19 diciembre, 2005

Florencia Abatte(Buenos Aires, Argentina, 1976)





CAPITULO IV


El recuerdo es una herida purulenta.
Frederic Nietzsche

Septiembre

Cuando éramos adolescentes, Silvina insistía en mi pasión por la literatura. Estoy segura de que lo hacía porque la irritaba que nosotras, “las mellizas”, hubiésemos querido dedicarnos a lo mismo, y debía pensar que de esa forma tal vez yo terminaría abandonando la plástica. Pese a que en esa época nos encantaba jugar a saber todo de la otra, nunca le dije la verdad. Nunca le conté que mi mayor necesidad era la de trabajar con materiales sólidos; ni que aunque me encantaba leer, el mundo de las palabras me parecía repleto de mentiras y trampas. En la escultura encontraba una rusticidad que en la escritura no. Y que hoy que escribir es, parece, lo único que tengo, me resulta insoportable no encontrar. Ya entonces cuando anotaba cosas en mi cuaderno de apuntes, me daban como un asco la abundancia, el lujo, los matices del lenguaje, y sentía temor de que a la larga la literatura me convirtiese en alguien más rico o refinado. Esculpir era mi forma de volver a relacionarme siempre con lo más elemental. Se diría que fue el camino que elegí para seguir siendo pobre.

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Hoy me desperté tan fatigada que no conseguí levantarme. Antes de la enfermedad, nunca había siquiera imaginado la perspectiva de no poder trabajar. Miro los cinceles, el puntero, las gubias. Los miro como algo cada vez más remoto. ¿Cómo dominar en este estado cualquier herramienta? La contundencia de esas cosas que me eran tan íntimas, dejó de ser la medida de mi fuerza y ahora de algún modo me ridiculiza.

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Estar enferma pasó a ser estar sola. Me siento rara, como caída entre vidrios. Como en una ruta que se va estrechando, cada vez más oscura... El dolor físico aplasta, confunde, atonta. Y qué violenta la calle, los autos. Hasta a los chicos que salen de la escuela los veo amenazantes, desde el balcón.


Fui a la guardia y quedé secuestrada. Dijeron que no estaba en condiciones de volver a casa. Compartí la habitación con una chica de veintitantos años que de noche deliraba. Parece que los calmantes la hicieron alucinar que yo quería asfixiarla con la almohada. Cuando nos despertó esa enfermera tan orgullosa de su simpatía profesional (¿qué clase de docilidad esperaba a cambio de esa sonrisa burocrática?), la chica ya lo había olvidado. Se las ingenió para estirar su brazo hacia un costado como si quisiera establecer un contacto. La vi tocar el borde de mi cama. Vi en su brazo los moretones que nos van dejando los pinchazos. La miré y me miró como con ojos hastiados de mirar. A duras penas pude sostenerle la mirada.

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Esta tarde papá vino a visitarme. No sé de dónde saca fuerzas para vestirse todas las mañanas. Me preguntó si me está resultando muy duro el tratamiento y me dio algunos consejos piadosos y simples. Miraba hacia el balcón y, después, bajó la vista y pareció que iba a ponerse a llorar... Me siento estúpida ante él. Me hace mal ver la tristeza que le causo. Se para al lado de mis esculturas y dice que son lindas. Mira las pilas de libros y pregunta por qué no leo alguno. Le contesto que me gustaría, pero todo me cansa.

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Papá llamó para preguntar si tuve noticias de Silvina. Le dije que se quede tranquilo, que no hay ninguna razón para creer que ella pudiese estar en las Torres Gemelas en ese momento. De todas maneras me molesta que no se haya preocupado por dar señal de vida. Silvina nunca piensa más que en ella. Ojalá yo supiera hacerle caso a esa mujer que dijo: “Las personas nos deben lo que habíamos imaginado que nos darían. Perdonarles esa deuda”.

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Sonó el teléfono y me apuré a atender, pensando que podía ser Silvina. Eran Rita, Félix y Willy. Llamaban para venir a visitarme “un día de éstos”. Estaban en el jardín de la casa de Rita. “Cuando puedan. En serio, no hay apuro. No se compliquen.” Me fatigó que se pasaran el aparato, tener que repetirle a cada uno lo mismo; y en particular me fatigaron las palabras de Willy, que acababa de ganar no sé qué premio... La jactancia es lo que ahora me resulta más desagradable. Debe ser porque es algo incompatible con el malestar físico. Lo oía hablarme del premio mientras observaba mi cuerpo reflejado en el espejo: pálida, cada vez más flaca, las manos hinchadas por los corticoides.

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Pasan muy rápido los años en que una se siente fuerte para desafiarlo todo. Hoy doné a una biblioteca la obra completa de Nietzsche. Me cansé de seguir conservando esas lecturas juveniles.

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Estaba con Horacio en un lugar que al principio parecía el servicio militar. Yo me había tirado en el pasto y él formaba fila, a unos pocos metros, con decenas de guerrilleros. Entonces se acercaba una persona desconocida y me avisaba que en realidad estábamos capturados en un campo de concentración. Aparecía Bill Gates dando órdenes como un coronel. Y yo me desesperaba y lo quería sacar a Horacio de ahí. Y esta persona que tenía al lado me susurraba al oído “No te preocupes. Todos los que están acá son hackers. Algo habrán hecho”. Yo me levantaba del suelo y empezaba a buscar a Horacio pero se largaba a llover. Todo el mundo se dispersaba y el cielo se ponía muy oscuro. Yo quedaba sola y no veía casi nada. Y escuchaba como en ecos la voz de mamá en una máquina. Y daba vueltas en la oscuridad hasta que de repente Bill Gates me agarraba del pelo y me decía “Sólo permanece en tu memoria aquello que no cesa de doler...”
Para olvidar la pesadilla busqué un libro.

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Me puso peor, Novalis. No entiendo a esos escritores que hablan de la enfermedad como si fuera voluptuosa y fascinante... La enfermedad es tosca, fea, estúpida, grosera —tan grosera que casi no deja espacio para ocuparse de ninguna otra cosa. Lo más horrible es que vivir se vuelva un ritual minimalista, que se reduzca a nimiedades tales como no olvidarse de tomar los remedios a la hora precisa, alegrarse de haber conseguido caminar cinco cuadras sin mucho cansancio, o desear que haya buen tiempo porque el tiempo condiciona el ánimo... El temporal de estos días volvió a sumergirme en larguísimas noches de insomnio. Papá no pudo venir a verme porque la zona de su casa se había inundado. Sólo estábamos yo y la enfermedad, con todas sus rutinas.

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Me sangra la nariz por nada. Una extraña amenaza ponerme pañales. ¿En qué se transformó mi cuerpo? Esta tarde pensé mucho en Horacio. Qué bien me hacía cuando venía a verme al hospital y me decía “Seguís siendo la más linda”.


La vida se retira cada día como una ola y yo colecciono caracoles. Me pregunto cuándo volverá a tocarme un día entero sin dolor.

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Me vuelve una escena de ayer: El cura que desde el pasillo dijo “Los que creen en el Señor van a tener más fortaleza. El es el Camino, la Verdad, la Vida”. La chica anoréxica en la cama vecina a la mía, su cuerpo frío y casto, de muñeca, miraba al vacío. La enfermera le revisó los ojos como si le diera el pésame. El trastornado del cuarto de enfrente le gritaba al cura “La puta que te parió, enfermo”. La madre de la chica me explicaba “Las cañerías del colegio al que ella iba se tapaban por la cantidad de nenas que después del almuerzo vomitaban en el baño”. Yo esperaba al doctor y me observaba el catéter en la vena. Vino dos horas más tarde con varias recetas: “Esto no se lo cubre la obra social”.


Sigo sin noticias de Silvina y quisiera tenerlas. Más aún, me parece que hoy me gustaría que estuviera en Buenos Aires y viniera a visitarme. Es extraño porque, desde que enfermé, dejaron de ser placenteras sus visitas; hablar con ella ya no era como antes pensar en voz alta. Su verborragia abatirme como una catarata. La oía decir cosas que no tenían ningún significado para mí; aquel vendaval de novedades, las últimas tendencias, los chismes del “ambiente”. La miraba arreglando la casa; barría, limpiaba los vidrios del balcón, doblaba ropa y la guardaba en el armario. No paraba de moverse un segundo. Se notaba que en el fondo temía la aparición de un bache de silencio en el que acaso pudiese surgir algo inesperado entre nosotras.

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Creo que, salvo papá, todas las personas a quienes les di un espacio para hacerme daño, me lo hicieron, ya haya sido de forma consciente o inconsciente. Prefiero pensar que no actuaron así por crueldad, sino más bien por efecto de ese fenómeno que suele empujar a las gallinas, cuando notan que una de ellas está herida, a tirársele encima a picotazos. Casi todas las personas llevan dentro de sí esa tendencia rapaz que condiciona la actitud con los otros. Hoy conocí a un chico que me pareció absolutamente distinto (¿por qué pudo pasar algo tan raro?). Se llama Agustín.
Todavía ni siquiera llego a entender qué pasó. Estaba sentada en el balcón y de repente creí ver pasar ante mis ojos a un hombre en caída libre hacia el suelo. En un acto instintivo, cerré los ojos, contraje todo el cuerpo. Pero no hubo ningún ruido, y cuando los abrí, vi algo completamente insólito: A metro y medio de la baranda, un chico colgaba, rebotando en el aire, de una gruesa cuerda elástica. La cuerda estaba atada a sus tobillos, y su cabeza pendía más abajo, más o menos un metro por encima de la altura de mi vista. Amarrada a su pecho, tenía una cámara, una de esas filmadoras pequeñas, digitales. La cuerda se torció hacia la derecha, y entonces el supuesto suicida me vio y me preguntó hasta qué piso había llegado. Le contesté que al segundo y al instante oí una voz que gritaba desde arriba: “¡Agustín! ¡No sé cómo subirte! ¡Aguantá que ahora veo!” Me asomé a la baranda y al mirar para arriba vi que había otro chico en la terraza.

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El supuesto suicida seguía retorciéndose, cabeza abajo y con el rostro cada vez más morado. Creo que fue ése el momento en que le ofrecí ayuda. “Yo me impulso y cuando esté por ahí vos tratá de agarrarme”, contestó. Intentaba moverse hacia mi lado, pero sólo conseguía avanzar medio metro. Quedaba hamacándose en el aire, demasiado lejos, aún, de mis manos. Probó el movimiento varias veces y no resultó. Le dije que esperara y acerqué la silla a la baranda. Me paré encima, y asomé creo que más de la mitad de mi cuerpo al vacío. Le pedí que probara de nuevo. Y justo cuando tuve la impresión de que el vértigo pasaba a ser desmayo, sentí que sus brazos me rodeaban, que ya lo tenía. Gracias a que la cuerda era flexible, pude ir tirando hasta que su cabeza y su torso quedaron del lado de adentro.

