido de tafetas tornasolado y zapatos de cuero mordoré; para consolarte de no dormir en un lecho de paja, rodeada de animales, te llevaron al teatro Colón, el teatro más grande del mundo; para consolarte de no comer miguitas recogidas del suelo, te regalaron una casa lujosa con puntillas de papel plateado, llena de bombones que apenas cabían en tu boca.

Rara vez las señoras, con tocados de plumas y de pieles, durante el invierno se aventuraban por ese último piso de la casa, cuya superioridad (indiscutible para ti) las atraía en verano, con vestidos ligeros y anteojos de larga vista, en busca de una azotea, de donde mirar aeroplanos, un eclipse o simplemente la aparición de Venus; acariciaban tu cabeza al pasar, y exclamaban con voz de falsete: “¡Qué lindo pelo!”. “¡Pero qué lindo pelo!”

Contiguo al cuarto de juguetes, que era a la vez el cuarto de estudio, estaban las letrinas de los hombres, letrinas que nunca viste sino de lejos, a través de la puerta entreabierta. El primer visitante, Chango, el hombre de confianza de la casa, que te había puesto de apodo Muñeca, se demoraba más que sus compañeros en el recinto. Lo advertiste porque a menudo cruzabas por el corredor, para ir al cuarto donde planchaban la ropa, lugar atrayente para ti. Desde allí, no sólo se divisaba la entrada vergonzosa: se oía el ruido intestinal de las cañerías que bajaban a los innumerables dormitorios y salas de la casa, donde había vitrinas, un altarcito con vírgenes, y una puesta de sol en un cielo raso.

En el ascensor, cuando la niñera te llevaba al cuarto de juguetes, repetidas veces viste a Chango que entraba en el recinto vedado, con mirada ladina, el cigarrillo entre los bigotes, pero más veces aún lo viste solo, enajenado, deslumbrado, en distintos lugares de la casa, de pie arrimándose incesantemente a la punta de cualquier mesa, lujosa o modesta (salvo a la de mármol de la cocina, o a la de hierro con lirios de bronce del patio). “¿Qué hará Chango, que no viene?” Se oían voces agudas, llamándolo. Él tardaba en separarse del mueble. Después, cuando acudía, naturalmente nadie recordaba para qué lo llamaban.

Tú lo espiabas, pero él también terminó por espiarte: lo descubriste el día en que desapareció de tu pupitre la flor del plumerito, que adornó más tarde el ojal de su chaqueta de lustrina.

Pocas veces las mujeres de la casa te dejaban sola, pero cuando había fiestas o muertes (se parecían mucho) te encomendaban a Chango. Fiestas y muertes consolidaron esta costumbre, que al parecer agradaba a tus padres. “Chango es serio. Chango es bueno, mejor que una niñera” decían a coro. “Es claro, se entretiene con ella” agregaban. Pero yo sé que una lengua de víbora, de las que nunca faltan, dijo: “Un hombre es un hombre, pero nada le importa a los señores, con tal de hacer economías”. “¡Qué injusticia!”, musitaban las ruidosas tías. “Los padres de la niñita son generosos, tan generosos que pagan un sueldo de institutriz a Chango.”

Alguien murió, no recuerdo quién. Subía por el hueco del ascensor ese apasionado olor a flores, que gasta el aire y las desacredita. La muerte, con numerosos aparatos, llenaba los pisos bajos, subía y bajaba por los ascensores, con creces, cofres, coronas, palmas y atriles. En el piso alto, bajo la vigilancia de Chango, comías chocolates que él te regaló, jugabas con el pizarrón, con el almacén, con el tren y con la casa de muñecas. Fugaz como el sueño de un relámpago, te visitó tu madre y preguntó a Chango si hacía falta invitar a alguna niñita para jugar contigo. Chango contestó que no convenía, porque entre las dos harían bulla. Un color violeta pasó por sus mejillas. Tu madre te dio un beso y partió; sonreía, mostrando sus preciosos dientes, feliz por un instante de verte juiciosa, en compañía de Chango.

