30 diciembre, 2012

Luisa Valenzuela(Argentina, 1938)

 

Fin de Milenio(fragmento)

Él

Él tiene una cantidad de posibilidades a su alcance. Puede reventar su dinero en un festejo de una noche en París o New York, puede irse a Fiji donde por primera vez en todo el mundo empieza el tercer milenio, puede. No encontrará ni un rincón en un hotel pero qué le importa, hotel no necesita. Ha estado explorando en Internet, explorando y explorando, conoce todos los precios posibilidades y secretos. La guita que se puede reventar sin hacerle mella a su familia, la guita que ni ellos mismos saben que existe asciende a más de diecisiete mil dólares y eso debería de alcanzarle ampliamente.
Tiene desplegados ante sí sus propios retratos, lo que no tiene ni remotamente cerca es un espejo. Hasta se afeita de memoria. Poco a poco desde que vive solo ha ido eliminando todas las superficies reflectoras en su departamento. Las fotos sobre el escritorio lo muestran de treinta años, pintón... Ahora tiene algo más del doble, mucho menos pelo, blanco por cierto-- a los pelos los ve en el peine, trata de peinarse lo menos posible, escribe, escribe, pero lo que escribe es su autobiografía distorsionada, más o menos apócrifa, de cuando tenía los benditos treinta años. En dicha edad ha decidido quedarse congelado, coagulado, fijo. Tres años atrás se plantó en sus treinta, y es ésa la personalidad que asume para las circunstanciales parejas on line. Ellas son hermosas a menos de que estén mintiendo tanto o más que él, algunas hasta son interesantes. Es con quienes se demora más tiempo, meses en ciertos casos, cada noche encontrándolas en la pantalla de su computadora, hasta que al propio relato de sí mismo le debería de ir apareciendo alguna cana, alguna arruga; para mantener su imagen su imagen debería cierto día cumplir un año más. La resulta intolerable. Entonces corta la comunicación de cuajo, se deshace de esa cita ciega y empieza una nueva, penosamente a veces, buscando quién como la otra logre arrancarlo por un tiempo de la angustia.
Así desde que le pusieron el triple by-pass y la cosa se complicó y ni vale la pena pensar en eso. Así desde que no pudo responderles más a aquellas a quienes solía arrimarse blandiendo toda su verdad, porque su verdad se le hizo de goma, su verdad no supo atender más los desesperados reclamos de su sangre. Y entonces. Entonces se hizo instalar el modem y a otra cosa mariposa.
Hoy ya no es lo mismo. El hoy ya está a un paso de dar vuelta la página del siglo, del milenio, y la realidad virtual está a punto -- también ella -- de traicionarlo. El primero de enero cero horas un segundo enloquecerán las computadoras, se estremecerán las pantallas, se apagará el mundo. Y2K, guai tu kei lo llaman los entendidos en muy norteamericana sigla de implicaciónes apocalípticas. Ante tamaño Armágedon él tendrá derecho de volver a ser el macho de siempre, el de sus treinta años cabellera al viento ojos luminosamente verdes y no glaucos. Aunque sea por una vez, una solita. La decisión le vino de golpe, ahora quiere planearlo todo bien y se va tomando el tiempo.
Le manda un e-mail a cada uno de sus hijos en México deseándoles más felicidades de las que se merecen, turros los dos que se fueron a instalar a 2.600 metros de altura sabiendo muy bien que él allí no podría alcanzarlos. Turra sobre todo la hija que lo alejó así de sus dos nietitos. No importa. Tampoco importa su ex mujer que nunca lo entendió ni entendió su necesidad de expansión, su vitalismo cuando él escapaba por ahí con alguna turrita o enfermera, la misma cosa, para darle libre curso a toda la maravilla que bullía en él y ya no bulle. Su ex mujer hace ya tres años que estará riendo sin parar. Bonita venganza para ella, justicia poética habrá pensado la muy turra cuando la operación tuvo en él efectos imprevisibles. Él hoy no quiere ni oírle la voz ni siquiera comunicarse con ella por correo electrónico. Que reviente. Ella de nuevo se pondrá pesada y le rogará que reabra el consultorio, le dirá una vez más que los pacientes le tenían gran confianza y lo reclaman. Ya deben de haber muerto todos por suerte, le contestó a su mujer pero ella no se dejó amilanar; no te creas insustituible eras simplemente un muy buen clínico, le contestó sin mosquear y él pensó que nadie puede ser buen médico si no logra curarse a sí mismo, y bueno o malo qué importa si lo único que importa es lo que en él ya no responde, y para qué seguir pensando.
Sólo que ahora sí, pensar es la única actitud de vida. Pensar y planear y desempolvar el viejo recetario y consultar el archivo de las candidatas del chat-room. Las de antes y las de ahora, ¿cuál estará mejor? ¿cuál de ellas estará diciendo la verdad? No tiene tiempo para andar desperdiciando en investigaciones EVR. En la Vida Real, le causa gracia la sigla, como si la otra vida donde él luce eternos treinta años con ojos llenos de chispas y un potencial inagotable no fuera también real, a su manera, y yo te cojo así y así y te hago esto y lo otro como les escribe a algunas minitas (las turras según él quienes desde una computadora distante lo estimulan y lo azuzan), y acabo en larguísimas eyecciones de lava ardiente y blanca y te chorreo toda y esas cosas, mientras ellas quizá se relaman de gusto sin saber el mal que le están haciendo, las muy turras.
Son todas iguales, reventar a alguna de éstas no sería mala idea, se dice.
Pero él ya no tiene los treinta años que le juró tener a la minita, a cualquiera de ellas. Ni en un rincón el corazón los tiene, porque ése mismo rincón reventó cierta mañana en su propio consultorio, y de ahí al quirófano un solo paso y ahora esto. Lo estuvo reconstruyendo, al rincón treintañero de su corazón maltrecho, durante cientos de miles de palabras pero se le han agotado las palabras, se está acabando el tiempo. Cuando suenen las doce de la noche del último día de este mismo mes de diciembre ya nada será lo mismo, el siglo que lo vio descollar en descomunales revolcones se habrá ido, se eclipsarán las pantallas, se eclipsarán sus fotos de los treinta años, el buen mozo que hizo revivir en monitores ajenos perderá la poca consistencia que alguna vez supo tener, ni la memoria perdurará de ciertas verborrágicas orgías que lo alimentaron durante le tiempo de comunicación virtual. Agotado estará el alimento, vencido como quien dice.
Ellas serán todas iguales unas turras de décima pero él es un tipo ético y no le puede hacer una cosa así a ninguna minita de ésas que cándidamente (turramente) andan flotando por el ciberespacio como quien se revuelca en una cama deshecha. No, no le pude hacer eso aun sin pensar en el quilombo que se armaría. Lo fácil que sería desemascararlo a través de la dirección de su casilla punto com y después su familia metida en todo, los chicos viniéndose de México a verlo cuando ya es demasiado tarde, su ex ni hablar, las idiotas de sus primas que nunca se mosquearon por él haciendo declaraciones a la prensa. Nada de eso. No quiere nada de eso. Y Juanjo, haciendo lo imposible, seguro, por consolarla a su ex, Juanjo el muy metido, el mismo que le dijo muy al principio Vos las odiás a todas porque no se te para más. Lo bien que hizo en mandarlo al carajo a ése su ex mejor amigo de una vez para siempre. Él no las odia a todas porque, no, él las quiere, por eso mismo las odia.
No es momento de ponerse sentimental. Es momento de acción. Desempolvar los viejos recetarios, desempolvar los trajes aunque con este calor ni pensar en trajes. Afeitarse de memoria, el cuello no más, un poco las mejillas; quizá le quede bien la barba después de todo, no sabe, no quiere verse. No puede. Ha suprimido los espejos en su casa. Cuando salga, cuando retome el paso, cuando vaya más allá del supermercado de la vuelta tan completo con Banelco y todo, una vez que le haya puesto la funda negra a la computadora, al monitor, y la funda al teclado y la funda a la impresora, como un luto.



