24 diciembre, 2009

El regalo de Esther Cross


Era un muñeco de goma que había traído a casa un amigo sol­tero de mis padres para Navidad. El hombre, que ignoraba las re­glas básicas del protocolo infantil, lo trajo sin aclarar para quién era. Entonces yo supuse que sería para mí al tiempo que mi her­mana consideró que el regalo era indudablemente para ella.
Era un muñeco de goma, con esa tez macilenta de casi todos los muñecos, ojos de vidrio celeste postal, manos abiertas, labios coloridos y una ropa que no se pondría ninguna persona en su sa­no juicio. Pero, dado que era muñeco y no persona, su ropa resul­taba de lo más apropiada. Tenía la típica ropa de un muñeco. Un muñeco ordinario y, según mi madre, sumamente vulgar.
El hombre lo depositó a los pies brillantes del árbol sin raíces. La cabeza redonda asomaba por la hendedura del paquete maltre­cho. Lo dejó allí, entre los regalos, y compartió con nosotros la comida, el tedio y los consabidos comentarios de mis abuelas y mis tíos.
No me sirvan tanto; un poco de champagne para mojarme los labios; esta torta parece una esponja; las picas tendrían que ir a Misa de Gallo; mis regalos son modestos, no quise desentonar. Comentarios habituales en la mayoría de las familias, indistintamente benévolos o mali­ciosos. Ponderaciones crueles, dardos lingüísticos. Por suerte, el hombre celebraba cada frase porque para él, que no tenía familia, eran inusuales y nosotros descubrimos, halagados, que alguien podía sorprenderse con ellas.
Así es que, no sé si en su favor, nos esmeramos cada uno a su turno, en su papel, con su infaltable manía navideña.
Bajo el árbol semafórico, el muñeco de goma era blanco de mi codicia, y de la de mi hermana, por supuesto.
Cerca de las doce, mi tía recomendó, como siempre, que apenas acercáramos las copas al brindar. Mi padre, puntual, aprovechó la ocasión para decirle a su primo militar grandilo­cuente que era innecesario arrojar las copas dentro de la chime­nea y que esa tradición cosaca —torpemente ensayada en otra Navidad— resultaba, además de costosa, ya sólo concebible en las novelas de época.
Noche de Paz. Después del brindis de rigor, se desató la gue­rra. El invitado se retiró con una bolsa repleta de regalos. Tres fras­cos de agua colonia Old Spice, un estuche con jabones de lavanda de James Smart, dos pañuelos bordados con bonitas iniciales que no coincidían del todo con las suyas. Un poco abrumado por nuestra generosidad, se fue, tras agradecernos la invitación, ino­cente del conflicto que había concitado.
A la derecha, mi hermana se aferraba al muñeco. Del otro la­do, yo, imbatible, resistía. Crujían las articulaciones de alambre del cuello. Los brazos, encastrados a presión, se estiraban de ma­nera formidable. Mi madre asegura que el sonido era exasperan­te. Uno de mis tíos tomaba las apuestas. Ni los otros regalos ni to­das las sugerencias y amenazas lograban disuadirnos. El muñeco de goma permanecía en el medio; yo, firme en mi puesto; mi her­mana, inamovible, en el de ella.
No cantamos villancicos porque mi abuela, antes de abrir el misal, tuvo la mala idea de abrir sus arrugados labios.
—Miren cómo se estira. No parece un muñeco, parece un monstruo.
Y comenzaron a discutir. Es gracioso, es un monstruo, es pintores­co, debe tener su encanto, me recuerda a Mickey Rooney, de dónde lo ha­brá sacado ese hombre que invitaron. En medio de la confusión, al­guno se animó a ir más lejos.
—Maldita la hora en que lo invitaron.
Todos miraron a mi madre que, solícita y afligida, levantaba los platos de la mesa. .
—Me dio lástima porque está solo y no tiene familia —se limi­tó a decir, pero nadie la escuchaba y nosotras, por nuestra parte, seguíamos compenetradas en el incesante forcejeo.
Entonces mi padre, en un arrojo salomónico encomiable, dijo: —Muy bien, vamos a partirlo al medio.
Con poco disimulo, le guiñó un ojo a mi abuela y por única vez en esa noche se produjo un silencio unívoco y expectante.
Pero de Salomón a hoy las cosas han cambiado. Mi hermana y yo, al fin de acuerdo en algo, asentimos.
—-Por supuesto, hay que dividirlo.
Ante la indignación de mi padre y la contrariedad de mi tío, que devolvía las apuestas, nos dispusimos a la justa operación.
Mi madre se precipitó sobre el muñeco para salvado. Sacrifi­có, en la carrera, un plato lleno de almendras, que se disemina­ron por la alfombra. Así y todo, era tarde. Estaba decidido y cor­tamos por lo sano.
Era incómodo dormir con él. El muñeco de goma era hueco. Por evitar desagradables impresiones, lo acosté de perfil. Mejor di­cho, como era todo perfil, me tumbé al Iado de su perfil repleto, fascinada por la visión de mi hemisferio de muñeco, dispuesta a no enfrentarlo para salvarme de la decepción que deben experi­mentar los buzos cuando encaran a esos magros peces tropicales que ostentan amplios y engañosos lados.
Como era de esperar, las cosas, un vez iniciada la visección de goma, no quedaron ahí. A la mañana, mi hermana me provocó. Tomábamos el desayuno cuando ella, blandiendo con la mano derecha su mano derecha de muñeco, dijo:
—Mi parte es mejor que la tuya.
Yo no me quedé atrás.
—No creo —dije—. No hay parte mejor porque las dos son igua­les.
Y ella, mordaz:
—Entonces, ¿por qué preferiste quedarte con esa?
En ese momento, mi madre decidió ponerle fin al litigio. Sin decir nada, se levantó de la mesa y llamó al hombre por teléfono.
Tras desearle una muy feliz Navidad, lo puso al tanto de las derivaciones nefastas del regalo y le preguntó dónde lo había comprado, con la intención de conseguir dos réplicas exactas pa­ra acabar así con el problema.
El hombre, que no tenía una memoria excelente, habló de un puesto de vendedores ambulantes de la calle Pasteur y se ofreció a acompañarla en la pesquisa, gentileza que no agradó del todo a mi padre, quien asintió, empero, en aras de la armonía familiar.
La busca fue inútil. Los muñecos, vulgares, estaban agotados por la mayoritaria y vulgar demanda de las compras navideñas. El empeño de mi madre y la buena voluntad del invitado —quien parecía dispuesto a remediar a toda costa el entredicho—, eran admi­rables. Mi madre llegaba cansada y muerta de calor, dueña de un silencio poderoso que nosotras, conscientes de su bondad, respetamos de mutuo acuerdo.
Un día mi hermana declaró que le faltaba su ojo de muñeco. En vez de defenderme, hice gala de un silencio tan irónico como incriminatorio. Ojo por ojo. El muñeco no tenía dientes pero po­co tardó mi hermana en secuestrar mi brazo de muñeco, de manera que el de ella quedó tuerto y el mío, manco —si tuerto pue­de ser un cíclope y manco, quien tenía un solo brazo—. Mi madre y el señor no cesaban en la busca. Cada mañana descubrían, azorados, que el muñeco tan vulgar era también irrepetible.
Fue mi tío militar grandilocuente quien puso fin al asunto. El día de Reyes, se presentó en casa con un paquete llamativo. An­tes de sentarse a la mesa para comer la ineludible rosca, empuñó el trofeo y dijo:
—Lo encontré. Lástima que quedaba uno solo.
Entonces, en derredor de la rosca circular, centrada en nuestra mesa de roble y también círculo, comenzó otra asamblea. ¿A quién pertenecía este nuevo espécimen de muñeco? Yo defendía mis derechos y mi hermana reclamaba los suyos, mientras mi tío aprovechaba para comerse lo mejor de la rosca y mi madre servía el té secundada por mi abuela.
El nuevo ejemplar fue intervenido por las tijeras precisas de mi tía.
—Nos encontramos ante el mismo problema —reflexionó mí padre—. Lo más lógico es, por tanto, repetir la solución.
Luego mi madre, complaciente, unió la mitad derecha del mu­ñeco nuevo con la parte izquierda del muñeco que era mía, y la parte izquierda del muñeco nuevo con el medio muñeco de mi hermana. La sutura —prolija, a qué negarlo— distorsionaba un po­co la fisonomía pero estaba rematada con tanto esmero, con tan­ta voluntad, con tanto hilo y pegamento, que al fin tuvimos cada cual su muñeco entero, surcado al medio por esa cicatriz que denotaba y subsanaba, a la vez, el entredicho.
La Navidad siguiente, el hombre llegó a casa con puntualidad y con un ramo de rosas que mi madre concentró, con cierto es­fuerzo, en el perímetro biselado de un florero. Aleccionado por ella, trajo también dos paquetes equitativos, que nosotras miramos con desgano y observó, un tanto sorprendido, los muñecos duplicados, antes de sentarse a la mesa para compartir con nosotros la comida, el tedio y los comentarios. Se lo veía, como a mi madre, de excelente humor. Hasta aceptó la tarea de trinchar el pavo. Yo me senté a la izquierda y mi hermana se sentó al otro la­do. Habíamos coronado el árbol con una estrella fluorescente que se encendía y apagaba en intervalos casi exactos.

Esther Cross (1961) nació en Buenos Aires. Licenciada en Psicología, abandonó esa profesión para dedicarse a la actividad literaria.
En 1988 publicó Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el autor escrito en colaboración con Félix Della Paolera.
El despliegue imaginativo de su narración y la fluidez de su prosa le valieron el Primer Premio en el concurso Héctor A. Murena de la SADE, en el género cuento, los premios de las revistas First, Puro cuento y Plural (México), así como menciones en los concursos Juan Rulfo Internacional y Manuel Mujica Láinez.
En 1992 publicó su primer novela Crónica de alados y aprendices. Ese mismo año obtuvo el Primer Premio para novela inédita de la Fundación Fortabat con La inundación, publicada en 1993



20 diciembre, 2009

Aurora Venturini (Argentina)

Mi hermana dejó la escolaridad en tercer grado. No daba para más. En realidad no dábamos para más ninguna de las dos y yo dejé en sexto grado. Sí, aprendí a leer y escribir, esto último con faltas de ortografía, todo sin h, porque si no se pronuncia, ¿para qué serviría? Leía dislálicamente, dijo la psicóloga. Pero sugirió que ejercitándome mejoraría y me obligaba a los destrabalenguas como María Chucena su choza techaba y un leñador que por ahí pasaba le dijo María Chucena vos techás tu choza o techás la ajena yo no techo mi choza ni techo la ajena sólo techo la choza de María Chucena. Mamá observaba y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza. La psicóloga impidió la presencia de mamá durante María Chucena y destrabé mejor, porque cuando mamá estaba, por terminar bien pronto María Chucena me equivocaba temiendo el punterazo (...) Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos. Lloraba si yo insistía en alimentarla porque aquello de meterle la cuchara en cualquier orificio de la cara. A Betina le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis. En mitad de las comidas le venían ganas. El olor me producía vómitos. Mamá me dijo que no me hiciera la delicada o me internaría en el cotolengo. Yo sabía qué era el cotolengo y desde entonces almorcé, diré, perfumada con el hedor a caca de mi hermana y la lluvia de pis. Cuando tiraba cuetes, la pellizcaba.