Aquel día la cara de Chango estaba más borrosa que de costumbre: en la calle no lo hubiéramos conocido ni tú ni yo, aunque tantas veces me lo describiste. De soslayo lo espiabas: él, habitualmente tan erguido, arqueándose como signos de paréntesis; ahora se arrimaba a la punta de la mesa y te miraba. Vigilaba de vez en cuando los movimientos del ascensor, que dejaba ver a través de la armazón de hierro negro, el paso de cables como serpientes. Jugabas con resignada inquietud. Presentías que algo insólito había sucedido o iba a suceder en la casa. Como un perro, husmeabas el horrible olor de las flores. La puerta estaba abierta: era tan alta, que su abertura equivalía a la de tres puertas de un edificio actual, pero eso no facilitaría tu huida; además no tenías la menor intención de huir. Un ratón o una rana no huyen de la serpiente que los quiere, no huyen de animales más grandes. Chango, arrastrando los pies, se alejó de la mesa por fin, se inclinó sobre la balaustrada de la escalera para mirar hacia abajo. Una voz de mujer, aguda, fría, retumbó desde el sótano:

-¿La Muñeca se porta bien?

El eco, seductor cuando le decías algo, repitió sin encanto la frase.

- Muy bien- respondió Chango, que oyó sonar sus palabras en los fondos oscuros del sótano.

- A las cinco le llevaré la leche.

La respuesta de Chango: - No hace falta, se la prepararé yo -, se mezcló con un –gracias- femenino, que se perdió en los mosaicos de los pisos bajos.

Chango volvió a entrar en el cuarto y te ordenó: - Mirarás por la cerradura cuando yo esté en el cuartito de al lado. Voy a mostrarte algo muy lindo.

Se agachó junto a la puerta y arrimó el ojo a la cerradura, para enseñarte cómo había que hacer. Salió del cuarto y te dejó sola. Seguiste jugando como si Dios te mirara, por compromiso, con esa aplicación engañosa que a veces ponen en su juego los niños. Luego, sin vacilar, te acercaste a la puerta. No tuviste que agacharte, la cerradura se encontraba a la altura de tus ojos. ¿Qué mujeres degolladas descubrirías? El agujero de la cerradura obra como un lente sobre la imagen vista: los mosaicos relumbraron, un rincón de la pared blanca se iluminó intensamente. Nada más. Un exiguo chiflón hizo volar tu pelo suelto y cerrar tus párpados. Te alejaste de la cerradura, pero la voz de Chango resonó con imperiosa y dulce obscenidad: “Muñeca, mira, mira”. Volviste a mirar. Un aliento de animal se filtró por la puerta, no era ya el aire de una ventana abierta en el cuarto contiguo. Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso. Como tú y Chango a través de esa puerta, Píramo y Tisbe se hablaban amorosamente a través de un muro.

Te alejaste de nuevo de la puerta y reanudaste tus juegos mecánicamente. Chango volvió al cuarto y te preguntó: “Viste?”. Sacudiste la cabeza y tu pelo lacio giró desesperadamente. “¿Te gustó?”, insistió Chango, sabiendo que mentías. No contestabas. Arrancaste con un peine la peluca de tu muñeca, pero de nuevo Chango estaba arrimado a la punta de la mesa, donde tratabas de jugar. Con su mirada turbia recorría los centímetros que te separaban de él y ya imperceptiblemente se deslizaba a tu encuentro. Te echaste al suelo, con la cinta de la muñeca en la mano. No te moviste. Baños consecutivos de rubor cubrieron tu rostro, como esos baños de oro que cubren las joyas falsas. Recordaste a Chango hurgando en la ropa blanca de los roperos de tu madre, cuando reemplazaba en sus tareas a las mujeres de la casa. Las venas de sus manos se hincharon, como de tinta azul. En la punta de los dedos viste que tenía moretones. Involuntariamente recorriste con la mirada los detalles de su chaqueta de lustrina, tan áspera sobre tus rodillas. Desde entonces verías para siempre las tragedias de tu vida adornadas con detalles minuciosos. No te defendiste. Añorabas la pulcra flor del plumerito, tu morbosidad incomprendida, pero sentías que aquella arcana representación, impuesta por circunstancias imprevisibles, tenía que alcanzar su meta: la imposible violación de tu soledad. Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos, pero solicitados para idénticos fines.