Ella

Enfermera, inteligente, puta. No sabe cómo se concilian estas tres instancias, sabe que la definen. Se lo repite a su imagen del espejo:
- Sos enfermera, inteligente, puta.
Enfermera y puta son dos datos concreto, pero lo de inteligente es apenas una apreciación personal y además los hechos no parecerían darle la razón. ¿Qué hay de inteligente en haberse venido a Comodoro Rivadavia, esta malhadada ciudad hecha de vientos, para cambiar de vida? Bueno, lo inteligente es precisamente eso, que logró su objetivo: cambió de vida. No que alguien lo estuviera persiguiendo, ni que hubiese motivo alguno para que la persiguieran. En su trabajo siempre fue irreprochable, despiadada, eficaz. Como le enseñaron. Nada de enternecerse, nada de perder el tiempo con algún caso más patético que otros. A todos lo mismo por igual, es decir lo estrictamente necesario, lo que dicta la orden médica.
El que se volvió totalmente ineficaz para ella fue su trabajo. En el hospital la declararon prescindible tras treinta años de irreprochable foja de servicio. Después de convertirse en la mano derecha del cirujano mayor --él solía repetírselo-- el cirujano se volvió zurdo y la pateó de su lado.
A este nuevo trabajo, si se lo puede llamar así, arrastró las costumbres del viejo. También es irreprochable, eficaz y despiadada. Nada de enternecerse demasiado, aunque ahora a veces se permite perder un poco más de tiempo, sobre todo cuando encuentra un atisbo de goce, aunque sea un atisbo.
Ya no tiene edad de pedir mucho más. Todo lo contrario: tiene edad de pedirlo todo porque por fin sabe qué quiere, pero nadie se lo dará, sería como reclamar en el vacío. Más le vale callar. Es lo que mejor practica, el silencio. Esta tardecita una vez más como todos los últimos meses atravesará el bruto viento por calles que ni puede reconocer de tanto entornar los párpados para que no la ciegue la bruta polvareda, girará con la puerta giratoria del Garby's, respirará el alivio de un aire detenido donde el tufo a hombre será la invitación para abrir nuevamente los ojos. En el Garby's toda penetración es auditiva, alguno se sentará a su lado en el mostrador y le contará su vida, el drama de su vida porque si no es dramática a qué contarla, ella pondrá la oreja con todo esmero, profesionalmente casi, hará lo posible para que su potencial cliente sienta la imperiosa necesidad de pasar de la penetración auditiva a la vaginal, la única provechosa para ella. Es una vida como cualquier otra, se dice, es en realidad la otra cara de su vida anterior, ésa que acabó vaciándola del todo y la escupió a estas costas.
Una vez adentro abre los ojos pero ni mira al hombre que circunstancialmente se sienta a su lado. Lo escucha no más, y es ésa su carnada. Tampoco pretende que él la mire demasiado ya no está para eso ha pasado la cincuentena aunque se ve bien, lo reconoce, las carnes duras y una sonrisa bastante juvenil nacida acá porque sí, quizá porque casi nunca afloró en su antigua profesión y entonces es más nueva que ella, la sonrisa.
Con el cirujano mayor a veces la sonrisa la latía en la comisura de los labios, allá en Rosario, en el distante lugar convertido ahora en un ya muy distante tiempo. Y el cirujano mayor una buena mañana la declaró prescindible, porque sí, y alegando motivos de presupuesto contrató a una asistente inexperta, sin antigüedad es decir mucho más joven, más apetecible. Ella reclamó tanto, protestó tanto que ahora ni abrir la boca quiere. Sólo para menesteres de su nuevo oficio, y bien la abre y chupa y chupa y con eso también sorbe las palabras del cliente que no es un hombre para ella, nunca un hombre o ser humano alguno, sólo un cliente. Un ente. Que reviente, se dice en más de una oportunidad, por mí que reviente, aunque no sería éste quien debería reventar de mil maneras sino el cirujano mayor, el malaentraña.
Allá lejos, tiempo atrás, en otro infierno.

En el bar del aeropuerto
- Usted es el único que está llegando, sabe, todos se han ido yendo, día tras día, casi todos a la Capital a festejar, o donde tengan más familia. Nadie quiere quedarse en Comodoro a ver cómo el viento les trae el 2000. Con decirle que las autoridades planearon fuegos artificiales sobre el mar pero después desistieron, se les iban a desarmar antes de alcanzar la altura necesaria. Creo que hasta las autoridades se rajaron, la cosa va a estar mejor en Trelew, o en Rawson, dicen. Acá no cabe el color, sólo esa especie de gris de estas tierras tan grises, no entiendo qué vino a hacer usted acá justamente hoy para acabar el siglo.
Él no se sentó a tomar un escocés en las rocas para charlar con el barman. Pero le viene bien, necesita una información.
- Trabajo, contesta entonces parcamente. Vine porque no pude evitarlo, me pregunto dónde habrá algunas chicas para no pasarlo tan solo.
- Si es hombre del petróleo se entiende. Lo van a albergar bien en la compañía, pero usté escápese al hotel Imperial. Ahí tienen minas de primera, unas bombas, pregúntele a mi colega del bar y él le va a presentar a las mejores. Dígale que va de parte de Truman.
- ¿Habrá otros lugares, también, no?
- En el Impe son muy discretos. Pero bueno, va en gustos y en bolsillos. Está también el Tom Tom, un lugar de jerarquía, oscurito, Alfonso se ocupa de eso allí, pregúntele, también puede ofrecerle otras amenidades, si prefiere.
- Ajá, ¿y?
- Hay otros. Y está el Garby's, pero yo no se lo recomendaría. Todas bastante gastaditas, qué le voy a decir.
...

de Cuentos Completos y uno más.(Alfaguara,México, DF / Buenos Aires, 1999)


14 diciembre, 2012

URSULA LE GUIN (California- E.E.U.U., 1929)


Los que se alejan de Omelas(1973)

Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando. En otras calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones si dirigían al lado norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la carrera. Loscaballos no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas con banderines plateados, dorados y verdes. Hacían aletear los ollares y coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias. Allá lejos, al norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la bahía. Elaire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y flamearan de vez en cuando. En el silencio de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros, o quizás tendido en una litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo repetir que no era gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni utópicos blandos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás. Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices aunque es cierto que sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro! Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos, érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginaras según vuestra propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por cierto no puedo conformaros a todos. Por ejemplo, ¿qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es necesario, lo que no es necesario ni destructivo, y lo que es destructivo. En la categoría intermedia, sin embargo - lo innecesario pero no destructivo, el confort, el lujo, la exuberancia, etcétera -, bien podían tener calefacción central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos maravillosos aún no inventados aquí, fuentes luminosas flotantes, energía sin combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso: lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de Granjeros. Pero aunque hay trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah. En tal caso, añádase una orgía. Si una orgía ayuda. No hay por que titubear. No agreguemos, sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en Omelas; al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no. Por cierto, las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose como manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué más debería haber? Al principio pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quiénes gustan de ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de la Ciudad, del druz que primero propicia una gran lucidez mental y agilidad corporal, y al cabo de unas horas una somnolienta languidez, y al fin maravillosas visones de los mismos arcanos y secretos íntimos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de todo lo imaginable; y no crea hábito. Para los gustos más modestos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más habrá en la ciudad de la alegría? La sensación de triunfo, desde luego, la celebración del coraje. Pero así como prescindimos del clero prescindamos de los soldados. La alegría construida sobre una matanza victoriosa no es una alegría limpia; no conduce a nada, es temible y es frívola. Una sensación ilimitada y generosa, un triunfo magnánimo que no nace de la hostilidad contra un enemigo externo sino de la comunión entre las almas más refinadas y bellas de los hombres de todas partes y el esplendor del verano del mundo: esto es lo que inflama los corazones de la gente de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. En realidad no creo que muchos necesiten tomar druz.
La mayoría de las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen pegotes deliciosos en la cara; de la benigna barba gris de un hombre cuelgan dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Unavieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de una canasto, y hombres jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía.
Concluye, y baja lentamente las manos que empuñan la flauta de madera.
Como si ese pequeño silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando: “Calma, calma, mi belleza, mi esperanza…” Empiezan a formar una fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré algo más.
En los cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada con llave, y ninguna ventana. Un tajo de luz polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de los sótanos. El cuatro tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera alacena o galpón en desuso. En el cuatro esta sentado un niño. También podría ser una niña. Aparenta seis años, peor tiene casi diez. Es débil mental. Tal vez lo es de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los estropajos. Le parecen horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los intervalos de tiempo-, a veces la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra una persona, o varias personas. Una de ellas quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de la madre, a veces habla. “Me portaré bien”, dice. “Por favor, quiero salir. ¡Me portaré bien!” Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido, “eh-haa, eh- haa”, y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros se contentan meramente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.
Normalmente explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo. Sienten náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación. Sienten furor, ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante, limpiarlo y alimentarlo y confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por cierto eso sería abrir las puertas de la culpa.
Las condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.
A menudo los jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre de miedo. En verdad, después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son tal vez la verdadera fuente de esplendor de sus vidas. No gozan de una felicidad vaporosa, irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres, Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana de verano.
¿Ahora creéis en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar y esto es absolutamente increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que va a ver al niño no vuelve al hogar dominado por la furia o el llanto: no vuelve, simplemente al hogar. De vez en cuando un hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van. Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar callejuelas de aldeas, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos, van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas, siguen caminado en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la dicha. Ni siquiera puedo describirlo. Es posible que no exista. Pero ellos parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.