* Fragmentos de Las primas.

Aurora Venturini, autora de “Las primas”, que se publicará mañana 5 de Enero con el diario Pag 12, quien a los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura. “Yo escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces”, cuenta la poeta, narradora y traductora, que ha publicado, entre otros, los poemarios El anticuario (1948), El solitario (1951); las novelas Nosotros, los Caserta y Las Marías de los toldos, con prólogo de Fermín Chávez, que fue su esposo. Fue docente en La Plata, donde nació hace 85 años. Durante su exilio en París se relacionó con Violette Leduc, Eugène Ionesco, Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros intelectuales, y en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. El gobierno francés la distinguió con la Cruz de Hierro por sus traducciones de François Villon y de Rimbaud.

Nota a la autora platense de 85 años, la ganadora del concurso Nueva Novela de Página/12:“Tal vez lleve dentro otra mujer mucho más joven”

01 diciembre, 2009

Lilian Elphick (Chile)


La Elegida

Un coup de vent sur tes yeux et
je ne te verrais plus
A. Breton


I. En Santiago no llueve nunca, pero hoy sucede lo contrario: la mampara de pavos reales está empañada, la casa oscura, un poco fría. Salgo.
Camino por ciertas calles que no tienen salida directa sino que dan vueltas y vueltas, terminan en plazoletas y luego continúan. Me gusta perderme y caminar sin rumbo bajo esta lluvia. Elijo esta calle y no otra. A pesar de ser lunes no veo gente; no me inquieta, es más, me gusta que sea así.
Al llegar a una esquina hay una mujer joven. Está parada esperando cruzar. Avanzo hacia ella, no sé por qué no cruza. No hay semáforo ni automóviles. Sigo de largo; finjo comprar algo en un negocito de verduras. Desde allí vuelvo a observarla, sigue donde mismo, balanceándose arriba de la cuneta, las manos en los bolsillos. El olor del zapallo cortado es agradable; el hombre que atiende me habla. Yo asiento mientras observo las grandes pepas del zapallo calado, las hilachas. Al levantar la vista, los bigotes cerdosos del hombre me molestan, podría sentir sus púas clavándose en mi cara. Para acabar la conversación le compro un paquete de cigarrillos y me despido de él para volver a mirarla. Está donde siempre. Retrocedo, voy en su dirección. A unos tres metros me detengo y no sé qué hacer. Parece no verme. De lejos, su abrigo simulaba ser un simple impermeable; pero no, tiene botones dorados, metálicos, grabados con motivos marineros. Me acerco cautelosa, comprobando que el agua le corre por el pelo igual que a mí y que no espera nada de este día imaginario. Ella me mira y apenas sonríe.
No hablamos del tiempo ni de sus arbitrariedades mientras avanzamos en la misma dirección. Ha estado buscando trabajo desde hace horas y el desánimo le surge feroz de sus ojos grises.
Yo también le cuento una historia de abandonos y de calendarios inútiles. A ella no le importa que el agua se le meta por el cuello.
-El mundo se va a acabar- me dice serenamente- pero quedarán algunos, los elegidos, ¿me entiénde?
Yo no respondo, la invito a tomar un café, al lugar de Rosas.
Ella acepta y sonríe triste. Me gustan sus ojeras y la tomo del brazo como si la conociera desde siempre.
Hablamos durante horas y la lluvia no declina. Con el cuerpo tibio salimos a la calle, espero que se despida, retarda el momento, debe tener otras cosas que hacer, seguir buscando trabajo, o tomar el bus de vuelta. Me pregunta: ¿vamos al centro? Por primera vez, la hora no me preocupa. Le digo: sí.
Caminamos lentamente por calles que yo conozco demasiado, algunas veces ella se detiene a mirar las vitrinas. Sin embargo ella no mira, sus ojos se pierden en un camino recto, interminable, atraviesan los maniquíes, como si quisieran ir más allá de todo. El viento me refresca cuando veo cómo una anciana busca desesperada un taxi, con un pedazo de papel protegiendo su cabeza.
Después de una hora de peregrinación le propongo entrar a un hotel. No entiendo mi propia invitación, por qué no a mi casa, allí estaríamos a solas, sin interrupciones, además hace tiempo que ya no recibo visitas inesperadas. Pero, ¿por qué este querer estar solas?, sé que ella también lo siente, por eso nuevamente acepta, sin mirarme, aunque le adivine su sonrisa de pecados secretos.
Es bella cuando se saca el abrigo de paño negro y su cuerpo se refleja mohoso en el espejo. Mi cabeza se asoma detrás de ella. La abrazo.
Contemplamos esta escena por un tiempo suprimido. Ella no parece darse cuenta de su protagonismo y mira asombrada cómo yo le retiro el pelo húmedo de los hombros y lo ordeno hacia arriba, dejando libre su cuello, soplando despacio para darle más calor a sus orejas frías. Cierra los ojos y permite que le desabroche la blusa. Poco a poco va girando hasta encontrarnos en pechos que se rozan. Quiero que sus pezones aparezcan erectos y enormes. Los adorno de saliva. Sus pezones brillan rosados, ínfimos, como semillas de granada. Ella gime a medida que mi lengua baja hasta su ombligo. Se recuesta en la cama y abre sus piernas. Mi lengua desciende, ella se arquea, las caderas oscilan, me frena y susurra algo.
La beso. Me busca los labios. Ciega cachorra. Oigo que cantan afuera, los hacen callar, siguen haciéndolo hasta que los cantos se pierden, luego, a lo lejos, oigo el ulular de una sirena.
Ella se deja ir como en un baile antiguo. Me abraza y echa su cuerpo hacia atrás en un apuro que trato en vano de retener, hasta que grita estremecida por sueños desenfrenados.
La elegida grita muriendo sobre mi. La elegida dormita con su cara pegada a mi clavícula. La elegida no se da cuenta de que por la claraboya del techo se descuelga la lluvia y que ya da igual este silencio de noche clausurada. La abrazo tratando de buscar calor en toda su humedad y espero que ella se despierte.
II. Usted no quiso abrir sus ojos, y cuando lo hizo fue como despertar de un mal sueño, algo nuevo, incómodo quizás.
¿Habrá oído mis canciones? Sus manos buscan a tientas el espacio que yo he invadido. Silenciosa se toca el cuerpo, intentando reconocerse, se toca las piernas, el vellón triangular de su pubis. Pero sus manos siguen buscando lo que añora, en una nostalgia llena de casualidades.
Ella me pregunta dónde estoy.
Usted se refiere a un episodio de su vida, intenta contarme lo que ya sé, un encuentro casual entre dos mujeres. Tartamudea, se arregla la ropa, se alisa el pelo, se palpa las mejillas, sus palabras tropiezan y caen.
¿La volveré a ver? usted se esconde frente al espejo para no responder. Su reflejo no puede responder. Yo no la miro a usted, miro a una mujer de mejillas sonrojadas que se alisa el pelo y lo ordena y que palidece y se enfría y que palidece cada vez más, que mira fijamente el contorno de una mujer que palidece frente a un espejo.
Ella no responde, intenta huir, desasirse del calor fugaz que le recuerda arena en invierno.
Tengo miedo de que se vaya, que cruce mi soledad por la mitad y se marche, caminando sin prisa, sin mirar hacia atrás, despidiéndose apenas.
Usted no sabe que el azar irrumpe sin que lo hayan llamado. Usted no sabe cómo durmió sobre mí, que yo la acaricié, que silenciamos la lluvia, la misma que ahora nos insulta, que yo le di calor, usted no sabe porque durmió, cerró los ojos y estrechó mi cintura, se hundió en mí, y soñó con un hombre joven. Ella me mira y en mí no quedan más que prguntas. Abotona lentamente el abrigo de paño negro y es bella, más bella que antes, toma su bolso, su pañuelo floreado, se desorienta, busca en vano la puerta y, por última vez, mira a la mujer del espejo. Por última vez le sonríe, gira hacia mí y sonríe.
¿Cómo se llama? le pregunto a usted, usted que sale y se macha hacia la calle, alejándose.
Usted no sabe que yo me quedo aquí y que vuelvo al espejo. Antes de legar a él, un escalofrío recorre la hendidura de mi espalda. Pero al fin llego y descubro. Me acerco hasta rozar mi cuerpo con el vidrio opaco.Usted no sabe que se ha llevado mi reflejo.
III. Su nombre es Miriam. Dijo: Mi nombre es Miriam. No conoc{ia tan bien su voz como ahora, voz que existe sólo en el recuerdo. Miriam. Nunca más volví a verla. Se fue, tomó su bus o un taxi o caminó, desapareciendo. Quise seguirla, acompañarla. Negó con la cabeza, puso su mano blanca en mi hombro para detenerme. La puso y la sacó con la misma lentitud con que se arregló el pelo, antes de partir, mucho antes, cuando me sonrió.
He vuelto a aquel lugar, he vuelto tantas veces a mirar el pequeño letrero que sólo dice Hotel Andes, la vieja puerta siempre cerrada, como si nadie entrara o saliera.
No ha llovido e Santiago. E sol se ha quedado quieto, casi a punto de estallar. Siento nostalgia por usted, Miriam, pero ya no la busco, sólo la sueño cuando me miro desnuda, sentada en una slla frente a mi espejo, sólo la extraño cuando mi mano descansa entremedio de los musos, tibia y húmeda, sólo la deseo y la nombro en la sencillez d ste rito que cumplo, Miriam, por toda esta nostalgia, acariciándome a la hora de las siesta interminable, por usted, Miriam, beso mi propia sombra y la muerdo y la beso nuevamente, lamiéndola, inventándole lujuria a sus pechos y a su sonrisa de museo, recorriéndola, mi elegida sin memoria, hasta que las palomas que anidan en el entretecho me despiertan, hasta que sus arrumacos me trizan.
Ratas con alas.
Entonces, ahí la olvido.

