02 abril, 2012

MELODY GERALDINE(Argentina, 1987)

de “VENCIDOS”(fragmentos),editorial El Reino. /

TEXTO III

Negro luto, negro noche, amarillo sol.
Monumentos móviles del caos, íconos casi absurdos de la velocidad de las horas.
Urbanas.
Me siento, abro la ventana, le indico hacia dónde voy.
Su cabeza gris y seca, la ficha delante de mis piernas que lo identifica antes de que su cabeza fuera gris y seca, el respaldo de bolitas de madera –tan necesarias– y ese escudo de Racing colgando del espejo, en lugar de una cruz, un cristo o una estampita de la virgen.
Demasiadas ruedas juntas, demasiado sol malentendido se filtra, en el ruido de los colectivos, de las bocinas, de todas esas personas amontonadas. Miro las calles, los edificios, los autos quietos o yéndose rápido, rápido, y miro, siento el aire, la primavera en la cara, y miro. Veo entre los carteles unas nubes grandes, tan blancas y reales que parecen de artificio. Desde acá, desde el cemento, la naturaleza es como un lujo, un horizonte que no se alcanza, otra vía posible.
Las manos que sostienen apenas el volante y mueven los cambios como máquinas y emiten señas a las otras manos de los otros volantes, son también parte de esa cabeza gris y seca que conoce, desde adentro, el alma de todo lo que vive entre el tránsito, los cortes y los bombos; las imágenes repetidas de los mismos recorridos, los grandes carteles publicitarios, uno por uno, la duración de los movimientos de la ciudad, con todas sus rutinas y variaciones, el pulso de los semáforos, las noticias susurradas desde lo bajo, los gestos de policías y ladrones y de tantos ciudadanos en el medio. Y esas manos traen al hombre y lo llevan de y a todos lados, y no puedo no compadecer, engreídamente, la monotonía de su tiempo, su soledad rara, el motor estéril bajo su cuerpo. Y todas esas horas… marcadas en el contador que no para de contar.
Y miro, lo que yo veo de cuando en cuando pero que él ve todo el tiempo, y entre todas esas imágenes una sobresale, una figura avejentada que camina hacia adelante, apoyada en su bastón, vestida con bolsas negras de residuos. Cubierta la cabeza, la cara y el cuerpo entero, con los ojos solos al descubierto, como occidentalizando el burka ella sola, en su mundo, en su país propio, escondiéndose el cuerpo como si fuera basura. Y atraviesa el vidrio y cruza la mirada con la mía, y me estremece de asombro y tristeza un instante, y digo algo, no se qué, y él contesta que sí, que hace treinta y tres años que la ve dando vueltas, tapada desde siempre como si fuera miseria eterna.
Verde. Los coches se despegan unos de otros y el taxi avanza. Mi mente avanza. Luego todo vuelve a ser verde.
En el medio de la calle, un árbol protegido por una cerca, más anciano que todos los linyeras casi muertos, con raíces más grandes que árboles enteros.
Monumentos perpetuos, testigos de la historia.
Y otra vez rojo.
Las manos del hombre se aburren y quieren contarme. Historias que en otro momento ignoraría, pero que ahora, sin saber porqué, me interesa escuchar. Y me sumerjo en ese saber urbano, en ese humo difuso que exhala el tránsito de todos los que viven entre ruedas. Como él, que pasa diez horas al día con las manos estáticas llevándolo, con los ojos repetidos en el espejo, mientras debajo Racing parpadea movimientos de un lado a otro, simulando, en todo, a un corazón. Pero sabe que su vida es eso y mucho más, y a la vez no, no lo es, es todo una gran mentira. O no. Todo eso que vive, con los ojos, al final del día son sólo imágenes. O acaso no sólo imágenes. Y ese escudo es simplemente un escudo, jamás será ni un corazón ni un ícono religioso, aunque sí fuera, en el fondo, tanto o más personal que la ficha amarillenta que cuelga entre mis piernas.