Las doce moradas del viento ( relatos de Ursula K Le Guin )  Premio Gigamesh en 1986 a la mejor antología.
Traducción de Carlos Gardini

12 diciembre, 2012

"Marita Verón soy yo, todos somos ella" por Claudia Piñeiro

Foto: VERGÜENZA. Caso Marita Verón: los 13 acusados absueltos.
Susana, te pedimos perdón cada día, cada hora, cada minuto. 
Y te agradecemos tu lucha y entrega, sobre todo por nuestras hijas.
A estos jueces también los pagamos entre todos. 
Si por mí fuera, están despedidos sus señorías.


Yo soy Marita Verón. Mi hija es Marita Verón. Mis hijos son Marita Verón. Mis amigas. La mujer que desayuna en el mismo bar que yo, en una mesa junto a esta otra donde estoy escribiendo las líneas que usted lee. Y el hombre que acompaña a esa mujer. Usted también es Marita Verón. Todos somos ella y por lo tanto todos necesitamos, merecemos y tenemos el derecho de que se haga justicia. Y antes que a ninguno de nosotros, les debemos justicia a Marita Verón, a su madre, Susana Trimarco, a su hija, Micaela Catalán, y a quienes aún hoy están atrapados en redes de trata de personas. Yo tomo esta causa como propia, a mí me afectará en forma directa y personal el fallo que se dicte. Si no nos apropiamos de ella, si no hacemos nuestra la causa de Marita, habremos fracasado como sociedad. Porque cuando los jueces dicten su sentencia no sólo le estarán comunicando a los imputados su condena, sino que estarán diciendo a la sociedad que representan y de la que son parte que hay determinadas conductas que no toleraremos más. Delitos abominables como la trata de persona, la esclavitud que erróneamente creíamos abolida hace tiempo. A nuestro derecho de que se haga justicia se suma nuestra responsabilidad, la ineludible exigencia a nuestros jueces de que actúen a derecho, sin presiones, y emitan la sentencia que nos devuelva la fe en esto que somos, un grupo de personas tratando de vivir juntas porque se supone que hacerlo nos beneficia a todos. Y reparar el pacto social que tantas veces se ha roto.

Claudia Piñeiro | Escritora, dramaturga y guionista


http://www.lagaceta.com.ar/nota/524731/policiales/marita-veron-soy-yo-todos-somos-ella.html

09 diciembre, 2012

para no olvidarla: CLARICE LISPECTOR


Por no estar distraídos
        Había la levísima embriaguez de andar juntos, esa alegría, como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban de antemano el aire que estaba delante y tener esa sed era su propia agua. Andaban por calles y calles hablando y riendo, hablaban y reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los coches y de la gente, a veces se tocaban, y a ese contacto -la sed es la gracia, pero las aguas son de una belleza oscura-, y a ese contacto brillaba el brillo de su agua, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
        Hasta que todo se transformó en no. Todo se tranformó en no cuando ellos quisieron esa misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras poco acertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella que estaba allí, sin embargo. Sin embargo él, que estaba allí. Todo fue un error, y había la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban lo bastante distraídos. Sólo porque, de repente, exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque habían querido darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya ha cortado los hilos. Todo, todo por no estar distraídos.
de Para não esquecer, 1978.
*Para no olvidar. Crónicas y otros textos, trad. de Elena Losada Soler,
Siruela, Madrid, 2007. 

04 diciembre, 2012

Liliana Heker (Argentina, 1943)


pequeña y míope

También era miope y, según se sabe, durante mucho tiempo se negó a usar anteojos. Aducía que lo poco que vale a pena de ser visto en detalles acaba acercandose a uno (o uno a la cosa) y que, por otra parte, la visión del miope no solo tiene el privilegio de ser polisemica; además, resulta incomparablemente mas bella que la del humano normal. Las formas difusas permiten un imaginario sin limites y el mundo aparece como concebido por un impresionista exacerbado.

Era petisa. Decía que eso la hacía manuable para el amor y facil de distribuir aún en los espacios reducidos.

También consta que nasció en Almagro, que vivió en San Telmo, que fue fervorosa adepta del mítico Boca Juniors, que tenía tres gatos, que amó a un hombre de ojos azules. Esto es todo lo que se sabe sobre su vida. El resto es literatura.

Liliana Heker, 'Cien años después' en Las hermanas de Shakespeare, 1999.

29 noviembre, 2012

Adriana Sánchez(Costa Rica, 1980)

Ensayo sobre la histeria
Esta minifalda que me pongo hoy, Juan, es para sacarte los ojos. Mi histeria y yo, Juan-nunca-más, hemos decidido sacarte los ojos con esta minifalda y unas dos piernas que, según recuerdo, siempre te gustaron, tanto te gustaron. Nosotras, Juan –la minifalda y yo- haremos el recorrido interminable por el pasillo de ese bar en el que nunca estoy porque siempre estás: llegaremos naturalmente hasta la barra, pediremos un whisky y acabaremos de una vez por todas contigo. Cuando te sorprendamos mirándonos fijamente, Juan, una ola de satisfacción llenará por completo el vacío de tu ausencia. No te engañes, Juan, no es que nos importe... Cuando tú te fuiste te llevaste algo así como una canasta de pic nic con toda nuestra honestidad adentro. Te llevaste honestidad, dulzura, un poco de ignorancia sobre el camino natural de las cosas y hasta algo de estúpida fe en el mundo. Te llevaste, Juan, todo lo malo que nos enviciaba a mis piernas y a mí. Dejaste solo la malicia y la gracia, y dos piernas largas, que llegan casi hasta el cuello, y que hoy te sacarán los ojos asomando impúdicas por fuera de la minifalda. Entonces Juan, no recordarás que en tu casa hay una canasta de pic nic con mi dejadez adentro. Te odiarás porque ahora soy menos buena y más interesante, y porque la chica que dejaste hace años para buscar a otra que se pareciera más a la que ahora soy, ya no existe. Entonces valdrá la pena el frío de la calle, Juan. El whisky barato de tu bar de moda. Los botines negros apretándome los dedos. El silencio con el que me quedé mirándote partir. Y tus dos ojos negros rodando por el piso, tan inteligente tú siempre, Juan. Tan un paso adelante tú siempre, Juan. Tan mejor-que-yo, Juan. Tan tanto-para-mí, Juan. Valdrá la pena haber tenido que recuperar fuerzas para esta pasarela en la que leve, alta, delgada, cubierta apenas por una minifalda, observaré de reojo tus movimientos torpes y tu cara de perdedor eximio, que se equivocó solo una vez y para siempre.

27 noviembre, 2012

María Elvira Bermúdez(México,1916- 1988)

 

Encono de hormigas(fragmento)

               A la cálida vida que transcurre canora
               ...responde...
               Un encono de hormigas en mis venas voraces

                                                  Ramón López Velarde


En el quicio de una puerta ya muy vieja se recarga una niña. El sol de ese domingo ha trepado hasta las azoteas de las casas vecinas y ahora ilumina un automóvil rojo que deliberadamente avanza por la calle.

La niña Chabela lo mira: allí viene la aguardada, la señorita linda que le regala dulces, palabras buenas y esperanzas en forma de monedas. Muy cerca la una de la otra, se contemplan. Las sonrisas no se traban con la misma facilidad que las miradas porque éstas comprueban que, otra vez, el encuentro no se realizará. El automóvil no detiene su marcha. Lentamente se empareja con la puerta y luego la deja atrás.

Una rápida ojeada que hacia el patio de la casa dirige Chabela le informa que su madre está lejos. Echa súbitamente a andar a la zaga del automóvil; pero a medida que éste va saliendo de su esperanza, el miedo y el recuerdo la persuaden a regresar a su casa. Quieta, anclada en el polvo callejero por las amarras del temor y la tristeza, Chabela pierde el coche de vista.

Fue ayer apenas cuando, al ver venir el coche rojo, salió ella también corriendo con el firme propósito de alcanzarlo. Su anhelo no tuvo tiempo entonces de quedar anclado en el polvo de la calle porque vino su madre como un remolino y a rastras la llevó de regreso a su vivienda. La golpeó. La regañó a gritos. Chabela hubiera preferido que aquellas manos rojas, que pretendían cuidarla y que en cambio comunicaban sin transiciones horrendo color a su piel cetrina, siguieran causándole daño; pero que las palabras definitivas de la madre no le prohibieran seguir llorando. Lloraba más por las palabras que la asustaban que por los golpes que le dolían. No podía dejar de llorar mientras ella le siguiera ordenando que callara. Llorar era su único y menguado derecho y ella estaba dispuesta a ejercitarlo.

La madre fue la primera en rendirse. Con un empellón que encubría su fracaso, la arrojó al suelo y salió al patio. Para ya no oírla, dijo. Desligada ya de sus palabras imperiosas, Chabela pudo pronto ahogar los sollozos. Ya todo había pasado. Hasta otra vez sería. Porque así, a veces, sin que mediara explicación alguna, su madre la golpeaba y le reñía. Una vez fue porque rompió una taza, y aunque el gato también rompió una, nada le hicieron. Otra vez fue porque no quería comer; pero cuando su papá rechazaba la sopa, la madre nada más suspiraba. Ayer en la tarde fue porque salió corriendo de la casa.