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El problema fue que no había manera de llegar hasta la altura de sus pies para poder desatarlo.


Él se aferraba al respaldo de la silla, y a los gritos le rogaba al otro chico que soltara la cuerda. Insistía, pero no pasaba nada. Yo no sabía qué hacer y, para alivianarlo, le saqué la cámara de encima y la apoyé en el suelo. Se ve que justo ahí el otro chico logró soltar la cuerda, y entonces no hice a tiempo de impedir el desastre. De pronto vi la silla caída, las plantas aplastadas, unas gotas de sangre y un cuerpo aterido en mi balcón. “¡Ya está!”, gritó el otro desde arriba, mientras yo le sacaba a Agustín el arnés de los tobillos, temiendo que quizá tuviese alguna fractura. Él se incorporó como una gacela. Me dio las gracias. Su cuerpo largo, flaco, desgarbado, no parecía haber sufrido ninguna lesión seria. Entró al living y se sentó en la alfombra. Yo levanté su cámara y salí del balcón. Arriba de su ceja izquierda, una herida sangraba; se había golpeado contra una maceta, me explicó. Busqué hielo y se lo entregué envuelto en un repasador.

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Mientras se lo aplicaba me contó que con su amigo estaban haciendo un video experimental. Dijo que querían filmar “una rápida visión del abismo de la libertad”, y que se les ocurrió alquilar un equipo de bungee. Al ver que yo no sabía qué es el bungee, se puso a explicarme. Decía que se practica mucho en Estados Unidos y Australia, y también dijo cosas acerca del sistema de frenado, los tipos de arnés, los materiales con que está hecha la cuerda. Yo lo oía pero no le prestaba la menor atención. Pensaba que nada de aquello explicaba en realidad que haya decidido lanzarse desde una terraza, a riesgo de que su cabeza estallara en el asfalto. “No sé cómo nos olvidamos de planear la subida”, dijo, y sonrió. Fue extraño porque a pesar de todo me hablaba del tema con felicidad. Me habló de cómo el aire había llenado su cuerpo, de cómo la caída fue una suerte de experiencia cósmica, de cómo sintió que atravesaba la superficie de las cosas. Después se levantó y dijo que estaba apurado por subir a buscar a su amigo, pero que vive en el 5º “B” y que puedo recurrir a él cuando lo necesite. Ya en la puerta volvió a repetir: “Me salvaste la vida”.

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El supuesto suicida apareció con una planta de regalo. “No me parece que un corto experimental amerite semejantes proezas”, le dije mientras le servía café y reconstruíamos la escena en el balcón. Él revoleaba la cabeza mirando los cuadros, los libros, las esculturas. Había venido con su cámara y me dijo que quería filmar algunas obras. Lo dijo como si fuera un juego y le respondí que sí, que le daba permiso, sobre todo si eso colaboraba a que no siga probando más deportes de riesgo. Me inquietó que justamente haya elegido filmar las esculturas que hice en el ’99, dos meses después de la muerte de mamá y poco antes de enfermarme. Dijo que le encantan y que es increíble cómo algo puede ser a la vez tan hermoso y tan triste. Le pregunté qué veía y respondió “Cabezas rotas que cargan con el peso de un recuerdo muy malo”. Azorada, le dije que la única función de esas esculturas era sacarme del mundo mientras las hacía, y ya está cumplida. Lo desafié a que se llevara alguna si tanto le gustaban. Pero no se animó.

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Agustín había visto una película cuyo título no recuerdo. No recuerdo nada, salvo que era de la década del ’60 y que a él lo conmovió una escena: Una mujer muy triste, apoyada contra una pared, le decía a un hombre “¿Sabes lo que me gustaría? Tener acá a todos los que me han amado, alrededor mío, como si fueran un muro...” Agustín dijo que la mujer necesitaba que la ayudasen a vivir porque no estaba segura de poder lograrlo sola. Lo entendí como una indirecta, y le dije que su interpretación era precipitada, que a mí me parecía que deseaba despedirse de sus seres queridos para luego, en un rapto de sensatez rotunda, arrojarse a un canal. Desvié la mirada pensando cuán harta me tiene mi espinosa paranoia...


Siempre me incomodó que Silvina usara mucho perfume. Me daba la impresión de que lo hacía para ocupar más espacio. Lo interpretaba como un hábito equivalente a su pasión por firmar. Cuadros, recibos, formularios, acuerdos, facturas, contratos, adhesiones, firmar lo que fuere: los ojos le brillaban. Para Silvina “llegar a ser alguien” fue, desde chica, la máxima meta. Debe ser por eso que la irritaba tanto mi eterno “¿para qué? ¿qué sentido tiene?”

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De chica Silvina jamás se bañaba con ducha. Adoraba recostarse en la bañera con una almohada bajo la cabeza, para sentirse rica. Era una costumbre casi escandalosa en una casa como ésa. Basta pensar en el austero ritual de las comidas: el mantel de hule agujereado, la botella con vino de damajuana, el sifón, la panera de mimbre. Silvina participaba de esa liturgia con un desagrado evidente. Parecía ver a mamá como un eslabón más en la histórica cadena de sacrificadas esposas disponiendo la mesa, y por nada del mundo quería lo mismo para ella. Ahora que lo pienso también parecía molestarle esa especie de orgullo de ser pobre en papá, el hecho de que para él la pobreza fuese casi como una cultura con su propia moral. A pesar de que es otra la época, él conserva todavía el sentimiento de pertenecer a la pobreza como un religioso a su orden.


Ayer Agustín trajo una revista y la dejó cuando se fue. “Quiero leerte una parte de un reportaje a Louise Bourgeois”, dijo. Y leyó lo siguiente: “Mis obras son una reconstrucción del pasado. En ellas el pasado se ha vuelto tangible; pero al mismo tiempo están creadas con el fin de olvidar el pasado, para derrotarlo, para revivirlo en la memoria y posibilitar su olvido... Todos los días uno tiene que abandonar su pasado o aceptarlo, y entonces, si no puede aceptarlo, se hace escultor”. Disimulé como pude la sorpresa y, con un antipático bostezo, le dije que se fuera porque estaban por llegar unas visitas. Hoy volvió a venir como si nada. Persevera con una paciencia que me desconcierta tanto como su intuición.


Quiso filmar las esculturas de madera que están junto a la cómoda. Se detuvo en particular en una que tiene la forma de un racimo de cabezas. “¿Qué ves?”, le pregunté en voz baja. “Las raíces del dolor”, me dijo. “¿Y ahí?”, pregunté señalándole otra. “Ahí veo lo que siento cuando tengo un ataque de pánico”, me contestó.

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Su modo de ocultarse en los anteojos. Los cristales opacos como una barrera con la cual se preserva de los otros; protege su mirada y se protege simulando ser un poco inaccesible y tonto. De a ratos pareciera que Agustín se esconde en sus anteojos como si fueran un pozo en un campo de batalla... Es extremadamente frágil. Hoy vi de nuevo el temblor repentino en sus pupilas, la mayoría de las veces inmóviles en una eternidad sin punto de referencia: la inquietud cuando algún ruido extraño, un timbrazo, una discusión, una puerta que se cierra de golpe en el piso de abajo.


—Nunca pude aprender a nadar. Papá quiso enseñarme de chico pero yo sentía que me estaba ahogando... Frente a todo lo que es un poco brusco me anulo. Me sobresalto y después puedo estar mirando una pared durante horas. Me pongo autista, dice mi hermano.

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—No está mal que seas así... A mí me encanta que no parezcas capaz de lastimar a nadie.
Hablamos de sus visitas al psiquiatra. Me contó que el paciente que va en el horario anterior al de él es un esquizofrénico y que siempre se lo cruza. Siempre ve que el hombre tiene muchas ganas de ponerse el saco, pero un instante después no tiene ganas, y un instante después tiene ganas, y un instante después otra vez no tiene nada de ganas, y así... Suele estar parado en la puerta durante los cincuenta minutos que dura la sesión de Agustín. Y él lo ve al salir, todavía con el saco en la mano, a punto de ponérselo otra vez o de sacárselo. Me preguntó si no creía que ese hombre es muy parecido a la mayoría de la gente.

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El día que le dije a Silvina que tenía leucemia, me subió a su coche y me llevó a almorzar a un restaurante carísimo, ubicado en lo alto de una torre por Retiro. Pasó casi dos horas hablando de todas las gestiones que iba a hacer para ayudarme a vender mis esculturas. Sentí que creía que eso y el lugar glamoroso donde estábamos, la hermosa vista de la ciudad y esos mozos en exceso serviciales, contribuirían a devolverme la salud, o eran la salud misma... Silvina anotaba en mi agenda una lista de marchands y galeristas. Dos ejecutivos, al lado, pedían vinos y los iban rechazando. “Éste tampoco”, le decían a un sommelier cada vez más contrariado. Yo pensaba en la lista de remedios que tenía que comprar, y en cuánto me hubiera gustado contarle a Silvina sobre mi enfermedad. Estoy segura de que sigue sin saber qué tipo de leucemia tengo.
En cada charla con él hay por debajo una conversación más intensa que ninguno de los dos alcanza a descifrar del todo. Sus palabras también llevan impresa esa soledad que descubro en mi voz hace tiempo. “No necesitamos conocernos más.” Le muestro cosas mías y su mirada las cuida. Yo siempre estoy donde están mis manos.

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Octubre

El hematólogo no viene y la enfermera me trae una taza de té. Todo, hasta el té, tiene un sabor repugnante en el hospital... Todavía no puedo entender que los efectos secundarios sean tan atroces. Todo lo que tomo me cura por un lado y me arruina por otro. Estoy desesperada y exhausta. El equilibrio parece imposible, igual que con los glóbulos; cuando me suben los blancos, me bajan los rojos, y viceversa. Es un subibaja, la guerra entre mis glóbulos... Toda la mañana fue de una inmovilidad dolorosa. No sé por qué pero yo imaginaba las complicaciones de la transfusión. Algo en mí rechaza la sangre de otros. ¿Por qué los médicos se sorprenden como si no fuera comprensible? ¿Por qué mi cuerpo habría de aceptar sin más esa intercambiabilidad?
De nuevo mi compañera de cuarto fue la chica anoréxica. El Equipo de Dolor nos hizo una visita por la tarde. Le preguntaron si sigue con calambres, le observaron unos huecos en la boca donde antes había dientes. Esta vez fui capaz de mirarla por un tiempo más o menos prolongado. Nos mirábamos como coincidiendo en el horror de que la vida pueda ser tan precaria... Qué cansancio. Lo que me asusta de verdad es llegar a ese punto donde todo se desbarranca y cae, aceleradamente.

