25 marzo, 2013

Esther Cross(Argentina, 1961)


La peor suerte 


Desde la cama de un hospital, la mirada vital e inquietante de una mujer que ha visto de cerca la muerte se imprime en la memoria de la narradora niña esta historia. En medio de un paisaj árido, un relato tenso y preciso de la autora de La señorita Porcel y Kavanagh. 
Fue el día de la tormenta de polvo. Mi madre lloraba y manejaba. Íbamos a la clínica del doctor Molinari a ver a Nieves Campero, que vivía con sus hijos y su marido en el puesto pegado a la ruta. Nieves había intentado suicidarse. No era la pri­mera vez. Era lo que quería. Pero esa vez se había prendido fuego.
“Vamos al pueblo”, me había dicho mi madre después de almorzar, agarrándome del brazo. 
Había tanto polvo que no se veía la casa, no se veía el monte, no se veía la continuación del ca­mino. Mi madre me dijo que al salir de la clínica iba a llevarme a un kiosco del pueblo. A modo de garantía, sacó una mano del volante, la metió en la cartera y me dio un par de billetes del monede­ro, que quedó vacío. No apartó la vista del camino pero al mismo tiempo veía lo que pasaba alrededor.
El camino se había convertido en una pista de arena y el coche patinaba para todos lados, como si estuviera vivo. Mi madre se agarraba al volante con las dos manos y trataba de enderezar el coche con los codos levantados. 
Esa mañana, yo había ido a cazar palomas con mi padre y mis hermanos al monte. Los hermanos Campero y su padre habían pasado con sus caba­llos y nos habían saludado. Mi padre se había lle­vado una mano al ala del sombrero y ellos hicieron una especie de venia. Uno le dio una palmada al otro en la espalda y se rieron. 
Cuando volvimos de cazar, mis hermanos se fue­ron con una paloma muerta a los galpones. Todos sabíamos que hacían experimentos en la casilla del motor de luz, cerca del chiquero. Después llegaron, corriendo, para almorzar. Se sentaron a la mesa y dieron la noticia: la tarde anterior Nieves Campero se había rociado nafta, había prendido un fósforo y había salido corriendo del puesto, como una bola de fuego. Mis padres ya lo sabían y por eso asintie­ron sin decir nada. Mi hermano mayor imitó a la mujer de Scalesi, que trabajaba en la cocina de la matera y estaba contando todo a los gritos cuando ellos andaban por ahí, operando a la paloma. Con una mano en la boca y los labios fruncidos, la mu­jer de Scalesi había dicho: “es una ampolla roja”, haciendo mucho hincapié en ampolla pero más en roja. También dijeron que había dicho “en carne viva”, uniendo los dedos en un punto, y “llaga” cla­vándose las uñas en la palma de la mano.
Mi madre no habló en todo el almuerzo. Cuan­do empezó a llorar, mi padre nos guiñó un ojo. Oímos un portazo de tormenta pero era una falsa alarma y no iba a llover. Mi madre empujó la silla para atrás, se paró, me dijo “vamos al pueblo” y me agarró del brazo. 
¿Por qué los hermanos Campero estaban traba­jando como si nada esa mañana en vez de ir a la clínica? Una vez mi padre había dicho que Nieves tendría que matarse de una vez y mi madre había dicho “pobre mujer”, a lo que mi padre respondió “pobre marido, pobres hijos”. Mi hermano más chico había contado que los Campero estaban afuera de la casa cuando ella empujó la puerta gritando, toda prendida de fuego –“no se le veía la cara”, había comentado la mujer de Scalesi. Se tiró al piso, cayó arriba de una gallina y la gallina se murió. Campero se sacó la camisa y empezó a pegarle a Nieves para apagar el fuego. Una, dos, tres veces. Los hijos también. Todos le dieron y le dieron hasta que sólo quedó el olor a quemado y el cuerpo de la gallina aplastada por Nieves. Y Nie­ves, “una ampolla roja, en carne viva”. ¿Por qué se había quemado, por qué no había hecho otra cosa para matarse, para ponerle, como se decía, fin a su vida? ¿Por qué se llamaba Nieves y no Nieve? Era como que una mujer se llamara Rocíos en vez de Rocío. O Violetas. O Isabeles. Nieves. 
Mi madre dobló en una curva. Cuando pasamos al lado de un Citroen amarillo, que tenía el capot levantado, trató de ir más despacio. Un hombre miraba el motor, con la mano en la cabeza. Por no llenarlo de polvo, mi madre pisó el freno. El tipo quedó adentro de una tormenta reducida provoca­da por la buena voluntad de mi madre. 