24 noviembre, 2009

Claribel Terré Morell (Cuba,1963)


PERVERSO OJO CUBANO
Perverso ojo cubano fue lo que ella pensó cuando el Tuerto la desnudó. El Tuerto con su parche en el ojo. Su Pirata, su Sandokan, su Corsario negro, Rojo y Verde. Y eso era lo que ella estaba viendo, lucecitas de colores. Porque al Tuerto le falta un ojo pero le sobra lengua. ¡Ay que rico, madrecita mía! ¡Virgencita de la Caridad del Cobre, qué cosa es esto! ¡Una pinga!, grita el Tuerto y a ella le duele la grosería. Claro que es eso pero porqué tiene que decirlo. Mejor es hablar cosas bonitas o quedarse callados, pero él dice que más rico es hablar. ¡Grita, coño, grita! ¡Di algo! ¡Dime papito bonito, papito sabroso! Y el Tuerto está sabroso de verdad pero a ella no le gusta decir esas cosas y el Tuerto suda y las gotas le caen a ella en la cara y él grita: ¡Chupámela, chupámela! y ella que se la chupa y él que le hala los pelos y se la mete, se la mete y...¡Tuerto que no me cabe! ¡Sácala Tuerto, sácala! y ella que no puede más y va a vomitar y de pronto eso en la boca... ¡Coño, cochino, puerco, que a mí no me gusta! y él... ¡Trágatela, trágatela, trágatela!... y ella que no, que sabe mal y el Tuerto que qué le pasa a ella y...¡No Tuerto, por ahí no! ¡Noooo! ¡Ay madrecita mía, Virgen de la Caridad del Cobre que se le baje, que se le baje! y el que... ¡Aquí hay un hombre a tó, a tó! y ella que ¡No, no vi último tango en París! y que loco este Tuerto que me pregunta si no hay mantequilla. En este país hace siglos que no hay mantequilla y no, nooo. La saliva de El Tuerto es blanca y gomosa. ¡Puerco, puerco, puercooo! Y ahora si se acabó y... ¡No niña aquí hay un hombre a tó, a tó! y el Tuerto que la pone boca arriba y aquello sigue parao... y te voy a dar jarabito de componte... y el Tuerto huele a sudor y ella lo siente y siente que el tiene 50 dedos y ella no tiene más lugares y El Tuerto grita: ¡Ahora por las orejas! y ¡Ahora por la nariz! y ella que no, nooo... y el Tuerto que aquí hay un hombre a tó, a tó y a ella le duele todo el cuerpo y las estrellitas de colores son cada vez más negras, más rojas, más verdes y el agua se va a las 5 de la tarde y no viene más hasta el otro día y ella tiene que ir a una reunión a la fábrica a la que dicen que va a ir Fidel y ella no quiere perder su trabajo, y El Tuerto grita cada vez más alto y ella tiene ganas de llorar porque tuvo el primer orgasmo de su vida y porque al Tuerto se le cayó el parche del ojo y el ojo blanco es terrible y aquello sigue parao, parao, y el agua se va a las 5 de la tarde y ella no quiere perder su trabajo, y ella quiere ver a Fidel y el Tuerto dice que si se va está traicionando a su pinga parada y que eso es peor que traicionar a la Patria y ella no quiere traicionar a nadie. Eso piensa mientras se limpia entre las piernas.


Claribel Terré Morell nació en Sancti Spíritu, Cuba, 1963 y está hace años radicada en la Argentina. Estudió periodismo en la Universidad de La Habana. Dirige el periódico cultural cubano-argentino Fresa y Chocolate de Argentina. Entre sus obras se citan: Archivo de guerra para mujeres decentes; Cubana confesión y cuentos como “Perverso ojo cubano”, publicado por la Editorial Bohemia (Bs. As.).

19 noviembre, 2009

Marcia Denso(San Pablo, Brasil)


Los moteles de Animales


"Pero siempre termino en tus brazos / de la manera 
que quieras ... "- quejándose - 

Roberto Carlos 

Nos quedamos escuchando la voz de los moteles, "¿por qué me arrastra los pies?". Porque el sexo es sólo eso. Este rastreo gana con Roberto, los moteles en el coito. Él dice que este motel ha sido bueno, y espero con el cuarto de baño de la caja de fibroplast amplificador, toallas envasadas en bolsas de plástico, hojas con ramas marrones dudosos entre la suciedad y restos de color, los tres espejos redondos, montados en curvim (a en frente de la otra, la cama en el medio, la tercera en el techo encima de la cama) curso para transformarnos en una especie de cóctel de cangrejo al horno confusa: las piernas, los brazos, las carnes de conexión viva de las piernas, antenas, el pelo en movimiento mirando de reojo, otra hidra en la perspectiva espejo de frente, atrás, arriba, abajo, abiertamente expuesto, mezclado, confundido, a 850,00 por día, porque (y entonces sé por qué) todos los moteles es siempre mismo motel, el animal mitológico, una quimera que arrastra interminablemente en la madrugada al son de Roberto Carlos.Backed codos, la cabeza aparece en el espejo horizonte. La brasa del cigarrillo, el punto central de la pelota casi en sombras, como el primer sol de un universo cortina de humo: - ¿Has leído a Hemingway? - ¿Qué? - le pregunté si alguna vez has leído ...- ¿Es importante? Se eleva ligeramente. - Hechos. Parece que sólo se preocupa por los hechos, en principio. Esa historia del torero, no recuerdo el título. Inicia el hombre llama a la puerta del jefe, quiere volver a la competición, el jefe no está interesado, sólo dice que las nocturnas, 300 pesos, discutir salario. Muy seco, recto. De repente, el jefe se vea bien en la cara del torero y pienso: así es como todos mueren. Y listo. He aquí la cabeza del monstruo, la herida en su estómago, Hemingway nos lleva a despreciar ... - ¿Y el chico? Die? sofoca un bostezo. - La muerte sólo rodea. Cada corrida de toros. Él la persigue. Se rasca y gotas. Pero vuelve a burlarse de ella. Como un ciego. O un loco. Es inútil. Dos veces entre los cuernos del toro. Bajo los cascos de los caballos. Los saltos de espada. Sin impactos - que es muy fácil para un veterano - el lugar exacto en la parte posterior del animal, el diámetro de una moneda de plata.La muerte simplemente grosero, y como estaba bromeando, como si él no lo merece, como ... - Pero él muere o qué? - No lo sé, el picador, - ¿Cómo no? Así que esto es ... Hemingway - tendría que leer la historia - De acuerdo. Ya me lo dijo. desaparece La brasa en los fundidos espejo. Es como un destino, piensa, contemplar este resfriado con más ternura o recurrir de nuevo a una pena distante detonado por el alcohol, la soledad que las noches sin dormir sándwich grises y la lectura y los cigarrillos, como una noche boreal, amanecer y al atardecer, la luz y el intermedio de neón parpadeante, café, galería, esperar no más esperar, suplicando, rogando por lo que incluso tienen un nombre. El torero no merecía la muerte. Es como una maldición.Arrastrándose con Roberto, "eres más que un problema / no es una locura", porque él sabe muchas cosas sin saber, las cosas que yo ignoro. . Recuerda Maga, un personaje que Cortázar, por cierto, esto ignora Hemingway y, por supuesto, y tú y todo, todos amantes, y condenado y Roberto Un toro está al acecho en el fondo de sus ojos: dos cómplices chispas transmitir la orden vadiamente áspero al dedo que comienza a moverse a través del muslo, cilindro acampanado luz negro liso. El dedo sube, el cepillado de la pelusa invisible - Hay partículas fosforescentes en la superficie de la piel - el dedo, y así son los dedos, abrirá, agarrar, un bocado suave, una región mediante la captura de sus labios, separándolos con delicadeza: las tiras indicadoras de humedad a través de la grieta. Inmoviliza a él por un momento y luego lleva a la boca. La cabeza está inclinada sobre su vientre, pero ella sabe que él sonríe: un niño mojar el pan en la sartén y experimentar la salsa. Mírala, su mano ahora descansando en el pecho, la sensación pegajosa, como clara de huevo. - Se complica todo. Las chispas diversión, perverso. Como si fuera posible amar como si fuera demasiado fácil, demasiado simple. Posible. Easy. Simple. El diámetro de una moneda de plata. Una hendidura húmedo. El punto exacto. Amor. - Nunca he estado en España o México. Enciende otro cigarrillo. - O aquí. Se necesita un hombre. - Pensé en eso. Dicho sea de paso, no hagas nada. - Me pregunto si has hecho algo al respecto.- Honestamente ... - Por ti mismo. Imaginen que soy un idiota. Sé lo que estás pensando. Esta historia de toreros y este puto Hemingway. Muy complicado, ¿no? - Así que no hay romance? - Las mujeres no cambian ... - Ni los hombres. Es una tontería. Que pienso, siento el latido interior, ciego, sordo y solitario, tocándome en la locura, me entra en la locura. Vale, bien el placer es mío, pero solo por partida doble, una tarea que nos encontramos tan a la ligera, por lo que alheiamente como un violín que si se tocaba en un cuartel dormitorio, una tarea que sólo puede, sólo debe nacer el amor y la música, Sin embargo ... - Roberto Carlos, dice el orador. - No estoy hablando de música de fondo, entonces esa es otra historia ("¿Por qué me arrastre?") -. ¿Quieres decir que sólo se masturban? - ¿Qué nosotros. - Este. Nosotros. - Tampoco siente? - No lo sé. A veces ... - Eso es todo. - ¿Qué es lo que quieres? Es bueno para mí, bueno para ti ... - Exacto. Bueno, yo, tú, bueno, uno en Guadalupe, otro en Japón se la follan por control remoto. - Funny Girl, usted. Vamos a beber? Enganchado en el menú sobre la mesa. ascuas A encendió de nuevo en el espejo: a. llamarada solar Pero ahora se trata de otro capítulo: beber ahora, comenzar a beber y cuesta abajo. - Vodka. Quiero vodka. - Pure? El teléfono suspendido en cuestión, la sorpresa expresión. - No. con hielo. Pousa el auricular. Cinta adhesiva desconcertados por el ajuste de la almohada. cuerpo enorme, poderoso en reposo, no parte de la cara. Se rasca los pelos de su pecho. Ella se acurrucó a los pies de la cama (como si alguna referencia con camas redondas. 'S Al igual que el universo, sin dirección, norte, sur, derecha, izquierda, arriba, abajo, estos chicos son realmente malo, Dios es el mal, o ser we ...) Se inclina, acariciando sus caderas flexionadas, evaluación de las mismas en el espejo en la espalda, las nalgas proyectar ese sol bikini invisible. Acariciando su cara, su pelo, titubeando, intentando ganar, el soborno, miedo a hablar: - Bebe vodka siempre pura? - Bandejas vagando por el patio lleno de cócteles de frutas, dulce martinis ... - ¿Qué hay de malo ? - A las chicas bonitas. - ¿Y ustedes? No? Los contornos de los dedos los labios: me va a callar, silenciar a mí con este beso, obstruir mí con este lenguaje, ya que estas reuniones son accidentes vertiginoso cuyo resultado es el titán de mil ojos, mil bocas hambrientas a susurrar Te quiero, te amo, y sensible te amo, te amo, rodeado por un ciciantes zumbido está en el espejo, tamaño de la penumbra de la vida, ahogando la caja de música de un tema que se repite te amo, te amo, persiguiendo el enlace prisionero en una cadena que nos deja nada más sacarlo de la boca, y su repetición implica la búsqueda eterna de lo que ha estado detrás de la boca de la almohada. En la formulación de los labios con el pan dulce de la lengua y saliva, saltó antes de tiempo y sólo ahora se sienten abandonados por este pájaro esquivo, luchando amo, te amo, irreflexivo acto de escupir, separe las piernas y tomar primera estocada, retiro, antes, se sentía fuerte como un tambor de acero vivo y luego capturarlo, pero a la ligera, de unos cinco centímetros, no más, de repente se chupan todo en, frente a frente, agachado, en cuclillas como niños jugando a las canicas, hipnotizado por el movimiento de las bolas rodando, evolucionar, detener, continuar - el choque de las bolas líquidos - punzada nuevo, las caderas nuevos retiros; bocas que navegan las bocas de las desembocaduras de los ríos, en la desembocadura al mar, cuevas dientes y la lengua, las bocas de arroyos, gargantas, estómagos y húmedo allí abajo, estallando la burbuja que los bancos se alejan, el rendimiento, mientras que las bombas, hombres y tierno, y golpes y golpes, Martillos límite viscosa, pidiendo a nacer de nuevo, y la lucha y estimula y maltrata porque ella gritos, obscenidades susurros - las primeras palabras de un hombre que escucha, y el último - en evolución, insoportable, malditos, encantadores insoportable, no es más placer, hay más dolor y es el milagro, la irrupción vertiginosa, un terremoto se ve en la distancia y el centro de la catástrofe del huracán reloj atómico y, al mismo tiempo, estar en el centro de la misma, como Dios, como Dios, como Dios. Después del frío crujido violento, el movimiento cesa y luego otra vez oír el lamento del viento en las copas de los edificios, estructuras de acero en la ciudad industrial y más cerca, no era el viento, capaz de escucharnos a nosotros mismos (que es el último Lo que queríamos oír en el rango de los moteles), por lo que nuestro ego vuelve logrado, y el océano monstruo rugiente, los interiores de las cuevas, hay aferrolhandoLá en la parte superior, espejo, dos, cuatro, seis, ocho rutas larvas, liberado del enredo . Finaliza cerveza y darle una palmada en el muslo: - Nosotros ("pensar bien, mañana me voy a trabajar o / y además ...") - ¿Todavía tiene vodka. Ella señala con el dedo perezoso a la taza dos tercios vacío -. Ya es hora para otra, ya con la camiseta



