24 diciembre, 2009

El regalo de Esther Cross


Era un muñeco de goma que había traído a casa un amigo sol­tero de mis padres para Navidad. El hombre, que ignoraba las re­glas básicas del protocolo infantil, lo trajo sin aclarar para quién era. Entonces yo supuse que sería para mí al tiempo que mi her­mana consideró que el regalo era indudablemente para ella.
Era un muñeco de goma, con esa tez macilenta de casi todos los muñecos, ojos de vidrio celeste postal, manos abiertas, labios coloridos y una ropa que no se pondría ninguna persona en su sa­no juicio. Pero, dado que era muñeco y no persona, su ropa resul­taba de lo más apropiada. Tenía la típica ropa de un muñeco. Un muñeco ordinario y, según mi madre, sumamente vulgar.
El hombre lo depositó a los pies brillantes del árbol sin raíces. La cabeza redonda asomaba por la hendedura del paquete maltre­cho. Lo dejó allí, entre los regalos, y compartió con nosotros la comida, el tedio y los consabidos comentarios de mis abuelas y mis tíos.
No me sirvan tanto; un poco de champagne para mojarme los labios; esta torta parece una esponja; las picas tendrían que ir a Misa de Gallo; mis regalos son modestos, no quise desentonar. Comentarios habituales en la mayoría de las familias, indistintamente benévolos o mali­ciosos. Ponderaciones crueles, dardos lingüísticos. Por suerte, el hombre celebraba cada frase porque para él, que no tenía familia, eran inusuales y nosotros descubrimos, halagados, que alguien podía sorprenderse con ellas.
Así es que, no sé si en su favor, nos esmeramos cada uno a su turno, en su papel, con su infaltable manía navideña.
Bajo el árbol semafórico, el muñeco de goma era blanco de mi codicia, y de la de mi hermana, por supuesto.
Cerca de las doce, mi tía recomendó, como siempre, que apenas acercáramos las copas al brindar. Mi padre, puntual, aprovechó la ocasión para decirle a su primo militar grandilo­cuente que era innecesario arrojar las copas dentro de la chime­nea y que esa tradición cosaca —torpemente ensayada en otra Navidad— resultaba, además de costosa, ya sólo concebible en las novelas de época.
Noche de Paz. Después del brindis de rigor, se desató la gue­rra. El invitado se retiró con una bolsa repleta de regalos. Tres fras­cos de agua colonia Old Spice, un estuche con jabones de lavanda de James Smart, dos pañuelos bordados con bonitas iniciales que no coincidían del todo con las suyas. Un poco abrumado por nuestra generosidad, se fue, tras agradecernos la invitación, ino­cente del conflicto que había concitado.
A la derecha, mi hermana se aferraba al muñeco. Del otro la­do, yo, imbatible, resistía. Crujían las articulaciones de alambre del cuello. Los brazos, encastrados a presión, se estiraban de ma­nera formidable. Mi madre asegura que el sonido era exasperan­te. Uno de mis tíos tomaba las apuestas. Ni los otros regalos ni to­das las sugerencias y amenazas lograban disuadirnos. El muñeco de goma permanecía en el medio; yo, firme en mi puesto; mi her­mana, inamovible, en el de ella.
No cantamos villancicos porque mi abuela, antes de abrir el misal, tuvo la mala idea de abrir sus arrugados labios.
—Miren cómo se estira. No parece un muñeco, parece un monstruo.
Y comenzaron a discutir. Es gracioso, es un monstruo, es pintores­co, debe tener su encanto, me recuerda a Mickey Rooney, de dónde lo ha­brá sacado ese hombre que invitaron. En medio de la confusión, al­guno se animó a ir más lejos.
—Maldita la hora en que lo invitaron.
Todos miraron a mi madre que, solícita y afligida, levantaba los platos de la mesa. .
—Me dio lástima porque está solo y no tiene familia —se limi­tó a decir, pero nadie la escuchaba y nosotras, por nuestra parte, seguíamos compenetradas en el incesante forcejeo.
Entonces mi padre, en un arrojo salomónico encomiable, dijo: —Muy bien, vamos a partirlo al medio.
Con poco disimulo, le guiñó un ojo a mi abuela y por única vez en esa noche se produjo un silencio unívoco y expectante.
Pero de Salomón a hoy las cosas han cambiado. Mi hermana y yo, al fin de acuerdo en algo, asentimos.
—-Por supuesto, hay que dividirlo.
Ante la indignación de mi padre y la contrariedad de mi tío, que devolvía las apuestas, nos dispusimos a la justa operación.
Mi madre se precipitó sobre el muñeco para salvado. Sacrifi­có, en la carrera, un plato lleno de almendras, que se disemina­ron por la alfombra. Así y todo, era tarde. Estaba decidido y cor­tamos por lo sano.