Chabela apresura el paso y cuando entra en su vivienda comprueba que sólo el gato la mira. Respira con alivio y se dirige a su rincón a contemplar sus tesoros: la muñeca de trapo, la canastita, unas piedras, un tecomate. Con parsimoniosa decisión los toma uno por uno y se dirige al cerro. El gato se encrespa ante el sáquese cortante de la niña. Luego, con la falsa resignación del cínico, se dedica a lamerse las patas mientras de cuando en cuando y de lejos mira a su dueña.

El cerro es un montón de tierra del patio. Las hierbas que hacen las veces de árboles se agostan en sus laderas. Y el río que debía refrescar su base cumple apenas con su cometido. Cuando la madre de Chabela lava los trastos, el agua que acarrea a la tinaja, llena después de lejía y desperdicios, viene a aumentar el caudal del río y obliga al tecomate a navegar. La muñeca de trapo reúne entonces en sí misma las cualidades de un aventurero y de una princesa. Cierto que no ve a un lado Asia y al otro Europa, sino el adobe triste de unas casas; pero allá a su frente lleva la carga de ilusiones que Chabela le ha confiado y que bien vale por un Estambul.

Un día naufragó. Su pobre barquilla cedió ante el peso de las piedras. No pudo llevar la carga valiosa de lajas y pedruscos a bahía segura, al charco tornasol que ostenta la clásica suciedad de todos los puertos.

La niña no lloró entonces. Tomó la empapada muñeca entre sus manos, le pegó y le dijo muchas veces: ¡muchachita ésta! ¡Tonta, tonta! En ese naufragio perdió Chabela también unas monedas que la señorita buena le había regalado. Sólo las lombrices conocían el lugar donde la niña guardaba su dinero: entre el cerro y la pared de adobe. Pero el afán de saberse rica la indujo a exhibir de una vez sus opulencias y de embarcarlas en el tecomate. Y cuando, después de regañar a la culpable, se dedicaba a rescatar sus cosas, la madre la sorprendió y le decomisó el dinero. —Me hace falta, hija. Después te lo doy—. Ese después nunca llegó. Volvió la señorita. Le dio otras monedas y dulces. Uno y otro día. Pero ni ayer en la tarde ni hoy se detuvo y nada le regaló.

Chabela renuncia a jugar al barco. Abandona su muñeca. Hace a un lado canasta y piedras. Y suspira. Descubre de pronto al gato, que la está mirando. Corre hacia él y le jala la cola una y otra vez, sin soltársela. El felino gira sobre sí mismo y trata en vano de arañar las manos que lo atrapan. Maúlla lamentablemente. La niña sonríe.


Está haciendo de prisa el quehacer. Tendiendo por encima las camas y barriendo un poco. Tiene que ir a misa de siete y le queda poco tiempo. Por fortuna, Eloy se fue. Vale más que no hablen, por ahora.

El sábado lo estuvo esperando hasta las cuatro de la tarde. Tuvo que darle de comer a Chabela. Ella siguió aguardando. A cada rato se asomaba a la puerta de la casa de vecindad. Y Eloy no aparecía.

Como todos los hombres Eloy tomaba de cuando en cuando. Rayaba los sábados y se iba con los otros albañiles a una pulquería. Su mujer no le hacía reproches por ello. Bastante trabajaba el pobre toda la semana. Por lo demás, Eloy no tomaba hasta perder el sentido ni tiraba la raya. Llegaba a comer como a las tres, alegrito nada más, y entregaba a María el gasto de la semana. Y luego se echaba a dormir mientras ella alzaba la mesa y se ponía a planchar hasta la noche.

Los domingos iban a Chapultepec o al cine. A Chabela le gustaba más Chapultepec. Se contentaba la niña con mirar los animales y comer algún dulce. En el cine se dormía. E indistintamente en los brazos del padre o en los de la mamá, retornaba a su vivienda.

María nunca se había quejado de su suerte. Era su suerte, sin más. Todos los días se levantaba temprano, regaba el suelo de su vivienda, echaba tortillas, calentaba el café y los frijoles. Y cuando Eloy se iba a la obra y Chabela estaba jugando ya en el patio, se iba al mandado. Y regresaba a hacer la comida. Y con la niña pegada a su falda iba a llevarle de comer a Eloy. Y por las tardes lavaba. Despojaba de cal y de pintura los pantalones rudos y las camisas ralas de su hombre. Luchaba contra la grasa de sus propios delantales y a lo largo de un mecate desplegaba los minúsculos y abigarrados vestidos de Chabela. Y después planchaba. Y hacía la cena, tenaz reproducción del desayuno: tortillas, café, chile y frijoles.

Sólo cuando se tendía al lado de Eloy, su corazón vibraba. Y la paz que al sentirlo en ella la invadía, la compensaba de todos los cansancios y de todas las penurias. Cuando nació Chabela, estuvo muy mala. Le dijeron allá, en el Hospital, que no volvería a tener hijos. No le importó. Más, se alegró por ello. No habría otros pequeños con quienes repartir la de por sí escasa raya de Eloy.

Muy pocas veces éste la maltrataba. Sólo cuando venía más tomado que de costumbre. Entonces le pedía a gritos la cena, y la insultaba si no se la servía con rapidez. Y si estaba muy caliente el café, le pegaba. Y si estaban fríos los frijoles, le pegaba. Y si estaban duras las tortillas, le pegaba. Era el pulque, desde luego, el que endurecía las tortillas, enfriaba los frijoles y ardía el café. Pero ella no chistaba. Frotaba con disimulo el brazo enrojecido o la mejilla humillada. Esperaba con paciencia que los ronquidos de Eloy la defendieran. Y pensaba en la siguiente noche. Noche de domingo. Sabía que sería distinta. Que dormiría contenta.

Pero ayer, sábado en la tarde, había sido peor. Había habido pleito. Eloy llegó como a las cinco y no tenía trazas de haber tomado mucho. Estaba serio, nomás. No quiso comer. No se echó a dormir. Y cuando ella le pidió el gasto, estalló:

—¡Vieja tenías que ser! Sólo te importan los pinches centavos. Pues no te daré nada. No te doy nada. Ya estoy harto de darte, y de darte y nomás de darte.

Ella, al principio, se asombró. Luego, tenaz, se puso a exigir. Necesitaba el gasto. Era sábado. Y a los gritos y a las injurias de Eloy sólo sabía oponer un dique: era sábado y ella quería el gasto.

Los golpes esta vez fueron más duros. Pero no fueron los golpes contumaces los que lograron quebrantar su silencio. Fueron unas palabras de Eloy:

—¡Voy a largarme! Y no volverás a verme nunca.

María entonces estalló a su vez en un cúmulo de preguntas y de injurias. Había otra mujer de por medio, de eso estaba segura. Pero ella no iba a dejar, así como así, que le arrebataran a su hombre. —¿Quién es la indina?—. Y ante las negativas de Eloy sólo acumulaba más reproches, más insultos y, por fin, un chubasco de lágrimas.

Termina María de colocar los trastes en el estante de pino. Se quita el delantal al escuchar a lo lejos la tercera llamada a misa. Y sale casi corriendo de su vivienda.

—¡Ándale, Chabela, vámonos!

Pero la niña no responde. La descubre luego, jugando en el charco, como de costumbre. Está llena de lodo y despeinada. No hay tiempo de cambiarla. Decide irse sin ella y le grita:

—Orita vengo. No vayas a salirte, ¿oyites? Si te sales, te pego.

Y echa a andar camino del templo.

Ayer nomás, en la tarde, tuvo que pegarle a Chabela. Eloy se acababa de ir, desasiéndose de los brazos que pretendían retenerlos, con un empellón salvaje. María fue a dar contra la mesa y se hizo sangre en un cachete. Sangre aguada de lágrimas que todavía estaba en su delantal. Se levantó aprisa. Salió de la vivienda. Fue hasta la esquina. Pero quizá Eloy salió corriendo porque no alcanzó a verlo.

Regresó entonces a su pobre morada. De bruces sobre la cama lloró un mal rato. Poco a poco un silencio extraño fue haciendo a un lado el rencor y la pena y abriéndose paso en su conciencia. No oía el chapotear del charco. No se oían los maullidos furiosos del gato. No se oía el quedo y lejano murmullo infantil.

Se levantó bruscamente y buscó a Chabela en la vivienda y en el patio. No estaba. Con una angustia nueva hincada en la mente, salió de prisa a la calle. No vio a la niña.

—¡Dios mío! ¡No la haiga machucado un coche...! ¡Mejor se la haiga llevado Eloy!

Pero Chabela estaba ahí nomás, a la vuelta, parada en la calle, mirando pasar un auto rojo. Y llegó María como un remolino y a rastras se llevó a su hija de regreso a su vivienda.

Estaba segura ahora de que la niña no saldría. Le había pegado bastante. Tanto como Eloy a ella. Más, quizá.