O animal dos motéis

“Mas sempre acabo em seus braços / do jeito
que você quer...” - Desabafo - 
Roberto Carlos

Deitamos ouvindo Roberto Carlos, a voz dos motéis, “por que me arrasto a seus pés?”. Porque sexo é isso mesmo. Essa gana de rastejar com Roberto, no coito dos motéis. Ele diz: esse motel já foi bom, e eu olho o banheiro, caixa amplificadora de fibroplast, as toalhas embaladas em sacos plásticos, os lençóis castanhos com ramagens duvidosas entre encardido e vestígios de cor, os três espelhos redondos, montados em curvim (um em frente ao outro, no meio a cama, o terceiro no teto, sobre a cama), claro que para transformar-nos numa espécie de confuso coquetel de siris assados: pernas, braços, carnes vivas, canteiro de patas, antenas, pêlos moventes, espiando de esguelha uma outra hidra em perspectiva no espelho da frente, de trás, de cima, de baixo, devassados, misturados, confundidos, a 850,00 a diária, porque (e então eu sei porque) todos os motéis é sempre o mesmo motel, o animal mitológico, a quimera que se arrasta interminávelmente na madrugada ao som de Roberto Carlos.
Apoiada nos cotovelos, a cabeça dela surge no horizonte do espelho. A brasa do cigarro, no ponto quase central da bola ensombrecida, como o primeiro sol de um universo, sopra a fumaça:
— Você já leu Hemingway?
— O que?
— Perguntei se você já leu...
— É importante? Ele soergue-se ligeiramente.
— Fatos. Parece que ele só se preocupa com os fatos, no princípio. Naquele conto do toureiro, não lembro o título. Começa que o sujeito bate na porta do patrão, quer voltar às corridas, o patrão não está interessado, diz: só nas noturnas, 300 pesos, discutem o salário. Muito seco, direto. De repente, o patrão olha bem na cara do toureiro e pensa: é assim que todos morrem. E pronto. Eis a cabeça do monstro, a cutilada no boca do estômago, Hemingway nos pega despre...
— E o cara? Morre? reprime um bocejo.
— A morte só o rodeia. Toda a tourada. Ele a persegue. Ela o arranha e o abandona. Mas ele volta a provocá-la. Como um cego. Ou um tolo. É inútil. Duas vezes entre os chifres do touro. Debaixo das patas dos cavalos. A espada se parte. Não acerta — o que é muito simples para um veterano — o local exato no dorso do animal, do diâmetro de uma moeda de prata. A morte apenas o maltrata, como e estivesse brincando, como se ele não a merecesse, como...
— Mas ele morre ou o quê?
— Não sei, o picador,
— Como não sabe? Então esse Hemingway é...
— Precisaria ler a estória
— Certo. Você já me contou.
A brasa desaparece no espelho, se apaga. É como uma sina, ela pensa, contemplar esta cabeça com fria ternura ou recorrer mais para trás, para uma piedade distante detonada pelo álcool, pela solidão, aquele sanduíche cinzento de noites de leitura e insônia e cigarros, como uma única noite boreal, amanhecer e crepúsculo, luz intermediária e intermitência de néon, de café, de galeria, de esperar sem mais esperar, suplicar, implorar por aquilo que sequer tem nome. O toureiro não merecia a morte. É como uma sina. Rastejar com Roberto: “você é mais que um problema / é uma loucura qualquer”, porque ele sabe de uma porção de coisas sem saber, coisas que eu ignoro. Lembra a Maga, uma personagem de Cortázar que, por sinal, ignora Hemingway e este, claro, além de vocês e todos, todos nós, amantes e condenados e Roberto.
Um touro espreita no fundo dos olhos dele: duas faíscas cúmplices transmitem a ordem ao dedo áspero que vadiamente começa a percorrer a coxa, queimado cilindro macio de luz negra. O dedo vai subindo, pincelando as penugens invisíveis — há partículas fosforescentes na superfície da pele — o dedo, e então são os dedos, vão se abrindo, agarrando, numa fofa mordida, a região dos pelos, capturando os lábios, separando-os com delicadeza: o indicador resvala pela fresta úmida. Imobiliza-o um instante lá dentro e então o leva à boca. A cabeça está inclinada sobre seu ventre, mas ela sabe que ele sorri: um garoto mergulhando o pão na panela e experimentando o molho. Olha-a, a mão agora pousada no seio, o tato pegajoso, feito clara de ovo.
— Você complica tudo. As faíscas divertidas, perversas. Como se fosse possível o amor, como se fosse muito fácil, muito simples. Possível. Fácil. Simples. Do diâmetro de uma moeda de prata. Uma fresta úmida. O ponto exato. Amor.
— Nunca estive na Espanha, ou no México. Ela acende outro cigarro.
— Ou aqui. Está precisando de um homem.
— Já pensei nisso. Aliás, não faço outra coisa.
— Pergunto se você já fez algo a respeito.
— Sinceramente...
— Por você mesma. Imagina que eu sou um idiota. Sei o que está pensando. Essa estória de toureiros fodidos e do tal Hemingway. Muito complicado, não acha?
— Então, nada de romance?
— As mulheres não mudem...
— Nem os homens. É bobagem. Penso: sinto-os pulsar aqui dentro, cegos, surdos, solitariamente, me tocando até a loucura, me penetrando até a loucura. Certo, o prazer também é meu, mas duplamente solitário, uma tarefa que cumprimos tão distraidamente, tão alheiamente como um violino que se tocasse a si próprio num dormitório de quartel, tarefa da qual só poderia, só deveria, nascer amor e música, no entanto...
— Roberto Carlos, aponta o alto-falante.
— Não estou falando de fundo musical, e depois isso é outra estória (“por que me arrasto?”).— Está querendo dizer que eu só me masturbo?
— Que nós.
— Isso. Que nós.
— Também não sente assim?
— Sei lá. Às vezes...
— É isso.
— O que quer? É bom pra mim, bom pra você...
— Exato. Bom-mim, bom-você, um em Guadalupe, outro no Japão, se fodendo por controle remoto.
— Garota engraçada, você. Vamos beber? Fisgou o cardápio na mesinha.
A brasa inflamou-se novamente no espelho: uma erupção solar. Mas este já é um outro capitulo: agora beber, começar a beber e ladeira abaixo.
— Vodca. Quero vodca.
— Pura? O telefone suspenso na pergunta, a expressão surpresa.
— Não. Com gelo.
Pousa o fone no gancho. Fita-a intrigado, ajustando o travesseiro.
O corpo enorme, em potente repouso, não faz parte do rosto. Coça os cabelinhos do peito. Ela está enrodilhada ao pé da cama (como se camas redondas tivessem alguma referência. São como o universo, não há direção, norte, sul, direita, esquerda, em cima, embaixo, esses caras são mesmo diabólicos, Deus é diabólico, ou seremos nós que...)Ele se inclina, acariciando-lhe as ancas dobradas, avaliando-as no espelho às suas costas, as nádegas projetando aquele invisível biquíni de sol. Afaga-lhe o rosto, os cabelos, hesitando, ganhando tempo, subornando, com medo de falar:
— Bebe sempre vodca pura?
— As bandejas passeiam no pátio repletas de coquetéis de frutas, martinis doces...— O que há de errado?
— Para as garotas boazinhas.
— E você? Não é? O dedo contorna os lábios: vai me calar, me silenciar com esse beijo, entupir-me com essa língua, porque esses encontros são acidentes vertiginosos cujo resultado é o titã de mil olhos, mil bocas famintas que murmuram te amo, te amo, e que respondem te amo, te amo, zumbindo num cercado de mentiras ciciantes de sons no espelho, dimensão da penumbra da vida, caixa de música abafando um só tema a repetir te amo, te amo, perseguindo o elo de uma cadeia prisioneira que nos abandona assim que sai da nossa boca, e a sua repetição implica na perseguição eterna daquilo que já esteve atrás da boca, do travesseiro. Ao formularmos com os lábios o rolo doce da língua e da saliva, saltamos à frente do tempo e imediatamente já nos sentimos abandonados por esse pássaro fugidio, que se debate te amo, te amo, ato irrefletido de cuspir, separar as coxas e tomar a primeira estocada, recuar, avançar, senti-lo rígido como um cilindro de aço vivo e então capturá-lo, mas, de leve, uns cinco centímetros, não mais, de repente, sugá-lo todo para dentro, frente a frente, de cócoras, como crianças agachadas brincando com bolinhas de gude, hipnotizadas pelo movimento das bolinhas que rolam, evoluem, param, prosseguem — o entrechoque das bolinhas liquidas — nova fisgada, novo recuo de quadris; as bocas navegando nas bocas, no rio das bocas, no mar das bocas, nas cavernas dos dentes e da língua, na correnteza das bocas, gargantas, ventres molhados e, lá embaixo, o borbulhar estourando as margens que recuam, cedem, enquanto ele bombeia, macho e terno, e bate e bate, martela o limite viscoso, implorando para nascer de novo, e combate e se estimula e a maltrata porque ela uiva, sussurra obscenidades — as primeiras palavras que um homem escuta, e as últimas — evoluindo, insuportável, maldita, insuportável, adorável, não é mais prazer, não é mais dor e é o milagre, a vertiginosa erupção, um terremoto visto ao longe e o centro de um furacão, assistir uma catástrofe atômica e, ao mesmo tempo, estar no centro dela, como Deus, como Deus, como Deus.
Depois do violento crepitar frio, o movimento cessa e então voltar a ouvir o vento se lastimando nas marquises dos edifícios, nas estruturas de aço da cidade industrial mais próxima e, não fosse o vento, poder ouvir até a nós mesmos (que é a última coisa que gostaríamos de ouvir na freqüência dos motéis), por isso, nosso ego logrado retorna, monstro rugidor e oceânico, às cavernas interiores, lá se aferrolhandoLá em cima, no espelho, duas, quatro, seis, oito larvas rotas, libertas do emaranhado.Termina a cerveja e dá-lhe uma palmada na coxa:
— Vamos (“pensando bem, amanhã eu nem vou trabalhar / e além do mais...”)— Ainda tem vodca. Ela aponta um dedo preguiçoso para o copo dois terços vazio.— Fica pra outra vez, já veste a camisa