Una vez, Nieves Campero se había colgado de una viga del tinglado del puesto pero como era un poco gorda la soga se cortó. Le quedó una mar­ca en el cuello y estuvo enyesada un mes y medio porque al caerse se había roto una pierna –que “se le astilló toda”, como había dicho la mujer de Sca­lesi–. Otra vez había salido corriendo del templo Evangelista del Barrio Alegre y se había tirado contra las ruedas de un camión que pasaba. El ca­mión frenó, el camionero se bajó y encontró a Nie­ves de costado, como un embrión gigante, con los ojos cerrados y las manos en las orejas. El camio­nero tuvo que hacer una fuerza descomunal para separarle las manos de las orejas porque quería que lo escuchara cuando le preguntaba si estaba loca y si estaba bien (Nieves Campero había asentido aunque nunca se supo a cuál de las dos preguntas). La llevaron a la Clínica del doctor Molinari. Le vendaron un par de cortes, le pusieron una pomada en los moretones y “le dieron un calmante para el carácter porque tenía los nervios des-tro-za-dos”, como decía la mujer de Scalesi mirándote a los ojos. El mismo verano en que mi padre pudo com­prarse el coche, Nieves Campero abrió el botiquín del baño de su casa de Fortín Olavarría y se tomó todo lo que encontró, “hasta el agua oxigenada y 
los remedios del corazón y el cerebro del esposo”. La encontraron tirada en la cama, con espuma en la boca –“por el agua oxigenada”– y en el hospital de Fortín le hicieron “un lavaje con una sonda y salían las pastillas y todo lo que había comido ese mismo mediodía”. En esa parte la mujer de Scalesi negaba con la cabeza, mirando el piso. En casa ya estábamos habituados a que Nieves Campero hi­ciera esas cosas. Tomó insecticida y quiso tirarse por la ventana del salón de fiestas del hotel El Faro –“la atajaron entre cuatro”–. Morirse no era fácil.
Mi madre estacionó en la puerta de la Clíni­ca Molinari, entre la ambulancia y el Fairline del doctor Molinari. Cuando sacó las llaves, se agarró de nuevo al volante, bajó la cabeza y después me sonrió. En el pueblo no había tormenta de viento. Sólo el calor.
No la conocíamos mucho. Mi madre la había visitado alguna vez, cuando salía a recorrer con mi padre para saludar a los puesteros. La primera vez que fue a su puesto comentó que se notaba que Nieves era maniática de la limpieza. Mis herma­nos y yo la habíamos visto a Nieves sentada en el coche –lleno de parches de óxido– de su marido que había ido un sábado a la casa con ella para co­brar el aguinaldo antes de ir al pueblo. También la vimos el día que fueron juntos a buscar a su hijo a la estación de tren. Pero ya sabíamos quién era. Queríamos conocerla, verla de cerca. Después de todo, tenía el cuerpo más resistente del mundo. La peor suerte. Y una voluntad de hierro. 
Las dos veces vimos su cabeza de pelo corto, la nariz en gancho. Pero cuando nos acercábamos, Nieves Campero daba vuelta la cara, o porque no quería que la viéramos o porque no quería mirar­nos o por las dos cosas a la vez. 
Seguí a mi madre hasta el mostrador de la en­trada. Una enfermera vestida de rosa nos dijo que Nieves estaba en el segundo piso. A la enfermera le faltaba un diente pero ninguna enfermera está obli­gada a tener una dentadura completa. Subimos por la escalera porque el ascensor no venía. Se oían las ruedas de una camilla. En la puerta decía “prohibi­da las visitas”. Entramos en la habitación y vimos tres camas. En una, había una señora que miraba el techo. En la otra, había una mujer que roncaba. La momia de la cama del medio era Nieves.
Con esas vendas blancas como las nieves.
Mi madre se acercó y rodeó la cama. Dijo “Hola Nieves” y la miró con los ojos llorosos y la mano en la cintura, sonriendo apenas. La mujer estaba toda vendada. Le habían dejado descubiertos los ojos –tenía los párpados cerrados y no tenía pesta­ñas– y la boca, que ya no tenía labios. Mi madre se sentó en un banco que había al lado de la cama. Me hizo una seña para que fuera y me paré detrás de ella. Mi madre dijo “Hola Nieves” de nuevo y Nie­ves Campero dio vuelta la cara. Mi madre asintió, como si hablara con alguien invisible. Después le dijo a la espalda vendada de Nieves Campero que quería que supiera que la entendía, corrió el banco para atrás y se despidió. Oímos la voz de alguien en el pasillo. Mi madre me dijo “Vamos” y me agarró del brazo. El piso era de goma con aguas de colo­res. Me di vuelta. Nieves Campero tenía los ojos abiertos y me miraba. 
Mi madre paró el coche en uno de los kioscos del boulevard. Un hombre limpiaba los vidrios del Banco Provincia. Me bajé del auto y fui al kiosco de la esquina. Cuando salimos del pueblo, me pre­guntó cuánto me había quedado de vuelto y le dije que no me había quedado nada.
–Te di todo lo que tenía –me dijo, negando con la cabeza. 
Miró el espejo retrovisor y tomamos el camino de tierra. Parecía que el viento iba a arrancar los postes del alambrado. Vimos la nube de tierra que rodeaba la casa mucho antes de ver la casa. Ha­bían sellado las ventanas y las puertas con trapos pero el polvo se metía igual por todos lados. Esa fue la tarde en que volví a casa con una bolsa de caramelos masticables, que comí con mis herma­nos en la casilla del motor. La mujer de Scalesi me preguntó si habíamos estado con Nieves pero en vez de responderle le di vuelta la cara. Fue la tarde de la tormenta de polvo, la tarde en que Nieves Campero me miró fijo. Sus ojos brillaban con la fuerza de la vida.