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Vuelvo a mirar el estante: maderas, escofinas, barnices, lijas, el compás. No esculpir es como la enfermedad; me muerde poco a poco, lento, meticuloso... Qué bien me haría volver a sentir esa corriente de energía. La sensación de vencer a cada golpe la resistencia del material. El ruido y el polvo. Olvidarme del tiempo y del entorno, olvidarme de mí y ver nada más que los cambios de luz sobre el objeto. Daría cualquier cosa por cambiar este cansancio de la anemia por aquel otro cansancio, el del trabajo. Pero me siento de gelatina, hoy. Todo cuesta tanto...

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Llovía a cántaros y mi casa se llenaba de pilas y pilas de pececitos muertos. Yo había quedado con la espalda contra la pared, paralizada, mirando a los peces. Oía como un ruido acompasado y ya no sabía si eran las gotas, el reloj, mi respiración o los pasos de una enfermera en el pasillo. Horacio estaba tirado en mi cama y había decenas de esos pececitos muertos alrededor de él. Yo le decía que tal vez una enfermera venía a llevarnos por la fuerza al hospital, y él me contestaba “Tranquila, son los vecinos. Lo bueno de la lluvia es que no necesitamos salir a encontrarnos con la realidad”. A mí me supuraban los oídos y quería ir al baño a buscar un remedio pero no me animaba a pasar entre los peces. Horacio me preguntaba si recordaba ese día en que nos abrazamos en un desarmadero de autos y él lloró, y atardecía tan pronto como si el cielo acabara de romperse. “Ya buscaremos un hotel”, me susurraba. Yo veía todo endeble igual que tiza. Le apretaba la mano y no había nada. “No tenés consistencia —le decía—. Estás como yo.”

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Recuerdo que Horacio tenía siempre la misma pesadilla. En el baño del aeropuerto cuando estaba por exiliarse a España, aparecía un compañero y le decía “Te tenés que quedar a seguir la lucha”. Trataba de salir pero le habían trabado la puerta. Mientras él forcejeaba el compañero le repetía eso todo el tiempo y, finalmente, perdía el avión.

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La quimioterapia empezó a desarmarme. Cuando me levanté descubrí unos mechones de pelo en la almohada. Era una imagen siniestra. Resulta tonto pero me pareció que materializaban mis fantasías más humillantes y oscuras en torno al futuro. Los pelos aún están ahí. Cerré la puerta del cuarto y pasé todo el día en el balcón.

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Hay semanas en que la esperanza me deserta. La luz, araña más que alumbra. Mi cuerpo no tolera siquiera el consuelo de lo imaginario... Me siento en el balcón y me diluyo con la tarde y su color, hasta después de los colores. No salgo. Afuera es peligroso. Ante cada cosa que viene hacia mí me contraigo como un papel quemado.


Tomé la decisión de raparme y se lo dije a Agustín, sin explicarle el motivo por el cual quiero hacerlo. Temí una respuesta del tipo “¿Por qué te lo vas a cortar si te queda precioso?” Por suerte, ni se le ocurrió. Lo que hizo fue mirarme asombrado; no supo qué decir. Pasamos juntos toda la tarde y, cuando se iba, él esperaba el ascensor y yo lo observaba apoyada en el marco de la puerta, me dijo que mañana piensa venir a filmar el adiós a mi pelo, los cabellos cayendo como cuerpos arrojados a la fosa. Tras el desconcierto inicial, me impresioné al advertir que la propuesta me parece atractiva.

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Pasó varias horas filmándome. Mientras él se movía con su cámara, yo dibujaba en un papel una ronda de pececitos muertos. Se acercó a mirar el dibujo y me preguntó “¿Quiénes son esos nenitos que bailan de la mano?” Parecía una broma pero me lo dijo en serio. Le pregunté si trataba de hacer que las cosas nacieran de nuevo en sus ojos. Agustín agachó la cabeza. Debe haber pensado que me estaba burlando de él, como hace un mes atrás. Todavía no se dio cuenta de que ya venció mis defensas.

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Vino papá y me contó que Silvina lo llamó por teléfono, pero no hablamos mucho de eso. Lo vi más que nunca preocupado por lo que pasa en su pueblo. Dijo que de sus siete hermanos cuatro no andan bien de salud, y que todos sus sobrinos siguen sin trabajo. Lo decía en un tono humillado y lacónico. Mientras tanto yo miraba alrededor, la casa sucia, y me daba vergüenza. Él miraba la ventana pero más bien parecía que miraba su pueblo, o incluso algo más indefinido, la desolación quizá... Papá decía que la gente tiene razón en protestar, porque no es justo lo que les hicieron. “Es terrible lo que han hecho en Tartagal”, repetía en voz baja. De pronto noté que el pocillo en que le había servido el café estaba rajado, y que no tenía ni unas galletitas para convidarle. Papá seguía hablando y su dolor, ya en la superficie, le iba cubriendo la cara como un charco. Yo lo observaba y crecía la sensación de enojo conmigo por no poder darle algo mejor, responderle con alguna convicción que las cosas en su pueblo se van a arreglar, o animarme de una vez por todas a tocar el único tema importante, explicarle que a cada momento lo tengo presente, y me duele.

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¿Recordará Silvina los pisos de la casa de Remedios de Escalada? ¿Recordará el color del colectivo 37, que tantas veces tomábamos juntas para volver de la Escuela de Bellas Artes? No me puedo olvidar que en el momento de cruzar el puente Vélez Sarsfield se tapaba la nariz. ¿Habrá sido ésa su primera manera de negarse a tener algo que ver con el hedor del Riachuelo? La pobreza la ponía tan incómoda como la enfermedad... Tal vez allá no le confiesa a nadie que conoció Nueva York hace apenas unos pocos años. Ya ni me acuerdo del nombre de esa exposición colectiva anodina a la que fuimos invitadas. Lo único fresco en mi memoria de todo aquel viaje es el instante en que pisamos la Quinta Avenida y ella, profundamente emocionada, me apretó muy fuerte el antebrazo y me dijo al oído: “Acá llega todo del mundo entero”.

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Siempre me impresionó su costumbre de pedir los recibos en cada lugar donde compraba una cosa, por ínfima que fuera. Imagino que debía darle placer acumular todos esos papeluchos, porque así podía tener una noción cuantitativa de sus adquisiciones, y además aprovechar la circunstancia para demostrarles a los comerciantes argentinos lo que es comportarse como una verdadera ciudadana, alguien que colabora para que el capitalismo funcione como debe. Recuerdo que cuando le sugerí que pidiera una beca en Norteamérica me dijo “Yo pensaba que no te gustaba”, y le contesté “No para mí”. “¿Entonces por qué para mí?”, preguntó. Y puso cara de desconcierto cuando le respondí que para ella sería como una resurrección.
Se ve extraña mi cabeza en el espejo. ¿A dónde va el cabello cuando muere?

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Agustín estaba inquieto y yo también. Llovía a cántaros. Nunca lo había recibido en la cama, pero fue inevitable. Le dije que no tenía fuerzas para estar levantada y le pedí que por favor hoy no filmara. Trajo una silla del living y se sentó a mi lado. No sabía qué hacer con sus manos, probó alternativas y lo último que hizo fue tomar un libro de la pila que está junto al placard. Estuvo un rato hojeándolo y, cuando menos lo esperaba, leyó en voz alta una parte del diario de Munch: “Una noche anduve por un camino. Por debajo de mí estaban la ciudad y el fiordo. Estaba cansado y enfermo. Me quedé mirando el fiordo mientras el sol se ponía. Las nubes se tiñeron de rojo como la sangre. Me pareció oír un grito a través de la naturaleza. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre verdadera. Los colores sangraban”. Cuando terminó de leer, levantó la cabeza y vio mis lágrimas. Se paró de la silla aterrado, y me dio mucha pena, por los dos. Se puso a dar vueltas en redondo, sin decir nada. Miraba el suelo con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones de tiro bajo, y después se acercó al tocadiscos que no enciendo hace años, y eligió uno de los discos que subsistieron en la caja. Yo tenía el recuerdo de que el Winco ya no funcionaba. Sin embargo, no sé qué tocó que minutos después al sonido de la lluvia se le superpuso una canción. La música sonaba y todo fue silencio, todo calma...

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Una foto de hace unos seis años. Qué linda era. Me viene un frío en el alma cuando pienso cuánto cambió mi cuerpo. Más que pensamientos, moretones. El médico me habló de unos análisis y no le entendí. Otra vez los recuentos de los glóbulos, el subibaja. Incluso las risas me sonaban hirientes, en la calle. Ahí soy como un acto fallido... Gubias, mazas, el taladro. Cuando los miro la impotencia es tan concreta. Agustín: “Tus esculturas dan ganas de abrazarlas”.

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Hasta ahora no le había hablado a Agustín de la leucemia, pero esta tarde me pareció posible. Creí que le estaba haciendo una confesión y, sin embargo, me dijo que ya lo sabía, que siempre lo supo pero que nunca hubo una razón para hacer un comentario. En vez de darme vergüenza, el papelón de haberle presentado solemnemente un tema que él ya conocía, me relajó. Entonces me puse a improvisar teorías acerca del desastre de mis glóbulos y de mis células que ya no son células maduras normales. “Es un problema de inmadurez”, le dije, y se rió. Me ofrecí a prepararle un licuado y lo invité a acompañarme. Siempre había evitado que entrara a la cocina para prevenir que viera en la alacena mis cientos de cajas de remedios. Mientras yo pelaba unos duraznos, él dijo que tal vez convendría pensar en la leucemia como un medio de locomoción celeste: mucho mejor que ir a pie, más interesante que el proceso, mediocre y perezoso, del envejecimiento. Le contesté que en el cielo no hay más que nubes, y que no tengo intención de morir pronto, justo ahora que lo estoy conociendo. Me suplicó que repitiese esa última frase ante la cámara. Dije que no.