Era incómodo dormir con él. El muñeco de goma era hueco. Por evitar desagradables impresiones, lo acosté de perfil. Mejor di­cho, como era todo perfil, me tumbé al Iado de su perfil repleto, fascinada por la visión de mi hemisferio de muñeco, dispuesta a no enfrentarlo para salvarme de la decepción que deben experi­mentar los buzos cuando encaran a esos magros peces tropicales que ostentan amplios y engañosos lados.
Como era de esperar, las cosas, un vez iniciada la visección de goma, no quedaron ahí. A la mañana, mi hermana me provocó. Tomábamos el desayuno cuando ella, blandiendo con la mano derecha su mano derecha de muñeco, dijo:
—Mi parte es mejor que la tuya.
Yo no me quedé atrás.
—No creo —dije—. No hay parte mejor porque las dos son igua­les.
Y ella, mordaz:
—Entonces, ¿por qué preferiste quedarte con esa?
En ese momento, mi madre decidió ponerle fin al litigio. Sin decir nada, se levantó de la mesa y llamó al hombre por teléfono.
Tras desearle una muy feliz Navidad, lo puso al tanto de las derivaciones nefastas del regalo y le preguntó dónde lo había comprado, con la intención de conseguir dos réplicas exactas pa­ra acabar así con el problema.
El hombre, que no tenía una memoria excelente, habló de un puesto de vendedores ambulantes de la calle Pasteur y se ofreció a acompañarla en la pesquisa, gentileza que no agradó del todo a mi padre, quien asintió, empero, en aras de la armonía familiar.
La busca fue inútil. Los muñecos, vulgares, estaban agotados por la mayoritaria y vulgar demanda de las compras navideñas. El empeño de mi madre y la buena voluntad del invitado —quien parecía dispuesto a remediar a toda costa el entredicho—, eran admi­rables. Mi madre llegaba cansada y muerta de calor, dueña de un silencio poderoso que nosotras, conscientes de su bondad, respetamos de mutuo acuerdo.
Un día mi hermana declaró que le faltaba su ojo de muñeco. En vez de defenderme, hice gala de un silencio tan irónico como incriminatorio. Ojo por ojo. El muñeco no tenía dientes pero po­co tardó mi hermana en secuestrar mi brazo de muñeco, de manera que el de ella quedó tuerto y el mío, manco —si tuerto pue­de ser un cíclope y manco, quien tenía un solo brazo—. Mi madre y el señor no cesaban en la busca. Cada mañana descubrían, azorados, que el muñeco tan vulgar era también irrepetible.
Fue mi tío militar grandilocuente quien puso fin al asunto. El día de Reyes, se presentó en casa con un paquete llamativo. An­tes de sentarse a la mesa para comer la ineludible rosca, empuñó el trofeo y dijo:
—Lo encontré. Lástima que quedaba uno solo.
Entonces, en derredor de la rosca circular, centrada en nuestra mesa de roble y también círculo, comenzó otra asamblea. ¿A quién pertenecía este nuevo espécimen de muñeco? Yo defendía mis derechos y mi hermana reclamaba los suyos, mientras mi tío aprovechaba para comerse lo mejor de la rosca y mi madre servía el té secundada por mi abuela.
El nuevo ejemplar fue intervenido por las tijeras precisas de mi tía.
—Nos encontramos ante el mismo problema —reflexionó mí padre—. Lo más lógico es, por tanto, repetir la solución.
Luego mi madre, complaciente, unió la mitad derecha del mu­ñeco nuevo con la parte izquierda del muñeco que era mía, y la parte izquierda del muñeco nuevo con el medio muñeco de mi hermana. La sutura —prolija, a qué negarlo— distorsionaba un po­co la fisonomía pero estaba rematada con tanto esmero, con tan­ta voluntad, con tanto hilo y pegamento, que al fin tuvimos cada cual su muñeco entero, surcado al medio por esa cicatriz que denotaba y subsanaba, a la vez, el entredicho.
La Navidad siguiente, el hombre llegó a casa con puntualidad y con un ramo de rosas que mi madre concentró, con cierto es­fuerzo, en el perímetro biselado de un florero. Aleccionado por ella, trajo también dos paquetes equitativos, que nosotras miramos con desgano y observó, un tanto sorprendido, los muñecos duplicados, antes de sentarse a la mesa para compartir con nosotros la comida, el tedio y los comentarios. Se lo veía, como a mi madre, de excelente humor. Hasta aceptó la tarea de trinchar el pavo. Yo me senté a la izquierda y mi hermana se sentó al otro la­do. Habíamos coronado el árbol con una estrella fluorescente que se encendía y apagaba en intervalos casi exactos.