(Extraído do livro Animal dos Motéis, Civilização Brasileira-Massao Ono / Editores — São Paulo, 1981, pág. 9)

16 octubre, 2009

lazos de madre


Hebe Uhart
fragmento de “Leonor

Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son tan duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido y vivificante.
Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:
—Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, un hombre trae pan blanco y zapatos taco alto. Después se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
—Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todos los días arrancaba yuyos y los domingos ni iba al baile, trabajaba.
—¿Qué importa? –dijo la madre.
—Sí, mamita, yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.
—La vergüenza después se va (...). Usted le dice: “¿Querría un plato de porotos?”. Y un día comen porotos (...).
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Silvina Ocampo
Fragmento de“Viaje olvidado

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento.
Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda de París, las madres los encargaban y a veces iban ellas mismas a comprarlos (...).
Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas, y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros (...).
Cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, su rostro había cambiado debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.
************************************************************************************* Angeles Mastretta
fragmento de "Volando: como las ballenas”

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme (...). Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.
Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.
Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres juntos al remedo del árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida (...).

************************************************************************************
Inés Fernández Moreno
fragmento de “Madre para armar”

Lo primero que perdí fueron los pechos. Debió haber sido de forma muy gradual porque no recuerdo cuándo sucedió. Sólo sé que un día me miré en el espejo y ya no estaban allí. Se habían desvanecido, dejando una leve aureola nacarada como para recordar, de todas maneras, que habían existido.
Pienso que fue Cecilia la que se quedó con ellos, porque desde un principio ése pareció ser su privilegio. Mamó hasta el año y medio, usó chupete hasta los cuatro y pasar de la mamadera a la taza fue un triunfo para el que tuve que recurrir a todos los subterfugios. Sólo noté una chispa de reproche en la mirada de Andrés, que fue destetado cuando apenas tenía quince días, y no porque yo quisiera, sino porque el médico me lo indicó.
Los ojos, en cambio, me duraron mucho más (...). Mirar durante las noches que respiraran bien. Mirar las irritaciones de su piel. Mirar las vueltas de carnero. Mirar cómo se zambullían en el agua. Y después mirar sus deberes, sus éxitos deportivos, sus novias (...).
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Susana Silvestre
fragmento de “Hoy venimos a cantarte”


El cumpleaños de mi mamá se presentó justo en el momento en que yo buscaba la historia de mis abuelos paternos.
Mi hermana mayor no cesaba de repetir: “¿Te das cuenta, ochenta años? Quién sabe si nosotras llegamos”. Mi hermana más chica sonreía con cierta ostentación, como quien se siente en parte artífice de la hazaña; yo estaba más bien asombrada; mi hermano no decía nada pero aprobaba con circunspección nuestros sentimientos femeninos hacia su madre y, en fin, todos coincidíamos en celebrar el acontecimiento con una fiesta inusual. Había que organizarla y naturalmente teníamos opiniones diversas acerca de la cantidad de invitados, la calidad de las comidas, la sencillez o la distinción del salón.
No es que yo escatimara mi cuarta parte correspondiente pero la búsqueda de nuestros ancestros me llevaba a ocupar cualquier hueco de los preparativos para hablar de mi papá, que estaba muerto, en lugar de mi mamá, que estaba viva (...).

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Pilar Mañas Lahoz
fragmeto de “Cuevas

Ahora que lo he visto casi todo –varios mares y un océano, el cielo roto, la primavera, la muerte, los amaneceres, la pintura abstracta y la impresionista, bocas negras con hambre– (...), es cuando desearía volver a oír la voz grave y nítida de nuestra madre. Y ahora sé que aquella fue la única voz que me dio la medida exacta del puro silencio alegre en el que han de cumplirse algunos sueños.
Cuando éramos pequeños, pasábamos mucho frío. Tal vez era porque vivíamos en un pueblo con río en la Castilla severa, o porque nuestra casa estaba situada demasiado cerca del río y la humedad ascendía al atardecer como los brazos de un muerto mojado y helado y en esas tierras las gentes sólo acostumbraban calentarse con una estufa de carbón o un brasero. En esas fechas, muchos éramos los que vivíamos en un país recién derrumbado y pobre. Nuestra madre decía a menudo (...): “¿Queréis dejar de quejaros, señoritingos? Hay gente más pobre que nosotros (...). Y a comer, que se enfría el cocido”.
************************************************************************************ Angélica Gorodischer
fragmento de “Madre hay una sola”

Chiste que ha circulado ¿desde cuándo?, andá a saber, de hijas a hijos: “Madre hay una sola, por suerte”.
Como hija, siempre lo he deplorado: lástima, lástima que madre haya una sola. ¿Te imaginás si hubiera dos? ¿Si hubiera tres, trece, veintisiete, ciento cincuenta? Si hubiera cien, yo no estaría todavía llamando a la mía. Que no me oye, por supuesto.
Cuánto mundo, cuánto consuelo, cuánta alegría si muchas hijas tuvieran muchas madres y si yo pudiera contarle a una lo que me pasó con la otra y a otra lo que me dijo una (...). Una sola es demasiado. Dos, tres serían poco. Siempre estaríamos pidiendo más y quién dijo que no lo obtendríamos.
También es cierto que sí. Que sí qué. Que hay muchas madres. Pero escuchame, te estás contradiciendo (...), primero decís que hay una sola y que sería estupendo que hubiera más (...). ¿Y dónde está la contradicción? ¿O no sabés que dos cosas opuestas no son excluyentes? ¿Einstein, Heráclito, Shakespeare y Freud pasaron inútilmente por tu vida? (...).

de Madres por Madres 2007.

05 octubre, 2009

Angelina Muñiz-Huberman (Fracia-México, 1936)

Areúsa en los conciertos (fragmento)




Por eso ver al director de orquesta, luego de la ruptura de los pensamientos cristalinos, es una urgencia que no puede soslayarse. Se olvida de la música de Wozzeck. Mejor dicho, une los pasajes a una sensación desequilibrada de intenso amor, desde ya, por el director. La escena primera, en la que el soldado Wozzeck afeita a su capitán y se enfrenta a la crítica por tener un hijo fuera del matrimonio, resuena en el interior de Areúsa como el principio del dislocamiento de la moral. ¿Qué importa el matrimonio? ¿Qué importa un hijo? Lo que importa es el amar en sí: el acto: y no las reglas. El lujurioso acto. Lujurioso por el lujo que significa, no porque sea un pecado. Es más, pecado es una palabra que no existe en el vocabulario de Areúsa. (Areúsa recuerda que lleva el nombre de una de las prostitutas del mundo de la Celestina.)


De inmediato piensa que podría hacer el amor con el director. Alguien que trata con esas historias puestas en forma musical debe saber cómo reconstruir la armonía perdida.


Si la música asciende en forma continua, la excitación también asciende. El deseo es irrefrenable. Areúsa añora una cama. Se conformaría con el pequeño diván del camerino del director. Entre acto y acto musical podrían ejecutar su instantáneo acto personal.


En ese momento, Areúsa se da cuenta de que ha equivocado la ópera. Sería mejor que el director estuviese dirigiendo Lulú: ese sí que es un mundo sórdido. Entonces, si fuese Lulú y no Wozzeck, la primera escena ya habría planteado el tono erótico-pornográfico y la relación con la muerte. Aunque, en realidad, las dos óperas se desarrollan en ese mismo tono (aparte del musical). Alban Berg era constante en sus obsesiones. Buscaba a autores desenfrenados, ya que su música también se fracturaba.


Areúsa se pregunta: ¿Qué le pasa a los desenfrenados? ¿Por qué en el centro de la pregunta está la prostitución? ¿Qué significa la pornografía? ¿Por qué temen tanto los hombres a las mujeres? ¿Por qué no puede ser natural la sexualidad? ¿Por qué los velos? (Los siete velos de Salomé.) (Gustave Moreau.)


Y estas preguntas, ocurridas en la sala de conciertos, serán las que ocupen a Areúsa durante un largo tiempo.


Mientras, se imagina cómo será el acto sexual con el director de orquesta. Porque no duda de que, una vez acabado el concierto, tendrá lugar su particular cópula.


Por lo que le gusta ir a los conciertos es porque le da la oportunidad de pensar sin ser interrumpida durante varias horas. Es verdad que también le gusta la música, pero, con frecuencia, se pierde en sus propios pensamientos y encuentra el camino cuando una melodía o una nota discordante la vuelven a la realidad sonora. La música había quedado en el fondo y, de pronto, recobra su lugar de primacía borrando los pensamientos y dejando que el oído sea el órgano receptor por excelencia. El órgano de la sensualidad. El que todo imagina.


Asistir a un concierto es, pues, una mezcla de estar y no estar. De oír y no oír. De medir el tiempo de manera diferente. (Claro, de una manera musical.) Notas. ¿Qué notas? Do, re, mi, fa, sol, la, si.


Le extrañan a Areúsa (a Areúsa siempre le extrañan) las actitudes de los seres humanos. ¿Cómo es capaz un hombre de encerrarse, por su voluntad, durante horas en una sala de música y permanecer en silencio absoluto disfrutando (salvo las toses pertinaces) (y los deseos salaces)?


Un hombre que, también, es capaz de unirse a la podredumbre, de vivir en el absoluto excrementicio, de salpicar la orina del hastío, de agitar los colmillos entre las gotas de la saliva hedienta, de triturar el cráneo de su semejante, de beber sangre, de astillar nervios, de desmenuzar meticulosamente capas y capas de dura mierda. Un hombre que no es sino una serie de sacos de desecho, colocados por aquí y por allá.


¿Y la poesía?, se interroga de nuevo Areúsa, que gusta de saltar de un extremo al otro.


Ah, la poesía. Mejor no hablar de ella: total engaño y total ficción. La torre de la desilusión: eso es.


Pero a algo habrá que aferrarse. Sí: a un clavo ardiente.