El templo está atestado. El olor a fieles cunde. María no puede rezar. Sólo piensa en Eloy. —¿Dónde andará? ¿Estará con esa vieja?—. Ella, María, tendrá que ponerse a lavar ajeno. Quién sabe si tenga que ponerse a servir. Como su madre, que en paz descansa.

Los pensamientos de María ruedan por una pendiente de pesimismo y de zozobra. Le duele menos perder su seguridad material, al fin tan precaria es, que desprenderse de su hombre. La idea de no verlo más, de no salir más a la calle en su compañía, de no tenderse más a su lado, la llena de un encono frío y agudo. Quiere llorar. Pero pueden verla sus vecinas. Se intrigarán ante su llanto y quién sabe qué dirán después.

De pronto, unas palabras del sacerdote penetran a su mente: “Mas las cosas —dice— que salen del corazón del hombre, ésas son las que manchan al hombre. Porque de lo interior del corazón del hombre es de donde proceden los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones...”

Trata entonces de seguir el hilo del sermón. Algo se dice también de juicios temerarios. De fiarse demasiado de las apariencias. De perdón. A lo mejor Eloy le decía la verdad. Se asegura que los borrachos la dicen. Y él negó tener que ver con otra mujer. Afirmó solamente no tener dinero. Estar cansado de darle el gasto. María comienza a sonreír para sí misma. Si Eloy regresa, le ayudará. Lavará ajeno. Quizá pueda ir una vez por semana a hacer talacha a alguna casa grande. Y podrán seguir yendo los domingos al cine. O a Chapultepec. Y ella podrá comprarse un vestido floreado.

Sale del templo con la cara llena de luz. Tiene que darse prisa. Ir al mandado. Hacer la comida, bañar a Chabela. Bañarse ella misma. Aunque quizá, después de todo, no vayan esta tarde al cine. Frunce las cejas y con disimulo mira un moretón en su brazo.


Despierta con dolor de cabeza, la boca amarga y malísimo humor. El relojito de la repisa marca las seis de la mañana del domingo.

Se voltea contra la pared y se hace el dormido. No quiere hablar con su mujer. No sabe qué decirle. Se acuerda muy bien del pleito. No estaba tan borracho como parecía. Pero la insistencia de María en pedirle el gasto lo enfureció. Y por eso le pegó tanto.

Las mujeres no saben lo que un hombre tiene que batallar para ganarse la pinche vida. Ellas nomás piden y piden. Y si se enteran de que el marido ha perdido la chamba, hacen tanto aspaviento y se quejan tanto, que ya no lo dejan en paz. Están día y noche machaca y machaca sobre lo mismo. Como la mujer de Grabiel, su cuate. Él se lo ha contado. Que ya no la aguanta. Que ni a golpes entiende. Para qué va él, Eloy, a echarse encima la misma lata. Mejor no le dirá nada a María. Que crea lo que quiera. ¡Otra mujer! ¡Qué más quisiera! No es por falta de ganas. La sirvienta de la casa de junto a la obra está muy buena. Pero es criada de casa grande y ha de tener muchas exigencias. Ahí que se la tire el patrón. Si no es que se la tiró ya.

Él se conforma con su mujer. No está tan pior todavía. Y después de todo, es buena. Lo aguanta. Le tiene siempre lista su ropa. Lo da de comer bien. Lo que puede, claro. Pero hace milagros con el gasto. A la mujer de Grabiel nunca le alcanza el gasto. Él se lo ha contado. Los domingos comen rebien. Pero los jueves ya anda Grabiel pidiendo un pinche taco a los compañeros. No entiende por qué Grabiel no larga de una vez a su vieja.

Será por los hijos. Tienen tantos. Crioque ocho. O nueve. Siquiera él no tiene más que una. Hasta en eso salió buena la María: una, para que no digan que son mulas, y ya. Lástima que no fuera hombre. Pero es reviva la escuincla. Y rete zalamera. A él se le hace que lo quiere más que a la nana. Es que él nunca le pega. En primera, es mujercita. En segunda, nunca le da lugar. Su mujer dice que Chabela es muy retobada. Mejor. Pa’ que de grande sepa defenderse. Va a ser bonita. Y le va a sobrar quien quiera llevársela, así nomás. Por eso él quiere que la niña estudie. Que aprenda a ganarse la vida, cuando él le falte. Y que salga de ese medio. Pa’ que se case bien. No con un rico. Pero tampoco con un pobre matacuás como él.

A él y a Grabiel les tocó la de malas. Ya hacía días que andaban diciendo en la obra que el ingeniero la iba a suspender. Él no lo creyó. El ingeniero tenía mucha lana. Era el dueño del terreno. Le convenía acabar pronto, pa’ rentar los despachos. No tenía por qué suspender la obra.

El caso es que ayer sábado, a la hora de la raya, a él, a Grabiel y a otros dos o tres piones les dieron las gracias. Y les dijeron que fueran dentro de ocho días por la raya de esa semana. Que dispensaran, pues. No valieron protestas. El encargado les dijo que él tenía órdenes. Y que pusieran su queja donde quisieran.

Grabiel dijo que eso les pasaba por no estar sindicalizados. Que si estuvieran en la CTM o en el Seguro, el patrón no se atrevería a correrlos así nomás. Que tenían que darles sus tres meses y sus salarios caídos. Y su séptimo día. Y quién sabe cuántas cosas más alegaba Grabiel.

Siempre estaba hablando de los sindicatos y de las uniones y del Seguro. Decía que eran la defensa del pobre. Le brillaban los ojos cuando hablaba de séptimo día y de salarios caídos y de los dotores del Seguro y del Hospital Infantil. Decía que todo eso era muy bueno. Que el Gobierno daba medecinas. Que había tiendas donde todo era barato. Pero el caso es que nomás hablaba. Cuando él, Eloy, le dijo que se sindicalizaran pues, no supo a dónde llevarlo.

Y él se lo dijo ya nomás de aburrido. Porque ya lo tenía cansado con sus díceres. No porque creyera en lo que Grabiel decía. Él conocía muy bien que con las mentadas cuotas les quitaban mucho de la raya a los trabajadores. Y que los líderes cabrones se enriquecían a costa de ellos. Él conocía bien cómo eran esas cosas. Porque leía los periódicos y veía cómo atacaban a los líderes. Y porque el encargado de la obra le había dicho que no fuera pendejo. Que no se anduviera creyendo de cuentos.

El caso es que ahora está sin chamba. Tendrá que irles a ver la cara a otros ingenieros, a otros encargados, a ver si le dan un trabajito en una obra. Y luego, con tantas obras que deveras están paradas. O tendrá mejor que buscar trabajitos por su cuenta. Reparaciones en casas particulares, como hacía antes. Él puede hacerla de carpintero, de electricista, de plomero. De lo que caiga. Él le entra a todo. Lo malo es que hace mucho tiempo que no va a ver a sus clientes. Tendrá que empezar de nuevo. Esperar que sus conocidos lo recomienden por ahi. Ir viendo dónde hace falta una escobillada, poner un enjarre, resanar una pared o emparejar un piso.

El trabajo es que caiga el primer cliente. Luego, a la vez que está haciendo algo en una casa, buscará otros encargos. Agarrará todo lo que le ofrezcan. Al cabo lo principal es que le den un adelanto y pa’ el material. Ya les irá dando largas a cada cliente y trabajándoles en ratitos a cada uno.

Se da cuenta de que María se levanta y de que empieza a vestir a la niña. Le recomienda a ésta que no hable recio. Lo cree dormido. Quién sabe si después de todo tenga que decirle a María la verdá. Porque a la mejor tiene que empeñar el radio, para irla pasando los primeros días. Ya ella se irá haciendo al modo. Pero orita no le dirá nada. Se hará el enojado. E irá primero a ver qué le resuelve la señora esa que tiene una casa ahi cerca, la que fue a ver ayer en la tarde, por consejo de Grabiel. Luego luego fue a verla. Supo por su cuate que quería que le taparan unas goteras a su casa. Una casa rete fea y rete vieja, como su dueña. Pero ésas son las casas que dan de comer a los maistros desbalagados, como él. Y si le resuelve que sí, ya’stuvo que tuvo algo bueno que decirle a María. Ya no lo molerá tanto.

El sábado en la noche se fue con Grabiel a una cantina. Tomaron de fiado. Había que hogar las penas. Y como maldición, cuando salían de ahí, vieron pasar al ingeniero. Iba en un carrazo, con una vieja muy elegante. Ésos sí la pasan bien. Lo tienen todo: coche, dinero, viejas. Nomás se dedican a botar la lana. No les importan los probes. A la mejor, como dijo Grabiel, les habían quitado la chamba a ellos pa’ poder gastar más dinero en aquella vieja canija.

Quién sabe por qué a unos les toca siempre la de ganar y a otros la de perder. Es un cochino mundo este mundo. Con uno solo de los anillos que traiba aquella güila, podía darles él de comer a sus gentes un año. Y pa’ la falta que le hacía a ella un anillo. En unas cuantas noches lo repondría.