Durante noches de insomnio compusiste mentirosos informes, que servirían para confesar tu culpa. Tu primera comunión llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte. Tuviste que comulgar en estado de pecado mortal. Estaban en los reclinatorios no sólo tu familia, que era numerosa, estaban Chango y Camila Figueroa, Valeria Ramos, Celina Eysaguirre y Romagnoli, cura de otra parroquia. Con dolor de parricida, de condenada a muerte por traición, entraste en la iglesia helada, mordiendo la punta de tu libro de misa. Te veo pálica, ya no ruborizada frente al altar mayor, con los guantes de hilo puestos y un ramito de flores artificiales, como de novia, en tu cintura. Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si tuvieras la suerte, que no tienes,de ser mi contemporánea. Yo sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto, con esa insistencia que el silencio desata en los labios crueles de las furias que se dedican a martirizar a los niños, voces inhumanas, unidas a la tuya, que decían: es un pecado mortal, Dios mio, es un pecado mortal. ¿Cómo hiciste para sobrevivir? Sólo un milagro lo explica: el milagro de la misericordia.





"Pecado mortal” fue publicado en: Silvina Ocampo, Cuentos Completos, en el Tomo I, editado por Emecé en 1999.



Obras
- Viaje Olvidado (cuentos), Buenos Aires, Sur, 1937. - Enumeración de la patria (poesía), Buenos Aires, Sur, 1942.


- Autobiografía de Irene (cuentos), Buenos Aires, Sur, 1948. Reeditado en Orión, 1976.


- Pequeña antología, Buenos Aires, Editorial Ene, 1954


- El pecado mortal (antología de relatos), Buenos Aires, Eudeba, 1966.


- Informe del cielo y del infierno (antología de relatos), Prólogo de Edgardo Cozarinsky, Caracas, Monte Avila, 1970.


- Los días de la noche (cuentos), Buenos Aires, Sudamericana,1970.


- El cofre volante (cuentos infantiles), Buenos Aires, Estrada, 1974.


- El tobogán (cuentos infantiles), Buenos Aires, Estrada, 1975.


- El caballo alado (cuentos infantiles), Buenos Aires, De la flor, 1976


- La furia (cuentos), Buenos Aires, Sur, 1959. Reeditado en Orión, 1976


- La naranja maravillosa (cuentos infantiles), Buenos Aires, Sudamericana, 1977.


- Las invitadas (cuentos), Buenos Aires, Losada, 1961. Reeditado en Orión, 1979


- Canto Escolar (cuentos infantiles),Buenos Aires, Fraterna, 1979.


- La continuación y otras páginas, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.


- Encuentros con Silvina Ocampo, diálogos con Noemí Ulla, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.


- Páginas de Silvina Ocampo, seleccionadas por la autora, prólogo de Enrique Pezzoni, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1984.


- Y así sucesivamente (cuentos), Barcelona, Tusquets, 1987.


- Cornelia frente al espejo, Barcelona, Tusquets, 1988.


- Las reglas del secreto (antología), Fondo de Cultura Económica, 1991.





Obras en colaboración


con Adolfo Bioy Casares: - Los que aman, odian, Buenos Aires, Emecé, 1946.


con J. R. Wilcock: - Los traidores (pieza teatral en verso), Buenos Aires, Losange, 1956. Reeditado en Ada Korn, 1988.


Con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares:- Antología de la literatura fantástica, Buenos Aires, Sudamericana,1940; 2da ed. 1965.
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