LA DIVINA PROPORCIÓN
Bajo el retrato que Owen exponía en su comedor, el rótulo decía: La menina de Manhattan, tal el nombre con que el pintor había decidido bautizar su obra. Posterioridad exótica; retrospectiva, retromoda. No se trataba de un cuadro que imitase con fidelidad de plagio el trazo y los colores de Velázquez. Pero el pintor había decidido - y no es difícil adivinar por qué- tomar la estructura de Las Meninas para dibujarla. El escenario no era ya la sala de un palacio sino el mismísimo Battery Parck de Manhattan. Claro que a sus espaldas había infinitud de espejos: las ventanas de los rascacielos que un famoso arquitecto argentino construyó para beneplácito de los norteamericanos. El pintor, por su parte, prefirió retratarse como una simple sombra, de frente a la moderna menina. No había reyes asomándose en la furtividad de la tarde, ni siquiera una dama de compañía. Sí un perro, que parecía exageradamente grande junto a ella. Ella. Su pelo, igual que en el cuadro del pintor español, era mimbre y rubicundo y le llegaba a los hombros. No poseía la dignidad de una princesa ni la inocente crueldad de la infanta del cuento de Oscar Wilde. Para ser quien era -llamativa, cabal, encantadora- le bastaba con ser ella misma. Nada de títulos ni apodos exuberantes ni uñas largas sosteniendo una boquilla de nácar blanco. La enana de Manhattan. Las cosas por su nombre. Era enana y bien podría haber descendido del autobús circense de Fellini en la película Ginger y Fred.
- ¿Por qué?- le pregunté a mi hermano Owen cuando, hace tiempo, comenzaron la insólita relación.
Owen me miró como si poseyera una respuesta que las personas simples, las complicadas, las inteligentes y las bestias no podían entender. Él poseía un secreto, una clave que no merecía arrimarse a mis convencionales oídos de persona poco convencional. Pensé que no confiaba en mí. Me tranquilizó. Dijo:
- Mariana, si tuviera que explicárselo a alguien, te lo explicaría solamente a vos. Serías la única persona capaz de comprenderlo. Pero estoy decepcionado. - Tomó un sorbo de mate con su bombilla de plata. Pensé que su comportamiento era el paradigma de los hombres de campo que, súbitamente, descubren las delicias de la civilización. Porque en la otra mano tenía un cigarro Partagás y había dejado sus impecables bombachas de lino blanco por un traje de medida de color gris elefante.
- Muy decepcionado -insistió mientras atendía el teléfono. No le pregunté por qué. Cuando terminó su conversación, me lo explicó: - Si realmente lo entendieras, Mariana, ni me lo preguntarías.
Owen parecía extraño, no era el mismo. El rencor y la incertidumbre no bastan para definir lo que sentí en ese momento. Y, en verdad, no estaba equivocado. El amor no requiere explicaciones. Es así de fácil. Y yo no supe comprenderlo. Entonces, contumaz, insistí:
- Pero, ¿por qué ella? Tantos años de soltero empedernido para enamorarte justamente de ella.
Con gesto benévolo, me señaló una de las vitrinas de su casa. Miniaturas chinas, inglesas, calaveritas de marfil, mates para liliputienses.
- Me gustan las cosas proporcionadas- dijo, cuando yo estaba esperando que dijera ¨me gustan las miniaturas¨. No me salí con la mía, porque su respuesta fue tajante: ¨me gustan las cosas proporcionadas¨, había dicho. Argumenté que la proporción no debe guardar su virtud sólo con respecto a sí misma, sino que se define por su relación con el exterior. Quise ser didáctica, así es que ejemplifiqué:
- La hoja de una enciclopedia en un libro de bolsillo no es proporcionada. -Festejó el sarcasmo, la ocurrencia, no mi actitud. En silencio, su cerebro agudo y falaz debe de haber hecho algún periplo insospechable porque dijo:
- La conocí en Manhattan.
No tuve que preguntarle ¨¿y con eso, qué?¨. Owen siguió hablando:
- Mariana -me explicó-, ella, en medio de aquellos tan altos rascacielos y trepada a las veloces y empinadas escaleras mecánicas, no estaba nada mal. Al lado de aquellos gigantescos edificios, cualquiera es indistintamente un gigante o un cretino.
-¿Ella es cretina?- pregunté, malintencionada. Sabía que el cretinismo era una enfermedad homonal, pero me incliné por otra aceptación, menos médica y más peyorativa de la palabara.
- Bueno - Owen no me prestó atención. Parecía inalcanzable. Ninguno de sus dardos venenosos daría en su blanco. -No es cretina, exactamente. Es enana. Sí, ¿No hay enanos en todos lados? Bueno, ella es enanita. No, enanita no - se corrigió-. Entonces sería demasiado pequeña -rió descaradamente-. Es, simplemente, una enana. Nunca averigué la causa de su exótica constitución.
Me comí un alfajor y guardé silencio. Seguía deshaciéndome la lengua con maizena y dulce de leche cuando cerré la puerta. ¨Mariana¨, me dije, ¨Owen está encandilado con esa mujer fatal. Si no puedo con la palabra¨, me aseguré, ¨podré con la espada, con la pluma, o con cualquier otra táctica¨. Advertí que ¨palabra¨ y ¨pluma¨ venían a ser, para mí, casi exactamente lo mismo. Así es que cambié ¨pluma¨ por ¨guerra fría¨ y crucé la plaza en dirección a la avenida, pasando por la iglesia circular y pisando las flores lilas de los jacarandáes con deliberada fruición...
Esther Cross (1961) nació en Buenos Aires. Licenciada en Psicología, abandonó esa profesión para dedicarse a la actividad literaria.
En 1988 publicó Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el autor escrito en colaboración con Félix Della Paolera.
El despliegue imaginativo de su narración y la fluidez de su prosa le valieron el Primer Premio en el concurso Héctor A. Murena de la SADE, en el género cuento, los premios de las revistas First, Puro cuento y Plural (México), así como menciones en los concursos Juan Rulfo Internacional y Manuel Mujica Láinez. En 1992 publicó su primer novela Crónica de alados y aprendices. Ese mismo año obtuvo el Primer Premio para novela inédita de la Fundación Fortabat con La inundación, publicada en 1993.
para terminar de leer el cuento y ver más sobre la autora visitá :
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