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Me sangraba la nariz y no paraba de sangrar con nada. Estaba en una especie de marcha y corría en sentido contrario a la gente y lloraba. De repente lo encontraba a Horacio. Él me decía que no insista en probar nuevos remedios, porque lo único que cura es hacerse amigo de la parte sana de uno mismo. Pero decía también que eso es casi imposible... Yo me sentía desahuciada. Miraba para arriba y no veía el cielo. Horacio me explicaba que había ido a esa marcha porque alguien ahí iba a entregarle una calculadora con la que él tenía que sacar la cuenta exacta de todos sus fracasos. La gente que nos rodeaba hacía mucho barullo y yo me tapaba las orejas. Toda la blusa se me había manchado de sangre. Horacio me miraba y yo lo sacudía y le gritaba “¡¿Cuánto tiene que herir un recuerdo para causar una hemorragia?!”, pero él no podía oírme...

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Hoy se cumplen dos años de aquel día, domingo 30 de octubre de 1999. El mensaje de Silvina decía que mamá estaba mal, con dolores de cabeza, y que fuera yo a cuidarla porque ella tenía una vernissage. Acababa de entrar, empapada; cuando escuché el mensaje, apoyé el paraguas contra la pared y pensé “¿Por qué tengo que ir yo, si mamá la llamó a ella?” No era sólo que me diera pereza salir bajo la lluvia a tomar dos colectivos; me fastidiaba que ni siquiera me hubiese ofrecido su auto, y que hablara de una vernissage como de algo importante, y que diera por obvio que esa noche yo estaría disponible, y que creyese que bastaba con dejarle un apurado mensaje a la máquina para que me hiciera cargo. El enojo creció mientras me iba sacando la ropa. Mi cabeza insistía en profundizar los mismos pensamientos. No era la primera vez que ella se comportaba así. Ya muchas otras se había sentido con derecho a derivarme a su antojo cualquier tipo de cosa. Me di tanta manija que, al rato, estaba indignada. Desconecté el teléfono y me fui a dormir. ¿Qué hora sería cuando me despertó el timbre? ¿tres de la mañana? Recuerdo que bajé en camisón. Ella dijo que al volver del evento había encontrado seis mensajes de mamá. Recalcó varias veces que en uno de esos mensajes, decía que llamaba a mi casa y no respondía nadie. En el último, dijo Silvina, mamá avisaba que, como no nos encontraba, se iba sola a buscar un taxi que la llevase al hospital... Recuerdo que me arrastró hasta su auto, así como estaba, en camisón.

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Apenas salimos, se largó a llover todavía más fuerte. Ella dijo que Belgrano, su barrio, se había inundado; suponía que la Zona Sur podía estar aún peor. En la estación de Yatay y Díaz Vélez paró a cargar nafta. No había un alma. Esperábamos que alguien viniera a atendernos y nadie venía. Molestaban todas las acusaciones silenciadas y recíprocas, un precio que nos tocaba pagar. Creo que a las dos la espera se nos hacía eterna. Silvina había encendido un cigarrillo. Y cuando terminó de fumarlo, me miró, y las miradas que cruzamos fueron tan tirantes que, para evitar lo que venía, supongo, arrancó. El granizo golpeaba sin cesar contra el parabrisas del coche. No se veía nada en absoluto. Por un rato sentí que en la ciudad sólo estábamos nosotras, desesperadas ante el constante desvanecerse de todos los contornos, torciendo cada tanto la cabeza para mirarnos los perfiles, los cuerpos en actitud alerta. La forma de las cosas, los colores, las distancias, todo se había perdido en esa noche negra, se había perdido en el mal tiempo y la violencia del agua, pero, más aún, se había perdido en la vergüenza que nos daba la verdad... De pronto, necesité hablar, decir alguna estupidez que pudiese atenuar la sensación de rencor y desamparo. Que había leído en un diario español la noticia de la fuga del ladrón de El grito, eso le dije. Quién sabe por qué se me ocurrió semejante pavada. Paal Enger, así se llamaba el ladrón. Al instante avanzábamos a ciegas por la avenida desierta y hablábamos de Enger. Hacíamos todas las conjeturas posibles a partir de lo que yo había leído en unas pocas líneas; aprovechábamos las elipsis periodísticas para darnos más trabajo, acorraladas por el tiempo y decididas a soportarlo juntas, con una tácita y mezquina gratitud al hecho de que la otra prefiriese, también, la distracción al conflicto.

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¿Por qué puede ocurrírsele a alguien fugarse de la cárcel cuando sólo le queda un año de condena? ¿Por qué en lugar de tomar un avión para salir de Noruega, cometió la tontería de comprar un pasaje de tren? ¿Por qué puso tan poco cuidado en preparar su disfraz? ¿Cómo pudo creer que engañaría a todos los que esperaban con él ese tren a Copenhague, con sólo unos anteojos de sol y una peluca? ¿Cómo explicar la alevosía de que hubiese aparecido unas semanas antes en un popular programa de TV, diciendo que ya estaba harto de la cárcel y quería “cambiar de aire”? A pesar de la tormenta y de esa forma del entierro que parecía la noche, a pesar del clima pegajoso, los nervios, los ruidos alarmantes y, debajo, la callada y mutua rabia, logramos concentrarnos en aquel disparate del ladrón y sustraernos, no pensar en lo ocurrido ni hablar de mamá... Recuerdo que Silvina hacía hipótesis ridículas. Le parecía imposible que Enger, quien en el ’94 había sido lo bastante sagaz para burlar el sistema de seguridad de la National Gallery, aprovechando el día de apertura de los Juegos Olímpicos para llevarse El grito por una ventana y luego ocultarlo en un cuarto de hotel, pudiese cinco años después cometer errores tan groseros, a no ser que de por medio hubiese un asunto pasional. De eso me hablaba justo cuando llegamos a Pompeya y cruzamos el puente, y yo de inmediato me acordé de los días en que ella se tapaba la nariz para evitar el olor. Ya entonces yo sospechaba todas las otras cosas que acompañaban ese gesto... Su última hipótesis en torno al “asunto pasional”, nos hizo reír.

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Conservo el difuso recuerdo de que en ella Enger era, al igual que Munch, un borracho empedernido, y tenía una amante danesa parecida a las vampíricas figuras femeninas que aparecen en los cuadros simbolistas. Según Silvina, la mujer prácticamente lo había desafiado a que escapara de la cárcel, como prueba de coraje. Ahora que logro reconstruir aquel viaje me doy cuenta de que en ningún momento, desde que salimos de aquella estación de servicio cercana al Parque Centenario, hasta que llegamos a la calle Gaboto, nos permitimos hablar de otra cosa que no fuera Paal Enger. Cuando estacionamos el coche, miré la cuadra y entendí de repente que si ella insistía tanto en que mamá y papá debían mudarse, no era sólo porque le resultaba vergonzoso que viviesen en un barrio pobre, sino también porque realmente era horrible imaginar a un matrimonio de ancianos en un sitio tan inhóspito, próximo a una villa miseria y a un cementerio. Lo pensé, pero no se lo dije. No lo hice porque en ese momento veníamos riéndonos de la supuesta mujer vampiro de Enger, a la par que, tomadas del brazo, caminábamos bajo una lona de plástico que rescató del baúl, y que nos protegió la cabeza de la lluvia hasta llegar a la puerta de la casa. Silvina abrió con su llave mientras yo le cubría la espalda, mirando a ambos lados que no viniese nadie. Yo, siempre detrás de ella, cerré la puerta al entrar y, al darme vuelta, la vi pararse en seco. No pude ver la cara de Silvina, sólo oí su grito.

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Y luego vi a mamá, tirada en el suelo con el impermeable beige y la cartera colgada del brazo. Quedamos fijas en nuestros lugares, y no recuerdo cómo sucedió, pero enseguida estábamos las dos de rodillas en el piso, y nos habíamos puesto a reír, primero despacio, y luego a carcajadas, tanto que hubiera sido imposible decir cuál había contagiado a la otra, o quién estaba más perdida en esa risa. Reíamos hasta ahogarnos, con el cuerpo inclinado hacia delante, con esa confusión de espanto y culpa ante la imagen grotesca de mamá, que salía dispuesta a llegar al hospital y cayó antes de haber podido abrir la puerta de la casa. Reíamos, llorábamos de risa.

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Ninguna podía parar hasta que, en un segundo equívoco, se coló entre nosotras el irremediable silencio... Silvina sacó de su cartera el celular y buscó en su agenda el número del servicio médico. ¿Cuánto tiempo habré pasado arrodillada, con la cabeza escondida entre las piernas, tapándome el rostro, oyendo el chisporroteo de los fósforos con que ella prendía un cigarrillo tras otro? ¿Cuánto tiempo de remordimiento hubo hasta que llegó la ambulancia, y por qué durante aquel intervalo ninguna de las dos tuvo el impulso de acercarse al cuerpo de mamá? Me quedó como fijado el gesto estúpido y profesional del médico que dijo unas pocas palabras evidentes, mientras examinaba aquellos ojos abiertos y fijos en el techo. A la hora en que salimos de la casa y subimos al auto, ya había una débil luz de día, grisácea y cenicienta. Silvina manejaba y a la vez parecía en otra parte. Repetía “Un absceso en el cerebro...”, perpleja pero al mismo tiempo como con la esperanza de que fuera posible refugiarse en alguna conclusión racional. Qué locura.

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Anduvo dando vueltas con el coche sin ninguna dirección, como si no supiera en realidad adónde íbamos. La ciudad comenzaba a despertarse y todo se volvía más triste y más ácido; el aire fresco de la mañana, los ruidos de los colectivos, la gente en su lunes de trabajo, todo parecía decir “No hay vuelta atrás”. Yo no hacía otra cosa que pensar en la cara de papá, y en la ironía de que hubiese ido a ver a un hermano que estaba preso por haber cortado la ruta 34, pidiendo la reincorporación de las personas despedidas del municipio de Tartagal. Me preguntaba cuál sería su reacción cuando volviese de Salta, y cuáles serían, al recibirlo, nuestros inútiles argumentos... Cuando llegamos, Silvina paró el auto y me miró. Tenía el maquillaje corrido, la blusa achicharrada por el agua, un cigarrillo consumido entre los dedos de la mano que apretaba la palanca de cambios. Nos miramos y pareció que íbamos a decirnos algo. Fue como si las palabras nos temblaran en la boca, medio a rastras, mezcladas con el dolor y el cansancio, hasta no poder decirse, hasta diluirse poco a poco en la garganta, como un veneno, para transformarse después en una especie de cuerda silenciosa...

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Agustín se quedó a pasar el día. Me hablaba sobre una película en la que un nenito, obnubilado con una maestra, la seguía para ir juntando el barro que le caía de los zapatos y guardarlo en una caja como si fuera un tesoro. Me hablaba de Barbacoa y Camarón, dos perros de playa famélicos que siempre andaban juntos y que en el verano él se dedicó a filmar, todas las noches, lamerse uno a otro las heridas y correr contra el viento de la costa. Vuelve lo tenue. Respiro. Me pone las palmas en los hombros: “¿Sentís el calor de mis manos? ¿los dedos? ¿las venas debajo de mi piel?”