23 marzo, 2013

María Laura Fernández Berro(Argentina, 1958)


La sangre derramada(fragmento)

                                                                   XXV 

(…)

Ayer soñé que venía una ola. Mire la ola errante y no tuve miedo. La orilla, sucia y náufraga. Entonces vino a mí. El pelo en el sol. La espuma rota en perlas de nácar. Y la luz.
Fue entonces que el río se secó. Se arrugó el agua desde el centro hasta la orilla. Y vi la tierra abierta hasta el infinito. Los barcos oxidados, recostados sobre la arena rota.
Río por donde todo vino y por donde todo se va.
Río como un animal movedizo, marrón, enorme.
A la orilla del río
A la orilla del río
Un niño solo con su perro.
A la orilla del río
Dos soledades
timidas…

(...)
“Hoy, toda la tarde, se oyó el ruido inquieto de los pájaros. Se los oía gritar entre la niebla. Atravieso lo blanco hasta tocar con el remo los camalotes. Tangible el río. Sólido. Hojas de color del campo. Hojas verdes, espesas, vegetales, nuevas que se entretejen en la proa, en el remo y me impiden pasar. Imposible dar vuelta a la isla. Hay momentos en la vida en los que sólo hay que ir para atrás… Será otro día. Ya no hay más ruido de pájaros. Sólo el remo. Sólo el agua. Uno, dos. Uno, dos. Cierra de golpe la noche. ¿Cómo sigo? En el club van a preocuparse por mi retraso. Remo sin piedad. No pienso. Sólo el agua. Río por donde todo vino y por donde todo se va. Río como una piel de caballo extendida bajo el sol o las nubes. A veces, zaina, a veces alazana, a veces tordilla, a veces azuleja esa piel, ese cuero. Río a veces potro. Río donde las brújulas se enloquecían y se mareaba, perdido, el arte de marear de los conquistadores. Río de miles de naufragios, ocultos por barro."
(...)
“Mientras escribo, ella dibuja árboles, casas, barcos. Algo no es, algo se establece y zarpa, definitivamente, en sus dibujos, en su sangrado. ¿La casa es un puerto a la que los barcos llegan?” 
(...)


de “La sangre derramada”, Babel Editorial, 2012. 
Primer premio de novela certamen Aurora Venturini, 2010.