Me dice que no es la única, que hay otras como ella, que esa mujer fue joven un día pero que ya pasaron muchos días. No sé desde cuándo andará dando vueltas, dice, como resignado a la desgracia ajena, y cansado, del tránsito que no avanza y del cuero gastado que ya casi no resiste tanto peso. Sus costados sobresalen del asiento. Lo desbordan.
No veo su nuca que tapa el pelo gris y ralo, no veo su espalda, ni sus pies, ni siquiera su perfil. Veo la mirada doble que rebota hacia mí desde el espejo, que habla desde el fondo de su infancia y persiste en un brillo tenue, escondida para siempre entre esas líneas de vejez que modelan sus ojeras.
Resuena su voz grave, fuerte, que viene de su garganta como un ruido, hila sonidos roncos que tardo en comprender. Son palabras. Vibran entre las ventanas cerradas y entre los asientos sordos, casi como una necesidad de su cuerpo y su garganta de expulsar por ahí todo lo que en ese taxi entró alguna vez.
Me dice que hay otras como ella. Otros. Que la calle está llena de hombres que la habitan.
Solos.
Sin saber siquiera porqué.
Me habla de una mujer que también solía ver siempre. Ella se sentaba a leer todos los días en el mismo rincón de Plaza Miserere, y lo extraño, no era que se sentara a leer siempre en el mismo lugar, sino que leyera en voz alta. Sola. Siempre. Y que pasado el tiempo la mujer además de libros fuera juntando basura y llenándose de mugre, y que ella misma se fuera convirtiendo en un cúmulo de basura. Y se fue quedando y quedando y se quedó. Y se hizo vieja y empezó a hablar sola todo el tiempo y bue... no sé qué habrá pasado después con ella, si se habrá muerto o no –me dice–. Sin ninguna expresión, casi sin gestos, como si ya no le importara lo que estuviera diciendo, como si su relato saliera sólo de su boca, sin ningún esfuerzo ni compromiso.
Nada.
No entiendo su contradicción, es como si se hubiera aburrido de su propio entusiasmo. O no, no sé, quizás yo lo malentendí, quizás esos cigarrillos que ahora descubro arriba de la guantera le hayan consumido el corazón, y ya no le quede aire ni tiempo para hilar diez oraciones seguidas.
Me pregunta si me molesta que fume y si quiero uno. No, no hay problema, bueno gracias. Me presta fuego, enciendo, abro la ventana. Aspiro, confundida en mi placer, y suelto afuera, expulso de adentro mío un poco de aquello que me rodea y miro con asco, me hundo en mi contradicción como este hombre que no es coherente ni con su propio tono de voz.
Yo soy parte del humo.
Mientras el taxi avanza por una avenida que reconozco pero de la que ignoro el nombre, las cenizas de su cigarro amagan pero vuelven, indecisas, revolotean a mi lado como un huracán hecho de nada, y el escudo de Racing tirita un poco, igual que el atado de cigarrillos y la ficha amarilla, y quizás hasta los asientos estén saltando de arriba hacia abajo, todo, menos nosotros. Como si un íntimo terremoto nos sacudiera y sólo los objetos pudieran percibirlo. Como perros amorfos lejos de todo.
Empiezo a reconocer algunas casas, carteles, negocios, y entiendo. Tengo que indicarle dónde frenar, pero él, él no entiende, parece haber olvidado hacia dónde iba, veo su mirada en el espejo que parece ausente, lejos del auto y de la calle, en un afuera más allá de todo, y yo estoy por abrir la boca al tiempo que abro la cartera para sacar un billete y pagarle, pero él se adelanta, como contestando a mi silencio, y emana otra vez el sonido ronco que son sus palabras, y me dice, en tono de despedida absurda o de redención:
–Yo era maestro sabés.


