23 diciembre, 2015

Paula Tomassoni (Argentina)

LECHE MERENGADA , novela (fragmento).

A FIN DE CUENTAS 

 A lo largo de todo el día Mariana se cuestionó si era lógico tanto escándalo por una pregunta que había hecho solamente para no quedarse callada. 
 Se había levantado primera, Camila dormía (el aire del mar la agotaba) y Julián se había quedado un rato más en la cama. Ya en la cocina del departamento, despejó la mesa, puso la pava para el mate y preparó algunas tostadas con el pan del día anterior. Es cierto que podría haberse vestido y molestado hasta la panadería de la otra cuadra para comprar medialunas rellenas con dulce de leche y bañadas en chocolate, que eran las preferidas de su marido, pero esta vez le dio fiaca y optó por un desayuno más sencillo. Entonces se había levantado Julián, que se acercó hasta la mesa vestido como había dormido (remera con el dibujo del planeta tierra y calzoncillos negros), y casi sin decir “buen día” le había contado lo que soñó. 

- Yo era yo, digo, estábamos acá, en San Bernardo, y venía un tipo ruso o algo así y me pedía que me subiera a un avión para ir a bombardear. “Es fácil” me decía, “Con esta palanca volás el avión y con el botón rojo tirás las bombas”. Entonces yo ya estaba vestido como soldado y aunque le repetía que nunca había volado un avión ni tirado una bomba, ya me estaba subiendo para proceder. ¿Entendés? Es de locos. ¿No es de locos? Yo manejaba un avión y tiraba bombas en la guerra mundial. 

 Ahí había hecho una pausa, y la había mirado. Ella estaba sorbiendo el mate y le sonrió mordiendo la bombilla. Y cuando volvió a echar agua del termo sobre la yerba nueva, preguntó: 

- ¿Aviador? ¿En qué guerra? ¿La primera o la segunda?

 La cara de Julián se había crispado al punto de hacer temblar al planeta tierra que llevaba en la remera. Rechazó el mate que ella le ofrecía y antes de levantarse de la mesa le contestó:

- ¿Y eso qué mierda tiene que ver? 

 Más recordaba Mariana la escena, más ridícula le parecía la reacción de su marido: se había cambiado de ropa y había dejado el departamento para volver después del almuerzo a decirle que eso no daba para más, que se volvían a Buenos Aires y él se iba a ir a dormir por un tiempo a lo de su vieja.

- ¿Por una guerra mundial? 

 Con el comentario de “No sé si sos o te hacés” Julián se había metido adentro del cuarto y cerrado la puerta. “Otra vez” pensó Mariana metiendo los platos sucios en la pileta. Miró a su hija: ajena por suerte a todas las batallas, se chorreaba comiendo una naranja. 

 Julián se había quedado encerrado toda la tarde. A las seis, cuando apareció en la cocina, Camila recién se levantaba de la siesta y Mariana había preparado unos mates (esta vez sin tostadas porque se le había cerrado el estómago). La escena era tan parecida a la del desayuno que se juró a sí misma quedarse callada, pero entonces él le dijo que ya había metido la ropa en los bolsos, que sacara a pasear a la nena mientras cargaba el auto y ordenaba el departamento.

 No muy convencido de que hiciera falta agregar algo había dicho: “No da para más. Es una tras otra. La de hoy a la mañana colmó el vaso, pero no da para más”. Se refería, claro, a la sucesión de discusiones que venían teniendo los últimos tiempos. Así fue como Mariana levantó a la nena, le puso el vestidito que estaba sobre la silla, la peinó y salieron. 

 Caminó cinco cuadras con su hija a upa. Recién cuando estuvieron sentadas en el Trencito de la alegría, del lado de la ventanilla, empezó a reconocer que era cierto, que se estaban peleando mucho últimamente, pero ¿Qué hubiera sucedido si esa mañana ella no le preguntaba nada? Si le hubiera dicho que qué buen sueño, o qué loco, o hubiera respondido cualquier cosa, ¿Hubiera durado más su matrimonio? ¿Y sus vacaciones? 

Una Superpoderosa de cabeza gigante pasó por el pasillo del tren regalando caramelos. Ben 10, un muchacho delgadísimo de traje brillante, recorría los asientos pidiendo los boletos. El Hombre Araña se sacaba fotos con unos chicos en la vereda.

 Arrancaron. La música fuertísima retumbaba en las paredes metálicas del vagón, se mezclaba con las luces de colores. Mariana y Camila agitaban una maraca plástica con movimientos mecánicos. Un padre bailaba en el pasillo con la Superpoderosa y el resto del pasaje aplaudía siguiendo el compás. Cada ocho o diez cuadras, el tren aminoraba su marcha para el espectáculo del Hombre Araña. El superhéroe bajaba de un salto y se adelantaba unos metros, cortando camino por terrenos baldíos o calles transversales. Se trepaba a un árbol, un techo o una medianera y, colgando de las piernas como un acróbata, esperaba que pasara el vagón con sus admiradores. El conductor del tren lo anunciaba por el micrófono: “todo el mundo mirando a la izquierda” y corría a iluminarlo con una luz redonda como la de un circo. 