Márgara Averbach (Argentina, 1957)


La mano en la Pared

En el lugar donde conocí a Ester, yo era sobre todo madre. Cuando volvió a llamarme, me dijo que quería una vendedora. Ahora, las dos somos madres de nuevo, pero la palabra tiene un sentido distinto, casi opuesto. La conocí en la puerta del colegio donde esperábamos a los chicos todos los días a las cinco y cuarto. A la entrada, “las madres” (en el espacio de esa manzana de veredas maltratadas, éramos siempre “las madres”) apenas si nos saludábamos. Tal vez porque a la entrada no había excusa para quedarse por ahí perdiendo el tiempo, tal vez porque sin excusas, suponíamos que con un poco más de esfuerzo, podríamos ganarle al trabajo y por eso volvíamos corriendo a las escobas y las clases y las compras. A mediodía, apenas había inclinaciones de cabeza, Chau, Hasta luego, ¿Qué tal? Hace frío. Cuatro palabras y las puertas del colegio quedaban vacías. Pero a la salida, las puntuales (yo y Ester llegábamos por lo menos diez minutos antes) nos reuníamos en grupos y había sonrisas y charlas encendidas. Sobre las maestras, sobre los horarios, sobre el cansancio, sobre los maridos, sobre los hijos, sobre el futuro. Yo hablaba con otras madres sin saber sus nombres, sin entender del todo lo que había detrás de la ropa prolija de esta, del vestido mal planchado de aquella, de los cuerpos gorditos o enflaquecidos, de las voces y las arrugas y las gritos. Reconocía, eso sí, la mirada fija en la puerta, el cálculo mental de minutos, el rebaño de chicos alrededor, el recuento de útiles y camperas. Aun ahí, donde era sobre todo madre, yo trataba de adivinar los gustos, la clase de sartenes, ollas, pavas que tal vez podría venderles. La puerta y las charlas me daban una oportunidad que no podía desperdiciar. Me acercaba a “las madres” con eso en mente y pronto, estábamos compartiendo las pequeñas escenas de la vida, una discusión, un reproche, un asombro, un descubrimiento. Ester tenía el reproche en los gestos. Sus hijos –tenía dos– venían peinados, limpios, perfectos y antes de entrar, ella los examinaba con cuidado, de arriba abajo, y a veces, se agachaba a limpiarles una mota de polvo del zapato o se inclinaba a arreglarles el cuello del delantal. Recuerdo sus manos, en el aire, arreglando un mechón rebelde de las trenzas de Cata. Sí, de Cata me acuerdo también. Cuando volví a ver a Ester, no había pensado en su hija en mucho tiempo pero descubrí que me acordaba de ella. No hubo tiempo suficiente para acumular recuerdos, pero me había quedado con una cara cansada de quince años, el aburrimiento en los ojos, ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde. Por eso, porque me acuerdo de los gestos de Ester, de las palabras de Cata; porque veo todavía la mano de la madre un día que llegué corriendo con la cartera abierta y el pelo desarreglado, Permitíme, me dijo y puso la cartera en su lugar, el pelo detrás de la oreja; porque me enfureció su deseo de corregirme, de convertirme a su religión de prolijidad obsesiva, por todo eso, su nombre y el de su hija y el aspecto de su casa se me grabaron en la memoria para siempre. Y ni siquiera la mujer que conocí después, esa madre rápida, hundida en datos, en teléfonos, en papeles, puede hacerme olvidar del todo a la Ester de los tiempos de “las madres” del colegio. En los tiempos del colegio, fui cuatro o cinco veces a su casa antes de que los chicos crecieran o se fueran o desaparecieran de nuestras vidas y dejáramos para siempre las charlas de la vereda. Nunca fui como amiga. En esos primeros tiempos, excepto en la puerta de la escuela, mi relación con Ester fue siempre la de una vendedora. Nuestra historia está cruzada: como “madre”, le vendía; como vendedora, con ella, fui otra madre. A esa casa ordenada, iba enfundada en una elegancia que jamás usaba cuando era “madre”. Tal vez era esa diferencia de estilo, esa máscara, lo que me daba vergüenza cuando iba a ver a Ester o a las otras “madres”. Con los desconocidos, con los compañeros de trabajo de mi marido, yo me inventaba una cara segura, una sonrisa eficiente, una sinceridad apabullante en la que yo también creía. La conversación me salía con una naturalidad asombrosa, suave como un guante de seda sobre la mano cuidada, arreglada, casi una obra de arte. Ah, a esa gente sí que sabía venderle. Con las madres, me costaba mucho. Ester me había arreglado la cartera, me había recogido el mechón rebelde, me había visto en vaqueros, sin pintar. Permitime. ¿Cómo hacerle creer en mi uniforme pacato y correcto, en mi sonrisa, en mi hebilla plateada? No sé si se los creyó. Entonces no le pregunté y ahora que la veo mucho, no creo que