Esther Cross (1961) nació en Buenos Aires. Licenciada en Psicología, abandonó esa profesión para dedicarse a la actividad literaria.
En 1988 publicó Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el autor escrito en colaboración con Félix Della Paolera.
El despliegue imaginativo de su narración y la fluidez de su prosa le valieron el Primer Premio en el concurso Héctor A. Murena de la SADE, en el género cuento, los premios de las revistas First, Puro cuento y Plural (México), así como menciones en los concursos Juan Rulfo Internacional y Manuel Mujica Láinez.
En 1992 publicó su primer novela Crónica de alados y aprendices. Ese mismo año obtuvo el Primer Premio para novela inédita de la Fundación Fortabat con La inundación, publicada en 1993



20 diciembre, 2009

Aurora Venturini (Argentina)

Mi hermana dejó la escolaridad en tercer grado. No daba para más. En realidad no dábamos para más ninguna de las dos y yo dejé en sexto grado. Sí, aprendí a leer y escribir, esto último con faltas de ortografía, todo sin h, porque si no se pronuncia, ¿para qué serviría? Leía dislálicamente, dijo la psicóloga. Pero sugirió que ejercitándome mejoraría y me obligaba a los destrabalenguas como María Chucena su choza techaba y un leñador que por ahí pasaba le dijo María Chucena vos techás tu choza o techás la ajena yo no techo mi choza ni techo la ajena sólo techo la choza de María Chucena. Mamá observaba y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza. La psicóloga impidió la presencia de mamá durante María Chucena y destrabé mejor, porque cuando mamá estaba, por terminar bien pronto María Chucena me equivocaba temiendo el punterazo (...) Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos. Lloraba si yo insistía en alimentarla porque aquello de meterle la cuchara en cualquier orificio de la cara. A Betina le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis. En mitad de las comidas le venían ganas. El olor me producía vómitos. Mamá me dijo que no me hiciera la delicada o me internaría en el cotolengo. Yo sabía qué era el cotolengo y desde entonces almorcé, diré, perfumada con el hedor a caca de mi hermana y la lluvia de pis. Cuando tiraba cuetes, la pellizcaba.

* Fragmentos de Las primas.

Aurora Venturini, autora de “Las primas”, que se publicará mañana 5 de Enero con el diario Pag 12, quien a los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura. “Yo escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces”, cuenta la poeta, narradora y traductora, que ha publicado, entre otros, los poemarios El anticuario (1948), El solitario (1951); las novelas Nosotros, los Caserta y Las Marías de los toldos, con prólogo de Fermín Chávez, que fue su esposo. Fue docente en La Plata, donde nació hace 85 años. Durante su exilio en París se relacionó con Violette Leduc, Eugène Ionesco, Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros intelectuales, y en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. El gobierno francés la distinguió con la Cruz de Hierro por sus traducciones de François Villon y de Rimbaud.

Nota a la autora platense de 85 años, la ganadora del concurso Nueva Novela de Página/12:“Tal vez lleve dentro otra mujer mucho más joven”

01 diciembre, 2009

Lilian Elphick (Chile)


