19 noviembre, 2010

Rachel de Queiroz(Brasil, 1910-2003)


El rompimiento (fragmento)
"Frente a la mesa, a unos tres metros de distancia, había apenas un sillón de madera, supuestamente destinado a banquillo de los acusados, o más bien, al reo, que sería yo. El negro –le llamo así porque tampoco nunca supe su nombre– se presentó en pantalón y camiseta sin mangas, de esas que sólo se veían entonces en los estibadores del muelle del puerto. Quizá se vistiese así como signo de su gran politización. Los dos que le flanqueaban usaban ropas comunes. Yo, obediente, me senté en el banquillo de los acusados. El presidente, declarando que acababa de llegar de la Unión Soviética (ellos jamás decían Rusia), traía órdenes expresas de corregir las desviaciones de los intelectuales. Afirmó haber leído atentamente mi novela. Y concluyó que no podía recibir permiso para publicarse sin hacer importantes modificaciones en la trama, cargada de prejuicios contra la clase obrera. Por ejemplo: una de las heroínas, muchacha rica, rubia, hija de un hacendado, era una doncella intocada. En cambio la otra, de clase inferior, era prostituta. Yo debería, entonces, hacer de la rubia la prostituta y de la otra la muchacha honesta. João Miguel, "campesino", borracho, asesinaba a otro "campesino". El muerto debería ser João Miguel, y el asesino pasaría de "campesino" a patrón. Igualmente me indicó otras modificaciones menores, terminando por sentenciar: "Si no se hacen esas modificaciones básicas, no podemos permitir que la compañera publique su novela."
Tenía él en sus manos, en un rollo de papel ceniciento, la única copia del libro que yo poseía, mal mecanografiada por mí misma, en mi vieja Corona. Me levanté, parsimoniosamente, del banquillo. Llegué a la mesa, extendí la mano y pedí los originales para que pudiese trabajar las modificaciones exigidas. El hombre, severo, me entregó el rollo. Yo miré para atrás y vi que estaba abierta la puerta del galpón, su única salida. Y, en vez de regresar al banquillo, avance hasta la mitad de la sala, giré para la mesa y dije en voz alta y tranquila: "¡Yo no reconozco en los compañeros condiciones literarias para opinar sobre mi obra. No voy a hacer ninguna corrección. Y pásenla bien!"
Me dirigí hacia la puerta y eché a correr. En verdad, yo estaba muriéndome de miedo en aquel local solitario, con aquellos hombres mal encarados. Para mi buena fortuna, en la parada junto a la calzada, un tranvía estaba parado y a punto de partir. Me tomé de las asideras, subí al tranvía ya en movimiento y me senté entre victoriosa y aterrorizada".



precario resultado (como se volvió evidente), incorporar
el lenguaje que hablo y escucho en mi ambiente nativo a la
lengua con la que gano la vida en las hojas impresas. No
que lo haga por novedad, apenas por necesidad. 
Mi pariente José de Alencar casi un siglo atrás vivía
peleando por eso e hizo escuela."


http://www.releituras.com/racheldequeiroz_bio.asp


Rachel de Queiroz, Fortaleza, 17 de noviembre de 1910 — Río de Janeiro, 4 de noviembre de 2003, fue una traductora, escritora, periodista y dramaturga brasileña. Autora destacada de la ficción social nordestina.
Rachel era hija de Daniel de Queiroz Lima y de Clotilde Franklin de Queiroz, descendente por la rama materna de la familia de José de Alencar. En 1917, su familia escapó de la sequía a Río de Janeiro, después a Belém de Pará, regresando dos años después a Fortaleza.
En 1925 concluyó el curso normal en el Colegio de la Inmaculada Concepción. Publicó por primera vez en el periódico O Ceará, escribiendo crónicas y poemas de carácter modernista con el seudónimo de Rita de Queluz. En ese mismo año publicó en forma de folletín su primera novela História de um Nome.
A los veinte años, fue conocida nacionalmente al publicar O Quinze 1930, novela que muestra la lucha del pueblo nordestino contra la sequía y la miseria. Demostrando preocupación con las cuestiones sociales y habilidad en el análisis sicológico de sus personajes, teniendo un papel destacado en el desarrollo de la novela nordestina.
Ya como escritora consagrada, se trasladó a Río de Janeiro en 1939. Ese mismo año fue galardonada con el Premio Felipe d'Oliveira por el libro As Três Marias. Escribió todavía João Miguel 1932, Caminhos de Pedras 1937 y O Galo de Ouro 1950.
Lanzó Dôra, Doralina en 1975, después lanzó Memorial de Maria Moura 1992, saga de una cangaceira nordestina adaptada a la televisión en 1994. En su juventud tuvo tendencias izquierdistas, siendo encarcelada en 1937, en Fortaleza, acusada de ser comunista. Ejemplares de sus novelas fueron quemados en apoyo a la dictadura militar que se instauró en Brasil en 1964. Publicó un volumen de memorias en 1998. Murió en su apartamento, unos días antes de cumplir los 93 años.

01 noviembre, 2010

Eugenia Prado Bassi (Chile, 1962)






Objetos del Silencio, novela (fragmento)


El hermano menor
Qué me haces que siento que me muero… 
a mis nueve, tú tenías once, eras de los hermanos el mayor 
¿qué me haces, que siento que me muero? que me agoto y ya no puedo levantarme y la luz de 
la mañana me encandila y me pone tan triste, ¿qué me haces, cuando éramos tan niños? ¿por 
qué me duele ahora la idea que me sitúa como presa única de tus movimientos feroces?, ¿por 
qué me besas?, me besas tanto, ¿por qué lo haces con tanta insistencia? ¿por qué me tocas?, 
me chupas tanto, que casi me gusta cuando lo haces y la costumbre a tus hábitos me obliga a 
soñarte, te sueño en pesadillas con los ojos brillantes, repasando cada movimiento que me 
vulgariza de tu hostilidad, ahora de crecido entiendo lo que hacías, sé que poco a poco fuiste 
poniéndome todo esto en la cabeza, aún así te atreves a negarnos, niegas el placer del primer 
día, de nuestro primer día, y yo sin poder entender cómo podrías no privilegiar entre tus 
recuerdos el momento exacto de ese día, cuando tú y yo, atrapados frente al espejo, 
enceguecíamos bajo la fuerza de extrañas imágenes, pero todo cambió de un momento a otro 
y pude ver cómo te instalabas en mí con inesperada certeza, me revelaste el secreto de la 
verdadera fuerza, ese primer día, tú y yo nacíamos para la vida, descubriendo sueños que 
revolotearon en nuestras cabezas, sueños de cuerpos conmovidos, anticipando los deseos que 
dibujarían el cómo iría dándose todo entre nosotros, pronto nos amamos sin escape, 
confundidos y desnudos, repletos y cercados,  nuestros cuerpos crecieron, mas uno siempre 
escapaba indistintamente bajo el consentimiento de una suerte de misterio, como si los 
ángeles del cielo hubiesen advertido nuestro intenso amor en el acecho de las pupilas 
dilatadas del que escapa, el espacio de la  infancia se hizo sofocante cuando apareció 
definitiva y rotunda la presencia de nuestra madre, nuestro inmenso amor, amparado bajo sus 
miradas y todos mis recuerdos de cuando no peleábamos, cuando nunca lo hacíamos, al ver a 
nuestra madre, toda ella, sonreír, fuimos creciendo, descubrí que  lo que hacíamos te 
avergonzaba, y yo, de pudores me ponía triste y tan perdido, tú me habías iniciado y eras tú 
quien anteponía semejante distancia, ¿te avergüenzo? ¿te avergüenzo de mis sueños? ¿te 
avergüenzan estos sueños míos? aún cuando por las noches sigo el movimiento de tus labios 
que chupan sin tregua, cuando exhausto y sin deseos trato de quitarme la dureza y que se 
calme, que se me calme la dureza de ahí abajo, cuando con enorme furia chupas el músculo 
atrapado por tus labios, sé que todos mis sueños ahora te avergüenzan, mis labios chupan, mi 
boca, puedo verte huidizo resbalar adentro de mi boca, y me gritas que siga, que lo haga más 
rápido, y yo, no pudiendo contener la respiración agitada, voluptuosos ardemos y el deseo nos 
estalla, intento quedarme quieto, espero con horror la proximidad de otro de tus estallidos, 
tiemblo, te estremeces, nuestra infancia toda, colmada de placer… 
El hermano mayor
Mi adultez se construye desde una precaria  lucha entre fuerzas antagónicas. Vivímos una 
infancia atrapada, cercados entre muros de habitaciones enormes, nuestra casa era una 
fortaleza sellada para el mundo. Despierto  atrapado por deseos que desconozco, corro a 
encerrarme en el baño, con todo creciéndome entre las piernas, sin que nadie, ningún adulto 
lo advierta. Me quito el pijama, mis manos se deslizan por mis muslos, el torso, los brazos, 
buscan las manos hacia abajo, recorren, cerca del ombligo, incómodo tiemblo de aquello que 
pulsa y me agita por dentro, mi sexo palpita, reacciona, crece...