quiera preguntárselo. Sé que la casa que conocí era una extensión de la Ester del reproche. Entonces, Ester no tenía máscaras. Era una sola. La casa: limpieza absoluta; cuadros en ángulos rectos y exactos; una sola alfombra con los flecos lisos, paralelos; la cama, sin una arruga. La cocina: vacía como en las fotos de las revistas de arquitectura; sin un vaso; sin una cucharita sucia en la pileta; el repasador, en el gancho, con tres pliegues planificados, no espontáneos, uno más ancho en el medio, dos más angostos a los costados como una toalla en los hoteles de lujo de las series de televisión. Después de la escuela, dejé de verla. Cuando las cosas se derrumbaron y empezaron a verse los espacios vacíos, los huecos oscuros, tuve miedo y les pedí a mis hijos que se fueran. En nuestra ceguera parcial de aquellos tiempos, pensábamos que cualquier ciudad era mejor que la nuestra y que tal vez, bastaba con corrernos a un costado unos kilómetros para evitar el espanto. Así que tampoco los veía a ellos. Apenas había cartas de vez en cuando. Y después, de pronto, en el año de la guerra, con los comunicados y las noticias falsas sobre las islas en los oídos, recibí un llamado. No la ubiqué enseguida. Ester, decía la voz, una voz más cascada y sin embargo, más llena de fuerza que la de la mujer de la casa perfecta. ¿Ester? ¿Ester qué? El apellido no me aclaró mucho, tal vez porque entonces, cuando éramos “las madres”, los apellidos eran los nombres de los chicos: “lamamádeCata”, “lamamádeAlberto”. Tuvo que decirme la dirección para que me acordara. Pero en ese año, con los hijos lejos, me alegré de oírla. Me preguntó si seguía vendiendo ollas a domicilio. Dije que sí. El jardín estaba lindo, mucho mejor cuidado que mi balcón de macetas llenas de yuyos pero había perdido ese aire de matemática aplicada que para mí era un insulto. Lo noté enseguida y toqué el timbre con ese miedo extraño que se siente antes de un reencuentro, tal vez porque una sabe que no va a ver lo que espera, que el reencuentro en realidad, es imposible. Cuando me abrió la puerta, me di cuenta de que era ella pero el cambio era tan grande que me pregunté si yo también habría cambiado así. Si hubiera tenido un espejo, me habría mirado con espanto. Ella me abrazó. Eso también era raro: nunca nos habíamos abrazado antes. Por alguna razón, tal vez porque ella no me preguntó por los míos, no me atreví a hacerle la pregunta más obvia, ¿Qué tal?, ¿cómo andás? ¿Y Cata? ¿Y Gerardo? El living estaba oscuro y tenía otro color, turquesa, tal vez celeste, con esa luz era difícil saberlo. Había carpetas de hojas manchadas, abiertas sobre la mesa. De pronto, recordé el desierto del mantel en otros tiempos, la mesada brillante que seguramente seguía allá, del otro lado de la puerta entreabierta, en la cocina. Ester hojeó mis folletos despacio. No les prestaba atención. Quería decirme algo y las ollas eran una excusa. No me resultó difícil darme cuenta pero no supe cómo hacérselo más fácil. Y entonces, porque sí, levanté la vista y la vi. La huella de la mano en la pared azul. Me quedé inmóvil, mirándola. Una mano grabada como un bajorrelieve en la pintura del living de la casa de Ester era algo tan inconcebible que pensé que me había dormido. Un olor agudo a pesadilla cayó sobre el mantel y los papeles y las carpetas. La penumbra nos tocó los pies. –¿Qué? –dijo Ester, de pronto, las dos manos apoyadas sobre mis folletos de colores absurdos, abandonados a su suerte sobre la falda–. ¿No sabés? Yo no sabía. ¿Quién hubiera podido contármelo? Mi Alberto se había ido lejos y por otra parte, nunca había sido muy amigo de Cata. Los otros eran más chicos y tampoco estaban. Ya no éramos “las madres”. No estábamos envueltas en la humareda tibia de los chismes. Los ojos de Ester eran otros. Como su voz, tenían más fuerza y más años. Parecían partidos por grietas infinitas. Sé que ese día le di la dirección de Alberto y sé que se escribieron. Ella me mostró las cartas. Ahora que Cata la estaba armando a ella de nuevo con su ausencia, ella quería armar a Cata con las palabras de otros. La vida de Ester era un movimiento hacia arriba, en picada, hacia la escena que yo no había olvidado, hacia ese ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar a tarde, sobre las veredas maltratadas del colegio. –Casi la mato cuando puso la mano sobre el enduido –me dijo. Había sido dos días antes de los golpes en la puerta, dos días antes de las sirenas y los hombres y el Falcon y la no despedida. La voz de Ester se quebró en la segunda palabra–. Casi la mato. Apoyó los dedos demasiado grandes sobre la huella que siempre tendría dieciséis años. Ya no lloraba.