Areúsa, entre el sonido de las voces discordantes, donde los aprendices de Schönberg nadan en la atonalidad, rompen las estructuras y barren con las verdades eternas, recuerda que su estructura ha sido también fracturada. Areúsa ha ingresado al gremio de los hijos abandonados: acaba de entrar en la categoría de huérfana. Huérfana mayor de edad, pero huérfana al fin: que no hay edad para la orfandad aunque se propenda a pensar que sólo es lamentable la orfandad de los niños pequeños. Pues no, es peor la de los mayores, de la cual queda poco tiempo para sobreponerse. Con frecuencia los diccionarios se equivocan, sobre todo en lo que a estados de ánimo se refiere. Así que Areúsa huérfana es.


Areúsa sabe que tiene que repasar su historia para comprender antes de morirse. Se ha dado cuenta, Areúsa, con todo su erotismo a cuestas, de que es un compendio de la muerte.


De nuevo, la música tira de ella: Deja, deja los pensamientos si has venido a este concierto, sumérgete en mí, escucha con atención los chillidos de la cantante, las crispaciones del violín, el monótono chelo, el agobiante timbal. Oye, oye y deja de pensar. ¿Qué te crees que soy yo, la música? Un pasatiempo. Pues bien sí, un pasa, pasa tiempo, que breve tu vida es y aun la acortas más.


Bien, bien, te escucharé, oh música, se recrimina Areúsa. Si nada más quiero oírte, música. Lo demás no importa. Comprenderé cada trozo musical. Cada acto sexual. Olvida. Olvida. Nada más la música.


¿Y por qué oír a Alban Berg? Si es más fácil oír a Mozart o a Bach. Precisamente por eso, porque la ruptura hay que llevarla hasta el fondo. Si este es el siglo deshecho y contrahecho, rompamos todo, pluraliza Areúsa.


La música avanza. El director une su cuerpo al ritmo, al sonido, al timbre, a la voz, al tono, a la modulación. El director es un movimiento que no para. No puede parar. ¿Qué ocurriría si el director parase súbitamente? Al principio, la orquesta no se daría cuenta. Cierto automatismo la guiaría hacia adelante. Pero, en eso, el primer violín al levantar la vista hacia el director y su batuta lo contemplaría estático, y él se quedaría también estático: Qué ha pasado, se preguntarían todos. Los tonos, los sonidos irían deslizándose hacia una desafinada interrupción. Los cantantes desolados. El público miraría aterrado el escenario. Eso no puede ocurrir: ¿será el fin?, ¿la muerte del director y de la orquesta?, ¿la muerte del público, instantánea y en masa?


¿Qué hacer? ¿Qué hacer si una orquesta dejara de tocar? Pues, nada. Ante el silencio, nada. Tal vez recordar una breve sentencia de Ludwig Wittgenstein. Lapidaria.


Areúsa no quiere imaginarse una escena tal, a pesar de que ya se la ha imaginado. Más bien, lo que quiere es que no suceda. Es decir, imagina para conjurar.


Si imagina, no sucederá.


¿No?


La verdad es que la música se ha interrumpido, pero por otra razón. El consabido intermedio. Areúsa reacciona y se apresta. Debe correr al camerino del director. Querido, querido director, y amarlo en ese mismo momento. Lo importante antes que lo urgente o aquí, los dos juntos, coincidentes.


Areúsa se precipita entre las rodillas de los oyentes aún a medio enderezarse para ganar el pasillo antes que nadie. Corre, corre, trepa los escalones, ¿por qué se le ocurrió sentarse en ese lugar?, si la salida de emergencia está tan lejos.


Gana unos segundos, mientras los anónimos aplausos se prolongan y el director saluda una y otra vez.


Sí, llegará a tiempo para que su aplauso sea en persona y porte un nombre. Su breve e histórico nombre.


Abre, impetuosa, la puerta del camerino y ahí está él, secándose el sudor de la frente y con una copa de vino blanco a un lado. Se arroja en sus brazos y lo besa sin parar. La copa de vino se derrama. Caen los dos sobre el diván y ya están haciendo el amor.


Un amor encabalgado como verso que continúa de un renglón al otro, como nota con calderón que suspende el compás, como jinete desalado. Como lo que carece de ley de interrupción: precipitada catarata eterna, interna y externa. Ritmo sólo por la música preservado. Péndulo imparable. Sin sorpresa, en plena carrera hacia su conclusión.




* publicado por EDITORIAL ALFAGUARA, México, 2002


Angelina Muñiz-Huberman nació en Hyères, Francia, en 1936, hija de exiliados españoles. Viajera por varios países, finalmente se estableció en México. Es autora de más de veinte libros de narrativa, poesía y ensayo. Está traducida al inglés, francés, italiano, hebreo. Inauguró el generó de la novela neohistórica en la literatura mexicana con Morada Interior (1972), a la que siguieron Tierra adentro, La guerra del Unicornio; Huerto cerrado, huerto cellado, De magias y prodigioDulcinea encantada. Algunos de sus personajes favoritos son cabalistas, alquimistas y herejes. Castillos en la tierra dio comienzo al género de las seudomemorias.Las confidentes (1997).Siglo de Oro, como Molinos sin viento (Aldus, 2000).Areúsa en los conciertos (Alfaguara, 2002) 

El canto del peregrino : hacia una poética del exilio. Alicante, 2002.
El sefardí romántico. La azarosa vida de Mateo Alemán II. Alicante, 2009.

Entre otros, ha recibido los Premios Xavier Villaurrutia Sor Juana Inés de la Cruz.

02 octubre, 2009

Cecilia Ortiz .(Venezuela, 1951)

Imágenes de la memoria


Sólo recuerdo que la muñeca no cerraba los ojos.
Para cerciorarme de que estuviera dormida, cuando iba a la cama por mandato paterno, la ponía boca abajo, para que al menos no me viera dar vueltas como una marioneta.
Mi muñeca desapareció en alguna mudanza y llegué a la nueva casa sin ella.
Bajo un manzano contemplé lo que sería mi nuevo hogar.
Aún hoy contemplo la casona entre árboles más viejos que ella.
Me preguntaste, y en esta foto quienes están.
¿Quiénes?
No puedo decirte que lo sé. Me inventé una historia familiar cuando desaparecieron los que estaban posando para quedar por siempre. Quedar por siempre me suena a mucho tiempo.
No lo sé, contesto.
Por qué la guardas, entonces.
No la guardo, está por alguna razón. Me la habrá enviado alguien, luego de verme en tantas películas. Me imagino que habrá pensado que me gustaría.
Desempolvo la fotografía y la miro.
Sonrío.
Qué otra cosa se puede hacer sobre el polvo de las cosas.
El tiempo solo me ha dejado arrugas infinitas y una certeza de haber sido la mejor.
Ya nadie recuerda lo que fui.
Y los recuerdos no tienen movimiento. Ocupan un espacio. Que de tanto en tanto se inquieta y deja un trazo, leve, sobre el día que vivo.
La muñeca no cerraba los ojos.
Yo, ahora tampoco, me trago las visones para sentirme viva, vieja, pero viva.
Te alejas. Siempre te alejas y veo tu espalda que me habla. Me dices que eres lo único que tengo.
La muñeca y yo somos casi lo mismo. Dos formas estáticas, una plasmada en papel senil y yo, suspirando a la espera de reencontrar a los míos, en algún lugar de no sé dónde.


Nació en Buenos Aires, Argentina,
Docente. Poeta y narradora. Coordinadora de Talleres escritura.

Creadora del grupo literario DE RAÍZ LETRAS - 2006

22 septiembre, 2009

Nélida Piñon (Brasil, 1937)

Ave de paraíso


Una vez por semana visitaba a la mujer. Para exaltarse, lo decía conmovido. Ella lo creía, y lo recibía con pastel de chocolate, licor de peras y frutas recogidas en la huerta. Los vecinos comentaban aquellos extraños encuentros, pero ella lo quería cada vez más. Él, adivinando su vida fácil, le pedía disculpas con los ojos, como diciendo, de qué otro modo debo amarte.

Comía el pastel y rehusaba lo demás. Aunque la mujer insistiera. Es por ceremonia, pensaba ella escondiéndose en su sombra. Una vez le preparó una cena sorpresa. La comida olía muy bien, las esencias acababan de llegar de la China. Brillaban los cubiertos y los adornos comprados especialmente para el día de la fiesta, cuando él abriría los ojos, encantado.

El hombre observó todo con aprobación. Siempre la había juzgado sensible a la armonía a la gracia. Una confianza que sintió desde el mismo instante en que se conocieron: en el tranvía, advirtiendo que había olvidado el dinero del pasaje, ella miró a su alrededor sin decidirse a pedir auxilio. Él pagó y le dijo, casi en un susurro, yo también necesito ayuda, ella sonrió y él le tomó la mano, ella accedió con timidez, y cuando la dejó a salvo frente a su puerta le prometió volver al día siguiente.

-No insistas, no quiero cenar. Con naturalidad, parecía un pez inspeccionando el mar. Ella lloró, pensando, entre tantos hombres Dios me destinó el más difícil. Fue el único instante de desfallecimiento de su amor. Al otro día recibió rosas, y la tarjeta tan sólo decía: amor. Ella rió arrepentida, condenando su incontinencia. No debía haberlo sometido a semejante prueba, que él rehusó heroicamente. En la siguiente visita la amó con fervor de apátrida, y repetía en voz baja su nombre.

Una vez desapareció tres meses, sin cartas, telegramas ni llamadas telefónicas. Ella pensó, voy a morir. En torno de la misma mesa, el mantel pintado de rojo, que había preparado durante un largo sábado, la cama de sábanas blancas, que ella lavaba personalmente, evitando el exceso de anilina, la casa, en fin, que él dejó de frecuentar sin dar aviso. Recorría las calles y a cada suspiro agregaba:

-Qué es de la mujer sin la historia de su amor.

Había cursado el bachillerato en su ciudad natal. No quiso ser profesora. Desde pequeña soñaba con casarse. Su única ambición. Temía al hijo ajeno sustrayéndole una fuerza que los de su propia carne merecían. La madre protestó, necesitaban dinero. El padre había perdido el empleo, la edad le pesaba. Terminó en el mostrador de la farmacia de su padrino, y la madre, cosiendo por encargo. A ella le correspondía encargarse de los oficios de la casa, ya que se negaba a ejercer el magisterio. Fue entonces cuando descubrió los encantos de la cocina. Pero la receta del pastel vino más tarde: Norma apareció, muy elegante, con su vestido amarillo, pidiéndole ayuda para coser una falda plisada, modelo que había visto en el puesto de revistas de la esquina. Aunque pensaba que Norma era frívola, siempre insistiendo en que la acompañara a los bailes donde se pescaba novio con facilidad, nunca la censuró. Conoció entonces a la otra, amiga lejana de Norma. Compañeras en el curso de dactilografía, las dos ansiaban trabajar en una firma americana. Después viajarían a Estados Unidos, pasearían por la Quinta Avenida. Norma soñaba en conquistar un oficial americano. Lamentando que ya no nos visitaran , como en la época de la guerra. La otra oía, casi al final le preguntó:

-¿No quieres venir? Se refería a la entrevista en la firma americana. Negó con la cabeza. Le dio vergüenza explicar que quería casarse. Era más fácil, y su corazón se lo pedía.