*Editorial Cuarto Propio, Noviembre 2007 

Escritora, dramaturga.
1987 “La Prisionera del Bosque” Creación y diseño, cuento Infantil Ilustrado
1987 “El Cofre” Novela Experimental, Ediciones Caja Negra
1996 “Cierta Femenina Oscuridad” Novela/Dramaturgia, Editorial Cuarto Propio
1998 “Lóbulo” Novela Editorial, Editorial Cuarto Propio
2000 “El Cofre re-edición” Novela Visual, Surada Gestión Editorial.
2003 “El Principito” Letras de canciones. Cía. La Tirana, dirección Jorge López.
2003 “Dos personajes” Dramaturgia. Cía. Doutdes Teatro. Dirección Karina Bacelli. Seleccionado en
los finalistas del Festival Pequeño Formato, Universidad Finis Terrae.
2003 “Cierta Femenina Oscuridad” Dramaturgia. Cía. Doutdes Teatro. Dirección Karina Bacelli.Estreno Centro Cultural de España.
2004 “Hembros: novela instalación” Artes Integradas. Galpón Víctor Jara. Dirección Colectivo de Artes Integradas. Instalación mulitimedia, que entre sus disciplinas incluyó: música original,teatro, danza, audiovisual, y plástica.
2004 “Amortajadas cárceles” Dramaturgia. Cía. Doutdes Teatro
2005 “Desórdenes Mentales” Dramaturgia, 2005. Dirección Alejandro Trejo. Estreno Casona Nemesio Antúnez
2007 “Objetos del Silencio” Novela, Editorial Cuarto Propio.
2008 “Menú del Día” Dirección Dirección: Adriana Cataldo López. Municipalidad de Conchalí

28 octubre, 2010

Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia, 1972).


De antología




Definitivamente era un mal cuento. El editor lo sabía pero no supo decir que no cuando ella ingresó a su oficina con aquella faldita blanca transparentando sus bragas oscuras. Además, la boca, él tenía debilidad por las bocas pequeñas, redonditas como pronunciando la o con lascivia. O de olor, O de opio, O de odio, O de ombligo, O de obsesión. Su boca era una O carnosa, un anillo perfecto.


Se sentó frente a él y dijo con el descaro propio de la ignorancia:


-¿Cuándo me publica mi cuentito?
-Tendríamos que hacer demasiadas correcciones- contestó el editor, moviéndose en el péndulo de la amabilidad y el profesionalismo. Cuando ella hablaba, la fascinación lo cubría enturbiando su inteligencia. Quizás debería aconsejarle que intentara grabar un disco, cualquiera puede ser cantante en estos tiempos.
-¿Y qué parte le gustó más?
-Bueno… -titubeó el editor- el cuento es ambiguo. Habría que definir el clímax.
-Adoro esa palabra -dijo ella, sonriendo. El anillo de su boca se extendió suavemente dejando ver los dientes cuya separación en los delanteros le daba un aspecto de niña.
-¡Clímax! Es una linda palabra. Podría incluirla en alguna parte del cuento, ¿no cree?


El editor hizo un esfuerzo por desprenderse de la fascinación: abrió la gaveta de su escritorio y sacó un archivador con una enorme cantidad de papeles.


-Mira todo lo que nos envían diariamente a la editorial. Son poemas, ensayos, novelas de escritores conocidos. Necesitamos revisar nuestro presupuesto. Un libro de cuentos ahora…
-Pero podríamos arreglar eso que usted dice, lo del clímax- insistió ella. "Presupuesto" no era una palabra que su boca pudiera pronunciar con tanta facilidad.


-Escuche- prosiguió ella, inconsciente de que su voz erizaba los vellos de la espalda del editor- le leeré la parte que a mí me encanta y tal vez ahí podríamos aumentar lo del clímax.


"La bailarina que los tres amigos habían contratado para la despedida de soltero no era ninguna belleza. La danza del vientre sólo conseguía que la panza le temblara, cuando se suponía que lo gelatinoso del baile debería estar en las caderas".


-¿Qué le parece?


Antes de que él pudiera responder, la secretaria tocó la puerta. Dijo que se trataba de Luis Simonetti. ¿Sabría ella quién era Simonetti? Intentó explicarle que la reunión para hablar sobre su cuento había concluido. Simonetti acababa de ganar el premio de novela más importante del país y no podía desperdiciar la oportunidad de publicarlo.


-¿No es que no había presupuesto?- preguntó ella enfadada. Su boca se frunció en un puchero y él temió que de pronto, en aquella escena surrealista que estaba viviendo, ella se echaría a llorar. Pero ella propuso algo inesperado.


-Me quedaré. Quiero saber cómo se dirige a un verdadero escritor.


-No puedes quedarte- dijo él, con dulzura- Simonetti es un tipo serio y querrá tratar sus cosas en privado.


-No me verá- dijo ella. Y sin más, se metió bajo el escritorio emitiendo risitas entrecortadas como si todo aquello, su presencia, su cuento sobre una bailarina gorda, fuera tan sólo una picardía infantil.


Ya era tarde para hacer otra cosa. Simonetti había ingresado a la oficina, saludando a su estilo.




-"Cosa terrible el amor", ¿eh, Sampieri?- Saludó el escritor con un apretón de manos.
-Terrible, terrible- hizo eco el editor, invitándolo con un gesto de la mano a que tomara asiento.
-Así se titulará mi novela. Decidí cambiar el título en honor al maestro.
-¿Venderá? El título digo. Lo clásico no siempre engancha.
-!Oh! Ustedes los editores siempre matando la inspiración. Recuerda que la literatura es lo único que en estos momentos, duros momentos, en que la vida parece ser tan relativa, tan vacua, nos da…


El editor oía las palabras del escritor famoso intentando entenderlas, pero su esfuerzo era inútil. La muchacha, acurrucada como una mimosa gatita bajo el escritorio, le había bajado el cierre del pantalón y su boca traviesa ahora se ocupaba de su pene. El editor sintió cómo la boca saboreaba la punta de su sexo, pasando la lengua en círculos, apretándola un poquito. Sintió su pene crecer, vencer su propia inteligencia, mandar al diablo su sentido común, su capacidad para sacarle ventaja a los mejores escritores. La boca engullía su sexo y él se sentía inmenso, el escritorio podría levantarse en cualquier momento, levitar, sorprender a Simonetti con una magia que él jamás había concebido en su estilo tediosamente clásico. La boca mordió despacito, avanzando desde la punta hasta el centro de su pene, donde las venas inflamadas surcaban caminos desconocidos. El editor se acomodó en el sillón, bajando un poco la espalda y echando el cuello hacia atrás.