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Noviembre

A lo lejos gesticulan unos nuevos delantales. Hablan de mí. Deciden. Casi imposible conservar el orgullo acá dentro. El derecho a elegir desaparece. No queda otra que entregarse, dejarse hacer... Creo que eso es lo más humillante: descubrir que, con tal de vivir, una puede estar dispuesta a cualquier cosa.


¿Será que la enfermera sabe reconocer los ojos de los que no van a llegar a fin de mes? Mi miedo ante esas escaleras abruptas. ¿Cómo explicarlo? Quizá no dispongo de tantas palabras como pensé.

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La chica anoréxica tiene un aspecto aún más débil que la última vez. Supe que se le agravaron la osteoporosis y los problemas renales. Me buscó con los ojos y llamé a una enfermera para que le cambiara la chata. La misma edad que Agustín, y no obstante una anciana.


En la sala de espera. Un hombre mayor: “Le voy a pedir al doctor que me saque el estómago para que no me vuelva a importar ningún gobierno”. El joven de traje, enfrente: “Buenos Aires es una ciudad donde hay que vivir reventado”. La señora de remera negra: “Todos nos estamos enfermando por la sociedad”.

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—Ayer estuve mirando películas de los años 50. La vida antes era más elegante, ¿no?
—Puede ser.
—Te iba a llamar para decírtelo pero eran como las cuatro de la mañana. Me había desvelado.
—No hubiese sido problema. Yo también tenía insomnio ayer...
—En verdad lo que quería era contarte una escena de un western que vi. Dos pibes hacían de campana al asalto de un banco: los otros están adentro robando pero ellos deciden tomárselo con calma, miran la calle, la gente que pasa, y fuman, muy tranquilos...
—Qué suerte que podés ver películas cuando tenés insomnio. Yo me pongo nerviosa y no puedo hacer nada.
—La cosa es que uno anda triste y el otro, un pelirrojo, en un momento le pregunta qué le pasa. Entonces el amigo se pone a explicarle que está enamorado. Y toda la charla tenía que ver con que los dos pensaban el enamoramiento como una enfermedad. El pelirrojo le decía “¿Y creés que se te pasará?” Y el otro le contestaba “No sé”.


Me trajo de regalo una repisa. El pobre hizo todo lo posible por disimular que le costaba cargarla; propuse que la arrastráramos, pero no quiso. Pasamos varias horas trasladando las pilas de libros. Los ordenamos ahí y toda la casa cambiaba a medida que lo hacíamos.

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Cuando terminamos él se puso a mirar un ejemplar que tenía en la tapa una reproducción de El rapto de Ganímedes. En el diseño del florentino, Zeus, bajo la forma de un águila, se alza con un chico desnudo, tomándolo con sus fuertes garras por los muslos y, a juzgar por la caída relajada de los brazos, el joven raptado parece contento. Me contó que es el cuadro predilecto del novio de su papá. Y también que él fue la persona que le regaló la cámara, y que cuando se la regaló le dijo que no hay que juzgar a Dios por este mundo, porque seguro debe haber sido un boceto que le salió mal, un estudio fallido: “Peter dice que este mundo está hecho como a las apuradas. Que está hecho en uno de esos malos días en que el artista pierde el control de lo que hace”. Se pone las manos sobre las rodillas y me mira. Le pido que vaya a la cocina y me traiga algún trapo para quitarle el polvo a la tapa del libro. Mientras observo ese modo que tiene de caminar como descalzo, le cuento que El rapto de Ganímedes fue dedicada a un noble de apenas doce años: el niño Tomasso de Cavalieri, de quien Miguel Ángel se enamoró perdidamente a los cincuenta y siete. Se me hace tarde para el turno con el médico. Salimos al pasillo. Cierro la puerta con llave y Agustín se saca los anteojos, se frota los párpados y dice como al pasar que Michelangelo le llevaba a Tomasito más del doble de los años que yo le llevo a él, y que por lo tanto nuestra diferencia no es mucha. Fuimos hasta el ascensor casi en puntas de pie, como dejando constancia de que habíamos sentido el silencio y no quisimos llenarlo.


Me parece que a Agustín le da curiosidad esa foto de Horacio que tengo todavía en el living. No pregunta y tampoco la mira muy alevosamente; apenas de reojo: la espía. Siempre pienso que debería guardar esa foto de una vez, pero nunca lo hago. El día que se la saqué no estaba su melancolía, tan inoportuna; tampoco su miedo al entusiasmo, ni ese resentimiento que aparentaba juzgar, con una complacencia que a veces nos alimentábamos, sabiduría. Sólo se ve ahí la parte fresca, alegre, cálida. Horacio no toleraba mucho tiempo esa imagen liviana de sí mismo. La imagen que yo elegí conservar en el portarretratos.

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Yo amaba su sentido del humor. Aquel día me había pedido que le enseñara a mirar. Dijo que quería ver el mundo de la misma manera que lo veía yo. En el rincón de la plaza donde le saqué la foto encontramos un fragmento de tronco. Me llamó la atención su presencia caprichosa, junto a una hamaca rota, y el hecho de que fuese pesado pero pareciera como la encarnación de algún estado aéreo, como si tuviese escondida una ligereza innata y, pese a su aparente fijeza, quisiera alzarse buscando que el viento lo lleve, recuperar su condición de materia hecha de átomos ingrávidos. Horacio se dio cuenta enseguida de mis ganas de cargarlo hasta casa y tenerlo para quién sabe cuándo, con la esperanza de verlo convertido en obra alguna vez. Lo levantó como si fuera un chico al que iba a acunar, y entonces jugando señalé el interior y le dije que para mirar como yo lo primero es reconocer las formas, la geometría: “Todos tienen el mismo radio y cumplen la relación euclidiana. Son como mis aros, como las luces de tu auto. Círculos dentro de círculos. Halos. Pupilas. Soles”. Nos besamos hasta que me puso la mano en su muslo y me mostró que las piernas le estaban temblando. Fuimos a casa entre risas y señas secretas, algo así como el lugar clandestino de la felicidad. Cerramos la puerta apurados. Le fui abriendo la camisa con la cara pegada a su cuello. Le besé el pecho hasta llegar a la cintura mientras le desabrochaba poco a poco el cinturón.

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Él me acariciaba la cabeza y jadeaba suavemente. Dio la última pitada a un cigarrillo y tiró la colilla. Me llamó levantándome la pera. Le lamí los labios y, cuando me aparté de su boca con una sonrisa, me rodeó con los brazos y apretó su nariz contra la mía. No dejamos casi en ningún momento de mirarnos a los ojos. Horas después, en la cama, completamente exhaustos, los cerré y pasé un rato en silencio con él todavía dentro mío y abrazándome, sorprendida por los ecos de tanta intensidad toda junta, mareada y viendo cómo aparecían y se desparramaban montones de luces sobre un fondo negro, como si me hubiese arrojado por un precipicio del cuerpo y aún flotara en el espacio. Hasta que él suspiró con el mismo atontamiento y, como no había palabras suficientes, ni originales, se burló de la pobreza del lenguaje, de su ridiculez, diciéndolo con un chiste: “Pase lo que pase, nuestros encuentros van a quedar en mí como el summum de la intensidad amorosa, de modo que de ahora en adelante cada vez que me acueste con otra mujer, la voy a interrumpir en la mitad para decirle: ¿No querés preparar unos mates?”


Hace ya seis meses que no veo a Horacio y prescindo del sexo desde entonces. Siento que necesito preservarme de todo lo que pueda tener algo que ver con el vértigo o los límite (¿lo evito como si implicara demasiadas cosas sacadas de la muerte?) Supongo que la enfermedad me hizo perder con el tiempo la capacidad de abandonarme sin miedo a cualquier cara de la furia, el desborde, la agonía.


Hoy cuando apareció me di cuenta que su presencia es lo único que me cambia el ánimo. Esa sonrisa tan tímida, casi avergonzada... Después de las horas que pasé en el hospital resistiendo con total estoicismo brutales manoseos, sentí que iba a caer desmayada frente a su dulzura —o mejor, ante esa cualidad silenciosa que a falta de algún otro nombre llamo así.
—Ayer vi una comedia en la que un tipo dice “Me siento raro”. Y el mejor amigo le contesta “Es que te desnucaste”.


—Me hace muchísimo bien verte porque sos la única persona que...
—Entonces el que está herido le cuenta que él siempre se preguntaba cómo iba a morir. Y le dice “Prefiero que no me veas”. Y entonces el amigo sale, y espera bajo la lluvia... Era muy lindo.
—Sos la única persona que... No sé muy bien cómo decirlo, qué palabras elegir. A ver...
—No te pongas a buscar palabras.

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Agustín me interrumpe siempre cuando estoy por darle sentido a las cosas, como si con eso se perdiera algo. Cada vez que me esfuerzo en buscar una forma apropiada de expresarlo, sus ojos parecen murmurarme: ¿Qué importancia tiene lo que puedas decir?

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Le muestro en un libro la Piedad Rondanini. “¿Es la última obra de Michelangelo?” Le digo que sí, que mide dos metros y quedó inconclusa, que la mire bien, porque se nota. “Siempre trabajé con este método, la talla, únicamente. En este tipo de escultura no se trata de agregar, sino de ir quitando. Yo trataba de percibir la voz de una forma que grita dentro del material. Y quitaba hasta que apareciese, con violencia y a la vez con cuidado de no quitar nada que debiera quedar... Ponía toda mi atención para oír ese grito con los ojos, con las manos. Es un grito que sólo reconocen la vista y el tacto.” Un rayo de luz flota en la imagen y Agustín la observa a través de las partículas con esa incandescencia que levantan las pupilas cuando algo se convierte en una verdadera presencia. “Parece que no terminan de salir.” Le cuento que Miguel Angel pasó casi diez años trabajando para que “salieran” ellos dos de la piedra. Está por hacer una pregunta. La luz se desplaza a su mano y la aísla en un círculo. En el perfil de su pulgar sobre el libro distingo un camino surcado por mínimos arroyos indecisos; el ruido de la calle se va cuando me ciño a su contorno. Ahora la respiración de Agustín también es como un eco lejano que corre por debajo, que resta oscurecido por su mano hasta que su mano tiembla. Las partículas del aire se dispersan hacia todos los lugares. Se le quiebra la voz cuando pregunta: “¿Son una madre y un hijo o son una pareja?”

