26 enero, 2014

Vlady Kociancich (Argentina, 1941)

-Tal vez haya realmente comienzos y finales-dije en voz alta pero débil. 
Esto podría ser un comienzo. Cumplir años en Santorini, Grecia. Imaginarme una vida distinta. Hacer planes. Cambiar la orientación de mis dibujos, exponerlos, editarlos quizás. Cortarme el pelo, usar lentes de contacto. Comprar una casa bien grande... ser... con un enfurruñamiento general en la cara por la estupidez de la existencia, mostrar mi felicidad brutalmente, una felicidad televisada como un asesinato, lleno de ruido y furia. (...) No debía resignarme a ser esta persona solitaria que veía cosas raras. (...) Yo tenía mi mesa, mi silla, mi taza de café y mis dibujos, me había hecho un lugar, una isla entro de otra isla. El tiempo empezaba a correr en redondo.Cuando salgas de viaje hacia Itaca, pide que tu camino sea largo...

de Santorini(Cuento de El Templo de las Mujeres)


08 enero, 2014

Clarice Lispector (Ucrania, 1920 - Brasil, 1977)

Cien años de perdón

Quien nunca robó no me entenderá. Y quien nunca robó rosas, entonces, ese ya jamás podrá entenderme.
Yo, de pequeña, robaba rosas.
Había en Recife innumerables calles, las calles de los ricos, orilladas por palacetes que quedaban en el centro de grandes jardines. Yo y una amiguita jugábamos mucho por decidir a quién pertenecían los palacetes. "Aquel blanco es mío". "No, yo ya dije que los blancos son míos". "Pero ese no es totalmente blanco, tiene ventanas verdes". Nos deteníamos muchas veces, largo tiempo, la cara impresa en las rejas, mirando.
Comenzó así. En uno de esos juegos de "esa casa es mía", paramos delante de una que parecía un pequeño castillo. En el fondo, se veía un inmenso manzanar. Y a su frente, en canteros bien enjardinados, estaban plantadas las flores. Bien, pero aislada en su cantero, estaba una rosa apenas entreabierta color-de-rosa-vivo. Quedé hecha una boba, mirando con admiración aquella rosa altanera que aún no era una mujer hecha y derecha todavía. Y entonces ocurrió: de lo más hondo de mi corazón, yo quería aquella rosa para mí. Yo quería, ah cómo quería. Y no había forma de obtenerla. Si el jardinero estuviese por allí, le pediría la rosa, sabiendo que me expulsaría como se expulsan negritos.
No había ningún jardinero a la vista. Y las ventanas, por causa del sol, estaban de persianas cerradas. Era una calle donde no pasaban buses y era raro que un coche apareciera. En medio de mi silencio y del silencio de la rosa, estaba mi deseo de poseerla como cosa solamente mía. Yo quería poder tomarla. Quería olerla hasta sentir la vista oscura de tanta demencia de perfume.
Fue entonces que no pude más. El plan se armó en mí instantáneamente, lleno de pasión. Mas, como buena realizadora que era, reflexioné fríamente con mi amiguita, explicándole cuál sería su papel: vigilar las ventanas de la casa o la aproximación más que posible del jardinero, vigilar los transeúntes raros en la calle. Mientras tanto, entreabrí el portón de rejas un poco herrumbradas, contando ya con el leve crujido.
Entreabrí solamente lo bastante para que mi delgado cuerpo de niña pudiese pasar. Y, pie tras pie, más que veloz, andaba por el pedregullo que rodeaba los canteros. Hasta llegar a la rosa fue un siglo de corazón batiente. Héme aquí al final delante de ella. Paro un instante, peligrosamente, porque de cerca ella aún es más linda. Finalmente comienzo a quebrarle el tallo, arañándome con las espinas y chupando la sangre de los dedos. Y, de repente toda ella en mi mano. La corrida de vuelta al portón tenía también que ser sin barullo. Por el portón que dejara entreabierto, pasé asegurando la rosa. Y entonces las dos pálidas, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de la casa.
¿Y qué era lo que hacía con la rosa? Eso hacía: ella era mía.
La llevé a mi casa, la coloqué en una copa de agua, donde quedó soberana, de pétalos gruesos y aterciopelados, con varios matices de rosa-té. En su centro el color se concentraba más y su corazón casi parecía bermejo.
Fue tan bueno.
Fue tan bueno que simplemente pasé a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo quebrando el tallo y huyendo con la rosa en mi mano. Siempre con el corazón batiendo y siempre con aquella gloria que nadie me sacaba.
También robaba pitangas. Había una iglesia presbiteriana cerca de casa, rodeada por una cerca verde, alta y tan densa que imposibilitaba la visión de la iglesia. Nunca llegué a verla, siquiera una punta del tejado. La cerca era de pitangueros. Mas las pitangas son frutas que se esconden: yo no veía ninguna. Entonces, mirando a ambos lados para ver si alguien venía, yo metía la mano por entre las rejas , zambullía dentro de la cerca y comenzaba a palpar hasta que mis dedos sentían la humedad de la frutita. Muchas veces, con mi prisa, aplastaba una pitanga madura de más con los dedos que quedaban como ensangrentados. Cogía varias que iba comiendo allí mismo, algunas hasta verdes de más, que lanzaba fuera.
Nunca nadie supo. No me arrepiento: ladrón de rosas y de pitangas tiene cien años de perdón. Las pitangas, por ejemplo, son ellas mismas las que piden para ser cogidas, en vez de madurar y morir en el gajo, vírgenes.

En: Felicidade Clandestina. Contos. Rio de Janeiro, Editorial Rocco, 1998. También en: A descoberta do mundo. Crônicas, Rio de Janeiro, Editorial Rocco, 1999.

Foto: the art of kissing, de Patricia Nicolas
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