-…porque, como habrás leído, la mezcla de política y religión sigue siendo una buen truco para darle densidad a los temas. Ahora me interesa esta cuestión del existencialismo, el hombre solo, autista, masturbando su propia alma.


-Masturbando…- repitió el editor. Buscaba con desesperación la lógica en alguna parte de sus neuronas.


Pero sus neuronas se habían convertido en invisibles espermatozoides alborotados que intentaban contenerse. La boca en O ahora comía los testículos, succionándolos, fruta salada, voracidad, olvido de sí mismo. Su columna vertebral era un torrente eléctrico que explotaría en cualquier momento.


-Entonces… ¿En qué quedamos?- preguntó el escritor.
-¿En qué… quedamos?


Podía sentir su pene aprisionado en el paladar de la muchacha, rozando su garganta, quizás también sus amígdalas. Imaginó las amígdalas de aquella gatita traviesa como dos ovarios rosaditos, fértiles.


-No hay pre…


-¡No me digas que no hay presupuesto!- casi gritó el escritor. La fama lo tornaba impaciente.


El editor suspiró y cerró los ojos. Acababa de eyacular en aquella boca profunda y cálida. Bajó la mano izquierda y acarició el pelo castaño de la muchacha.


-Me refiero a que no hay precio para un clímax como el que has logrado. Te publicaremos- dijo.


Simonetti sonrió satisfecho. La muchacha estaba segura que se refería a su cuento sobre la bailarina gorda. Quiso reír fuerte, pero por suerte, el líquido tibio le sellaba los labios.






Su obra incluye los libros de relatos Las bestias (1997, Premio Nacional de Literatura), Sentir lo oscuro (2002), Contraluna (2005), Sangre dulce (2006) y las novelas Las camaleonas (2001) y Tukzon, historias colaterales (2008), y el libro de cuentos para niños La dueña de nuestros sueños (2002). Sus relatos “El secreto de la vida” y “Dueños de la arena” obtuvieron el premio de cuento del periódico Presencia (1993) y el Premio de Cuento Franz Tamayo (2005), respectivamente. A través de la beca Fulbright-LASPAU hizo una Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Florida, USA. Participó del Iowa Writing Program en el otoño del 2004, en la Universidad de Iowa City. Recientemente su cuento "Camas gemelas" fue seleccionado para participar de la antología latinoamericana El futuro no es nuestro (2009) y fue invitada como uno de los cuastro escritores latinoamericanos para compartir el programa "Escribir en residencia" que la Universidad Alcalá de Henares auspició durante todo el mes de abril del presente año. Acaba de publicar su primer libro en España, Niñas y detectives, con el sello Bartleby Editores (Madrid, 2009). El cuento que aparece en la revista forma parte de este libro.

25 octubre, 2010

Angela Pradelli (Argentina,1959)


Pasábamos los veranos en Río Negro. Esperábamos todo el año que se terminaran esos meses eternos de colegio en Buenos Aires para viajar a la chacra de mis abuelos.
Teníamos permiso para todo, hasta nos dejaban nadar en el canal a la hora de la siesta sin que nos vigilaran los grandes.
Cuando empezaba a oscurecer mi abuela encendía un farol en la cocina porque por esos años la chacra no tenía luz eléctrica. Pero la oscuridad iba metiéndose de a poco en la casa. Entonces yo pegaba mi cuerpo a la ventana desde donde se veía la ruta a lo lejos y clavaba los ojos en los faros de los autos que pasaban cada tanto.
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A veces mi abuela me acompañaba al canal a la hora de la siesta. Cruzábamos despacio esa calle de tierra por donde nunca pasaba ningún auto. Ella buscaba algún tronco y se sentaba a esperarme. Decía que le gustaba verme nadar y jugar en el agua. Dos filas apretadas de álamos bordeaban el canal. Eran altísimos y desde allí adentro podía verse sus copas que bailoteaban en lo alto. También podía sentirse el calor de algún rayo de sol que inevitablemente se filtraba por entre sus ramas y calentaba la brisa. Y el murmullo de las hojas cuando el viento las movía.

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Sé que todos los sábados mi abuela mataba un pollo para que comiéramos los domingos al mediodía. La desplumaba bajo la pérgola y lo dejaba colgado por unas horas allí mismo. Pero no es así como lo recuerdo, sino como gallinas y gallinas con el cogote retorcido moviendo las patas con desesperación. La sangre que goteaba en la tierra. El charco que se iba formando con la mezcla del estiércol y la sangre.

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Mi abuela usaba un camisón muy amplio y largo hasta los pies y por las noches se soltaba siempre el rodete tirante que llevaba en la nuca. El pelo le llegaba hasta la cintura. Una noche en la que yo no podía dormir, la encontré afuera de la casa, bajo su pérgola de rosas. Dormitaba en el sillón, casi desnuda. Sólo llevaba unos calzones grandes y flojos. Tenía los brazos apoyados en los costados del sillón y las manos se dejaban caer. Una carne fláccida y estriada le colgaba bajo la axila. Ya se sabe, las noches son inmensas en el campo. Los silencios. La recuerdo a mi abuela desnuda en esa noche enorme. El pelo suelto. La cabeza apenas reclinada hacia atrás y la boca entreabierta que reproducía un silbido al respirar. La blancura de su piel resurgía en esa noche. Dormía serena y los pechos desnudos le caían sobre el vientre hinchado.

Las minificciones que forman parte de la novela Amigas mías,Emecé, 2002.

14 octubre, 2010

Bárbara Jacobs(México,1947)

El cuento perdido

Si a un poeta es difícil creerle la historia de que perdió su poema consagratorio; bueno, si es difícil creer que a Coleridge lo interrumpieron mientras escribía su poema consagratorio, es imposible tomar por cierto que estas tragedias le sucedan a un cuentista. Quiero decir que un poeta todavía conserva a su alrededor y hasta en su lenguaje una atmósfera inmaterial que lo protege de la duda que él mismo despierta; pero no un cuentista. Mucho menos, si los términos perder o interrumpir participan de la posibilidad de ser metáforas. Sin embargo, lo que me sucedió a mí cuestiona mis propias afirmaciones de que no es creíble que un cuentista pierda su cuento consagratorio o sea interrumpido mientras lo componía. La otra tarde perdí un cuento que un cuentista había perdido y que yo me había encontrado.
Puse de cabeza mi estudio, en donde guardaba el cuento perdido en espera de que el cuentista diera señales de haberlo perdido y de querer recuperarlo. Deshice carpetas en busca del cuento, levanté el tapete, quité lo que cuelga de las paredes, fotografías, acuarelas, collages, calendarios viejos y calendarios nuevos, con la esperanza de dar con el cuento pegado detrás del forro de algún marco, la tela de una silla pintada al óleo, o del tapiz de un bosque canadiense en el otoño. Pero no encontré el cuento perdido y vuelto a perder.
Ya le había cobrado doble afecto, por cierto; pues se trataba de un cuento, aunque alarmante, novedoso, lo que hacía que me doliera que su autor lo hubiera extraviado y, lo peor, que no lo reclamara. Pesar sobre pesar. Y si añadía el elemento de alarma, el asunto producía en mi búsqueda una inquietud de igual forma doble. Llegué a gritarle por su nombre, a ver si respondía.
Bueno, llegué a enloquecer. A pesar de que estaba segura de que el cuento no había salido de mi estudio, partí de noche en su busca con una linterna a una zona de la ciudad, en las orillas, en la que tenía entendido que había una cueva en la que se refugiaban fugitivos de toda clase: sí; fugitivos; pero, ¿un cuento? ¿Qué me hacía sospechar que el cuento doblemente perdido hubiera ido a dar a esa cueva de desechos, de desertores de la vida, transitorios o definitivos? Sin embargo, hacia ese depósito inseguro me dirigí, impulsada por la urgencia de volver a tener en mis manos el cuento perdido y vuelto a perder. Me temblaban los dedos. No me perdonaba el descuido con el que había pretendido más bien atesorar mi hallazgo. ¿En dónde lo podía haber puesto? Hablo de un cuento, y no tengo la certeza de que nuestro texto en cuestión lo fuera. Y hablé de que su sino era de alarma. A ratos pienso que podía en realidad tratarse de un poema, pues era memorizable; de hecho, yo lo había memorizado. Apenas unas dos líneas y un poquito más. Cuento o poema, era alarmante, ¿Género de horror? O terror. O realismo llevado a sus últimas consecuencias. O humor negro. O informe psiquiátrico. O fantasía desquicidada.
De forma intuitiva o mecánica, en camino hacia la cueva iluminaba los troncos de los árboles. Me animaba la esperanza de ver clavado contra ellos un letrero con el aviso de una recompensa a quien encontrará un manuscrito, unos papeles, un legajo de tales y tales características y lo devolviera a su dueño, palabras a las que seguirían las señas del cuentista. La cosa es que a la cueva llegué con las manos vacías, doblemente, sin el manuscrito y sin la demostración de que su creador quisiera recuperarlo. ¿No lo quería? ¿Entonces no lo había perdido, sino que se había deshecho de él? ¿Al ser anónimo y no reclamado, el que lo encontrara podía apropiárselo? ¿Era mío, aun cuando yo también lo hubiera perdido? ¿Haberlo memorizado era la prueba fehaciente de que era mío? Y, si en el trayecto de sus pérdidas, las dos que me constaban, más otras probables, otras mentes lo hubieran memorizado, ¿de quién era el cuento perdido y vuelto a perder y vuelto a perder?
Con estas preguntas en la cabeza llegué a la cueva. Para internarme en ella, usé el cuento de contraseña. Lo dije en voz alta: "Cuando me rompí en pedazos, logré agacharme y recoger la mayoría: pero, al intentar la reconstrucción de mi persona, desconocí el orden de los fragmentos". Para terminar, añadí: "Heme aquí".