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La chica anoréxica murió. Ahora me doy cuenta de cuánto nos acompañábamos. Mirarnos era como un acto de fe en la existencia de la otra, y cada una sabía que la otra sólo contaba con eso para pasar la noche. Quisiera sacarle la herrumbre al metal de su cama para hacer una escultura de las que nunca hice, una escultura de acero, que pudiese vivir al aire libre y reflejar los colores del cielo o del pasto...

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En el pasillo del hospital oí al médico decirle a la madre de la chica que su hija había muerto. Me sorprendió la claridad con que hablaba. Le dijo dos o tres veces seguidas “Su hija murió”. Supongo que es porque debe bastar el dejo de sutileza más leve para que una persona, cualquiera, se aferre desesperadamente a otra lectura posible y se diga: “Todavía le queda alguna chance de vivir”. (Volví a pasar un rato más tarde y la mujer seguía ahí, gimiendo su ausencia.)

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Recuerdo noches en que yo no soportaba la dureza de la almohada, ni el suero, ni la sonrisa de la enfermera, ni la mezcla entre el olor a enfermo y a desinfectante, ni el frío. A ella todo le daba lo mismo. Y alguna vez se me ocurrió pensar que tal vez moriría de esa falta de interés.
Su aliento se ajaba en el aire, como si lo que iba a decir fuera a extraviarse por los ríos subterráneos de nuestras miradas... Había unas sombras que brotaban incesantes de su cuerpo. Era como si cada vez que estaba por hablar se interpusieran, entre las palabras, caravanas de sombras anteriores al lenguaje. Sólo eso espejeaba en mis ojos el tamaño contenido de su desesperanza. La noche entera me pesaba menos que las sombras de la chica.

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Ayer encontré en la casilla un mail de Silvina. Finge equivocarse con respecto a la última vez que hablamos por teléfono. En realidad, pasaron más de tres meses... Iba a escribirle que entiendo que no se comunique si está muy ocupada, que sé que ser inmigrante trae complicaciones engorrosas, y que me alegra que aunque lo haya hecho sólo porque se vio obligada a salir del país para que le renueven la visa, resultara tan productivo su viaje a Barcelona. Iba a decirle que suena divertido lo de la exposición en Miami, pero que me sorprende que me hable del arte precolombino con tal interés. ¿Desde cuándo la entusiasma tanto explorar esa línea? ¿y qué significa que actualmente su trabajo se sitúe en “una zona fronteriza entre el sur y el norte, entre latino y angloamérica, entre el español y el inglés, entre el pasado precolombino y el futuro digital?” No imagino cómo pueden ser esas instalaciones que dice haber montado...

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Iba a ponerle que el hecho de que esté tan ocupada me parece una excusa más sensata que el que no haya tenido domicilio fijo; al fin y al cabo, yo siempre estuve acá. Que puedo comprender que decida “no ver argentinos para evitar una inyección de mala onda”, pero que se equivoca al decir que “tenemos como rasgo en común el desagrado por los compatriotas”, y que creo que tal vez ya no tengamos ningún rasgo en común, aparte del físico. También pensaba pedirle que me explique su inaudita posdata. Es cierto que acá todo es un desastre y que con la cifra que ella se ofrece a enviarme podría vivir por lo menos seis meses. Pero, ¿qué la hace suponer que yo puedo querer su dinero o aceptar que repare las cosas así? Además, no sé a qué viene el comentario de que tengo que volver a trabajar porque si no pronto voy “a quedar fuera del mapa”. O de dónde sacó que yo administro mis ahorros “peor que cualquier adolescente”. O cómo se le ocurre decirme que, desde que enfermé, mi vida “es como una vida póstuma”. No logro entender por qué insiste en mandarme de regalo Mi hermana y yo, de Nietzsche; ni por qué hace hincapié en que lo escribió cuando estaba “en un asilo para dementes en Frankfurt”.

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En torno a esto se me había ocurrido ponerle cuatro cosas: la primera, que el manicomio en que Nietzsche se alojó no estaba en Frankfurt, sino en Jena; la segunda, que sigo convencida de que el libro es apócrifo; la tercera, que quizá la frontera que separa la locura profética y la demencia ordinaria no sea tan clara; y la cuarta, que hace poco me deshice de la obra completa de Nietzsche, con la misma convicción con que, si fuera posible, hoy me desharía de todos los recuerdos ligados a ella. Le iba a confesar que lamento no ser capaz de hacerlo. Y que me siento ridícula porque, desde que se fue, estuve pensando en ella casi con la misma disciplina con que tomo mis remedios. Había planeado decirle una cantidad de cosas, pero cuando me senté frente a la máquina sentí que nada de eso tenía sentido y de pronto me vi como llevada a escribir una única pregunta: “¿Te acordás qué risa cuando se murió mamá?”

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—El único sueño que me acuerdo es uno en el que mi psiquiatra, vestido de dentista, me decía: “Abra la boca todo lo que pueda”. Me metía un objeto parecido a una cuchara envuelto en una servilleta. Después me apuntaba con una linterna.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No sé. Te lo cuento porque me pediste que te cuente un sueño.
—OK. Seguí.
—Me desperté con un ataque de pánico y vi a mi papá parado al lado mío. Le dije que se fuera, que me iba a arreglar solo. Y él me contestó que no quería que me arreglara solo, que me quería ayudar a estar bien. Y me puso unos billetes en la mano.
—¿Y qué le dijiste?
—Nada. Tenía tan poca fuerza en la mano que los billetes se cayeron. Y volaron... así, como esas hojas que estoy filmando ahora.
—¿Cuánto tiempo creés que durará? ¿Cuánto más creés que nos podremos seguir viendo?
—Mirá las hojas, Clara. Qué lindo caen...
—Esta costumbre tuya de filmar a veces me hace sentir que todo está por desaparecer.

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Deja a un costado la cámara y me mira. Me pregunta si estoy triste y le digo que sí. Me cuenta que ayer estuvo viendo documentales en Animal planet. Dice que cada vez que empieza a nevar en las estepas, las cebras se mantienen muy cerca unas de otras y buscan protección en alguna quebrada. Dice que si se mantienen así, si no se separan, pueden incluso ir a tomar agua al río, porque juntas hasta son inmunes a los leones que andan por los matorrales. Me promete que un día va a llevarme a mirar cebras de verdad.

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Diciembre

Estaba en una fiesta dando clase sobre historia del arte y una alumna me decía “A mí no me quedó muy claro lo de la modernidad. La asocio con la infancia, porque era todo más lindo”. Yo sentía un zumbido en la cabeza y empezaba a caminar. Me abría paso entre plantas artificiales y gente charlando, y las voces de todos me llegaban como si en el medio hubiese una pared de vidrio. De pronto se me acercaba un tipo que me parecía falso y pensaba que debía ser amigo de Silvina. Me decía “Me llamo Paal Enger”, y me daba una copa de vino. Creo que yo le pregunté dónde estábamos y él me explicó que ese cocktail era una performance (¿o una instalación? ¿o un reality show?) que habían titulado “La revolución de la incertidumbre”. Después hizo un gesto con la mano para saludar a unos payasitos, que se reían y hablaban por celulares en una sala blanca, más a lo lejos.

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Enger me contó que iba a viajar a Bagdad, enviado por un payasito a comprarle un repuesto para su cortadora de césped. Me preguntó si quería ir con él, y yo le contesté que no era posible porque ya me había ido del mundo: “Si no hubiera estado enferma me habría de todas maneras retirado del mundo, porque me hace mucho mal la hipocresía”. Las paredes empezaron a moverse. Una muchedumbre de payasos con mirada sombría se precipitó a la puerta. Enseguida se encimaron como glóbulos, invadiendo todo con un grito de terror: “¡La guerra va a empezar!” Enger pasaba a ser Horacio. Me contaba que había soñado que estaba durmiendo y decía palabras en chino. No lograba explicarse por qué soñó eso si no sabe chino ni habla en sueños. Pero recordaba que hablaba chino por precaución, para no poder entenderse a sí mismo, por si acaso llegaba a decir cosas contra la democracia, porque había descubierto que decirlas estaba prohibido y un secuestrador que tenía dentro suyo seguramente lo iba a obligar a denunciarse. También me decía que a esa altura sólo alguien discreto podía ayudar, e insistía en que fuésemos juntos a buscar al último keynesiano que aún quedaba en la fiesta.

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Yo no le prestaba atención. Me daba vuelta para contarle a alguien que acababa de perder los ahorros y entonces lo veía a Agustín. Me tomaba de la mano y me llevaba volando hasta casa. Pero resulta que la casa no tenía paredes. Salíamos al balcón y todo alrededor era intemperie. Era como si la estructura de lo real hubiese estallado con alguna explosión silenciosa. Yo lo miraba a Agustín y su mirada me parecía calma. Y ahora que me acuerdo de ese momento me pregunto si en un tiempo donde no hay en ningún lado un lugar confortable, la intemperie no sería quizás una forma de salvación, un espacio en el que el cuerpo y sus sombras podrían por fin tratar de fluir, aun entre objetos deshechos o a punto de borrarse, aunque rondara el horror desbaratando casas, barrios, ciudades, y sólo quedaran los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno a nosotros, como reclamos...

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Hoy hubo paro nacional y tormenta. Miré por el balcón; la calle estaba quieta. Cuando salí a sacar la basura al pasillo, me crucé con la vecina. Me habló del default y la injusticia de que no le permitan disponer libremente de los fondos de sus cuentas. Le di la razón en lo que dijo, pero en el fondo no sentía la menor afinidad con su manera de mirar las cosas. Últimamente después de este tipo de charlas de rutina, me queda un amargo desagrado por mis propias palabras, la sensación de que ellas nos obligan a tomar continuamente compromisos vergonzosos. En esos momentos más que nunca tengo la necesidad de volver a esculpir: estar frente a la materia en bruto, alisar su superficie, escucharla, ir al encuentro de esa forma que espera liberarse, perderme en el ritmo que le marca a cada golpe su grito, desaparecer en un estado de absoluta entrega física, mental, emocional, para ver si así puedo expresar algo más mío que todo lo que digo cuando hablo.

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Casi como si fuera un reflejo, si llueve Agustín pone música. Hoy llegó con un disco de Pato C que acababa de comprar en una feria de usados. Era muy cómico invitándome a bailar con la ropa empapada, los cordones sueltos y esa forma torpe de moverse que le agrava la altura. Resultó todavía peor de lo que había supuesto. Bailamos cuatro temas y, a pesar de los cambios de ritmo, seguía sacudiéndose como si tuviera convulsiones. Yo no sé cómo bailé pero sí que pasó algo extraordinario: fue como si durante ese rato me hubiera reconciliado con mi cuerpo, me olvidé completamente que está lleno de esos linfocitos malos.