  “La mano en la pared” en Aquí donde estoy parada(Córdoba, Editorial Alción, 2003).

04 marzo, 2013

Florencia Werchowsky (Argentina)


Florencia Werchowsky
El telo de papá(fragmento)

"Cuando se le ocurrió abrir el motel, su proyecto comercial absoluto, acaso su plan más lúcido, se sintió satisfecho como nunca antes. Era una idea que combinaba diferentes aspiraciones, era tan heroica como lucrativa, era arriesgada, rebelde, tenía fuertes implicancias sociales. Le parecía comprender y dominar ciertas conductas de la clase media del valle, donde había pasado los últimos veinte años de su vida. Había llegado a la idea del motel analizando a sus amigos y a él mismo y concluyendo que además de un negocio redituable, un hotel alojamiento era una apuesta épica, un espacio para provocar, para despabilar. Sería el refugio de los amantes de la zona, los casados, los infieles, los solteros, locales y de las otras ciudades, los viajantes y los viajeros. Además de un negocio, abriría capítulos en las historias de la gente del pueblo."

(...) 

  "Los coches empezaban a juntarse en fila detrás de la barrera. Tal era la ansiedad por la inauguración, que se había corrido el rumor de que convenía ir temprano para conseguir habitación y no quedarse afuera. Las parejas, sentadas en los asientos delanteros, conversaban y sonreían sin sentir vergüenza de ser vistos por los otros autos. Estaban yendo matrimonios como si se tratase del estreno de una película o de la inauguración de un nuevo restorán, eran citas de parejas constituidas que iban por la novedad y la anécdota, vestidas elegantemente." 


  por Reservoir Books - Random House Mondadori, 2013

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