* en La Insignia, Marzo del 2002, México.


(México, DF), cuentista, ensayista, novelista, es autora de Doce cuentos en contra (1982), Escrito en el tiempo (1985), Las siete fugas de Saab, alias el Rizos (1992), Vida con mi amigo (1994),
Juego limpio ( 1996), Las hojas muertas (1997, Premio Xavier Villaurrutia), Adiós humanidad (1999), Atormentados (2002). En colaboración con Augusto Monterroso, publicó Antología del cuento triste (1996).


12 octubre, 2010

Fragmento de El país de las mujeres, de Gioconda Belli.


MANIFIESTO del PIE – PARTIDO IZQUIERDA EROTICA

1. Somos un grupo de mujeres preocupadas por el estado de ruina y desorden de nuestro país. Desde que esta nación se fundó, los hombres han gobernado con mínima participación de las mujeres, de allí que nos atrevamos a afirmar que es la gestión de ellos la que ha sido un fracaso. De todo nos han recetado nuestros
ilustres ciudadanos: guerras, revoluciones, elecciones limpias, elecciones sucias, democracia directa, democracia electorera, populismo, casifascismo, dictadura, dictablanda. Hemos sufrido hombres que hablaban bien y otros que hablaban mal; gordos, flacos, viejos y jóvenes, hombres simpáticos y hombres feos, hombres de clase humilde y de clase rica, tecnócratas, doctores, abogados, empresarios, banqueros, intelectuales. Ninguno de ellos ha podido encontrarle el modo a las cosas y nosotras, las mujeres, ya estamos cansadas de pagar los platos rotos de tanto gobierno inepto, corrupto, manipulador, barato, caro, usurpador de funciones, irrespetuoso de la constitución. De todos los hombres que hemos tenido no se hace uno. Por eso nosotras hemos decidido que es hora de que las mujeres digamos: SE ACABÓ

2 De todas es conocido que las mujeres somos duchas en el arte de limpiar y manejar los asuntos domésticos. Nuestra habilidad es la negociación, la convivencia y el cuidado de las personas y las cosas. Sabemos más de la vida cotidiana que muchos de nuestros gobernantes que ni se acercan a un mercado; sabemos lo que está mal en el campo y lo que está mal en la ciudad, conocemos las intimidades de quienes se las dan de santos, sabemos de qué arcilla están hechos los varones porque de nosotras salieron aún los peores, esos que la gente libra de culpa cuando los llama hijos de mala madre.

3 Por todo lo anterior, hemos considerado que para salvar este país las mujeres tenemos que actuar y poner en orden a esta casa destartalada y sucia que es nuestra patria, tan patria nuestra como de cualquiera de esos que mal han sabido llevar los pantalones y que la han entregado, deshonrado, vendido, empeñado y repartido como se repartieron los ladrones las vestiduras de Jesucristo (Q.E.P.D).

4 Por eso lanzamos este manifiesto para hacer del conocimiento de las mujeres y hombres que pueden ya dejar de esperar al hombre honrado y apostar ahora por nosotras las mujeres del PIE (Partido de la Izquierda Erótica). Nosotras somos de izquierda porque creemos que una izquierda a la mandíbula es la que hay que darle a la pobreza, corrupción y desastre de este país. Somos eróticas porque Eros quiere decir VIDA, que es lo más importante que tenemos y porque las mujeres no solo hemos estado desde siempre encargadas de darla, sino también de conservarla y cuidarla; somos el PIE porque no nos sostiene nada más que nuestro deseo de caminar hacia adelante, de hacer camino al andar y de avanzar con quienes nos sigan.

5 Prometemos limpiar este país, barrerlo, lampacearlo, sacudirlo y lavarle el lodo hasta que brille en todo su esplendor. Prometemos dejarlo reluciente y oloroso a ropa planchada.

6 Declaramos que nuestra ideología es el “felicismo”: tratar de que todos seamos felices, que vivamos dignamente, con irrestricta libertad para desarrollar todo nuestro potencial humano y creador y sin que el Estado nos restrinja nuestro derecho a pensar, decir y criticar lo que nos parezca.

7 Prometemos que, en breve, publicaremos nuestro programa explicando cuanto nos proponemos. Invitamos a todas las mujeres a apoyarnos y a sumarse a nosotras. A los hombres los invitamos a pensar y recordar quién los crió y a meditar si no les habría convenido más tener una madre que la ristra de padres de la patria que tras todos estos años nunca les cumplieron. Unanse al PIE y no sigan metiendo la pata.

Grupo Editorial Norma.

06 octubre, 2010

Claudia Lage(Brasil, 1970)