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Ayer, en mitad de una canción, a él se le cayeron los anteojos. Se agachó para alzarlos del suelo pero yo me adelanté. Los pisé. Solté una carcajada y me tiré sobre la cama. Lo llamé al lado mío y en voz baja le propuse que se compre unos lentes de contacto. Después le pedí que filmara su rostro sin anteojos. Y después por el visor miramos juntos esa imagen que había grabado, y le dije que la cámara captó cierta expresión que tiene a veces, de absoluta ternura y absoluta gravedad, como si sus ojos pudieran atravesar la apariencia y ver las almas.

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Papá llamó para contarme lo que estaba pasando en el país. Me sugería que ponga la radio o que vaya a mirar televisión a algún lado. Me decía, una y otra vez, “La gente se les fue de las manos”. Pensé que exageraba pero hoy veo que me equivoqué. “No hay que olvidarse que muertos hay todos los días –dijo-. Los pobres mueren todos los días, y no le importa a nadie. Es un dolor con el que uno se acuesta y se levanta. Somos los muertos en todas las épocas.” Dijo que ahora volvimos a estar otra vez como en el siglo XIX, antes de la organización nacional. Que un gobernador convocó a formar un “Comité de crisis” y le cercaron la casa pidiendo comida. Que vio cómo unos funcionarios dejaban los despachos de la Casa Rosada, juntando en bolsitas de plástico sus portarretratos y cuadros. Dijo que tres jueces le impidieron al ministro de Economía salir del país, por la causa del contrabando de armas, por una entrega de fondos reservados, por la bancarización forzosa y las irregularidades en el megacanje de la deuda externa: “Encima quería irse a Miami”. Dijo que enfrente de su casa un chico de la villa escribió con aerosol “Políticos de mierda”. Que todos tienen miedo de que ahora los muertos pretendan largarse a caminar. Y que como siempre se las van a ingeniar para dejarlos otra vez a ras del suelo.
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Fui a buscar los resultados de los últimos análisis. Dieron mejor de lo que esperaba. Pasé un rato en ascuas porque el médico estaba ocupado y tardó en atenderme. Había un sol tenue pero cálido, parecido a la manera de hablar de Agustín, y a su risa. Salí al patio del hospital a esperar. El sol me daba justo en la cara, me acariciaba y me cerraba los ojos. Ese rato, durante la siesta, a la hora en que el hospital vibraba con unos silenciosos movimientos melancólicos, soñé que sentía temblores de terremoto bajo mis pies, como si en las profundidades de la tierra hubiera una marea de gente gritando.

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En la sala de espera. Un señor a su madre: “Esto te demuestra que no es necesario enfermarse para descubrir que, por más que pretendamos actuar como si fuera una casa de piedra, vivimos en un castillito de arena....” (¿hablaba de política o de qué?).

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Ayer a las ocho papá apareció con el traje que se pone para las “fechas especiales”. Entró con timidez porque sabía que no lo esperaba y que odio las Fiestas. Creo que lo sorprendió mi buen humor y también la pulcritud de la casa. Prestó atención a novedades —la tapa del tocadiscos abierta, la repisa, una revista de cine que Agustín olvidó sobre mi mesa de luz—, pero no dijo nada. Había traído un matambre y unas ensaladas. Le sugerí que bajáramos a comprar una botella de vino. “Este caballero es mi padre”, le dije a José, y se dieron la mano. José elogió su traje y papá se rió como un nene. Me pareció que se sentía halagado de que yo lo hubiese presentado con orgullo, aunque más no fuera a quien me atiende en el minimercado. Elegí el mejor vino que había, y José dijo que no esperaba menos siendo que iba a cenar con un señor tan elegante, entonces papá volvió a reírse y se apresuró a pagar antes que lo hiciera yo. Supongo que nadie debe haberle vuelto a servir una cena desde que murió mamá. Lo pensé al ver lo nervioso que se puso cuando lo saqué de la cocina diciendo que no necesitaba su ayuda y por favor me dejara atenderlo. Es admirable pero triste cómo se adaptó a su muerte; nunca se quejó de nada, simplemente se acostumbró a estar solo y a dejar pasar los días. Me lastima confirmar que ni Silvina ni yo somos las hijas que podrían hacer que viva más contento.

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Al oírlo comentar que los domingos va a una plaza a mirar a los chicos jugar, me di cuenta de que le encantaría ser abuelo y a esta altura es obvio que ninguna le va a dar esa sorpresa; no creo tampoco que la haya esperado alguna vez: la regla de oro de Silvina siempre fue no complicarse la existencia y hacerse lo más llano posible el camino hacia el éxito; yo siempre pensé que dedicar la vida al arte requiere prescindir de lo doméstico, y una natural inclinación a rechazar lo que el sentido común juzga sano y razonable. Cerca de las doce me animé a decirle “Brindemos por mamá. Yo también la extraño”. Sentí que por fin se había abierto el espacio para darle explicaciones atrasadas. Pero él al instante susurró “Así es la vida”, y entendí que nada más hacía falta. Después del brindis, habló de Silvina. Dijo que a los norteamericanos no les fue suficiente con hundir el país: tenían que llevarle una hija. Cuando salí a acompañarlo hasta el taxi, me di cuenta de que a los dos el encuentro nos había afectado. Antes de subir al coche repitió varias veces “Gracias por todo”, y le faltaba el aliento debido a la fatiga y la emoción.

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De nuevo me crucé con la vecina y esta vez tuve miedo de ella, del renacer aparente de su voluntad, de su certeza de estar defendiendo la más importante y justa de las causas. La crucé en la puerta de calle. Me desconcertó que esta mujer, siempre tan guardada, se dirigiera a una movilización. Apilaba pancartas en su auto con el rostro desfigurado de enojo. Parecía un cordero rabioso jurando venganza. “Secuestraron nuestros dólares —me dijo—. Esto es peor que el socialismo”. Supongo que Horacio diría que una mezquina desesperación se apoderó de un sector de la pequeño burguesía hasta convertirse en coraje. Yo, que no sé qué pensar, sólo atiné a bajar la vista y entonces vi al hijo del diariero: tres años, siempre buen humor. Paseaba su monopatín por la cuadra con una sonrisa de marino. De pronto lo vi ponerse serio. Señaló a una mujer con muletas en la vereda de enfrente y le dijo al papá “Cuando rompa el chanchito le voy a comprar a esa señora un pie y un zapato”.

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Apenas entró me di cuenta de que había ocurrido algo malo. Traía una revista y, por el modo en que la sujetaba, supe que estaba atormentado por nervios y angustia. Me pidió un poco de agua para tomar un remedio. Dejó el vaso y me contó que tuvo el ataque de pánico más fuerte de su vida. El sábado a la mañana había quedado en verse con el padre. Llegó más temprano. Se tiró en el sillón a esperarlo y entre los almohadones encontró un ejemplar de una revista gay. Se puso a hojearla y se detuvo a leer una sección llamada “Contactos”. Estaba leyendo los avisos bastante entretenido, hasta que llegó a uno diferente de todos los demás. Era de alguien que buscaba partenaires masoquistas para practicar sobre ellos diversos ejercicios sádicos. Dijo que parecía redactado por un torturador, y su voz terminó de quebrarse al final de la frase, como si rápidamente hubiese ido a esconderse en otra parte. El aviso no llevaba firma pero quien lo puso dejaba un teléfono.

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Cuando vio que era el número del celular de su papá, cerró la revista descompuesto. Dijo que al pararse tuvo un recuerdo de extraordinaria precisión. Que su cabeza tembló como sacudida por un golpe, y fue directo al baño. Que en el camino se le apareció la imagen de una nena con la cara quemada que pedía monedas en el subte, y que enseguida la vio, igual que en un sueño, como sumergida en un pelotero de fósiles. Dijo que el gato lo había seguido y estaba entre sus piernas cuando él empujó la puerta. Dijo que vio en la bañera el cuerpo de Peter. Y que en su cuerpo, flotando, vio una imagen más que no podría definir. Dijo que fue como si pasara a través de un largo túnel, y sintió un miedo seco y violento, y se quedó sin aire. En el piso había una botella de whisky y varios blisters de somníferos vacíos que el gato circundaba, moviendo la cola. Cerró la puerta, tomó una pastilla, guardó la revista en su mochila y llamó por teléfono...

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Mientras lo oía, un viento indiferente entraba por alguna ranura y una luz que venía del balcón le pegaba en el rostro, una luz blanca porque el tiempo acababa de arruinarse. En aquel momento se animó a mirarme a los ojos y nos hermanó una mirada cansada, como de dos personas que hubieran estado caminando entre alambrados muchos días, en una soledad absoluta, y se llamaran con algo que no llegaba a ser una voz. En aquel momento a mí también se me apareció una imagen. Vi unos pájaros que daban vueltas en falso, gritando contra el cautiverio grisáceo del cielo, unos pájaros perdidos entre bruma, arrebatados por el viento en gestos desprolijos de vuelo, pero a la vez como en una comunión, un temblor compartido por el cual parecían resistir la agresión del mal tiempo. Sentí que veíamos una imagen parecida, no sé si por capricho o porque en verdad mientras la lluvia empezaba a caer, veraniega y abundante, los dos entendimos qué fue aquello que vimos en el otro esa tarde en el balcón, y lo entendimos con una nitidez tan intensa que ahora que ese instante no es más que una sensación difusa, algo no más real que un recuerdo, casi me asusta... Dijo que se quedó esperando, sentado en el sillón.

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Que tenía taquicardia y que los brazos, desde los hombros hasta las puntas de los dedos, se le durmieron. Que en un momento le pareció que ya no respiraba más, que sintió el cuerpo entumecido y creyó que había muerto, que su vista se nubló y que pensó en mí, que me vio entrándolo al balcón y fue como si volviera a salvarle la vida otra vez, de un modo igual de absurdo. Durante un rato miramos los dos la superficie de la mesa.