-Ya lo sé, a ti sólo se te pueden ofrecer recetas de pastel chocolate, dijo la otra, molesta.
A esto sí accedió, entusiasmada. Exigiendo una receta escrita. Y que la otra telefoneara a la madre, para que confirmara los ingredientes que en ese momento le dictaba la memoria. En casa, por lo estricto de los gastos, no pudo prepararla. Pero se consolaba: en cuanto ame a alguien lo sorprenderé con mis postres. Acarició siempre la esperanza de que los pasteles chocolate fueran la sobremesa del marido. Los dulces sólo servían para consentir al amado. Tanta simplicidad conmovía a Norma. Años más tarde, cuando se separaron y fue perdiendo los amigos, su destino era renunciar al mundo para conservar el amor. Antes de alejarse para siempre, Norma le dijo, poniéndole la mano en el hombro:

-Esto tenía que pasarte.

Quiso aún explicar, decirle que se engañaba. Pero Norma se marchó sin mirar atrás, caminando con decisión.

Cuando él volvió meses después, le trajo regalos, besó largamente su cabello, que según afirmaba, olía a cielo, le hizo ver la importancia del viaje, no se arrepentía de haberse ido por el placer del regreso. A ella le pareció gentil su explicación. Corrió a la cocina, antes de que él la llevara a la alcoba. Valiéndose de dosis exactas trató de lograr la perfección. No admitía el amor sin que el pastel estuviera esperándolos, especialmente los días de fiesta. Él rió, encantado de aquel capricho, no se sentía con derecho a protestar. También él respetaba su libertad. Dejó que terminara. Ella volvió al fin, como diciéndole estoy lista para tu difícil ausencia. Siempre era discreta en las cosas del amor, y él apreciaba su recato. Repudiaría un proceder atrevido, que mancharía para siempre la ilusión de poseerla como si aún fuese la primera vez. Intuyéndolo, ella escondía la cabeza en la almohada, velando sus dulces lágrimas. Él gritaba, como un vasallo del rey Arturo: ¡Las mujeres son gratas¡ ¡Las mujeres son gratas¡

Ella interpretaba el sentido de sus palabras. Secaba sus lágrimas, entregándose con pudor. Jamás rehusaba tales escenas. A veces se repetían a la semana siguiente. Él fingía no advertir que ese encanto amenazaba con agotarse. Hacía cuanto podía para renovarlo. Por eso la amó tanto durante aquellos años. Su fantasía se apoyaba también en las sorpresas. En ocasiones adoptaba disfraces, barbas y bigotes falsos, pelucas. Llegaba sin prisa, dando tiempo a la sospecha de los vecinos, y no para que pensaran que ella lo engañaba, sino porque le divertía crear esas ilusiones.

Obediente, ella se exaltaba. Aunque sufriera su ausencia. Su amor en días difíciles se inquietaba de tal modo que consultaba el calendario con la esperanza de que fuera día de pastel de chocolate, cuando sin duda él vendría. Hasta el fin del año, el calendario registraba todos los días de su visita. Ella jamás le sugirió un cambio de fecha, o una mayor asiduidad. Respetaba aquel sistema.

En los comienzos de mes, sin embargo, él llegaba más temprano, trayendo el dinero para los gastos de la casa, y cualquier excedente que le hiciera falta. Lo depositaba sobre la frutera, aunque hubiera en ella bananas, peras, manzanas que ella adoraba, imaginándose entre la nieve. No sabía explicarlo, pero comiendo manzanas se sentía elegante, de guantes pécari importados, hablando francés y con un pañuelo de seda en la cabeza.

Dejaba allí el dinero hasta que él partía. Después, lo ponía junto al misal. Los dos se sometían a los ritos.

Un día le dijo: -Vamos a salir ya mismo, porque nunca hemos ido al cine, y como quiero ir al cine contigo antes de morir, es hora de que cumplamos mi deseo. Ella lo abrazó llorando de alegría: ¡Eres mío, cómo eres mío!

Fueron y no se divirtieron, él tildó de obscenos los episodios de amor. Ella no estuvo de acuerdo, pero su felicidad no la impulsaba a la insistencia. Comieron helado mientras él seguía protestando. Ella se manchó el vestido, y entonces él rió, le gustaban sus curiosas intuiciones, su modo de errar en las cosas pequeñas.

La madre la visitaba dos o tres veces al año. Todavía cosía por encargo. Discretamente, preguntaba por él. Temía irritarla. Nunca había comprendido aquel casamiento. Él se había opuesto a que usara vestido de novia, alegando que el traje nupcial sólo debía ser visto por el esposo. Pero después de la ceremonia, ya a solas en el cuarto, le obsequió un vestido blanco, con velo y guirnaldas. Esa primera noche ella surgió ataviada a la medida de sus sueños, y él cerró los ojos y los abrió de nuevo para ver si ella estaba aún a su lado, la mujer que amaba, y conmovido habló del modo que ella comprendía: -Estás hermosa, sólo faltaría que el sacerdote nos casara de nuevo, y cuando en medio de la noche conocieron sus cuerpos, él le pidió que reposara, porque era él quien debía colgar en el armario el vestido de novia comprado para ella, con ninguna otra mujer podría haber obrado de esa manera, y ella nunca lo olvidó.

Así pues, cuando la madre la visitaba, la hija le preguntaba por el padre, cómo iban las cosas, sin invitarla nunca a quedarse, aunque vivía lejos, viajaba horas en tren para regresar a su casa. En aquellas breves visitas, la hija de nada se quejaba. Parecía encantada con su situación. La madre nunca había visto una mujer más feliz. A veces sentía deseos de preguntar: -A qué horas llega él. O prolongar la visita para verlo cuando viniera a cenar.

Pero, a partir de las cuatro, la hija empezaba a ponerse inquieta, se levantaba a cada rato pretextando naderías, fingía ocupaciones, él solía demorarse, le aseguraba ansiosa. A la hora de la despedida, la madre siempre repetía: -Bonita vuestra casa.

A la semana siguiente, adivinando, él preguntaba: ¿Y tu madre, nunca volvió? Ella ponía una cara triste, abrazada a él susurraba: -Sólo te tengo a ti en el mundo. Él la besaba, y como pidiendo disculpas, decía: -Vuelvo el próximo miércoles, ¿estás contenta? Ella sonreía, el rostro brillante, los cabellos como a él le gustaban. Ya con algunos hilos blancos. Hilos que él respetaba, pensando: Ella es pura, es pura.

Un día no resistió, llegó disfrazado, en una última tentativa de confundir a los vecinos. Traía en las manos sendas maletas. Ella sufrió en silencio la perspectiva de una larga ausencia. Lo ayudó como si estuviera cansado, la vida era dura para él. Le trajo agua helada, lamentando no tener una fuente en el solar, de tenerla la adornaría con piedras, tal vez pondría una imagen. El hombre bebió, se quitó el disfraz que nunca había recibido de ella censura alguna. Y asumiendo una fingida independencia habló en voz alta, para que ella escuchara.

Terminó el tiempo de prueba. Esta vez vine para quedarme. La mujer lo miró, escondiendo su profunda alegría, y corrió después a la cocina. Nadie la superaba en los pasteles de chocolate.


de "El calor de las cosas y otros cuentos", FCE, México, 2000.
*Versión de Elkin Obregón
(Originalmente apareció en Casa de armas en 1973).

Fue la primera mujer en presidir la Academia Brasileña de Letras, elegida cuando esta institución llagaba a su centenario. Artista del verbo, de mirada afilada para detectar la significación profunda y universalizante de los hechos, Nélida Pinõn ha demostrado una ejemplar fidelidad al oficio de la escritura, al que se lanzó desde joven con dedicación exclusiva. Su obra ha sido traducida a varias lenguas. Muchos apuntan A República dos Sonhos como su obra prima. Piñón establece una sutil distinción entre imaginación e imaginario: "Imaginación, uno tiene más o tiene menos. Y se tendrá tanto más como se descubra la intensidad de lo imaginario, uno de los patrimonios más socializados en la humanidad". Es una de las voces de mayor resonancia de la literatura contemporánea en Brasil.
Publicaciones: Guia-Mapa de Gabriel Arcanjo (1961); Madeira Deita Cruz (1963); Tempo das Frutas (1966); Fundador (1969); A casa da Paixão (1972); Sala de Armas (1973); Tebas do Meu Coração (1974); A Força do Destino (1977); O Calor das Coisas (1980); A República dos Sonhos (1984); A Doce Canção de Caetana (1987); O Pão de Cada Dia (1994); A Roda do Vento (1996); Até Manhã, Outra Vez (1999); Voces del desierto(2004);Aprendiz de Homero(2008);  Corazón andariego(2009)

01 septiembre, 2009

Jennifer Thorndike (Lima, 1983)



MAQUILLAJE CORRIDO

Cuatro paredes blancas me rodean hace bastante tiempo. No sé cuántos días, meses o años llevo aquí, pero calculo que no han sido muchos porque todavía conservo el color de mi cabello y la tersura de mi rostro. Sé que algún día las canas y las arrugas aparecerán y solamente me quedará seguir esperándola. Nunca pensé que sería así, pero cuando una está loca por voluntad propia no queda más que ver pasar los minutos sin siquiera intentar detenerlos… Si tan solo, si tan solo, si tan solo vinieras, pienso de vez en cuando y ese pensamiento siempre hace que mis ojos se humedezcan. Muchos celebran ese hecho porque solo así parece que estoy realmente viva… ¡Pero si estoy viva, carajo!... Estúpidos.
La cama es bastante cómoda, aunque he de confesar que cuando uno lleva mucho tiempo echada encima de ella hasta el colchón más blando parece de piedra. Una vez al día entra una de esas mujeres de atuendo blanco, quien me aplica una de esas inyecciones que me hacen olvidar por un momento lo consciente que estoy, aunque muchos no lo crean así. Entonces me sientan frente a la ventana y observo. Me aburre hacerlo, odio hacerlo. Odio sentirme estúpidamente perdida entre el ensueño y mi realidad. Si pudiera, les diría que dejen de aplicarme esa medicina o que me la apliquen cuando el dolor de su estúpido recuerdo es tan intenso que me perturba. Miro alrededor. Veo la mesita redonda y encima está mi laptop. Me la han traído para ver si así decido comunicarme o hacer algo, pero sinceramente eso ya no me interesa. Me he sentado infinidad de veces frente a ella y he acariciado el teclado, pero no siento nada. Encenderla no tiene sentido. Todo perdió sentido mucho antes de que me trajeran a este lugar.
Él viene seguido y odio que lo haga. ¡Carajo! Debería decirle que se largue, pero debo guardar silencio. Se sienta frente a mí, me toma de la mano y me besa en los labios resecos. Siento asco, siempre sentí asco. Los he repudiado durante toda mi vida, sobre todo a él… ¿Cuándo se va a cortar esa cola? Puaj, qué horrible… Me acomoda el cabello con sus manos toscas, me lo jala sin darse cuenta y yo lo odio porque él está demasiado lejos de lo que yo siempre he deseado. No se cansa, nunca se va a cansar. Cada vez que viene me ruega que le hable, que le diga algo. Hace mucho dejé de hablarle, hace mucho que ni siquiera lo miro a los ojos porque no encuentro nada en ellos. Quisiera que desaparezca ¡Por favor, la inyección! Pero está ahí contándome sobre su vida… No me importa, ¿entiendes? ¡Lárgate!… sobre los planes que tiene conmigo para cuando yo me recupere, sobre la casa que está arreglando para vivir juntos… ¡Ya cállate! ¡Me aburres!, pienso, pero guardo silencio. Él se desespera, aprieta el puño, frunce el ceño, se muerde los labios… Volverás conmigo, sí, y tengo grandes planes solo para nosotros… Se calma… Eres mía, sí, siempre lo serás… Ahora quien se desespera soy yo... No, no, no, de nadie, de nadie soy. Cállate, idiota ¿Por qué no la traen a ella? Médicos idiotas… Él nunca logrará que yo articule palabra alguna, pero ella sí. Ella podría saludarme y yo la saludaría de vuelta. Entonces nadie me retendría, no, yo no me retendría en este cuarto donde me encerré para huir e intentar olvidar que allá afuera nunca podré tenerla… Pero, sí, aquí la tengo, aquí la abrazo, aquí está a mi lado y siento su olor, percibo la textura de su piel. Aquí estás, linda, pero allá afuera, ¡allá afuera desapareces!… Esa debe ser la razón por la cual decidí hacerlo. En ese momento solo supe que debía escapar de su presencia que estaba en todas partes, pero que no estaba en realidad. En cambio aquí, aquí… Aquí sí estoy junto a ella, cerca, muy cerca, ¿aquí, linda? Donde quieras… La quiero tanto… Solamente a ti podría hablarte, solo por ti regresaría… Pero ella jamás vendrá y dicen que yo ya perdí la razón. Me aislé de mi Lima, de mi casa, de mis amigos, de mi familia, de él y de mí misma. Este cuarto blanco es tan hermoso. Cierro los ojos. Así la veo, así la puedo tocar una vez más. Eso es todo lo que importa.