LA PEQUEÑA MUERTE 
Ella solo sabía: en el comienzo, era una niña.
Una niña que fue creciendo con una angustia de las grandes.
Cuando creció para siempre, se dio cuenta de que era inmensa. No tenía límites para lo que sentía. Su corazón se arrebataba con la vida. Se asustaba con tanto. Tenía hambre, de todo, por todo. Miraba el mundo de ojos abiertos. Si hubiera podido, habría mordido las carnes, poseído la materia. Pero generalmente solo pasaba la mirada por sobre todas las cosas, consumiéndose con lo que no podía consumir.
Pensó en la niña de trenzas que había sido.
Recordó que cuando era pequeña tenía un juego preferido: cazar hormigas.
Mientras mascaba chicle iba aplastando hormiguitas. Lo hacía sin pensar, casi sin saber lo que hacía. Cuando descubrió que mataba, e incluso así tan distraída del propio crimen, comenzó a rodar hasta no aguantar ver todo tan torcido. Y cayó a los pies del hormiguero.
Acostada, sintió el movimiento de los bichos sobre la tierra. Cerca de sus piernas, de su rostro. Tuvo miedo. Pero el corazón se le encogía de culpa. Decidió no moverse. Percibió que el encogimiento del corazón era más una sensación que una certidumbre. Pensó que sentiría mejor la culpa si pudiera sentirla en la carne. Estaba decidida a enterrar la cabeza en la tierra, entregar su cuerpo a las hormigas.  Entonces, muy lentamente, abrió los brazos para recibir el castigo. También abrió los ojos hasta donde pudo. Quería sentir mucho dolor.
Al llegar a la casa corrió hacia su cama, donde ardió de fiebre, de desvaríos.
Le dolían las picaduras, la culpa.
Después fue con una angustia mortal que se levantó y, con pasos muy lentos y desequilibrados, como todavía en delirios, se dirigió, mareada, mareada, al patio. Segura de que no había otro lugar adonde ir.
En el comienzo, sentía pena de las hormigas muertas.
Pero luego se afligía por las vivas.
El placer, o mejor, el alivio, era mayor que la pena.
Mejor que jugar a las muñecas era jugar a las hormigas.
O entonces, a las gallinas.
No, no mataba gallinas. Quien lo hacía era la empleada, Jacira. Ella solamente las veía morir. Necesitaba verlas morir.
Cuando sabía que serían el almuerzo, corría al patio atrás de Jacira.
Primero, solo miraba.
Las veía lindas así tan inocentes de su destino.
Después, observaba cada una, buscando adivinar cual de ellas sería la víctima.
Entonces elegía a la de cara más espantada.
Y sin falla venía Jacira sobre la gallina elegida.
Era siempre así.
Jacira le insistía que volviera a la casa, pero ella se obstinaba en ver todo hasta el final. Le gustaba ver al animal luchando. También le gustaba verlo perder las fuerzas. Pero, principalmente, lo que más le gustaba era cuando se entregaba a la muerte. Y su mirada era tranquila y segura. Ella esperaba hasta ver toda la agonía terminar en el último suspiro.
Así terminaba también su agonía. Era el alivio.
En el almuerzo era con curiosidad y placer que masticaba la carne de la víctima. Buscaba el gusto de la carne muerta entre las especias. Mantenía en secreto una manía: siempre cerraba muy bien los ojos antes de tragar. Y nunca comía solo una carne. También pedía carne jugosa, casi cruda. La madre le sonreía y le elogiaba su apetito. Ella también sonreía. Y miraba a los adultos. Se preguntaba si ellos se sentían así tan febriles y felices como ella. Pero ellos comían de una manera tan distraída de matar hormigas que ella se dio cuenta de que era inútil preguntar. No sabían.
No sabían lo que ella sabía. Ella, que sentía una parte caliente del mundo dentro de sí, intuía algún misterio que todavía no tenía nombre en su vocabulario. Pero era bueno, muy bueno.
Recordó otro episodio: estaba acostada en el pasto, feliz, entre las hormigas. Abrazaba el suelo, de panza al centro del mundo. Respiraba la tierra, de espaldas al cielo. Entonces cayó justo a algunos centímetros de su cabeza un pajarito herido, casi muerto. Un niño vino corriendo. Paró a su lado y se inclinó atento sobre el animalito.
Ella vio la honda en sus manos.
Lo que sintió, ni después, con más edad y palabras, pudo describirlo.
Era el terror. El encanto.
Se acercó al chico. Esperaron juntos, las cabezas unidas, la última respiración del pajarito.
Cuando murió, ella suspiró demasiado fuerte para una niña.
Él entonces la miró por primera vez. Una mirada para siempre.
Pero rápidamente se inclinó, tomó al pajarito. Y lo cargó con tanto cuidado y delicadeza que ella, hipnotizada por ese gesto, no contuvo su duda.
– Fuiste tú, ¿no?
Pero él no dijo nada.
– ¿Por qué? Ella insistió.
Y esperó la respuesta que podría salvarla para siempre. Pero él no le prestó atención, ya estaba lejos.
Ella miró la pequeña sangre sobre el pasto.
Todavía podía verlo antes bajar la ladera. Su primer amor.
Corrió y lo alcanzó más adelante.
Allí estaba él, con una piedra en la mano, cavando un agujero en la tierra.
Ella se acercó, tímida.
– ¿Puedo ayudar?
Él se alzó de hombros.
– Sí.
Ella ayudó, maravillada. Juntó flores para el velatorio, recordó una oración para el entierro. Cantó bajito mientras lo observaba. En medio de la ceremonia, se miraron en una especie de éxtasis.
Él tenía el carácter de los que ya sabían.
Lo llevó a su patio para que vieran juntos a Jacira con las gallinas.
Él, como ella, adivinó cuál sería la víctima.
Él, como ella, masticaba mucho antes de tragar.
Él, como ella, también se divertía con las hormigas.
Estaban unidos para siempre.
Pero un día, se separaron. Fue en el inicio de la adolescencia, cuando la familia lo llevó lejos. Ella se despidió en llantos. Dentro del auto, él la vio desparecer en el viento y la polvareda de la ruta. Por primera vez tuvieron miedo de permanecer siempre hambrientos. Eran niños, pero ya sabían lo que los mantenía vivos. Él se metía hacia dentro. Todavía no había aprendido a llorar.
A llorar, ella aprendió enseguida. Fue creciendo rápido entre las lágrimas y la rabia. No había diversión que aplacara su furia. No había persona que la hiciera olvidar. Estaba sola.
Con una fascinación solitaria, vio la transformación de su cuerpo. Se descubrió linda. Poco podía esperar el momento de que todos se fueran de la casa y la dejaran sola, era la hora de desnudarse para todos los espejos. Observaba los pechos más crecidos, las caderas torneadas. Una noche se despertó con sangre entre las piernas. Miró la sangre en sus muslos. Pensó que era una pequeña muerte la que sufría, como era pequeña la muerte de la hormiga, como era pequeña la muerte de la gallina.
Sonrió, aliviada de la angustia que venía sintiendo.
Hacía tiempo que no veía nada morir.
Después de la sangre, vino el primer novio. Era calmo. Ella lo mordía para que él no tuviera tanta paciencia. Le mostraba su cuerpo para que él no se controlara tanto. Pero él solo la miraba, asombrado. Creía que eran muy jóvenes para ciertas cosas. Ella, a su vez, ya se consideraba bastante crecida. Como no quería perder tiempo, dejó al chico a un lado. Y encontró un hombre. De barba pinchuda, más grande. No necesitó morderlo, porque él trató de hacerlo después del primer beso. Un día, se sacó la blusa. Otro, la falda. Y otro, se acostó completamente desnuda en la cama.
