18 julio, 2010

Anne Michaels (Canadá, 1958)


La cripta de invierno(fragmento)


Generadores iluminaban el templo. Una escena de espantosa devastación. Cuerpos que yacían expuestos,miembros esparcidos formando ángulos horrendos. Todos los reyes decapitados, cada cuello privilegiado segado por pequeñas hachas de filo diamantino, torsos orgullosos desmembrados por motosierras, perforadoras y cizallas. Anchas frentes de piedra sujetas por barras de acero y un mortero elaborado a partir de resina epoxi. Avery miraba a los hombres desaparecer hacia el interior del pliegue de una real oreja, o perder un zapato en una nariz soberana, o quedarse dormidos a la sombra de un mohín imperial.
Los obreros trabajaban ocho horas, dividiendo la jornada en tres turnos. Por la noche, Avery se sentaba en la cubierta de la casa flotante y volvía a calcular cuánto crecía la tensión en la roca que iba quedando; reevaluaba lo acertado que había sido cada corte, las zonas de fragilidad y las nuevas fuerzas de presión que se creaban a medida que, tonelada a tonelada, el templo iba desapareciendo.
Incluso en su cama sobre el río veía cabezas cortadas, criados sin brazos ni piernas, amontonados y pulcramente numerados bajo los focos, esperando transporte. Mil cuarenta y dos bloques de piedra arenosa, la más pequeña
de las cuales pesaba veinte toneladas. Aquel milagroso techo de piedra, donde los pájaros volaban entre las estrellas, yacía desmantelado, a cielo abierto, bajo estrellas verdaderas; la oscuridad verdadera que había más allá de los focos
resultaba tan intensa que parecía deshacerse como papel mojado. Los obreros habían atacado primero la piedra de alrededor, cien mil metros cúbicos cuidadosamente parce- lados, etiquetados y trasladados con grúas neumáticas.
Y pronto habrían de acometer la construcción de colinas artificiales.
Para liberarse del ruido de la maquinaria, con la cabeza contra el casco del barco, el oído de Avery buscaba el sonido del fluir del río bajo su cama. Imaginaba, aferrado al viento oscuro, el aliento regular de los sopladores
de vidrio de la ciudad, a una distancia de quinientos kilómetros, los gritos de los aguadores y de los vendedores de refrescos, los chillidos del martín pescador penetrando el oleaje de antiguas palmeras, e imaginaba también cada sonido
evaporándose en el viento del desierto, de donde nunca terminaba de borrarse.
El Nilo ya había sido estrangulado en Sadd El Aali y, antes aún, ya se había dictado un trazado nuevo para su magnífico discurrir, con objeto de aumentar la producción de algodón del Delta, y así estimular la productividad de
los molinos de Lancashire, a una distancia inimaginable. Avery sabía que el río donde se ha colocado una presa no es ya el mismo río. No es la misma orilla; no es ni siquiera la misma agua.
Y aunque el sol al amanecer penetrara con el mismo ángulo en el Gran Templo, y aunque al alba entrara en el santuario el mismo sol, Avery sabía que una vez que la última piedra del templo hubiera sido cortada y trasladada sesenta metros más arriba, y cada bloque hubiera sido sustituido, y cada juntura rellena con arena de forma que no quedara ni un grano de espacio entre los bloques que revelara por dónde los habían rebanado, que cuando, en fin, cada rostro real hubiera sido encasillado en su hueco correspondiente, entonces, en la perfección de la ilusión, en la perfección misma, ahí residiría la traición.
Cuando a uno pudieran engañarlo y hacerle creer que se encontraba en el lugar original (un lugar ya subsumido por las aguas de la presa), entonces todo lo relacionado con el templo se habría convertido en una falsedad.