Pero el hilo se revienta siempre por lo más delgado. Capaz que lo llevaban a la cárcel y lo dejaban ahi pudriéndose un año. O quién sabe cuánto.

Decide por fin levantarse. El agua fría que refresca su cara también limpia su mente de amargores y malos pensamientos. Mientras espera, y luego mientras toma el desayuno, juega con Chabela. No quiere hablar con María ni de relajo. Y sale en seguida.

El sol tempranero, con su descarada alegría, le echa en cara de pronto su pobreza y su inestabilidad. Y el encono le muerde las venas como insecto. No escucha el canto de los gorriones ni disfruta el frescor del aire. Echa a andar y con sus pies levanta una tenue polvareda.


Este frío de la madrugada puede ser el culpable de que el motor no arranque. A lo mejor debió hacer revisar el coche. De cuando en cuando emite ruidos raros. La marcha se mata. Un día de estos se va a quedar tirado en la calle. Debió traerse el Ford de Betsy. Pinche vieja. No se lo hubiera soltado. Cuándo. Además, si llegaba con el Ford a su casa, su mujer menos lo dejaría entrar. Ya lo conocía, la muy.

Al fin el motor se pone en marcha. El ingeniero Fuentes recorre aprisa calles muy conocidas para él. Antes, esta avenida era de dos sentidos, y él vislumbraba de cuando en cuando y de ida y vuelta, aquellas casas feísimas que la flanqueaban. Más que una indignación profesional ante el hecho absurdo de que aquellas construcciones se mantuvieran aún en pie, lo invadía una leve nostalgia entreverada con asco. Como debieron ser en sus buenos tiempos, esas casas le recordaban la suya, la de su infancia. Pórtico de escalinata y columnas que pretendieron ser jónicas. Dos pisos con insolentes ventanas francesas y un tejado de dos aguas, al estilo inglés. Jamás entendió esa mezcla tonta de estilos que, sin embargo, correspondía tan nítidamente a la confusión de que su hogar estaba impregnado. Una moral ñoña y rígida volando siempre en las palabras: admoniciones, reproches, súplicas. Y un egoísmo fiero reptando en los hechos: indolencia, mentira, codicia. Pero era su casa. Todo lo que él tuvo, si alguna vez tuvo algo, porque ahora...

La decisión de Betsy en el sentido de terminar sus relaciones con él colmó la medida. Nadie le quita de la cabeza que lo que a ella le pasa es que presiente que ya no podrá darle más alhajas, más pieles, más dinero. Dios, si por esa pinche vieja se ha quedado en la calle. Y ahora quiere botarlo, como a un limón exprimido. Claro es que ella es joven y bonita y que él, claro, está un poco calvo, un poco barrigón. Pero todavía las puede, cómo de que no. Pero ella lo mandó a la tiznada. Y sin regresarle ni la casa, ni el coche. Nada. Para qué habrá puesto todo a su nombre. Cómo se lo va a quitar ahora. Tendrá que ver a un licenciado. Porque Betsy, por las buenas, no quiere. Dice que bastante le dio. Que su juventud, que sus mejores años. Que están a mano. Que se vaya y no vuelva. Sabe Dios cuántas veces lo haría pendejo en esos años. Ni modo de estarla vigilando siempre. Y ultimadamente, que se vaya a la chingada.

La que deveras lo trae con el zapato lleno de piedritas es su mujer. La muy. Como ella es la de la lana, y como descubrió lo de Betsy, le levantó la canasta. A la carrera mandó por su licenciado y le dijo que cancelara la cuenta mancomunada. Y quién sabe cuántas cosas más haría. La cara que pondrá el lunes, cuando vea que ya queda muy poco. Le pedirá cuentas otra vez. Él le anticipó que había habido pérdidas. Y ella, haciéndose la chistosa, le dijo que nomás una, pero sin acento: una perdida. Y puede que sí lo sea. Pero ya no va a pensar tanto en Betsy. Qué le importa. Si mujeres es lo que sobra en el mundo. Habiendo lana. Lo malo es que ya no hay.

Tuvo que parar la obra porque deveras ya no pudo afrontar los gastos. Bueno, no pararla diatiro, pero casi. Despidió a unos cuantos peones, entre ellos ese Gabriel, que ya se estaba poniendo pesado con que ya quería su contrato y entrar al Seguro. Claro que pronto tendrá que hacer las cosas en regla y puede que hasta le salga mejor, porque tantas mordidas a los cabrones inspectores le están costando ya mucho. Y quién sabe cuánto se clave el encargado, de paso. Pero ese Gabriel le caía mal. Era peor que los demás, con los aires que se daba. Como si esos imbéciles pudieran salir alguna vez de pericos perros. El Gobierno los quiere hacer gentes, pero es inútil. Ahí está ese Eloy: un inconsciente. Lo acaban de despedir y ya anda borracho, junto con su contlapache. Él lo había visto, esa misma noche, cuando pasó con Betsy por aquella cantina de mala muerte. La manía de Betsy de andar por los barrios donde vivió de chica. Bien dicen que la cabra siempre tira al monte. Aunque tuviera casa y carro y buena ropa y alhajas y todo lo que él le había dado, hasta el nombre —ese Betsy de los buenos tiempos—, no dejará nunca de ser una muchacha corriente. Se había graduado en Comercio. Él la sacó de la oficina de un arquitecto, primer empleo que ella había conseguido. Y así como cambió su vulgar Chabela por el cariñoso Betsy, así había tratado de hacer de ella una señora. Para qué. Para que le pagara en esa forma tan cochina. Pero ya no va a pensar tanto en ella.

El verdadero problema es su mujer. Mira el reloj: ¡chispas! Ya son las cinco de la mañana. Mañana de domingo. Domingo que él debería pasar tranquilo, feliz, en casa de Betsy. Hacía mucho que su mujer se había resignado a que él fuera todos los fines de semana, o casi todos, a inspeccionar obras. Aquí y fuera de México. Cuáles obras. Si se pasaba el tiempo con Betsy. Hasta que... ¿Cómo se enteró su mujer? Eso es lo que le intriga. Y la escena que le hizo. Dios santo. Que si ella siempre le había sido fiel. Que si era incapaz de. Como si fuera lo mismo. Él es hombre. Y casado no quiere decir capado. Además, Etelvina está tan amolada desde hace años. Gorda, arrugada, siempre quejándose. Y ni siquiera había servido para darle hijos. Por qué no se cuidan las mujeres, pues. Y ultimadamente, aunque se cuiden. En la variedad está el gusto. Además ella ¿no lo tiene todo para ser feliz? Criadas que le sirvan, amigas con quienes jugar canasta y cotorrear. Vestidos, joyas, pieles. Salón de belleza cada tercer día. No hace nada. Claro que con su propio dinero. Pero. Él tiene que lidiar con maistros y piones e inspectores. Al carajo. A la tiznada quisiera mandar todo.

Con tal de que a Etelvina se le olvide lo de Betsy. Que no insista en divorciarse. Le propondrá una segunda luna de miel. En Acapulco. Quién quita y allá encuentre él algo bueno. Una que no sea tan avorazada como esta Betsy del demonio. Qué bueno: Etelvina tiene apagada la luz. De seguro está dormida. Él va a entrar en la casa. Cómo de que no. Su mujer lo corrió. Le dijo que no regresara. Pero ya parece. Además, no tiene a dónde ir. Ni cien pesos trae en la bolsa. Claro que tendrá que apechugar y hacerle el amor a Etelvina, para conjurar de una vez la catástrofe. Pero, viéndolo bien, ahí será otro día. Está que se muere de sueño. Y la verdad, con su propia mujer. No, qué diablos.


Ha dormido un poco. Dormitado, a ratos. Pero es más lo que ha estado despierta esta noche, entre sábado y domingo. Lo que hizo en la tarde la tiene anonadada, feliz y arrepentida a un tiempo. Sabía desde hacía tiempo que existían esos lugares, disfrazados de salones de belleza. Y que ahí había muchachos. Se indignó cuando lo supo. Qué perversión, Dios mío. Ya era peor que en París. Tita, la ex condiscípula que le contó eso, le juró que ella jamás había ido, que se lo habían contado, nomás. Pero le dio una dirección, como quien no quiere la cosa. Y después, cuando estaban jugando canasta, sacó de nuevo el tema, ante la curiosidad disfrazada de escándalo de las otras dos. Y dijo Tita que viéndolo bien a eso tenía que llegarse. Que la infidelidad de los maridos ya era insufrible. Que además a muchas esposas ellos ni siquiera. Que cómo se iban a aguantar pues. Que en estos tiempos las mujeres ya tienen los mismos derechos que los hombres. Las otras gritaron, se rieron, se enojaron. Hicieron grandes aspavientos. Le aconsejaron a Tita que ni de chiste dijera eso. No fuera a pensarse. Y Margot, la más inteligente, la calló diciéndole que igualdad de derechos no quiere decir igualdad de perversión, de vicio, de. Tita se encogió de hombros y se llevó el pozo, con un par de cuatros. Margot había lanzado triunfante un cuatro, creyendo que era el último que quedaba. Y ya ninguna habló esa tarde. Ni de los salones de belleza ni de esos muchachos.