Fue el primero que le abrió las piernas y se puso entre ellas. A pesar del dolor, no se quejó, le dejó hacer todo. Él no fue muy gentil pero a ella le gustó su brutalidad. Era como una herida que le abría el vientre. Dolía tanto que ella tenía que gritar, pero contuvo todos los gritos. Necesitaba guardarlos para ella.
Después del mejor dolor de su vida, miró la sangre sobre la cama.
No sabía que era posible ser así de feliz.
Le parecía que iba a caer de un abismo, pero no. En el último instante, caía sobre un cuerpo sólido, un amplio pecho. En vez de caerse al piso, caía en los brazos. Era tan bueno. Sin embargo, era como mirar para su propia piel y ver, en el fin, otra. Y eran  tan próximos los límites, que algo la irritaba. Era como no poder decir aquí soy yo y de aquí para allá eres tú. Esa sensación imposible le dolía tan hondo, porque era como no reconocerse. Aunque ella nada supiera todavía de irreconocimentos e imposibilidades, ya sabía del dolor. Y tanto, que algo por dentro no la dejaba descansar. Cuando terminó el noviazgo y conoció a otros hombres, algo no la dejaba. Enseguida se cansaba, se afligía. Se afligía al mirar esas caras crudas. Esos cuerpos rígidos la irritaban. Tenía que cambiar porque no podía mirarlos por mucho tiempo.
Le recordaban a alguien por el que ella sufría de no ver.
No soportaba tampoco mucho tiempo un abrazo, por más que lo buscara. Se sentía sofocada. Por más que lo deseara, se afligía. Pero cuando se separaba del pecho de los brazos, ya los quería de vuelta. Y con una urgencia. Memorizaba las pieles, comparaba las texturas, los olores, buscaba diferencias y contrastes. En verdad, buscaba las distancias. Quería no pertenecer a ese sentimiento que la obligaba a pertenecer al mundo. Se preguntaba dónde estaba la parte caliente y buena de este mundo que siempre había sentido con tanto gusto dentro de sí.
Con los ojos cerrados, rescataba: un resto de caricia. Un soplo de alivio. Un niño corriendo. Un pajarito volando. Algún vestigio de su primera sensación de vida. Una honda. Su primer terror. Un pajarito cayendo. Un niño de pantalones cortos. Su primer encanto. Cómo quería algo fuerte que la movilizara, que le inyectara pasión por las cosas, no solo hambre. Su hambre era algo muy, muy triste.
Y enseguida se enfermaba, no tenía resistencia para las tristezas.
Se cansaba de todo, se encerraba en la casa. Y no es que en su escondrijo hubiera alegría. Ni alegría ni tristeza, solo el silencio.
No se interesaba mucho por lugares ni personas. No tenía mucha habilidad con ellas. Prefería escapar de conocerlas. En verdad, consideraba que ya conocía suficiente gente para una vida. Ya tenía un buen tamaño. Y en cuanto a los hombres, ella sabía: se divertía al comienzo, pero no tardaba en alternar los besos y los bostezos. Entonces decidió que lo mejor era evitar todos los brazos (porque miraba a los hombres y pensaba en pechos y brazos) que no eran capaces de sostenerla, que no eran capaces de alimentarla, que no eran los brazos de él.
Trataba solo de ocuparse con las cosas. Hacía cuentas. Y volvía a casa. Le gustaban los números, le daban las respuesta exacta. Aunque no le dijeran lo que ella más quería saber, aplacaban su furia por un tiempo.
Pero el propio tiempo trataba de traerla de vuelta. Y eso no la dejaba quieta. No la dejaba actuar. No la dejaba, simplemente. Y esa angustia era más grande que toda la nostalgia. Cuando volvía a la fiesta, a los bares, a las calles, sabía que iba a sufrir. Cuando un hombre miraba su cuerpo, sufría. Pero dentro de sí había una sonrisa. Se sentía sofocada, pero persistía: quería la fuente primera de su vida, no quería que el dolor fuera su único lazo con el mundo, quería también el placer.
Solo entonces se adormecía sin tranquilizantes. Y despertaba sin pesadillas. Existía con la memoria nublada en los acontecimientos y en los hechos, pero precisa en los sabores y en las visiones. Sin embargo, presentía: estaba llegando la hora en que la carne y la sal de la piel no la satisfacían más. Como no la satisfacían las hormigas y las gallinas.
Y llegó la hora en la que no sintió nada más. Ni placer ni martirio.
Era como cerrar los ojos y no estar más allí.
No sentir nada también la afligía, como si tuviera una cosa muerta por dentro.
No sabía cómo acabar con esa sensación tan lívida.
Por más que lo intentara, no había alivio.
Algo había cambiado dentro.
Angustiada, golpeaba las paredes, gritaba con las personas, rasgaba las sábanas, la ropa.
Hasta que lo descubrió. Estaba embarazada.
Su primer impulso fue el de una pequeña muerte.
Pero intuyó que era necesario dejarlo nacer.
Lo dejó.
Durante meses maldijo a los dioses por la invasión, por las náuseas, por el corte. Un espacio para otra persona comenzaba a abrirla por dentro. Y no había nada que pudiera hacer. Por meses se apretujó toda. El cuerpo dilatándose para alojar otro cuerpo. Dolía tanto que ella comenzó a sospechar que a fin de cuentas debía haber también algún placer en eso. Estaba, en fin, en igualdad con el Universo. No había nada más en este mundo que no pudiera crear. Su hijo venía para suavizar la furia que estaba en su destino. Su hijo era un ruego que había olvidado. Y que ahora recordaba.
En el hospital, el médico le dijo que se quedara tranquila.
Ella vio la jeringa en sus manos.
Le imploró que la dejara despierta.
Necesitaba sentir el dolor del parto.
Necesitaba ver la sangre de su hijo.
No podía dormirse en el gran dolor de su vida.
Pero se durmió.
Cuando despertó, ya era madre.
Vino el médico sin máscara.
Vino la enfermera con el niño.
Ella miró. Su hijo.
Lo que sintió no tiene medida.
Era el amor. El pánico.
Y de repente el rostro del médico sonriendo:
– ¿No me recuerdas?
Ella recordó inmediatamente, porque nunca había olvidado.
Lo reconoció casi sin sorpresa.
Sabía que, un día, iba a volver.
Estaban unidos desde siempre.
Ahora eran tres. Y ella sabía: para ese número no había angustia.
Estaba completa.
Con él, todo era como reconocerse en las cosas, en las personas, en los animales, en el sexo. Y era justamente en el sexo que más le sorprendía el reconocimiento. Como si mirara otra cara, la suya, pero otra hasta entonces. Como si él completara el gesto que ella comenzaba, el sueño que dormía. Siempre había preferido los hombres brutos. Pero él la aterraba con tanta dulzura.
Ella también lo asombraba. Su debilidad habían sido siempre las mujeres delicadas. Pero ella lo sorprendía con su intensidad y pasión. Como si gritara las palabras que él buscaba, el sentido que no tenía. Como si iluminara el valor de todas las cosas, cosas que antes no había percibido.
Juntos eran perfectos. Eran libres.
E incluso estaba el hijo.
Esa criaturita que lloraba de hambre.
Que dependía de ella para todo. Y esta vez ella era el alimento. No tomaba más nada de la vida, daba.
Y daba tanto que percibió: tampoco dejaba de matar ni de morir.
Su felicidad no podía ser mayor.
Y no había nada dentro de sí que le indicara un abismo.
Estaba segura sobre la tierra.
Tan segura que no notaba el temblor de sus manos al sostener a su hijo.
No notaba la angustia en el pecho cuando lo miraba.
No recordaba los sueños en los que el bebé cerraba los ojos pálidos. Buscaba  olvidarlos.
Él fue quien notó que el niño no respiraba lo suficiente para la vida.
Ella tuvo entonces la certeza de lo que venía pesando como una sombra en su corazón: no sería madre por mucho tiempo.