Y cuando por fin, después de cuatro años y medio de exceso de trabajo, de enfermedades causadas por el calor y el frío extremos, o por el miedo constante a haber calculado mal, cuando por fin se reunió con los ministros de
Cultura, los cincuenta embajadores, sus colegas ingenieros y diecisiete mil obreros para observar con asombro su logro colectivo, temió venirse abajo, no por sensación de triunfo ni por agotamiento, sino por vergüenza.
Sólo su esposa lo comprendía: de alguna manera, bajo las perforadoras se iba escapando lo sagrado, bombeado por el continuo desagüe de aguas subterráneas, pronto aplastado por las gigantescas cúpulas de cemento; para cuando Abu Simbel fuera al fin erigido nuevamente ya no sería un templo.
El río se movía, lento y vivo por la arena, una vena
azul discurriendo por un pálido antebrazo, fluyendo de la
muñeca al codo. La mesa de Avery estaba en cubierta; cuando trabajaba hasta tarde, Jean se despertaba e iba junto a
él. Él se ponía en pie, y ella no le soltaba, colgada de su
propio abrazo.
—Calcúlame a mí —le decía.
Al atardecer, la luz era un polvo fino, motas doradas que se posaban sobre la superficie del Nilo. Mientras
Avery sacaba de la caja de madera sus pinturas, gruesas
tortas de sólida acuarela, su mujer se recostaba en la cubierta aún cálida. Ceremoniosamente, él le separaba la blusa de algodón de los hombros y volvía a ser testigo de cómo
el color de su cuerpo se oscurecía; arenisca, terracota, ocre.
Vislumbrar blancas rayas secretas por debajo de los tirantes, óvalos pálidos como la humedad que hay bajo las piedras, donde el sol no la tocaba. Una palidez secreta que él
sí tocaría después en la oscuridad. Entonces Jean sacaba los
brazos de las mangas y se colocaba de lado, dándole la espalda, en la luz de terciopelo. La luz de la oscuridad, más
noche que día.
Avery se inclinaba por la borda, hundía su taza en
el río y luego depositaba a su lado ese círculo de agua. Escogía un color y dejaba que empapara las suaves cerdas del
pincel, infundidas de agua del río. Con suavidad, liberaba
esa abundancia sobre la firme espalda de Jean. A veces pintaba la escena que tenían delante, la orilla del río, el incesante trabajo en las ruinas, la creciente pila de pétreas fisonomías. A veces pintaba de memoria las colinas de Chiltern,
hasta ser capaz de oler el jabón de lavanda de su madre en
el calor que la tarde desvanecía. Pintaba, empezando en la
infancia, hasta volver a ser un hombre. Entonces, casi al
momento de terminar, hundía otra vez la taza en el río y
repasaba los campos, los árboles, con el pincel mojado en
agua clara hasta que la escena se disolvía, anegada sobre la
espalda de Jean. Hasta que se bañaba no desaparecía del
todo la pintura de sus poros, y el río egipcio recibía la última tierra de Buckinghamshire en un abrazo borrador.
Jean, claro, nunca veía aquellos paisajes y, ciega, tenía la
libertad de imaginar cualquier escena que deseara. Él llegaría a pensar en la languidez de su esposa a esa hora del
atardecer —de cada uno de los atardeceres de esos primeros
meses de 1964— como si hubiera sido una especie de regalo de bodas de ella a él; y ella, por su parte, sentía que se
abría bajo el pincel, como si él trazara una corriente por
debajo de su piel. A esta hora del atardecer se daban el uno
al otro un paisaje secreto. En ambos se abrió una privacidad
nueva. Cada tarde, durante aquel primer año de matrimonio, Avery contemplaba Buckinghamshire, el olor de su
madre, la distancia de tiempo que mediaba entre el húmedo bosque de hayas y este desierto, puntos de tensión, fisuras y elasticidad, el mapa de presiones de las cúpulas de
cemento que pronto se construirían, y la pesada belleza
mortal de su mujer, cuyo cuerpo estaba sólo empezando a