Había sido hoy apenas. Bueno, ayer sábado, porque ya es la madrugada del domingo. Etelvina recordó esa charla. Y la dirección. Qué día este sábado, Dios mío. Estaba en la mañana muy quitada de la pena regañando a la cocinera porque no habían cambiado el tanque de gas, cuando sonó el teléfono. Fue en persona a contestar. —Bueno. —¿Está el ingeniero Fuentes? —¿De parte de quién? —De su casa. —¿De su casa? ¡Cómo de su casa! Si está hablando a su casa, ¡idiota! —De su mujer, entonces. —¿De su mujer? ¡Y dale! Está hablando con su esposa, entiende. —Bueno, de su otra mujer, entonces,¿entiende usted ahora?—. Se quedó Etelvina en suspenso. La otra voz siguió: —Dígale de parte de Betsy, de su mujer, que es urgente que venga a la casa. Que aquí le dejaron unos papeles—. Otra pausa. —Y por si usted, señora, cree que esto es una broma, y no le quiere decir nada al ingeniero, le daré la dirección—. Y nombró una calle y dio un número. Y colgó.

Etelvina, con manos repentinamente frías, dejó caer la bocina. Tenía la boca seca. Llamó a la recamarera. ¿Habría oído por la extensión? Tal vez no. Tenía una cara inocente y despistada. —Prepárame un jaibol— ordenó. Y luego: —Y dile a Jaime que saque el coche. Voy a salir en seguida.

Mientras tomaba el jaibol y fumaba un cigarro y se vestía y se acicalaba, Etelvina agotó in mente su repertorio de epítetos injuriosos. Los dirigía ora a su marido, ora a la otra. Por instantes sin embargo dudaba. A lo mejor era una broma. A lo mejor esa dirección no existía. Cuando se la dio a Jaime la cara de asombro primero y luego de culpa que puso el hombre, le trajo la primera certeza. Conque el chofer sabía. Cuántas veces habrá llevado a la otra en este coche. En su coche. Imbécil. Poco le iba a durar el gusto. Lo correría, iba a ver. Y llegó a la casa. Se bajó y tocó.

Un chamaco se acercó y dijo: —No están. La señora acaba de salir y el ingeniero no ha venido todavía—. Etelvina señaló un Ford rojo: —¿Cómo que no están? Y, ¿ese coche? —Es el de la señora. Pero salió a pie, aquí cerca. Si gusta esperarla. El ingeniero trae otro. Un Volkswagen... verde, sí. Pero sepa dónde lo guarda—. Y sin que nadie se lo preguntara, añadió: —La señora Betsy es muy bonita, mucho más joven que el ingeniero. No tienen niños, pero... Etelvina le dio la espalda y subió al coche. Alcanzó a ver, de reojo, que el niño le sacaba la lengua.

De vuelta en su casa, se encerró en su cuarto. Se negó a comer, a contestar el teléfono, a escuchar recados. Fumaba cigarro tras cigarro y no dejaba de pensar en la otra. Betsy. Joven. Muy bonita. Con coche nuevo. Y casa propia. Con el dinero de ella, de Etelvina. Pero eso iba a acabarse. Se los quitaría. Cómo. Mañana, no, el lunes, hablaría con el licenciado. Y se divorciaría. Y por de pronto, cancelaría la cuenta en el banco. ¿Qué horas eran? Las doce y media, y en sábado. Apenas. Antes de que otra cosa suceda. Y habló con el gerente del banco, y con el licenciado. Ni un centavo para su marido, ¿entendían? No fuera ella a morirse y aquélla a heredarla. Bastante había robado ya. Que lo supieran. No le importaba. Y llegó el licenciado y firmó ella unos papeles: cartas al banco, un poder, un testamento. Y una demanda. Y se quedó un poco tranquila. En dos horas el licenciado había arreglado lo principal. Ya podía venir su marido. Y llegó Romualdo. Y ella le dijo todo a gritos. Y lo insultó y lloró. Y lo amenazó. Y el muy cínico admitió todo. Sólo decía: —¿Qué? ¿Te has visto bien al espejo? Con todos tus tintes y tus pinturas y tus masajes eres una vieja, ¿sabes? Una vieja. Cómo quieres compararte. Si a ti, nadie. Ni con todito tu dinero. Y no necesitas correrme. Yo me largo—. Y salió dando portazos.

Si a ti nadie. Ni con todito tu dinero. Por eso fue allá. Por eso hizo lo que hizo. Y, la mera verdad, fue emocionante. Él era vulgar; pero guapo. Y joven. Y le dijo que ella representaba apenas unos treinta y cinco años. Y sintió Etelvina cómo en realidad diez años de su aburrida existencia caían al suelo como un indumento ajado y sucio que es de plano descartado. Y se halló en cambio revestida de un ropaje flamante, tibio y sedoso. Fue un estreno, deveras. Nunca, en sus once años de vida conyugal, había ella sentido. Y cuando recordaba, volvía a sentir. Casi. Y aunque la otra persistiera en estrujar de nuevo sus recuerdos, los gozosos sentidos de Etelvina la ponían en fuga.

Es claro que le costó su dinero. Pero había sido en forma tan indirecta, tan delicada. Como quien de antemano paga un permanente, un manicure o un masaje. Nada. La ilusión persistía. Y las sensaciones. El dinero es lo de menos. Aunque, sí, el dinero. Pero, viéndolo bien, ¿no es asimismo el dinero lo que procura a Romualdo su otra casa, su otra mujer, su otra vida placentera? A poco aquella mujer bonita y joven va a quererlo por sí mismo. Calvo y barrigón. Malcriado y déspota. Claro que ella le dirá que todavía es atractivo o, al menos, que a ella le gusta como es. Como a ella aquel... aquel muchacho le dijo. Mentiras. Todo son mentiras. Y se echa a llorar sin remedio.

Si Tita la hubiera visto. Si Margot supiera. No, qué vergüenza. Nunca volverá allá. Le bastará el recuerdo. La certeza. Tal vez algún día de otro modo. Y se anima, de pronto. ¿Por qué no? El marido de Tita, sin ir más lejos, siempre le está echando flores. Que si el tiempo no pasa por ella. Que si es tan elegante, tan distinguida. Y él nada feo está. Mucho mejor que Romualdo, eso que ni qué. Está Tita de por medio. Pero. Alardea de ser tan moderna, tan civilizada. Seguramente ni le importaría. Irá con ellos a Acapulco. Acaban de invitarla hace poco. Y ¿si Romualdo no regresa? ¿Si se queda a vivir con la otra? No puede. Con qué va a mantenerla. Por de pronto hay que guardar las apariencias. No le gustaría a Etelvina que la compadecieran. Vigilará a Romualdo, no le dará otra oportunidad para que dilapide su dinero. Pero fingirá que lo perdona, que se reconcilia con él. De palabra nomás. Porque lo aborrece. Porque ella nunca olvidará. Porque todo su mundo de moral segura, de rutina prevista y de tranquilo aburrimiento, hecho añicos en el lapso de unas cuantas horas, pesará sobre su mente por lo que le reste de vida.

Cercada por abandono cierto y por remordimiento inseguro, mira el reloj: son las cinco de la mañana en punto. Apaga la luz.


Tal vez la señora Etelvina esté tranquila y cómodamente dormida en su cama mientras que ella sólo da vueltas en la suya y no puede, aunque quisiera, descansar. Y tal vez no. Es posible que la señora esté esperando a Romualdo aunque son ya las cinco de la mañana. Que esté dispuesta a hacerle otra escena cuando llegue. Pobre hombre, después de todo. Dos cortones en un solo día. Aunque a lo mejor Etelvina no piensa divorciarse deveras. Ya está grande. No tiene hijos. ¿Qué va a hacer, sola? Puede ser que se reconcilie con él. Bueno, allá ellos. Ése es su problema. Ella, ha resuelto el suyo. Ya tiene vendida la casa sin que Romualdo siquiera lo sospeche. Y el lunes a primera hora se cambiará. A un edificio al otro extremo de la ciudad donde difícilmente va a encontrarla, si es que la busca. Si Etelvina lo deja.