Él se inclinó, tomó con cuidado al bebé. Lo llevó al hospital. Hizo de todo para salvarlo del abismo. Pero ella ya sabía que no había posibilidades. Era necesario dejarlo morir. Era necesario.
Lo dejó.
El dolor que sintió fue único. Y enseguida se dio cuenta: era un dolor para siempre. Sí, no había dentro ningún placer.
Pero estaba él a su lado.
Día y noche, abría el pecho para que ella se recostara.
La sostenía para que no se cayera nunca más.
Cuando ella no quiso tocarse más, él le secó las lágrimas, el sudor.
La bañó para que se oliera.
La acunó para que pudiera dormir.
Y la veló para que no dejara de despertarse.
A veces la sacudía para que ella recordara que continuaba.
Que era necesario.
Y, de repente, nada parecía tan malo, tan insuperable, tan triste.
Era él.
Que hacía lo insustentable liviano. Le daba aire.
Ella respiraba, las lágrimas caían. Finalmente, la persona que siempre quiso estaba allí a su lado. Y estaba justamente allí con ella: feliz de estar al lado de la persona  que siempre quiso. Pero, para eso, había sido preciso el nacimiento y la muerte mayores de su vida.
Todo eso era el terror. Era el espanto.
Su hijito lloraba de hambre. Ella nunca dejó de darle comida. Pero quizás no le haya dado bastante. Qué podía en este mundo aplacar esa angustia. Era lo que necesitaba saber.
Para que descansara, él no salió de su lado. Le contó algunas historias, para que se relajara. Algunos chistes, para que riera. Ella trató. Cuando, finalmente, lo logró, él la llenó de besos. Se miraron entre sonrisas. No podían entender cómo habían soportado tanto tiempo solos.
Fue cuando quisieron saber más uno del otro.
Cómo crecieron, lo que vivieron, cómo soportaban hasta hoy la furia de dentro, la angustia.
Trataron de juntar las partes: comienzo, medio y fin de sus historias.
No pudieron.
Todos los recuerdos, ella los cargó mientras pudo. Cuando no pudo más, se fue esforzando por olvidar.
Él ya había olvidado.
Ahora intentaban, desesperadamente, recordar.
Antes de dormir, ella cerró los ojos y trató de contar su propia historia. En el comienzo era una niña, dijo. Y paró enseguida, atónita. Después, fue el turno de él de contar. Pero también fue inútil. No contaron la historia. Ni durmieron. Dieron vueltas. Perdidos con todo lo que habían vivido. Con todo lo que habían soñado.
Se inventaban. Para continuar existiendo.
Y existían en estado de sorpresa.
¿Cómo sería el final? No sabían. Sabían que habría final. Puesto que hubo, un día, un comienzo.
Una noche, ella dijo:
– ¿Qué sentiste cuando me viste, por primera vez, en el hospital?
Y él:
– Alivio.
Ella sonrió.
– ¿Y tú? – Él quiso saber
– También.
Y él también sonrió.
– ¿Y ahora?
Ella se inquietó.
– Parece que esto no termina.
El entendió. Pero quiso confirmar.
– ¿La angustia?
Ella:
– Sí, la angustia.
Permanecieron en silencio, acostados, uno al lado del otro. Pensaban en lo mismo, tenían el mismo miedo.
Él:
– ¿La has sentido?
Ella:
– Mucho
Después de un suspiro, ella preguntó:
– ¿Y tú?
Él dudó, pero respondió:
– De vez en cuando.
Ella no dijo nada. Pensó en el hijo.
Se miraron entonces, lívidos.
– Pero… ¿puedes controlarlo?
– Sí – respondió, contenido. Por ahora. ¿Y tú?
– Yo… yo no sé – dijo, en un susurro.
Y se dio vuelta en la cama, afligida.
– ¿Qué pasó? – Preguntó, también afligido. Quiso ver su rostro, sus ojos. Le tironeó suavemente el brazo, para que se diera vuelta. Pero ella no se movió.
– ¿Sucede algo? Insisitó en un murmullo.
Ella confirmó:
– Sí.
Y se enroscó en la colcha, cerrando los ojos a lo oscuro.
Ellos estaban llenos de angustia.
Él no pudo dormir. Se quedó pensando, tratando de recordar. Pero, ¿qué? El pasado no le interesaba. Era como si no existiera. Sin embargo, muchas veces, sentía una sensación vigilante de cosas anteriores, congoja en el pecho, alegría súbita, ganas de gritar, miedo. Pero al mismo tiempo era como si temiera y gritara desde muy lejos y solo después se diera cuenta de que aquella voz era la suya y que aquella persona era él. Pero entonces ya era tarde. Como cuando se ve en la ruta vacía la polvareda y los rastros. Quedaba solo la sensación de todo, aunque incluso aceptara esa sensación como algo conocido y supiera muy bien quién era ella, no se atrevía a darle el nombre a la memoria y reconocerla como parte de él. Temía que, al nombrarla, pasara a existir demasiado. Y lo lanzara de la punta a las raíces. Otras veces se sentía anestesiado, como si no tuviera nada por dentro. Como si pasara por todo, cargando el vacío, pero sin saber lo que era eso que cargaba tanto. Trataba de recordar, aunque le fuera más fácil olvidar. Y mucho mejor también. Pero insistió. Y buscó en el tiempo los hechos. Pero no había tiempo en su memoria. Solo imágenes. Aromas. Sabores. Solo así recordaba.
Entonces, de repente su nariz olió éter. Su boca tuvo sed. Sus ojos vieron la sangre. Su piel se erizó.
Entonces supo: era el recuerdo.
La despertó en medio de la noche. La llevó al hospital. Atravesaron mudos el gran corredor blanco. Ella se asombró con todo tan límpido y claro. Él apenas sonreía mientras caminaban. De repente, paró frente a una puerta muy grande, muy alta y también muy blanca. La abrió y la dejó pasar. Quería que entrara primero.
Ella entró y casi en trance tuvo el mareo más delicioso de su vida. Cerró los ojos. Y vio por dentro: el mundo se había vuelto, todo, rojo.
Era una maravilla.
Había tanta gente amontonada en los corredores, que ellos ni pudieron caminar. Era un olor a éter, a alcohol, amoníaco. Eran las personas gritando, las personas pidiendo, las personas llorando. Y todo tan rojo, rojo de mercurio, de merthiolate, rojo de sangre, sangre, sangre.
Y las miradas afligidas de aquellos que sufrían mucho.
Y las miradas apagadas de aquellos que no sufrían más.
Él la vistió de blanco. Pasearon juntos por las salas. Le dio órdenes, recetas, hicieron curativos, recetaron calmantes.
Respiraron juntos, aliviados.
Se miraron, felices.
Y fue solo en ese momento que él realmente comprendió lo que lo ayudaba.
– Soy médico – fue lo que pudo concluir.
Ella se desesperó
– Y yo, ¿qué soy?
– Bueno, contadora– dijo él, sin entender.
Pero ella había entendido: no, no era. Los números no ayudaban tanto.
Decidió:
– Necesito ser algo.
Y sintió un gusto fuerte de carne en la boca.
Fue entonces que él pensó que vivía por el dolor de los otros.
Y ella pensó que vivía solo por el de ella.
De repente, dijo:
– Vamos a comer – y salió ansiosa, sin esperarlo.
Él la siguió. Pararon en un restaurante.
Ella pidió carne apenas cocida.
– Pero apenas– le indicó con énfasis al mozo.
Él la miraba mientras ella comía. Y masticaba. Y tragaba. Los dientes blancos, afilados. De hambre, de angustia, de prisa. Los dientes ávidos. Al notar que estaba siendo mirada, evitó mirar. Se concentró en su hambre. Cómo era grande, grande, grande.
Bajó los ojos, evitando así que él viera el tamaño del deseo que crecía en sus pupilas.
No quería preocuparlo. Quería que comiera.
Pero él no comía. Ni la miraba ya. Tenía los ojos caídos sobre el plato. La mirada hacia dentro.
Le pareció extraño. Le preguntó:
– ¿No vas a comer?
Pero enseguida vio que era inútil preguntar.
Él acercó el rostro a la comida. La carne atravesada en el tenedor. Las manos y los labios trémulos. Los maxilares abriéndose y cerrándose. La carne cercana a los dientes. Entonces, no pudo. Sintió una puntada en el estómago, casi se dobló del dolor. En pánico, se dio cuenta del deseo que lo dominaba. La saliva crecía en su boca. La boca crecía para el mundo.