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Después, como si lo sacara de ese punto el sonido rabioso que cobró la tormenta, se acomodó mejor en la silla y me contó que la mañana terminó con una buena noticia: “Al final, Peter no estaba muerto”. Dijo que el 24 a la noche cenó con su madre y su hermano Federico. Que su hermano agotó sin ayuda la botella de champagne. Y que más tarde los dos fueron al cuarto donde dormían cuando vivían ahí. Federico se había emborrachado. Lo dedujo porque hablaba de política y le preguntaba si recordaba qué duros fueron esos años de exilio en Estocolmo, soportando en la escuela la manera feroz en que los chicos expresaban los prejuicios racistas de sus padres. Dijo que le mostró el aviso, sin explicar nada. Que su hermano lo leyó y alzó los hombros, fingiendo indiferencia, pero ni bien levantó la cabeza, se le humedecieron los ojos. Se miraron fijamente sin hablar y enseguida ocurrió algo que él no se esperaba. Al borde del tartamudeo, Federico le dijo que hacía un tiempo la mucama le había contado un secreto. La mujer juraba haber encontrado entre las cosas de su padre un frasquito, un frasco pequeño y transparente que contenía algo semejante a un dedo, no demasiado largo: un dedo que parecía sacado de un pie.

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Agustín se recostó en la silla y sonrió sin fuerza. Dijo que Federico debía estar mucho más borracho de lo que a él le pareció. Yo, acodada en la mesa, traté de sonreír. Respiré lo más hondo que pude el aire de tormenta y observé que Agustín se inclinaba hacia adelante, como buscando mi atención más íntima a lo que iba a decirme. Una vez que terminó esa bizarra confesión sobre el dedo, se fueron a acostar. Dijo que Federico se había quedado muy twnso y no podía dormirse, y que él lo supo porque lo escuchaba resoplar y moverse en la cama de arriba; él se había acomodado en posición fetal, con los ojos cerrados, y algunas horas más tarde notó que su hermano, creyéndolo dormido, bajaba a su cama, se metía debajo de la sábana y se acostaba a su lado, el rostro contra su nuca, el pecho contra su espalda, y lo abrazaba, como cuando eran chicos. Agustín apoyó la revista sobre la mesa y dijo que luego de abrazarlo su hermano suspiró, y que en ese instante él sintió exactamente lo mismo: alivio.

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¿Qué significará para él esta revista? ¿La habrá dejado a propósito o no? ¿Qué podría encontrar yo en estos avisos? “Busco chicos hasta 35 años para pasar buenos momentos sin roles ni rollos. Soy bastante calentón y juguetón. Si después da para más, mejor, si no no importa. Mandame tu foto.” ¿Leo lo mismo que Agustín ese sábado? ¿Nos imaginaremos igual a las personas que publicaron los avisos? “Soy un hombre de 43 años, onda oso, exclusivamente activo. Mi búsqueda apunta a alguien de 30 en adelante. Debe ser bien pasivo pero sin plumas, discreto y con buen nivel. Abstenerse los que van a bailar cada fin de semana. Deseo una relación estable.

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No a las histerias, no a lo fashion, no al ambiente gay. Soy económicamente independiente y exijo lo mismo. Vivo solo en Capital.” Cada aviso cobra ahora ante mis ojos una especie de importancia ridícula, como si esas personas intentaran afirmar la verdad de su existencia, ahí donde no hay más que palabras. “Quiero conocer gente para sexo ocasional en el Centro durante la mañana. Si andás estresado y querés relajarte, llamame.” ¿Cómo estar en la mirada de Agustín? ¿cómo imaginar los recuerdos de otro o sentir en el cuerpo su peso? “Soy Alan, rubio, con bigote. No tengo preferencias corporales, sólo valoro la sensibilidad. Todas esas cuestiones como estar más o menos dotados revelan limitaciones. He tirado esta botella al infinito y ahora te espero para ser el artesano de tu parte más humana, para que le pongamos poesía a la vida, para compartir algunas noches de lluvia, el cine, el pomelo a la mañana, Vivaldi y una piel.” ¿Y qué vio cuando leyó el último aviso? ¿Habrá sido como ver un recuerdo tan fuerte que obliga a cerrar de inmediato los ojos y no abrirlos, uno de esos que después permanecen ahí durante años como un ruido de fondo, una luz insoportable cuya presencia seguimos percibiendo aun con los párpados cerrados? ¿Habrá visto una imagen que salía del fondo del olvido, casi como un cadáver que vuelve después de haber sido arrojado en el agua? No por él sino por mí muchas veces me pregunté qué es lo que correspondería a un corazón más sano: ¿recuperar la tranquilidad a cambio de perder los recuerdos, o retenerlos y aprender a vivir con la vergüenza? “Busco gente anormal, soy devotée, me encantan los gays con algún defecto físico. Espero el llamado de alguien sumiso, con una buena cola para disciplinar, dispuesto a probar todo (finger, doble penetración, fist, violaciones masivas, agujas en los pezones, golpes en el vientre, ataduras dolorosas, picana, vendas en los ojos). Tengo mucha experiencia en causar sufrimiento y placer en forma simultánea.”



de EL GRITO, Capítulo VI. FLORENCIA ABBATE, EDIT.EMECÉ, BUENOS AIRES,2004.


Escritora, periodista y Licenciada en Letras. Publicó la novela El grito (Ed. Emecé, 2004), el volumen de cuentos para chicos Las siete maravillas del mundo (2006), los poemarios Neptuno (2005), Los transparentes (2000) y Puntos de fuga (1996), la investigación Él, ella, ¿ella? Apuntes sobre transexualidad masculina (1998), Deleuze para principiantes (2001), Literatura latinoamericana para principiantes (2003) y el libro-objeto Shhh…(2002).
Dirige la editorial independiente Tantalia y da clases en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Realizó una residencia en el Banff Centre for the arts (Canadá) y otra en Berlín (Alemania, DAAD).
Colaboró en numerosas revistas (3 Puntos, La mujer de mi vida, El porteño, Latido, Artefacto, TXT, Surcos en América Latina -Chile-, Diario de Poesía, Insula -España-, etc.) y en los suplementos culturales de los diarios Perfil, La Nación, El País, Página/12 y Clarín. Armó y el prologó de Una terraza propia, antología de nuevas narradoras argentinas (Ed. Norma, 2006).

15 diciembre, 2005

María Teresa Andruetto(Argentina,1954)


Todo movimiento es cacería Cuentos.(Alción Editora,2002) (Fragmento)
El aviso decía: Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a todo. A Diana le pareció que sonaba bien y que muchos se iban a interesar en la oferta. Las tres habían descubierto mucho tiempo atrás la existencia de hombres a los que les gustan las mujeres gordas y que se colocan frente a esto a medio camino entre un fetichista y un voyeur. Pero al cumplir cuarenta, descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Subir de peso, subir tal cantidad, no fue -como lo creyeron en un comienzo- tarea fácil. Cada una a su manera se había pasado veinte años haciendo dieta, a la pesca de amores perdurables; hasta que les nació la conciencia y decidieron dar un vuelco en sus vidas, mudar todo eso por las almendras, los chocolates, los licuados de banana con leche y los especiales de jamón crudo con manteca. Una vez libradas del rigor de la balanza, abiertas las compuertas para engordar sin límites, subieron rápidamente entre veinte y treinta kilos y se estancaron ahí, sin encontrar el modo de subir las cuentas a sesenta, setenta kilos, que era lo que necesitaban para ponerse en forma, iniciar el servicio de acompañantes y abrir el club a la clientela. Probaron con pasta de avellanas y miel durante el desayuno. Se acostumbraron a interrumpir la noche con entremeses. Ponían los despertadores a las tres, a las cinco y a las siete, y manoteaban a oscuras los bombones de licor, las trufas, el chocolate en rama que habían dejado sobre las mesitas de noche. Devoraban en las mañanas aceitunas negras, provolone, panes untados con pasta de anchoas, con paté, con roquefort, con manteca, y se atiborraban de chicharrón que la mucama les traía del campo. Se habían propuesto subir no menos de tres kilos por semana para que los preparativos de apertura no se demoraran, de modo que en meses -a lo sumo un año- estuvieran en condiciones de abrir un comedor que se convirtiera en el atractivo fundamental, el non plus ultra del club. Pero lo que en un comienzo pareció de extrema facilidad, terminó siendo una empresa que les llevaba mucho más tiempo y esfuerzo de lo previsto. Sólo cuando decidieron comer aquellas carnes de caza, engordaron lo necesario, obtuvieron el peso que indicaban los manuales y alcanzaron un grado extraño de belleza -de tersura en la piel y en los ojos- y esa mirada salvaje que promueven los avisos publicitarios y que se convirtió en el atractivo más conspicuo del club. Acordaron en llamar al plato el manjar prohibido, aunque en la carta figuraba como Carnes rojas de caza a las finas hierbas . Verena lo había probado por primera vez en el Congo Belga y más tarde conoció otras versiones en Guinea Konacry y en Niger; desde entonces hizo infinitas combinaciones de ingredientes y condimentos hasta dar con el sabor que lo caracterizaba, un sabor contundente pero a la vez delicado que las socias sabrían apreciar. Consiguieron cierta tarde una pieza de carne, ensayaron una versión con canela y decidieron enseguida que ese ingrediente solo no quedaba bien, pero que el plato necesitaba una pizca, y que el limón no debía ser demasiado porque su acidez opacaba el elemento base. Cada ingrediente –se tratara de salvia, estragón o marsala– necesitaba sucesivas degustaciones que fueron llevándolas, casi sin que ellas se dieran cuenta, al peso necesario. El estragón, lo supieron enseguida, no era condimento para un plato como éste: se trataba de una hierba para preparados suaves, verduras, pescados tal vez, nunca le iría bien a una comida fuerte como la que estaban buscando. La primera en advertirlo fue Galia, quien descubrió que el romero era la aromática adecuada porque su sabor definido competía bien con la carne, y que la páprika y el jengibre le aportaban una nota exótica y, por sobre todo, exaltaban y volvían inconfundibles los elementos. Fue también Galia quien advirtió que los acompañamientos mejores eran los chutneys -en especial el de peras- y la salsa de ciruelas, que tanto le iba bien a esta carne como al cerdo; y ella la primera en descubrir que degustando las numerosas pruebas de cocina habían engordado más que con los bombones, el chocolate en rama y la nuttela que hacían traer en cantidades desde Milán. Estaban dispuestas a tomarse todo el tiempo que hiciera falta antes de abrir ese restaurante exclusivo, para mujeres cuidadosamente seleccionadas, pero luego de aquel descubrimiento, no fue necesario esperar demasiado porque los hechos se deslizaron con absoluta naturalidad. Al cabo de meses, cada una engordó más de ochenta kilos y entonces, alcanzados los requisitos que fijaba el reglamento, trataron de favorecer, poco a poco, una costumbre, un modo de encauzar los impulsos, de llevar a los hombres hacia ellas que estaban ávidas y querían comenzar a darse algunos gustos. Cuento "Todo Movimiento es Cacería"
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