Yo se lo había dicho un día ya hace mucho tiempo. En realidad, no quería admitirlo, me rehusaba a hacerlo. Me había enamorado de ella… Pero ya me pasará, es solo un gusto, ¿no?... Ya nos habíamos besado, ya había recorrido su cuerpo un día que estábamos ebrias. Me había metido entre sus pechos y los había besado aferrándome a cada pedazo de su piel para terminar en el costado de su cuello succionando su esencia y pidiéndole más, más y más. Ella solo emitía gemidos cortos, imperceptibles. Mi rodilla había ido a parar en su entrepierna y mis manos en sus nalgas. Luego mis dedos enredándose en su cabello, mis labios aferrados a sus besos, mis dientes mordiendo, rechinando, explorando. El placer, el bendito placer mezclado con amor y con alcohol. Había terminado dormitando abrazada a su cintura. Abrí los ojos y… Por la reconcha su… Ella no recordaba absolutamente nada y yo me había maldecido por haber comprado ese vino tinto que a mí tanto me excitaba y a ella tanto la aletargaba… ¡Vino borgoña Queirolo de mierda!... Entonces, se lo había contado todo mirándola a los ojos verdes y añadiendo que yo estaba enamorada. Ella me miró con el ceño fruncido y me dijo: Chérie, jamás te podría ver como pareja porque tú eres como mi hermana. Además, tú sabes que me gustan más los chicos. ¡Carajo! ¿Tenía que mandarme a la mierda en francés? Con lo que me gusta ese idioma. Levanté una ceja… ¿De cuando acá haces el amor con tu hermana?, me pregunté, pero guardé silencio. A pesar de que ella era bisexual, con ese argumento me había negado la posibilidad de que yo siquiera intentara enamorarla. Entonces, me levanté, tomé mi ropa y me fui antes de que la cosa se pusiera peor o le hiciera una escena dramática… Me había rechazado, chérie, y yo enamorada, muy enamorada… ¡Puta madre!
Nos habíamos encontrado en muchas reuniones después de la noche del vino y todas aquellas veces me había mordido los labios para contener las ganas de estar con ella otra vez y aspirar su aliento, morderle la boca, perderme en su entrepierna. Ni siquiera podía mirarla a los ojos… ¡Ahorita se da cuenta!... Tenía miedo de que cualquier gesto me delatara ¿cómo ahora? Mierda, ya estoy lagrimeando otra vez, ahora estos tarados se alegran. En fin, todavía pensaba en ella… ¡La odio!... Quería algo con ella… ¡Mierda!... No lo soporté y en la última reunión decidí irme temprano porque las ganas de llorar iban a estallar en cualquier momento. Camino a casa, decidí decirle al taxista que tome otra dirección y me bajé en una calle miraflorina para comprar un café y desatar aquel estúpido llanto contenido que había aguantado estoicamente en su presencia. Caminé con el café en la mano y sentí la humedad calando por mis fosas nasales mientras pensaba en sus ojos verdes casi amarillos y en sus caderas en las que alguna vez había hundido las uñas. Así comprobé que a falta de Madrid, Paris o San Francisco siempre me quedaba mi Miraflores limeño y mojado en donde un café era suficiente para comenzar a pensar en lo patética que es tu vida. Así que pensé mucho sin entender esa estúpida connotación filial que algunas amigas deciden darte como halago para joderte la vida. Rabié, tiré mi café a la pista y un carro chancó el vaso mientras yo me rascaba los ojos que me escocían horriblemente.
Caminé esquivando cucarachas y volteando a cada rato la cabeza para ver si alguien me seguía… Quizá se haya arrepentido y… no, esas cosas no pasan… Entonces agarré mi celular y encontré el número de él. Él me había dicho infinidad de veces que yo era la mujer de su vida y yo, infinidad de veces, lo había mandado a la mierda. Lo odiaba. Pero esa noche, ¡esa noche qué más daba! Lo llamé y lo vi. Llegó con su aspecto desgarbado, su ropa oliendo a nafta, su palabrería cursi. Tomamos otro café, escuché las mismas tonterías de siempre y lo seguí a un hotel en donde le arañé la espalda pensado en ella, en donde me perdí en su erección alucinado que en verdad me sumergía en las profundidades de la mujer que de seguro andaba mirando películas. Películas estúpidas con galanes estúpidos rebosantes de estúpida sensualidad masculina a quienes ella, por supuesto, no consideraba sus hermanos. ¡Imbéciles! ¡Cuántas veces me habían hecho maldecir el hecho de haber nacido sin algo entre las piernas! Terminamos, él jadeaba, yo no quería escucharlo… Al fin, al fin, no más… Quise alejarlo de mi lado, me sentía bastante perturbada. Ella había estado en cada lugar, en cada grito, en cada orgasmo.
Pasaron varias citas con él mientras ella seguía indiferente conmigo, aunque he de confesar que tampoco insistí en el asunto. He olvidado exactamente cuánto tiempo pasó, pero pasó mucho. Yo la seguía observando y ella no se daba cuenta, yo la seguía deseando y ella me quería como su hermanita, yo necesitaba besarla y ella ni siquiera intentaba acercarse a mí, yo recibía la propuesta de matrimonio de él acompañada de un anillo que jamás usé y ella me felicitaba airosa abrazándome como abrazas a cualquiera. Acepté y así fue como tomé el camino que finalmente terminó en este cuarto blanco con mujeres vestidas de blanco y la mente divagando y poniéndose en blanco, sobre todo cuando me inyectan ese líquido mágico que borra todas las imágenes de su presencia que siempre me rodea. Odio la inyección, pero la necesito.
Llegó el día. Todo era perfecto. El vestido color perla con mariposas bordadas, el cabello cayendo sobre mis hombros y adornado con flores, los zapatos altos, el maquillaje natural, resaltando lo indispensable. Me miré al espejo y me sentí preciosa, pero incompleta. Sabía que estaba cometiendo un error, que yo no sentía absolutamente nada por él. Me pregunté por qué lo hacía y no encontré respuesta alguna. Quizá era una forma de calmar mi dolor, de evadirla a ella completamente, de intentar sacarla de mi mente, de probar si podía amar a otra persona. Salí de la habitación, me subí al auto y entré a la iglesia. Los pasos lentos, la alfombra roja, la hilera de caras conocidas. Entonces la vi y ¡carajo!, estaba ataviada con un vestido azul oscuro que dejaba al descubierto aquellos pechos que alguna vez había mordido con enajenación. Me detuve un momento… Linda, Dios, tan linda como siempre, susurré. Ella sonrió orgullosa, me dio un empujoncito hacia el altar y yo sentí ganas de llorar una vez más. Pero no, no iba a permitir que se me corriera el maquillaje por un llanto que ya no tenía sentido. Allá adelante me esperaba un hombre que yo detestaba para darme una vida que probablemente me iba a hacer completamente infeliz.
La ceremonia fue tediosa, quería que se apurara, que terminara. Cuando llegó el momento de la pregunta de rigor, sentí que ese infierno estaba llegando a su fin. Entonces levanté la mirada… Acepta usted a… Vi el crucifijo, Cristo sangrando por sus heridas, su rostro endurecido formando un rictus de dolor. Los vitrales dejando colar la luz, la Virgen María estirando su mano protectora. Sentí la mirada de él sobre mí. Quería que respondiera. El sacerdote había formulado la pregunta y ya había pasado el tiempo prudencial para recibir la respuesta, pero yo no podía articular palabra… Amor, responde, por favor… ¡Cállate!, ¡cállate para siempre!, pensé. Sus ojos verdes fijos en mi espalda, el empujoncito, los ángeles pintados con sus sonrisas burlonas, el crucifijo con el Cristo adolorido, la Virgen ofreciendo el camino a la libertad. Sentí que mis ojos, al fin, se mojaban. Entendí que el infierno no acababa ahí, sino que recién empezaba en ese momento y que el yo-sin-ella era parte de ese infierno en el que yo no deseaba vivir... ¡Amor, responde!... Deja de gritar, rogué sin mover los labios. Entonces decidí callar, callar para siempre mientras un surco grisáceo marcaba mis mejillas. Se me corrió el maquillaje. Entonces me sentí viva, escapé. Desde ese día no he vuelto a hablar, ni volveré a hacerlo hasta que ella me lo pida. Sí, desde ese día comenzó lo que ellos llaman “mi locura”.


de libro de cuentos Cromozoma Z



Publicó el cuento "Maquillaje Corrido" en la revista virtual El Hablador en agosto del 2006 y su primer libro de cuentos Cromosoma Z en septiembre de 2007. Así mismo, ha sido antologada en Abofeteando a un cadáver (Bizarro Ediciones - Centro Cultural de España, 2007). En mayo del 2008 se publicó el cuento "Polvo" en una de las plaquetas de MAGDALA. Actualmente escribe la columna quincenal "Viceversa" en el portal intenacional Ekovoces Noticias y administra los blogs Cromosoma Z, y Cromosoma Z - El Libro.


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