 Recién había empezado a anochecer cuando el trencito se detuvo y ante la orden del parlante los pasajeros fueron a observar al Hombre Araña que se balanceaba en la rama más alta de un pino de tronco pelado. “¿Cómo se subió?” preguntaba uno de los chicos mientras su mamá aplaudía. Lo vieron después cruzar la plazoleta haciendo medialunas y más tarde suspenderse agazapado en lo alto de la reja del portón de un depósito. “Altísimo” comentaron. El tren siguió andando y al grito de “Todo el mundo mirando a la derecha” los de la izquierda se abalanzaron sobre las ventanillas del otro lado del pasillo. “¡Allá!” gritó alguien que estaba sentado cuando la luz iluminó la esquina de un paredón de ladrillos salientes, a unos tres metros del piso. El Hombre Araña, apoyado de espaldas a la pared, se sostenía de los pequeños huecos que le dejaba el revoque caído de las juntas. Giraba la cabeza hacia ambos lados, buscando villanos. Mariana, que había tenido que pararse, subió a la nena a upa para ver si podían ver algo entre el tumulto. No pudo y fue una suerte porque de pronto escuchó el ruido de un golpe y un grito. O al revés. Y enseguida la explicación: “Se cayó”. La gente gritaba y se lamentaba sin correrse de sus puestos de observación. “Sangre” gritó una señora. Todos coincidieron en que estaba perdiendo mucha sangre. Alguien pidió que buscaran una ambulancia. “Ya llamaron” fue la respuesta, y hubo que esperar.

 Mariana había vuelto a su asiento y entretenía a la nena con la maraca. Lo único que le faltaba a su hija ese día era ver al Hombre Araña con la cabeza rota en la vereda. 

-¿Está muy mal?- pregunto a una mujer que había decidido volver a su lugar.

- Hay mucha sangre- le dijo- Ahora le van a sacar la capucha. Para mí, está muerto.

 Si estaba muerto, iba a salir en el diario. Primero pensó en Julián, que a esa hora estaría cargando los bolsos en el baúl del auto. Después se preguntó qué pensarían los pibes que se habían sacado fotos con el Hombre Araña en la vereda, cuando leyeran la noticia. Una cosa era un recuerdo con el superhéroe, otra muy distinta era una foto con el que, minutos después, se había muerto trágicamente cayéndose de una pared. Seguro que alguno la guardaba en el álbum abrochada al recorte con la noticia. 

 Qué vacaciones. Pensar que después de un año entero de peleas, acusaciones y sospechas, los dos habían pensado que unos días en la playa iban a calmar las aguas. Tomar sol sobre toneles de pólvora. No era tanto una cuestión de guerras mundiales, después de todo. Entonces Mariana pensó en el álbum de fotos de Camila, que ni siquiera había empezado el jardín. Habían sacado muy pocas en el brevísimo tiempo que habían estado en la playa: una cosa era el recuerdo de cuando fueron al mar, otra muy distinta era el registro fotográfico del fin de su joven familia.

 Paró una ambulancia y los médicos alejaron a la gente del cuerpo. Algunos, que habían bajado, volvieron a subirse al tren. La primera información entró como un rumor, como llega una ola a la orilla: “Respira”. Todos se sintieron más aliviados (o eso dijeron). Una de las Superpoderosas paró de llorar para explicar: “Ya recobró el conocimiento. Y responde a las preguntas de los médicos”. La segunda información llegó como un grito: “¡Es una nena! ¡El Hombre Araña era una nena!”. Y enseguida: “Hijo de puta”: los insultos iban dirigidos al conductor, dueño del Trencito de la alegría, que hablaba nervioso con el chofer de la ambulancia. La gente opinaba: “No tiene más de catorce”. Algunos volvieron a levantarse para verla. La describieron: era joven, morochita, tenía el pelo atado, había sangrado mucho, decían. Alguien exigió que avisaran a la policía. “Ya la llamaron”. Nadie informaba nada, así que los que venían en el trencito terminaron de ocupar sus asientos. “Quién se iba a imaginar” alguien dijo. Un chico de unos diez años que había ido sentado atrás de Mariana, le preguntó a su madre por qué, si era una chica, no la habían disfrazado de Mujer Araña. “Andá a saber”.
Se preguntó si Julián estaría preocupado por la demora. No le había dicho que iban a andar en el trencito, capaz creía que estaban comiendo algo por ahí. A esa hora estaría pasando un trapo al piso del departamento. Saldrían en un rato, le gustaba manejar de noche. ¿Qué opinaría sobre este asunto de que el Hombre Araña era mujer? Que era una boludez, seguro, como siempre: todo lo que para ella era importante, para él era una boludez. La ambulancia partió prendiendo la sirena. El tren volvió a arrancar, manejado por Ben 10 que, sin careta, aparentaba dudosos dieciocho años. El dueño se subió al patrullero. Al despejarse el lugar, quedó sobre la vereda una mancha grande de sangre, ni femenina ni masculina, desarmándose en hilitos que buscaban discurrir por las inclinaciones de las baldosas. El viaje de regreso fue lento y sin música. La gente no hablaba. Los chicos más chicos se durmieron. Camila no, porque había dormido la siesta. Mariana la miraba y pensaba si alguna vez iba a perdonarlos. ¿Y si Julián las esperaba en la estación del tren y cuando llegaban iban a cenar y arreglaban todo? Si al fin y al cabo, se querían. Cuando bajaron por la escalera de chapa del Trencito de la alegría ya era de noche. La calle peatonal estaba llena de gente, música y espectáculos callejeros. Nadie sabía lo del Hombre-Niña Araña. 

Nadie sabía que Julián quería irse de casa. Fueron a comer un pacho, un poco porque tenían hambre y un poco porque ella quería demorar el regreso. Al llegar al edificio, estaba el auto en la puerta y él adentro. Le dio la llave del departamento para que fueran al baño antes de salir. Decidió no contarle nada del tren. Después de asegurar a Camila en el asiento de atrás, Mariana se sentó y apoyó la cabeza sobre el asiento blando, pensando en la vereda filosa y dura. Se puso el cinturón de seguridad y se acomodó para dormir dándole la espalda a Julián y sus guerras mundiales. Él arrancó el auto y puso bajito el cd de los Rolling. Así que eso era separarse.

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