30 enero, 2011

LIGEIA (Mar del Plata, argentina)


INQUIETUDES

Llovía, siempre llovía en los funerales, no sabía si era cierto en un porcentaje inapelable, pero sí había sido la constante en todos aquellos a los que había asistido. Y habían sido muchos, muchísimos. Teniendo en cuenta que era inmortal, habían sido realmente demasiados.

En realidad no era inmortal en el sentido estricto de la palabra, más bien su vida se prolongaba más allá que la del resto de la gente. Pero no significaba que nunca moriría. ¡Que va!, en cualquier momento algún niño curioso y atolondrado metería sus manos donde no debía y ¡adiós!, o alguien olvidaría dar cuerda a su reloj, o sacárselo para bañarse, y toda su vida se vería convertida en un montón de minutos atesorados inútilmente.

Descubrió el curioso hecho cuando contaba trece años, luego de que su madre falleciera repentinamente. Había que decir que era una mujer extraña. Imperturbable como una pitonisa, y supersticiosa y crédula de todos los vaticinios de los adivinos y charlatanes que vivían a sus expensas.

Siempre recordaría la casa de su infancia llena de gente rara que entraba y salía a todas horas, trayendo y llevando encargos increíbles. Su madre era médium y todas las noches se convocaba a los espíritus. A veces venían, a veces no. Él no creía en esas cosas, pero lo atemorizaban. El miedo animal del que algunos hablan.

Y su descubrimiento ocurrió un tiempo después de la muerte de su madre. Un día, despertó sabiendo que su supervivencia estaba ligada a un reloj. Al principio pensó que había enloquecido. No sabía qué reloj, ni donde estaba, ni a quién pertenecía pero así era. Seguro como que el sol saldría todos los días.

Sus noches se continuaban en días tan oscuros como ellas, vagando enajenado en busca de esos malditos aparatos. Era joven y no quería morir. Nadie quiere morir, aunque compadree demostrando lo contrario. Son sólo chanzas, provocaciones que serán pagadas tarde o temprano.

Pronto su casa, una inmensa casa vacía que ya nadie visitaba, se vio invadida por cientos de relojes que producían un zumbido constante y perturbador; y que sólo sirvieron para desesperarlo aún más. Vivía para verlos funcionar, los vigilaba, los limpiaba y los protegía rabiosamente.

Sin embargo, poco a poco, como un enfermo terminal, comenzó a resignarse y a razonar con cierta lógica. Por muchos esfuerzos que hiciera en abarrotar su hogar de relojes, miles de millones seguirían fuera de su alcance, esparcidos por el mundo, y no valía la pena continuar con el absurdo. Era mejor intentar una vida normal, y seguir por el camino que le estaba trazado.

Así, organizó una venta masiva, asegurándose de que cada comprador cuidaría correctamente la pieza elegida. Era angustioso verlo, sufriendo por cada partida, no queriendo pensar que con alguna de ellas también se iba su existencia.

Progresivamente se fue desprendiendo de todos, hasta que sólo algunos ocuparon con discreción la repisa de su casa; que de nuevo fue habitable.

Su vida se fue normalizando y aprendió a coexistir con la idea de tener que depender de un reloj, como quien se sabe aquejado de una enfermedad incurable.

Estudió, maduró, se enamoró, envejeció, y siguió envejeciendo mientras sus amigos más queridos iban muriendo uno tras otro. Y siempre era igual, el olvido y la muerte. La muerte constante a pesar del amor; y en alguna parte un endiablado reloj que lo ataba a esta tierra por un tiempo limitado pero desconocido

Ahora sentado bajo la lluvia, junto a la tierra encharcada de la sepultura de su esposa pensaba en todo eso. Y en algunas otras cosas que no tenían sentido. Que ya no tenían sentido, después de haber vivido tanto tiempo.

Lentamente se levantó, mientras sus huesos le recordaban su edad y encendió un cigarrillo. El cielo había empezado a ponerse rojizo, como si las nubes chorrearan sangre. Miró el paisaje por un rato, aplastó el cigarro y se puso en marcha. No quería que el guardián del cementerio viniera a perturbarle sus ideas.

Bajó trabajosamente las colinas embarradas, consultó su reloj pulsera que llevaba parado tantos años que ya no recordaba, y siguió su camino, pensando en lo que invariablemente había sospechado, y era el hecho, inquietante por demás, de que quizá todos aquellos que lo rodeaban fueran tan inmortales como él. Todos sabrían de la existencia de un reloj que de ser hallado los haría salvos. Pero sólo uno, uno de ellos sabría donde estaba y lo custodiaba para evitar que el mundo se detuviera para siempre.

Ligeia es su seudónimo para saber y leer más sobre la autora

10 enero, 2011

adiós a María Elena Walsh ( Argentina, 1930-2011 )


Cuento La Plapla

Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas emes, orejudas eles y elegantísimas zetas.
De pronto, vio algo muy raro sobre el papel.
–¿Qué es esto?– se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
–¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos, y ya van tres. Pegando la nariz al papel preguntó:
–¿Quién es usted, señorita?
Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla? – preguntó Felipito asustadísimo –¿Qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero ¿y después?
–Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.
Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a su maestra, gritando entusiasmado:
–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!
La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco. Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primero inferior, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.
Qué le vamos a hacer, así es la vida.
Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?


(María Elena Walsh)


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