29 marzo, 2014

Laura Devetach(Argentina, 1936)

Picaflores de cola roja (Fragmento)



El frío espiaba por la ventana del aula. Los chicos y las chicas se frotaban la punta de los dedos para poder escribir las palabras que dictaba la señorita Sonia todas las santas mañanas a la primera hora.
¿Habrá traído hoy el superdictado? rezongaban cuando la veían venir toda de plata entre la neblina del fondo de la calle.¿Superdictado? preguntaban.
Sí reía la señorita Sonia, y entraba al aula a escribir en ese cuaderno que tienen las maestras y nunca se sabe a quién se lo muestran.
Uf decían los chicos y las chicas.
Después jugaban con el frío a fumar cigarrillos inventados. Despedían por la boca vapor azul, vapor con secretos, vapor de palabras escondidas, vapor de preguntas que no se animaban a hacer.
Lena sacudía una cabellera de propaganda de champú y hacía aletear los pájaros de sus pestañas.
Manuel se sacaba el sombrero invisible y la saludaba. Después echaba adentro la ceniza de su gran cigarro de señor muy ocupado.
Lena se rociaba con esencias de lejanas islas y ponía cara de televisión.
Manuel, con la misma cara, tenía una pipa de madera tallada por un silencioso navegante.
Hoy haremos dictado de palabras difíciles dijo la señorita Sonia.
Los chicos y las chicas arrugaron las sonrisas. Manuel regaló a Lena una pastilla de naranja y ella pudo reír otra vez.
La puerta del aula estaba cerrada. El frío quedó solo, afuera. Alguien había dibujado un corazón en el cristal empañado de la ventana. Un corazón que se borraba y volvía a aparecer porque siempre algún dedo se enfriaba dibujándolo.
Ornitorrinco dictó la señorita Sonia , murciélago, cuchichear.
Lena y Manuel trataban de escribir con rapidez para tener tiempo de mirarse de reojo y seguir jugando a inventar cosas con el vapor de sus bocas entre palabra y palabra.
Alelí, relampaguear, izar seguía goteando la voz de la maestra.
El vapor de Lena se convirtió en un vestido de fiesta verdemar, con música en el ruedo.
Carnívoro, facilísimo.
Manuel hizo una guitarra eléctrica y la tocó. Lena lo miraba como quien ve el color de la música.
Lena hizo una calle florecida de paraguas rojos, azules y amarillos, con dulzor de praliné. Ella, Manuel y la guitarra allí estaban, paseando y cantando.
Manuel hizo un jazmín para regalar a Lena.
Lena hizo una trenza de pasto para Manuel.
Automovilístico, odontólogo dictaba la señorita Sonia . Lena, Manuel, atiendan porque voy a dictar una sola vez cada palabra.
Los chicos se pusieron colorados, pero solamente un ratito. Vieron que sus compañeros, de una manera o de otra también llenaban el aire con figuras de vapor.
Había un piel roja con chaleco de cuero. Una princesa de trenzas que caían al suelo desde la ventana de una torre altísima, Un marciano con ojos de arena y voz para recitar poemas. Una hermosa agente secreto que bailaba como una rama de mimbre.
De pronto toda la clase pegó un respingo y la señorita Sonia tuvo que dejar de dictar y, sobresaltada, preguntar qué pasa, pero qué pasa, qué les pasa; porque del fondo de un pupitre o de un tintero o del polo norte del globo terráqueo, salieron volando dos picaflores de cola roja. (...)

de Picaflores de cola roja. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

17 marzo, 2014

Ana María Shua(Argentina)




La peste de los recuerdos 



Los que recuerdan quedan ensimismados, silenciosas las roldanas de los aljibes, endureciéndose la masa levada en las artesas. Los pájaros devoran los granos de trigo demasiado maduro y hasta los bebés se olvidan de llorar, recordando la oscuridad del vientre de su madre, el pezón en los labios.
Nada se logra hablándoles de los placeres de la vida, pero a veces es posible persuadirlos de la necesidad de atesorar nuevos recuerdos.
Entonces se ponen en movimiento lentamente y de a poco (los jóvenes primero, los muy viejos nunca más) comienzan otra vez a vivir sólo para darle gusto a la memoria, como todos los hombres.



Encuentro clandestino
Es un bar o quizás un restorán. Algunas mesas tienen manteles blancos con servilletas en forma de acordeón, otras están desnudas.
Quiero un tostado de queso.
De jamón y queso, como todos me corrige él.
A pesar de su cabeza de camello estoy segura de que hemos sido amantes. Me gustan los ojos
profundos y tristes. En cambio el pelo corto y áspero, amarillento, me confunde un poco.
No insisto, con imprudencia . De queso solo.
Él sacude sus belfos, indignado, acalorado.
Debería regresar al desierto me dice de mal humor.
Entonces me pongo a llorar porque sé que todo ha terminado, que no volveremos a vernos hasta el próximo oasis, un poco por culpa de mí terquedad y otro poco porque la vida nos separa.

de Botánica del caos. Buenos Aires, Sudamericana, 2000
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