La Elegida

Un coup de vent sur tes yeux et
je ne te verrais plus
A. Breton


I. En Santiago no llueve nunca, pero hoy sucede lo contrario: la mampara de pavos reales está empañada, la casa oscura, un poco fría. Salgo.
Camino por ciertas calles que no tienen salida directa sino que dan vueltas y vueltas, terminan en plazoletas y luego continúan. Me gusta perderme y caminar sin rumbo bajo esta lluvia. Elijo esta calle y no otra. A pesar de ser lunes no veo gente; no me inquieta, es más, me gusta que sea así.
Al llegar a una esquina hay una mujer joven. Está parada esperando cruzar. Avanzo hacia ella, no sé por qué no cruza. No hay semáforo ni automóviles. Sigo de largo; finjo comprar algo en un negocito de verduras. Desde allí vuelvo a observarla, sigue donde mismo, balanceándose arriba de la cuneta, las manos en los bolsillos. El olor del zapallo cortado es agradable; el hombre que atiende me habla. Yo asiento mientras observo las grandes pepas del zapallo calado, las hilachas. Al levantar la vista, los bigotes cerdosos del hombre me molestan, podría sentir sus púas clavándose en mi cara. Para acabar la conversación le compro un paquete de cigarrillos y me despido de él para volver a mirarla. Está donde siempre. Retrocedo, voy en su dirección. A unos tres metros me detengo y no sé qué hacer. Parece no verme. De lejos, su abrigo simulaba ser un simple impermeable; pero no, tiene botones dorados, metálicos, grabados con motivos marineros. Me acerco cautelosa, comprobando que el agua le corre por el pelo igual que a mí y que no espera nada de este día imaginario. Ella me mira y apenas sonríe.
No hablamos del tiempo ni de sus arbitrariedades mientras avanzamos en la misma dirección. Ha estado buscando trabajo desde hace horas y el desánimo le surge feroz de sus ojos grises.
Yo también le cuento una historia de abandonos y de calendarios inútiles. A ella no le importa que el agua se le meta por el cuello.
-El mundo se va a acabar- me dice serenamente- pero quedarán algunos, los elegidos, ¿me entiénde?
Yo no respondo, la invito a tomar un café, al lugar de Rosas.
Ella acepta y sonríe triste. Me gustan sus ojeras y la tomo del brazo como si la conociera desde siempre.
Hablamos durante horas y la lluvia no declina. Con el cuerpo tibio salimos a la calle, espero que se despida, retarda el momento, debe tener otras cosas que hacer, seguir buscando trabajo, o tomar el bus de vuelta. Me pregunta: ¿vamos al centro? Por primera vez, la hora no me preocupa. Le digo: sí.
Caminamos lentamente por calles que yo conozco demasiado, algunas veces ella se detiene a mirar las vitrinas. Sin embargo ella no mira, sus ojos se pierden en un camino recto, interminable, atraviesan los maniquíes, como si quisieran ir más allá de todo. El viento me refresca cuando veo cómo una anciana busca desesperada un taxi, con un pedazo de papel protegiendo su cabeza.
Después de una hora de peregrinación le propongo entrar a un hotel. No entiendo mi propia invitación, por qué no a mi casa, allí estaríamos a solas, sin interrupciones, además hace tiempo que ya no recibo visitas inesperadas. Pero, ¿por qué este querer estar solas?, sé que ella también lo siente, por eso nuevamente acepta, sin mirarme, aunque le adivine su sonrisa de pecados secretos.
Es bella cuando se saca el abrigo de paño negro y su cuerpo se refleja mohoso en el espejo. Mi cabeza se asoma detrás de ella. La abrazo.
Contemplamos esta escena por un tiempo suprimido. Ella no parece darse cuenta de su protagonismo y mira asombrada cómo yo le retiro el pelo húmedo de los hombros y lo ordeno hacia arriba, dejando libre su cuello, soplando despacio para darle más calor a sus orejas frías. Cierra los ojos y permite que le desabroche la blusa. Poco a poco va girando hasta encontrarnos en pechos que se rozan. Quiero que sus pezones aparezcan erectos y enormes. Los adorno de saliva. Sus pezones brillan rosados, ínfimos, como semillas de granada. Ella gime a medida que mi lengua baja hasta su ombligo. Se recuesta en la cama y abre sus piernas. Mi lengua desciende, ella se arquea, las caderas oscilan, me frena y susurra algo.