**********************************************************


El tránsito invade la habitación. Me invade el cuerpo débil, cansado, enfermo del horror. Y el sol penetra como queriendo derretirnos -con la misma furia del infierno- nosotros aquí pagamos. La miseria de quién, el pecado de quién. Nada es de nadie. Y yo ya no puedo llorar, ya no siento. Sólo siento alguna cosa, el aroma del café de la mañana quizá. Pero luego el aroma del humo que se expande hacia la demencia se detiene hundido en mi garganta y resucito, recuerdo, que ya no puedo sentir nada. Y debo recordar, una y otra vez, cuántos años estudié para llegar. Enclaustrado como un preso sin recuerdos, doblemente preso. Qué puedo hacer, si ya no me importan, me dan pena. Qué, qué puedo hacer si ya no puedo llorar. ¿Porqué? Porque si acaso me dignara a hacerlo, terminaría ahí, en el fondo, como ellos.
Estas infantas uniformadas no comprenden la enfermedad, no. Yo sí, yo estoy adentro y me sacrifico o acaso no es así. Yo vivo en el pantano y el barro no me toca.
Escucho a Javier que me mira, que está ahí sentado y me habla y es ausencia, y pienso en Juana, la pobre Juana, no tiene arreglo. Ya nadie la escucha. Nadie la visita ni la recuerda. Por eso va y se desnuda y camina desnuda a la noche por los pasillos. Juana, la abuela Juana, logró que todos se acuerden de ella antes de irse a dormir.
Para mí la locura solía ser aquello oculto, vedado, aquello desconocido, insondable. Y lo desconocido era la libertad. Alguna forma de la libertad. Con el tiempo aprendí, que lo desconocido es la muerte o la libertad. Y yo sigo vivo y no puedo llorar.
El tránsito suena adentro. Me dan pena los de afuera, me dan pena. Javier López habla y habla, y por momentos no habla sólo me mira y se queda callado y no puede, nada. Yo le digo que no importa, que diga lo que quiera y que si no quiere hablar que no hable, que desde el silencio también se habla. Pero yo sólo escucho el ruido de los autos afuera, y el sol me aturde y mi alma grita, adormecida, que no debería escucharse nada desde acá adentro, que esto es el colmo del colmo de todo, esto está más abajo que el infierno, más sucio que el pantano, las paredes como escombros, los baños olvidados, las enfermeras que no entienden siquiera el mundo de allá fuera, apenas burócratas anticipadas de la parca. Y la mesa, donde apoyo mis papeles y mis notas que no sirven, donde se instalan mis manos y por momentos las suyas, la veo arañada, atravesada –allí donde se escriben las respuestas- por las sombras de las rejas, las rejas de la ventana por la que entra el sol y el ruido. Como si fuera el preso de algún sueño.
Y yo debería haberme ido de este lugar, debería, antes de perder a Silvina, debería, antes de perderlo todo. Pero hace ya demasiados años de eso. Ahora estoy aquí, y Javier López habla y habla, con el sonido de su voz subterránea, mientras me mira y me atraviesa con sus ojos perdidos y el color de su piel muerta.
Años entre estos pasillos, viendo el sol filtrarse por las rejas de las ventanas, las sombras siempre arañándolo todo. Como si estos hombres fueran carne quemada al sol y no, no, quedan crudos bajo el sol que apenas entra y los rasguña. Entre barrotes. Ellos, acá, no tienen opción. Yo sí, yo vengo y los escucho. Y los medico, un poco, los alivio. Pero ya no sé qué puedo sentir. Mis sueños se repiten, sólo siento el peso de mi cuerpo débil y cansado, mi mente que pesa como un calvario. La voz de Javier allá profunda, el calvario que me aplasta, y el aroma del café de las mañanas de las que reniego, ya no lo siento.
Allá en la pared un cuadro de Toulouse que colgué alguna vez. Miro nuestras manos en la mesa entre barrotes, los ojos perdidos, las piernas festivas de esas mujeres en la pintura, allá en otro siglo, en otro destino.
Cuántos muertos habrán mirado esas piernas.
Y pensar que algunas de estas personas están acá dentro hace veinte, treinta, cuarenta años. Casi tantos años como yo. Acaso no fueron salvadas ¿Por qué? Cumplen la pena eterna de no tener cielo, cumplo yo la pena, el castigo, de ser yo quien los salva, de la nada hacia la nada. Los acompaño en la espera, en la espera de qué. De la nada hacia la nada. Por eso los drogo, me drogo, para borrarnos el pasado.
Es verdad que alguna vez creí que con el solo entusiasmo se podía curar. Con inteligencia y esfuerzo. A quién, ya no sé, ya no recuerdo. Tampoco se de dónde venía mi entusiasmo.
El sol penetra mi martirio, la voz subterránea, los ojos muertos de Javier. Yo le pido que me disculpe, que voy a cambiar de lapicera -porque algo estuve escribiendo todo este tiempo, qué, ya no sé, algo que a nadie le importa sobre las palabras estériles del pobre Javier- porque los papeles marcados sobre la mesa se llevaron sus restos y abro el cajón, veo el retrato de mis hijas, y le pido una vez más que me disculpe un momento, mientras agarro otra lapicera, y contemplo a mis hijas, tan lindas, tan, tan lejos ya. Y vuelvo a escribir, anoto mientras él habla y habla y titubea y no dice nada y una ráfaga de aire o viento entra por la ventana, con el ruido y el sol, y vuela una de mis hojas, y me da miedo, esta vez, que Javier lea alguna palabra de las que dicen mis hojas. Y pienso en Juana, una vez más, la pobre Juana, a veces pienso que quizá sea la única que haya sido salvada en este lugar. Una mujer sola, abandonada, que se desnuda para existir. Que todavía quiere luchar contra el destino. Y yo todavía no siento nada y no puedo llorar, y tengo miedo de que Javier lea lo que escribo y ni siquiera recuerdo, lo que no escribo, entonces decido ir al suelo a buscar palabras sin sentido que se arrastran y me arrastran y las sujeto. Y entonces miro sus ojos, la pura ausencia, escucho que habla, sin sentido, la carne cruda, los ojos y pienso: pobre infeliz, no tiene arreglo.


Nació en Buenos Aires el 18 de marzo de 1987. Desde chica se interesó por la literatura como otro modo de ver y entender la realidad. De trascenderla. Cursó estudios de Letras en la Universidad del Salvador, Dirección de cine en la escuela CIEVYC, y realizó un breve paso por la Universidad de Buenos Aires. En la actualidad se considera autodidacta. Acaba de publicar su primer libro de relatos cortos “Vencidos”, por editorial El Reino. Actualmente se encuentra escribiendo su segundo libro de relatos.


http://www.melodygeraldine.blogspot.com/

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...