Trato de controlarse, pero su mente rodaba. Se vio como un niño. La miró, una niña, miró su reflejo en el vaso: estaba solo. Sintió como si los pantalones se encogieran, las manos disminuyeran, la mirada se empañara.
Se desesperó.
No era capaz de mirar el blanco. No acertaría nunca más a un pajarito.
Ella se estremeció al verlo así.
El quiso morir ahí mismo. Hacía tiempo que solo necesitaba pocas cosas. De repente, quería mucho, y ya no sabía cuánto.
Viéndolo desorientado, ella le preguntó:
– ¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer?
Como estaba tan pálido y perdido, ella no quiso que él notara que se perdía y empalidecía tanto.
Entonces respondió, conteniendo las lágrimas:
– Vamos a comer.
Y clavó los dientes como si afilara 32 cuchillos.
Comieron. Con los ojos muy cerrados antes de tragar.
Ella agradeció por la sangre que le bajaba por la garganta.
Él sonrió, con las pupilas dilatadas.
Miraron la carne en el plato, casi cruda.
Volvieron a casa sin decir una palabra. Él estaba tan débil que ella lo llevó a la cama. Cuando se acostaron, él abrió los ojos. Y quiso hacer el amor. Ella no. No se sentía para eso. Quería solamente quedarse acostada hasta que pasara todo. Pero él insistió y estaba muy débil. Ella entonces hizo lo posible para desear en ese instante al hombre que amaba. Él la agarró fuerte del pelo. Ella lo mordió en los labios hasta que sangraron. En medio de todo eso, comenzaron a llorar.
Pero era tarde.
Se sintieron extraños.
Y se alejaron en la cama, no pudieron mirarse más.
Él se levantó como un ciego.
Anunció:
– Voy a trabajar – y salió todavía vistiendo la ropa.
Ella se quedó sola.
Y comenzó a pensar en lo que sería.
Tardó tres días y tres noches para volver. Al abrir la puerta, encontró la casa vacía. Revolvió los armarios, los cajones, los estantes. No encontró nada. Se había ido. Estaba solo.
Se acostó en la cama, desesperado.
Necesitaba morirse.
Pero solo se durmió.
Y se sumergió en un sueño de tres días, soñó con la muerte por tres noches.
Al despertar, sintió olor a café.
Allí estaba ella, sonriente.
Él se sintió un niño de pantalones cortos. Ella era una niña de trenzas.
Hace mucho que estaban comprometidos. Necesitaban correr uno hacia el otro.
Él se levantó todavía en sueños. Dijo:
– ¡Tú…!
Y corrió para abrazarla.
Él lloró en sus brazos. Quiso saber:
– ¿Dónde estabas? ¿Por qué no estabas aquí?
Pero ella dijo apenas:
– Voy a ser veterinaria.
Y le sirvió una taza de café.
Él bebió el líquido caliente observándola.
– Muy bien– dijo finalmente. – Siempre te han gustado los animalitos.
Y sonrió, orgulloso.
Al acostarse, no se acercaron. Mantuvieron una distancia segura uno del otro. Solo jugaron a las adivinanzas:
– ¿Cuál es el color de mi pie?
– Rojo. ¿Y el olor de mis ojos?
– Dulce. ¿Cuál es el sabor de mi nuca?
– Salada. ¿Y el color de mi frente?
– Azul.
Sonrieron. Pero no se tocaron.
Por la madrugada sudaron y tuvieron la misma fiebre. Durante una semana no salieron de la cama. Ardieron en la misma agonía. Ella llamaba al hijo, al dolor del parto. Se veía embarazada de gemelos. La panza del tamaño del mundo. Él también deliraba, se veía en lo alto de un edificio, con alas enormes, y se veía en el suelo, sangrando como un pajarito.
Abrieron los ojos al mismo tiempo. Se asustaron uno con el otro.
Al levantarse sintieron que sus cuerpos envejecían juntos.
Lo sabían.
En el almuerzo, ella puso el mantel más bonito en la mesa, el vestido más sexy en el cuerpo. Él se vistió todo de blanco. Y le ofreció una rosa roja. Después, le sacó el vestido y la acostó sobre la mesa. Salía humo de los platos. La comida estaba caliente.
Comenzaron a almorzar.
Ella puso en la boca de él la comida que ya había masticado. Él tragaba y era como si ella lo tragara. Hizo lo mismo con ella y ella sintió como si la poseyera.
Se amaron.
Pero las manos no se atrevieron a tocar.
Lo hicieron con los otros sentidos.
Después, aliviados, salieron por las calles.
Necesitaban aire. Diversión.
Pasaron por un lugar que los hizo detenerse, estáticos.
Era un matadero.
Se acercaron. Vieron las gallinas, los patos, los pavos, los conejos.
Pero solo los vieron.
Ella le tomó la mano.
Susurró:
– Vámonos.
Salieron. Él suspiró.
– Son tan bonitos, ¿no?
Ella no dijo nada. Concordó con la cabeza.
Él continuó:
– ¿Has visto sus ojos?
Ella tembló. No quería responder.
Pero respondió:
– Sí. Y tembló de nuevo.
Volvieron a casa. Él, ocultando. Ella, ansiosa.
Vieron televisión, él durmiendo. Ella, encendida. Pasó la noche pensando en el futuro, mirándolo.
Parecía que estaba en un sueño profundo cuando, de repente, él comenzó a hablar. Y decía palabras entremezcladas, que no pertenecían a ninguna lengua.
Pero ella sabía que eran palabras de desesperación.
Pedía auxilio.
Ella también quería ayuda.
Sabía que no podían continuar más así. Debía de haber algo que si lo hicieran los satisfaría de una vez o al menos por un largo tiempo, y entonces lo harían de nuevo. Y así hasta la muerte. Debía de existir eso. En algún lugar.
Ella, más que nunca, estaba decidida a encontrarlo.
Lo despertó.
– Vamos – le dijo.
Y se levantó.
Él también se puso de pie. Apenas abrió los ojos. Y la siguió, sonámbulo.
Dieron vueltas por las calles hasta que reconocieron un camino.
Llegaron al matadero.
Él todavía no había entendido.
– ¿Qué vas a hacer?
Ayúdame a elegir – ella le pidió, mirando las gallinas.
Entonces entendió. Y sonrió.
Se acercaron más a las jaulas.
Permanecieron horas examinándolas, aumentando el propio martirio.
Ella eligió dos, él dos.
Las de cara con más espanto.
Llevaron a casa las gallinas vivas.
Ella recordó a Jacira en el patio.
Necesitaban verlas morir. Pero no solo ver.
Este pensamiento le atravesó el alma.
Pero era lo que sentía.
Y para esa sensación no había más sentido.
Era el margen. El límite.
Ella pensó si algún día alcanzarían el fin. Ya que, ahora, olvidaban de una vez las partes. Él, por su lado, no pensaba más en la historia, solo intentaba matar el sentimiento.
Era la forma más rápida de amenizar el dolor.
Para ella, la primera gallina fue más difícil, la segunda fue solo placer, o mejor, alivio.
El no tuvo dificultades, se divirtió desde el comienzo.
Miraron entonces la sangre en sus ropas.
Él observó, sin aire:
– Comenzamos a matar.
Y ella, aterrorizada:
– ¿Y ahora?
Estaba petrificada. Lo que le había encantado era la última mirada de las víctimas. La misma mirada en todas.
– ¿Ahora…? – repitió él.
Y notó el abismo abierto bajo sus palabras.
Por un momento se desequilibró. Y cerró los ojos.
La boca sintió lo amargo. Su piel se erizó. La nariz no alcanzó más ningún olor.
Estaba perdido.
Pero se controló como un mago.
– Ahora, vamos a comer – respondió.
– Pero, ¿y después? – ella insistió, desesperada.
Él entendió la dimensión de todo, pero, antes de responder, se lavó las manos.
Ella esperó, inmóvil, la respuesta de su vida.
Él, finalmente:
– O continuamos… o tenemos un hijo.
Y ella, deslumbrada de esperanzas:
– ¡Un hijo…!
Pero no hubo un hijo.
No hubo.
Ellos ya lo sabían.

 de La pequeña muerte y otras naturalezas/
A pequena morte e outras naturezas, 2000 
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