La beso. Me busca los labios. Ciega cachorra. Oigo que cantan afuera, los hacen callar, siguen haciéndolo hasta que los cantos se pierden, luego, a lo lejos, oigo el ulular de una sirena.
Ella se deja ir como en un baile antiguo. Me abraza y echa su cuerpo hacia atrás en un apuro que trato en vano de retener, hasta que grita estremecida por sueños desenfrenados.
La elegida grita muriendo sobre mi. La elegida dormita con su cara pegada a mi clavícula. La elegida no se da cuenta de que por la claraboya del techo se descuelga la lluvia y que ya da igual este silencio de noche clausurada. La abrazo tratando de buscar calor en toda su humedad y espero que ella se despierte.
II. Usted no quiso abrir sus ojos, y cuando lo hizo fue como despertar de un mal sueño, algo nuevo, incómodo quizás.
¿Habrá oído mis canciones? Sus manos buscan a tientas el espacio que yo he invadido. Silenciosa se toca el cuerpo, intentando reconocerse, se toca las piernas, el vellón triangular de su pubis. Pero sus manos siguen buscando lo que añora, en una nostalgia llena de casualidades.
Ella me pregunta dónde estoy.
Usted se refiere a un episodio de su vida, intenta contarme lo que ya sé, un encuentro casual entre dos mujeres. Tartamudea, se arregla la ropa, se alisa el pelo, se palpa las mejillas, sus palabras tropiezan y caen.
¿La volveré a ver? usted se esconde frente al espejo para no responder. Su reflejo no puede responder. Yo no la miro a usted, miro a una mujer de mejillas sonrojadas que se alisa el pelo y lo ordena y que palidece y se enfría y que palidece cada vez más, que mira fijamente el contorno de una mujer que palidece frente a un espejo.
Ella no responde, intenta huir, desasirse del calor fugaz que le recuerda arena en invierno.
Tengo miedo de que se vaya, que cruce mi soledad por la mitad y se marche, caminando sin prisa, sin mirar hacia atrás, despidiéndose apenas.
Usted no sabe que el azar irrumpe sin que lo hayan llamado. Usted no sabe cómo durmió sobre mí, que yo la acaricié, que silenciamos la lluvia, la misma que ahora nos insulta, que yo le di calor, usted no sabe porque durmió, cerró los ojos y estrechó mi cintura, se hundió en mí, y soñó con un hombre joven. Ella me mira y en mí no quedan más que prguntas. Abotona lentamente el abrigo de paño negro y es bella, más bella que antes, toma su bolso, su pañuelo floreado, se desorienta, busca en vano la puerta y, por última vez, mira a la mujer del espejo. Por última vez le sonríe, gira hacia mí y sonríe.
¿Cómo se llama? le pregunto a usted, usted que sale y se macha hacia la calle, alejándose.
Usted no sabe que yo me quedo aquí y que vuelvo al espejo. Antes de legar a él, un escalofrío recorre la hendidura de mi espalda. Pero al fin llego y descubro. Me acerco hasta rozar mi cuerpo con el vidrio opaco.Usted no sabe que se ha llevado mi reflejo.
III. Su nombre es Miriam. Dijo: Mi nombre es Miriam. No conoc{ia tan bien su voz como ahora, voz que existe sólo en el recuerdo. Miriam. Nunca más volví a verla. Se fue, tomó su bus o un taxi o caminó, desapareciendo. Quise seguirla, acompañarla. Negó con la cabeza, puso su mano blanca en mi hombro para detenerme. La puso y la sacó con la misma lentitud con que se arregló el pelo, antes de partir, mucho antes, cuando me sonrió.
He vuelto a aquel lugar, he vuelto tantas veces a mirar el pequeño letrero que sólo dice Hotel Andes, la vieja puerta siempre cerrada, como si nadie entrara o saliera.
No ha llovido e Santiago. E sol se ha quedado quieto, casi a punto de estallar. Siento nostalgia por usted, Miriam, pero ya no la busco, sólo la sueño cuando me miro desnuda, sentada en una slla frente a mi espejo, sólo la extraño cuando mi mano descansa entremedio de los musos, tibia y húmeda, sólo la deseo y la nombro en la sencillez d ste rito que cumplo, Miriam, por toda esta nostalgia, acariciándome a la hora de las siesta interminable, por usted, Miriam, beso mi propia sombra y la muerdo y la beso nuevamente, lamiéndola, inventándole lujuria a sus pechos y a su sonrisa de museo, recorriéndola, mi elegida sin memoria, hasta que las palomas que anidan en el entretecho me despiertan, hasta que sus arrumacos me trizan.
Ratas con alas.
Entonces, ahí la olvido.
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