Tuvo que hacerlo. Después de mucho pensarlo, se convenció de que la señora tenía que enterarse de la doble vida que llevaba su esposo. Ésa era la única forma en que Romualdo la dejaría en paz. Ya no lo soportaba. Tan déspota, tan malhablado. Sudando siempre y resoplando. Y con sus tremendos celos. Ella tiene derecho a vivir, qué caray. Todavía es joven. Y bastante lo aguantó ya. Por eso le habló a Etelvina. Pensó que un anónimo, aparte de ser una fea cosa, no iba a ser tan efectivo. Y aleccionó luego a Panchito y le dio una buena propina. Presenció toda la escena desde la ventana de la recámara. Hasta el susto se le quitó. Le dio risa, deveras, ver cómo Panchito le sacaba la lengua a la señora. Ella no la odia. Le tiene envidia. Tan rica, tan decente. Teniéndolo todo en la vida para ser feliz. Desde chica. Sin saber lo que es miseria, lo que es andar buscando trabajo y andar defendiéndose de los hombres. Respetada por todos. Mientras que ella es casi una cualquiera. La otra, en el menos malo de los casos. Con un nombre y una situación prestados. Sin amistades verdaderas, sin afectos. Traicionada desde muy joven. Cuando creyó que había llegado el final de sus sinsabores, éstos comenzaban apenas. Romualdo la engañó. No le dijo que era casado. Más: lo negó. Y le prometió matrimonio. Sólo cuando las cosas no tuvieron remedio le confesó la verdad. Qué podía hacer ella entonces. Tuvo miedo de quedarse sola y con un hijo. Sin empleo, sin nadie a quien recurrir. Hacía poco su madre había muerto. Creyó en el amor de Romualdo porque no tenía otra cosa en qué creer.

A lo largo del tiempo lo fue conociendo y penetrando en su amargo cinismo, en su pobre vanidad. Ni siquiera se dio cuenta nunca de que era él, no ella ni Etelvina, quien era estéril, incapaz de tener hijos. Decía que qué chistoso, que las dos le hubieran salido vanas. Como nueces sin fruto. Ella sabía por un médico que estaba perfectamente sana. Como a no dudarlo lo estaba Etelvina. Pero ésta seguramente jamás tendría oportunidad de saberlo. O si lo sabía ya jamás sería madre. Porque el tiempo no corre en vano.

Puede ser que la señora Etelvina no sea tan feliz. Nadie, estando atada de por vida a un hombre como Romualdo, podría serlo. La compadecería si la conciencia no le remordiera. Porque a veces piensa que todo lo que tiene se lo ha robado a ella. Que por lo menos es cómplice del que la ha robado. Pero para qué tener escrúpulos. Lo caido, caido. Y ella bien que se ha ganado la casa, el coche y las alhajitas. Con su juventud sacrificada, con los celos y malos tratos de Romualdo, con la maledicencia de que ha sido constante objeto.

Qué dirán cuando me vaya no importa lo que digan el carro vendrá mañana temprano mañana todo el día empacar no llevarse lo que no sirva la mamá de Panchito a lo mejor se ofende mejor lo dejo tirado lo dejé claro antes que me dejara cuántas veces vino tomado oliendo a perfume no le bastaba pero al cabo ahora ya no en el coche puede llevar cosas y cuántos días para arreglar mi departamento cuántos días siempre he estado sola sola necesitaré quién me ayude la mamá de Chabela Eloy está sin chamba cómo me miró anoche los hombres son iguales no quiero hombres serán seguras las cédulas los bonos hipotecarios cuánto no me va a alcanzar puedo vender el coche no el coche no el coche quería llevárselo está asegurado serán seguros cuánto los bonos no gastar mucho vestidos tengo empacar temprano domingo y si viene.

Ay, si viene. No, no. Etelvina no va a dejarlo. Que no lo deje. Según lo que le contó Romualdo se enojó deveras. Le dijo que le había hablado al licenciado que para que él ya no pudiera agarrar ni un centavo. Y lo corrió. Y él sabe bien que sin el dinero de su mujer no va a vivir. Tiene que contentarla. Pero y si mientras quiere volver con ella. Y vender el coche. Y quitarle las alhajitas. Bien claro le recordó ella que todo estaba a su nombre. Pero él amenazó con ver a un licenciado. Pero eso será hasta el lunes. En domingo no puede hacer nada. Pero si viene a rogarle. O a hacer un escándalo. Si Etelvina no lo recibe... ¿Qué horas son? Casi las seis y media. Ya sería tiempo de que estuviera aquí, si hubiera regresado. No, ya no regresa. Y mañana será otro día. Ella le picó el amor propio. Le dijo: ni te pongas tan furioso que al cabo al rato vas a regresar con la cola entre las piernas porque tu mujer no te va a dejar entrar a su casa. Y él gritó: ¡es mi casa! Qué te has creído.

Para qué se lo dije hoy hubiera esperado el domingo en lunes a fuerza está más ocupado y si viene pues que venga mejor no empaco que se lleven todo como sea mejor me voy todo el día a donde el departamento y ahí qué hago sin muebles Chin... viejo maldito si me hace un escándalo lo mato le pego él me pega ya quiero estar lejos ya es de día voy a levantarme a empacar a levant... A lev.

Trae unas reatas en la mano. Y no carga los muebles. Se me queda mirando. Cómo va a llevarse todo. Se me acerca. Es Eloy. Va a pegarme. A amarrarme con las reatas. No puedo moverme. Me estoy sumiendo en la tierra. Las tablas rotas se encajan en mis pies y en mis manos. Las ratas corren y juegan con mis anillos y mi prendedor. Los dejan regados. Voy a recogerlos y sólo encuentro piedritas. Una canastita y una muñeca de trapo. Corro detrás de Eloy. Cómo pesan las tablas. Hay muchas cajas, muebles. Grandes y que brillan. Y no le encuentro. Chabela está llorando. Me acerco a ella. Viene Eloy y se la lleva. Estoy adentro de una caseta de teléfonos y afuera llueve mucho. Le hablo a Panchito. Que me abra. Pero él me saca la lengua. Él y Chabela se ponen a rayar el coche y se ríen. De repente lo voltean y se meten a navegar en él, en un río sucio. Y yo no puedo salir de la caseta. Y vienen muchos hombres con reatas y cargan la caseta y se la llevan. Y yo los miro irse. Y las ratas vuelven. Están vestidas. Parecen muñecas. Y se ponen a jugar a la comidita. Ya voy a levantarme. Qué día es hoy. Domingo. Y hace mucho sol. Debe ser tarde. Es increíble. Son apenas las seis y media de la mañana. Me quedé dormida un rato.

Decide levantarse. Va a hacer un café. Qué chistoso. Soñó a Eloy. Nunca ha hablado con él. Lo conoce porque es el papá de Chabela. Su tocaya. Porque trabaja en la obra que dirige Romualdo. Bueno, trabajaba. Porque Romualdo lo despidió. Qué irán a hacer ahora. Su padre también era albañil. Y era muy bueno con ella. Nunca le pegaba. En cambio su mamá le daba buenas tundas. Por nada. Y ella se desquitaba con el gato. Vivían en la misma vecindad donde vive Chabela con sus padres. Un día también su padre se quedó sin chamba. Fueron días malos. Ya no la llevaban a Chapultepec. Comían apenas. Su mamá se puso a lavar ajeno. No era mala su mamá. Ni tonta. De mal carácter y apurona, nomás. Pero ayudó como pudo al marido. Y salieron adelante. Y hasta progresaron. Ella estudió Comercio. Parecía que su padre sólo hubiera estado esperando eso para morirse. Al día siguiente de la graduación se cayó del andamio y se mató.

Después de apurar su café, de bañarse y de vestirse, Betsy decide ir a ver a Chabela y a sus padres. Les prestará un poco de dinero por de pronto. Y le conseguirá trabajo a Eloy con el arquitecto Encinas, ése que siempre que puede se le resbala, cuando Romualdo no está mirando. Pobre gente. No quiere que Chabela sufra tanto. Por eso a veces, a escondidas, le da dinero. Es entonces, en esos ratos en que de pasadita la ve, cuando su encono hacia el mundo se derrite. Es como si se ayudara a sí misma. Como si evitara que le sucediera lo que le sucedió. Como si pudiera oír de nuevo el canto de los pájaros y mirar de frente el sol.

Saca el coche y enfila hacia la vecindad donde vive Chabela. A las dos cuadras, al dar vuelta a una avenida, divisa un Volkswagen verde. Su corazón se encoge. Y si fuera Romualdo. Y si la sigue. Tiene que evitarlo. Ahí en la vecindad no la hallará. Ya va llegando. Ya oye las campanas del templo. A Eloy va a darle mucho gusto. Pero ¿y si el arquitecto le cuenta a Romualdo? Y si se empeña en que ella. Y si se enoja. Y si averigua dónde vive, dónde va a vivir. Lo sabría Romualdo y le echaría los perros encima otra vez. Ya está casi frente a la vecindad. Ya divisa a Chabela. No, no puede. Tiene que cambiarse de casa, huir, no dejar rastro. No puede hablarle al arquitecto. Sólo por un instante sus ojos se encuentran con los de Chabela.

El sol de este domingo ha trepado hasta la azotea de las casas y ahora ilumina el automóvil rojo que, deliberadamente, avanza por la calle. Y en el quicio de una puerta ya muy vieja, se recarga una niña.


1987
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