conocer. Pensó en el faraón Ramsés, de cuyo cuerpo acababa de desaparecer lo que quedaba por encima de las rodillas, que yacía ahora desperdigado sobre la arena, alma
cenado en una zona separada de la de los miembros de su
mujer e hijas. Pasarían muchos meses antes de que fuera
reunida esta familia, que llevaba sin separarse más de tres
mil doscientos años.
Pensó que sólo el amor enseña a un hombre su propia muerte; que es en la soledad del amor donde aprendemos a ahogarnos.
Cuando Avery yacía junto a su esposa, aguardando
el sueño, escuchando el río, era como si su cama fuera tan
larga como el propio Nilo. Cada noche bajaba flotando
desde Alejandría, a través de aquel delta de palmeras datileras; pasados los aislados dahabiyah de velas flojas, varados en
las orillas. Todas las noches antes de dormir, para disipar las
ecuaciones y las gráficas del día, recorría mentalmente este
camino. A veces, si Jean estaba despierta, describía el viaje en
voz alta, hasta sentir cómo ella se deslizaba hacia ese estado
cercano al sueño en el que uno cree que sigue despierto y no
oye nada. Pero Avery seguía susurrándole, no obstante, reelaborando el viaje con cien detalles, en gratitud al peso de
su muslo sobre el de él. Sentía que el río escuchaba cada palabra, que se entretejía en cada suspiro hasta estar lleno de
ensoñaciones, hinchado con el último aliento de los reyes, y
la respiración fatigada de obreros de tres mil años atrás hasta
ese mismo momento. Hablaba al río y escuchaba al río, con
la mano sobre el lugar de su mujer por donde algún día su
hijo la abriría, donde su boca ya le había nombrado tantas
veces, como si desde el cuerpo de ella pudiera tomar el nombre del hijo en la boca. Rebeca, Cleopatra, Sara y todas las
mujeres del desierto que conocían el valor del agua.
Mientras pintaba sobre su espalda, Jean recordó la
primera vez, en el cine de Morrisburg, que se sentaron juntos en la oscuridad. Avery no la había tocado más que en la
muñeca, donde se reúnen las venas pequeñas. Sintió la presión ascendiendo a lo largo de su brazo, aunque las puntas
de los dedos de él tocaban sólo una pulgada de ella, y tomó
la decisión. Después, a la luz del vestíbulo, se vio expuesta,
invisiblemente desordenada; él había prendido un lento
fusible debajo de su ropa. Y ella supo por primera vez
que alguien te puede electrificar la piel en una sola noche,
y que el amor no llega por acumulación hasta un determinado momento, como una gota de agua concentrada en la 
punta de una rama; no se trata del momento de llegar con 
toda tu vida a otro, sino que es más bien todo lo que dejas 
atrás. En ese momento. 
Ya incluso aquella noche, la noche que él tocó una 
pulgada de ella en la oscuridad, con qué sencillez pareció 
Avery aceptar los hechos: que estaban al borde de una felicidad para toda la vida y, por tanto, de un dolor ineludible. 
Era como si, mucho tiempo atrás, una parte de él se hubiera roto por dentro y ahora, finalmente, reconociera el 
peligroso fragmento que había estado flotando en el interior de su sistema, provocándole año tras año un dolor 
intermitente. Como si ahora, de ese dolor, pudiera decir: 
«Ah. Eras tú».

de La Cripta de invierno, Editorial Alfaguara, 2010.

Anne Michaels es una de las más destacadas escritoras canadienses de la actualidad. Su primera novela, Piezas en fuga (Alfaguara, 1997), ocupó durante años la lista de los libros más vendidos en Canadá y recibió, entre otros premios, el Orange Prize, el Trillium Book Award, el Giusepe Acerbi y el Lannan Literary Award for Fiction. Fue traducida a numerosos idiomas y su versión cinematográfica ha sido un éxito internacional. Michaels también es autora de tres libros de poesía muy celebrados. La cripta de invierno es su nueva novela.
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